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III EL SIGNO DEL PROGRESO: TODO TIENE SU PRECIO

Mas, para nuestra desgracia, no sólo el culatazo del progreso empaña la brillantez y eficacia de las conquistas de nuestra era. El progreso comporta -inevitablemente, a lo que se ve- una minimización del hombre. Errores de enfoque han venido a convertir al ser humano en una pieza más -e insignificante- de este ingente mecanismo que hemos montado. La tecnocracia no casa con eso de los principios éticos, los bienes de la cultura humanista y la vida de los sentimientos. En el siglo de la tecnología, todo eso no es sino letra muerta. La idea de Dios, y aun toda aspiración espiritual, es borrada en las nuevas generaciones -seguramente porque la aceptación de estos principios no enalteció a las precedentes- mientras los estudios de Humanidades, por ceñirme a un punto concreto, sufren cada día, en todas partes, una nueva humillación. Es un hecho que las Facultades de Letras sobreviven en los países más adelantados con la migajas de un presupuesto que absorben casi íntegramente las Facultades y Escuelas técnicas. En este país se habla ahora de suprimir la literatura en los estudios básicos -olvidando que un pueblo sin literatura es un pueblo mudo- porque, al distraer unas horas al alumnado, distancia la consecución de unas cimas científicas que, conforme a los juicios de valor vigentes, resultan más rentables. Los carriles del progreso se montan, pues, sobre la idea del provecho, o lo que es lo mismo, del bienestar. Pero, ¿en qué consiste el bienestar? ¿Qué entiende el hombre contemporáneo por «estar bien»? En la respuesta a estas interrogantes no es fácil el acuerdo. Ello nos desplazaría, por otra parte, a ese otro complejo problema de la ocupación del ocio. Lo que no se presta a discusión es que el «estar bien» para los actuales rectores del mundo y para la mayor parte de los humanos, consiste, tanto a nivel comunitario como a niveles individuales, en disponer de dinero para cosas. Sin dinero no hay cosas y sin cosas no es posible «estar bien» en nuestros días. El dinero se erige así en símbolo e ídolo de una civilización. El dinero se antepone a todo; llegado el caso, incluso al hombre. Con dinero se montan grandes factorías que producen cosas y con dinero se adquieren las cosas que producen esas grandes factorías. El hecho de que esas cosas sean necesarias o superfluas es accesorio. El juego consiste en producir y consumir, de tal modo que en la moderna civilización, no sólo se considera honesto sino inteligente, gastar uno en producir objetos superfluos y emplear noventa y nueve en persuadirnos de que nos son necesarios. Ante la oportunidad de multiplicar el dinero -insisto, a todos los niveles- los valores que algunos seres aún respetamos, son sacrificados sin vacilación. Entre la supervivencia de un bosque o una laguna y la erección de una industria poderosa, el hombre contemporáneo no se plantea problemas: optará por la segunda. Encarados a esta realidad, nada puede sorprendernos que la corrupción se enseñoree de las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que cada hombre tiene su precio alcanza así un sentido literal, de plena y absoluta vigencia, en la sociedad de nuestros días.

Esta tendencia arrolladora del progreso se manifiesta en todos los terrenos. Yo recuerdo que allá por los años 50, un ridículo concepto de la moral llevó a este país a la proscripción de las playas mixtas y la imposición del albornoz en los baños públicos para preservar a los españoles del pecado. Se trataba de una moral pazguata y atormentada, de acuerdo, pero era la moral que oficialmente prevalecía. Fue suficiente, empero, el descubrimiento de que el desnudismo aportaba divisas para que se diera paso franco a la promiscuidad soleada y al «bikini». El dinero triunfaba también sobre la moral.

Y ¿qué decir de los trabajos rutinarios, embrutecedores, sobre los que se organiza hoy la gran industria? La eficacia, la producción espectacular -o, lo que es lo mismo, el dinero- se antepone igualmente a la integridad y la dignidad humanas. Fabricar un hombre es una actividad infinitamente más sencilla y agradable que fabricar un automóvil, con lo que nunca ha de faltar el recambio para un hombre inutilizado. Sobre esta base, nace y se extiende la fabricación en serie, en cadena, donde no cuentan más que los resultados. Las nobles advertencias de Charles Chaplin al respecto, en el primer tercio del siglo, es decir, cuando aún era tiempo de reflexión, quedaron como una obra de arte, sin ninguna trascendencia práctica. Así, paralelamente a la producción de cosas se iban produciendo frustraciones también en cadena. La serie facilita una compensación pendular: si, por un lado, destruye al hombre al anular su amor por la obra bien hecha, por el otro, facilita la consecución de esa obra y esto, cerrar el ciclo, es lo que en definitiva interesa al orden económico de nuestro tiempo. El hecho de que la serie fabrique, de rechazo, hombres en serie y la cadena hombres encadenados, no nos desazona porque no interrumpe la marcha del progreso.

Simultáneamente, el desarrollo exige que la vida de estas cosas sea efímera, o sea, se fabriquen mal deliberadamente, supuesto que el desarrollo del siglo XX requiere una constante renovación para evitar que el monstruoso mecanismo se detenga. Yo recuerdo que antaño se nos incitaba a comprar con insinuaciones macabras cuando no aterradoramente escatológicas: «Este traje le enterrará a usted», «Tenga por seguro que esta tela no la gasta». Hoy no aspiramos a que ningún traje nos entierre, en primer lugar porque la sola idea de la muerte ya nos estremece y, en segundo, porque unas ropas vitalicias podrían provocar el gran colapso económico de nuestros días.

Con la superfluidad es, por tanto, la fungibilidad la nota característica de la moderna producción, porque, ¿qué sucedería el día que todos estuviéramos servidos de objetos perdurables? La gran crisis, primero y, después, el caos. Apremiados por esta exigencia, fabricamos, intencionadamente, telas para que se ajen, automóviles para que se estropeen, cuchillos para que se mellen, bombillas para que se fundan. Es la civilización del consumo en estado puro, de la incesante renovación de los objetos -en buena parte, innecesarios- y, en consecuencia, del desperdicio. Y no se piense que este pecado -grave sin duda- es exclusivo del mundo occidental puesto que, si mal no recuerdo, Kruschev declaraba en sus horas altas de 1955 que la meta soviética era alcanzar cuanto antes el nivel de consumo americano. El primer ministro ruso venía a reconocer así que si el delirio consumista no había llegado a la URSS no era porque no quisiera sino porque no podía. Sus aspiraciones eran las mismas. En rigor, ambas sociedades, la oriental y la occidental, no son fundamentalmente diferentes en este punto.

Aceptado lo antedicho, no parece gratuito afirmar que, salvo en unos millares de científicos y hombres sensibles repartidos por todo el mundo, el progreso se entiende hoy de manera análoga en todas partes. El desarrollo humano no es sino un proceso de decantación del materialismo sometido a una aceleración muy marcada en los últimos lustros. Al teocentrismo medieval y al antropocentrismo renacentista ha sucedido un objeto-centrismo que, al eliminar todo sentido de elevación en el hombre, le ha hecho caer en la abyección y la egolatría.