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– Buenos días. He venido a reclamar -le sorprende la firmeza de su voz- las pertenencias de mi hijo. Mi hijo sufrió un accidente el mes pasado, y la policía se hizo cargo de algunos de sus objetos personales.
Desdobla el resguardo y lo posa sobre el mostrador. Según Pavel perdiese la vida antes o después de la medianoche, el impreso está fechado el mismo día o al día siguiente de su muerte. Solo hace referencias a «cartas y otros papeles».
El sargento inspecciona el resguardo con recelo.
– 12 de octubre. Aún no ha pasado un mes. El caso aún no estará resuelto.
– ¿Cuánto tardará en resolverse?
– Puede que dos meses, tal vez tres. Puede que sea un año, quién sabe. Depende de las circunstancias.
– No hay circunstancias. No se trata de un crimen.
Sujetando el papel con el brazo extendido, el sargento sale de la oficina. Cuando regresa, se le nota una mayor hosquedad.
– ¿Se llama usted, señor…?
– Isaev. Su padre.
– Sí, señor Isaev. Si hace el favor de sentarse, lo atenderán enseguida.
Se le encoge el corazón. Simplemente esperaba que le entregaran las pertenencias de Pavel para salir de allí cuanto antes. Lo que menos le interesa, por ser un lujo que no puede permitirse, es que la policía le preste la más mínima atención.
– Dispongo de poco tiempo para esperar -dice tajantemente.
– Sí, señor. Estoy seguro de que el investigador lo recibirá muy pronto. Siéntese, póngase cómodo.
Consulta su reloj, se sienta en el banco, mira a su alrededor con fingida impaciencia. Es temprano; no hay más que otra persona en la antesala, un joven vestido con un sucio sobretodo de pintor de brocha gorda. Sentado con la espalda muy erguida, parece dormido. Tiene los ojos cerrados y la boca abierta; emite un ronquido apagado.
Isaev. En su interior aún no se ha asentado la confusión. ¿No sería preferible desechar cuanto antes la historia de Isaev, antes de quedar atascado en ella? ¿Cómo iba a explicarlo? «Sargento, se ha cometido un leve error. Las cosas no son del todo como parecen. En cierto modo, yo no soy Isaev. El Isaev cuyo nombre que razones de mi sola incumbencia he empleado hasta ahora, y son razones que no detallaré aquí y ahora, si bien son razones perfectamente fundadas, lleva muerto algunos años. No obstante, yo eduqué a Pavel Isaev como si fuese mi propio hijo, y lo quiero como si fuera sangre de mi sangre y carne de mi carne. En ese sentido llevamos el mismo apellido, o al menos deberíamos llevarlo. Esos papeles que él ha dejado son para mí de un valor incalculable. Esa es la razón de que haya venido.» ¿Y si reconociese esta realidad sin que nadie se lo hubiera pedido? ¿Y si nadie sospechara nada en ningún momento? ¿Y si hubiesen estado a punto de devolverle los papeles, y al saberlo optasen por retenerlos? «Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ¿Es que hay gato encerrado?»
Mientras permanece sentado, sin decidirse entre confesar o seguir adelante con la impostura, al sacar el reloj y mirarlo con gesto de contrariedad, procurando pasar por un impaciente y atareado hombre de negocios incómodo en esa sala cerrada, en uno de cuyos rincones humea una estufa, tiene la premonición de un síncope, y en ese mismo gesto reconoce que un síncope sería una artimaña, la artimaña más infantil de todas para salir de una situación comprometida, al tiempo que en algún rincón cae de golpe la sombra molesta de un recuerdo: no cabe duda, ha estado antes aquí, en esta misma antesala, o en una muy parecida, y también tuvo un episodio o un desmayo. Pero ¿a qué se debe que recuerde el episodio tan remotamente? ¿Qué tiene que ver ese recuerdo con el olor de la pintura fresca?
– ¡Esto es demasiado!
Los ecos de su grito rebotan por la sala. El pintor que dormitaba se despierta sobresaltado; el sargento del mostrador alza la mirada sorprendido. Él intenta disimular su propia confusión.
– Lo que quiero decir -dice bajando la voz- es que ya no puedo esperar más, que tengo una cita a la que no puedo faltar, ya se lo he dicho.
Se ha puesto en pie y se ha abrochado el abrigo cuando el sargento lo llama a gritos.
– El consejero Maximov lo recibirá ahora mismo, señor.
En el despacho al cual es conducido no hay ningún banco de respaldo alto. Al margen de un enorme sofá cuya tapicería es de imitación de piel, está amueblado al estilo neutro de los edificios oficiales. El consejero Maximov, investigador judicial encargado del caso de Pavel, es un hombre calvo, con la planta rechoncha que tendría una campesina, y que no para de moverse hasta estar cómodamente sentado, momento en el que abre ante él un abultado cartapacio y se pone a leer largo y tendido, murmurando algo para sus adentros, mientras sacude la cabeza de vez en cuando.
– Triste asunto… Triste asunto, ya lo creo…
Por fin levanta la mirada.
– Mis más sinceras condolencias, señor Isaev.
¡Isaev! ¡Es hora de tornar una decisión!
– Gracias. Verá, he venido a pedir que me sean devueltos los papeles de mi hijo. Me doy cuenta de que el caso no está cerrado, pero no entiendo por qué pueden tener interés para su investigación unos papeles privados, ni tampoco veo qué relevancia pueden tener para su… proceder.
– ¡Sí, sí, desde luego que sí! Como usted bien dice, son papeles privados. De todos modos, dígame una cosa: cuando habla de papeles, ¿a qué se refiere exactamente? ¿De qué papeles se trata?
Los ojos del hombre despiden un brillo acuoso. Tiene blancas las pestañas, como las de un gato.
– ¿Cómo quiere que lo sepa? Los papeles se los llevaron del cuarto de mi hijo, yo aún no los he visto. Serán cartas, papeles…
– Así que usted no los ha visto, y sin embargo cree que no pueden ser de ningún interés para nosotros. Lo entiendo. Entiendo que un padre quiera creer que los papeles de su hijo son cuestión puramente personal, o al menos cuestión de familia. Sí, le entiendo bien. No obstante, se está llevando a cabo una investigación… Puede que no pase de ser mera formalidad, pero es una formalidad cuyo cumplimiento la ley exige, y que no puede por tanto darse por concluida con un simple chasquido con los dedos, con un simple gesto, como si no hubiera pasado nada. Y los papeles son parte de la investigación. Por lo tanto…
Une las yemas de los dedos de ambas manos, inclina la cabeza, parece sumirse en profundos pensamientos. Cuando de nuevo levanta la mirada ya no sonríe en cambio, ostenta una expresión de absoluta determinación.
– Le creo -dice-, desde luego que le creo. Y también creo tener una solución que satisfará a las dos partes. Como el caso no está cerrado, sino que, a decir verdad, apenas acaba de abrirse, no puedo devolverle los papeles, pero sí voy a permitirle que los vea. Estoy de acuerdo con usted: es injusto, es sumamente injusto arrebatárselos a la familia en un momento tan trágico como este, y mantenerlos por un tiempo fuera de su alcance.
Con un gesto súbito, como el del jugador de cartas que liga una baza ganadora, extrae una sola hoja del cartapacio y la coloca delante de él.
Es una lista de nombres, nombres rusos, solo que escritos con caracteres latinos. Todos ellos empiezan por «A».
– Debe de haber un error. Esa no es la caligrafía de mi hijo.
– ¿Que no es la caligrafía de su hijo? Hum…- Maximov retira la hoja y la examina-. En tal caso, ¿tiene usted alguna idea de quién puede ser, señor Isaev?
– No reconozco esa caligrafía, pero puedo asegurarle que no es la de mi hijo.
Del final del cartapacio, Maximov selecciona otra página y la desliza sobre la mesa.
– ¿Y esta otra?
Ni siquiera le hace falta leerla. ¡Qué estúpido!, piensa. Le abruma cierto sonrojo, un leve mareo. Su voz, al hablar, diríase que llega desde muy lejos.
– Es una carta que yo le escribí. Yo no soy Isaev. Solamente utilicé el nombre…
Maximov mueve una mano como si quisiera espantar una mosca, como si desechase sus palabras, como si exigiera silencio; sin embargo, él se sobrepone al mareo y concluye su declaración.
– Utilicé el nombre pensando en no complicar más las cosas, nada más que por eso. Pavel Alexandrovich. Isaev es mi hijastro, el único hijo de mi difunta esposa. Pero para mí es como si fuera mi propio hijo. Aparte de a mí mismo no tiene a nadie en el mundo.
Maximov le quita la carta, que él sostenía con manos trémulas, y de nuevo la examina. Es la última carta que le escribió desde Dresde, una carta en la que regañaba a Pavel por gastar demasiado dinero. ¡Qué mortificación, estar ahí sentado mientras la lee un perfecto desconocido! ¡Qué mortificación, haberla escrito de su puño y letra! ¿Cómo iba uno a saber, cómo iba él a saber qué día habría de ser el último?
– «Tu padre que te quiere, Fiodor Mijailovich Dostoievski» -murmura el magistrado antes de mirarle a la cara-. Hablemos, pues, con claridad. Usted no es Isaev. Usted es Dostoievski.
– Sí. Ha sido una treta, un error estúpido, pero inofensivo, que ahora de veras lamento.
– Comprendo. No obstante, viene usted aquí y afirma ser… En fin, ¿hay que utilizar esa fea expresión? Utilicémosla cautelosamente, por así decir, al menos de momento, a falta de otra mejor. Afirma ser el padre del difunto Pavel Alexandrovich Isaev y solicita que le sean devueltas sus pertenencias, cuando lo cierto es que no es usted esa persona. Esto no tiene buena pinta, ¿verdad que no?
– Ya le he dicho que fue un error que ahora lamento amargamente. Pero el difunto sí es mi hijo, y yo soy su custodio legal.
– Hum. Veo aquí que tenía veintiún años, veintidós casi, en el momento de su fallecimiento. Si hablamos con propiedad, el mandato judicial que le garantiza la custodia ya había expirado. Un hombre de veintiún años es su propio dueño y señor, ¿no es así? Legalmente, es una persona libre.
Es esta burla la que finalmente le aguijonea. Se pone en pie.
– No he venido aquí para hablar de mi hijo con desconocidos -dice, levantando el tono de voz-. Si insiste usted en retener sus papeles, dígamelo directamente, que yo daré otros pasos encaminados a obtener su devolución.
– ¿Que si insisto en retener los papeles? ¡Por supuesto que no! Mi querido señor, hágame el favor de sentarse. ¡Por supuesto que no, qué cosas tiene! Por el contrario, me gustaría muchísimo que examinase usted los papeles, tanto en su beneficio como en el nuestro. El consejo que pudiera usted darnos al respecto sería muy de agradecer, mucho. Para empezar, veamos esto. -Coloca ante él una docena de hojas escritas por las dos caras, la lista completa de nombres, cuya primera página ya había visto, la correspondiente a los que empiezan por «A». No es la caligrafía de su hijo, ¿verdad?
– No.
– Desde luego, eso lo sabemos. ¿Tiene idea de quién puede ser la caligrafía?
– No la reconozco.
– Pertenece a una mujer joven que actualmente reside en el extranjero. Su nombre es lo de menos, aunque tengo la sensación de que si se lo dijera se quedaría usted bastante sorprendido. Es amiga y colaboradora de un hombre llamado Nechaev, Sergei Gennadevich Nechaev. ¿No le dice nada ese nombre?
– No conozco personalmente a Nechaev, y dudo mucho que mi hijo lo conociera. Nechaev es un conspirador y un insurrecto, cuyos planes repudio con total contundencia.
– Dice usted que no lo conoce personalmente, pero lo cierto es que usted ha tenido contacto con él.
– No, no he tenido contacto con él. Asistí una vez a una reunión abierta al público, en Ginebra, en la cual tomaron la palabra numerosas personas, entre ellas Nechaev. Hemos estado juntos en la misma sala, a eso se reduce todo el trato que he tenido con él.
– ¿Cuándo fue esa reunión?
– Fue en el otoño de 1867. La reunión fue convocada por la Liga para la Paz y la Libertad, tal como se hace llamar esa organización. Asistí a ella abiertamente y sin tapujos, en calidad de ruso y de patriota, para enterarme de lo que pudiera decirse de Rusia desde todos los puntos de vista. El hecho de que oyera hablar a ese joven llamado Nechaev no quiere decir, ni mucho menos, que respalde sus ideas. Por el contrario, se lo repito, rechazo todo aquello que defiende, y esto es algo que he sostenido en infinidad de ocasiones, tanto en público como en privado.
– ¿Incluyendo el bienestar del pueblo? ¿No defiende Nechaev el bienestar del pueblo? ¿No es eso lo que se esfuerza por lograr?
– No consigo entender a qué viene la vehemencia con que me formula estas preguntas. Nechaev defiende en primer lugar y por encima de todo el derrocamiento violento de todas las instituciones de la sociedad, en nombre de un principio de igualdad, de felicidad igual para todos o, si no, de desdicha igual para todos. No es ese un principio que haya intentado siquiera justificar. A decir verdad, parece que desprecia la justificación en general y que la considera una pérdida de tiempo, un inútil empeño del intelecto. Por favor, le ruego que no intente relacionarme con Nechaev.
– Muy bien, acepto sus argumentos. De todos modos, debería añadir que me sorprende, pues nunca le hubiese imaginado yo como un apasionado defensor de los principios. En fin, vayamos al grano. La lista que tiene delante… ¿no reconoce ninguno de esos nombres?
– Reconozco algunos, un puñado.
– Es una lista de las personas que han de ser asesinadas, tan pronto se dé la señal convenida, en nombre de la Venganza del Pueblo, que es la organización clandestina que, como bien sabe usted, ha creado Nechaev. Los asesinatos tiene por objeto precipitar una revuelta generalizada que conduzca al derrocamiento del Estado. Si pasa usted al final de esas hojas, encontrará un apéndice según el cual hay relaciones de personas que, subsiguientemente, una vez logrado ese derrocamiento, han de ser condenadas a una ejecución sumarísima. Entre ellas se encuentran los altos funcionarios judiciales, todos los oficiales de policía, los oficiales de la Tercera Sección con el rango de capitán o rangos superiores… Esa lista fue encontrada entre los papeles de su hijo.
Tras haber puesto sobre la mesa esta información, Maximov inclina la silla hacia atrás y sonríe amistosamente.
– ¿Significa eso que mi hijo es un asesino?
– ¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a serlo, si nadie ha sido asesinado? Lo que tiene usted ahí delante solamente es, por así decir, un borrador, un borrador especulativo. De hecho, en mi opinión, y es la opinión de un particular, esa es la lista que bien podría haber elaborado un joven con motivos de queja contra la sociedad en general en el espacio de una sola tarde, puede que como forma de darse tono ante la mujer misma a la que está dictando. Así se jacta de su poder sobre la vida y la muerte, de un poder completamente ilusorio. No obstante, el asesinato, la trama del asesinato, es una amenaza directa contra los altos funcionarios del Estado, y eso ya es una cuestión más grave. ¿No está de acuerdo?
– Muy grave. Su deber está bien claro, no creo que requiera mis consejos. Si Nechaev regresa a su país natal, en cuanto llegue tiene usted que arrestarlo. En lo que se refiere a mi hijo, ¿qué se puede hacer? ¿También va a arrestarlo?
– ¡Ja, ja! ¡Como broma no está mal, Fiodor Mijailovich! No, no podemos arrestarlo por más que quisiéramos, pues ya se ha ido a un lugar mejor que este. Pero ha dejado algunas cosas aquí. Ha dejado papeles, más papeles de los que debiera poseer cualquier conspirador que se precie. También nos ha dejado algunos interrogantes. Por ejemplo, ¿por qué se quitó la vida? Permítame que se lo pregunte directamente. ¿Por qué cree usted que se quitó la vida?
La sala da vueltas ante sus ojos. El rostro del investigador parece elevarse como un enorme globo de color rosa.
– Él no se quitó la vida -susurra-. Usted no ha entendido nada, no sabe nada de él.
– ¡Por supuesto que no! De su hijastro y de las vicisitudes de su existencia no he entendido ni un adarme, ni tampoco pretendo saber nada. Lo que sí espero entender, en un sentido material e inquisitivo, es qué motivos le impulsaron a morir. Por ejemplo, ¿había sido amenazado? ¿Le amenazó uno de sus correligionarios con denunciarle? Y el miedo a las consecuencias de la denuncia ¿le inquietó tanto que llegó a quitarse la vida? ¿O es acaso posible que no se quitara la vida? ¿Es posible que, por razones que aún desconocemos, fuese tenido por traidor a la causa de la Venganza del Pueblo y fuera asesinado entonces de una manera particularmente cruel? Esas son algunas de las preguntas que no me puedo quitar de la cabeza. Esa es la razón por la cual he aprovechado esta fortuita ocasión de hablar con usted, Fiodor Mijailovich. Y es que si usted no le conoce, habiendo sido su padrastro y su protector durante tantos años, en ausencia de sus padres naturales, ¿quién le conoce?
»Además, cómo no, hay que tratar el asunto de la bebida. ¿Estaba habituado a beber en abundancia, o es algo que solo hizo recientemente, debido a las tensiones propias de su vida de conspirador?
– No le comprendo. ¿Por qué hablamos de la bebida?
– Porque la noche en que murió había bebido muchísimo. ¿No lo sabía usted?
Él menea la cabeza con gesto aturdido.
– Está muy claro, Fiodor Mijailovich, que hay muchas cosas que usted desconoce. Vamos, permítame ser sincero con usted. Tan pronto supe que había venido usted para reclamar los papeles de su hijo, metiéndose, por así decir, en la boca del lobo, estuve seguro, o casi seguro, de que no tenía usted la menor sospecha de que hubiese nada indigno o pernicioso. Y es que si hubiera sabido usted que existía una relación entre su hijastro y la banda criminal de Nechaev, es totalmente seguro que no habría venido usted. Al menos, es seguro que habría dejado bien claro desde el primer momento que solamente deseaba reclamar las cartas cruzadas entre usted mismo y su hijastro, nada más. ¿Me sigue?
– Sí, yo…
– Y como ya están en su poder las cartas que pudo enviarle su hijastro, eso habría supuesto que solamente deseaba usted la devolución de las cartas que usted mismo le hubiese escrito. En cambio, ¿por qué…?
– Las cartas, desde luego, pero también todo lo demás, todo lo que sea de naturaleza estrictamente privada. ¿Qué sentido puede tener que lo hostigue usted ahora como a un perro?
– ¡Eso me pregunto yo! Qué trágico… En fin, volvamos al asunto de los papeles. Usted utiliza la expresión «de naturaleza estrictamente privada». Se me ocurre en cambio que, habida cuenta de las actuales circunstancias, es difícil precisar qué significa «de naturaleza estrictamente privada». Por supuesto que debemos respetar a los muertos, que debemos hacer valer los derechos que su hijastro ya no está en situación de defender, en este caso el derecho a la decencia y a la intimidad. La posibilidad de que después de nuestra defunción venga un desconocido a husmear entre nuestras pertenencias, a abrir nuestros cajones, a violar los sellos, a leer cartas íntimas… Sería una posibilidad harto dolorosa para cualquiera de nosotros, no me cabe duda. Por otra parte, en algunos casos podríamos preferir que fuese un desconocido sin el menor interés el que desempeñase este feo pero necesario oficio. ¿Estaríamos más cómodos ante la idea de que nuestros asuntos más íntimos fueran abiertos, cuando las emociones aún están a flor de piel, ante la mirada cándida de una esposa, de una hermana, de una hija? Mejor, en ciertos aspectos, que se ocupe de esto un desconocido, alguien que no pueda sentirse ofendido, ya que nada somos para él, ya que también estará endurecido, por la naturaleza de su profesión, y protegido contra las ofensas de todo tipo por una costra que solo dan los años de ejercicio de la profesión.
«Claro está que esto en cierto modo no es más que hablar por hablar, ya que al fin y a la postre es la ley la que dispone, la ley de sucesión: los herederos son los que toman plena posesión de los papeles privados y de todo lo demás. Y en caso de que alguien muera sin haber nombrado a su heredero, las reglas de la consanguinidad bastan para zanjar todo lo que haya que zanjar.
»Así pues, las cartas cruzadas entre miembros de una misma familia, estamos de acuerdo, son papeles privados que han de tratarse con la apropiada discreción. En cambio, las comunicaciones recibidas del extranjero, las comunicaciones de naturaleza sediciosa, las listas de personas señaladas para proceder a su asesinato, por ejemplo, no son de ninguna manera papeles privados. Aquí, sin embargo, nos encontramos con un caso muy curioso.
Está hojeando el cartapacio, mientras con las uñas tamborilea sobre la mesa de manera irritante.
– Aquí nos encontramos con un caso muy curioso, un caso muy curioso repite en un murmullo. Un cuento -anuncia inesperadamente-. ¿Qué puede decirse de un cuento, de una obra de ficción? ¿Diría usted que un cuento es un asunto privado y personal?
– Es un asunto privado, total y absolutamente privado y personal de un autor, hasta que sea dado a conocer al mundo entero.
Maximov le lanza una mirada burlona, y luego desliza sobre la mesa lo que ha estado leyendo. Es un cuaderno de ejercicios como los que usan los niños en la escuela, de páginas pautadas. Reconoce a primera vista la caligrafía inclinada, el arrastre de los ganchos y las tildes. Es la escritura de un huérfano, piensa: tendré que aprender a amarla. Coloca la mano sobre la página con ademán protector.
– Léalo dice con indolencia su antagonista.
Intenta leer, pero no puede concentrarse; cuanto más lo intenta, más se fija exclusivamente en los detalles de la caligrafía. Además, tiene la mirada empañada por las lágrimas. Se las seca con una manga para que no caigan sobre el papel y emborronen la página. «Desiertos de nieve sin una sola huella», lee, y siente deseos de corregir la redundancia del tópico. Trata sobre un hombre a la intemperie, sobre el frío. Sacude la cabeza y cierra el cuaderno.
Maximov lo alcanza y se lo quita con amabilidad. Vuelve las páginas y al final encuentra lo que busca; luego lo desliza de nuevo sobre la mesa.
– Lea esta parte -le dice-, no son más que una o dos páginas. Nuestro héroe es un joven condenado por conspiración y traición, que ha sido desterrado a Siberia. Escapa de la prisión y logra llegar a la casa de un terrateniente, en donde una criada, una campesina, le ofrece refugio y alimento sin que nadie lo sepa. Son jóvenes los dos, entre ellos nacen sentimientos románticos, etcétera. Una noche, el terrateniente, que ha sido retratado como un grosero que se entrega sin freno a todos los placeres de la sensualidad, intenta forzar a la muchacha. Ese es el pasaje cuya lectura le sugiero.
De nuevo sacude la cabeza.
Maximov recupera el cuaderno.
– El joven no puede tolerar el espectáculo ni un minuto más. Sale de su escondite e interviene -comienza a leer en voz alta-. «Karamzin», que es el terrateniente, «se dio la vuelta sobre los talones y soltó un bufido. "¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?" Luego se fijó en el uniforme gris hecho andrajos, en la argolla rota que aún lleva sujeta al tobillo "¡Aja, eres uno de esos!", exclamó. "¡Muy pronto me ocuparé de ti!" Se dio la vuelta y salió bamboleándose de la estancia.» Esa es la palabra que utiliza, «bambolearse». Me gusta. El terrateniente es descrito como un bruto con cara de pequinés, de orejas peludas y piernas cortas y gruesas. No es de extrañar que nuestro héroe se sienta ofendido: ¡la vejez y la fealdad manosean a su bella criada! Toma un hacha que encuentra junto a la chimenea. «Con todas sus fuerzas, estremeciéndose, desplomó de un solo golpe el hacha contra el pálido cráneo del hombre. A Karamzin se le doblaron las rodillas bajo su peso. Con un gran resoplido, como un animal, cayó cuan largo era sobre el suelo de la cocina, con los brazos en cruz y un temblor en los dedos que por fin quedaron quietos. Sergei», que así se llama nuestro héroe, «se quedó clavado en el sitio, con el hacha ensangrentada en la mano, incapaz de dar crédito a lo que había hecho. En cambio, Marfa», que es la heroína, «con una presencia de ánimo que él no esperaba, agarró un paño húmedo y lo colocó bajo la cabeza del hombre, para que la sangre no se derramase por todo el suelo.» Simpático toque de realismo, ¿no le parece?
»En fin, el resto del cuento es poco más que un esbozo, así que le ahorraré la lectura. Posiblemente, cuando ya no queda ni rastro del obsceno Karamzin, la inspiración de nuestro autor comenzó a flaquear. Sergei y Marfa arrastran el cuerpo y lo arrojan a un pozo que no se usa desde hace años. Luego emprenden viaje en plena noche «absolutamente resueltos»; esa es la frase que usa. No está del todo claro que se propongan huir. Pero permítame mencionar un último detalle. Sergei no abandona el arma del crimen, sino que se la lleva consigo. ¿Para qué?, le pregunta Marfa. Cito textualmente su respuesta: «Porque es el arma del pueblo ruso, nuestro medio de defensa y nuestro medio de cobrarnos venganza». El hacha ensangrentada, la venganza del pueblo… La alusión no podría ser más diáfana, ¿no cree?
Mira a Maximov con incredulidad.
– No puedo creer lo que estoy oyendo -susurra- ¿De veras se propone instrumentar este escrito como prueba contra mi hijo? ¡Si no es más que un cuento, una fantasía, escrita en la privacidad de su cuarto!
– ¡Oh, no, Fiodor Mijailovich, no! ¡Ni mucho menos! ¡Me interpreta usted mal! -Maximov se arrellana en su sillón y menea la cabeza con aparente aflicción-. Está fuera de toda consideración el hostigar a su hijastro (por utilizar la palabra que ha usado usted antes). El caso está cerrado, al menos en el sentido que más importa. Le he leído esta fantasía, como usted mismo la llama, simplemente como indicación de lo muy profundamente que había caído él bajo la influencia de los partidarios de Nechaev, que sabe el cielo a cuántos jóvenes impresionables y volubles han descarriado, sobre todo aquí, en Petersburgo, casi todos ellos, para colmo, de buena familia. Diría incluso que es una auténtica epidemia esto del nechaevismo. Una epidemia, o quizá tan solo una moda.
– No, no tiene nada de moda. Lo que usted llama nechaevismo es algo que siempre ha existido en Rusia, aunque fuera con otros nombres. El nechaevismo es tan ruso como el bandolerismo. Pero yo no he venido para hablar de Nechaev y sus partidarios. He venido por una razón muy simple: a llevarme los papeles de mi hijo. ¿Me los puedo llevar? Si no es así, ¿puedo retirarme?
– Puede retirarse, es usted libre de retirarse, por descontado. Ha estado usted en el extranjero y ha regresado a Rusia con un nombre falso. No le pediré el pasaporte que pueda llevar encima. Pero tiene usted total libertad para marcharse. Si sus acreedores se enteran de que está aquí en Petersburgo, también son igualmente libres, por supuesto, para dar los pasos que estimen oportunos. Eso no es asunto mío; es un asunto entre ellos y usted. Le repito que es muy libre de marcharse de este despacho. No obstante, le prevengo de que no puedo de ninguna manera conspirar con usted para mantener en pie su treta. Doy por sentado que lo entiende.
– En este momento, para mí nada tiene tan poca importancia como el dinero. Si he de ser acosado por viejas deudas, así sea.
– Ha sufrido usted una grave pérdida y se encuentra bajo de ánimo, por eso adopta esa actitud. Lo entiendo perfectamente. Pero no olvide que tiene esposa y una hija que dependen por entero de usted. Aunque solamente sea por ellas, no puede usted permitirse la insensatez de abandonarse al destino. En lo que respecta a su solicitud de devolución de estos papeles, con pesar debo denegársela. No pueden ser devueltos, pues forman parte de un asunto policial aún por resolver, en el cual se investiga la relación de su hijastro con los partidarios de Nechaev.
– Muy bien. Antes de marcharme, permítame que cambie de opinión y que le diga tan solo una cosa sobre los partidarios de Nechaev. Y es que al menos he visto y he oído a Nechaev en persona, lo cual es más, corríjame si me equivoco, de lo que ha visto y ha oído usted.
Maximov levanta la cabeza con un gesto de interrogación.
– Proceda, se lo ruego.
– Nechaev no es un asunto policial. En definitiva, Nechaev no es un asunto que incumba a las autoridades en modo alguno, al menos en lo que respecta a las autoridades civiles.
– Siga.
– Puede que consigan ustedes seguir el rastro de Sergei Nechaev y encarcelarlo, pero eso no querrá decir que el nechaevismo haya sido borrado del mapa.
– Estoy de acuerdo, estoy totalmente de acuerdo. El nechaevismo no es más que una idea en el extranjero; el propio Nechaev no es más que su encarnación. El nechaevismo no será erradicado hasta que no cambien los tiempos que corren. Nuestro objetivo, por consiguiente, debe ser algo más modesto y bastante más práctico: se trata de impedir que se extienda esta idea, y allí donde ya se ha extendido, se trata de impedir que pase a la acción.
– Sigue usted sin comprenderme. El nechaevismo no es una idea. Desprecia las ideas, está fuera de la esfera de las ideas. Es un espíritu, y el propio Nechaev no es su encarnación, sino su anfitrión. Mejor dicho, está poseído por él.
La expresión de Maximov es inescrutable. Vuelve a la carga.
– Cuando vi por primera vez a Sergei Nechaev en Ginebra, se me antojó un joven poco atractivo, taciturno, intelectualmente mediocre, un joven normal y corriente. No creo que esa primera impresión estuviera equivocada. De todos modos, en ese vehículo tan improbable ha entrado un espíritu, un espíritu sombrío, resentido, asesino. En ese espíritu tampoco hay nada que sea digno de destacar. ¿Por qué ha optado por residir en ese joven en concreto? Yo no lo sé. Tal vez sea porque lo considera un anfitrión en el que es muy fácil entrar y salir. Pero que Nechaev tenga seguidores es debido a que el espíritu reside en él. Son seguidores de ese espíritu, no de ese hombre.
– ¿Y qué nombre es el que tiene ese espíritu, Fiodor Mijailovich?
Realiza el esfuerzo de imaginar a Sergei Nechaev, pero todo lo que logra ver es una cabeza, de buey, los ojos vitreos, la lengua que asoma, el cráneo partido por el hacha del carnicero. A su alrededor revolotea una nube de moscas. Se le ocurre un nombre, que en ese preciso instante pronuncia en voz alta.
– Baal.
– Qué interesante. Una metáfora, puede ser, no del todo clara, pero que vale la pena tener en consideración. Baal. Sin embargo, debo preguntarme si es realmente práctico hablar de espíritus y de posesiones del espíritu. ¿Es práctico hablar también de ideas que van por la tierra de un sitio a otro, como si las ideas tuvieran brazos y piernas? ¿Nos servirá esa manera de hablar para llevar a cabo nuestras tareas? ¿Servirá de ayuda para Rusia? Dice usted que no deberíamos encerrar a Nechaev porque está poseído por un daimon. ¿Le parece bien que lo llamemos daimon? Eso de espíritu suena a falsedad, me parece a mí. En tal caso, ¿qué hemos de hacer? Al fin y al cabo, no somos un orden meramente contemplativo, sino que pertenecemos al brazo encargado de investigar.
Se hace un silencio.
– De ningún modo pretendo descartar lo que dice usted. Maximov reanuda su exposición. Usted es un hombre de grandes facultades, un hombre dotado de una especial perspicacia, tal como sabía antes incluso de que nos conociéramos. Y esos conspiradores que en el fondo son simples niños, en comparación con sus predecesores son efectivamente harina de otro costal. Se tienen por inmortales. En ese sentido, esto es desde luego como luchar contra un daimon. Y son implacables. Llevan en la sangre, por así decir, el desearnos el mal a nuestra generación. Han nacido con ese impulso. Y no es fácil ser padre, ¿verdad que no? Yo también soy padre, aunque por fortuna solamente tengo hijas. En los tiempos que corren, no me gustaría haber tenido hijos. Claro que su padre de usted… ¿no tuvo algunos roces con su padre, o me engaña a mí la memoria?
Tras sus blancas pestañas, Maximov lanza una miradita de sorna antes de proseguir.
– Por eso me pregunto, al final, si el fenómeno de Nechaev es una aberración del espíritu, tal como usted da a entender. Quizá solo sea en definitiva la vieja pugna entre padres e hijos, la que siempre ha existido, solo que en esta generación en particular adquiere una naturaleza más mortífera, más inexorable. En tal caso, quizá lo más sabio fuera también lo más simple, atrincherarse y aguantar más que ellos, esperar a que maduren. Al fin y al cabo, ya aguantamos antes a los decembristas, y después a los del 49. Ahora, los decembristas son ancianos, al menos los que siguen con vida. Estoy seguro de que el daimon que pudiera haberlos poseído huyó hace mucho tiempo. En cuanto a Petrashevski y sus amigos, ¿qué opinión le merecen? ¿Estaban Petrashevski y los suyos también poseídos por un daimon?
– ¡Petrashevski! ¿Por qué saca a colación a Petrashevski?
– No estoy de acuerdo. Lo que usted llama el fenómeno de Nechaev tiene una coloración propia. Nechaev es un sanguinario. Los hombres a los que estaba usted haciendo el honor de referirse eran idealistas, y fracasaron porque, hay que anotárselo en su haber, no fueron intrigantes, y mucho menos sanguinarios. Petrashevski, ya que usted menciona a Petrashevski, denunció desde el primer momento esa clase de jesuitismo que excusa los medios en nombre del fin que se pretende alcanzar. Nechaev es un jesuita, un jesuita laico que abiertamente defiende la doctrina de que el fin justifica los abusos más cínicos y el aprovechamiento más insensible de la energía que pongan sus seguidores a su disposición.
– En ese caso, hay algo que se me escapa. Explíqueme de nuevo: ¿por qué los soñadores, los poetas, los jóvenes inteligentes como su hijastro, se sienten atraídos por bandidos como Nechaev? Y es que, según su relación, Nechaev no pasa de ser eso: un bandido con un leve barniz de educación.
– No lo sé. Tal vez sea porque en los jóvenes hay algo que aún no se ha adormecido, algo a lo que apela el espíritu que habita en Nechaev. Quizá esté en todos nosotros: es algo que hemos pensado que lleva siglos amortajado, pero que solo estaba adormecido. Le repito que no lo sé. Soy incapaz de explicar en qué consiste y a qué se debe la conexión de mi hijastro con Nechaev. Para mí ha sido una sorpresa. Yo solo había venido a recoger los papeles de Pavel, que para mí son preciosos hasta un extremo que usted sin duda no alcanza a entender. Lo que yo quiero son esos papeles, nada más. Vuelvo a preguntárselo: ¿piensa devolvérmelos? Para usted no tienen ninguna utilidad. No le dirán por qué los jóvenes inteligentes caen bajo el dominio de los malhechores. Y es evidente que le dirán todavía menos, porque no sabe usted cómo leerlos. Mientras estuvo usted leyendo el relato de mi hijo, permítame que se lo diga, me percaté de que se mantenía usted a cierta distancia, de que erigía una barrera de ridiculización, como si esas palabras hubieran podido saltar de la página y estrangularlo.
Algo ha empezado a incendiarse en él mientras hablaba, y le satisface que así sea. Se inclina un poco, agarrándose a los brazos del sillón.
– ¿Qué es lo que tanto miedo le da, consejero Maximov? Mientras leía la historia de Karamzin, o de Karamzov, o como se llame, cuando el cráneo de Karamzin se parte en dos igual que un huevo, dígame la verdad: ¿sufre usted con él, o se siente usted exultante, aunque en secreto, como si fuera suyo el brazo que empuñaba el hacha? Y permítame que conteste por usted: la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón. Si se lo preguntase, estoy seguro de que me respondería que está usted a la caza y captura de Nechaev, con el objeto de llevarlo a juicio, a un juicio como es debido, con los abogados de la defensa y los fiscales, etcétera, para encerrarlo después de por vida en una celda bien limpia y bien iluminada. Pero mírese bien, Maximov, y dígame si en el fondo es ese su auténtico deseo. ¿No preferiría antes bien cortarle la cabeza y chapotear en su sangre?
Se respalda, algo sonrojado.
– Es usted un hombre muy inteligente, Fiodor Mijailovich. Pero habla usted de la lectura como si fuera lo mismo que estar poseído por un daimon. Según esa medida y ese criterio, me temo que soy un pésimo lector, sin duda, un lector aburrido y pedestre. Sin embargo, me pregunto si en estos momentos no tendrá usted fiebre. Si pudiera verse en un espejo, estoy seguro de que entendería lo que le digo. Además, hemos tenido una larga conversación, desde luego que interesante, pero muy larga, y yo tengo numerosos asuntos que atender.
– Y yo le digo que los papeles que tan celosamente pretende guardar bien podrían estar escritos en arameo, por el escaso provecho que les va a sacar. ¡Devuélvamelos!
Maximov se ríe.
– Me ha dado usted las razones más benévolas y de mayor peso para no acceder a su solicitud, Fiodor Mijailovich. Se lo diré de otro modo: teniendo en cuenta el estado en que se encuentra, el espíritu de Nechaev podría saltar de la página y apoderarse por completo de usted. Ahora, hablando en serio, me dice usted que sabe cómo leer. En alguna fecha que ya precisaremos, ¿querría usted leerme estos papeles, todos ellos, los papeles de Nechaev, de los cuales este no es más que un cartapacio entre muchísimos mas?
– ¿Leérselos?
– Sí. Hacerme una lectura de ellos.
– ¿Por qué?
– Porque según dice usted, yo no sé leer. Hágame una demostración de cómo leer. Enséñeme a leer. Explíqueme estas ideas que no son ideas.
Por vez primera desde que recibió el telegrama en Dresde, se echa a reír: siente cómo se le quiebran las rígidas líneas de sus mejillas. La risa es áspera y no destila alegría.
– Siempre me han dicho -dice- que la policía constituye los ojos y los oídos de la sociedad, y ahora me viene usted con una petición: quiere que yo le ayude. No, no pienso hacerle una lectura.
Cruzando las manos sobre el regazo, con los ojos cerrados, más parecido que nunca a un Buda sin edad y sin sexo, Maximov asiente.
– Gracias -murmura-. Ahora, debe marcharse.
Se encuentra de nuevo en la antesala ¿Cuánto tiempo ha pasado encerrado con Maximov? ¿Una hora? ¿Más? El banco está lleno de gente, y hay más personas que esperan apoyadas de espaldas contra las paredes, hay gente en los pasillos, y el olor a pintura fresca sigue siendo asfixiante. Todas las conversaciones quedan en suspenso; todos los ojos se vuelven hacia él sin la menor simpatía. ¡Cuántos son los que buscan justicia, cuántos tienen una historia que contar!
Es casi mediodía. No soporta la idea de volver a su cuarto. Camina hacia el este por la calle Sadovaya. El cielo está bajo, gris, y sopla un aire frío; hay placas de hielo en algunos sitios, y las aceras están resbaladizas. Un día lúgubre, un día para caminar a duras penas, con la cabeza gacha. Sin embargo, no puede detenerse, y los ojos se le mueven incansables de una figura que pasa a la siguiente, en busca de la inclinación de unos hombros, de una manera de andar que pudieran pertenecer a su hijo perdido. Por sus andares le podrá reconocer: primero los andares, luego el perfil.
Intenta recordar con precisión la cara de Pavel, pero la cara que en cambio se le aparece, la cara que se le presenta con una sorprendente viveza, es la de un joven de cejas espesas y barba rala, de labios delgados y prietos. Es la cara de un joven que estuvo sentado detrás de Bakunin en la platea del Congreso por la Paz de hace dos años. Tiene la piel estropeada por cicatrices que resaltan más lívidas debido al frío. «¡Márchate!», dice intentando apartar de sí esa imagen. Pero la imagen no cede. «¡Pavel!», susurra, invocando en vano a su hijo.