38030.fb2
De buena gana hubiéramos terminado esta obra con el capítulo anterior… Nada habría perdido en ello la dignidad del género humano (en cuanto pueden representarla personajes tan imperfectos y oscuros como Manuel Venegas y la Dolorosa), y mucho nos lo hubieran agradecido nuestros lectores predilectos…, que, si no son los más sabidos y leídos, tampoco son los de peor alma.
Pero hoy no tenemos la libertad discrecional del novelista: hoy somos esclavos de unos hechos desgraciadamente reales y positivos, y, por tanto, nos vemos en la dura obligación de referir aquí el trágico suceso que llenó de luto la ciudad aquel inolvidable día, y que sobrepujó a los deseos del mismo Vitriolo y a las aficiones románticas de la forastera.
No creáis, sin embargo, que la indicada catástrofe contradijo en el fondo, ya que sí en apariencia, el saludable concepto final que, a nuestro juicio, se desprende de lo que llevamos narrado hasta ahora. Antes bien, le sirvió de comprobación inmediata, demostrando cuán en lo cierto estuvo don Trinidad Muley al decir a Manuel Venegas, luego que se enteró de que había perdido la fe religiosa (cuya restauración por el sentimiento apenas se había iniciado después de su pobre alma): «¡Ya serás del último que llegue!…» Esto es: ya no tendrá para ti más autoridad el bien que el mal; ya no servirá de límite a tu soberbio albedrío el angosto cauce de la obediencia; ya caerás en todos los abismos que te atraigan.
Pero dejémonos nosotros de estas filosofías o teologías, cuyo esclarecimiento no nos incumbe, y, reduciéndonos al humilde oficio de narradores de hechos consumados, volvamos a aquella Plaza de la ciudad moruna, de donde acaba de salir para su voluntario destierro nuestro inculto y apasionado protagonista.
Poquísima gente quedaba ya en ella. Antonio Arregui, cuya austeridad de carácter conocemos, no había tardado en alejarse de aquel sitio, rehuyendo conversaciones ociosas o dañinas.
Don Trinidad Muley había hecho lo propio, anunciando que iba a meterse en la cama, pues con tantas fatigas y emociones, aumentadas por el dolor de ver partir para siempre a su adorado Manuel, sentíase muy mal, y creía que estaba amenazado de un tabardillo. El septuagenario capitán le dio el brazo y se marchó con él, jurando no volver más a la puerta de la botica. Y con todo esto, se disolvió el concurso, y cada cual tornó a sus quehaceres ordinarios, despidiéndose, empero, unos de otros, «hasta la tarde, en la rifa», no obstante el escaso interés que ya les ofrecía la fiesta.
En cuanto a Vitriolo, cualquiera habría dicho que una especie de vértigo lo dominaba, pues no hacía más que dar vueltas y vueltas en la trasbotica, mirando al suelo, como si invocase al infierno, mientras que sus labios proferían imprecaciones tan espantosas y repugnantes contra Soledad, contra Antonio, contra Manuel, contra el capitán y contra el cura, que, de todos sus discípulos, solamente uno le seguía fiel y le acompañaba. Los demás se habían marchado en pos del ideólogo Paco Antúnez, proclamando que no querían servir de juguete a viles pasiones; que ellos eran incrédulos, pero no criminales, y que harto claro veían que el desalmado farmacéutico, más que adversario de la fe en Dios, era enemigo de la especie humana, y muy particul armen te de aquellos individuos que se interponían entre él y la Dolorosa, contra la cual continuaba sintiendo todos los furores del amor y la desesperación.
Al único discípulo que permanecía fiel a Vitriolo lo conocemos ya moralmente, por un conato de fechoría que el capitán estorbó la tarde antes echándole mano al pescuezo en la calle de Santa Luparia. Filemón se llamaba aquel celoso voluntario de la maldad, cuyo nombre de pila ha conservado la Historia por la odiosa resonancia que al cabo logró esta otra tarde, y si no conserva también su apellido, como el de Juan Bautista Drouet, débese a la sencillísima razón de que nuestro inmundo personaje era expósito.
– ¡Cálmate, Vitriolo! -decía Filemón a su maestro-. ¡Yo no te abandonaré jamás, como esos traidores que se han ido con Paco Antúnez! ¡Yo tengo también en el alma mucha amargura que escupir al mundo, y te seré fiel hasta la muerte!
– ¿Qué me importa? -chilló el miserable, llorando, no lágrimas, sino verdadero vitriolo-. ¿Crees que lloro porque esos necios me han abandonado? ¿De qué me estarían sirviendo ahora? ¿De qué puede servirme ya nadie? ¿De qué me sirve la vida? ¡Mi llanto es de cólera contra la imbecilidad y cobardía de todos los hombres!
En este momento llamaron al mostrador.
Filemón se asomó, y dijo a Vitriolo:
– Sal a despachar.
– ¡No despacho! -respondió el farmacéutico.
– ¡Mira que es la Volanta!…
– ¡Ah! ¡La Volanta! ¡Que entre! ¡Que entre! ¡Es el último recurso que me queda!
La bruja entró jadeante, sin aliento, bañada en sudor, y se dejó caer en una silla. En sus verdes ojos relucía tanta perversidad en acción, que Vitriolo columbró un rayo de esperanza. Diole, pues, a falta de aguardiente, un poco de espíritu de vino con agua y jarabe, y le dijo en son y estilo de cómitre:
– ¡Vamos pronto! ¡Desembucha! ¡Tú tienes algo que contarme!
La Volanta miró a Filemón.
– ¡Descuida! -añadió Vitriolo-. ¡Éste es de los buenos, y podrá ayudarnos si hay algo que hacer! Conque ¡habla!
– ¡Deja que pueda respirar!… -resolló al fin la vieja-. Vengo reventada de correr detrás de ese demonio…, y lo peor es que no he conseguido que oiga mis gritos.
– ¿De quién se trata?
– ¿De quién se ha de tratar? ¡Del Niño de la Bola!
– ¡Cómo! ¿Tú deseabas hablarle? ¿Tenías acaso algo que decirle? ¿De parte de quién?
– ¡Conque no has observado nada! ¡Conque no me viste cuando me acerqué a él y se atravesó el cura!… ¡Me alegro! ¡Así te cojo más de nuevas, y me pagarás mejor mi secreto!
– ¿Qué secreto? ¡Dímelo pronto, ruin hechicera, o te estrujo hasta sacártelo!
– ¡Así me gusta a mí la gente! ¡Con entrañas! Dame otro poco de esa bebida, ¡que está buena!… Pues, señor: recordarás que esta madrugada me fui de acá cerca de las cuatro, después de referirte lo que ocurría en casa de Manuel, a contárselo a Soledad, quien me aguardaba para salir de dudas acerca de si se iba o no se iba hoy del pueblo su antiguo amante. También era mi objeto decir a Antonio Arregui, por consejo tuyo, que su suegra y su hijo estaban pasando la noche en casa de Manuel Venegas.
– Bien, ¿y qué? ¡No me desesperes!
– ¡Vamos despacio, que no soy costal! Llegué a casa de la Dolorosa, que lo tenía todo preparado para que me abrieran la puerta sin que lo notase su marido… (¡Una vez dentro, no había cuidado; pues, como duermo allí muchas noches, mi presencia en la casa no podía chocar a nadie!) El bueno de Antonio no se había desnudado, y estaba abajo, en su despacho, paseándose como un basilisco, a causa de haber recibido a prima noche contestaciones muy agrias de su mujer (quien, como sabes, lo domina completamente), sobre si ésta había llorado o no había llorado en la procesión… Es decir, que, por medio de aquella pelea, había conseguido la muy pícara lo que deseaba, que era desterrar al pobre marido de la cama de matrimonio, a fin de esperarme sola… y dispuesta a todo… Con este mismo objeto había hecho que la madre se llevase a su casa el niño, diciendo que aquél era el mejor modo de destetarlo…
– ¡Acaba, con cinco mil demonios!
– ¡Allá voy, hombre! ¡Allá voy! Pues, señor: encontré a doña Dulcinea metida en la cama, con muchos encajes y moños, según costumbre, pues es presumida y orgullosa hasta cuando duerme, y con dos ojos abiertos como los de una lechuza, aguardando las noticias que yo debía de darle sobre su adorado tormento. ¡Siempre te dije que la Dolorosa no había nacido para mujer de bien! ¡Es hija de Caifás, y basta! ¡La triste comida que me da, en cambio de las fincas que me robó su padre tengo que tragármela revuelta con mis burlas o insultos acerca de mi afición a beber una gota de lo blanco, y, desde que no vive con su madre, la mayor parte de los domingos se queda sin misa!…
– ¡Lo mismo haces tú, y las dos hacéis bien!
– Pues atiende, que ahora entra lo bueno. «¡Ay, Lucía! ¡Cuánto has tardado! -me dijo al verme-. ¿Se va el pobre Manuel? ¿Nos dejará vivir en paz? ¿Lo ha convencido el cura?»
– «Ahora mismo acaba de convencerlo -le respondí- y creo que marchará hoy por la mañana.» «¡Hoy por la mañana! -gritó hecha una loca-. ¡Eso no puede ser!… ¡Tú no sabes lo que te dices!…» Contéle entonces todo lo que había presenciado en casa del mozo, y, según yo le iba hablando, ella se ponía unas veces muy afligida y otras muy furiosa, hasta que al fin se tiró de la cama, hecha un sol… (¡porque lo que es a mujer y a bonita no le gana nadie!), y me dijo, dándome un abrazo tan apretado como si yo hubiera sido él: «Lucía, ¿cuento contigo? ¿Puedo fiarme de ti? ¿Puedo poner en tus manos mi vida y mi honra?» ¡Figúrate lo que le contestaría! ¡Ya la tenía agarrada para siempre!… Así es que no omití medio de tranquilizarla acerca de mi lealtad. Púsose entonces un vestido blanco: se calzó las chinelas, y comenzó a escribir a toda prisa…
– ¡Dame esa carta! -prorrumpió Vitriolo-. ¡No tienes que decirme más! Adivino el resto… La carta es para Manuel Venegas, y tú no has podido entregársela por más que has corrido… ¡Has hecho bien en traérmela! ¡Dámela ahora mismo!
– ¿Qué significa eso de dámela! -replicó la bruja-. ¡Antes tenemos que ajustar cuentas!
– ¡Dame la carta! -bramó Vitriolo, fuera de sí.
– ¡Ca! ¡No te la doy! Si no he logrado entregársela a Manuel, ha sido porque Soledad empezó y rompió tantos papelotes antes de escribir éste, que, cuando salí a la calle, después de hablar con Antonio, eran ya las cinco y media, y el cura no me ha dejado después acercarme a su protegido… Pero ¡entregártela a ti!… ¡Qué disparate! ¿No ves que en esta carta tengo un capital?… ¡Figúrate cuánto dinero me dará Soledad por recogerla! Ahora, como no sé leer, necesito que tú me enteres de su contenido, para calcular qué punto compromete a doña Zapaquilda.
– ¿Quieres que se la arranquemos? -preguntó el expósito al boticario.
La vieja saltó como una víbora, y sacó una navajilla, diciendo:
– ¡Al que se acerque a mí, lo abro en canal! ¡Vaya un amigo que te has echado, Vitriolo! ¿No sabes que es jugador con barajas compuestas? ¿No sabes que vive de robos como el que acaba de aconsejarte?
Vitriolo replicó secamente:
– ¡Te compro la carta! Tengo algunos ahorros de mi sueldo… ¿Cuánto quieres por ella?
– Esa es otra conversación. ¡No te la doy por menos de tres duros!…
– ¡Aquí los tienes! -repuso el boticario-. Venga el papel.
– ¡Toma y daca! -exclamó la vieja, riéndose y guardando la navajilla.
Vitriolo abrió el pliego, cuyo sobre no tenía nada escrito, y lo primero que hallaron sus ojos fue un retrato en miniatura, que representaba a un arrogante caballero de treinta a treinta y cinco años.
– ¿Quién es este hombre? -preguntó a la Volanta-. ¡Se parece a Manuel Venegas!
– ¡Toma! ¡Como que es su padre!
– ¿Y quién se lo ha entregado a Soledad?
– ¡Mira tú! ¡La Justicia! ¿No sabes que todas las fincas, muebles y efectos de don Rodrigo fueron a poder de don Elías?
– Es verdad… Leamos.
Vitriolo devoró con los ojos la carta de la Dolorosa, y una alegría satánica, mezclada a veces de dolor, fue pintándose en su lúgubre rostro a medida que avanzaba en la lectura. Acabóla al fin, y, dando un alarido de feroz complacencia exclamó, volviendo a pasearse:
– ¡Ni el demonio! ¡Ni yo mismo! ¡Nadie hubiera inventado arma tan espantosa ni tan eficaz! Lo que ni el público, ni los celos, ni la llamada honra, ni la ira, ni las palabras empeñadas lograron de Manuel Venegas, lo conseguirá este papel, lo conseguirá el amor. ¡Oh, cómo le quiere la malvada! ¡Y cómo lo precipita en el abismo! ¡Yo completaré la obra de esa imbécil, que toma al hijo de don Rodrigo por un adúltero vulgar!… ¡Ahora mismo… Lucía!… Ve a casa del alquilador de caballos, y dile que ensille uno para Filemón, quien irá a montar en seguida…
– Todo eso está bien… -observó la bruja-. Pero, ¿qué le digo a Soledad de su carta?
– Tienes razón… ¡Hay que sostener su esperanza para que no deje de ir a la rifa! Pues bien: dile que, no habiéndote sido posible acercarte a Manuel, se la has remitido con un posta, el cual te ha jurado darle alcance y entregársela en el camino… Corre, pues… ¡No tardes! Dile al alquilador que el caballo sea fuerte y bueno… Filemón te sigue…
La Volanta. salió corriendo.
– Oye, amigo mío… -prosiguió Vitriolo, adoptando un tono muy solemne-. Oye esta carta, y verás cuán importante es el papel que te toca representar hoy… ¡Hoy vas a eclipsar la gloria de aquel célebre Drouet, a quien siempre he envidiado, que llevó espontáneamente a Varennes la noticia de la fuga de Luis XVI! ¡Oye, y verás cómo podemos ganar esta tarde la batalla que perdimos esta mañana! Yo estaba hace poco como Napoleón, a las tres de la tarde, en Marengo: perdido, derrotado, retirándome…; cuando he aquí que acaba de llegar en mi auxilio el general Desaix con sus divisiones de refresco, diciéndome que aún es posible revocar el fallo de la fortuna; que aún tengo tiempo de ganar una nueva batalla… ¡Eso es para mí esta carta de la Dolorosa! ¡Tiemble, pues, la ciudad! ¡Tiemble el universo! ¡El triunfo va a ser de Vitriolo!
– Pero léeme la carta… -dijo Filemón-. Quiero graduar la importancia de mi obra…
– ¡Es verdad! Leamos otra vez su carta… -;repuso ferozmente el maestro-. ¡Hay venenos que sirven de medicina, y eso me pasa a mí con éste! ¡Oye, y espántate del abismo que puede ocultarse debajo de un rostro de Dolorosa!
La carta decía así:
«Manuel:
»No puedo ni debo callar más… No quiero que te ausentes maldiciendo mi nombre, ni que me recuerdes con odio el resto de tu vida, cuando Dios sabe que no merezco tu maldición ni tu aborrecimiento, sino que me tengas tanta lástima, como yo a ti.
»Ayer tarde en la ermita y esta noche en tu casa te habrá suplicado mucho mi madre que te alejes de mí para siempre y que me olvides; y aun puede ser que haya tomado mi nombre al rogártelo… Mi mejor gusto habría sido que no te aconsejara tal viaje… Pero ¿cómo decir a mi madre lo que te voy a decir a ti?
»Por eso me he resuelto a escribirte esta carta, que no debes dudar es de mi puño y letra, pues ya ves que te incluyo, como señal, un objeto para ti muy conocido y que sólo yo podía poseer, cual es un retrato de tu padre, que encontramos en uno de los muebles de su pertenencia, y que de todos modos tenía pensado devolverte, con cuanto fue tuyo, inclusas las fincas. Así lo habían resuelto mi conciencia y mi voluntad desde que en mis primeros años supe de ciertas cuestiones de dinero…
»Manuel: no extrañes nada de lo que te llevo dicho ni de lo que me resta que decirte. No extrañes tampoco que te hable de tú. También me tuteaste tú a mí la única vez que me has dirigido la palabra… Y, además, ¿para qué seguir ocultándolo? ¿Para qué mentir o callar, cuando mis ojos me han vendido siempre, como mis lágrimas me vendieron esta tarde?… ¡Mi corazón es tuyo, Manuel!… Mi corazón es tuyo desde que, a la edad de ocho años, me acostaron en el lujoso catre en que tú habías dormido tanto tiempo y de que acababas de ser despojado… Yo pasé muchas noches en vela, pensando en que tú, huérfano y pobre, estarías maldiciéndome y despreciándome a aquella misma hora, recogido por caridad en un lecho ajeno… ¡Sí, Manuel mío! Desde entonces es tuyo mi corazón; es decir, desde antes de conocerte, desde que supe que existías y me contaron tus desgracias… Después te vi…, ¡y nada tengo que decirte que no te revelaran primero los ojos de la niña y luego los ojos de la mujer!…
»¿Es culpa mía que tu ausencia haya durado ocho años? ¿Sabes tú lo que yo he padecido durante ellos? ¿No conocías el alma de hierro de mi padre? ¿Ignoras que me vi encerrada en un convento, y que ya vestía el hábito de novicia cuando accedí a casarme, no sé con quién, con cualquiera, con el primero que me pretendió, a fin de evitar que, a tu vuelta, me encontraras separada de ti por los muros de un claustro, que ni tan siquiera nos habrían permitido vernos…, como nos veíamos antes de tu viaje?
»Pero, aunque el infortunio me haya obligado a casarme con otro hombre, ¿no me conoces, Manuel? ¿Has dejado de leer en mi corazón con tanta claridad como cuando decías a todo el mundo: Yo sé que me quiere; yo sé que es mía? Y si me conoces, ¿por qué te marchas? ¿Por qué te marchas desdeñándome, aborreciéndome, sin dignarte lidiar contra la nueva desdicha que nos separa en apariencia, y dejándome reducida a vivir y morir con este hombre que no conozco, que no me conoce, y que no quiero ni podré llegar a querer nunca? ¿Por qué me castigas tan duramente, entregándome al ludibrio de un pueblo que siempre me había coronado con la diadema de tu amor?
»¡Ingrato! ¡Cruel! ¡Pagarme con tanto desvío y tanta injusticia, cuando llevo diecisiete años de aguardarte! ¡Irte, primero por ocho años, y ahora para no volver jamás, sin comprender que, desde el primer día de mi juventud, al verme tan separada de ti por el destino, te sacrifiqué mi recato, mi honra y mi vida! ¡Loco! ¡No buscarme nunca en secreto! ¡Buscarme siempre en presencia del público! ¡Figurarte que era menester ir América a conquistar un millón para llegar hasta mí, para enseñorearte de mi cariño! ¡Creer ahora que hay necesidad de matar a nadie, que hay que estremecer al mundo, que hay que vencer ningunos obstáculos, para triunfar, al cabo, de los rigores de nuestra suerte y convertir en dulce realidad todos los sueños de nuestra vida! ¡Obligarme a decirte, loca de amor y llena la cara de sonrojo, lo que a ti te tocaba pensar, decir y hacer, sabiendo, como sabes desde el primer día que me viste, que eres el rey de mi alma y de todo mi ser…, el único hombre que he amado y que podré amar, el único que puede darme la vida o la muerte!
»¿Lo ves, Manuel mío? ¿Lo ves? ¡Tu pobre Soledad ha perdido la razón! ¡Tu Soledad, desesperada al saber que la abandonas para siempre, te escribe delirando, muerta de amor, sin orgullo, sin reserva, como la esposa al esposo de su vida:… ¡Ah! ¡No te vayas! ¡Ven! ¡Perdóname! ¡Compadéceme! ¡Restitúyeme tu corazón, aunque después termine nuestra existencia!
»SOLEDAD.»
– ¡Tremenda carta! -exclamó el cunero.
– ¡Pavorosa! -respondió Vitriolo-. ¡Obra maestra de dos formidables pasiones, o sea del orgullo y de la lujuria! ¡La inicua se casó con Antonio Arregui para que no se dijese que yo era el único hombre que se había atrevido a desafiar las iras del Niño de la Bola con tal de poseerla, y hoy entrega un puñal a éste para que no se diga que se marcha despreciándola y sin otorgarle los honores de asesinar a Antonio! Hasta aquí, el orgullo. En cuanto a lo demás, hay que leer las cartas de Mirabeau y Sofía para hallar tamaña lujuria… ¡Y pensar que todavía la adoro!
Filemón repuso:
– Si enviaras este papel a Antonio Arregui, mataría a su mujer, y tú saldrías de penas…
– ¡Ya he pensado en eso! Pero ¡no me acomoda! -respondió Vitriolo con horrible frialdad-. Lo que yo necesito es que Antonio muera asesinado por Manuel, y que a Manuel le dé garrote el verdugo. De este modo, la execrable viuda, sola y deshonrada, será tan infeliz como yo. Además, como el triunfo religioso del cura consiste en la pacífica marcha del hijo de don Rodrigo, es de absoluta necesidad que el hijo de don Rodrigo vuelva… ¡y mate!
– Tienes razón… ¡Trae la carta! El caballo estará ya dispuesto…
– ¡Toma…, toma, hijo mío! -exclamó Vitriolo con siniestro júbilo-. La gloria de la filosofía y mi apetecida venganza están en tus manos… Yo creo que lograrás dar alcance a nuestro héroe en alguna de las primeras ventas… El insensato lleva tres días sin comer ni dormir, y sus fuerzas no pueden menos de tener límite, como todas. Además, el maletín de la montura (atestado de oro, según me ha dicho la Volanta) impedirá a su caballo correr mucho. Cuando lo encuentres, le dices que estás empleado en la fábrica de Antonio Arregui, y que su señora te ha confiado esa carta con el mayor secreto. En seguida le contarás, como de tu cosecha, que Arregui fue ayer a desafiarlo a Santa Luparia, y que por eso corría tanto la procesión y lo encerraron a él en la sacristía; le dirás asimismo que esta mañana venía también Antonio a provocarlo, y que, a ruegos de don Trinidad, desistió de ello; le dirás, por último, que Soledad y su marido van esta tarde a la rifa, y que el orgulloso fabricante se ha ufanado hoy, en calles y plazas, de haber hecho huir al temido Niño de la Bola… ¡Ah! Se me olvidaba lo principal… Procurarás hacerle creer que don Trinidad cuenta hoy que el Niño Jesús dirigió anoche la palabra al indiano, para ordenarle que se marchase del pueblo y le dejase todas sus joyas al cura, con autorización de disponer de ellas a su antojo. En fin: inventa, discurre, miente… ¡Todo es lícito cuando se trata de salvar la sociedad!…
– Descuida, maestro, descuida. Sé lo que tengo que decir… -respondió Filemón, dándole la mano-. Hasta la tarde, si es que alcanzo hoy a Manuel Venegas. Y si no le alcanzo hoy, ¡iré en su busca al fin del mundo!
– ¡Eres todo un hombre! ¡Cuando yo falte, tú heredarás mi magisterio! -exclamó Vitriolo, acompañándole hasta la puerta de la botica y abrazándole paternalmente.
Y luego que lo vio desaparecer, añadió con acento lúgubre:
– ¡Soledad! No dirás que te olvido… Tú echaste mi carta a un perro para que la comiera… ¡Yo he echado la tuya a un tigre furioso!… ¡Estamos en paz, alma de mi alma!
Aquel mismo sol cuyos matutinos rayos habían alumbrado la solemne y conmovedora partida de Manuel Venegas, continuaba a las tres y media de la tarde la majestuosa marcha, llevando en pos de sí las horas póstumas y sobrantes de un día al parecer ya inútil, cuyo interés y juicio histórico dieron por concluidos tan de mañana todos los habitantes de la ciudad.
Obedeciendo, empero, la mayoría de éstos a la ley de inmemoriales costumbres, habían acudido, después de comer, a aquel anfiteatro de amarillos cerros, cuajados de habitadas cuevas, donde, como todos los años en tal fecha, debía celebrarse el baile de rifa del Niño de la Bola, y donde ocho años antes tuvo lugar la fatal subasta en que el hijo de don Rodrigo fue derrotado por don Elías Pérez.
No sólo este acaudalado sujeto, sino otros muchos ricos y pobres de los que allí vimos, habían muerto desde 1832 a 1840. En cambio, innumerables niñas y niños de entonces eran ya mujeres y hombres hechos y derechos; muchos solteros y solteras se habían casado y tenían hijos, y no pocos padres y madres a quienes conocimos frescos y buenos mozos, figuraban ya entre los viejos y los abuelos… Por consiguiente, el cuadro venía a ser el mismo, a primera vista y en conjunto, aunque hubiese variado en individuales pormenores.
Allí, en efecto, había, como antaño, clérigos y cofrades, soldados y bailadoras, señores y plebe: allí se veían, a la puerta de las oscuras cuevas, hileras de sillas ocupadas por lujosas damas y endomingados caballeros: allí resaltaban, a la luz del sol, los animados colorines de los pañuelos y sayas de criadas y labriegas, los pintarrajados chalecos y fajas encarnadas de los hombres del pueblo, las medias blancas de trabilla de los que llevaban calzón corto, los refajillos colorados de las niñas pobres y descalzas que no tenían vestido, y las cobrizas carnes de los chicuelos que no tenían ninguna ropa…
También se veía allí, sobre una mesa con mantel de altar, la reluciente figura del Niño Jesús, adornada con todas las alhajas que le había regalado pocas horas antes Manuel Venegas, cuyo puñal indio, de pomo de oro con piedras preciosas, seguía a los pies de la bella efigie, como pintan al dragón del pecado a los pies de la Virgen María.
Las gentes contemplaban llenas de asombro y curiosidad, y muy reconocidas al cielo, aquellas valiosas ofrendas de la mayor ira, trocada de pronto en cristiana mansedumbre… Indudablemente, la idea de este maravilloso cambio llenaba, en la imaginación de tanto morisco ganoso de emociones extraordinarias, el vacío resultante de la transacción llevada a término por la caridad de don Trinidad Muley. ¡Habíase frustrado la tragedia, pero quedábales un poema religioso!
Sin embargo, y aunque difícilmente hubieran podido explicar la causa, hallábanse desanimados y tristes… Acaso les acontecía lo contrario que a Manuel Venegas, y así como él tenía caridad sin fe, ellos tenían fe sin caridad… O puede que todo consistiera en que los canónigos, a quienes se aguardaba para empezar la fiesta, no habían llegado todavía, o en que también faltaba de allí nuestro amigo el veterano capitán, que solía ser el gran jaleador del baile y de la rifa, o en que había cundido la infausta nueva de que don Trinidad Muley se hallaba enfermo en cama con una fuerte calentura, y había llamado a un escribano para hacer testamento, como cesionario de la mayor parte de las riquezas de su antiguo pupilo.
La llegada de don Trajano y de la forastera, seguidos de doña Tecla, de Pepito y otros tertulios, alegró algo a los demás concurrentes, quienes, como de costumbre, pasaron minuciosa revista al traje, al peinado y a los adornos de la elegantísima prima del marqués, tratando de aprendérselo todo de memoria.
Muy hermosa y gallarda iba, a la verdad, aquel día, con su vestido de gro celeste y su mantilla de blonda negra, que más bien servían de realce que de disfraz a las arrogantes líneas de su cuerpo; pero inútil era que las beldades del país tratasen de copiar lo que en aquella mujer de raza, educada por las sílfides de la moda, constituía ya segunda naturaleza.
Tampoco fuera oportuno que nosotros nos detuviésemos en este acelerado epílogo a relatar todo lo que hablaron allí la madrileña, don Trajano y Pepito acerca del chasco dado por Manuel a la expectación pública. Sólo diremos que la deidad proclamó repetidas veces que aquel desenlace había sido muy frío, y que, si como cristiana se felicitaba íntimamente del buen término del asunto, como artista no podía menos de declarar que todo aquello era prosaico y vulgarísimo, y nada propio de un héroe llamado Niño de la Bola.
– En fin… -concluyó diciendo-, ¡el drama no ha resultado romántico!
– ¡Tiene usted más razón de lo que se figura! -contestó el señor de Mirabel-. ¡Para drama romántico le faltan tres o cuatro crímenes! En compensación… usted misma lo ha dicho: su desenlace ha sido eminentemente cristiano.
– ¿Y qué tiene que ver el arte con el cristianismo? -replicó la sabia forastera.
– El arte romántico, ¡nada! -expuso el jovellanista-. Precisamente es hijo de la soberbia y la impiedad, y no admite más culto que el de la mujer y el de la venganza… ¡Los románticos son idólatras de sí mismos, de sus pasiones, de sus afectos, de sus amarillentas adoradas y de otras pobrezas terrenales ejusdem jurfuris!
– Don Trajano debe de tener razón… -observó el hipócrita Pepito-; pues por ahí se dice que los más irritados con la solución amistosa del tal drama son los incrédulos de la botica.
– ¡Terrible gente! -respondió el jurisconsulto, alzando mucho las cejas-. A mí no me asustan los milicianos nacionales… ¡Ya vieron ustedes ayer qué entusiasmados y devotos iban en la procesión!… ¡Estos progresistas son buenos en el fondo! Pero ¡esa gentecilla nueva, que no cree en la divinidad de Jesucristo, representa un gran peligro para el porvenir!
– Oye una palabra, Trajano…, con permiso de los señores. -dijo en esto aquel otro viejo, también moderado jovellanista, que la tarde antes vimos con él en un balcón.
Y arrimando la boca al oído del discípulo de Moratín, añadió lo siguiente.
– ¡Esa gentecilla que dices, es nuestra legítima heredera!… Nosotros, con todos nuestros pergaminos y sangre azul, fuimos, cuando jóvenes, partidarios de la Razón, del Buen Sentido, y hasta de aquel Ser Supremo que sustituyó al antiguo Jehová;… ¿No te acuerdas?
Y al hablar de este modo, el viejo se reía.
– ¡Eso no se dice! -gruñó don Trajano de muy mal humor.
– Te lo digo a ti…
– ¡Ni a mí tampoco! ¡Ni a ti mismo!… Y verás cómo, con el tiempo, te acostumbras a creer que tienes otras ideas.
Peliagudo se había puesto el negocio cuando quiso Dios que llegaran a la rifa Antonio Arregui y la Dolorosa, cortando con su presencia aquella y todas las conversaciones pendientes, muy menos interesantes que las mismas personas que les servían de asunto.
Antonio iba sumamente descolorido y turbado, pero más obsequioso que nunca con su mujer, como haciendo público alarde de dicha o buscando una verdadera reconciliación.
Soledad no parecía la misteriosa esfinge de siempre. Por el contrario, mostrábase inquieta, miraba a todos lados, y sus ojos no eran ya mudos abismos llenos de sombra, sino volcanes de amor en actividad… Dijérase que el preconcebido adulterio acechaba desde ellos a la honradez para herirla por la espalda.
Vestía de blanco como una novia, sin que su elegancia y donaire tuviesen nada que envidiar a la forastera. Una toca negra de encaje hacía resaltar dulcemente la blancura de su muy descubierta garganta, así como los hilos de perlas que le servían de brazalete pardeaban al querer competir con sus nevados brazos. Estaba hermosísima: la tentación no se mostró nunca en más temible forma.
No al lado de su adorada hija, sino al lado de Antonio Arregui, habíase sentado la señá María Josefa, muy acabada por aquellos dos días de mortal zozobra, pero aún vigilante y en la brecha, como si la alarmasen tristes presentimientos. Honor y dechado de un sexo que tan desventajosa representación tiene en esta reducida historia aquella noble mujer, que no admitió, cuando moza, los amorosos obsequios de su millonario señor sino con el debido aditamento de su mano y de su nombre; la que después hemos visto esposa fiel, paciente y trabajadora; la madre amantísima; la amiga de los necesitados, no podía menos de hallar, y halló efectivamente aquella tarde, miradas de compasión y reverencia en otras mujeres de bien; condigno premio de un largo heroísmo; elogio fúnebre, no muy anticipado por cierto, de la que había de morir a los pocos días.
Llegaron, al fin, los canónigos, justificando su tardanza con la solemnidad de las Vísperas que acababan de rezar en conmemoración de no sé qué difunto monarca, vencedor de los mahometanos, e inmediatamente comenzó la rifa, seguida del baile; este último, al son de instrumentos moriscos, o sea de guitarras, platillos, carrañacas y castañuelas, como antes de la Conquista.
Las parejas de danzanines no se concertaron en virtud de puja, sino espontáneamente, formándolas, por tanto, mozas y mozos de la clase baja, al tenor de sus inclinaciones, de donde sólo hubo que admirar el rumbo de tal o cual refajona metida en carnes y de coloradas mejillas que se movía como una peonza, o las primorosas y continuas mudanzas con que la obligaba algún pinturero bailador de zapatos blancos.
Respecto de la rifa, era mucho menor el interés del señorío, pues no se subastaba otra cosa que los hilos de marchitas uvas, las tortas de pan de aceite y las panojas de arrugadas peras, manzanas, todo allí de manifiesto, que habían regalado los devotos al Niño Jesús.
De esta manera llegaron las cinco de la tarde, y ya se disponían a regresar a la ciudad algunas familias acomodadas, entre ellas la de Antonio Arregui, cuando de pronto se notó en las más distantes y encumbradas cuevas una vertiginosa agitación, acompañada de gritos de mujeres y niños que decían:
– ¡Manuel Venegas! ¡Manuel Venegas! ¡Allí viene! ¡Ya cruza las viñas! ¡Pronto llegará aquí!
Un rayo que hubiese caído en medio de la multitud no habría causado tanto pavor. Todo el mundo se puso de pie; cesaron la música y el baile; corrieron gentes al encuentro del temido joven, guiándose por las indicaciones de los que lo veían, pues llegaba por camino desusado; huyeron otras personas en sentido opuesto, como para librarse de la tormenta que se cernía en los aires…, y aun hubo algunas que hablaron de ir a buscar a don Trinidad Muley…
Antonio Arregui era el único que permanecía sentado, o, por mejor decir, que había vuelto a sentarse al oír aquel temeroso anuncio. Estaba lívido, pero resuelto, callado y como indiferente a lo que sucedía. La señá María Josefa le decía llorando:
– ¡Vámonos! ¡Vámonos a casa! ¡Piensa que tienes un hijo!
Otras mujeres y hasta algunos hombres se ofrecían a esconderlo en tal o cual cueva.
Las autoridades procuraban tranquilizarlo, diciéndole que ellas estaban allí.
Antonio no contestaba a nadie.
Soledad, de pie, silenciosa, terrible, parecía aguardar la resolución de su marido.
– ¡Siéntate! -díjole éste con desabrido tono y sin mirarla.
Soledad obedeció con indiferencia.
Y las autoridades y demás mediadores se retiraron de él con frialdad, en vista de que nada les respondía, yendo el alcalde a consultar el caso con el jefe de su partido, o sea con nuestro don Trajano, a quien debía la vara.
El jurisconsulto informó que no podía prenderse a Manuel Venegas mientras no cometiese delito o conato de él, pero que había que vigilarlo mucho, así como a Antonio Arregui.
La forastera, que, aunque algo asustada, estaba en sus glorias, opinó lo mismo.
Entonces rogó el alcalde a todo el mundo que se sentara, y mandó que prosiguiesen la música y el baile, como, en efecto, así se hizo, bien que sin ganas de los actores ni del público.
Entre tanto, ya había asomado Manuel Venegas, no por el camino de la ciudad, sino por lo alto de los cerros, cual si desde la vecina sierra hubiera bajado a campo traviesa para caer más pronto en aquellos parajes.
Venía a caballo, y faltábanle muy pocos obstáculos que vencer para entrar en camino expedito y plantarse en medio de la rifa.
La perplejidad del coro era inmensa, indefinible. ¡Había cambiado tantas veces de papel en aquel drama, que ya no sabía qué actitud tomar, ni discernía acaso sus propios sentimientos!
En esto llegó Manuel a la explanada que servía de teatro a la fiesta. Apeóse del caballo, cuya brida entregó al primer oficioso que se puso a sus órdenes, y, sin mirar ni saludar a nadie, se acercó al sitio en que se bailaba.
Antonio giró un poco sobre la silla, hasta dar la espalda al arrogante joven, como dejando el cuidado de su propia vida a la conciencia pública y a los representantes de la ley.
Manuel, demudado por cuarenta y ocho horas de constante martirio, febril, delirante, enloquecido por la carta de Soledad, miraba a ésta con la terrible audacia de siempre, y también con una especie de amorosa ufanía y declarado triunfo que pregonaban de un modo feroz, por lo ingenuo, la deshonra de Antonio Arregui, llenando de asombro a la concurrencia. ¡Indudablemente, si el esposo hubiera visto aquella mirada, su dignidad le habría hecho abalanzarse al temerario que así le ofendía!… Pero repetimos que Antonio no hacía caso alguno de Venegas, o, por lo menos, no le miraba.
Soledad, por su parte, tenía clavados los ojos en el suelo.
La madre era la única que lo veía todo y que temblaba como la hoja en el árbol.
También temblaban los circunstantes; y no fue uno solo quien murmuró en voz baja:
– ¡Esto es horrible! ¡Se masca la sangre!
Otros decían al mismo tiempo:
– ¿Habéis reparado? ¡Manuel trae dentro de la faja un par de pistolas.
Y, en efecto, todos advertían que su rico ceñidor de seda marcaba en la parte anterior de la cintura dos largos bultos que daban lugar a semejante suposición.
En fin: el caso era de lo más grave y comprometido que pudieron apetecer nunca los aficionados a querellas y desastres. Si Vitriolo hubiese estado allí, se habría bañado en agua de rosas.
Un buen hombre, el buñolero de la plaza, tuvo entonces la feliz idea de llamar hacia otro lado la atención de Manuel y de los espectadores, a fin de conjurar el conflicto.
– ¡Un real -exclamó- por que Manuel baile con la señora marquesa!
Y señalaba a la huéspeda de don Trajano.
El pensamiento fue muy aplaudido y despertó en la gente una deliberada alegría, que más bien era misericordia. La causa del bien acababa de ganar mucho terreno.
Nadie pujó en contra del piadoso anciano, y como la más vulgar cortesía vedaba a Manuel oponerse a bailar con tan noble señora, y, por otra parte, convenía a su propósito que la ley tradicional de la rifa fuese aquel día respetada ciegamente por todo el mundo, cedió al blando impulso con que lo animaban muchas personas y adelantóse hacia la forastera.
Esta no se hizo rogar y ya estaba de pie cuando Manuel llegó a ella sombrero en mano. Dirigió la beldad una amable sonrisa a nuestro héroe por vía de aceptación y saludo; tercióse la mantilla debajo del brazo, como si hubiese nacido en el propio Albaicín, y, tomando puesto entre las demás parejas, que hicieron alto inmediatamente para que la gentil madrileña y el famoso Manuel luciesen mejor su gallardía, rompió ella a bailar un fandango clásico, sobrio de mudanzas, pero voluptuoso como el que más, que arrancó mil aclamaciones.
Manuel apenas se movía. Hubiera podido decirse que únicamente oscilaba, atraído por las alternadas idas y venidas de la bella aristócrata, cuyo traje de seda crujía a cada garbosa contorsión de sus brazos y talle, como las lucientes escamas de elegante culebra que se yergue y enrosca alternativamente, queriendo fascinar a la ansiada víctima.
Pero el infortunado joven, a quien la negra suerte había reservado aquel último escarnio, no levantaba la vista del suelo.
Soledad aprovechaba en tanto la general distracción para devorar a su amante con los ojos… Seguía Antonio casi vuelto de espaldas a su mujer y al público… Y, como si todavía fuese posible que la comedia sustituyese a la tragedia, don Trajano y Pepito sentían unos celos feroces al pensar que no eran ellos idóneos para el personalísimo arte de Terpsícore.
Acabó de bailar la llamada marquesa y quedó, con los brazos medio tendidos, esperando el inexcusable abrazo de ordenanza. Manuel se detuvo cortado…, y ella permaneció también inmóvil, afectando pudor…
– ¡Que la abrace! -gritó el público.
Manuel avanzó tímidamente, y abrazó a la hermosa forastera entre los aplausos del gentío.
Tendió entonces Luisita la mano al joven para que la condujese a su sitio, y díjole a los pocos pasos, deteniéndolo:
– ¿Conque ya no se marcha usted? Vaya usted a visitarme, y hablaremos de América… Yo tengo intereses en Lima.
– Señora… -contestó Manuel lúgubremente-. ¡Lo que tiene usted, o ha tenido, es la crueldad de bailar con un cadáver!
La forastera sintió escalofríos de horror, y, soltando la mano del infeliz, lo saludó ceremoniosamente y corrió a su asiento.
– ¡Es un hombre finísimo!… ¡Un hombre delicioso!… -iba diciendo a izquierda y derecha para ocultar su miedo y su humillación.
En aquel mismo instante sonó una voz terrible, comparable a la trompeta del Juicio Final: la voz de Manuel Venegas, que decía:
– ¡Cien mil reales por que baile conmigo aquella señora!
Y señalaba a Soledad.
Todo el mundo se puso de pie, y Antonio el primero de todos. La gente menuda prorrumpió en vítores y aplausos.
Reinó, pues, una agitación indescriptible.
Manuel Venegas estaba plantado en medio de la explanada, solo, con los brazos cruzados, y fijos los ojos en la Dolorosa.
Esta y su madre contenían a Antonio, mientras que las autoridades, los prebendados, el señor de Mirabel y otras muchas personas de viso le decían que Venegas estaba en su derecho; que la petición era legal; que sólo podía rechazarse haciendo otra oferta mayor, pero que sería temeridad intentarlo, cuando aquel hombre poseía millones y estaba medio loco.
La gente de pelea y toda la chusma de chiquillos y pordioseros gritaban entre tanto:
– ¡Ya está dicho! ¡Cien mil reales! ¡Si el otro no da más, que tenga paciencia! ¡Vamos, señora; salga usted a bailar, que anochece! ¡El Niño Jesús es antes que todo! ¡Señor Arregui, aquí no se lucha más que con dinero! ¡Suelte usted la mosca o la mujer! ¡No hay escapatoria!
Antonio tuvo que desistir de su empeño de ir a concertar con Manuel un desafío a muerte, que era el plan que se deducía de sus medias palabras, y, apremiado por el mayordomo de la Cofradía, que gritaba con voz oficial: ¡Cien mil reales por que baile la señora de Arregui con don Manuel Venegas!, exclamó con irritado acento:
– ¡Todo mi caudal por que no baile!
– ¡Eso no sirve! ¡Esa proposición es nula! ¡Desde lo que pasó aquí hace ocho años, quedó establecido que sólo se admiten pujas de dinero presente! ¡Don Elías no le pagó a la Hermandad aquellos dos mil duros, y los cofrades tuvimos que pechar con las costas del juicio!
Así dijeron a Antonio en varias formas los gritos de la muchedumbre y hasta los discursos de importantes personas.
Manuel seguía impasible, esperando en su puesto.
Soledad había ya dicho a su marido:
– ¡Déjalo! ¡Bailaré! ¿Eso qué importa? ¡También ha bailado la prima del marqués!
– ¡No bailas! -replicó duramente Antonio.
– Dices bien… ¡Que no baile! -exclamó la señá María Josefa-. Vámonos a casa.
– ¡Eso es imposible! -repusieron los hombres graves y la autoridad-. ¡Hay que respetar las costumbres del pueblo! ¡Hay que evitar un motín! El Niño Jesús no puede perder ese dinero…
– ¡Iré a mi casa y a casa de mis amigos por todo el oro que pueda juntar…, y pujaré hasta las nubes!… -contestóles el digno riojano.
– ¡Locura! -arguyeron los otros-. ¡Pronto será de noche! Además, ¿cómo irse usted de aquí sin la señora? Ni ¿cómo llevársela sin baile? ¡Nadie lo consentiría!
En tal situación dejó su asiento la forastera, la dictadora de aquel pueblo, la mujer de todos temida y reverenciada, y, llegándose a Soledad la cogió de la mano, y le dijo políticamente:
– Señora: quisiera tener el honor de llevarla yo del brazo al baile… Y usted, caballero Arregui, reflexione que yo misma he bailado con la persona de que se trata… Vamos, señora… Se lo suplico.
Soledad se levantó.
Arregui no supo qué contestar, y bajó la cabeza desesperadamente.
El público abrió calle, y la forastera condujo a Soledad adonde le aguardaba su atrevido amante.
Este acababa de sacar de la faja lo que había parecido un par de pistolas, y que resultó ser un par de paquetes de onzas de oro. Contó trescientas trece sobre la bandeja que le presentaba un cofrade, y dijo naturalísimamente:
– Sobra media onza. Désela usted a un pobre.
En seguida se volvió hacia Soledad; saludóla, quitándose caballerosamente el sombrero, y, como en esto principiase la música, comenzó también el fatídico baile de aquellos dos seres que no habían cruzado nunca ni una palabra, y que, sin embargo, podía decirse que habían pasado la vida juntos, alentados por una sola alma, subordinados a un mismo destino.
Soledad no bailaba: iba y venía de un lado a otro con los ojos fijos en tierra, como dominada por un vértigo. Manuel no bailaba tampoco: seguía los pasos de Soledad, mirándola codiciosamente, como el sediento mira el agua que va a llegar a sus labios.
Antonio temblaba, con la faz oculta entre las manos, para no ver el ludibrio que se hacía de su amor, tal vez de su honra.
El público guardaba un silencio medroso, que parecía la anticipación del remordimiento.
Detúvose al fin Soledad, como dando por concluida tan espantosa danza, y levantó hacia Manuel unos ojos hechiceros, voluptuosos y malignos, en que se leía toda la carta que le había escrito al amanecer…
Manuel se llegó entonces a su querida con los brazos abiertos, en los cuales se arrojó ella, sin poder dominar el amoroso arrebato de su alma y de su sangre. Recogióla el mísero; la estrechó frenéticamente a su corazón, como el trofeo de toda su vida…, y el mundo y el cielo desaparecieron a la vista de los dos insensatos…
– ¡Socorro! ¡Que la ahoga! -prorrumpió súbitamente la madre, corriendo hacia ellos.
– ¡Asesino! -gritó Arregui, al alzar los ojos y ver lo que pasaba.
– ¡La ha matado! -exclamaron otras muchas personas entre alaridos de indescriptible horror.
Y era que todos habían visto a Soledad ponerse azul, echar sangre por la boca y por los oídos y doblar la cabeza sobre el seno de Manuel Venegas… ¡Era que los más cercanos habían oído crujir endebles huesos entre aquellas dos férreas tenazas con que el atleta, loco, seguía estrechando contra su pecho a la Dolorosa!
¡Y el desdichado, ignorante, sin duda, de que le había dado muerte, miraba entre tanto en derredor suyo, como desafiando al universo a que se la quitara!…
A todo esto, la madre había llegado y pugnaba inútilmente por desasir a su hija de los brazos de aquel león…
Antonio se abalanzaba por su parte al puñal que tenía a los pies el Niño Jesús, y corría hacia Manuel, lanzando aullidos de venganza…
Manuel lo vio llegar; conoció que iba a ser herido; sintió el golpe; pero no hizo nada para defenderse, por no soltar a su adorada…
Sólo cuando el puñal húbole atravesado el corazón, fue cuando abrió los brazos, de donde se desplomó en el suelo el cadáver de la Dolorosa.
Cayeron, pues, juntos los dos amantes, y la sangre de ambos, revuelta y confundida, fue devorada por la sedienta tierra.
La madre, sin sentido, formaba grupo con los muertos.
Antonio volvió a poner el puñal a los pies del Niño Jesús y se entregó voluntariamente a la Justicia.