38018.fb2 El maestro de Petersburgo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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7 Matryona

No las acompaña a casa, y esa noche cena en una taberna. En la trastienda se juega una partida de cartas. Pasa un rato mirando, bebe algo, no juega. Es bastante tarde cuando regresa a la vivienda a oscuras, al cuarto vacío.

A solas, con el ánimo solitario, se concede una punzada de nostalgia, no del todo desagradable en sí misma, por Dresde y por la cómoda regularidad de la vida allí, donde tiene una esposa que guarda celosamente su intimidad y que organiza el día a día de la familia alrededor de sus costumbres.

En el número 63, no logra sentirse como en casa, y nunca podrá sentirse como en casa. No solo es el inquilino más transitorio, no solo es su excusa para alojarse allí tan oscura para los demás como para él, sino que nota además la tensión implícita de vivir en tan reducido espacio, con una mujer de humor voluble y una niña que con demasiada facilidad podría empezar a tener por ofensiva su sola presencia física en la vivienda. En compañía de Matryona tiene aguda conciencia de que sus ropas empiezan a oler mal, de que su piel está reseca y se le desescama, de que las placas dentales que lleva puestas entrechocan y hacen un ruido desagradable cuando habla. Además, sus hemorroides le causan interminables molestias. La férrea complexión que le sirvió para aguantar en Siberia empieza a resquebrajarse; el espectáculo de su decrepitud puede ser tanto más desapacible para una niña, bastante melindrosa con la limpieza, a cuyos ojos ha suplantado además a un ser de fuerza y belleza divinas. Cuando sus compañeros de juegos le pregunten por ese fúnebre visitante que se niega en redondo a recoger sus pertenencias y a marcharse, ¿qué contestará?, se pregunta.

Estaba usted suplicando cuando piensa en las palabras de Anna Sergeyevna, se estremece. Mira que haber sido en todo momento simple objeto de compasión…! Se arrodilla, apoya la cabeza sobre la cama, intenta hallar el camino de la isla de Yelagin, el camino que le lleve a Pavel, a su fría tumba. Pavel al menos no le volverá la espalda. En Pavel puede confiar, en Pavel y en el gélido amor de Pavel.

El padre, mera copia desvaída de lo que fue el hijo. ¿Cómo ha podido contar con que una mujer que contempló al hijo investido por el orgullo de sus mejores tiempos mire al padre con benevolencia?

Recuerda las palabras de un compañero de prisión en Siberia: «¿Por qué se nos da la vejez, hermanos? ¿Por qué? Para que al final podamos empequeñecernos tanto como para pasar a rastras por el ojo de una aguja» Simple sabiduría campesina.

Se arrodilla e implora, pero Pavel no acude. Suspirando, por fin se acuesta en la cama.

Despierta desbordado por la sorpresa. Aunque aún es de noche, se siente como si hubiese descansado durante siete noches con sus días. Se siente renovado, invencible; los tejidos mismos de su cerebro le parecen recién lavados. Apenas logra contenerse. Es como un niño la mañana de Pascua, que espera en ascuas a que la casa entera se despierte para compartir con todos su alegría. Quiere despertar a ella, a la mujer, quiere que los dos bailen por toda la vivienda: «¡Cristo ha resucitado!». Eso es lo que tiene ganas de gritar, y tiene ganas de oírla contestar: «¡Cristo ha resucitado!», y de que ella haga chocar sonoramente su huevo de Pascua contra el suyo. Quiere que los dos bailen, que den vueltas y más vueltas con los huevos pintados, que Matryona haga lo propio todavía con el camisón puesto, con el sueño en los ojos, tropezando feliz entre las piernas de los dos adultos, y que el espíritu del muerto entreteja también sus idas y venidas entre ellos, torpón, con los pies grandes, sonriente: como niños reunidos, recién nacidos, libres de la tumba. Y sobre la ciudad rayará el alba, y cantarán los gallos en todos los patios para dar la bienvenida al nuevo día.

¡Asoma la alegría como raya el alba! Pero no es más que un instante. No es solamente que las nubes comiencen a surcar este cielo nuevo, radiante, es como si en el instante mismo en que sale el sol con todo su esplendor, apareciese también otro sol antagónico que se deslizara por delante del sol. La palabra presagio atraviesa su mente con todo su influjo siniestro y ominoso. El sol naciente no ha salido con todas las de la ley, sino para sufrir el eclipse nada más, la alegría resplandece solo para revelar cómo ha de ser la aniquilación de la alegría.

De un solo gesto presuroso salta de la cama. Los minutos que siguen se extienden ante él como un oscuro paisaje a través del cual ha de escabullirse. Debe vestirse y salir de la vivienda antes de que descienda sobre él la vergüenza del ataque; debe encontrar un sitio que no esté a la vista, un sitio desde el cual no puedan oírlo las personas decentes, donde pueda capear el episodio de la mejor manera posible.

Sale. El corredor está negro como boca de lobo. Extiende los brazos como un ciego y llega a tientas hasta el rellano de la escalera, sujetándose allí a la balaustrada, paso a paso empieza a descender los peldaños. En el rellano de la segunda planta se apodera de él una oleada de terror, un terror sin sentido. Se agacha en un rincón y se sujeta la cabeza. Le huelen las manos a algo que ha tocado, pero no se las frota. Que venga, piensa con desesperación. Yo he hecho todo lo que he podido.

Se oye un grito cuyo eco sacude la caja de la escalera, tan fuerte y tan aterrador que arranca del sueño a los que duermen. En cuanto a él, no oye nada. Ya no está, ya no le queda tiempo.

Cuando despierta, está envuelto en una oscuridad tan intensa que nota como si le presionara las órbitas de los ojos. No tiene idea de dónde está, no sabe quién es. Es pura vigilia, pura conciencia: eso es todo. Es como si hubiese nacido hace un minuto, como si hubiera nacido en un mundo en el que la noche no da cuartel.

Calma, dice esa conciencia para sus adentros, intentando sofocar su propio pánico: ya has estado antes en otras parecidas; aguarda, que algo volverá.

Un cuerpo cae a plomo, una caída libre en su espacio interior. Ese cuerpo es él. El paso vertiginoso del aire: él es quien percibe ese paso vertiginoso. Una garganta asfixiada de terror: él es esa garganta.

Que muera, piensa. ¡Que muera!

Procura mover un brazo, pero el brazo está atrapado bajo su cuerpo. Estúpidamente intenta liberarlo a tirones. Algo huele mal, tiene húmeda la ropa. Como el hielo que se forma en el agua, los recuerdos por fin empiezan a coagularse: quién es, dónde está. Junto con el recuerdo, le invade el deseo urgente de irse muy lejos de este lugar, antes de ser descubierto en plena ignominia.

Estos ataques son el fardo que arrastra consigo por el mundo. A nadie ha confesado jamás cuánto tiempo se pasa al acecho de las premoniciones, en un intento por leer los signos que las anuncien. ¿Por qué esta maldición?, grita en su interior, golpea la tierra con el cayado, exige a la roca que le dé una respuesta. Pero él no es Moisés, la roca no se resquebraja. Tampoco sus trances le dan acceso a la iluminación: no son visitaciones. Lejos de serlo, no son nada: bocanadas de su propia vida que son arrebatados como si los sorbiera un torbellino que no deja a su paso siquiera un recuerdo de tinieblas.

Se yergue y recorre a tientas el último tramo de la escalera. Tiembla, tiene helado todo el cuerpo. Raya el alba cuando sale por fin a la intemperie. Ha vuelto a nevar. Sobre el manto de nieve se ha posado un halo escarlata que titila. El color no está en la nieve; está en su mirada y no puede desprenderse de él. Se le mueve convulso y de forma tan irritante un párpado que termina por apretárselo con la mano helada. Le duele la cabeza como si dentro tuviera un puño que se abriese y se cerrase, se abriese y se cerrase. Ha perdido el gorro por la escalera.

Con la cabeza descubierta y las ropas sucias, avanza trabajosamente por la nieve camino de la pequeña iglesia del Redentor que está cerca del puente de Kameny, y allí se resguarda hasta estar seguro de que Matryona y su madre han salido de la vivienda. Entonces regresa, calienta un poco de agua, se desnuda y se lava. También lava sus calzoncillos y los cuelga a secar en el lavadero. ¡Qué suerte que Pavel no tuviera que sufrir esta enfermedad indigna, qué suerte que no nació de mí! La ironía de sus palabras revienta entonces con fuerza, contra él, y tiene que apretar los dientes hasta que rechinan. La cabeza le retumba de dolor, el halo encarnado aún lo colorea todo. Se tiende con el batín puesto y se estremece hasta quedar adormecido.

Una hora después despierta enojado e irritable. Es como si largos conos de dolor le entrasen por los ojos y le llegaran hasta el fondo del cráneo. Tiene la piel como el papel, muy sensible al tacto.

Desnudo bajo el batín, recorre la vivienda de Anna Sergeyevna abriendo los cajones, mirando los armarios. Todo está en orden, primorosamente limpio y recogido.

En uno de los cajones, envuelto en un paño de pana, encuentra un retrato de Anna Sergeyevna. Es mucho más joven, y está al lado de un hombre; supone que es el impresor Kolenkin. Endomingado, con sus mejores prendas, Kolenkin parece adusto y demacrado, fatigado y viejo. ¿Qué clase de matrimonio vivió con él esa mujer aún joven, morena, guapa y vehemente? ¿Por qué está ese retrato guardado en un cajón? Al dejarlo en su sitio, ensucia adrede el cristal del retrato, dejando su huella dactilar sobre el rostro del muerto.

De niño, espiaba a las personas que visitaban su casa e invadía subrepticiamente su privacidad. Se trata de una debilidad que hasta ahora ha relacionado con su negativa a aceptar los límites de lo que está permitido saber, con la lectura de libros prohibidos, y por tanto con su vocación. Hoy, de todos modos, no se siente propenso a ser caritativo consigo mismo. Está subyugado por un espíritu de maldad insignificante, y de sobra lo sabe. Lo cierto es que rebuscar de este modo en las pertenencias de Anna Sergeyevna mientras ella está fuera le produce un voluptuoso estremecimiento de placer.

Cierra el último cajón y sigue dando vueltas sin descanso, sin saber qué hacer a continuación.

Abre la maleta de Pavel y se pone el traje blanco. Hasta hoy se lo ha puesto como gesto hacia el muchacho muerto, como gesto de desafío y de amor. Ahora, viéndose en el espejo, solamente encuentra una sórdida impostura, algo soterrado y obsceno, cuyo lugar propio queda más allá de las puertas cerradas con llave, más allá de las ventanas tapadas por las cortinas, donde hay hombres que se ponen pelucas y que desnudan sus traseros para ser azotados.

Pasa de mediodía y aún le duele la cabeza. Se tumba un rato, cubriéndose los ojos con un brazo, como si quisiera protegerse de un golpe. Todo le da vueltas; tiene la sensación de caer en una negrura infinita. Cuando vuelve en sí ha perdido de nuevo toda idea de quién es. Conoce la palabra yo, pero mientras la mira con terquedad se convierte en algo tan enigmático como una roca en medio del desierto.

No es más que un sueño, piensa; en cualquier momento despertaré y de nuevo estaré bien. Por un instante se le permite creer. Luego la verdad le estalla encima y lo abruma.

Cruje la puerta, se abre una rendija y Matryona se asoma. Está claramente sorprendida de verlo.

– ¿Está enfermo? -le pregunta frunciendo el ceño.

El no se esfuerza por responder.

– ¿Por qué se ha puesto ese traje?

– Si no me lo pongo yo, ¿quién se lo va a poner?

Un destello de impaciencia brilla en su cara.

– ¿Conoces la historia del traje de Pavel? dice él.

Ella niega con la cabeza.

El se incorpora y le hace un gesto para que se siente a los pies de la cama.

– Ven. Es una larga historia, pero te la voy a contar. Hace dos años, cuando yo aún estaba en el extranjero, Pavel se fue a vivir con su tía en Tver. Solamente iba a pasar el verano. ¿Sabes dónde está Tver?

– Está cerca de Moscú.

– Sí, está en el camino de Moscú. Es un pueblo bastante grande. En Tver vivía un oficial del ejército ya jubilado, un capitán, cuya hermana le atendía y se ocupaba de él. La hermana se llamaba María Timofeyevna. Era una lisiada. También estaba un poco tocada de la cabeza. Un alma cándida, solo que incapaz de cuidar de sí misma.

Se percata de lo deprisa que adopta los ritmos del relato, igual que un motor de pistones, que no puede ejecutar otro movimiento.

– El capitán, el hermano de María, era por desgracia un alcohólico. Cuando se emborrachaba, le daba por maltratarla. Y después no se acordaba de lo que había hecho.

– ¿Qué le hacía?

– Le pegaba, eso era todo. Le pegaba a la antigua, como se ha pegado siempre a las mujeres en Rusia. Ella no se lo echaba en cara. Es posible que, en su sencillez, incluso pensara que el mundo es así: un lugar en el cual te pegan.

Dispone de toda su atención. Da otra vuelta de tuerca.

– Al fin y al cabo, así es como un perro tiene que ver el mundo. O un caballo ¿Por qué iba a verlo María de otra manera? Un caballo no entiende que ha venido a este mundo para tirar de una carreta. Solo piensa que está aquí para ser golpeado. Piensa que la carreta es un enorme objeto al cual está atado, de forma que no pueda escapar mientras se le golpea.

– No… -susurra ella.

Él lo sabe, la niña rechaza con toda su alma la visión del mundo que él está ofreciendo. Ella quiere creer en la bondad, pero su creencia es indecisa, no tiene flexibilidad. El no siente piedad de ella. ¡Esto es Rusta!, tiene ganas de decirle, de imponerle las palabras a la fuerza, restregándoselas por la cara. En Rusia, nadie puede permitirse ser una flor delicada. En Rusia, para ser flor hay que ser una bardana o un diente de león.

– Un día, el capitán fue de visita. No es que fuera muy amigo de la tía de Pavel, pero de todos modos fue de visita, y llevó también a su hermana. Quizá hubiera estado bebiendo. Pavel no estaba en casa en ese momento.

»Otro visitante que había venido desde Moscú, un joven que no estaba al corriente de la situación, trabó conversación con María y logró que se mostrase más comunicativa. Puede que solamente lo hiciera por cortesía, pero tal vez lo hizo por maldad. María se excitó y su imaginación empezó a jugarle una mala pasada. Confió a este visitante que estaba comprometida o, como dijo ella, "prometida". "Y, dígame, ¿es su novio de la región?", preguntó el visitante. "Sí, es de por aquí cerca", repuso ella, dedicando a la tía de Pavel una sonrisa tímida y coqueta. Ten en cuenta que María era una mujer bastante alta, desgarbada, con voz estridente, de ninguna manera joven, ni mucho menos guapa.

»Para mantener las apariencias, la tía de Pavel tuvo que hacer como que la felicitaba, y fingió felicitar además al capitán. Este, cómo no, había montado en cólera con su hermana, y tan pronto llegaron a su casa, la golpeó sin misericordia.

– Entonces, ¿no era verdad?

– No, no era verdad nada más que en su imaginación. Y de pronto salió a la luz que el hombre con el que ella se había convencido de que se iba a casar era nada menos que Pavel. No tengo ni idea de dónde pudo sacar esa ocurrencia. A lo mejor es que un día él le sonrió, o puede que le hiciera un cumplido sobre su sombrero; Pavel era de corazón afable, y esa era una de sus cualidades más gratas, ¿verdad? Y ella tal vez se volviera a su casa soñando con él, y en un abrir y cerrar de ojos soñase que estaba enamorada de él y que él la correspondía con su amor.

Mientras habla, mira a la niña de soslayo. Está agitada, y por un instante incluso llega a meterse el pulgar en la boca.

– Puedes imaginarte cómo se lo pasaron en Tver a cuenta de María y de su pretendiente fantasma. Pero ahora deja que te hable de Pavel. Cuando Pavel se enteró de lo que se contaba, fue directamente a encargar un traje blanco muy elegante. Y en cuanto lo tuvo hecho fue a visitar a los Lebyatkin, con su traje blanco y con un ramo de flores, creo que eran rosas. Y aunque el capitán Lebyatkin no se lo tomó al principio de buen grado, Pavel lo conquistó enseguida. A María la trató con mucha consideración, con gran cortesía, como un perfecto caballero, aunque todavía no había cumplido veinte años. Siguió visitándoles durante todo el verano, hasta que se marchó de Tver para volver a Petersburgo. Fue una lección para todo el mundo, una lección de auténtica caballerosidad. Fue una lección también para mí. Así era Pavel. Y esa es la historia del traje blanco.

– ¿Y María?

– ¿María? María aún vive en Tver, al menos por lo que yo sé.

– Pero ¿lo sabe?

– ¿Que si sabe lo que le ha ocurrido a Pavel? Lo más seguro es que no.

– ¿Por qué se quitó la vida?

– ¿Tú crees que se quitó la vida?

– Mamá dice que se quitó la vida.

– Nadie se quita la vida, Matryosha. Uno puede poner su vida en peligro, pero nadie puede matarse de veras. Es más probable que Pavel decidiera correr un riesgo para averiguar si Dios lo amaba lo suficiente y si estaba dispuesto a salvarle. Hizo a Dios una pregunta: ¿me salvarás? Y Dios le dio su respuesta: No. Dios dijo: muere.

– ¿Dios lo mató?

– Dios dijo que no lo iba a salvar. Dios podría haberle dicho que sí, que lo salvaría, pero prefirió decir que no.

– ¿Por qué? -susurra.

– Él le dijo a Dios, si me amas, sálvame. Si estás ahí, sálvame. Pero solo encontró el silencio. Y dijo después: se que estás ahí. Me juego la vida a que me salvarás. Y Dios siguió sin decir nada. El añadió por muy callado que estés, sé que me oyes. Voy a correr el riesgo ¡ahora! E hizo su apuesta. Y Dios no apareció. Dios no intervino.

– ¿Por qué? -susurra de nuevo.

Él le sonríe con su fea sonrisa, torcida y barbuda.

– Pues ¿quien sabe? A lo mejor a Dios no le gusta que le tienten. Quizá el principio de que Dios no ha de ser tentado es mas importante para el que la vida de uno de sus hijos. O quizá la razón sea sencillamente que Dios anda algo duro de oído. A estas alturas. Dios debe de ser viejísimo, por lo menos tan viejo como el mundo, o tal vez mas. A lo mejor es duro de oído, a lo mejor también le falla la vista, tomo a cualquier viejo

Ella se siente derrotada. No hay más preguntas. Ahora está preparada, piensa él. Y da unas palmadas sobre la cama.

Cabizbaja, se acerca a el. El la abarca con un solo brazo, la siente temblar. Le acaricia el pelo, las mejillas. Por último, ella cede al impulso y, apretándose contra el, cerrando los puños bajo el mentón, solloza sin contenerse.

– No lo entiendo- solloza ¿Por que tema que morir?

A el le gustaría decirle no ha muerto, está aquí, yo soy él. Pero no puede.

Piensa en la semilla que siguió viviendo un tiempo en el cuerpo después de que cesara la respiración, sin saber aún que nunca iba a encontrar salida.

– Se que tú lo quieres- murmura él con aspereza. El lo sabe también. Tienes un gran corazón.

¿Si esa semilla pudiera haber sido arrebatada al cuerpo, aunque nada mas fuera una, y si se le hubiese dado un hogar?

Piensa en una pequeña estatua de terracota que vio en el museo etnográfico de Berlín, era Shiva, el dios indio, tendido de espaldas, muerto, azulado, mientras sobre él cabalgaba la imagen de una diosa terrible, de múltiples brazos y de ancha boca, de ojos fijos, en éxtasis cabalgaba sobre el para extraerle de dentro la divina semilla.

No le cuesta imaginar el éxtasis de esta criatura. Su imaginación parece no tener límites.

Piensa en un bebé helado, muerto, enterrado en un ataúd de hierro, bajo un montón de tierra nevada, a la espera del invierno, a la espera de la primavera.

La violación no va más allá, la niña amparada por su brazo, los cinco dedos de su mano, blancos y entumecidos, la sostienen por el hombro. Pero igual podría estar tendida, desnuda, abierta de piernas. Una de esas niñas que se entregan porque su inclinación natural no es otra que ser buenas, someterse. Piensa en las niñas prostitutas que ha conocido aquí y en Alemania, piensa en los hombres que buscan a esas niñas, porque bajo el maquillaje llamativo y bajo las ropas provocativas encuentran algo que los ultraja, una especie de inviolabilidad, una virginidad intacta. Así prostituye a la Virgen, suele decir ese hombre al reconocer el sabor de la inocencia en el gesto con que la niña se cubre los pechos con ambas manos para que él la vea, o en el movimiento con que separa los muslos. En el reducido cuarto, con sus olores rancios, ella despide un débil y desesperado aroma de primavera, de flores, que el no puede soportar. Deliberadamente, con los dientes apretados, le hace daño, y le hace daño otra vez, y otra, mirándolo en todo momento a la cara, en busca de algo que vaya más allá de una simple mueca, de un mero gesto de dolor en busca de esa mirada repentina, atónita, del ser que comienza a entender que su vida corre peligro.

La visión, el acceso, el rictus de la imaginación por fin termina. La apacigua por última vez, retira el brazo, encuentra una manera de estar con ella parecida a la de antes.

– ¿No va a hacer una hornacina? -dice ella.

– No lo había pensado.

– Puede hacer una hornacina fácilmente, en esa esquina, con una vela. Luego, basta con poner su retrato. Si quiere, yo mantendré la vela encendida mientras usted no esté aquí.

– Una hornacina se hace para que permanezca por siempre, Matryosha. Y tu madre querrá alquilar el cuarto cuando yo me haya marchado.

– ¿Cuándo se va a marchar?

– Aún no estoy seguro -dice evadiéndose de la trampa que ella le tiende. El llanto por un ser querido, sobre todo por un niño, no termina nunca. ¿Es eso lo que quieres que diga? Pues lo digo. Es verdad.

Ya sea porque ella nota que ha cambiado de tono, o porque él le ha tocado la fibra más sensible, la niña se asusta notoriamente.

– Si tú murieses, tu madre te lloraría durante el resto de su vida. Y yo también- añade, sorprendiéndose enseguida por lo dicho.

¿Es verdad? No, aún no lo es, pero quizá esté a punto de serlo.

Entonces, ¿puedo encender una vela por él?

– Sí, claro que puedes.

– ¿Y puedo mantenerla encendida?

– Sí. Dime una cosa. ¿Por qué es tan importante la vela?

Incómoda, la niña se retuerce.

– Pues para que no esté a oscuras -dice por fin.

Es curioso, pero así es como algunas veces también lo ha imaginado él. Un barco en la mar, una noche tormentosa, un muchacho que cae al agua. Manotea entre las olas, se mantiene a flote como sea; el muchacho grita aterrorizado respira y grita, respira y grita después de que el barco que ha sido su hogar deje de serlo del todo.

A popa hay un farol en el que fija la vista, un ápice de luz en una desolación de agua y noche. Mientras alcance a ver esa luz, se dice, no estaré perdido.

– ¿Puedo encender la vela ahora? -pregunta ella-

– Como quieras Pero todavía no pondremos el retrato ahí. Todavía no.

Ella enciende una vela y la coloca bajo el espejo. Luego, con una confianza que a él le pilla totalmente desprevenido, vuelve a la cama y apoya la cabeza contra su brazo. Juntos contemplan la llama de la vela. Desde la calle llegan los ruidos de los niños que juegan abajo. Sus dedos se cierran sobre el hombro de la niña, la estrecha con fuerza hacia sí. Siente cómo se pliegan sus jóvenes huesos, uno sobre otro, tal como se pliega el ala de un ave.