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Pero, sin duda, tan imprudente como el despilfarro progresivo de nuestros recursos, es la disposición humana para ensuciar los que nos quedan, hasta el punto, en muchos casos, de hacerlos inservibles. Por este camino accedemos a una situación crítica: la actual complejidad técnica ya no nos permite utilizar unas cosas sin manchar otras. Esta actitud encierra un peligro inmediato, supuesto que a cambio de un poco más de comodidad, hemos degradado el medio ambiente. Aparece así la contaminación, vocablo que está en todas las bocas y en las primeras planas de todos los diarios, pero que todavía no ha servido para modificar sustancialmente nuestra conducta. La conciencia de este riesgo inspiró, no obstante, las Conferencias de París, de 1968, y de Londres, de 1970, y cristalizó en una serie de conclusiones bienintencionadas en el Congreso de Estocolmo de 1972. El hecho de que a esta última reunión asistieran representantes de ciento diez países indica que la preocupación se ha generalizado, pero, al propio tiempo, el que únicamente siete de ellos se avinieran a satisfacer una cuota para la constitución de un fondo de protección del medio, demuestra que dicha preocupación ni es profunda ni se considera vital por la inmensa mayoría de los gobiernos. De la contaminación se habla mucho, como digo, pero la amenaza que comporta, salvo en casos aislados, no cala, no empuja a la acción. Por el contrario, cada país, por su cuenta y riesgo, sigue soñando con incrementar la renta nacional bruta y el nivel de vida de sus habitantes. El problema se estanca, pues, en la pura retórica. Las palabras no concuerdan con los hechos: digo que quiero limpiar pero en realidad lo que hago es seguir ensuciando. Empero, algo hay aprovechable en este Congreso de Estocolmo: por primera vez se acepta que las posibilidades de regeneración del aire, la tierra y el agua, aunque grandes, no son ilimitadas; por primera vez se acepta la posibilidad de que nuestro mundo se vuelva inhabitable por obra del hombre.
El hombre, desde su origen, guiado por unas miras que pretenden ser prácticas, ha ido enmendando la plana a la Naturaleza y convirtiéndola en campo. El hombre, paso a paso, ha hecho su paisaje, amoldándolo a sus exigencias. Con esto, el campo ha seguido siendo campo pero ha dejado de ser Naturaleza. Mas, al seleccionar las plantas y animales que le son útiles, ha empobrecido la Naturaleza original, lo que equivale a decir que ha tomado una resolución precipitada por que el hombre sabe lo que es útil hoy pero ignora lo que le será útil mañana. Y el aceptar las especies actualmente útiles y desdeñar el resto supondría, según nos dice Faustino Cordón, sacrificar la friolera de un millón de especies animales y medio millón de especies vegetales, limitación inconcebible de un patrimonio que no podemos recrear y del que quizá dependieran los remedios para el hambre y la enfermedad de mañana. Así las cosas, y salvo muy contadas reservas, apenas queda en el mundo Naturaleza natural.
Pero podría parecer frivolidad dolemos de la desaparición de un paisaje -agravada últimamente por todo lo que una civilización primordialmente técnica trae consigo y por la burda inserción de lo urbano en lo rural- cuando ni siquiera somos capaces de mantener este paisaje domesticado en condiciones de habitabilidad aun a conciencia de que su degradación puede ser nuestra muerte. Durante los últimos años, el medio ambiente ha sido la víctima propiciatoria del progreso humano. Y, para mayor escarnio, la influencia del hombre se ha producido cuando menos trataba de influir en él, es decir, en la lucha frontal por producir ciertas alteraciones en el medio, el medio se ha resistido. Pongamos por caso, las tentativas rusas y americanas por modificar el clima, provocando la lluvia artificial, diluyendo la niebla o licuando el granizo. Estos proyectos, hasta el día, han tenido unos resultados muy cortos por no decir irrisorios; prácticamente han sido nulos. Los aviones siguen buscando un aeropuerto despejado para aterrizar cuando sobre el de destino se cierne la niebla, y las cosechas, periódicamente, se agostan por falta de agua o son arrasadas por la piedra sin que el hombre, pese a sus alardes técnicos, acierte a evitarlo. La influencia del hombre sobre el medio se ha producido, para mal, por vía indirecta, cuando ha pretendido forzar la producción de la tierra o multiplicar sus industrias o su velocidad en un nuevo intento por aumentar su confort y su nivel de vida. Es una vez más el culatazo del progreso. En este orden de cosas, el caso, ya citado, de los aviones a reacción es expresivo.
Otro tanto, aunque con un influjo más inmediato y palmario, podríamos decir de los gases de combustión expelidos por fábricas, calefacciones, automóviles, quemadores de basuras, etc., particularmente en las concentraciones industriales y las grandes ciudades. Esta contaminación, además de su nocividad sobre las vidas animal y vegetal, provoca serios trastornos en la salud humana, hecho especialmente patente en determinadas circunstancias meteorológicas. Lo ocurrido en el Valle del Mosa, Pensilvania y Londres, es sumamente ilustrativo a este respecto. Por su parte, Manuel Toharia, desde el diario Informaciones, nos dice que el Madrid de 1973 ha estado más cargado de contaminantes que el Madrid de 1972 en un quince o veinte por ciento. Hoy, a falta de datos concretos, podemos asegurar que la contaminación no tiende a disminuir, sino todo lo contrario. Y yo me pregunto:¿Hasta cuándo podrá soportar nuestra capital esta mefítica progresión?
Por otro lado, sin ningún título científico, sino como hombre de campo, como simple cazador, vengo observando en amplias zonas de la meseta castellana -riberas del Duero en las proximidades de Tordesillas, Benavente en Zamora, etc.- una regresión de la perdiz roja en aquellos puntos en que el secano va siendo sustituido por el regadío. ¿Es que son incompatibles la perdiz roja y el agua? Lo ignoro. Simple mente constato el fenómeno. Pero sí se me ocurre pensar si este decrecimiento no estará relacionado con los distintos tratamientos de la tierra. Veamos. Las siembras de secano en Castilla no son fumigadas con pesticidas o lo son en muy es casa medida, en tanto la huerta -las patatas, por ejemplo- lo es hasta seis y siete veces por temporada, dosis que van en aumento ante la progresiva resistencia del escarabajo a todo tipo de fármacos. Llegados a este punto, la apelación a las teorías de la naturalista americana Rachel Carson se impone. Esta señora relaciona la casi total desaparición del petirrojo y el pigargo de cabeza blanca o águila calva, en los Estados Unidos, con el abuso de pesticidas. En el mismo sentido discurren los informes de José Antonio Valverde, quien meses antes de la catástrofe ornitológica de Doñana, en setiembre del 73, observó que los nidos de aguiluchos laguneros y zampullines albergaban huevos sin cascarón, apenas protegidos por una débil membrana. Estas sospechas nos llevan, aun sin quererlo, a las experiencias de los doctores De Witt, Rudd y Wallace, cuyos resultados coinciden. De Witt ha criado codornices, incluyendo dosis crecientes de DDT en su dieta; los pájaros así alimentados no murieron y su puesta fue normal, pero contados de esos huevos dieron pollo y, de los nacidos, menos de la mitad sobrevivieron al quinto día de la eclosión. El doctor Rudd efectuó la misma experiencia con faisanes y, aquí, la puesta disminuyó a la mitad y, de los faisancitos nacidos, sólo una mínima parte lo hicieron en condiciones de viabilidad. Por su parte, los doctores Wallace y Bernard, que han experimentado con petirrojos, han llegado a conclusiones científicas dolorosas: elevadas concentraciones de pesticidas se almacenan en los testículos de los machos y los ovarios de las hembras, con lo que el veneno acumulado en la parte del huevo que alimenta el embrión es causa inmediata de su frustración y su muerte.
Entiendo que aplicar a nuestros campos los resultados de estas experiencias no constituye ningún disparate. Los plaguicidas podrán no afectar directamente a la integridad de las aves adultas -aunque esto dependerá, imagino, del grado de concentración- pero sí afecta, por lo que parece, a su reproducción. Y esto, que explica la desaparición del águila calva en los Estados Unidos, puede también explicar la casi total ausencia de perdices jóvenes en los regadíos castellanos, siquiera esta casualidad esté todavía, en cierto modo, por demostrar. Mas la sola sospecha ya es turbadora, con mayor motivo cuando sabemos que el futuro nos reclamará dosis de pesticidas cada vez más elevadas, ya que aunque los países desarrollados consigan fármacos menos persistentes pero más tóxicos que los actuales, los países pobres seguirán con los no degradables, cuya fabricación es más barata. De este modo se calcula que si Asia, África y Sudamérica aspiran a doblar su producción agrícola, las 120.000 toneladas métricas de pesticidas que hoy utilizan se convertirán, dada la mayor resistencia progresiva de los insectos a estas fumigaciones, en 720.000. Venimos a caer así en otra de las trampas biológicas de que habla Burnet al enfrentarnos con una disyuntiva extrema: no comer o envenenarnos.