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Cuando Dalmau, la misma noche que escogió para confiarme el secreto de su aplomo, admitió de improviso la necesidad de conocerme y dejó que aquella pregunta flotara, como una medusa, en la oscuridad de su despacho de Canal Street, lo único que acerté a responder fue que había venido a Nueva York para tratar de averiguar si todavía podía sentir algo en la vida.
A la vista de mi comportamiento desde que aterricé aquí, ésa era la interpretación más aproximada que me consideraba y aún hoy me considero en condiciones de ofrecer. Sin embargo, una manifestación de tal envergadura requería algún menoscabo. Así dicho, podía pensarse que viniendo a Nueva York cumplía con mi destino o me dejaba arrastrar por una atracción irresistible, cuando no pasaba de avenirme a un simple albur. En realidad, no importaba, ni mucho menos hacía falta que fuera Nueva York. Las razones que terminaron inclinándome por este lugar fueron más bien circunstanciales. En primer lugar, elegí cruzar el mar porque supuse que convenía estar lejos de Madrid, para no tener posibilidad de regresar demasiado rápido si echaba algo de menos. Luego busqué un sitio donde se hablara otro idioma (incluso el español que aquí se habla es otro idioma) porque en el mío el mundo y la gente habían dejado de ser aceptables. Y finalmente fue Nueva York porque aquí vivía y vive mi amigo Raúl y nunca he tenido espíritu de aventura. Aunque quizá existieran, sin salir de Norteamérica, lugares más apropiados a mis intenciones, preferí disponer de alguien que me facilitara información fiable sobre algunos asuntos cotidianos, como dónde y por cuánto alquilar un apartamento.
Lo misterioso, en cualquier caso, no era el hecho de que hubiera venido a esta ciudad, accidente sobre cuya probable trivialidad me demoré para Dalmau en ésos o semejantes términos, sino cómo y por qué había llegado a concebir la idea de que debía dejar la mía. No se trataba de que no hubiera motivos; lo extraño era justamente que los había desde hacía años, tantos que parecía que los hubiera habido siempre. Después de haber convivido mansamente con todos ellos, después de haber aguantado, sin protesta, una multitud de acontecimientos intolerables, ¿qué ofensa inaudita, qué desastre definitivo me había persuadido de abrazar de la noche a la mañana la alternativa hasta entonces rehusada del exilio? Dalmau, cuyo instinto acerca de estas cuestiones estaba aguzado en los muchos insomnios de su destierro de décadas, captó al instante mi debilidad y desvió sobre la marcha su interrogatorio. Si había venido aquí porque estaba lejos, ¿no sería que estaba escapando de algo?
No podía encubrir ante él mi confusión, negando o aprobando sin más su conjetura, así que me declaré incapaz de designar un enemigo o una calamidad concretos. Habría sido sencillo huir del hambre, de una pena de prisión, o del embarazo inoportuno de una criada, como aquel Karl Rossmann imaginado por Kafka que me había precedido a principios de siglo a través del océano. Lo difícil era huir de todo y de nada a un tiempo, porque así nunca se podía estar seguro de que lo que debió quedar atrás no estaba más bien delante, acechando un descuido para imponerle a uno la humillación de su presencia.
Comprendí que la curiosidad de Dalmau, inflexible como todos los demás raros esfuerzos que a aquellas alturas consentía emprender, no podía quedar aplacada con tan pobre retórica. Acuciado por sus ojos casi transparentes, exigí a mi inteligencia que hallara un modo de evitar el tedio de aquel hombre. Dalmau, después de haber visto secarse las primaveras a docenas, despreciaba cuanto le aburría. En ese trance, todo lo que se me ofreció fue una disculpa, que pronuncié apresuradamente, antes de saber a qué me estaba fiando:
– Hubo algunas señales, como mucho. Señales, cómo diría, de hundimiento.
Casi en el mismo segundo en que las palabras salieron de mis labios me di cuenta de que acababa de contraer una deuda que acaso no estaba en condiciones de satisfacer. Ahora tenía que darle noticia de aquello, sabiendo que él iba a confrontarlo con el rastro que quedaba en su memoria de lo que un día lejano, setenta y tantos años atrás, le había empujado a él a salir de Madrid para no regresar nunca. No era legítimo que se me obligara a enfrentarme con un recuerdo que medía más de dos veces el largo de mi vida. No era posible que yo hubiera aprendido lo suficiente para salir airoso de esa prueba insoportable. Siempre que Dalmau me escuchaba me daba la sensación de que estaba contemplando, condescendiente, una fotografía un poco risible de su adolescencia. Pero aquella noche me equivocaba por completo. Dalmau ya había decidido perdonarme todo, la improvisación, la bisoñez, hasta que yo poseyera el tiempo que a él le estaba vedado, cuando me invitó, como si me condenara:
– Cuéntame cuáles fueron esas señales.
Una tarde, en el parque, se me escapó el perro. No era desde luego la primera vez que lo hacía. En los ocho años que llevaba viviendo conmigo me había acostumbrado a sus ardores, que lo sustraían con cierta frecuencia a mi control para entregarlo al alborotado y normalmente inútil cortejo de hembras que casi siempre le doblaban en alzada. Tampoco era inusual que el objeto de su pasión se hallara lo bastante lejos como para que el animal, una vez prófugo, desapareciera de mi vista y me obligara a seguir un camino dubitativo en su busca. Lo que no esperaba cuando le vi irse, y excedió absurdamente lo ordinario, fue que la escapada de aquella tarde el perro había de pagarla con la vida.
Puede que deba decir que el perro era, además de pequeño, peludo y blanco. Esa era la única ventaja que me ofrecía para el repetido trabajo de localizarlo cuando se iba de crápula, y a ella andaba abandonado cuando me llamó la atención una singular escena que tenía lugar al borde de una pradera. Varias personas se arremolinaban en torno a una chica de unos quince años que estaba forcejeando con un perrazo enfurecido, uno de esos matahombres que cría cierta clase de gente para paliar alguna frustración. Un anciano mantenía a distancia a una perra, una especie de spaniel. Cuando observé mejor, distinguí que más allá, dentro de la pradera, había una figura más pequeña que se alejaba renqueante. Tardé en identificarla porque aquella figura no era blanca, sino de un extraño color manchado. La sangre que le brotaba de la cabeza, el cuello y el lomo iba empapando rápidamente su pelaje.
Corrí a su lado. El animal temblaba y cuando llegué junto a él me dirigió la más perruna de todas las miradas que jamás había encontrado en sus enormes pupilas. Su mundo se desmoronaba a la misma velocidad a la que se iba desangrando, y recurría a mí para que le diera algún consuelo. Siempre había creído que los animales no se percataban demasiado de lo que significaba la muerte, por la facilidad con que a menudo se desentienden de sus congéneres que la sufren. Pero en su mirada vi la angustia de todo lo que ya no iba a volver a tener, desde el calor del rincón donde le gustaba echarse la siesta hasta el aroma de las hembras, del que todavía revoloteaban jirones en su pequeño cerebro. Hube de apurar mi impotencia, ante la agonía de aquella criatura que nunca me había exigido nada y ante la dulzura moribunda de su súplica. Cuando al fin se le doblaron las patas y cayó con un gemido a la hierba donde había de rendir el aliento, experimenté una especie de espanto. Su fragilidad, tan bruscamente revelada, era la mía. También yo iba a caer a los pies de gentes que no podrían ayudarme, despedazado por alguna fuerza incontenible.
Hasta entonces mi idea de la muerte había sido vaga, ajena. Vivían mis padres, mi hermana, mi mujer, todas las personas con las que en un momento u otro había convivido. El perro era el primero, de los seres que habían compartido mi espacio, que dejaba su hueco tras de sí. Esa tarde pensé por primera vez, de veras, que todo cesaría sin apelación posible, acaso brutalmente, como había cesado para el perro. Que un día ya no habría más tiempo, y no volvería a caminar, a tomar un café, a mirar un río. El perro, después de todo, había cumplido su misión. Había sido leal a su amo, había atacado a los carteros, hasta se había sobrepuesto a la limitación de su envergadura para dejar descendencia. Había hecho, en definitiva, todo lo que cabe en la vida de un perro. Entonces medité sobre mí, comparé con lo que habría sido posible, y comprendí que yo no había hecho casi nada de lo que cabe en la vida de un hombre. Esa noche me entró prisa, aunque no supe muy bien de qué. Acaso de tener algo que lamentar cuando me tocara ser despedazado.
Sucedió un sábado, a las cuatro y media, y fue algo grotesco, manido, como tal vez merecíamos. Aquel día se suponía que yo iba a pasarlo entero en la oficina, resolviendo asuntos pendientes, pero era el cumpleaños de Marta y eso, que pudo sugerirle a ella la osadía, me disuadió a media jornada de mi plan de trabajo y me hizo tomar el camino de vuelta a casa. Planeaba llevarla a pasear, o cualquier otra cosa que se convirtió en una estupidez olvidable cuando la encontré riendo en el suelo del salón, debajo de un individuo al que no identifiqué al principio. Sólo me fijé en que su pelo era de un rubio artificial y en que le relucían los hombros. Era casi junio y hacía calor. Según los vi, me acordé de que a ella no le gustaba jugar a aquello, al menos conmigo, cuando hacía calor o cuando estaba a media digestión. En realidad, a mí tampoco me gustaba y no teníamos que discutir por eso. Casi no teníamos por qué discutir, desde hacía un par de años. Los observé mientras se cubrían: ella se sonrojó y él forzaba un gesto de odio que carecía de sentido. En realidad, yo nunca le había hecho nada a Alberto. Incluso había perdido bastante velozmente todos los sets que habíamos disputado. Alberto era el campeón de tenis de la urbanización y una especie de débil mental. El más inverosímil de todos los hombres que Marta había podido elegir para deshonrarme. Me sobrepuse al asombro y se lo dije:
– Podríamos haber hablado. Te aseguro que te habrías quedado con la casa, para traer siempre que quisieras a este imbécil y no tener que andar escondiéndote.
Alberto dio un paso al frente.
– No irás a pegarme -le advertí-. Soy yo el que pierde, creo. Deja que largue al menos. Luego, cuando me vaya, os reís de todo.
Marta recobró el ánimo, aclaró su voz y, convertida en censora imprevista, la usó para escupirme a la cara:
– Esto es lo último que debería sorprenderte. Piensa si me has dado algún motivo para evitarlo, en todos estos meses.
No estaba dispuesto a debatir el asunto con Alberto delante. No estaba dispuesto a hacerlo a solas, siquiera. No había mucho o mejor no había nada que hablar. Bastaba mirarla a ella, sus ojos velados por el placer interrumpido y la vergüenza o el orgullo, cualquiera de los dos era posible, de haber sido cazada en los brazos de un sujeto semejante. Más de una vez nos habíamos burlado juntos de alguna de las mujeres, más disponibles que magníficas, que se amontonaban en su historial de semental compulsivo. Lo que ella había dicho en aquellas ocasiones era suficiente para saberla más de mi lado del mundo que del lado de Alberto, pero se me hizo evidente, si no lo era ya antes, que eso, como el propio Alberto, había dejado de importar. Marta, que lamentaba haber cometido la mezquindad de mantener en secreto sus escarceos, saboreaba ahora el alivio de no tener que ocultarse. De repente se la veía suelta, crecida. Reparé con tristeza en un par de movimientos que hizo exactamente como solía cuando muchacha, muchos años antes; algo con el cuello, algo con la mano para apartarse un mechón de cabello de la frente. Y acepté que se había ido, acaso de vuelta a un lugar en el que yo no iba a ser admitido nunca más. Ofrecí una capitulación generosa, que lo era con ella para preservar mi propio sentido de la dignidad, porque nada me habría desalentado más que ver complicarse la partición en codicias y pleitos. Renuncié a cualquier derecho sobre la casa, guardando lealtad innecesaria a mi aseveración en el momento de descubrirlos, y me contenté, exagerando algunas valoraciones, con la parte más o menos líquida del caudal amasado gracias al esfuerzo de ambos durante los diez años que habíamos empleado en irnos desconociendo. Cuando nos citaron para firmar los papeles, ella tuvo una vacilación. Pudo ser porque aquella mañana amenazaba lluvia en Madrid y uno siempre se siente más indefenso cuando el sol no alumbra, o porque no acertara a encontrar la manera de encararlo. Antes de entrar en la habitación donde consumamos la ruptura, se acercó a mí y buscó con impaciencia hacerme cargar con una sospecha:
– Quizá nos hubiera ayudado tener un hijo.
– Mejor que no haya tanta gente; así puede borrarse sin más -me opuse, por no dar cuartel, por no dejar siquiera que atenuase nada.
– Hablas como si hubiera sido siempre una mierda.
En aquel momento, decidí ensayar que aquello le pasaba a otro y di en portarme como un absoluto desalmado.
– ¿Hay algo en el reparto que te incomode, Marta? -pregunté, sin énfasis-. Podemos renegociarlo, aunque retrasará todo.
Diez minutos después, estaba hecho. Tuve que mudarme a un apartamento, prever necesidades domésticas, hacerme a que la almohada ya nunca oliera a ella. No disfruté demasiado, incluso anduve abatido durante un par de semanas, sobre todo cuando me quedaba solo delante de la televisión o iba a alguno de los sitios donde ella y yo habíamos ido o dejado de ir juntos. Pero en el fondo, no cambió nada. A fin de cuentas hacía tiempo que Marta y yo nos estorbábamos más que otra cosa.
Aquél era un asunto enojoso. No acababa de entender cómo me había enredado en él. Mientras escuchaba al hombre, que repasaba con una sumadora de rollo de papel sus cuentas manuscritas en una caligrafía ordenada y antigua, paseé mi mirada por la habitación. Tenía el techo bajo y carecía de ventanas. En los muebles, del más genuino estilo de oficina siniestra, predominaba el metal gris, azulado en los armazones y las patas y tirando a verdoso en los frontales o los cajones. Los tableros de las mesas estaban forrados de chapa de madera imitación caoba, descolorida en las zonas donde solían apoyarse los codos o los antebrazos. La luz artificial era paupérrima, las paredes amarillentas y espesas.
El hombre vestía un jersey de pico color vino, cien por cien poliéster. Bajo él llevaba una camisa beige con los bordes del cuello pasados y una corbata marrón uniforme, ligeramente brillante de grasa o por la condición del tejido. Hablaba en un lenguaje contable de hacía treinta años, invocando nociones desaparecidas y amalgamando con ellas ecos inexactos de la nueva jerga legal y financiera. El hombre poseía decencia profesional y exhibía prolijidad en los cálculos. Probablemente ya no había muchas personas capaces de dibujar las sumas en columnas tan limpias y alineadas como las que en aquel momento sometía a mi censura, y quizá hubiera todavía menos que se detuvieran a hallar justificaciones éticas para la calificación de las diversas partidas, la imputación de los ingresos y los gastos y la determinación de los resultados de explotación.
Aquello era la liquidación por desavenencias de una sociedad colectiva y yo, debido a una obligación familiar, representaba los intereses de uno de los socios. Mientras el hombre enumeraba las deudas con sus vencimientos, los activos con su depreciación, crucé una mirada con el abogado que representaba a la otra parte. Era un tipo resabiado y deslucido, acostumbrado a aquel tipo de negocios. Yo, en cambio, hacía diez años que no veía una factura o un inventario de inmovilizado. En mi ramo de negocio los números danzaban, nerviosos y saltarines, en pantallas catódicas o de plasma, al lado de los epígrafes a los que pertenecían o dejaban de pertenecer a la velocidad de la luz. El abogado miraba con un poco de odio mi traje y mi camisa a medida, y especialmente mi corbata de tres mil duros. En la suya, rígida y revirada, se veía la etiqueta de una marca barata de grandes almacenes. Sin duda se preguntaba qué demonios pintaba un pijo como yo allí, y en parte eso era lo mismo que yo andaba pensando.
El gestor terminó de esclarecernos los pormenores del balance y tomé la palabra para ofrecer una solución simple y rápida, que pasaba por una adjudicación equitativa de bienes y débitos. El abogado protestó que mi representado había perjudicado al suyo gravemente y yo repliqué que ésa era la misma queja que tenía el socio que me había enviado a mí allí, pero que si nos enredábamos en averiguar quién tenía que indemnizar con cuánto a quién íbamos a acabar dilapidando en juicios la escasez del patrimonio. Con la mediación del gestor, y al cabo de un farragoso regateo de cuestiones menores, definimos un arreglo. Lo sellamos en un acuerdo escrito del que el propio gestor se hizo testigo, depositario y ejecutor.
El abogado tenía prisa y se marchó el primero. Yo miré mi reloj. Eran las ocho y no tenía sentido que cruzara Madrid para llegar a mi oficina a las nueve o después. Me despedí sin ninguna precipitación del gestor, que se interesó por el tipo de operaciones en que yo intervenía normalmente y que ya suponía, dijo, que tenían poco que ver con aquellas mezquinas querellas. No quise entrar en detalles y me encogí de hombros, alegando que las cosas de dinero siempre eran más o menos lo mismo, cambiando los nombres de los conceptos y quitando o poniendo ceros.
Cuando salí a la calle reparé en que todavía era de día y me apeteció pasear. Rara vez salía de la oficina de día y aquél era un tibio atardecer. La gestoría estaba en una zona relativamente humilde. Un barrio, como tantos barrios típicos del Madrid de los sesenta y los setenta. Lleno de coches subidos a las aceras, setos salvajes, pavimentos resquebrajados, bloques afeados hasta el insulto por el tiempo y un urbanismo delictivo. Me crucé con ancianas enlutadas y ancianos en zapatillas, que paseaban por aquellas calles sin perspectiva su nostalgia del campo abierto, del viñedo manchego o la dehesa extremeña. Pasé junto a grupos de niñas que saltaban la goma, con los calcetines arrugados y las faldas sucias, junto a bandas de chavales que se arreaban balonazos o se pasaban los pitillos comprados de a uno en los quioscos junto a mujeres jovencísimas que empezaban a perder vertiginosamente su belleza mientras empujaban el cochecito de tempranas criaturas. También estaban los muchachos de cuero acribillado por el acné y mirada torva, que me observaban como si estuvieran reprimiendo a duras penas alguna idea poco amigable, y las muchachas en lo más tosco de la adolescencia, con sus cuerpos todavía a medio hacer apretados sin misericordia por ropas ceñidas. Casi me di contra una pandilla de ellas, que corrían hacia algún sitio por mitad de la acera. Todas iban mostrando el ombligo, aunque no todos sus vientres eran tersos; todas olían a sudor y reían alto, y no paraban de echarse hacia atrás los cabellos, algunos de ellos ya teñidos con imposibles tintes negros o amarillos.
Me rebasaron y me dejaron envuelto en una nube de añoranza. Veinte años atrás, yo había vivido en un barrio como aquél, y como aquéllas habían sido las primeras muchachas a las que había amado. Como aquéllas, las que me habían parecido tan dulces, tan prohibidas, tan lindas como el sol. Las que había perseguido, las que esquivándome me habían hundido a veces en una melancolía enfervorecida de versos, conscientes o inconscientes. Atardecía y el cielo sobre el barrio adquiría el aspecto del cielo que había cobijado los primeros ruidos de mi corazón, cuando todavía tenía corazón y hacía algún ruido. La vista de las muchachas, anudada al recuerdo, me había erizado toda la piel. Respiré fuerte, para meterme bien adentro los últimos residuos de la fragancia áspera que su transpiración había dejado en el aire, y me volví para contemplar cómo se alejaban. Imaginé que echaba a correr tras ellas y que ellas seguían alejándose, y que por más que yo corriera seguirían alejándose, llevándose fuera de mi alcance la suavidad de su piel intacta por la infamia del tiempo.
La última vez que había leído en el periódico acerca de aquel barrio habían aparecido entre los detalles de la noticia (quizá la explosión de una bombona de butano, lo único de lo que allí pudiera pasar que se consideraba noticioso) las palabras suburbio y deprimido. Aquélla no era, sin embargo, una zona degradada. Al menos, la mayoría de quienes allí habitaban se ganaban la vida con empleos con los que daban de comer a sus familias, aunque no pudieran regalar motocicletas a sus hijos o asociarse a un club de golf. Pero en los últimos tiempos en Madrid se había establecido una implacable topografía de zonas bien y zonas mal, sin términos medios. Los que no ascendían a una de las primeras, eran arrojados al infierno indiscriminado de las segundas. Este afán clasificatorio venía impulsado principalmente por algunos ignorantes que escribían en los periódicos o ejercían profesiones bien remuneradas, entre los que, por cierto, coexistía el desdén advenedizo y ridículo de los ganapanes barnizados en masa en la universidad con el desdén más bien automático y al cabo comprensible de los que sin necesidad de barniz relucían desde la cuna. Cuando toda esta gente, al margen de su procedencia, olvidada rápidamente ésta si era inconveniente, se asentaba en su parcela de privilegio, asumía los sobreentendidos y entraba con entusiasmo en el circuito autocomplaciente del lenguaje oficial. Desde ahí, era forzoso despreciar un poco, sin darle importancia, sin reparar siquiera en ello, a cualquier desgraciado que iba por la mañana dando cabezadas en el metro o vivía en un bloque de pisos de un barrio como aquél, sin plaza de garaje siquiera, condenado a dar cien vueltas a la manzana para acabar dejando el coche subido a un bordillo y a merced de la grúa o de macarras que le saltaban por la noche los retrovisores.
Aquella suave insensibilidad constituía toda una muestra de lo que era la sociedad bienpensante madrileña. Una sórdida confabulación que arrojaba al desprevenido a un mundo donde todo se parecía y todos contaban la misma historia, que era la historia que habían oído contar como la historia que servía para ser tenido en consideración. Donde las más elevadas pasiones se saldaban al precio de las furcias más ajadas, y se mercadeaba con la complicidad en el viejo juego romano del doy para que me des. Todos los implicados en el complot recibían dócilmente su gratificación, sin pararse a reflexionar que cuando uno cobra por lo que hace o por lo que piensa, debe desconfiar de lo que está haciendo o pensando. Claro que, para uso de los interesados, circulaban argumentos mucho más piadosos. Los de los periódicos informaban a sus semejantes, los artistas enriquecían espíritus, los profesionales sanaban enfermos o tendían puentes. Pero, ¿alguien podía creer seriamente que a alguno de ellos, salvando honrosas excepciones, le preocupaban aquéllos a quienes decía dedicarse? Importaba el ruido de todos, preferiblemente si se traducía en un tintineo sustancioso o en salvas de trompetas. Uno por uno, igual podían morirse que irse al infierno.
Aquélla era la oferta que la gente entre la que yo había ido a parar abrazaba sin titubeos. Pendiente de la recompensa, aterrado por la exigencia de cualquier sacrificio, el madrileño bienpensante se confortaba con sensaciones de superioridad o de impunidad, y luego, para creer en la elevación de su alma, se edificaba con cultura de rato de fin de semana, es decir, algo con lo que deslumbrarse a toda prisa el sábado por la tarde para después irse a cenar. Todo brillaba, nada quemaba. Así era.
Cuando yo todavía vivía en el barrio, trajeron al cine que allí había, y que luego cerraría y alguien convertiría en salón de banquetes nupciales, Erase una vez en América. En una de las escenas de la película, Max, el gángster que ya lleva años disfrutando de riquezas y ambiciona aumentarlas a cualquier precio, se enfrenta con Noodles, el gángster que ha pasado diez años en la cárcel y se ha perdido el acceso a la opulencia de la banda. Max le reprocha a Noodles que sus reparos morales ante la maniobra criminal que el primero planea se deben a que todavía desprende el olor de la calle. Noodles asiente y proclama, orgulloso, que desde luego que no se ha sacudido ese olor, que incluso puede decirle más, que se la pone gorda, el olor de la calle.
A mí me quemó Erase una vez en América, como quemaba el barrio y como quemaban sus muchachas, las mismas que aquella tarde se alejaban calle abajo ante mis ojos y que, más allá del espejismo, ya nunca podría recobrar. Algo muy dentro de mí, algo que mantenía sofocado para poder resignarme a pasear entre los bienpensantes, guardaba todavía el olor del barrio. Como el gángster Noodles, no me avergonzaba. Quien no ha vivido en un barrio, ignora mucho de la vida. Ignora, por ejemplo, que hay cosas que no brillan y que queman. Yo, que había conocido aquello, que había sido aquello, no podía vivir sin más fuera de allí, dentro de uno cualquiera de los polígonos en que una cuadrilla de majaderos había delimitado el Madrid bien. Pero tampoco podía volver, porque no se ha inventado el modo de saltar las barreras del tiempo y quienes lo intentan suelen convertirse en estatuas de salitre. Creo que esa tarde, viendo irse para siempre a las muchachas, empecé a rumiar la idea de hacer como Noodles, cuando comprobó que no podía regresar al resplandor de su juventud y decidió sacar un billete de tren a ninguna parte. Acaso, después de todo, no fuera casualidad que para Noodles esa juventud perdida, la que le había marcado para siempre con su aroma, hubiera sucedido, precisamente, en las calles de Nueva York.
En una sola mañana, se juntaron demasiados tragos desagradables. El primero fue aquel viaje a Toledo. A las ocho y media estaba en la plaza de Zocodover, llamando a la puerta de la notaría. Contra todos los usos del gremio, me abrió el notario en persona, porque a aquella hora no había todavía ningún empleado. Se cercioró de que llevaba el maletín en la mano y me invitó a pasar. Cuando estuve en el vestíbulo, me indicó la situación de su despacho. Era una habitación grande, más larga que ancha, con un balcón que se abría sobre la plaza. Los muebles estaban descuidados y cubiertos de papeles. Sobre una pared había un cuadro de marco dorado con una estampa grande y mugrienta de la Virgen. El notario se sentó detrás de su mesa, con la luz a la espalda, lo que sin duda estaba calculado para poner en inferioridad al visitante.
– ¿Aceptan entonces los términos? -preguntó.
En teoría, yo me dedicaba a las inversiones financieras. La firma para la que trabajaba estaba especializada en colocar el dinero de personas selectas, que no se conformaban con sacar un ocho por ciento y encima pagar sobre eso impuestos, como cualquier muerto de hambre. No era nada sublime, pero nunca habría supuesto que entre las servidumbres de mi empleo se contaran faenas como la que aquel día me había llevado allí. Cuando mi jefe me había dicho que tenía que irme a Toledo a liquidar una deuda de turbio origen, mi primera reacción había sido recordarle que yo no era transportista de fondos. Pero una vez que me hubo puesto en antecedentes sobre el asunto, ciertamente embarazoso, sobre el deudor, uno de nuestros mejores clientes, y sobre el compromiso que él había asumido personalmente de renegociar la deuda hasta una suma adecuada, comprendí que tenía pocas posibilidades de oponerme. Así que fui allí y a la pregunta del notario contesté:
– Si lo quiere en rama y ahora, no aceptamos menos de un cuarenta por ciento de quita. Si no le seduce, puede presentar el pagaré en el banco.
El notario se echó a reír.
– No esperará que me tome su propuesta en serio. Casi me ofrece menos de lo que me ha costado -mintió.
– Nadie le obligó a comprarlo.
– Esto es muy desalentador, señor mío -dijo, abandonando su sonrisa-. Uno obra generosamente, con la mira puesta en salvaguardar la reputación de una dama, y a cambio recibe este trato de perros.
Me abstuve de sugerirle que podía forzar todavía más su generosidad, quemando el pagaré sin pedir ninguna recompensa. Aguardaba a que él hiciera el movimiento.
– Y esa afrenta que acaba de exponerme -volvió a hablar, escogiendo sin apresurarse las palabras-, ¿es innegociable?
Con eso me demostró que estaba blando, y lo aproveché:
– A lo mejor no, pero no pienso darle ninguna pista. Arriesgue usted una contraoferta, por si me gusta. Baje todo lo que pueda, si le vale un consejo.
– Treinta por ciento de quita -apostó, sin meditar ni un segundo.
– Mala suerte. No traigo tanto -rechacé, levantándome.
El notario se levantó también. En su rostro había una ansiedad nauseabunda, demasiada para el millón, cien mil arriba o abajo, en que se movía en ese instante la diferencia. Claro que era plata dulce, sin más trabajo que el de estar allí regateándome.
– No sea tan nervioso -me reprochó-. Comprenda que hace un mes que puse el dinero. Al menos tengo derecho a los intereses.
– Si quiere intereses, haga una estimación razonable. No le voy a dar el diez por ciento mensual ni aunque aúlle.
El notario me midió con suficiencia.
– Parece estar muy seguro -observó-. Pero podría salirle el tiro por la culata y hacer que su cliente perdiera dinero y algo más.
– Sé que usted no va a perderlo. Diga otra cosa o me marcho.
– Está bien -se plegó-. El sesenta y trescientas de intereses. Es una ganga.
– Es verosímil, por lo menos. Vaya trayendo el pagaré.
El notario contó uno a uno los seiscientos y pico billetes. Fue un ritual sórdido, que dejé transcurrir entre la cara compungida de la Virgen de la estampa y el trasiego que abajo en la plaza producía el despertar de la ciudad. Yo siempre había sentido inclinación por Toledo, donde había tantas huellas de la intermitente grandeza de los hombres. Compartir su aire con aquel sujeto era un ultraje del que no iba a resarcirme mi sueldo de aquel mes y algo que me ensuciaba más allá de lo que podía aguantar. Cuando el notario hubo terminado su recuento, cogió el teléfono y marcó un número.
– Clara -nombró a quien apareció al otro lado de la línea-. Llama a Antonio al banco para que nos tengan preparada la caja. Después te vienes por aquí.
Me entregó el pagaré y lo cotejé con la copia. Hecha la comprobación, me guardé el papel en el bolsillo y le señalé el dinero.
– Ahora es suyo. Disfrútelo.
Me acompañó hacia la puerta, sin perder su mefítica sonrisa. El notario era un hombre de unos cincuenta años, obeso y desgarbado. Su barba estaba mal rasurada y el aliento le olía a sentina. Lo percibí cuando se acercó demasiado para aseverarme, como si lo que habíamos librado hubiera sido un caballeresco duelo a espada:
– Es un oponente duro, pero ha sido un placer.
No le di la mano, ni tampoco los buenos días. Diez minutos después estaba en mi coche, haciendo chirriar los neumáticos contra el empedrado de las calles para olvidar el tamaño ínfimo al que aquella mañana había conseguido reducirse mi existencia.
A la entrada de Madrid, más o menos en el primer semáforo, se acercó a mi ventanilla un hombre de unos cincuenta y cinco o cincuenta y seis años. Iba aseado y vestido con ropa de saldo de hipermercado. Tejanos de imitación de mil pesetas menos un duro, camisa sintética de setecientas, zapatillas Made in China de trescientas. Si los calzoncillos le habían costado ciento cincuenta, todo lo que le cubría sumaba 2.150, menos un duro. La quinta parte de lo que hacía poco más de media hora había contado seiscientas veces el notario. El precio de un par de copas en una terraza de la Castellana. El de uno de mis cubrebotones, que eran más que sencillos. El hombre vendía pañuelos y me ofreció. Había últimamente muchos como él. La mayoría eran personas ingenuas que hacia 1960 habían creído que conseguir un trabajo decente era un sostén seguro y una esperanza para la vejez. Habían hecho lo que se les había pedido durante treinta años y con cincuenta los habían echado a la calle. Habían agotado todos los subsidios y ahora tenían que pedir para comer y dar de comer a los suyos. La vida es a veces dura para todos y eso no tiene remedio, pero ellos tenían que conformarse mientras el dinero llovía en abundancia a tantos ociosos, delante mismo de sus narices. A pesar de todo, el hombre no era hostil, te abordaba con educación y todo lujo de disculpas, comprendiendo que te distraía y acaso que era imperdonable por su parte esperar que bajaras la ventanilla para deteriorar la atmósfera climatizada de tu vehículo con una infiltración del calor que a él le caía sobre las costillas. Cuando me enseñó los pañuelos y demandó cualquier suma, porque nada podía dejar de estar a la insignificante altura de su mercancía, dudé. ¿Podía comprar un solo gramo de buena conciencia dándole veinte duros, mil pesetas, diez mil? ¿Acaso era eso una objeción para darle limosna, o al revés, valía más ayudarle aun a riesgo de rebajarle y hacerle sospechar que con ello me aliviaba? En eso cambió el semáforo y todo el mundo empezó a tocar el claxon. No pensaba resolver mi dilema más rápido por tal motivo, pero el hombre, viendo que estaba entorpeciendo, se retiró. No tenía sentido seguirle mirando mientras los energúmenos me apretaban, así que metí la marcha y solté el gas, mordiendo con rabia aquella sensación de culpa y fracaso.
Media hora más tarde, me detuve ante la barrera de la urbanización. El vigilante me escrutó y dedujo de la hechura de mi camisa que no tenía por qué impedirme el paso. Le agradecí la deferencia con un ademán y me adentré por las silenciosas y umbrías calles. Iba al número cincuenta y tantos de una de ellas, pero hube de recorrer casi un kilómetro desde el inicio de la calle en cuestión, por el hecho simple de que la longitud de cincuenta números es función directa del tamaño de las veinticinco fincas pares o impares de que en cada caso se trate. Aparqué el coche en la puerta e hice sonar la campana. Vino a abrir una sudamericana aindiada de ojos huidizos, con cofia, que debía estar avisada de mi visita porque me hizo pasar en seguida a un salón de larguísimos ventanales que daban a una piscina. A través de ellos vi venir, anudándose el albornoz, a la dueña de la casa. Antes de que la prenda ocultara sus muslos, pude apreciar la longitud felina de sus piernas, en las que la carne temblaba un poco con el golpe rítmico de sus pies descalzos sobre el sendero de pizarra gris. Entró en la habitación asegurándose con ambas manos el recogido de su pelo sobre la nuca, sin ninguna emoción en la cara. Me tendió una mano lacia que me quitó apenas fui a cogerla y no dejó de mirarme desde arriba ni siquiera cuando se hubo sentado en el sofá.
– Señora Navata -empecé, apremiado por despachar el trámite.
– Xiao -me interrumpió, con una voz átona. Yo había pronunciado el apellido de su marido temiendo la corrección, pero no había tenido más remedio, porque desconocía su apellido chino, como casi todos.
– Desde luego, perdone. Bien, señora Xiao, asunto concluido. Aquí le traigo el pagaré.
– ¿Cuánto le ha dado a ese puerco? -me espetó, sin preámbulos.
– Seis trescientas. No quería bajar de siete, pero…
– ¡Seis trescientas! -gritó.
– Su marido nos autorizó hasta seis y medio. Le forcé mucho para que bajara, así que apenas entró quise amarrarle. Si hubiera regateado más podría habérsenos escapado.
– Para ese viaje no necesitaba a nadie -protestó, entrecerrando sus formidables ojos rasgados-. ¿Y cuánto le voy a pagar por el éxito?
La señora Xiao hablaba con poquísimo acento, y había aprendido a marcar la entonación irónica del español con maestría.
– Lo ignoro. Yo me he limitado a cerrar la transacción. El señor Navata trató eso con mi jefe, me imagino.
– Aquí no pinta nada el señor Navata. El dinero es mío. Por eso viene a rendirme cuentas a mí. Se lo aclaro por si no lo había cogido hasta ahora.
– Tendrá que disculparme. Sé lo que me dicen, nada más. Si le he dado motivo de queja puede llamar a mi jefe. Me he limitado a negociar lo mejor que he podido. Sólo me gustaría que tuviera en cuenta que no nos dedicamos a hacer estos trabajos, normalmente.
– Eso a mí me importa un bledo.
Al articular aquella última D se le había notado la extranjería. Acaso por querer intensificarla demasiado. Me envenenaba que aquella zorra me estuviera chuleando, mientras restregaba los pies contra el sofá de cuero y se abrazaba a su albornoz color marfil. Me ofendía también, aunque de forma algo más confusa, que fuera tan alta y su cutis se viera tan inmaculado y tuviera aquel cuello de gacela. En ese momento me vino a la memoria, después de haberlo estado buscando, el nombre de pila que había adoptado para sustituir al original, que no debía satisfacerla tanto como el apellido: Liana. También me detuve a recordar cómo había llegado a poseer aquel albornoz, una mansión con piscina en una de las mejores urbanizaciones de Madrid y una esclava india. Cinco años atrás la policía la había descubierto, con otros veinte inmigrantes ilegales, en un taller de confección oculto en los sótanos de un restaurante chino. Los otros habían sido en su mayoría reexpedidos a su tierra, pero ella se las había arreglado para captar de forma especial la atención del profesor Navata, próspero penalista y catedrático, que se había visto envuelto en aquel incidente en su condición de presidente de la asociación pro derechos humanos que había ofrecido su inmediata asistencia a los inmigrantes. No se pudo evitar la expulsión de la mayoría de ellos, pero sí la de Liana, merced a su entrada en el servicio doméstico de Navata. En sólo un año lo había persuadido de librarse de su mujer y sus hijos y ahora reinaba despóticamente en su corazón y sus cuentas corrientes. En su fulgurante adaptación a las nuevas circunstancias, Liana había exhibido una astucia natural que junto con su presunta sensualidad salvaje eran la comidilla de medio Madrid, dudoso entre compadecer y envidiar al atrapado Navata. Yo había oído algunos chismes acerca de la depravación de aquella devoradora, chismes que iban desde la vulgaridad hasta la más delirante fantasía, y la gestión que acababa de hacerle no me disuadía de dar crédito a alguno de ellos. En cualquier caso, ya me había escupido bastante. Le tendí el pagaré y me puse en pie para marcharme de su intimidante presencia.
– Lamento no haber podido serle de más ayuda -alegué, sin mucha cortesía.
Liana torció el gesto.
– Eso es lo que me pudre de vosotros los españoles -dijo, con un graznido-, que siempre lo hagáis todo de cualquier manera y sólo valgáis para andaros con excusas.
Aquella salida tuvo el efecto de colmarme. Además debí perder el juicio, o era que el influjo de aquella mujer trastornaba realmente, como todos aseguraban. Pudo pesar también en mi ánimo que alguna vez alguien me había contado que los chinos se consideraban más lejanos del mono que los blancos, y por tanto superiores, porque tenían menos vello en el cuerpo. Fuera cual fuera el detonante, mi respuesta fue visceral e inmoderada:
– Si eso es lo que cree, la próxima vez mande un puto chino con un cuchillo.
Liana no saltó. Se me quedó mirando con sus ojos rasgados y relucientes, acostumbrados, decían, a la contemplación de hombres débiles y actos monstruosos. Luego se irguió, dejando que se le abriera el albornoz bajo el que sólo llevaba un escaso traje de baño, y llamó sin alzar mucho la voz:
– Roberta.
La india apareció al cabo de un par de segundos, con el rostro vuelto al suelo y los hombros encogidos. No pidió órdenes, sabía bien que tenía que esperarlas. Liana sólo indicó:
– Lleva a este hombre fuera.
Salí sin perdida de tiempo, sintiendo aquellos ojos en la espalda y toda su lástima por mi destino de gusano a sueldo demasiado susceptible.
Conduje a través de la urbanización, y después por la autopista y la ciudad, con la mente en blanco. A las doce tenía que estar en una presentación para analistas financieros y me concentré en seleccionar un trayecto que me permitiera no llegar tarde. Aun así, entré en el edificio donde se celebraba la sesión con un cuarto de hora de retraso. Declaré mi nombre y empresa a la azafata de labios muy rojos y piel muy empolvada que había a la puerta y ella me facilitó la documentación que se entregaba a los asistentes.
Armado con mi parca carpeta, entré en la semioscuridad de la sala y me senté en una de las últimas filas. Al fondo se proyectaban cifras y gráficos, que coincidían con los que hojeé sin mucho interés en los folletos que me habían suministrado a la entrada. El auditorio estaba compuesto por sujetos en su mayoría bastante zafios, pese a las costosas inversiones indumentarias que exhibían. Repantigados en sus asientos, cuchicheaban entre sí o usaban su teléfono móvil sin hacer mayor caso de la información que facilitaba el orador. Alguno apoyaba el zapato en la lujosa tapicería de la butaca que tenía delante, e impulsándose de esta guisa con ella se columpiaba hacia adelante y hacia atrás. Muchos mascaban chicle o chupaban caramelos.
A ambos lados del pasillo, impecables y tiesas como cirios, sujetando el micrófono inalámbrico que después ofrecerían a quienes quisieran intervenir en el coloquio, había otras dos azafatas. Eran tan pálidas como la de la puerta, y llevaban también los labios delineados en un rojo sangriento. Ninguna tenía más de veinte años y vestían faldas muy cortas, bajo las que asomaba la mitad del muslo. Aguantaron a pie firme toda la presentación, y cuando llegó el coloquio corrieron solícitas a donde se las reclamaba, para evitar cualquier espera y cualquier esfuerzo al patán de turno que quería preguntar. Terminada la sesión de trabajo, durante los canapés que eran, por cierto, lo que había llevado allí a casi todos, ambas se mantuvieron en las proximidades, resplandecientes, abnegadas, para atender cualquier deseo de aquellos miserables.
Mientras miraba a las azafatas y me desentendía de lo que me decía el tipo con el que me había visto obligado a entablar conversación, hice repaso de los acontecimientos y los personajes de la mañana, desde el notario de Toledo y el hombre que vendía pañuelos en el semáforo, hasta Liana y la india. Las azafatas sonreían sin cesar, con una sonrisita quebrada que se me antojaba un poco melancólica. De vez en cuando levantaban imperceptiblemente uno de los pies y hacían girar el tobillo para atenuar el tormento de los tacones, que ya arrastraban durante tres horas sin sentarse. Comparando su esmero con la ostentosa desidia de los que se beneficiaban de sus servicios, obtuve una nueva prueba de la iniquidad del mundo. Como las que había sacado al poner al notario al lado del vendedor de pañuelos o a Liana al lado de la india. Aunque aquellos muslos estaban hechos de la misma sustancia que los que le había atisbado a la china bajo el albornoz (lo que alimentaba la sospecha de que cualquiera de las azafatas podía convertirse en una hija de perra igual que Liana había pasado del taller de confección a firmar pagarés de diez millones), en aquel momento, si había un Dios, estaba de su lado. Del lado de su valerosa y desperdiciada belleza adolescente y enfrente de la canallesca fealdad de los otros. Una de las azafatas tenía una diáfana mirada azul, que iba nerviosamente de una punta a otra del salón donde se daban los canapés. Imantado por ella, ardió dentro de mí el deseo de estar siempre de aquel lado, aunque la vida me invitara a la trinchera de los satisfechos y no tuviera el coraje de abominarlos, aunque las azafatas, como todos, acabaran traicionando a Dios en cuanto se les diera ocasión y se convirtieran en seres vanos y tal vez dañinos. Siempre habría una frágil mirada azul como aquélla, una india con la cabeza gacha, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, para saber dónde estaba la verdad a despecho de todos los cambios y todas las deserciones. Incluso a despecho de la más grave: la mía propia.
Sabía que esa tarde tendría que contarle a mi jefe que había perdido los estribos con Liana Xiao y que era posible que uno de nuestros mejores clientes exigiera que se me despidiese. En un primer momento había planeado justificarme, relatarle en detalle todas las injurias de que aquella desalmada me había hecho objeto. Pero en aquel instante, quizá por una inconsciencia burda y sentimental, eso había dejado de preocuparme. Que pensara e hiciera lo que le diera la gana. Aquel día ya había agotado mi ración de envilecimiento. Les debía un poco de entereza, al fin, a las azafatas melancólicas y a todos los demás postergados del mundo.
Hacia mediados de julio, vino una serie de noches con viento del norte y bajo su influjo se pudo dormir como no se había podido en semanas. Aquel año, el calor había empezado a finales de mayo en Madrid. Siempre que refresca de pronto y puedo dormir mejor se me aclaran los sueños y los recuerdo con bastante exactitud por la mañana. En aquellos días de julio tuve dos de los que me todavía hoy me acuerdo. Siempre he distinguido de mis sueños entre los que reproducen la realidad, deformándola, y los que me enseñan otra realidad, que no me es estrictamente desconocida, porque siempre me suena y en ocasiones es la segunda o la tercera vez que la sueño, pero que no tiene nada que ver con la realidad de cuando estoy consciente. Mis dos sueños de mediados de julio fueron de la segunda clase. De ellos, no importa tanto el significado, si puede adjudicárseles alguno, como la conmoción en que me sumieron. Eso y que cinco semanas más tarde estaba volando hacia aquí con una sola maleta y la ropa imprescindible.
La mujer y yo paseábamos junto al canal. Era por la tarde y hacía mucho sol. El agua del canal se rizaba con la brisa templada que soplaba sobre su superficie. La mujer y yo íbamos discutiendo acerca de la posible existencia de otra vida. Ella la afirmaba con vehemencia y yo dejaba traslucir con cierta frialdad mi propensión a descartarla. En un momento de excitación, la mujer me insultó y se separó de mí. Desapareció casi instantáneamente. Continué solo el paseo. Iba por una de las amplias aceras de cemento que habían hecho a ambos lados del canal, y advertí que ése no era el único cambio desde la última vez. Habían derribado algunas casas, reconstruido otras, remozado el resto. Los jardines habían sido cuidadosamente organizados para que nadie se sintiera invitado a entrar en ellos, sino más bien abrumado por el temor de distorsionar el equilibrio de un férreo orden vegetal. Habían subido las verjas y habían cambiado las cancelas por puertas macizas. Todo estaba más nuevo pero también más vacío. Aquel paisaje restaurado me era completamente ajeno, frente a la familiaridad de otra época. Todavía guardaba mi alma la impresión de los rosales indómitos, las fachadas desconchadas y los senderos de tierra donde se olvidaban viejas butacas de mimbre. En aquella otra disposición de las cosas, me habría considerado autorizado a entrar en cualquiera de los jardines y a sentarme bajo los frutales. Ahora, no me atrevía siquiera a tocar la campanilla de la entrada. Fue entonces cuando se abrió una de las puertas y tras ella apareció la mujer que creía en la inmortalidad.
– Ven -dijo.
Me tomó de la mano y me arrastró hacia el fondo de la espesura. Caímos sobre un césped mullido, igualado al milímetro. La mujer había abandonado su irritación por mi escepticismo de hacía un rato. Me hizo cerrar los ojos y me acarició la frente hasta que supe que había decidido aspirar a que yo me entregara a ella.
– Este ya no es mi lugar -confesé, por si se lo debía.
– Vamos a la isla -propuso.
Abrí los ojos y resultó que estábamos en la isla que cerraba el límite de la laguna. El horizonte era limpio y el mar estaba en calma. No había espacio para el engaño. Fuimos hasta el agua, nos adentramos en ella y vi que era cristalina y azul. Moví los dedos de los pies un par de veces, por el asombro de divisarlos ahí abajo como a través de lentes de aumento. El Adriático nunca había sido tan transparente. Esa fue otra señal de que el sueño había cambiado de forma irreparable.
– ¿Y ahora qué? -pregunté-. De esto nadie puede esconderse. Estamos solos bajo la luz y ni siquiera hace frío. Nos dejan que lo miremos todo, los barcos a lo lejos, los niños que se bañan. Todo, como si fuera de otro. Nadie habla, porque no hay nada que decir. ¿Y aquí tengo que quererte?
– Aquí -asintió la mujer, triunfal.
Y allí la quise, amargándome.
El otro sueño pasaba en América, donde yo no había estado nunca, todavía. Incluso pudiera ser que el conductor del taxi que me llevaba desde el aeropuerto mencionara (pero eso no podría jurarlo) el nombre de Nueva York. Aquella Nueva York, o lo que fuese, era una ciudad de altos edificios grises, todos casi iguales y de estilo funcional, que se levantaban de pronto al final de una autopista. El taxi se internó por las calles despobladas, sobre las que se iba apagando despacio una tarde nubosa y desapacible. El conductor buscó la dirección que yo le había dado y que resultó ser, inexorablemente, uno de aquellos altos edificios. Le di una buena propina y él me ayudó a meter mis maletas en el portal, al que se accedía después de empujar una inmensa puerta de hierro forjado. No había ascensor, así que me vi obligado a subir cargado por las escaleras, que tenían escalones altísimos y anchas revueltas con las paredes tapizadas de verde. De algún modo me había provisto por anticipado con la llave de mi apartamento, cuya puerta abrí con la seguridad de un viejo inquilino. Comprobé las vistas: la avenida de edificios iguales, el parque de árboles negruzcos con la bandera de las barras y las estrellas ondeando al lado de un templete blanco. Luego invadí los armarios con mis pertenencias y me di una ducha bien larga. Ya aseado, se me ocurrió dar una vuelta antes de la cena. Era raro bajar por aquellas escaleras y pensar que a partir de ahora allí tenía mi casa. En parte me agradaba, porque todo era misterioso y contundente, y en parte me daba miedo, como cuando de niño veía el Partenón y me imaginaba a los dioses, obligados a inventar una vida cotidiana entre aquellas columnas perfectas. Recorrí las calles, admirando los escaparates remotos de tiendas que no parecían cerradas por el fin de la jornada, sino por los efectos de una guerra atómica. Vagué sin cruzarme con nadie mientras la noche caía sobre la ciudad, hasta que al final de una calle divisé un local que parecía abierto. Al menos, de allí venía algún ruido. Cuando me acerqué vi que era una especie de cafetería. Hacía esquina y tenía grandes vidrieras blancas. En la acera, enfrente de la puerta, había cuatro o cinco mesas con sus sillas. A la luz de los faroles portátiles que completaban la terraza, pude comprobar que estaban desocupadas todas, salvo una. La mujer, a la que reconocí, sorbía un batido de vainilla con una pajita de franjas. La tarde era demasiado fría para quedarse a la intemperie, pero me senté con ella.
– También estás aquí -observé.
– Claro -corroboró, sin dejar de aspirar por la pajita.
Un camarero de pelo entrecano vino a tomar nota de mi pedido. Pregunté si era posible que me trajera lo mismo que a ella y el camarero contestó, mezclando los idiomas:
– Sure, señor.
Pero luego no volvió. Miré varias veces hacia el interior de la cafetería, que no difería en mucho de un bar cualquiera de Madrid. Incluso puede que hubiera carteles de corridas de toros. Afuera, no obstante, seguía siendo aquella ciudad de América, Nueva York u otra. Me dirigí a la mujer, que continuaba absorta en su batido:
– Es bonita la noche aquí. Como si uno no pudiera dominarla.
– Se puede, si se sabe -sugirió la mujer, revolviendo la bebida con la pajita.
– ¿Hablas por ti?
La mujer asintió con la cabeza.
– He aprendido, desde que llegué. La noche durará lo que me pidas.
Miré hacia arriba. Las nubes, encima de los altos edificios grises, ocultaban las estrellas. El aire me batía la cara y en la calle se escuchaba un silencio que no estaba hecho de la falta de sonidos, sino de algo mucho más complicado y profundo. La luz del farol proyectaba sombras tenues en el rostro de la mujer, cuyo gesto había adquirido una arrogancia infantil. Temblando, solicité:
– Quiero que dure siempre, y no darme cuenta de que somos felices. Si me doy cuenta, se habrá acabado.
La mujer tomó mi mano y prometió:
– No te lo diré nunca.
Ella era el sueño y podía cumplir una promesa. Fue maravilloso caminar abrazado a ella por las calles desiertas, bajo el mudo escrutinio de los maniquíes de los escaparates, en la quietud de la noche infinita.
Dalmau, que había asistido sin inmutarse al resto de mis explicaciones, cambió perceptiblemente de actitud ante el relato de los sueños. Cuando hube terminado, me confesó, con una emoción que le truncaba la voz:
– Yo soñé también con América, antes de venir. En mi sueño era una manzana de casitas con jardín y, cómo se dice en español, picket jenees. Sabía dónde estaba la escuela, la tienda, el parque de bomberos. Muchos fines de semana he ido a ciertas partes de Queens y Coney Island para buscar la manzana de mi sueño, sin resultado.
Dudó un instante, como si no me incumbiera la historia, o su tristeza. Al fin, recobrando su tono de siempre, admitió:
– La herida que todos los emigrados nos esforzamos por ocultar es que a esa América, que es la que habría valido de veras el viaje, no se llega nunca.