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Aunque no tenía apenas ocasiones de demostrarlo, o bien carecía del valor preciso para aprovechar las que le venían, mi jefe era un buen hombre. Por eso me refirió con sincera tribulación la queja colérica que el profesor Navata, armado de toda su retórica pro derechos humanos y también de la otra, la del tipo usted no sabe con quién está hablando, le había arrojado a propósito del desgraciado apostrofe racista que yo había dedicado a su nunca bien ponderada esposa Liana. No obstante la difícil posición en que le había colocado, que habría justificado la adopción en mi contra de las medidas más drásticas, mi jefe manifestó renovarme una confianza algo menguante, pero todavía sólidamente asentada en los muchos éxitos que había cosechado para la firma en el pasado. También me demandó alguna explicación para mi conducta, y a mi lacónica declaración de haber sido ofendido por aquella mujer de forma que nadie podía obligarme a soportar, opuso una protesta muy tenue. Ya digo que no era mal sujeto.
Por eso, o porque mi resolución no estaba todavía plenamente tomada, aguardé una semana antes de comunicarle que abandonaba mi empleo. Acompañé la noticia con una genérica invocación de razones personales, lo que por otra parte se ajustaba bastante a la realidad, pero mi jefe no pudo dejar de pensar que podía cambiar el curso de los acontecimientos. Acaso fuera porque las razones personales se consideran algo lo bastante pintoresco como para que sólo pueda esgrimirlas un desequilibrado, y porque mi jefe me tenía por un individuo cuerdo y responsable. El caso es que se empeñó en interpretar que mi decisión tenía que ver con el trabajo en sí, y se aplicó a disuadirme.
– Si es por lo de Navata, no tiene ninguna importancia -aseguró, con fervor-.Todos saben que la amarilla es una zorra. Mal está perder los estribos, pero puede comprenderse. Nadie te ha pedido cuentas por eso.
– Tampoco a mí me importa lo de Navata, salvo como síntoma -le guié, con desgana.
– Si es que te pagan más en otra parte, podemos negociarlo. Joder -gritó, por dejar clara la confianza-, con cualquier otro me negaría, pero tú te lo ganarás.
En ese momento me percaté de que no le había dicho a dónde me iba. No quería entrar en demasiados detalles sobre ello, pero podía ayudarle a situarse:
– No me pagan nada, en ninguna otra parte. Me largo de Madrid y de todo esto. Me voy a Nueva York, a estudiar.
– ¿A estudiar qué? -me atajó-. Si quieres hacer un master o una especialización no tienes por qué dejarnos. Coño, te lo pagamos y cuando vuelvas te subimos además el sueldo.
– No sé qué voy a estudiar, todavía. Tengo un amigo en la universidad de Columbia y me ha mandado un programa de cursos. Creo que al final me apuntaré a uno sobre filosofía del siglo diecisiete; ya sabes: Descartes, Spinoza. Nada de masters. Voy a coger un poco de aire, para empezar. Luego ya se me ocurrirá por dónde seguir.
Las alusiones filosóficas obraron el efecto de desintegrar la idea preconcebida de mi jefe. En su cerebro vi florecer la sospecha de que yo, que hasta aquel día había sido su colaborador más estrecho, había perdido inopinada y acaso irreversiblemente el juicio. No dejó de entelarme de su piadoso horror:
– No sé qué es toda esta mierda. Pero me parece que estás tirando tu carrera a la basura, y es una auténtica lástima.
– Apréciame un poco -le reconvine-. Aunque sólo sea por los años que te he dado. No estoy loco. No más que cuando me quedaba aquí sin dormir, con alguno cualquiera de los petardazos de la Bolsa, y tú tampoco dormías.
Mi jefe se quedó pensativo, mirándome. Aunque no supiera si Spinoza era un filósofo del diecisiete, como malévolamente yo había dado antes por sentado, o un delantero de la selección italiana, era muy posible que en algún otro tiempo hubiera concebido para sí vidas distintas de la que arrastraba a la mezquina luz de las pantallas de Reuters.
– En cualquier caso -salió despacio de su ensimismamiento-, si cambias de opinión, si te das cuenta de que has hecho una tontería, si sólo vuelves y quieres trabajar en lo que sabes, llama aquí primero. Siempre habrá hueco para ti, al menos mientras yo esté.
– Eso lo agradezco, aunque no pienso fiarme a ello. Me voy de verdad, jefe.
– Si es así, que tengas suerte. La que puedas, quiero decir.
Le deseé lo mismo, procurando no adivinar los sentimientos que él reprimía. Pude percibir cómo dudaba entre atenderlos y ceder a la urgencia de las múltiples preocupaciones que mi defección le planteaba. Habría que reasignar clientes, sustituirme en los proyectos que estaban a medias, a lo peor contratar a alguien. No descarto que en cualquier otra circunstancia aquel hombre y yo hubiéramos podido darnos un abrazo de despedida, pero algo semejante no cabía, ni para él ni para mí, en la que nos había sido adjudicada.
Esa misma tarde recogí mis cosas, por dejar limpio el sitio para otro, no porque tuviera intención de hacer nada con ellas. De hecho, después me desprendería de casi todo. Cuando lo tuve embalado, me sorprendió lo poco en que se resumían los años que había pasado allí. Mi despacho vacío ofrecía una sensación de insignificancia y sordidez que reforzaba mis ansias de mudanza. Tras la ventana se veía una estrecha perspectiva de la parva City de Madrid, un trozo de cielo agobiado de edificios que nunca podría echar de menos. En la pared dejé colgando unas láminas de Kandinsky, cuyos laberintos de colores vivos hacía un siglo que habían perdido cualquier interés. Tal vez supondrían un ensueño de novedad y horizontes abiertos para quien viniera a alojarse ahora allí, y tal vez esa era una razón más para abandonarlos. El hombre que no ama lo que posee tiene seguramente el deber de dejarlo, para que otro lo ame y así lo rehabilite. La regla puede valer lo mismo para una obra de arte que para una mujer. Puede que valga, incluso, para una ciudad.
Había planeado vagamente no despedirme de nadie y encomendarle a mi jefe el peso de todas las perplejidades que suscitaría mi marcha. Sin embargo, por alguna clase de debilidad, di en hacer dos excepciones. La primera fue mi secretaria, persona a la que no estaba especialmente unido, porque apenas llevaba un año en la firma, pero que se había sacrificado de forma abundante y que ahora podía sentirse inclinada a creer que quedaba desamparada. Como todas las chicas de poco más de veinte años con un contrato en prácticas, sabía que debía conquistar cada mañana su puesto, pero albergaba la sospecha razonable de que en un año de trabajar para mí había juntado un pequeño capital de prestigio secretarial. Ahora que yo desaparecía, su primera idea debía ser casi por fuerza que sus ahorros se esfumaban. Estimé por ello necesario advertirla de mi marcha y también de que me había ocupado de participar a mi jefe mi completa satisfacción con sus esfuerzos, recomendando que se la conservara y en lo posible se la favoreciese. Mis palabras, sin embargo, no bastaron para disipar sus temores. Algo singular fue que apenas un minuto después de comunicarle que me iba, su mirada se perdió en el vacío, dejó manifiestamente de escucharme y comenzó a asentir de forma mecánica, como si yo ya no existiera. Era muy joven y tenía dificultades que vencer, demasiadas para entretenerse con despedidas. Ni siquiera me preguntó por qué o a dónde me marchaba, y no la censuré por el despego. Los que siguen adelante no pueden ocuparse de los que se rinden, los que se quedan deben olvidar a los que huyen, y a las secretarias de poco más de veinte años ni les van ni les vienen los motivos por las que sus jefes repudian de pronto una tarea a cuyo servicio, cuidándoles la agenda o el teléfono o el formato de sus documentos, ellas han puesto toda la generosa desenvoltura de su juventud. Aun constatando su indiferencia, quise que aquello se pareciese en algo a la separación de dos seres humanos que habían compartido fatigas durante meses, y le dije:
– Gracias por todo. Espero que alcances lo que mereces, aquí y en la vida.
Mi secretaria me oyó durante unos segundos, apenas los precisos para captar la última frase. Se ruborizó, sin duda porque es más bien perturbador que nadie se meta en lo que mereces o dejas de merecer en la vida. Quizá ello suceda porque en Occidente la noción de merecimiento ha caído en franco declive, suplantada en gran medida por una afición supersticiosa, casi maníaca, a la especulación y el ventajismo. Lo que trataba de transmitirle a mi secretaria, y renuncié a intentar explicarle, era que me entristecía que una chica dispuesta y lista debiera reducirse a agradar a algún desaprensivo que pudiera darle un contrato indefinido, por más que un contrato indefinido le permitiera disponer de muchas cosas justas y necesarias, desde la comida del mediodía al piso de tres habitaciones. Aquella obediencia ciega de los jóvenes, que son los que han recibido de la madre Naturaleza el encargo de dinamitar el mundo, era una de las más funestas consecuciones de la vasta conspiración de malhechores de la que en ese momento me daba de baja.
Mi secretaria, al andar, parecía una gimnasta. Nunca llevaba zapato alto y siempre iba muy tiesa. Sus ojos grises y su cabello rubio descolorido le habían valido el sobrenombre de la Bielorrusa, con el que alguno de los ruines sujetos que ahora podrían ser su jefe la había introducido a menudo en los bochornosos campeonatos de atributos femeninos que se organizaban en cualquier momento. La vi salir con su paso elástico de mi despacho, después de aquella decepcionante conversación, y acepté que habría sido mejor irme sin más. De ella, como de otras muchas cosas, estaba simplemente desistiendo, y aunque estuviera bien así, porque no tenía nada que darle y habría sido un desliz más bien grotesco pretenderlo, tampoco era aquélla una ceremonia en la que valiera la pena demorarse.
La segunda excepción, más obvia y menos incierta que la de mi secretaria, fue mi veterano amigo Bartolomé. Aunque no ansiaba encontrarme frente a frente con él para darle cuenta de mi decisión, habría sido indigno irme sin avisarle. Bartolomé tenía cincuenta y siete años y, como él gustaba de repetir, había sido galeote antes que jefe de administración, labor que desempeñaba con toda la solvencia que hacía falta para que nadie recelara de su edad ni de sus trajes pasados de moda. Bartolomé había ido a la universidad con treinta y cinco años, mientras trabajaba, y a base de tenacidad había logrado el título que le había rescatado, siempre según él, de un miserable destino de auxiliar contable. A pesar de haber impreso aquel viraje a su existencia, no había perdido el talante y conservaba lo que él llamaba moral de remero, que exhibía con una especie de orgullo proletario siempre que le venía a mano, preferiblemente ante los chicos que nos llegaban de las escuelas de negocios con la cabeza trufada de idioteces elitistas. Muchas veces, para pasmo del mozalbete de turno, había alzado sin tapujos un lamento que había terminado por ser entre nosotros como una contraseña:
– Lo malo de esta época es que se han perdido el coraje y la gallardía. Ya no quedan Durrutis ni Ascasos, sólo pusilánimes.
Bartolomé concedía una desproporcionada importancia al hecho de que cuando yo tenía veinticuatro años hubiera publicado una extraña novela adolescente, de la que apenas se vendieron cincuenta ejemplares y que tuvo como efecto, entre otros, mi fulminante abandono de esa tarea en beneficio de otras menos demoledoras de mi vanidad. Cuando alguna casualidad, porque nunca he sido proclive a recordar ese episodio, le deparó la noticia de que yo era autor de un libro (una forma de expresarlo que nunca he podido creer que me sea aplicable), no cejó hasta conseguir un ejemplar, por medios que sólo puedo sospechar esotéricos. Lo supe una mañana que vino a mi despacho con el libro bajo el brazo, se plantó ante mi mesa y con toda solemnidad, declaró:
– Los que apenas podemos llenar un par de cuartillas, debemos admirar a quienes pueden llenar un libro y además con sentido. Lo que tú has hecho y lo que todavía has de hacer pasará a la memoria de la gente. Todos éstos, yo mismo, no pasaremos más que al escalafón. Por si ellos te lo regatean, que conste mi reconocimiento, maestro.
Desde ese día, aquel hombre que me sacaba más de veinte años me mantuvo férreamente el tratamiento de maestro, para mi embarazo y sonrojo siempre que me lo aplicaba delante de alguien. En vano le insistí en las múltiples fallas del libro (tan patentes para mí, con el paso del tiempo), en su fracaso, o en que nunca más iba a escribir otro. Siempre sacudía la cabeza y afirmaba:
– Yo sé lo que he leído. Y también sé que cuando pasen unos años escribirás otro libro y será mejor, porque entonces habrás sufrido, que es lo único que le falta a éste.
Quien habría podido escribir grandes libros era el propio Bartolomé. No había más que escucharle cuando relataba sus tiempos de botones en un banco, allá por la mitad de los cincuenta. No he conocido a nadie que retratara mejor, con imitación de voz y ademanes incluida, a aquellos hombres siempre vestidos de oscuro que entonces regentaban las oficinas, reconviniendo con adustez a los subalternos y denegando sin desmayo anticipos y peticiones de aumento. Tampoco me he tropezado con mucha gente que remontándose más allá de las limitaciones de su propio origen, es decir, aceptándolas, señalara tan certeramente las limitaciones que su procedencia imponía a otros.
– No es sorprendente que Alfonso desprecie la solidaridad, exija el privilegio y desconozca el valor del sacrificio -solía decir de uno de los socios de la firma-. Nunca se ha visto en la cuneta, ni ha visto en ella a sus padres o temido ver a sus descendientes. Algún día Dios le mandará un cáncer de tripas, para que aprenda. Aunque es posible que entonces tampoco entienda nada y sólo suplique lloriqueando que todo siga como antes.
Cuando aquel día fui a buscar a Bartolomé le encontré, como de costumbre, completamente enfrascado en sus papeles. Aunque siempre que tenía ocasión proclamaba realizar una labor ínfima al servicio de un fin miserable, es decir, un beneficio después de impuestos, anteponía a ello la consideración de que no hay trabajo despreciable si se desempeña con integridad y pundonor, enseñanza que aseveraba haber recibido de su padre y agradecérsela, a la vista de tantos amargados que sólo trabajaban por el dinero. Le abordé con cautela, porque cuando se hallaba atareado a veces reaccionaba de forma malhumorada, pero aquella tarde las cosas debían estarle saliendo, más o menos. Me invitó a sentarme y escuchó con atención la noticia. Como no dijera nada en un primer momento, me alargué en algunos pormenores, adonde iba, qué pensaba hacer, sin más concreción que la que le había ofrecido a mi jefe, porque ésa era casi toda la que había logrado darle a mis planes.
– La verdad -habló al fin-, nunca habría esperado que te quedaras aquí, a convertirte en uno de nosotros. Tienes cosas mejores que hacer.
– No creo, Bartolomé. Te mentiría si te dijera que se me ha ocurrido algo mejor. Quizá incluso empeore.
– Ése es el riesgo del talento. Si no lo dominas, hasta puede hundirte. Pero espero que no sea tu caso y dudo que pueda serlo -apostó, con energía-. Puede que te haga falta deshacerlo todo para rehacerlo de otra manera. Atreverse a dar el paso ya es una señal. No me imagino a ninguno de éstos firmando a iniciativa propia un papel por el que perdiera el sueldo.
– Tampoco yo sé cómo he llegado a ese disparate. Es posible que mañana me dé cuenta y vuelva para tirarme llorando a los pies del jefe.
– Me extrañaría. Te deseo suerte, maestro. No nos olvides. El hombre que olvida a sus amigos o lo que alguna vez ha sido no merece el aire que respira.
– No os olvidaré, tenlo por seguro.
A aquel hombre sí que habría querido de veras abrazarle. Pero entre nosotros las efusiones físicas siempre habían sido moderadas. Incluso cuando daba la mano, Bartolomé apenas hacía fuerza con los dedos. Me quedé mirándole de frente, ambos en pie, él detrás y yo delante de su mesa. Fue la primera vez, desde que había tomado la decisión, que me escocieron los ojos.
Cuando me iba por el pasillo, oí que Bartolomé llamaba a su ayudante y que ella le respondía. Era una chica muy joven, de voz cristalina, diligente y afectuosa. También era sobrina de uno de los socios, y por tanto pertenecía a la fracción de quienes nunca habían tenido las dificultades que habían determinado la existencia de Bartolomé. Gracias al carácter de la muchacha, sin embargo, se había establecido entre ambos una sintonía inusual. Me enterneció aquella tarde, por última vez, el abrupto contraste que había entre aquellas dos voces, la gravedad de Bartolomé, el aire cantarín de ella.
Y escogí, entre todos los recuerdos posibles, que de allí guardaría la bella imagen del galeote que al final de la travesía había sido favorecido con la presencia y el bálsamo de una doncella benéfica.
Los aviones que van a Nueva York suelen salir del aeropuerto de Barajas a mediodía. Los pasajeros pueden localizar fácilmente las zonas de facturación para los vuelos a Estados Unidos, gracias a las áreas de seguridad delimitadas por medio de postes y cintas alrededor de los mostradores correspondientes. A la entrada del área de seguridad, uno sufre el interrogatorio, bastante policial, de desabridos empleados que desean cerciorarse de la ausencia de objetos prohibidos en las maletas y que conminan intimidatorios a que el viajero les jure, incluso aunque no sea cierto, que en ningún momento las ha dejado desatendidas ni es por tanto posible que ningún malvado haya deslizado algo en su interior. Ninguna de estas precauciones es necesaria para volar a Suecia, ni mucho menos a Bolivia, pero los estadounidenses deben ser cuidadosos. Aparte de que han de velar por que nadie introduzca ninguna sustancia que viole sus infinitas y minuciosas leyes (o al menos nominalmente, porque ningún empleado de seguridad puede conocerlas todas), la servidumbre que tienen por dominar el mundo es que de vez en cuando alguien se desahoga volándoles un jumbo con todo el pasaje dentro.
Una vez que el empleado cree haber agotado la diligencia, lo que en mi caso, al llevar una sola maleta, sucedió comparativamente pronto, despacha una pegatina sobre el bulto y otra sobre el pasaporte (uno se pregunta quiénes son los americanos para andar estropeando los pasaportes de todo el mundo) y franquea al pasajero la entrada al área de seguridad. Al pasar dentro de ella, ya es casi como si se estuviera en territorio estadounidense. Yo viajaba en clase turista, como es lógico, porque había oído a demasiados indeseables desdeñar sus asientos y ridiculizar a los desgraciados que se comen la bazofia que sirven fuera de la primera clase como para dejar, por un vuelo de seis horas y media, que se me pudiera confundir con ellos (con los indeseables). En la cola del mostrador que por ello me tocaba había una sección del Ejército de Salvación, compuesta por lo que parecía el equivalente a un suboficial de color y un puñado de muchachos y muchachas de varias razas y diversos grados de obesidad. A saber a qué habrían venido a Madrid. Hablaban en voz muy alta, en ese inglés chirriante de muchos americanos, que me aturdía. Quizá fuera porque el inglés que yo había aprendido tenía como modelo el de los británicos.
Fuera del área de seguridad, una vez que me hube deshecho de mi maleta, me aguardaban mis padres. Habían decidido ir a despedirme al aeropuerto, contra todas mis súplicas. Siempre he creído que los aeropuertos son lugares demasiado lúgubres e inhóspitos para las despedidas. Pero, además de no poder prohibirles que circularan libremente por el territorio nacional, hube de ceder a la consideración de las circunstancias en que me iba de su lado. A pesar de la insistencia cortés de mi padre y del ruego silencioso de mi madre, me había abstenido de asegurarles que fuera a regresar en tal o cual fecha o que mi viaje tuviera una finalidad concreta. Más bien les hice ver lo contrario, que me iba con gana de no volver y que no tenía idea de para qué ni de cómo iba a arreglármelas para instalarme allí. Ni siquiera, aunque tampoco lo descartaba, les prometí que regresaría por Navidad.
Mi madre no paraba de mirar su reloj. Aparte de preocuparse por la hora de embarque, estaba obsesionada por que mi hermana no llegara tarde a despedirme. Yo no lo estaba. Me constaba que no iba a venir.
– Debe de haberse retrasado por el tráfico -dijo mi madre.
– Debe -concedí, por no desanimarla.
Mi hermana no daba demasiada trascendencia a mi marcha. En general, se había hecho a no dar demasiada trascendencia a ningún asunto. Pasaba consulta por la mañana y por la tarde, salvo los tres días por semana en que operaba. Mis padres habían puesto una ilusión desmedida en aquella chica tenaz que había sacado uno de los primeros números en los exámenes para médico residente. Yo también la había puesto, y ella no había defraudado a nadie. Su carrera proseguía brillante y provechosamente. Tres tardes a la semana rebanaba tumores o corregía roturas y atascos de cañerías en el cerebro, lo que la había llevado a concederle a casi todo un valor relativo. Había hablado la semana anterior con ella, por teléfono.
– ¿A Nueva York? ¿Y eso? -me había preguntado.
– No lo sé. Está lo suficientemente lejos, en todos los sentidos.
– Ten en cuenta que todo el tiempo que pierdas lo tendrás que recuperar luego -me había advertido, como si le indicara a un enfermo lo que arriesgaba si no seguía la medicación.
– Recuperarlo para qué.
– Oye, ya eres mayor. Digiere como te parezca el divorcio y lo demás, pero no te olvides de que el lobo siempre está por ahí, en alguna parte del bosque.
Mi hermana siempre había tenido gusto por las metáforas, y no lo había perdido aunque con frecuencia la gente se le quedara imbécil o muerta entre las manos. Al revés.
– Gracias por el consejo.
– Imagino que estarás de vuelta dentro de un par de meses, como mucho. Mientras tanto, cuídate, y ya que te das el paseo, aprovecha por lo menos para aclararte la cabeza. Tengo que salir pitando para la consulta.
En boca de mi hermana, la palabra cabeza cobraba una contundencia inaudita. Recordé cuando la llevaba al colegio, cogida de la mano. Era una niña pelirroja, muy inquisitiva y atenta, a quien preocupaba que los gorriones se mojaran cuando llovía, porque no tenían casas con tejado ni paraguas.
Mientras la megafonía del aeropuerto urgía a uno de los irresponsables que dejan que les llegue la hora de embarcar sin presentarse en la puerta anunciada (a veces también son personas a quienes ha interceptado algún accidente), mi padre me observaba con amargura. Adiviné lo que estaba pensando. Me había visto conseguir a base de esfuerzo lo que él no había podido facilitarme, o no hasta donde hubiera querido. Había vivido la alegría de mi casamiento con una chica lista y cariñosa, nuestros primeros éxitos aparentes. Él siempre había confiado en mí, y todo lo que iba pasando era una confirmación de sus expectativas. Hasta que un día, antes de que Marta y yo nos separáramos, porque mi padre tenía olfato para presentir, algo dejó de ir como era debido. Y de repente allí estaba, despidiéndome hacia no sabía qué, y yo notaba que él no podía ahuyentar de sí el temor de que algo de lo que él pudiera ser responsable, una herencia cultural o del temperamento, me hubiera abocado a aquella situación que era o semejaba una derrota.
Mi madre no ofrecía mejor aspecto. Por una de esas inconveniencias de la mente, me acordé de una de las fotografías de la boda, en la que ella aparecía sonriendo a mi lado, con su flamante vestido de madrina. Las madres no sienten ordinariamente la culpa de haber hecho algo mal, sino sólo que eso que se va o que tiembla o que sufre es un trozo de ellas mismas. Es la diferencia que trae habernos llevado dentro, que les impide tomar la distancia que hace falta para creer que hubieran podido remediar lo que nos sucede. Por eso las madres tampoco pueden cuestionar los actos de los hijos. En otra forma, sometidos a un arbitrio que se les escapa, son sus propios actos.
En mitad del bullicio del vestíbulo aeroportuario, que tanto nos estorbaba para lo poco que podíamos hacer en aquel momento, me dolió disponer del poder de obligar a mi madre a aceptar que yo me fuera a América y a padecer todas las dificultades que pudieran esperarme allí; no sólo las efectivas, sino todas las posibles. Tampoco celebré tener sobre mi padre una prerrogativa similar, o peor, la de arrojarle a una revisión obsesiva de todo lo poco que había podido hacer para salvarme de tantos adversarios que eran más fuertes o estaban más avisados que él, comenzando y terminando por mí mismo. Habría querido ser capaz de persuadirlos de que lo peor había pasado, de que si me iba era porque había comprendido que tenía que procurarme una manera de levantar la cara y volver a mirar adelante y esa manera no podía, o aunque pudiera había elegido dudarlo, estar en Madrid. Pero no iba a persuadirlos de nada, porque me sobrepasaba la magnitud de lo que estaba haciendo, una magnitud que sólo entonces llegaba a vislumbrar.
Cuando llegó la hora los abracé durante un buen rato. No se me ocurrió nada para consolarlos, aparte de garantizarles, y eso lo sabían, que les iba a querer siempre. Los dejé al otro lado del control de pasaportes, convertidos de golpe en un par de ancianos frágiles, y su mirada fue, en adelante, el símbolo íntimo de la patria abandonada.
Una vez que el avión hubo atracado y hubieron adosado a su costado la manga de embarque y desembarque, el ruidoso pasaje de la clase turista se precipitó hacia la salida. Observé con cierto asombro que los menos apresurados eran los americanos, aunque se trataba en buena parte de adolescentes que volvían de viaje de estudios. Me llamó la atención una de esas chicas de cabellos casi blancos y piel transparente, que pueden ser o no retrasadas, como propugnan el tópico local y los cien mil chistes en él inspirados, pero que tienen algo en la forma en que se quedan quietas mirando el vacío. La chica vestía una camiseta dos tallas inferior a la suya, que marcaba todo lo necesario las convexidades de su cuerpo, y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto la longitud lechosa de sus piernas. Aunque llevaba los párpados muy pintados, todavía no había aprendido (tal vez no aprendiera nunca, o lo hiciera durante un tiempo brevísimo) a sacar partido de su belleza insultante y clásica. Mascaba chicle y llevaba pulseras de cuero. Mientras los pasajeros no americanos, en su mayoría españoles, se apelotonaban en la puerta, ella se quedó en la zona de popa, sentada en la moqueta, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Su mandíbula inferior subía y bajaba y en el gris acerado de sus ojos brillaba una ausencia que hubiera podido ser desprecio.
Unos minutos después supe por qué corría todo el mundo. Ante los mostradores de Inmigración se había formado una cola monstruosa, cuyos lugares de preferencia habían sido copados sin problemas, desde luego, por los pasajeros de primera clase. Al cabo de un rato pude constatar lo despacio que avanzaba aquella cola. Mucha gente iba a Nueva York en tránsito hacia el Caribe o hacia Disneylandia, y el vuelo había salido con bastante retraso. A algunos les quedaba apenas una hora para pasar el control de Inmigración y el de aduanas, ir a otra terminal y embarcar de nuevo. Entre éstos estaban los más desesperados, que clamaban contra la lentitud de la fila y de paso, siguiendo una costumbre española, despotricaban contra el país extranjero que les daba el mismo trato humillante que a un moro o un chino. A algunos de ellos, luciendo sobre sus camisas y pantalones marcas costosas de ropa informal, marcas americanas precisamente, debía herirles lo indecible que por los otros mostradores, los que había tras el rótulo U.S. CITIZENS ONLY, pasaran sin contratiempos los ruidosos chavales y los negros deslustrados de la sección del Ejército de Salvación, con su jefe a la cabeza. Yo tenía todo el tiempo del mundo, así que me lo tomé con resignación. Tampoco me agasajaba la manera en que se nos hacía ver que ostentar la condición de ciudadano estadounidense era un privilegio y que a todos los que carecíamos de ella se nos tenía por seres sujetos a sospecha que debían ser meticulosamente filtrados. Pero alguna vez había coincidido con un árabe o un sudamericano en un vuelo que entraba a España y nuestros policías tampoco les hacían reverencias.
Entre la alborotada masa de los extranjeros deambulaban un par de empleados de la compañía aérea. Eran un hombre y una mujer de edad avanzada, cuya tarea consistía en comprobar que los viajeros hubieran rellenado correctamente los formularios de entrada. Aunque estos formularios estaban escritos también en español (un español anómalo, pero inteligible), eran pocos los que no habían cometido errores, siempre los mismos. Aquellos empleados pasaban el día y las semanas indicando lo que iba y no iba en tal o cual casilla. No eran amables, porque debían estar hartos de la torpeza de sus congéneres y de ordenar en un idioma que muchos no entendían que se guardara la fila. A veces, cuando alguien se desmandaba y no obedecía las órdenes verbales, compelían físicamente al descarriado. Reparé en la mujer. Podía haber sido azafata en 1955. En aquella época habría sonreído con sus dientes blanquísimos a los privilegiados que entonces cruzaban en avión el océano, mientras les ofrecía manjares y cócteles. Uno de los misterios más impenetrables de la psicología es lo que permite hacerse ilusiones siendo tan sencillo comprobar en qué paran las ilusiones de todos los que a uno le han precedido.
Llevaba ya casi veinte minutos en la cola cuando vi aparecer a la muchacha del cabello platino. Venía despacio, sola, arrastrando su bolsa de viaje. Sus compañeros ya habían salido hacía un cuarto de hora y no acerté a imaginar en qué se habría entretenido ella. Al pasar junto al rebaño de forasteros sometidos a los rigores de las leyes federales de control de inmigrantes, dejó escapar una media sonrisa distraída. Del bolsillo trasero izquierdo de sus tejanos reducidos a la mínima expresión extrajo su pasaporte azul oscuro y lo sujetó entre sus dientes mientras se cambiaba la bolsa de hombro. Mostró al agente su salvoconducto y se perdió al fondo del pasillo. Podía calcular que dentro de veinte años estaría tumbada en el sofá junto a un grasiento bebedor de cerveza, siguiendo la Super Bowl, o alternativamente, atada a alguna máquina de gimnasio, congestionada y enamorada de un monitor más joven que nunca iba a corresponderla en el sentido propio de la palabra. Estas fantasías, que sólo se basaban en lo que la televisión muestra de América al universo, eran razonablemente verosímiles, o por lo menos lo eran tanto como el destino de la ex azafata que nos apacentaba cada vez con menos paciencia a los de la cola. Pero elegí dar a su silueta que se alejaba un significado mucho menos condescendiente, con el que ha quedado grabada en mi memoria. La niña indolente y orgullosa que se iba por donde yo no podía seguirla era acaso un emblema del país y de la ciudad a la que llegaba como extranjero. Aquel país y aquella ciudad podían enseñarme su piel y su alma, tan dadivosamente como para sugerirme incluso la flaqueza de apegarme a ellos, pero presentí que nunca iban a dejarse alcanzar. Que siempre habría un control infranqueable, un pasillo sin fin, entre ellos y yo.
A medida que la cola fue avanzando y me acercaba a sus cabinas, pude advertir que todos los agentes de Inmigración, sin excepción alguna, pertenecían a una u otra de las minorías raciales cuyo irregular aumento el servicio al que pertenecían tenía por misión evitar. Había orientales, africanos, puertorriqueños. Tras el cristal de las cabinas, con su ordenador y el apellido escrito en una plaquita rectangular prendida en la camisa muy blanca, defendían a los ciudadanos estadounidenses como ellos de la incursión de los desheredados que también eran como ellos, aunque en otro aspecto sin duda menor, porque podían prescindir de esa similitud. En general no parecían antipáticos, y auxiliaban con indulgencia a los españoles que no comprendían el inglés.
Cuando llegó mi turno, la cabina que había quedado libre era la de un hombre con bigote, repeinado, que llevaba sobre el bolsillo izquierdo una plaquita en la que se leía el apellido Ribera y sobre el hombro un plateado galón de teniente. Me extrañaba que alguien de tanto rango se dedicara a aquella tarea, pero luego había de averiguar que en Estados Unidos hay muchas clases de tenientes y que no todos son igual de importantes.
– ¿Qué lo trae a los Estados Unidos? -preguntó, en español y en tono más amable de lo que había esperado.
– Estudios.
El teniente, al tiempo que comprobaba la coincidencia de mi cara con la que aparecía en la foto del pasaporte, se detuvo a sopesar si era plausible que alguien de la edad que yo representaba fuera a estudiar. Lo era, porque personas mucho mayores que yo lo hacían. Además venía de un país desarrollado, vestía adecuadamente y toda mi documentación estaba en regla. Por eso, mientras daba mi nombre al ordenador, que debió certificarle en fracciones de segundo que nunca había ido allí antes ni estaba catalogado como delincuente, narcotraficante o comunista, indagó sólo por curiosidad:
– ¿Dónde y qué va a estudiar?
– Filosofía. Aquí, en Nueva York.
Sonrió, grapó una cartulina verde a mi pasaporte y puso el sello de entrada en él. Mientras me lo devolvía, me deseó con calidez:
– Feliz estancia.
Después del control de pasaportes, y tras recoger el equipaje, había que pasar todavía por la aduana. Había visto que en el formulario de turno (distinto del de Inmigración) se pedía que se indicara si se transportaban semillas. Raúl me había pedido que le trajera, además de un Rioja normal (que en Nueva York era artículo de lujo) y dos botes de litro de gel de baño (que en Nueva York no existen), un par de paquetes de alubias. Supuse que las alubias podían considerarse semillas y no quise correr riesgos inútiles, porque alguien me había hablado de perros entrenados para olerlo todo. Declaré mi mercancía, lo que me forzó a un breve diálogo con una muchacha sudorosa que tenía toda la pinta de ser una contratada eventual del servicio de aduanas y que no se interesó demasiado por mi asunto.
Con su aprobación, que me hizo patente con un ademán fatigado, me dirigí a la última puerta. Cuando la atravesara estaría dentro, o más bien fuera. Tras ella empezaba, y lo sabía, el verdadero viaje.
La primera impresión que tuve al salir de la terminal del aeropuerto fue de una desorientación extrema. Tras las seis horas largas de vuelo, los trámites aeroportuarios invariablemente desarrollados en salas de atmósfera cargada y luz artificial, y un recorrido interminable por pasillos y escaleras de aspecto polvoriento, me vi arrojado de improviso a la intemperie urbana neoyorquina, con su mezcla de vehículos nuevos y viejísimos, sus calzadas astrosas y sus aceras de cemento basto. A finales de agosto hay además una humedad insoportable, y atontado por ella hube de buscar el lugar en el que los taxis paraban a recoger a los viajeros. No había exceso de oferta, al contrario que en Madrid, donde siempre aguarda una nutrida procesión de tres vehículos en fondo. Eludí los taxis ilegales, siguiendo el consejo de Raúl, y esperé a que viniera uno amarillo. Cuando al fin acudió uno, no tenía mejor aspecto que los piratas, pero no sabía cuánto tardaría en aparecer otro y lo tomé.
El conductor era un hombre atezado, probablemente paquistaní. Sus rasgos indostánicos y su nombre árabe, si había de creerse que era el suyo el que decía la licencia que llevaba adherida con su fotografía sobre el salpicadero, permitían atribuirle ese origen. Cuando le di las señas a las que iba, me replicó con un extraño discurso en una extraña lengua que culminó con lo que me pareció una interrogación. Había sido avisado del peculiar inglés de los taxistas de Nueva York, que siempre son de otro país, pero no había sospechado que me iba a ser ininteligible al ciento por ciento. Así lo declaré, con modestia y con mi pronunciación filobritánica, a lo que el taxista respondió con irritación, marcando más las palabras y acompañándose con una mímica que me permitió entender que me daba a elegir entre dos itinerarios. Aunque fuera imprudente, me abandoné a su criterio, invitándole a escoger el trayecto que según su previsión se hallara más despejado. El taxista se encogió de hombros, sacudió la cabeza y arrancó al tiempo que dejaba escapar una especie de ladrido, que supuse que era la versión urdu del inglés asshole.
Las autopistas que unen Nueva York con su principal aeropuerto son un ejemplo de abandono. Los letreros, de un verde más bien tristón, apenas poseen las propiedades reflectantes que se les supone, y el firme está plagado de baches y resquebrajaduras. En cuanto hubimos salido del entorno del aeropuerto, se ofreció a mis ojos una ciudad bastante deprimente, la que componen las ajadas construcciones de los suburbios que rodean Jamaica Bay. Entre las típicas casas de madera pintadas de colores (con una inexplicable predilección por el azul huevo de pato, que tan mal envejece), se intercalaban manzanas enteras de casas en hilera, de ladrillo muy oscuro. Las calles estaban llenas de inmundicia, los solares sembrados de chatarras, las verjas cubiertas de óxido. Bajo el cielo gris, y en medio de aquel paisaje más bien desalentador, experimenté por primera vez el desvalimiento y la intimidación que desde entonces me ha provocado más de una vez el espectáculo de la América sin afeites, la que nunca o sólo como un decorado pasajero sale en los telefilmes. También he aprendido a convivir con ella, e incluso a apreciarla, pero resulta difícil sobreponerse siempre a su faz inhóspita y aún un tanto feroz.
Pronto se hizo evidente que el taxista me llevaba por el camino más largo. Al cabo de un buen rato apareció en la distancia la airosa silueta del puente de Verrazano y algo más allá Liberty Island con su estatua, pero ésta fue una aparición pasajera. Poco después entrábamos en Brooklyn. Su aspecto no era mejor que el de las proximidades del aeropuerto. El tiempo parecía haberse detenido en 1950, o incluso antes. Almacenes, fábricas, bloques de viviendas, todos estaban sucios y deteriorados. Había fachadas sin pintar desde hacía décadas y enormes anuncios de productos que ya no debían de existir. La gente que andaba por la calle, bajo el cielo emplomado, circulaba entre los escombros de otra época como sombras por un antiguo campo de batalla. Algunos trabajaban o incluso vivían allí, y por las entrañas de los edificios se ramificaban, a buen seguro, las venas de la red de fibra óptica por la que les llegarían no menos de cien canales cargados de imágenes en color de mundos deslumbrantes. Los vi parados en los semáforos, obedeciendo la orden de las letras rojas DONTWALK, con las que se avisa al peatón estadounidense de lo mismo que en Europa advierte un muñeco en posición de firmes, aunque los europeos no sean más analfabetos. Los había de todas las razas, y muchos miraban como si no vieran, sujetando contra el pecho la inevitable bolsa de papel marrón con las provisiones para la cena de esa noche.
Como luego me aclararía Raúl, aquel viaje no era ni mucho menos necesario para llegar a su apartamento de Riverside Drive, en el Upper West. Sin embargo, no me arrepentí de pagar el exceso en la carrera. Entramos en Manhattan por el puente de Brooklyn, y la primera visión que tuve de la isla me resultó impresionante más allá de cualquier expectativa. He de notar que en ningún momento había sospechado que Nueva York fuera a seducirme de un modo especial. Incluso venía preparado para que todo me pareciera visto y carente de interés, más notable por las incomodidades y el tamaño que por su belleza. Pero mientras el taxi atravesaba el East River me quedé embobado ante la dimensión real del famosísimo perfil que se alzaba bajo el atardecer. Fui recorriendo con la vista todos los rascacielos, de Sur a Norte, hasta dar en el pináculo cubierto de escamas plateadas del Chrysler Building, torre perfecta e insuperable de aquella catedral gigantesca, aunque no sea su cota más alta. Era esa hora en que los edificios empiezan a cambiar de color y en que su masa gana la máxima solidez, para desvanecerse gradualmente hasta la oscuridad punteada de luces eléctricas. Era esa hora en que Manhattan parece un ensueño que no habita nadie y que sólo sirve para el placer de quien lo contempla, una desmesura emprendida y construida por puro amor al arte o con un propósito que ya se ha olvidado.
Después de aquella tarde he recorrido la isla de un extremo a otro, aventurándome, aunque sin buscarlo, por lugares rudos y desaconsejables, como los Projects o Alphabet City. Incluso he vivido y trabajado en ella. Pero nunca he conseguido deshacerme del anonadamiento del extranjero que se encuentra de pronto en mitad del puente de Brooklyn, mirando de frente el prodigio, esa imagen tantas veces fotografiada y filmada y que a pesar de ello se resiste a quedar contenida en fotografía alguna. Siempre que miro Manhattan desde el East River vuelve a embargarme esa sensación de sometimiento y misterio, signo y síntoma de la imprevista atadura que me rindió a esta ciudad y habría de resistir incólume, aunque yo no pudiera saberlo aún, cualquier tentativa de conocerla o de devaluarla.
La ruta que el taxista tomó una vez que estuvimos en Manhattan no la recuerdo con demasiada exactitud. Debimos ir por la autopista que discurre junto al Hudson, porque llegamos bastante rápidamente al edificio en que vivía mi amigo. Después de un malentendido acerca de la propina, imputable a mi inexperiencia (todavía hoy me cuesta multiplicar todo por uno coma quince) y saldado con un exabrupto por parte del taxista y una excusa insolvente por la mía, me quedé con mi maleta ante el portal. Era una casa mediana para Nueva York, de unos veinte pisos, con marquesina a la entrada y conserje uniformado. Raúl me había dicho que pronunciara su apellido vasco de la forma más americana posible, porque sólo así cabía alguna probabilidad de que me comprendiesen. Hice mis mejores esfuerzos, pero hube de intentarlo tres veces antes de que el conserje cayera en la cuenta, me informara de que mi amigo no estaba en casa y me entregara la llave que le había dejado para mí.
Raúl vivía en un piso 18. Desde su ventana, al otro lado del río, se veía Nueva Jersey, un monótono horizonte de edificaciones adonde se va a vivir la gente que no puede pagar ni los precios inmobiliarios ni los impuestos de Nueva York. Si uno se asomaba se atisbaba a lo lejos la desembocadura. Mientras aguardaba a mi amigo, traté de hacerme al calor sofocante y a la pequeñez del apartamento. Dejé la ventana abierta de par en par, aunque del exterior entraba ruido y ningún frescor. Lentamente, el sol se puso más allá de Nueva Jersey. Descubrí que Raúl tenía un equipo de alta fidelidad y lo puse en marcha. En la bandeja resultó haber un disco de Astor Piazzolla, cuyos tangos empezaron a sonar, quejumbrosos y sutiles. Era una música melancólica y hube de pensar, inevitablemente, que más allá de aquel atardecer, porque la tierra es redonda, estaba Madrid, donde ya casi todos dormían.
Al principio, cuando todavía faltaban meses para que descubriera a Dalmau y con él las decisivas alteraciones que la ciudad me reservaba, todo se ajustó más o menos a lo previsto. Las dos o tres semanas que siguieron a mi llegada se fueron, principalmente, en tareas de intendencia. Durante los primeros días la firme amabilidad de Raúl me impidió acometer siquiera la búsqueda de alojamiento, pese a que en aquel apartamento estuviéramos los dos como piojos en costura, incluso peor cuando llegaba la noche y la hora de extender dos camas en su única habitación. Tras una semana de cortesía, que era lo que podía verme obligado a guardar y al mismo tiempo autorizado a esperar de él, inicié mi exploración entre las ofertas de alquiler procurando combinarla con otros asuntos que no podían postergarse. Los trámites de matrícula en la universidad me los había resuelto mi anfitrión, pero hube de abrir una cuenta bancaria, conseguir tarjetas de crédito (sin una tarjeta de crédito en América estás muerto, y con un poco de mala suerte no sólo en sentido metafórico), registrarme en el consulado e irme familiarizando con las diversas exigencias de la vida neoyorquina. Entre ellas, en seguida comprendí que importaba sobremanera aprender a manejarse en el metro, lo que incluía identificar las líneas que nunca debían tomarse. Tampoco estaba de más tener localizadas las fronteras invisibles que separan la ciudad habitable de los barrios prohibidos, que nada tienen que ver con las gratuitas rayas divisorias que algunos trazan en Madrid. Cuando uno cruzaba esas fronteras, y podía hacerse por descuido, no se sabía muy bien si tendría oportunidad de descruzarlas.
Tras varios intentos fallidos, acabé alquilando un apartamento minúsculo y sin vistas no lejos de donde moraba Raúl, al lado de un inmueble en el que decían (nunca lo comprobé) que había vivido Humphrey Bogart. Lo que sí era cierto, o eso proclamaba un anacrónico cartel, es que disponía de refugio antinuclear, providencia que siempre me ha parecido calenturienta, como la propia idea de que pueda merecer la pena sobrevivir a una devastación atómica. Con independencia de todo eso, la zona era adecuada porque estaba cerca de la universidad y porque podía servirme de la experiencia de Raúl en materia de servicios esenciales: lavandería, supermercado, lugares donde comer.
La razón por la que en Nueva York suele dependerse de la lavandería y de los restaurantes es la misma: la exigua superficie de los apartamentos, donde no hay espacio para una lavadora y donde lo que sirve de cocina está tan metido encima de lo que sirve de salón y dormitorio que casi nadie pierde el tiempo dedicándose a cocinar. Durante el corto tiempo que viví con Raúl, sólo una vez comimos en casa, y la comida -cena- en cuestión consistió en unas cuantas rebanadas de pan untadas con mantequilla de cacahuete y un cartón de zumo de naranja pasterizado, lo que no me animó demasiado a repetir. Los demás días, exceptuando el desayuno, que tomábamos en un díner cercano, y el almuerzo, que cada uno hacía como y donde le pillaba, no repetimos local ni estilo una sola vez. Todas las tardes Raúl cogía la guía de restaurantes de Nueva York y antes de elegir uno declinaba metódicamente cualquier responsabilidad sobre el éxito o fracaso de su elección:
– Cada semana deben de abrir y cerrar o cambiar de dueño cuarenta o cincuenta restaurantes en esta ciudad. No hay nadie que pueda manejarse con seguridad en esta guía.
No obstante, ya fuera griego, chino, marroquí, caribeño, indonesio, coreano, japonés, armenio, italiano, filipino, indio o americano, que de todos hubo en aquellos primeros días de mi estancia, siempre el lugar que escogía ofrecía un menú comestible a un precio razonable. Nunca he podido alcanzar la habilidad de Raúl en esos menesteres. Desde que hube de empezar a valerme por mí mismo, y en tanto seguí viviendo en apartamentos de una habitación, le eché de menos todas las noches que no pude contar con su olfato para esta crucial materia.
Por lo demás, Raúl era uno de los tipos más impasibles que he conocido. Ya lo era doce años atrás, cuando habíamos coincidido en la empresa donde yo había tenido mi primer empleo y donde una madrugada, después de catorce o quince horas de trabajo, le había visto subirse a una mesa y bailar desenfrenadamente una samba. Era difícil no reírse con muchas de las cosas que hacía o decía, y aun con sus simples gestos y su cara, pero él no se reía casi nunca. Aunque se había liado la manta a la cabeza y se había ido a vivir a Nueva York con escasas garantías, ni mucho menos había sido un movimiento desesperado o exento de juicio, como lo probaba el hecho de que llevara ya diez años viviendo en la ciudad y estuviera plenamente asentado en su trabajo. También se había acostumbrado al disparatado estilo de vida neoyorquino todo lo que fuera posible hacerlo, y acataba como un usuario consumado muchas de las prácticas que a mí más me llamaban la atención, como la utilización febril de los contestadores automáticos propios y ajenos para hacer y deshacer planes unas cien veces al día con una decena de personas. Estas personas eran en su mayoría extranjeros con los que había entrado en contacto a través de la universidad, y ningún estadounidense propiamente dicho. Al cabo de una década, Raúl podía seguir expresando la misma queja al respecto, apoyándose en una subversiva teoría.
– De Nueva York, lo que se dice Nueva York, no hay nadie -afirmaba-. La CIA debe hacer algo con los niños que nacen aquí, tal vez deportarlos. Americanos hay algunos, o al menos me los encuentro a veces en el trabajo y en los comercios, pero o bien viven en Nueva Jersey, adonde nunca creo que vaya, o bien tienen casa en Long Island, adonde es todavía más dudoso que llegue a hacerme invitar alguna vez. Algunos sostienen que también hay americanos en Manhattan, pero ya me he resignado a pensar que es más fácil ir a Marte sin cohete que entrar en sus círculos. Demasiado selectos o demasiado salvajes. Lo único que queda, en resumen, son los exiliados como yo, por no llamarnos apátridas, que es lo que en el fondo somos la mayoría. Entre nosotros nos relacionamos y creamos una sociedad anormal, un país de Nunca Jamás con el Empire State al fondo. En este país imaginario, hay una regla que recomiendo observar y mantener hasta la grosería, si hace falta: evita en lo posible el trato con los que vienen de donde vienes tú.
Raúl seguía su regla. Sus amigos eran árabes, hispanoamericanos, canadienses, europeos orientales (occidentales, muy pocos). Muchos impartían o recibían clases en la universidad y unos cuantos habían pasado por ella para después colocarse en alguno de los bancos extranjeros o nacionales o en alguna de las agencias de Bolsa, prensa o publicidad donde solían encontrar buen acomodo profesional los inmigrantes cualificados. Por lo común eran desarraigados como él, que vivían al día sin nostalgia de su tierra ni cargas familiares, confortablemente instalados en su síndrome de Peter Pan.
Tuve ocasión de conocer a algunos de ellos en una fiesta que dio al poco de mi llegada un profesor hindú de astronomía, en su destartalada vivienda de la calle noventa y tantas. Era un piso de dimensiones respetables, propiedad de la universidad. Nada más entrar se nos exhortó a conducirnos con toda confianza, y a la vista había ejemplos de lo que eso significaba: gente apoyada en la pared con el pie puesto sobre ella, energúmenos dando saltos sobre lo que en tiempos prehistóricos debía haber sido un parquet, una cocina inenarrable donde todos derramaban todo. La música estaba tan alta como parecía permitir el aparato que la reproducía, y las ventanas habían sido abiertas de par en par, entre otras razones para que los invitados se pudieran sentar en ellas con las piernas colgando hacia dentro o hacia fuera, según les apeteciese. Si había vecinos, y nada hacía suponer que no los hubiera, o se habían hecho extirpar los tímpanos o tenían nervios de acero o se habían unido a la celebración, porque nadie vino a protestar en toda la noche.
Lo que se celebraba, naturalmente, era el comienzo del nuevo curso. Entre la muchedumbre que atestaba el piso predominaban los universitarios, docentes o no, aunque también había antiguos estudiantes. La indumentaria no era una ayuda para distinguir a unos de otros. Había quien llevaba corbata y quien vestía una camiseta gris con lamparones y un bañador estampado. Raúl debió notar mi extrañeza al respecto.
– Aquí cada uno va vestido como le da la gana a donde le da la gana -me informó-. En algún sitio puede que no te dejen entrar por eso, pero nadie va a juzgarte, como pasa en Madrid. Bajo una camisa rota puede vivir y pasearse un catedrático, si quiere. Esta sociedad tiene sus desventajas, pero ha superado algunas futilidades.
Casi inmediatamente, después de haberme presentado a una o dos personas, sólo porque se interpusieron en nuestro camino, Raúl me abandonó y se puso a bailar con una haitiana bastante estridente y tirando a obesa. Eso me obligó a arreglármelas por mis propios medios. Para facilitarme la tarea, fui a la cocina a hacerme con un vaso de ponche. El vaso hube de lavarlo, y el barreño donde habían preparado el ponche debían utilizarlo para guardar la ropa sucia, además de haber servido en alguna ocasión para hacer mezclas de yeso, como atestiguaban los restos que habían quedado adheridos en sus paredes. A pesar de todo me serví un vaso, y luego otro, y varios más hasta perder la cuenta, aunque no tantos como para perder la noción.
No era difícil trabar conversación con unos y con otros. Sencillamente alguien se volvía y te preguntaba quién eras y qué hacías y te contaba lo que era o lo que hacía, cierto o inventado, te importase (le importase) o no. Mi falta de práctica con el inglés no era problema, porque allí todos lo hablaban deficientemente, y a ninguno daba la impresión de atormentarle. Entre todos los personajes a quienes conocí aquella noche perdura en mi memoria una pintoresca rumana, de edad imposible de precisar entre los treinta y los cincuenta. Estudiaba o enseñaba literatura medieval escandinava, o cualquier otro saber increíble, y tenía una pronunciación atroz. Pasadas las presentaciones, me empezó a contar con gran intriga una complicada historia. Versaba sobre ella y sus compañeras de piso, con las que se había peleado por alguna razón que me pareció bastante peregrina. No obstante, asentí a todo con prudentes monosílabos. No creí que me correspondiera hacer ningún comentario, aunque no podía temer que ella se enfadara, dijera lo que dijera. Su cara y el tono de su voz eran los de alguien a quien todo le importaba un bledo.
– No sé -dedujo al final de su narración-, Rumania es un lugar asqueroso, desde luego, pero juraría que allí no estaba desequilibrada toda la gente. Era más tétrico, pero también más sencillo. A veces creo que podría volver a Ploesti. Otras veces me digo que es una debilidad pensarlo, que sólo me da miedo morirme en una acera de esta ciudad sin alma y que nadie quiera pagar mi entierro. Tampoco hay que asustarse tanto por eso, ¿no?
Su mirada quedó adormecida durante un instante, mientras le daba vueltas a aquella última idea. De pronto volvió en sí y me asaltó:
– Oye, ¿tú no compartirías apartamento? Puedo aportar unos doscientos ochenta, aunque a lo mejor algún mes tienes que adelantarme algo.
– ¿Quieres más ponche? -me escurrí, con presteza.
– ¿Cómo? Ah, no, más vale que no beba más por esta noche, gracias. Mi casa está muy lejos, en el maldito Lower East. En fin, perdona y olvida lo dicho. Es una estupidez -juzgó, con una expresión insensible.
A eso de las cuatro y media de la madrugada me reuní con Raúl, a quien le pregunté si venía conmigo de vuelta al apartamento. La pregunta, que hice por pura fórmula, era aparentemente ociosa, porque mi amigo tenía colgada del cuello a una rubia formidable, de rasgos eslavos. Ante mi asombro se la quitó de encima, se frotó los ojos y me dio una enérgica respuesta:
– De acuerdo -y en voz baja añadió-: Si te digo la verdad, las mujeres blancas me dejan frío desde hace años.
Cuando ya salíamos de la vivienda se nos acercó el profesor de astronomía, abrazó a Raúl y le sopló algo al oído. Con él venían otros dos, un nigeriano y un canadiense. Los tres estaban del todo borrachos y se aguantaban la risa a duras penas. Raúl adoptó un aire entre calculador y perverso.
– Vamos con ellos -me propuso-. Michael -ése era el nombre del nigeriano- ha tenido una ocurrencia espectacular.
Un par de minutos después estábamos los cinco en el coche de Michael (una rareza, porque allí casi nadie tenía coche) subiendo a toda velocidad más allá de la calle 120. Yo iba en el centro del asiento trasero y todos los demás en las ventanillas, con medio cuerpo fuera. Cuando empezamos a internarnos en Harlem averigüé, con estupor, en qué consistía la ocurrencia del nigeriano. Los cuatro, sobre todo Michael, que tenía una voz hosca y profunda, increpaban a los transeúntes con lindezas del estilo de:
– ¡Back to Africa, you bastards!
Algunos de los así aludidos se pasaban el dedo por el cuello, otros devolvían los insultos, otros nos tiraban latas o botellas. No sé hasta dónde llegamos, ni cómo no nos sucedió nada. Recuerdo que me mareé y que traté en vano de entender qué era lo que hacía entre aquella gente demencial que no tenía ningún fin en la vida. Pero también recuerdo que en cierto momento, mientras las luces de Harlem pasaban ante mis ojos, las broncas amenazas de sus habitantes resonaban en mis oídos y la brisa húmeda de la noche entraba en mis pulmones, me encontré a gusto, paladeando sin escrúpulo el caos y el sabor inaudito de aquella ciudad de criaturas insolentes y despojadas.
Las clases comenzaron a mediados de septiembre, cuando apenas había acabado de instalarme en mi apartamento. El campus universitario resultaba de veras agradable, pero el director del curso era un sujeto de aspecto macabro, con grandes ojeras y gesto rencoroso. También tenía un defecto de dicción que movía a titubear entre la aprensión y la carcajada cuando recalcaba alguna palabra. En la clase había gente de todas las edades y procedencias. Éramos unos cuarenta en total, y todos escuchamos dócilmente la exposición del programa del curso, tomamos nota de la bibliografía y del método y pensamos que no habíamos hecho una buena elección. Entre los filósofos del siglo diecisiete sobre los que se desarrollaría el curso había algunos por los que era difícil sentir entusiasmo y otros cuya vida y obra podía resultar fascinante, siempre y cuando se tuviera alguna predisposición para ello. Pero ésa no era la cuestión. Con aquel hombre al timón nadie querría tomar ningún barco, así pusiera proa a Tahití o las Islas Vírgenes. Al verle y oírle interpreté en sus justos términos lo que Raúl me había contado por teléfono, cuando le había llamado desde Madrid para confirmarle que quería aquel curso y pedirle que me hiciera la reserva de plaza:
– Me he informado. Lo da Arnie Krueger. Es célebre. Debe interesarte mucho la materia.
– Como si lo da el diablo.
Raúl no era proclive a la insistencia, y menos contra una contestación de aquel calibre. Tal vez pensara por un momento que la filosofía del siglo diecisiete me apasionaba más allá de cualquier precaución, aunque no pareciera una posibilidad demasiado consistente. O tal vez comprendió desde el principio la verdad, que el curso no era más que un instrumento y que lo único que me importaba era tener una coartada presentable, ante las autoridades de Inmigración y acaso ante mí mismo, para una larga estancia en la ciudad.
El caso es que no le chocó mucho cuando al cabo del tercer día le confié que no creía demasiado probable que volviera a clase. Sólo preguntó, como si estuviera obligado a recabar algún detalle sobre aquel cambio de opinión:
– ¿Esperabas algo diferente, quizá?
– Verás -repuse-, en mi modesta opinión, hay razones más que suficientes para sostener que la obra de Spinoza es uno de los pocos sistemas metafísicos y morales coherentes en toda la historia del pensamiento.
– La verdad es que yo no sé nada de filosofía -observó Raúl, como quien avisara-. ¿Se ha metido Krueger con ese Spinoza?
– No, más bien al contrario. Lo que trato de decir es que no me importaría pasar un año estudiando la obra de Spinoza, que es precisamente a quien más atención va a dedicarse. He apuntado un montón de libros y todavía puede que lo haga, porque me apetece volver a usar el cerebro, después de tantos años de tenerlo amodorrado. De hecho, la biblioteca de la universidad es magnífica, y muy acogedora. Lo que no me apetece en absoluto es compartir más tiempo de lo imprescindible con Krueger y sus alumnos. Cuando estoy allí me parece volver a los tiempos de la facultad.
– En fin, ésa era una sensación previsible.
– Me refiero a la rutina, a quienes se acercan al profesor al final de la clase para ir haciendo méritos, a los bostezos que se nos escapan a todos, a las ganas de estar en otra parte a mitad de la mañana. No quisiera haber venido hasta aquí sólo para anularme de una forma tan convencional. Si toda mi gesta se reduce a escribir cada quincena veinticinco o treinta folios para que los lea Krueger, y Krueger no es el problema sino el símbolo, para que los lea cualquier tipo armado con un rotulador rojo, por simplificar, más me habría valido quedarme en Madrid, obedeciendo a mi jefe.
Mi amigo asintió.
– Ya veo -dijo-. Te recomendaría que buscaras algún otro curso, pero no creo que en ninguno la mecánica sea muy diferente. Por desgracia, la docencia tiende a burocratizarse para sobrevivir. Quizá Krueger tenía otras ambiciones, al principio, y desesperó porque nadie le hacía caso.
Raúl parecía haber meditado sobre aquellas miserias de la enseñanza. Por causa de ellas, o por no dejarme descubrir que mi abandono no era cosa que le asombrase, lamentó:
– Sólo siento que esto te decepcione, después de haber hecho el viaje y lo demás.
– No importa. No me duele que me sobre el tiempo y mucho menos me duele haber venido. Me gusta la ciudad y tengo dinero para aguantar uno o dos años. Mientras lo necesite para justificarme puedo seguir apuntándome a cursos, de filosofía o de física de partículas, eso es lo de menos. Y cuando se me gaste el dinero puedo buscar trabajo. Hay un par de cosas que sé hacer y por las que imagino que también aquí te pagan. Cualquier solución será buena, antes que volver.
Estábamos tomando café en Fanelli's, un local reputado de Prince Street, en el Soho. Aunque lo recomendaban las guías turísticas, como sitio de reunión de intelectuales, o justamente por eso, las camareras eran desabridas, el olor que salía de la cocina bastante disuasorio y la atmósfera viciada y sombría. Raúl daba vueltas a su taza, como si no quisiera terminarla, lo que podía entenderse bastante.
– Nunca me ha gustado meterme en los motivos que tienen los demás -habló, al cabo de un breve silencio-. Si no preguntas no te preguntan. Pero me extraña que hayas venido. También me extraña que te divorciaras, y el resto. Siempre te tuve por un individuo adaptado a las circunstancias.
En la mesa que había detrás de él estaban cinco chicas de diecinueve o veinte años, ruidosas y de aspecto provinciano. Todas ellas tenían esa complexión y ese color saludables de quienes se han bebido océanos de leche enriquecida y vitaminada desde la infancia. Podían venir del Medio Oeste, y las cámaras las delataban como turistas. Reparé de pasada en que dos de ellas no dejaban de espiarnos.
– Uno lo intenta, hasta que las circunstancias terminan de pudrirse -repliqué a la observación de Raúl-. Entonces hay que elegir entre pudrirse con ellas o inadaptarse. Pero tampoco quiero engañarte: todavía no me he hecho héroe. Me he largado, sin más, y ahora estoy aquí, viéndolas venir. Situación que agradezco, porque ya casi no me acordaba de lo buena que es. Hace un par de meses no podía hacer casi nada; ahora siento que valdría todo. Por ejemplo: detrás de ti hay unas muchachas de pueblo que se están aburriendo en su viaje de estudios. Sólo a efectos teóricos, ¿dirías que hay alguna oportunidad?
– ¿En viaje de estudios? Estás tarado, compañero.
Seguí el criterio de Raúl, porque él era un explorador más experto y porque yo mismo tenía mis reservas. Pero al salir del café me llevé prendida, como el primer trofeo de mi nueva vida irresponsable, la sonrisa azul de la más desvergonzada de aquellas jovencitas.
Con la llegada del otoño, que en Nueva York es tan corto como voluptuoso, emprendí una temporada de molicie que aproveché para conocer a fondo la ciudad. Aunque algunos días dormía hasta las doce, la mayoría madrugaba, me iba a desayunar a alguno de los sitios donde sirven huevos y salchichas con tostadas y café sin límite y después elegía un museo, un cine, un parque o algún otro lugar en el que pudiera consumir un buen trozo de la mañana. Almorzaba temprano, en cualquier local de comida rápida o en alguno de los puestos callejeros que dan al aire neoyorquino una variedad de olores que no admite comparación. Luego solía meterme en una biblioteca a pasar la tarde. Me gustaba terminar antes de que anocheciera y que el crepúsculo me cogiera paseando de vuelta a casa. Por la noche cenaba con Raúl y con sus amigos y si no estaban demasiado cansados nos acercábamos a algún bar del centro a tomar una copa o a escuchar música de jazz.
Entre Broadway y Columbus tenía otro de mis destinos habituales, una sucursal de varios pisos de la librería Barnes & Noble. Allí me iba a leer los títulos que por alguna razón, ser demasiado recientes o estar demasiado solicitados, no me era posible procurarme en las bibliotecas públicas. La librería tenía además la ventaja de disponer de cafetería, adonde uno podía subirse los libros y revistas que quisiera. Allí releí en inglés Amerika, ese ensueño de emigración y peripecias fantásticas escrito por un checo que nunca cruzó el océano, y que tampoco necesitó hacerlo para captar lo que cuenta del viaje, que es el deseo y la disposición a ser conquistado. Mientras seguía el itinerario novelesco del fugitivo Karl Rossmann, a quien en parte me asemejaba, un itinerario que le llevaba desde Nueva York hasta el Gran Teatro Integral de Oklahoma, comprobé que la América imaginada en aquel libro no era menos real que la que a mí me había recibido. Al menos, las diferencias no afectaban a nada esencial. Al final es la mirada del viajero la que construye el mundo, y no sirve tanto conocer el mundo como conocer la mirada.
También aquel otoño disfruté de las únicas posibilidades apetecibles que ofrece Central Park, las mañanas laborables. Los fines de semana, como pude comprobar en seguida, aquél era el reino de los rollerbladers, seres absurdos cubiertos de ropas fluorescentes que volaban sobre sus patines a cincuenta por hora, amedrentando a los viandantes. Muchos de ellos no sabían frenar, y en cuanto tenían el menor contratiempo acababan estampándose contra una valla o un árbol. Según una estadística que leí en un periódico, la primera causa de ingresos hospitalarios los fines de semana eran los percances de patinadores (la segunda eran las perforaciones corporales infectadas; a la gente le daba vergüenza ir al médico hasta que la herida se llenaba de pus y no había más remedio). Sin embargo, durante la semana había en el parque la paz suficiente como para disfrutar de las buenas vistas que se ofrecen desde sus promontorios, y aun para recorrer sus senderos escuchando el ruido de los pájaros. Incluso podía llegar a olvidarse, contemplando a los perros que haraganeaban entre los árboles, que aquello es el corazón mismo de Nueva York. Los días, que resbalaban entre ésos y otros episodios no menos deleitosos, se sucedían sobre mí como una especie de cura de libertad solitaria. Caminaba por las calles sin prisa, rodeado de gente y a la vez en compañía de nadie más que yo. Entonces averigüé que Nueva York podía ser una ciudad plácida a la que no costaba en absoluto aficionarse, como tampoco costaba encontrar donde tomar un buen café o comer a gusto. En realidad, y por el momento, no había grandes razones para añorar Madrid. De España no me llegaba casi nada, aparte de las escasísimas y casi siempre más anecdóticas que relevantes noticias que se filtraban a algún recuadro pequeño del New York Times. Por supuesto era posible adquirir prensa española en un centenar de establecimientos, pero rehuí deliberadamente hacerlo. Leer la prensa norteamericana tenía un doble efecto provechoso: me ayudaba a conocer a aquella gente y ninguna de las cosas que leía tenía que ver con los monótonos asuntos que me habían hecho aborrecer los periódicos españoles. Eso no significaba que los periódicos estadounidenses no tuvieran sus propias monotonías, pero eran otras y no me concernían demasiado, lo que ayudaba mucho a soportarlas.
Hacia mediados de octubre, cuando ya había conseguido hacerme a los beneficios de aquella inacción atareada y de mi extrañamiento, como si ambos vinieran durando desde siempre, Raúl se dejó caer por mi apartamento con una invitación desusada:
– Ya sabes cuál es mi postura al respecto, pero se me ha ocurrido que a lo mejor te interesaba una reunión de la colonia española.
Ante mi asombro, Raúl me lo explicó. Su amigo Luis, el único o casi el único español con el que mantenía una relación estrecha, acababa de llegar de Madrid. Luis era escultor, y a juzgar por una pieza que le había regalado a Raúl, no del todo malo. Como todo artista, debía cultivar sus relaciones públicas, y una de las obligaciones que eso le imponía era la de asistir a muchas de las fiestas de españoles que se organizaban en Nueva York. A menudo llamaba a Raúl para que le acompañase, y aunque éste solía declinar la oferta, mi presencia le había inducido a no negarse categóricamente esta vez. En cuanto a Luis, Raúl, como tantas otras veces, me puso sobre aviso:
– Es un encantador de serpientes, aunque no lo parezca. Ya lo verás.
La fiesta, aquella fiesta, la daba quien hasta entonces había sido la corresponsal de una cadena de televisión, que se despedía de la ciudad. La enviaban a Caracas, lo que ella pregonaba como un reconocimiento a su capacidad para hacer periodismo de impacto y sus invitados interpretaban, con rara y descortés unanimidad, como una represalia en toda regla. Raúl y yo nos introdujimos en medio de aquel rebaño de la mano de su amigo Luis, quien estaba en condiciones de presentarnos a cualquiera de los asistentes. Luis era un muchacho (seguía teniendo cara de tal, aunque hacía mucho que había superado la treintena) de aspecto tierno y despistado, y quizá por eso no parecía caer mal a nadie. Gracias a él trabamos relación con la anfitriona, que era una histérica insufrible, y después con los demás. La razón por la que había consentido en ir a aquella fiesta no era ni podía ser otra que la curiosidad de ver qué pedazo de mi país vivía enredado en la maraña de Nueva York. Y la verdad era que no me hacía ilusiones al respecto. Más bien, siguiendo la doctrina de Raúl, trataba de instruirme acerca de los modales y el talante que debía evitar adquirir.
La mayoría de los miembros de la colonia eran aves de paso. Lo era la corresponsal, con tres años de estancia, pero otros lo eran todavía más: aventureros cronometrados que sólo venían para un año, con una beca para trabajar en un despacho de abogados o en la sucursal de un banco español. Se trataba de chicos y chicas de familia acomodada que pedían como regalo de fin de carrera a su padre, normalmente director de algo en el banco en cuestión, que la entidad les diera un puesto ficticio en su sucursal neoyorquina y les alquilara un apartamento, a ser posible en Park Avenue (en todo caso, nada por debajo de Greenwich Village). Después de algún tiempo sin oír algo similar, me hería los oídos la deformación grotesca del castellano que muchos de ellos utilizaban para comunicarse, como si tuvieran un bombón en la boca. Cuando empleaban alguna palabra inglesa, lo que solía ocurrir, la pronunciaban con amaneramiento, como si hubieran echado las muelas recitando a Shelley, que era la forma de demostrar que habían ido a colegios bilingües. Yo suponía que era un acto inconsciente, y los exculpaba, pero Raúl, mientras las miraba a ellas al escote (para que se sintieran durante un momento como animales, decía) juraba que lo hacían aposta.
También había un par de diplomáticos, estudiantes de arte dramático (entre ellos, una popular actriz de teleseries, que ostentaba una cómica mezcla de enfado y éxtasis cuando adivinaba que alguien la había reconocido), músicos, funcionarios de Naciones Unidas, un buen puñado de periodistas y tres o cuatro profesoras de literatura. Estas últimas habían sido enviadas por el Ministerio de Educación para difundir nuestra gloriosa lengua entre los salvajes que la amenazaban, ya fuera relegándola o empeñándose en hablarla en traducción servil del muy infeccioso idioma del imperio americano. A una de ellas Raúl la conocía de la universidad, y con ese pretexto nos unimos a su grupo. De todos los presentes, eran las que menos repelían. Cuando llegamos nosotros, la conversación transcurría acerca de la experiencia que una de las profesoras había tenido en Indiana, a cuya universidad de Bloomington había sido destinada durante un año, algún tiempo atrás, para poner en marcha el departamento de español. Sus juicios no eran benignos:
– Puedes llegar a acostumbrarte al clima, con dificultad, siempre que no tengas que andar mucho por la calle -aseguraba-. Mientras haya electricidad, no es mortal de necesidad que aquello sea como la tundra en invierno, porque pones la calefacción, o el infierno en verano, porque le das al aire y si cierras bien no entran los monstruosos insectos que vuelan en bandadas. Lo peor y lo que no tiene remedio es la gente. Se pasan el día estudiando o en el gimnasio, sin relacionarse con nadie. Por esos estados de Dios, y en parte me imagino que es por el asco de tiempo que hace, todos están solos. Un síntoma terrible es que les ponen a los niños televisión y teléfono en el cuarto, desde pequeñitos. Si además los enchufan a Internet, se olvidan de ellos para siempre.
– Hasta que cumplan dieciocho años y entren dando alaridos en el cuarto de los padres, con un machete en la mano y el cerebro enardecido por algún videojuego de laberintos -sugirió Raúl, abstraído.
– No me extrañaría -admitió la profesora-. El caso es que la gente viene a Nueva York y se cree que esto es Estados Unidos. Una mierda.
Una de las jóvenes becarias de lujo, que escuchaba el relato de la profesora, una mujer de mediana edad, con un indisimulado reparo por lo que contaba y por la dureza con que despachaba su veredicto, intervino temerosamente:
– Tampoco hay por qué desacreditarlo todo de esa forma. Lo que pasa es que es un país muy grande. Yo hice el COU en California, y allí todos eran muy cariñosos. Y si es por el tiempo, más fantástico imposible.
– Yo no desacredito nada, querida -apostilló la profesora-, aunque no haya vivido nunca en California. Sólo digo que a veces me moría de ganas de estar en la Plaza Mayor de Madrid tomándome una caña y picando unas aceitunas, y que aquí, por muy mol que sea el cotarro, también me pasa.
– Y ahora es cuando empezamos a hablar de la tortilla de patata y del lomo ibérico -se quejó Raúl-. Alto, imploro vuestra piedad. ¿Por qué no entonamos una canción que nos reconcilie con este país tan objetable y que sin embargo nos acoge?
La becaria cometió la imprudencia de seguirle:
– ¿Qué canción, por ejemplo?
– ¿Te sabes Strangers in the Night?
– Más o menos.
Pero antes de que la becaria pudiera hacer el esfuerzo de recordar la letra, Raúl atacaba con su voz más desgarrada:
– Strangers in the night, exchanging rubbers, this one is too light, let's try another, this one is too loose, it won't hold all the juuuuuuice…
– ¿Exchanging qué? -preguntó al vuelo la becaria, con un candor angélico, mientras las demás se desternillaban.
– Rubbers -repitió Raúl, con su habitual adustez.
– No entiendo -reconoció la becaria, agravando la carcajada general.
– Rubbers. En este contexto, cómo lo traduciría para ti, profilácticos. ¿Sabes lo que es un profiláctico? Eh, ¿alguien lleva un profiláctico? -gritó Raúl, saboreando su triunfo.
Este pequeño incidente sirvió para enemistarnos con una parte de la fiesta, lo que en parte se comprendía porque al vociferar, Raúl tomaba buen cuidado en afectar que estaba mucho más borracho de lo que verdaderamente estaba. Desde ese momento los becarios, los diplomáticos y la actriz nos evitaron. Quedaron un par de periodistas bastante ebrios sin afectación, los músicos y las profesoras. Entre éstas era difícil sembrar ningún espanto. Todas ellas eran veteranas de institutos públicos de enseñanza media, que era como decir de Iwo Jima. Acaso por una involuntaria añoranza de aquel pasado entre adolescentes, se las veía muy atraídas hacia Luis. Raúl me susurró al oído:
– Es el mechoncito caído sobre la frente. Este Luis es un virtuoso. Vamos a echarle una mano -y elevando la voz, reclamó-: Eh, Luis, cuéntanos cómo son las top models en pelotas.
La petición de Raúl obró el efecto de captar la atención de todos los que estaban por allí. Una de las profesoras inquirió, insinuante:
– ¿Y de qué sabes tú eso?
Luis se encogió de hombros.
– Trabajo de vez en cuando en los pases, llevando la ropa de aquí allá y moviendo trastos.
– Gracias a su compañero de apartamento, que se dedica a la moda. Pero Luis no es homosexual -aclaró Raúl, por si importaba-, simplemente no puede pagar el alquiler él solo.
– ¿Y cómo son? -se interesó uno de los periodistas.
– Bien, resulta un problema, aunque no lo creáis -dijo Luis-. Yo, personalmente, lo paso de lástima. Para ellas tú no existes, y tú, en cambio, no puedes dejar de mirarlas. Casi siempre me tiro empalmado una semana larga después del desfile.
El detalle procaz terminó de prender a las profesoras. Raúl quiso cerciorarse de que remataba la faena:
– Conoce a algunas muy famosas. Luis ha ayudado a cambiarse a alguna de las mejores. Imaginadlo poniéndoles las sedas encima de la piel, con dedos torpes, mientras ellas contemplan el vacío. ¿Cómo se llama esa medio oriental tan alta de la última vez?
– No me acuerdo.
– La conocéis seguro -aseveró Raúl-. A ver, ¿dónde están los catálogos de Victoria's Secret? -exigió, levantándose a buscarlos.
– ¿De qué manejas tú con tanta desenvoltura los catálogos de Victoria's Secret? -saltó una profesora.
– Por Dios -protestó Raúl, desde la otra punta de la habitación-, el setenta y cinco por ciento de los lectores, por llamarlos de alguna manera, de los catálogos de Victoria's Secret son varones. Yo los recibo todos los meses, a nombre del antiguo inquilino, desde luego.
Al final, molestando a la anfitriona, se salió con la suya y vino con una pila de catálogos de venta por correo de ropa interior femenina. En ellos había multitud de modelos famosas, luciendo piezas de provocativa lencería. Cuando Raúl localizó a la medio oriental, que era en efecto muy conocida y de excepcional estatura, la exhibió a todos:
– Ésta. Nada menos.
Aquella noche Luis sedujo irreparablemente a las profesoras. Gracias a aquel juego, pudimos resistir la fiesta. A nuestro alrededor se reproducía, en pequeño y por tanto con una concentración superior y más gravosa de lo corriente, el ambiente del que tanto Raúl como yo habíamos escapado al marcharnos de Madrid. Unos y otros se exhibían sus respectivas profesiones, sus respectivas posesiones, sus respectivas persuasiones, y nadie estaba defraudado ni sentía que nada le faltara ni escuchaba a nadie. Aquella gente había viajado siete mil kilómetros y se había metido en mitad de Manhattan sin otra intención que continuar tan complacidos de sí mismos, o quizá complacerse un poco más aún. Nadie tenía miedo ni dudaba de lo que hacía o de lo que era, y mucho menos de lo que hubiera podido ser o hacer. Nadie inventaba nada, ni sospechaba que inventar fuera necesario.
Por las venas de aquellas personas, presuntamente, corría la sangre de los hombres desharrapados y obsesivos que habían surcado todos los océanos, que habían violado todas las selvas con sus hierros y sus armaduras y se habían ayuntado con todas las indias en el sopor de febriles noches sin luna; la sangre de hombres que habían ensanchado a fuerza de coraje y también de codicia el mundo. Aquellos supuestos descendientes, por el contrario, se limitaban a obedecer y a consolarse con sus ruines premios a la obediencia, incapaces de ver, en Nueva York como en Pekín, otra cosa que el reflejo de sus espejos cóncavos que achataban todo lo que se les ponía delante.
Cuando la velada tocaba a su fin empezaron a sonar sevillanas y canciones flamencas con acompañamiento de batería, y aquello fue el delirio. Mientras los veíamos bailar, Raúl, que ahora sí estaba borracho, brindó tristemente:
– Viva la madre que nos parió, a todos.
Una fría mañana de comienzos de noviembre, después de un desayuno copioso, resolví hacer un viaje sentimental. Bajé del metro en la estación de Canal Street y fui bordeando Chinatown y Little Italy hacia el Lower East. Alguna otra vez había atravesado por allí, pero sólo entonces me percaté de que el aire de la antigua zona de los italianos apenas perduraba en un par de calles. En ellas las trattorie se alineaban casi sin interrupción, con una significativa ansia por hacer patente su adscripción nacional mediante el despliegue de un gran aparato de banderas tricolores. El barrio chino, en cambio, se extendía silenciosamente. Con sus tiendas de comestibles y otros negocios insondables invadía antiguos dominios italianos. Caminé sin prisa por las calles desiertas, entre los almacenes sólo identificados por abstrusos caracteres orientales. De unos salían y en otros entraban camiones desvencijados, llevando y trayendo sus misteriosas mercancías. Sorteando la basura y los escombros, tuve una singular sensación de estar en ninguna parte, acaso en un escenario hecho de despojos de novelas y películas cuyo argumento nadie podría reconstruir.
Justamente era una película lo que me llevaba allí aquella mañana. En el Lower East estaba o había estado el barrio donde se habían instalado los judíos, en su mayoría centroeuropeos, que presagiando con privilegiada lucidez un siglo adverso habían emigrado a los Estados Unidos para esquivarlo. Allí sucedía la niñez de Noodles, el gángster con escrúpulos de Érase una vez en América, y allí regresaba él, treinta años después de perder a todos sus amigos, para cerrar una cuenta de traición y deshonor. Aunque sólo hubieran sido espectros en una pantalla de luces y sombras en movimiento, las calles y los edificios que trataba de recuperar aquella mañana componían un paisaje tan propio como el de los lugares que más había frecuentado en Madrid.
Como suele suceder, me fue difícil hallar entre los restos reales del viejo Lower East el embeleso del decorado cinematográfico. Podía reconocer similitudes en algunas casas: las escaleras que bajaban hasta la acera, los ladrillos negruzcos o los antiquísimos letreros en escritura hebraica que perduraban sobre un par de fachadas. Aún estaban allí las calles, las anchas y las estrechas, que a trozos evocaban aquellas otras más uniformes y bulliciosas de la judería de ficción que atesoraba mi memoria. Algunos comercios, incluso, se llamaban Stein. También vi algunas azoteas que habrían podido pasar por aquéllas en las que Noodles y sus amigos descubrían el sabor del pecado, con una muchacha casquivana cuyos servicios, merced al chantaje, sufragaba de mala gana un policía corrupto.
Pero sobre todos estos vestigios, más desenterrados que evidentes, prevalecía el desolado espectáculo de Delancey Street. Avancé por ella hacia el puente de Williamsburg, cubierto de oleadas de coches que venían hacia el centro. Era una calle inmensa, dejada de la mano de Dios, por la que vagaban los heroinómanos y se apresuraban los escolares tironeados por sus madres. Algunas de éstas, y sus respectivas criaturas, tenían facciones indias y hablaban español. En las intersecciones, jóvenes policías de uniforme azul e insignias de plata bruñida vigilaban con un ojo el tráfico y con otro a quienes pasaban por las aceras. Un hombre de unos cuarenta años, de híspida barba entrecana, se interpuso en mi camino:
– Hey, brotha, gimme a c'ple o' bucks.
Los neoyorquinos suelen apartarse lo más rápido posible de quienes les abordan en la calle. Las más de las veces son tipos acabados que no pueden dañar a nadie, pero nunca se puede estar seguro de que no lleven bajo el abrigo un puñal o un revólver, ni de cuáles son los estímulos que podrían moverlos a usarlos. De este modo se cumple para el menesteroso la mínima reparación de ser respetado, ya que no termina de cundir el mandato bíblico de amarle y socorrerle (aunque ciertamente no sea por falta de bondad sino de tiempo). Busqué rápidamente en el bolsillo de la cazadora y como no di con ningún billete preferí sortear sin más el obstáculo. La mala conciencia no me hacía perder el juicio hasta el extremo de pararme allí y sacar la cartera.
Otro día, por la tarde, cogí el metro hasta Bowling Green. Me trasladé allí para poner en práctica una sugerencia de Raúl. Desde la boca de metro me acerqué paseando hasta el ameno parquecillo en el que se alza el ahora irrisorio Clinton Castle, cuyos cañones antaño defendieran la isla, y desde ahí fui hasta la terminal del transbordador de Staten Island. En la travesía de ida el barco estaba lleno, pero en la de vuelta, que era la que me interesaba, no me costó hacerme con un buen puesto en la proa. Raúl me había recomendado tomar aquel transbordador porque en él, cuando navegaba desde Staten Island hacia Manhattan, era posible hacerse la ilusión de que se llegaba a Nueva York como habían llegado los antiguos inmigrantes, por mar. Los pasajeros del transbordador no tenían, desde luego, nada que ver con quienes abarrotaban las cubiertas de tercera de aquellos míticos buques transoceánicos. A la ida era gente que venía de trabajar y a la vuelta eran principalmente turistas, para quienes un mustio violinista interpretaba la melodía de Lope story y otras aún peores. Por eso había que irse a la proa, donde uno podía aferrarse a la barandilla y olvidarse hasta de los reporteros improvisados que a un par de metros disparaban sus cámaras fotográficas.
Como postal, desde luego, no tenía precio. Desde Staten Island, los edificios de Manhattan parecen emerger directamente del mar, y esa impresión se mantiene durante bastante rato a lo largo de la travesía. En aquel atardecer de noviembre el viento azotaba con furia nuestras caras mientras el barco progresaba lentamente hacia la ciudad de cristal y acero que se anaranjeaba a lo lejos. Abajo la quilla rompía el agua en un surco de espuma y sobre nuestras cabezas planeaban las gaviotas. A medida que nos aproximábamos a la estatua de la Libertad traté de imaginar lo que pasaría por el pensamiento de aquellos hombres y aquellas mujeres de Italia, de Irlanda, de Alemania, de Suecia, al divisar el símbolo del nuevo mundo donde les aguardaba la fortuna o el oprobio y a menudo las dos cosas. A su vista no se ofrecía la altura de las Twin Towers, omnipresentes ahora sobre Lower Manhattan, pero Brooklyn, donde muchos iban a vivir, no debía verse muy diferente de lo que es hoy.
La estatua, que en tanto se navegaba hacia ella (con rumbo nordeste) era de un verde pálido y tenía una promesa en el rostro, se volvió en cuanto la rebasamos oscura y ajena, sobre el espejo de agua que refulgía a sus pies. Más allá de aquella silueta, para los emigrados de otrora, quedaba el hogar al que muchos nunca habían de retornar. Mirar hacia el mar desde detrás de aquella figura recortada en negro sobre el crepúsculo era como mirar hacia la patria, sintiéndose a la vez protegido e irreversiblemente privado de ella.
Aquella noche o un par de noches después le conté a Raúl que la imagen de la estatua de espaldas se me había antojado una especie de guardián, que dejaba entrar al extranjero pero requisaba su alma. El emblema, si se meditaba, tenía una repetida realización práctica: muchos seguían renegando con gozo de su nacionalidad cuando les ofrecían el codiciado pasaporte azul. Mi amigo asintió y juzgó, sin escandalizarse:
– ¿Por qué no? Puede que ésa sea la libertad que anuncian con su estatua, y también puede que baste y sobre así.
– Resulta un poco intranquilizador -opiné.
Raúl dejó escapar una de sus contadas sonrisas.
– Argumento a favor. Sólo los animales domésticos están tranquilos -dijo-. Los animales libres viven todo el tiempo solos y aterrorizados.
A medida que se iba echando encima el invierno, empecé a tener algunas dificultades para no aburrirme. Las excursiones se me agotaban, las películas y los espectáculos se repetían y en las bibliotecas me quedaba más tiempo oteando las manchas del techo del que dedicaba a pasar páginas en los libros. Llegué a comprarme un ordenador portátil, con el que me conectaba a la red en busca de pasatiempos, no importaba cuáles. Incluso me hice socio de un gimnasio. Mi actividad allí era muy modesta, pero al cabo de una hora y media de pesas y castigos siempre salía arrastrándome y al borde del colapso. Mientras remaba en alguno de aquellos bancos de tortura, procurando acompasar todos los músculos al rugido de la cadena que hacía girar un plato lastrado, contemplaba atónito a las graciosas sílfides, casi siempre rubias y no todas jóvenes, que se disciplinaban en las máquinas contiguas. Nunca atisbé una sombra de protesta en sus caras inexpresivas, aunque por los vientres fibrosos les chorrease en abundancia el sudor.
Pero las mujeres del gimnasio no eran nada al lado de las que me fue dado admirar una tarde de comienzos de diciembre, gracias a la oportunidad que se me proporcionó por mediación de Luis. Se organizaba un desfile de moda de verano, como correspondía a aquellas fechas, y el escultor llegó una noche con la noticia de que podía conseguir un puesto de mozo para otro. Ninguno necesitaba mayor incitación, pero se apresuró a añadir:
– Los desfiles de moda de verano son los mejores. Hay pases de bañadores y por tanto desnudos integrales en los cambios.
Inmediatamente se organizó un desesperado sorteo por el método de la pajita más corta, que resultó ser la mía.
La trastienda del desfile era un caos absoluto. Por ella se movía Luis con cierto desparpajo, pero yo era presa de la turbación más deplorable. Me mandaban de una parte a otra con encargos que luego resultaban inútiles, o tal vez era que yo no entendía bien, porque todos hablaban deprisa y con acentos que me costaba descifrar a la velocidad adecuada. Cuando llegaba a dejar algo donde no se había pedido, el responsable, alguna ejecutiva pálida y desnutrida o alternativamente un sujeto con aspecto de ángel del infierno, me insultaba y me apremiaba con frases sencillas que no podía malinterpretar:
– Take this fucking shit away!
En cierto modo, era edificante verse reducido a aquella mínima entidad de porteador eventual, a quien todos podían humillar resueltamente. En aquel sitio, yo era lo último entre lo último, muchos pisos por debajo de quienes me daban órdenes o me injuriaban y a varias galaxias de distancia de ellas, las que prestaban sus cuerpos suaves e interminables para que aquellos trapos pudieran salir del insulso estado que padecían en las perchas y se elevaran como nubes hasta el cielo de la perfección.
Ni siquiera poseía el status de Luis, a quien como temporero recurrente se le permitía acercarse a las diosas, aunque sólo fuera para recoger las ropas ya exhibidas antes de que las dejaran caer al suelo. Así y todo, desde mi posición podía ponderar la belleza alucinante que se ofrecía por doquier, con un descuido y una integridad tan pasmosos como indescriptibles. Me conmovió que fuera, contra pronóstico, un placer manchado de ambigüedad y casi de amargura. Aquellas muchachas de hermosura implacable no existían individualmente, sólo eran una congelación fugaz de la juventud eterna. La ensoñación, que era lo que rendía a todos, trascendía e incluso desdeñaba a las personas que habían sido designadas para encarnarla. Nadie amaba nada sino la ensoñación. Las personas, las mujeres que había debajo, iban a envejecer y a corromperse y para ese día amontonaban con mezquindad, como cualquiera, el dinero que les pagaban por mostrarse.
En algún instante me sentí perdido, en medio del rebaño de ninfas absortas y de la jauría que las rodeaba y conducía. Estaba muy lejos de cualquier lugar y cualquier momento en que hubiera podido creer que sabía adonde iba y por qué. Y de pronto, me di cuenta. En aquel sótano de la Quinta Avenida, desnudo ante mis ojos el milagro del que se alimentaban los sueños de tantos, tuve una visión del vacío que se había apoderado de la ciudad y del universo. Semejante vacío no podía, en rigor, ser otro que el de mi espíritu. Entonces temí por primera vez que acaso fuera esa nada, como un veneno o una purga, lo que andaba persiguiendo.