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IV EL DESEO DE DOMINACIÓN

Con el dinero -y, tal vez, incubada en él- hay, a mi entender, otra nota diferenciadora del progreso moderno: el deseo de sobresalir o, lo que viene a ser lo mismo, la ambición de poder. En este punto, la analogía del hombre con las aves en la llamada por los biólogos «jerarquía del picoteo», es patente. La aspiración de todo hombre es elevar su rango, anteponerse, no tanto acrecentando su cultura y sus facultades como amedrentando a su adversario o debilitándolo. La técnica se convierte así, no ya en una posibilidad de dinero, sino -lo que es más grave- en una posibilidad de dominación. De este modo, mientras entre los hombres se acentúa el espíritu de competencia, en la esfera internacional se plantea una cuestión de hegemonía que no se resuelve, como antaño, fabricando más espadas o más fusiles, sino buscando un arma que, llegado el caso, sea suficiente para arrasar al adversario -y, con él, a la Humanidad entera- en unas décimas de segundo. La cuestión de la supremacía no se establece ya en términos de prevalencia sino de aniquilamiento. Tal anhelo de dominación se manifiesta en las relaciones de individuo a individuo, de Estado a individuo y de Estado a Estado. ¿Cómo? Me limitaré a señalar tres extremos que son, para mí, por graves, los más representativos: 1.° Enervando al hombre desde arriba, despojándole del deseo de participar en la organización de la comunidad, dando así paso a unas autocracias que la manifiesta inhibición del hombre favorece. 2.° A nivel internacional, procurando la hegemonía a costa de convertir el noble deseo de paz, basado en la justicia y la libertad, en un equilibrio del terror. Y 3.°, encauzando la técnica hacia la fabricación de instrumentos que facilitan el allanamiento de la intimidad del hombre, o la esfera privada de las instituciones, con objeto de controlar a unos y otras.

La pedagogía universal consideró resuelto el problema de la infancia compaginando la instrucción y el deleite, aunándolos en una sola actividad. El juego instructivo o la instrucción amena hacían posible, armonizándolas, la formación y el entretenimiento de los niños, de manera que éstos «no diesen guerra», no alborotasen. Fue, quizá, nuestro Carlos III quien descubrió, con el célebre motín de Esquilache, que los adultos eran «como niños pequeños que lloran y protestan cuando se les limpia y asea». Desde entonces, mayor preocupación que hacer justicia ha sido para los gobernantes buscar la manera de entretener al pueblo para que no la pida, esto es, para que no alborote, para que «no dé guerra». El «pan y toros» ha tenido a lo largo de las edades de la Historia múltiples versiones. Pero he aquí que la era supertécnica ha venido a descubrir que también existen juguetes para entretener a los adultos y borrar de sus mentes cualquier idea de participación y responsabilidad. Es más, el ingenio de la técnica moderna descubre «el juguete» por antonomasia, merced al cual el pueblo no sólo no piensa, sino que incluso nos facilita la posibilidad de conducir su pensamiento, de hacerle pensar lo que nosotros queremos que piense. Así el interés por su juguete acaba por enervar en el hombre otros intereses superiores. La alienación se produce entonces como fenómeno general y masivo. Mas si esto, hasta cierto punto, es comprensible, no lo es, en cambio, que admitamos que esta inhibición se fomente desde arriba, mediante el control de este juguete, único alimento espiritual de un elevadísimo porcentaje de seres humanos. La difusión de consignas, la eliminación de la crítica, la exposición triunfalista de logros parciales o insignificantes y la misma publicidad subliminal, van moldeando el cerebro de millones de televidentes que, persuadidos de la bondad de un sistema, o simplemente fatigados, pero, en todo caso, incapacitados para pensar por su cuenta, terminan por hacer dejación de sus deberes cívicos, encomendando al Estado-Padre hasta las más pequeñas responsabilidades comunitarias. En este mismo sentido actúa la organización del trabajo a que antes aludía. La rutina laboral genera el gregarismo en los ocios, de forma que todos los hombres se procuran análogas distracciones y unos mismos estímulos, por lo general, no fecundadores, ni liberadores, ni enaltecedores de los valores del espíritu. El hombre, de esta manera, se despersonaliza y las comunidades degeneran en unas masas amorfas, sumisas, fácilmente controlables desde el poder concentrado en unas pocas manos. Es obvio que no en todo el mundo las circunstancias mencionadas operan con la misma intensidad pero, a mi juicio, sirven como exponentes de los riesgos lamentables que comporta la malintencionada explicación de la técnica a la política y la sociología.

La avidez de poder, a nivel internacional, desata aún mayores riesgos. La vieja carrera de armamentos ha cambiado de signo. Hoy, como he dicho, no es más fuerte quien más armas tiene sino quien las tiene mejores. El objetivo de los pueblos en competencia es acertar con un arma lo suficientemente eficaz como para resolver un conflicto en pocos minutos, aun poniendo en peligro la vida sobre el planeta. Tal arma está ya a disposición de seis o siete potencias y el resto de los países se limitan a procurar conseguirla o a observar, aterrados, los tira y afloja del juego político internacional, a conciencia de que un gesto mal interpretado o un simple error puede desencadenar la catástrofe. Se aducirá que la marcha hacia la paz es hoy más firme que hace diez años, pero como dice Marías no basta con que nadie quiera la guerra, si «se quiere poder hacerla». Porque, si bien se considera el problema, a la guerra fría de ayer ha sucedido una paz fría, casi más negativa que la situación anterior, ya que esta paz congelada demuestra nuestra incapacidad, o sea que, en vista de que una fraternidad cálida y universal parece fuera de nuestro alcance, nos resignamos a aceptar el miedo como garantía de supervivencia.

Pero los ingenios nucleares están ahí, fabricados por unos hombres y esperando ser utilizados contra otros hombres. La suprema aspiración de los humanos estriba en que sigan ahí, quietos, en los arsenales, es decir, que no lleguen a emplearse. Pero en este caso y aun en el más positivo de que se llegase a un acuerdo de desarme general y completo, ¿qué hacer con ellos?; ¿qué hacer con este elemento devastador cuidadosamente embotellado a lo largo de un cuarto de siglo? ¿Lanzarlo al mar? ¿Enterrarlo? ¿Es que desconocemos, acaso, las propiedades letales de los isótopos radiactivos? ¿No sabemos que el aire, el agua y la tierra contaminados envuelven un riesgo inmediato para la vida? En Hanford, estado de Washington, en las proximidades del río Columbia, hay enterrados 124 tanques de acero y hormigón, los cuales contienen más de 200 millones de litros de desechos radiactivos; cantidad que, al ritmo de crecimiento actual, puede multiplicarse por ciento en el año 2000. Estos tanques y sus posibles filtraciones son celosamente vigilados, pero a juicio de geólogos norteamericanos, tal vez bastaría un terremoto de las modestas proporciones del de 1918, conocido como «el terremoto de Corfú», para agrietar estos recipientes y liberar la radiactividad que contienen. Los efectos de esta avería, en opinión de científicos competentes, serían tan desastrosos como los que podría ocasionar una guerra nuclear en la que se empleasen todas las reservas atómicas actuales, ya que la radiactividad que almacena uno solo de estos tanques equivale, según Sheldon Novice, «a la producida por todas las armas nucleares probadas desde 1945». Ésta es nuestra situación en la paz atómica mediada la década de los setenta.

Mas con ser ésta la novedad más ruidosa, tampoco podemos olvidar la actividad de los pueblos por alcanzar la hegemonía en otros terrenos, como, por ejemplo, la guerra química y biológica. La bomba atómica, por más moderna, parece resumir la mayor posibilidad catastrófica que somos capaces de imaginar, pero no hay que olvidar la evolución de las armas bacteriológicas, cuyo almacenaje no ocupa lugar y su producción es infinitamente más barata que aquélla y está, por tanto, al alcance de los pueblos pobres. Según Milton Leitenkey, la potencia destructiva de estas armas equivale a la de las atómicas y el agente portador de la enfermedad puede viajar tan concentrado que, en muchos casos, son suficientes unos pocos gramos, estratégicamente distribuidos, para acabar con la población del mundo. Tenemos el caso de la psitacosis, donde los virus necesarios para destruir hasta el último rastro de vida caben en una docena de huevos de gallina, o el de la brucelosis-letal, resistente a toda vacuna, que puede concentrarse en una pasta, a razón de 2.500 millones de bacterias por gramo, en la seguridad de que bastarían cincuenta gramos para borrar al hombre del planeta. La técnica de la dispersión ha alcanzado asimismo un alto nivel de perfección y variedad: fumigaciones aéreas, disolución en las aguas de los ríos, formación de nubes artificiales mediante generadores o producción de insectos en masa. A este respecto, los japoneses, maestros en la mecánica menuda, han llegado a producir diez litros de pulgas portadoras de microbios -alrededor de los treinta y cinco millones de individuos- en el breve plazo de un mes. Tampoco en este aspecto cabe descartar el accidente, ya que hace apenas seis años, al ser rociado con un organofosfato muy tóxico el campo de pruebas de Utah, por la aviación norteamericana, las partículas, arrastradas por un viento imprevisto, ocasionaron la muerte fulminante de los rebaños de ovejas que pastaban en las laderas de Skull y Rush. a cincuenta kilómetros de distancia.

Esto supone que el hombre se ha acomodado a vivir sobre un volcán. Pero «vivir sobre un volcán» era, hasta el día, una situación accidental, esto es, que se le imponía, no buscada por él. Lo insensato es que el evolucionado hombre del siglo XX haya encendido el volcán para después, tranquilamente, instalarse a vivir en sus faldas.

Un último extremo interesante, dentro de esta fiebre de dominación y poder que nos invade, es el incesante perfeccionamiento de instrumentos audiovisuales, escrutadores de la intimidad, que han venido a destruir la confianza en el hombre y a deteriorar seriamente su sensibilidad. En esta dirección, bien podemos asegurar que la técnica se ha pasado, de tal modo que muchas de sus consecuencias resultan ya irreversibles. El ansia de poder de unos hombres sobre otros, la obsesión de control de las palabras de los súbditos por parte de los gobiernos, hace tiempo que desbordaron resortes tan primarios como la censura de correspondencia y la intervención telefónica. Estos medios sin duda alguna corresponden a la prehistoria de las técnicas de intromisión audiovisuales. Recientes escándalos han evidenciado a qué increíble grado de perfección han llegado los mecanismos de espionaje. La revista El Correo de la Unesco denunciaba, no hace muchos meses, estos hechos como atentatorios contra la intimidad del hombre. Pero, yo me pregunto: ¿dispone el hombre de algún recurso contra esta carrera desenfrenada de la técnica, fuera del viejo y elemental recurso del pataleo? El hombre actual se sabe vigilado o, lo que quizá es peor, siente constantemente sobre sí la posibilidad de ser vigilado. En este punto, la técnica viene haciendo auténticas maravillas. La miniaturización de los ingenios, permite, por ejemplo, que un micrófono del tamaño de un grano de arroz colocado en la rendija de una puerta nos informe de lo que se habla detrás de ella. Mejor aún: un micrófono de contacto más chico que una nuez, adosado al exterior de una casa, puede registrar una conversación sostenida en el interior por las vibraciones del muro. Un telescopio, no más largo que un lapicero, conectado a una cámara fotográfica, es capaz de reproducir lo que estamos escribiendo en una cuartilla a cien metros de distancia, es decir, dos o tres veces la anchura de una calle normal. Mediante una bombilla de apariencia inocua pero emisora de rayos infrarrojos, es posible obtener fotografías en la oscuridad. Y basta una linternita no mayor que un alfiler para inspeccionar el contenido de una carta sin necesidad de violar el sobre.

Esta técnica, enlazada a la de las computadoras, haría posible, según El Correo de la Unesco , almacenar veinte folios de información sobre cada ser humano en apenas diez cintas de dos centímetros y medio de ancho por mil quinientos metros de longitud. O sea, basta una caja de cerillas para archivar datos de computadora que, de estar impresos, no cabrían en una catedral. El mismo Correo nos informa de que una empresa americana en liquidación por quiebra puso en venta tres millones de expedientes relativos a otros tantos ciudadanos, y un consorcio de aquel mismo país ha preparado, mediante computadoras, datos referentes a la situación económica de cien millones de personas, exactamente la mitad de la población.

Si agregamos a estos progresos la creciente difusión de las grabadoras, la utilización de técnicas de detección de mentiras, el lavado de cerebro, la publicidad subliminal, el refinamiento de los métodos de tortura, y el uso, cada día más extendido, de las evaluaciones psicofísiológicas de la personalidad, concluiremos que los mundos de pesadilla imaginados un día por Huxley y Orwell han sido prácticamente alcanzados. El afán de dominación del hombre sobre el hombre y de la organización sobre el hombre no se para en barras. Por otro lado, el vacío, cada día más profundo, entre la técnica y la ley, acrecienta nuestro desvalimiento al tiempo que aumenta el desasosiego y el miedo. La Unesco recomienda, es verdad, a los Estados, la asunción de unas normas base para la formulación de un código internacional que proteja el derecho a la vida privada. Pero uno se pregunta, lleno de zozobra y ansiedad: ¿no serán los Estados los primeros interesados en tolerar tales aberraciones si el uso de las técnicas mencionadas viene a consolidar su autoridad y su poder? Y ante esta posibilidad estremecedora se abre la gran interrogante: ¿no se nos habrán escapado de las manos las fuerzas que nosotros mismos desatamos y que creímos controlar un día?