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Ingresa en el sueño tal como ingresa en el sueño cada noche, con la intención de hallar un camino que le lleve a Pavel. Solo que esta noche se despierta casi de inmediato, a lo que parece cuando oye una voz, una voz escueta hasta el punto de resultarle descarnada, que llama desde la calle ¡Isaev!, llama la voz una y otra vez, con paciencia.
El viento en los juncos, eso debe de ser, se dice, y vuelve a rodar agradecido por la pendiente del sueño. Es verano, sopla el viento en los juncos, el cielo está azul, moteado solamente por algunas nubes altas, y él va de paseo por la orilla del riachuelo, silbando, lleva un bastón en la mano con el que a veces acaricia perezosamente los juncos. El canto de unos pájaros tejedores. Se detiene, se queda quieto, a la escucha. También cesa el canto de las chicharras, solo se oye su respiración pausada y los juncos mecidos por el viento ¡Isaev!, llama el viento.
Se sobresalta y se despierta del todo. Es la hora más honda de la noche, la casa entera está en silencio. Se acerca a la ventana, mira la luz de la luna y las sombras, espera a que se oiga de nuevo la llamada. Y por fin la oye. Tiene el mismo tono, la misma extensión, la misma inflexión que la palabra que aún le resuena en los oídos, pero no es una voz humana. Es el desdichado gemir de un perro.
No es Pavel, pues, que llama para ser recogido; no es más que algo que no le incumbe, un perro que aúlla llamando a su padre. Bien, pues que sea el padre del perro, quien quiera que sea, el que salga a desafiar el frío y las tinieblas para tomar en brazos a ese niño grosero y maloliente. Que sea él quien lo apacigüe, quien le cante nanas para arrullarle y adormecerlo.
El perro vuelve a aullar. Nada remite a las llanuras desiertas, a la luz plateada, es un perro, no un lobo. Es un perro, no su hijo ¿Por lo tanto? Por lo tanto, tiene que sobreponerse a este letargo! Como no es su hijo, no debe volver a la cama, sino vestirse y responder a esa llamada. Si acaso espera que su hijo llegue a él como un ladrón envuelto por la noche, y si solamente atiende la llamada del ladrón, no lo verá nunca. Si cuenta con que su hijo hable con la voz de lo inesperado, nunca lo oirá. Mientras espere lo que no se espera, lo que no se espera no llegará. Por lo tanto una paradoja dentro de otra, la oscuridad envuelta por las tinieblas, debe responder a lo que no se espera.
Desde el tercer piso le había parecido que sería fácil encontrar al perro, pero cuando llega a la calle se siente confuso ¿Venían los aullidos de la izquierda o de la derecha? ¿No vendrían quizá del patio de uno de los edificios próximos? ¿De qué edificio? ¿Y qué de los aullidos, que ahora parecen no solo más cortos, más graves, sino también de un timbre diferente, casi como si ni siquiera fuesen los mismos, sino tal vez otros gritos?
Busca por aquí y por allá, hasta que encuentra el callejón que utilizan los barrenderos por las noches. En un recoveco del callejón por fin encuentra al perro. Está atado a una cañería por una frágil cadena, la cadena se le ha enredado en una de las patas delanteras, y tira de ella con torpeza cada vez que se tensa. Cuando se aproxima, el perro se retira todo lo que puede, gimiendo sin cesar. Aplana las orejas, se postra, se tumba de espaldas. Es una perra. Se inclina sobre ella y desenrolla la cadena. Los perros olfatean el miedo, pero incluso con el frío que hace nota él ese terror fétido del perro. Le acaricia detrás de la oreja. Aún de espaldas, tímidamente le lame la mano.
¿Será esto lo que tendré que hacer durante el resto de mis días?, se pregunta. ¿Mirar a los ojos a los perros y a los mendigos?
El perro se pone en pie de un brinco. Aunque no le caen bien los perros, de este no se aparta, sino que se agacha y deja que con su lengua húmeda y cálida le lama la cara, las orejas, la sal acumulada en su barba.
Le hace una última caricia y se pone en pie. A la luz de la luna ya no distingue su cara vigilante. El perro da tirones de la cadena, gime ansioso por verse suelto. ¿Quién habrá sido capaz de encadenar a un perro en la calle, en una noche como esta? No obstante, él no lo suelta. Por el contrario, bruscamente se da la vuelta y se marcha, perseguido por los aullidos desamparados.
¿Por qué a mí?, piensa al marcharse apresurado. ¿Por qué tengo que soportar yo las pesadas cargas de este mundo? Por lo que atañe a Pavel, si no va a poder tener nada más, que al menos se quede con su muerte para él solo, que su muerte no le sea arrebatada y convertida en una ocasión para la reforma de su padre.
De nada sirve. Su razonamiento -especioso, despreciable- no le convence ni por un momento. La muerte de Pavel no pertenece a Pavel: eso no es más que una mala pasada que le juega el lenguaje. Mientras siga aquí, la muerte de Pavel es su muerte. Allí adonde vaya lleva a Pavel consigo, como un niño azulado por el frío. («¿Quién ha de salvar al niño azulado?», le parece oír en su interior, y son palabras quejumbrosas que vienen no sabe de dónde, en una voz cantarina, de campo).
Pavel no dirá nada, no le dirá desde luego qué hacer. «Levanta eso que es lo último y al menos acarícialo»: si supiera que esas palabras vienen de Pavel, las obedecería sin pensarlo dos veces. Eso es que es lo último: ¿es lo último ese perro abandonado al frío? ¿Es el perro eso que ha de liberar y llevarse consigo, cuidar y acariciar, o es acaso el asqueroso mendigo borracho del abrigo desastrado que se resguarda bajo el puente? Le inunda una terrible desesperanza que está relacionada, aunque no sepa como, con el hecho de que no tiene ni idea de la hora que es, aunque su meollo sea la creciente certeza de que ya nunca saldrá en plena noche para atender la llamada de auxilio de un perro, de que esa oportunidad de abandonarse tal como es ahora y de convertirse en lo que podría llegar a ser ya ha pasado sin que la aprovechase. Soy el que soy, piensa con desesperación, estoy encadenado a mí hasta el día en que me muera. No sé qué fue lo que aleteó hacia mí, pero fui indigno, y ahora se ha retirado y ha vuelto allá de donde vino.
Sin embargo, incluso en el instante en que cierra la puerta sobre sí mismo se da cuenta de que sigue existiendo una posibilidad de volver al callejón, de soltar al perro, de llevárselo al portal del número 63, de hacerle una especie de lecho al pie de la escalera, aunque también sabe que una vez lo haya llevado tan lejos, el perro insistirá en seguirle adonde vaya, y si lo encadenase de nuevo volvería a gemir y a ladrar hasta que el edificio entero se despertase. No es mi hijo, no es más que un perro, protesta. ¿ Qué representa para mí? Pese a todo, a la vez que protesta sabe cuál es la respuesta: Pavel no se habrá salvado hasta que él no haya liberado al perro, hasta que no se lo haya llevado a su cama, hasta que no haya llevado lo último, al mendigo y a la mendiga también si hace falta, y muchas más cosas de las que todavía no tiene noción. Y ni siquiera entonces tendrá la certeza.
Emite un gran gemido de desesperación ¿ Qué voy a hacer? Si al menos estuviese en contacto con lo más profundo de mi corazón, ¿no me sería dada la ocasión de saber? Pero no es su corazón lo que ha perdido contacto con la verdad. Tampoco es la verdad -es la otra cara del mismo pensamiento- aquello con lo que ha perdido todo contacto, en absoluto, muy al contrario, la verdad ha estado cayéndole encima como cae un chaparrón, sin moderación ninguna, hasta que ahora se siente empapado, ahogado en ella. Y entonces piensa (invierte el pensamiento e invierte la inversión, con esas artimañas jesuíticas hay que pensar hoy en día) me ahogo bajo lo que está cayendo, ¿qué me hace falta? Más agua más inundación, ahogarme más al fondo.
De pie en medio de la calle cubierta de nieve, se lleva las manos heladas a la cara, huele en ellas el olor del perro, toca las frías lágrimas en sus mejillas, las prueba. Sal para quienes necesitan la sal. Sospecha que no salvará al perro, ni esta noche ni mañana por la noche, en el caso de que haya una noche más. Está esperando una señal, y apuesta (no hay palabra más grandiosa que se atreva a usar aquí) a que el perro no es la señal, no es ninguna señal, no es más que un perro entre los demás perros que aúllan en la noche. Pero también sabe que mientras intente distinguir a fuerza de astucia las cosas que solo son cosas de las cosas que son señales, no se salvará. Esa es la lógica en virtud de la cual saldrá derrotado, nota su férrea dureza, pero está a punto de perder los estribos, igual que un perro encadenado que se rompe los dientes desviviéndose por roer los eslabones. Y cuidado, cuidado, se dice el perro encadenado, el segundo perro, nada es en sí mismo, no es iluminación, solo es semejanza animal.
Con los puños cerrados dentro de los bolsillos, la cabeza gacha, las piernas rígidas como postes, se planta en medio de la calle y siente como se le va congelando en la barba la saliva del perro.
¿Es posible que en este mismo instante, en el sombrío portal del número 63, alguien aceche y lo vigile? Del cuerpo del vigilante no puede estar muy seguro, hasta ese manchurrón de clara oscuridad que interpreta como su rostro bien podría ser eso, una simple mancha en la pared. Pero cuanto mas tiempo pasa mirándolo, más atentamente parece mirarle a él una cara ¿Una cara de verdad? Tiene la imaginación repleta de hombres barbudos con los ojos centelleantes, que se ocultan en lúgubres corredores. No obstante, cuando entra en la negrura del portal, la sensación de que hay otra presencia se hace tan aguda que un escalofrío le recorre la espalda. Se detiene, contiene la respiración, escucha. Y enciende un fósforo.
En un rincón se agazapa un hombre que parpadea para defenderse de la luz. Aunque lleva una bufanda de lana que le envuelve la cabeza, aunque una manta le cubre los hombros, reconoce en él al mendigo al que interpeló en el pórtico de la iglesia.
– ¿Quién es usted? le pregunta con voz quebrada- Es que no puede dejarme en paz?
Se le apaga el fósforo. Enciende otro.
El hombre sacude la cabeza con vehemencia. Sale de la manta una mano que aparta la bufanda a un lado.
– A mí no me puede dar ordenes -dice. El aire se llena de un hedor a pescado putrefacto.
Se apaga el fósforo. Comienza a subir las escaleras pero la paradoja vuelve tediosamente a repetirse. Espera a ese que no te esperas. Muy bien, pero ¿ha de ser tratado como un hijo pródigo todo mendigo con el que se encuentre? ¿Ha de abrazarlo, darle la bienvenida, celebrar su vuelta? Sí, eso es lo que diría Pascal, apuesta a todos, a todos los mendigos, a todos los perros sarnosos, y solo así tendrás la total segundad de que el Único, el hijo verdadero, el ladrón en la noche, no se te escapará entre las redes. Herodes estaría de acuerdo: asegúrate, asesina a todos los niños sin excepción.
Apostar a todos los números… ¿sigue siendo ese el juego? Sin el riesgo, sin someterse a la voz que habla desde otra parte con cada golpe de los dados, ¿qué queda que sea realmente divino? Sin duda que Dios lo sabe, sin duda tendrá misericordia del jugador de corazón. Sin duda que la esposa cuyo marido se arrodilla ante ella y confiesa que se ha gastado en el juego hasta el último rublo, cuyo marido se golpea en el pecho y besa el dobladillo de su vestido, la esposa que lo ayuda a ponerse en pie y que le seca las lágrimas, la que sin decir palabra sale a la casa del prestamista a empeñar su alianza de boda y vuelve con el dinero («¡Toma!»), para que él pueda regresar a la sala de juegos y hacer una última apuesta que lo redima de todo, sin duda que esa mujer está tocada por la divinidad, esa mujer que se la juega apostando al hombre al que no le queda nada, una mujer que, cuando la alianza es empeñada primero y perdida después, sale por segunda vez en una misma noche y vuelve con más dinero para una nueva apuesta.
¿Está ungida por esa divinidad la mujer de ahí arriba, esa mujer cuyo nombre parece haber olvidado por ahora, a la cual llega a confundir con aquella Gnadige Prau, con su casera de Dresde? De ella ni siquiera sabe lo más elemental, lo primero, de ella solamente sabe lo último, lo más secreto: solo sabe cómo se entrega. Por cómo se entrega una mujer ¿puede adivinar un hombre cómo se entregará al dios del azar? Una mujer así… ¿está marcada por el abandono, por un abandono tal que ya no importa adonde la lleve, si al placer o al dolor, y que usa el cuerpo y lo sensual como mero vehículo, que lo usa únicamente por no poder disfrutar de una vida incorpórea? ¿Existe acaso una manera de hacer el amor, una manera que ella representa, y en la cual los cuerpos se aprietan uno contra otro, dentro y a través del otro, hasta ingresar en una oscuridad donde nada se oye, salvo el batir de las sábanas como si fuesen alas?
Los recuerdos de las noches que ha pasado con ella vuelven de golpe y lo alcanzan de lleno, y todo lo que en él estaba enmarañado se endereza y apunta como una flecha hacia ella. El deseo, con todos sus lujos, con toda su sensualidad, lo abruma Ella, piensa: es ella, ella es quien yo quiero. Por tanto…
Por tanto, sonríe para sus adentros, vuelve a bajar presuroso la escalera y a tientas llega al rincón donde ha anidado el hombre, el mercenario, el espía.
– Venga -dice en la oscuridad. Tengo una cama para usted.
– Este es mi puesto, y debo permanecer en mi puesto -replica el hombre con descaro.
Pero ahora nada va a estropear su buena disposición.
– El que usted espera terminará por llegar al tercer piso, se lo aseguro. Llamará a la puerta, aguardará con paciencia a que le abran, rehusará marcharse con las manos vacías.
Se oye un prolongado forcejeo y un crujir de papeles.
– No tendrá más lumbre, ¿verdad? -dice el hombre.
Enciende un fósforo; el hombre embute atropelladamente sus cosas en un bolso y se pone en pie.
Tambaleándose a oscuras, igual que dos borrachos, suben las escaleras. Ante la puerta de su cuarto le susurra al hombre que no haga ruido y lo toma de la mano para guiarlo. Es una mano desagradable, fofa.
Una vez dentro, enciende la lámpara. Le cuesta trabajo calcular qué edad tendrá el desconocido. Tiene la mirada juvenil, pero el cabello ralo y algo anaranjado, la calva pecosa y con manchas en la piel, así como su modo de conducirse, le hacen pensar en alguien agostado por los años y las desgracias.
– Me llamo Ivanov, Piotr Alexandrovich dice el hombre a la vez que amaga un taconazo, haciendo una desmañada reverencia- Funcionario, jubilado.
Hace un gesto hacia la cama.
– Acomódese -le dice.
– Seguramente se estará preguntando- dice el hombre a la vez que prueba el lecho- cómo es posible que una persona de mi posición termine por ser vigilante. Así es como lo llamamos en mi medio vigilar. -Se tiende en la cama y se estira.
Tiene el incómodo presentimiento de haberse enredado con uno de esos mendigos que, incapaces de hacer juegos malabares o de tocar el violín, se sienten en la obligación de corresponder a las limosnas relatando la historia de su vida.
– Por favor, no levante la voz dice-. Y quítese los zapatos.
– Usted es el hombre cuyo hijo fue asesinado, ¿verdad? Mi más profunda condolencia. Algo sé de lo que siente. Ojo, no todo, pero sí una parte. Yo he perdido dos hijos. Me fueron arrancados de los brazos, ¿sabe? Fiebre meníngea, así lo llaman los médicos. Mi esposa nunca se ha recuperado de un golpe tan terrible. Y es que podrían haberse salvado los dos, con que solo hubiésemos tenido dinero para pagar a un buen médico. Una tragedia, desde luego, aunque ¿a quién le importa? Hoy en día hay tragedias por todas partes. La tragedia se ha convertido en moneda corriente. Se incorpora. Si siguieras mi consejo, Fiodor Mijailovich, y confío en que no te importe que apeemos el tratamiento, si quieres saber cuál es el consejo de uno que ha pasado, por así decir, por la piedra de amolar, cede a tu pena, no la resistas, llora como una mujer. Ese es el gran secreto de las mujeres, eso es lo que les da ventaja sobre los hombres como nosotros. Saben cuándo ceder, cuándo echarse a llorar. Nosotros, tú y yo, no lo sabemos. Aguantamos, embotellamos la pena dentro de nosotros, la encerramos a cal y canto, hasta que se convierte en el mismísimo demonio. Y entonces nos da por cometer alguna estupidez, solo con tal de librarnos de la pena, aunque no sea más que un par de horas. Sí, cometemos alguna estupidez que luego habremos de lamentar durante toda la vida. Las mujeres no son así, porque conocen el secreto de las lágrimas. Tenemos que aprender del sexo débil. Fiodor Mijailovich; tenemos que aprender a llorar. Fíjate: a mí no me avergüenza llorar. El mes que viene se cumplirán tres años desde que sobrevino la tragedia ¡Y no me avergüenza llorar!
Es cierto que las lágrimas le ruedan por las mejillas. Se las frota con el puño, pero le siguen rodando. Mientras habla, parece que no tenga ninguna dificultad para llorar. A decir verdad, parece incluso bastante animado.
– A veces pienso que lloraré por mis niños durante el resto de mis días -añade.
Mientras Ivanov habla de sus «niños», él se distrae ¿Será que la gente le cuenta sus historias simplemente por ser escritor? ¿Es que se piensan que él no tiene sus propias historias que contar? Está fatigado; no se ha mitigado del todo el dolor de cabeza. Sentado en la única silla, mientras empiezan a piar los pájaros ahí fuera, está desesperado por dormir, o desesperado, a decir verdad, por la cama que ha cedido al otro.
– Ya hablaremos más tarde -le interrumpe con cautela-. Ahora, duerme. Si no, ¿que sentido tiene…?
– ¿Esta obra de caridad? -concluye Ivanov taimadamente-. ¿Es eso lo que ibas a decir?
Él no contesta.
– Permíteme tranquilizarte, porque no tienes que avergonzarte de la caridad continúa con un punto de dulzura. Desde luego que no. Es igual que la pena, y de la pena no tienes por qué avergonzarte. Tanto una como otra son impulsos generosos. Parece como si nos rebajasen estos impulsos generosos que a veces tenemos, pero la verdad es que nos exaltan. Y Él los ve, Él anota cada uno de estos impulsos nuestros, pues no en vano ve hasta lo más recóndito de nuestros corazones.
Con ímprobo esfuerzo logra entreabrir los párpados. Ivanov está sentado en la cama, con las piernas cruzadas como si fuese un ídolo. Qué charlatán, piensa. Cierra los ojos. Cuando despierta, Ivanov sigue ahí mismo, estirado sobre la cama, con las manos unidas bajo una mejilla, durmiendo a pierna suelta. Tiene la boca abierta; entre los labios, pequeños y rosados como los de un niño, le sale un delicado ronquido.
Hasta muy avanzada la mañana permanece con Ivanov. Ivanov, el comienzo de lo inesperado, piensa ¡veamos, pues, adonde nos lleva lo inesperado! Hasta ahora, nunca había transcurrido el tiempo tan lentamente. Nunca había estado el aire tan desprovisto de revelaciones. Por fin, hastiado, despierta al hombre.
– Hora de irte, tu turno ha terminado dice.
Ivanov parece ajeno a la ironía. Está despejado, animado; ha descansado bien.
– ¡Uh! -bosteza-. ¡Antes debo ir al lavabo! Y luego, al volver-: No tendrás nada que compartir para desayunar, ¿verdad?
Conduce a Ivanov a la vivienda. Su desayuno está preparado y la mesa puesta, pero él no tiene apetito. A Ivanov le brillan los ojillos, una gota de saliva le baja por el mentón. Pero come con decoro, y sorbe la taza de té con el meñique extendido y ganchudo. Cuando termina, se arrellana y suspira contento.
– ¡Cuánto me alegro de que nuestros caminos se hayan cruzado! comenta. El mundo puede que sea frío y desabrido, Fiodor Mijailovich, como seguramente sabes por experiencia propia. No me estoy quejando, cuidado. Cada cual tiene lo que se merece, en el sentido más elevado de la palabra. No obstante, a veces me pregunto si no mereceremos también, todos y cada uno, un refugio donde podamos beneficiarnos de la piedad. Lo planteo como simple pregunta, como interrogación filosófica. Aun cuando no figure en las Escrituras, ¿no es propio del espíritu de las Escrituras? ¿No nos merecemos lo que no nos merecemos? Dime, ¿qué te parece?
– Sin duda, pero esta vivienda por desgracia no me pertenece. Ya es hora de que te marches.
– Solo tardo un momento; permíteme una última observación. No fue hablar por no callar, y tú lo sabes bien, lo que te dije anoche, aquello de que Dios ve hasta lo más recóndito de nuestros corazones. Puede que no sea yo un santurrón como Dios manda, pero eso no me impide decir la verdad. La verdad puede llegarnos, bien lo sabes, por caminos tortuosos y llenos de misterios. Se golpea con dos dedos en la frente, con un gesto intencionado. Nunca llegaste a soñar, ¿a que no?, la primera vez que me viste, que un buen día íbamos a estar juntos los dos, tomando un té como dos personas civilizadas. Sin embargo, ¡aquí estamos!
– Lo lamento, pero no te sigo; tengo la cabeza en otras cosas. Ahora de veras tienes que irte.
– Sí, tengo que irme. Yo también tengo obligaciones que cumplir. -Se levanta, se echa la manta sobre los hombros como si fuera un capote, le tiende una mano. Adiós. Ha sido todo un placer conversar con un hombre tan culto.
– Adiós.
Le alivia librarse de él, pero persiste en su cuarto un olor viciado, nauseabundo. A pesar del frío, tiene que abrir la ventana.
Media hora más tarde alguien llama a la puerta de la vivienda. ¡No será ese hombre otra vez!, piensa, y abre la puerta con una mueca de hostilidad.
Ante él se encuentra una niña, una muchacha bastante gorda, con un vestido oscuro, como el que llevan las novicias. Tiene la cara redonda e inexpresiva, y los pómulos tan saltones que los ojos se le quedan casi escondidos en las cuencas. Lleva el pelo recogido hacia atrás, muy tirante, en una coleta corta.
– ¿Es usted el padrastro de Pavel Isaev? le pregunta con voz sorprendentemente grave. El asiente. Ella entra y cierra la puerta-.
– Yo era amiga de Pavel -anuncia. El se espera el pésame de rigor, pero este no llega. En cambio, la muchacha se cuadra delante de él, con los brazos pegados a los costados, y lo mira de hito en hito, desprende un aire de sosiego impasible y vigilante, el sosiego de un luchador en espera de que empiece el combate. El pecho le sube y le baja con una respiración uniforme.
– ¿Puedo ver qué ha dejado? -dice por fin.
– Ha dejado muy poca cosa. ¿Puedo saber cómo se llama usted, joven?
– Katri. Aunque sea muy poca cosa, ¿puedo verlo? Es la tercera vez que vengo de visita. Las otras dos veces, su estúpida casera no quiso dejarme entrar. Pero confío en que usted no sea tan cerril como ella.
Katri. Un nombre finés. Ella también parece finesa.
– Estoy seguro de que la casera tiene razones de peso. ¿Conocía usted bien a mi hijo?
Ella no responde a la pregunta.
– ¿Se da usted cuenta de que fue la policía la que mató a su hijastro? dice con desenvoltura. El tiempo se detiene. Él oye cómo le late el corazón.
– Lo mataron ellos, y luego hicieron correr por ahí el bulo del suicidio. ¿Qué pasa, no me cree? Si no quiere, no tiene por qué creerme.
– ¿Por qué lo dice? -susurra él con sequedad.
– ¿Por qué? Porque es verdad. ¿Por qué, si no?
No es solo que sea beligerante; es que además comienza a inquietarse. Ha empezado a balancearse rítmicamente, desplazando el peso de un pie a otro, y mueve los brazos a la vez. A pesar de su complexión robusta, da cierta sensación de agilidad. ¡No es de extrañar que Anna Sergeyevna no quisiera saber nada de ella!
– No-sacude la cabeza-. Lo que haya dejado mi hijo es un asunto privado, de familia. Haga el favor de explicarme, si tiene la amabilidad, a qué se debe su visita.
– ¿Hay algunos papeles?
– Había papeles, pero ya no queda ninguno. ¿Por qué lo pregunta? -añade ¿Es usted una de las agentes de Nechaev?
La pregunta no la desconcierta. Al contrario, sonríe, enarca las cejas y le muestra los ojos a las claras por vez primera son unos ojos chispeantes, triunfantes. ¡Por supuesto que es una de las agentes de Nechaev! Una guerrera: su balanceo no es más que el inicio de una danza de guerra, la danza de alguien que se muere de ganas por ir a la guerra.
– Si lo fuese, ¿usted cree que se lo diría? replica con una carcajada.
– ¿Sabe que la policía tiene esta casa vigilada?
Ella le mira fijamente, balanceándose ahora de delante hacia atrás, como si lo retase a que descubriera algo en su mirada.
– Hay un hombre ahí abajo. Está ahí en todo momento- insiste él.
– ¿Dónde?
– Usted no ha reparado en su presencia, pero puede estar segura de que el sí se ha fijado en usted. Finge ser un mendigo.
Su sonrisa se ilumina y se ensancha hasta delatar que se esta divirtiendo.
– ¿De veras piensa que un simple espía de la policía es tan listo como para descubrirme? -dice ella. Y hace algo sorprendente. Se recoge el dobladillo del vestido y da dos pasos, para dejar al descubierto unos sencillos zapatos negros, con calcetines blancos de algodón.
Tiene razón, piensa podría tomársela por una niña, pero una niña sometida sin embargo al dominio de un diablo. El diablo que hay en ella se retuerce, brinca, incapaz de estarse quieto.
– ¡Ya basta! dice él con firmeza- Mi hijo no dejo nada para usted.
– ¡Su hijo! ¡Su hijo! ¡Si no era hijo suyo!
– Es mi hijo y siempre lo será. Ahora le ruego que se vaya. Estoy harto de esta conversación.
Abre la puerta y le indica el camino. Al marcharse, la muchacha tropieza adrede contra él. Es como si chocase contra un cerdo.
No hay ni rastro de Ivanov cuando sale después por la tarde, ni tampoco cuando regresa. ¿Debería importarle? Si el cometido de Ivanov es ver sin ser visto, ¿por que debería ver el a Ivanov? Aun cuando en la charada que se representa Ivanov solo desempeñase el papel de ángel del Señor -un ángel que lo es solo en virtud de no serlo en absoluto, ¿por qué iba a ser su papel encontrar al ángel? Que sea el ángel quien venga a llamar a mi puerta, se dice, y yo no fallaré, yo le daré cobijo, con eso basta para cumplir mi parte del trato. Sin embargo, incluso al decírselo se percata de que se esta mintiendo, de que está a su alcance, pues tiene el poder requerido de eximir a Ivanov total y absolutamente de su frío puesto de vigilante.
Por eso vacila y titubea, sin saber qué hacer, hasta que no le queda más remedio que bajar al portal y buscar al hombre. Pero el hombre no está en el portal, ni tampoco en la calle, ni en ninguna parte. Suspira aliviado. He hecho lo que he podido, piensa.
Pero en el fondo sabe que no es así. Podría hacer bastante mas, mucho más.