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I EL SENTIDO DEL PROGRESO DESDE MI OBRA

Debo reconocer que la elección de tema para mi discurso de ingreso a la Academia no me ha sido fácil. El carácter literario de la misma, me empujaba, casi fatalmente, en este sentido. Pero, ¿cómo meterme en literaturas ante un auditorio tan competente en esta materia? Estaba, por otra parte, la actitud de mis compañeros periodistas, después de mi elección, poniendo el acento en mi vocación campestre; «Un cazador a la Academia», «Del campo a la Academia», «Un cazador que escribe», fueron titulares frecuentes en diarios y revistas en aquella efemérides. ¿No estarían ellos, al sentar estas afirmaciones verdaderas, abriéndome el cauce por donde mis palabras deberían discurrir? ¿Por qué no traer a la Academia una de las preocupaciones fundamentales, si no la principal, que ha inspirado desde hace cinco lustros mi carrera de escritor? ¿No es mi concepto del progreso algo que está en palmaria contradicción con lo que viene entendiéndose por progreso en el mundo de nuestros días? ¿Por qué no aprovechar este acceso a tan alto auditorio para unir mi voz a la protesta contra la brutal agresión a la Naturaleza que las sociedades llamadas civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología desbridada?

He aquí, en pocas palabras, la génesis de mi discurso de esta tarde. Cuando hace cinco lustros escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel, el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel, el Mochuelo, era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional. Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso y a las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela Parábola del náufrago, donde el poder del dinero y la organización -quintaesencia de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de Supervivencia, según declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido. De no hacerlo así, consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquélla, es obvio que se impone un replanteamiento. Nace así el Manifiesto para la Supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países evolucionados se impondrán el «desarrollo cero» y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base. Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y, simultáneamente, se procuraría armonizar Naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de manera racional y ordenada. Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrarían una sociedad estable, donde la economía no fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores específicamente humanos.

Esto, señores académicos, es quizá, lo que yo intuía vagamente, al escribir mi novela El camino en 1949 cuando Daniel, mi pequeño héroe, se resistía a integrarse en una sociedad despersonalizadora, pretendidamente progresista, pero, en el fondo, de una mezquindad irrisoria. Y esta intuición, señores académicos, cuyos principios, auténticamente revolucionarios, acaban de ser formulados por un plantel respetable de sabios humanistas, es lo que indujo a algunos comentaristas a tachar de reaccionaria mi postura. Han sido suficientes cinco lustros para demostrar lo contrario, esto es, que el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones hombre-naturaleza en un plano de concordia.

He aquí mi credo y, por hacerlo comprender, vengo luchando desde hace veinticinco años. Pero, a la vista de estos postulados, ¿es serio afirmar que la actual orientación del progreso es la congruente? Si progresar, de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamiento en una materia, lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso en otras y valorar en qué medida lo que se avanza justifica lo que se sacrifica. El hombre, ciertamente, ha llegado a la Luna pero en su organización político-social continúa anclado en una ardua disyuntiva: la explotación del hombre por el hombre o la anulación del individuo por el Estado. En este sentido no hemos avanzado un paso. Los esfuerzos inconexos de algunos idealistas -Dubcek 1968 y Allende 1973- no han servido prácticamente de nada. A pesar de nuestros avances de todo orden, en política, la experimentación constituye un privilegio más de los fuertes. Perfil semejante, aún más negativo, nos ofrece el tan cacareado progreso económico y tecnológico. El hombre, arrullado en su confortabilidad, apenas se preocupa del entorno. La actitud del hombre contemporáneo se asemeja a la de aquellos tripulantes de un navío que, cansados de la angostura e incomodidad de sus camarotes, decidieran utilizar las cuadernas de la nave para ampliar aquéllos y amueblarlos suntuosamente. Es incontestable que, mediante esta actitud, sus particulares condiciones de vida mejorarían, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántas horas tardaría este buque en irse a pique -arrastrando a culpables e inocentes- una vez que esos tripulantes irresponsables hubieran destruido la arquitectura general de la nave para retinar sus propios compartimientos? He aquí la madre del cordero. Porque ahora que hemos visto suficientemente claro que nuestro barco se hunde -y a tratar de aclararlo un poco más aspiran mis palabras-, ¿no sería progresar el admitirlo y afrontar los oportunos remedios para evitarlo?

El hombre, obcecado por una pasión dominadora, persigue un beneficio personal, ilimitado e inmediato y se desentiende del futuro. Pero, ¿cuál puede ser, presumiblemente, ese futuro? Negar la posibilidad de mejorar y, por lo tanto, el progreso, sería por mi parte una ligereza; condenarlo, una necedad. Pero sí cabe denunciar la dirección torpe y egoísta que los rectores del mundo han impuesto a ese progreso. Así, quede bien claro que cuando a lo largo de mis palabras de esta noche yo me refiera al progreso para ponerlo en tela de juicio o recusarlo, no es al progreso estabilizador y humano -y, en consecuencia, deseable- al que me refiero, sino al sentido que se obstinan en imprimir al progreso las sociedades llamadas civilizadas.