38036.fb2 El oto?o en Pek?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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SEGUNDO MOVIMIENTO

I

Hacía un tiempo fresco y tormentoso, sin rastro de viento. Las hierbas verdes, como de costumbre, se mantenían rígidas y el sol, infatigable, blanqueaba sus aceradas puntas. Asfixiados, los hepotriopos entornaban sus hojas. José Barrizone había bajado todas las persianas del restaurante, sobre el cual se elevaba una vibración del aire. Ante la fachada esperaba el taxi amarillo y negro, con la bandera levantada. Los camiones acababan de partir en busca del balasto y los ingenieros trabajaban en sus habitaciones, mientras los agentes ejecutivos comenzaban a limar los extremos de los raíles que no habían sido cortados a escuadra; la atmósfera resonaba con los melodiosos chirridos de las limas nuevas. Angel, desde su ventana, veía cómo Oliva y Didiche, cogidos de la mano, se encaminaban a llenar de lucíferas una cestilla parda. Junto a Angel, la tinta se secaba en el tablero de dibujo. En la habitación contigua Ana se dedicaba a hacer cálculos y, un poco más allá, Amadís Dudu dictaba cartas a Rochelle. Abajo, en el bar, aquel cerdo asqueroso de Arland se tomaba unos tragos, haciendo tiempo antes de continuar insultando groseramente a Marin y a Carlo. Angel oía retumbar en el techo las pisadas del profesor Mascamangas, que había acondicionado el desván como enfermería modelo. Como nadie estaba enfermo, utilizaba la mesa de operaciones para fabricar avioncitos. De vez en cuando, Angel le oía dar saltos de júbilo y astillados gritos se clavaban en el techo con un crujido seco cada vez que abroncaba al interno, cuyas quejumbrosas entonaciones zumbaban durante unos instantes.

Una vez más, Angel se inclinó sobre el tablero. Así era, no cabía la menor duda, si aplicaba los datos que le había proporcionado Amadís Dudu. Sacudió la cabeza y abandonó el tiralíneas. Se desperezó y con paso cansino se dirigió hacia la puerta.

– ¿Se puede?

Al oír la voz de Angel, Ana levantó la cabeza.

– Adelante. Hola, viejo.

– Buenos días -dijo Angel-. ¿Cómo llevas eso?

– Ya está casi terminado.

– Yo me he tropezado con una pega fenomenal.

– ¿Qué pega? -preguntó Ana.

– Será necesario expropiar a Barrizone.

– ¿Hablas en serio? -dijo Ana-. Pero ¿estás seguro?

– Segurísimo. He revisado dos veces este lío.

Ana examinó los cálculos y el trazado.

– Tienes razón. La vía va a pasar exactamente por en medio del hotel.

– ¿Qué se puede hacer? -dijo Angel-. Habrá que desviarla.

– Amadís se negará.

– ¿Vamos a preguntárselo?

– Vamos -dijo Ana, que irguió su pesado cuerpo y echó atrás la silla-. Vaya tomadura de pelo…

– Sí -dijo Angel, saliendo detrás de Ana.

Al otro lado de la puerta de Amadís sonaba la gritería de su voz y las secas explosiones de la máquina de escribir. Ana dio dos golpes.

– ¡Entre! -rugió Amadís.

La máquina se detuvo. Ana y Angel entraron y Angel cerró la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó Amadís-. No me gusta que me interrumpan.

– El asunto, que no marcha -dijo Ana-. Según los datos que nos ha dado usted, la vía va a cortar el hotel por la mitad.

– ¿Qué hotel?

– Este. El hotel Barrizone.

– Bueno -dijo Amadís-, y eso ¿qué importa? Se procederá a la expropiación.

– ¿No se la podría desviar?

– Amigo mío, usted está loco. ¿Quiere decirme qué necesidad tenía Barrizone de instalarse en pleno centro del desierto, sin considerar las molestias que podía causar a la gente?

– El hotel no molestaba a nadie -argumentó Angel.

– Ya está usted viendo que sí -rearguyó Amadís-. Señores, a ustedes se les paga para que hagan cálculos y planos. ¿Están hechos?

– Estamos con ellos -dijo Ana.

– Pues bien, si aún no han acabado, termínenlos de una vez. Someteré este asunto al Gran Consejo de Administración, pero queda fuera de duda que el trazado previsto ha de ser mantenido -se volvió hacia Rochelle-. Sigamos, señorita.

Angel miró a Rochelle. A la luz filtrada por la cortina, tenía una expresión suave y normal, pero la fatiga le desorbitaba un poco los ojos. Rochelle sonrió a Ana. Los dos muchachos abandonaron el despacho de Amadís.

– Y ¿ahora? -dijo Angel.

– Ahora, a continuar con la tarea -dijo Ana, levantando los hombros-. En el fondo, ¿qué importa?

– Nada, claro está -murmuró Angel.

Deseó entrar en el despacho de Amadís, matarlo y besar a Rochelle. El entarimado sin barnizar del pasillo olía a lejía y por sus junturas rebosaba la arena amarilla. En el otro extremo del pasillo, frente a la ventana, una pesada rama de hepotriopo era agitada por una débil corriente de aire. Angel experimentó de nuevo aquella sensación de despertarse, que había sentido la noche de la visita a Claude Léon.

– Estoy harto -dijo Angel-. Vamos a dar un paseo.

– ¿Ahora?

– Olvídate de los cálculos. Vente a dar una vuelta.

– Hay que terminarlos, a pesar de todo.

– Ya los terminaremos luego.

– Estoy hecho migas -dijo Ana.

– Tú tienes la culpa.

– Yo tengo la culpa -Ana sonrió con fruición-, pero no toda. Se trata de un juego de dos.

– Con no haberla traído… -dijo Angel.

– Menos sueño tendría.

– No estás obligado a acostarte con ella todas las noches.

– A Rochelle le gusta -dijo Ana.

Angel dudó antes de hablar.

– A Rochelle le gustaría con cualquiera.

– Creo que no -opinó Ana y, después de pensar durante un instante, añadió sin vanidad-: Preferiría que lo hiciese un poco con cualquiera y que me dejase indiferente. Pero sólo quiere hacerlo conmigo. Y, además, no me dejaría indiferente.

– ¿Por qué no te casas con ella?

– Bueno -dijo Ana-, porque llegará un momento en que me dejará indiferente. Estoy esperando ese momento.

– Y ¿si no llega?

– Podría no llegar, si ella fuese la primera mujer en mi vida. Pero siempre se produce una especie de degradación. A la primera la amas mucho, pongamos que durante dos años. Y después, llega el momento ese y descubres que ya no te hace el mismo efecto.

– ¿Por qué? -dijo Angel-. Si la sigues amando…

– Te lo aseguro es así. Puede durar incluso más de dos años, o menos, si elegiste mal. Te das cuenta entonces de que otra te hace el efecto que te hacía la primera. Pero la segunda vez sólo dura un año. Y así sucesivamente. Puedes ver siempre a la primera, fíjate, seguir queriéndola y acostarte con ella, pero ya no es lo mismo. Se convierte en una especie de acto reflejo.

– No me interesan tus manejos -dijo Angel-. No creo estar hecho de esa pasta.

– Por mucho que te empeñes, todos somos así, como yo te digo. De hecho, nadie necesita a ninguna mujer concreta.

– Quizá físicamente, no.

– No -dijo Ana-, no sólo físicamente; incluso intelectualmente, ninguna mujer es insustituible. Son demasiado cuadradas.

Angel calló. Permanecían en el pasillo, Ana apoyado en la jamba de la puerta de su despacho. Angel lo miró, respiró hondo y dijo:

– Y ¿eres tú quien dice esas cosas…? ¿Eres tú, Ana?

– Sí -dijo Ana-. Estoy convencido.

– Si Rochelle fuese mía -dijo Angel-, si ella me amase, jamás tendría necesidad del amor de ninguna otra mujer.

– Al cabo de dos, tres o cuatro años, sí. Y si para entonces ella aún te siguiese amando de la misma manera, serías tú el que te las arreglarías para cambiar.

– Para cambiar ¿qué?

– Para que ella dejase de amarte.

– Yo no soy como tú -dijo Angel.

– Carecen de imaginación -dijo Ana- y creen ser suficientes para llenar una vida. Pero existen muchas otras cosas.

– No -dijo Angel-. Yo también hablaba así, antes de conocer a Rochelle.

– Nada ha cambiado. Lo que era verdad no ha dejado de ser verdad, porque tú hayas conocido a Rochelle. Existen tantas cosas… Existe, por ejemplo, esa hierba verde y puntiaguda. Y tocarla y sentir cómo cruje entre tus dedos la concha de uno de esos caracoles amarillos y coger un puñado de esa cálida y seca arena y observar los granos brillantes de que se compone y sentirlos fluir entre tus manos. O ver un raíl, azul y desnudo y gélido, que resuena con un sonido claro, o ver cómo escapa por una tobera un chorro de vapor, o…, o ¿qué sé yo…?

– Y ¿eres tú quien dice esas cosas, Ana…?

– O ese sol y lo que haya dentro, ¿quién sabe?, de sus zonas negras… O los aviones del profesor Mascamangas, o una nube, o excavar la tierra y encontrar cosas. O escuchar una canción.

Angel cerró los ojos.

– Déjame a Rochelle -suplicó-. Tú no la amas.

– La amo -dijo Ana-. Pero no puedo hacer nada más, ni prescindir de todo lo que existe. Te la dejo, si tú quieres. Pero ella no quiere. Ella quiere que siempre esté pensando en ella, que sólo viva en función de ella.

– Aun así… -dijo Angel-. Confiesa lo que de verdad le interesa a Rochelle.

– Que el mundo entero, salvo ella y yo, estuviese muerto, abrasado. Que todo se hundiese y sólo quedásemos ella y yo en el mundo. Que yo ocupase el puesto de Amadís Dudu, para poder ser mi secretaria.

– Pero tú la estás destruyendo…

– ¿Te gustaría ser tú quien la destruyeses?

– Yo no la destruiría -dijo Angel-. Ni siquiera la tocaría. La besaría únicamente y la colocaría desnuda sobre un lienzo blanco.

– Las mujeres no son así -dijo Ana-. Ignoran que existen otras cosas. Al menos, la mayoría. Ellas no tienen la culpa. Ni se atreven, ni se dan cuenta de lo que hay que hacer.

– Pero ¿qué es lo que hay que hacer?

– Tumbarse -dijo Ana-. Quedarse tumbado ahí, sobre la arena, oyendo soplar el viento y con la cabeza vacía; o moverse y verlo todo y hacer cosas, casas de piedra para la gente, coches, luz, todo lo que haya que tener para que nadie tenga nada que hacer y se puedan quedar tumbados sobre la arena, al sol, con la cabeza vacía, y acostarse con mujeres.

– Que es lo que tú deseas a veces -dijo Angel- y a veces, no.

– Lo deseo siempre, pero también deseo todo lo demás.

– No destruyas a Rochelle -imploró Angel, con voz temblorosa.

– Se destruye ella misma -Ana se pasó una mano por la frente-. Tampoco tú lo podrás impedir. En el futuro, cuando yo la haya abandonado, estará muy estropeada, pero, si te ama, rápidamente volverá a ser la de antes. Casi la de antes. No obstante, se estropeará de nuevo y dos veces más de prisa, y te será imposible soportarlo.

– ¿Entonces…?

– Bueno, ignoro lo que harás -dijo Ana-. Pero sí sé que, conforme la vayas amando más, se irá estropeando a una velocidad que aumentará en progresión geométrica.

– Intenta comportarte de una manera horrible con Rochelle.

– No me es posible todavía -Ana rió-. La quiero aún, me gusta acostarme con ella.

– Calla -dijo Angel.

– Me voy a terminar los cálculos. No seas bobo, habiendo tantas chicas guapas…

– Me aburren -dijo Angel-. Tengo demasiada pena dentro de mí.

– Vete a dar una vuelta -Ana le apretó un hombro, con fuerza-, a tomar un poco el aire. Y piensa en otra cosa.

– Fui yo quien te propuso dar un paseo y tú no has querido -dijo Angel-. No puedo pensar en otra cosa. Rochelle ha cambiado tanto…

– Claro que no -dijo Ana-. Únicamente que ha aprendido un poco a moverse mejor en la cama.

Angel gruñó algo, antes de marcharse. Al tiempo que entraba en su despacho, Ana se echó a reír.

II

Angel resbalaba en la arena caliente y, penetrando a través del trenzado de sus espartanas sandalias de cuero, los granos menudos se le deslizaban entre los dedos de los pies, seguía oyendo la voz de Ana, sus palabras, mientras conservaba en los ojos el rostro suave y fresco de Rochelle, sentada ante la máquina de escribir en el despacho de Amadís Dudu, aquel arco puro de sus cejas, sus labios brillantes.

Frente a él y en la lejanía, la primera banda negra caía sin un pliegue, dividiendo el suelo por medio de una línea opaca, inflexiblemente recta, que se ajustaba estrictamente a las sinuosidades de las dunas. Caminaba todo lo de prisa que le permitía aquel terreno inestable, perdiendo algún centímetro a cada paso cuando subía y precipitándose a toda velocidad por las onduladas pendientes, físicamente feliz de abrir con sus huellas un camino amarillo. Paulatinamente se calmaba su pena, insidiosamente ajada por la pureza porosa que le rodeaba, por la absorbente realidad del desierto.

La franja de sombra, cada vez más próxima, se alzaba formando una muralla de altura indefinida, lisa y empañada, más fascinante que una sombra auténtica, porque era como una ausencia de luz, un vacío compacto, una solución de continuidad de un rigor implacable.

Unos pasos más y Angel penetraría en la tiniebla. Estaba al pie de la muralla y adelantó tímidamente una mano. La mano desapareció de su vista y Angel sintió el frío de la otra zona. Sin dudarlo, penetró por completo en aquel oscuro velo, que de repente lo envolvió.

Anduvo lentamente. Sentía frío y los latidos crecientes de su corazón. Buscando en los bolsillos, encontró la caja y encendió una cerilla. Tuvo la impresión de que la cerilla ardía, pero la oscuridad siguió siendo absoluta. La dejó caer, un poco sobresaltado, y se frotó los ojos. Por segunda vez, cuidadosamente, raspó el trocito de fósforo contra la rugosa superficie de lija. Oyó el silbante chirrido de la cerilla encendiéndose. Se guardó la caja y, tanteando por instinto, acercó su dedo índice al casi inaudible chisporroteo de la madera. Al sentir la quemadura, retiró velozmente la mano y dejó caer la cerilla.

Angel dio media vuelta, precavidamente, e intentó regresar al punto de partida. Sintió que tardaba más que a la ida, por las tinieblas constantemente impenetrables. Se detuvo otra vez. La sangre fluía aceleradamente por sus venas y sus manos estaban heladas. Se sentó, intentando tranquilizarse, y embutió las manos en los sobacos, para calentarlas.

Esperó. Los latidos de su corazón perdían intensidad. En todos sus miembros conservaba la impresión de los movimientos efectuados desde que penetró en la oscuridad. Pausadamente, con sosiego, volvió a orientarse y, a paso decidido, se dirigió hacia el sol. Algunos segundos más tarde, sintió el cálido contacto de la arena y el desierto, inmóvil y amarillo, llameó ante sus ojos parpadeantes. En la lejanía, vislumbró la vibración que se mantenía sobre el tejado plano del hotel Barrizone.

Se alejó del muro de tinieblas y se dejó caer sobre la arena oscilante. Muy próxima a sus ojos, una lucífera se deslizaba perezosamente por un largo y curvo tallo de hierba, al que recubría con una película irisada. Angel se tumbó, dejando a su cuerpo encajarse en la arena, y, relajando totalmente sus músculos y sus pensamientos, se abandonó a su propia respiración, sereno y triste.

III

(REUNIÓN)

1)

Nada más llegar y ver que el ujier no estaba en su puesto, el presidente Ursus de Janpolent arrugó el entrecejo. No obstante, no se detuvo y entró en la sala de reuniones. El ceño se le arrugó otra vez, porque no había nadie alrededor de la mesa. Con el índice y el pulgar tomó el sedal de su reloj de oro, sedal que había sido concebido bajo la especie de una cadena de idéntico metal, y tiró. El irreprochable mecanismo arrastraba -fenómeno extraño, si los hay- la misma hora que poco antes tanto había hecho apresurarse a Ursus de Janpolent. Comprendiendo, gracias a ello, las ausencias combinadas y no conspirantes -como había llegado a sospechar-, del ujier y de los miembros del Consejo, cubrió a la carrera el camino de regreso a su automóvil e intimó a su diligente chófer a que le llevase a cualquier parte, no fuera a ser que se descubriese a todo un presidente de Consejo de Administración llegando el primero, ¡eso, de ninguna manera, maldita sea!

2)

Con un rictus de hastío en los labios, el ujier brotó del apacible excusado con el tiempo justo para abrir, sin remoloneos, el armario que guardaba las colecciones de postales obscenas. Un rictus de hastío en los labios, las manos temblorosas y la bragueta húmeda, todo indicaba que el ujier tenía su día. Aquello fluía todavía un poco, encendiéndole al final de la espina dorsal discordantes y decrecientes estallidos, y poniéndole rígidos sus viejos músculos nalgueros, curtidos por años y años de silla.

3)

Los pulmones del perrito despanzurrado por Agata Marion, que conducía, según su costumbre, sin mirar, tenían un notable color verde, tal como comprobó el funcionario barrendero, cuya ágil escoba lanzó la carroña por una boca de alcantarilla. Poco después, la alcantarilla empezó a vomitar y hubo que desviar la circulación durante algunos días.

4)

Después de diversos avatares, provocados tanto por la malignidad de los seres humanos o de las cosas como por las inexorables leyes de la probabilidad, se reunió ante la puerta de la sala de juntas la casi totalidad de los convocados, que fueron introduciéndose en dicho lugar tras los frotamientos palmarios y las eyaculaciones de saliva aspergeada que son de uso en las sociedades civilizadas y que las sociedades militarizadas sustituyen por manotadas a la sien y taconazos ante el jefe, acompañados, en ciertos casos, de escuetas interjecciones aulladas a distancia, lo que, convenientemente considerado, podría inducir a creer en la higiene militar, opinión que, con todo, uno se ve obligado a abandonar nada más ver las letrinas de aquestos, con la excepción de los militares americanoides, los cuales cagan en fila y mantienen sus estancias para la caca en permanente estado de limpieza y olor a desinfectante, como ocurre también en algunos países en los que se cuida la propaganda y en los que se tiene la fortuna de contar con una falta de población a la que persuadir mediante semejantes medios, que es lo que sucede a escala general, siempre que a la propaganda no se la cuide al tuntún, sino teniendo en cuenta los deseos puestos de manifiesto por los servicios de prospección y de orientación, como asimismo los resultados plebiscitarios de los referenda, que los gobiernos felices organizan pródigamente para aumentar aún más el dichoso bienestar de las hordas a las que administran.

Así pues, el Consejo empezó. Sólo faltaba uno de sus miembros, impedido de asistir y que se personó dos días más tarde a presentar sus excusas; pero el ujier fue severo.

5)

– Señores, nuestro abnegado secretario tiene la palabra.

– Señores, antes de comunicarles los resultados brutos de las obras durante estas primeras semanas, quiero dar lectura por mí mismo, al hallarse ausente el informante, del informe felizmente enviado desde Exopotamia dentro del plazo señalado, por lo que deseo rendir aquí homenaje a tanta prudencia, que tanto honra tanta capacidad previsora, ya que nadie está libre de un contratiempo.

– ¡Completamente de acuerdo!

– ¿De qué se trata?

– De lo que usted bien sabe.

– ¡Ah, sí!, ya me acuerdo.

– Señores, he aquí el informe en cuestión: «A pesar de las dificultades de todo orden, los esfuerzos y la destreza del director técnico Amadís Dudu han conseguido la instalación de todo el material necesario, sin que sea preciso insistir en la capacidad de sacrificio y de abnegación, junto a la audacia y a la pericia profesional, del director técnico Dudu, ya que las enormes dificultades encontradas, así como la solapada cobardía y la malignidad de los agentes ejecutivos, de los ingenieros y de los elementos en general, con la excepción del capataz Arland, han hecho que esta tarea, casi imposible, únicamente haya podido ser llevaba a cabo gracias a él.»

– Completamente de acuerdo.

– Es un informe excelente.

– No he cogido nada. ¿De qué se trata?

– De lo que usted bien sabe.

– ¡Ah, claro que sí! Páseme sus postales.

– Señores, se ha presentado una circunstancia, que no ha podido resolverse mediante un remedio de urgencia o una modificación improvisada. Se trata de la existencia sobre el terreno y justamente en el eje de la futura vía de un llamado hotel Barrizone y que, según propone nuestro director Dudu, es necesario expropiar y, después, destruir parcialmente con arreglo a los medios más convenientes.

– ¿Sabe usted qué es una lucífera?

– ¡Fíjese qué postura, es para caerse de espaldas!

– Creo que debemos dar nuestra aprobación.

– Señores, se va a proceder a una votación a mano alzada.

– Es inútil.

– Todos estamos completamente de acuerdo.

– Señores, Barrizone, por lo tanto, será expropiado. Nuestro secretario se ocupará de los trámites a seguir. Dado que se trata de una obra de utilidad pública la tramitación del expediente expropiatorio será rápida y sencilla.

– Señores, propongo un voto de felicitación al autor del informe que se acaba de leer y que no es otro sino que nuestro director técnico Amadís Dudu.

– Señores, creo que estarán todos ustedes de acuerdo en que se dirija una comunicación a Dudu felicitándole, como ha propuesto nuestro eminente colega Marion.

– Señores, de conformidad con los términos del informe, la actitud de los subordinados de Dudu resulta nefanda. Opino que sería atinado rebajarles el sueldo en un veinte por ciento.

– Se podría aplicar esa cantidad que nos ahorramos a la nómina del señor Dudu, en concepto de mejora de su plus de distancia.

– Señores, Dudu se negará, con toda certeza, a aceptar nada en tal sentido.

– Completamente de acuerdo.

– Y, encima, eso que nos ahorramos.

– ¿Tampoco le subimos a Arland?

– No hace ninguna falta. Esa clase de hombres, ante todo tienen conciencia de su propia conciencia.

– Pero, naturalmente, a los otros se les rebaja el sueldo.

– Señores, todos estos acuerdos adoptados serán consignados por el secretario en el acta de la reunión. Siguiendo con el orden del día, ¿hay algún ruego, o alguna pregunta, que hacer?

– ¿Qué me dice usted de esta postura?

– ¡Que es para caerse de espaldas!

– Señores, se levanta la sesión.

IV

Cogidos del brazo, Cobre y Atanágoras seguían a paso largo el camino abierto por las huellas, en dirección al hotel Barrizone. Brice y Bertil se habían quedado en la galería, ya que no querían salir antes de haber explorado completamente la inmensa sala, descubierta unos días antes. Las máquinas excavaban incesantemente y aparecían nuevos pasadizos, nuevas salas que se comunicaban a lo largo de avenidas blanqueadas de columnas, y que desbordaban de objetos preciosos, tales como horquillas para el pelo, hebillas y broches de jabón y de bronce maleable, estatuillas votivas, con sus urnas o sin, y montones de vasijas. El martillo de Atanágoras no paraba. Pero el arqueólogo necesitaba descansar un poco y distraerse, y Cobre lo había acompañado.

Subían y bajaban las torneadas pendientes y el sol los envolvía en oro. Percibieron la fachada del hotel, sembrada de rojas flores, en lo alto de la duna desde la que también se dominaba el tajo de las obras del ferrocarril. Los agentes ejecutivos se ajetreaban en torno a las inmensas pilas de carriles y de traviesas. Cobre distinguió las siluetas, más gráciles, de Didiche y de Oliva, que jugaban sobre los maderos apilados. Sin detenerse, Cobre y el arqueólogo entraron en el bar del hotel.

– Hola, La Pipa -dijo Atanágoras.

– Bon giorno -dijo Pippo-. ¿Se faccé la barba questto mañino a las seis horarias?

– No -contestó Atanágoras.

– ¡Maldita puta la que parió a Benedetto…! -exclamó Pippo-. ¿No le da vergüenza, patrón?

– No -dijo Atanágoras-. ¿Cómo va el negocio?

– Pura miseria. Una miseria como para volverse loco. ¡Había que ver qué posición la mía, cuando yo estaba de trinchador jefe en Spa…! Pero aquí… ¡Aquí no hay más que purcos!

– ¿Qué es lo que hay? -preguntó Cobre.

– Purcos, gorrinos, cerdos…

– Danos algo que beber -pidió el arqueólogo.

– Como yo les meta uno de esos pregones retahileros y diplomáticos, los mando hasta Versuvia -dijo Pippo, ilustrando la amenaza con el gesto adecuado, que consistió en extender la mano derecha, con el pulgar doblado sobre la palma.

Atanágoras sonrió.

– Pon dos rossitas.

– Como éstos, patrón.

– Pero ¿qué le han hecho a usted? -se interesó Cobre.

– ¿A mí? -contestó Pippo-. Quieren mandarme la choza a los santos cielos. Sanseacabó. Muerta está -y empezó a cantar:

Cuando Guillermo se olió

Que Vittorio le iba a dar,

A Roma mandó a Bülow

Con recado de pactar.

– Qué bonita canción -dijo el arqueólogo.

Trento, Trieste y el Trentino

Dile a Vittorio que son

Regalos que yo le mando

Y le mando en avión.

Gabriel D'Annunzio cantaba,

Como pájaro que era:

Chi va piano va sano…

– ¿Dónde he oído yo eso? -dijo el arqueólogo.

Chi va piano va lontano

Chi va forte va alla morte.

Evviva la libertá!

Pippo, que tenorizaba con lo que le quedaba de una voz medianamente ronca, fue muy aplaudido por Cobre. Sonaron en el techo unos golpes apagados.

– Y ¿eso qué es? -preguntó el arqueólogo.

– El otro purco -contestó Pippo, con su acostumbrado aire simultáneamente enfurecido y alegre-, Amapolís Dudu. No le gusta oírme cantar.

– Amadís -le corrigió Cobre.

– Amadís, Amapolís o Amadú, ¿qué carajo nos importa?

– ¿Qué cuento es ese de la choza por los aires? -preguntó Ata.

– Es uno de esos cuentos diplomáticos de Amapolís -dijo Pippo-. Me quiere exteriorizar. Como es tan puta, sólo suelta palabras como ése, ¡el muy purco! Ahora va y dice que él no lo había pensado.

– ¿Expropiarte?

– Así se dice. Esa es la palabra terrestre.

– Ya no tendrás que trabajar más -dijo Ata.

– Y ¿qué coño voy a hacer yo con tantas vacaciones?

– Tómate una copa con nosotros.

– Gracias, patrón.

– ¿Le molesta el hotel al ferrocarril? -preguntó Cobre.

– Exacto -dijo Pippo-. A ese puto ferrocarril. ¡Chin, chin!

– Chin, chin -repitió Cobre y los tres vaciaron sus vasos de un trago.

– ¿Está Angel? -preguntó Ata.

– Está en su habitación, creo yo -dijo Pippo-. Pero no estoy seguro, eh. Lo creo, nada más. Sigue dibujando -tocó un timbre, situado detrás de la barra-. Si está, ahora viene.

– Gracias -dijo el arqueólogo.

– El Amapolís ese es un purco -decidió Pippo y comenzó de nuevo a canturrear, mientras secaba vasos.

– ¿Cuánto te debo? -preguntó el arqueólogo, viendo que Angel no bajaba.

– Una miseria -dijo Pippo-, treinta francos.

– Aquí los tienes -dijo el arqueólogo-. ¿Vienes con nosotros a dar una vuelta por el tajo? Angel no debe de estar en su cuarto.

– Ah, no puedo ir -dijo Pippo-. Están todos como moscas a mi alrededor y, en cuanto me fuese, se lo beberían todo.

– Pues, hasta luego.

– Hasta luego, patrón.

Cobre, después de dirigirle una hermosa sonrisa a Pippo, que le dejó tartamudeante, salió en pos de Atanágoras y ambos se dirigieron hacia el tajo.

El aire olía a flores y a resina. A ambos lados de una especie de pista, trazada por las niveladoras, habían acumulado montones de hierbas verdes salvajemente arrancadas, de cuyos ásperos tallos escurrían lentamente goterones vidriosos y fragantes, que rodaban por la tierra y se quedaban empanados en arena. La vía seguía aquel trazado, marcado por las máquinas según las indicaciones de Amadís. Atanágoras y Cobre contemplaban con una incierta tristeza los montones de duras hierbas, arrumbadas a uno y otro lado del camino sin el más mínimo gusto, y los estragos producidos en las desnudas superficies de las dunas. Subieron, bajaron, volvieron a subir y, por fin, llegaron al tajo.

Desnudos de cintura para arriba, encorvados bajo el sol sin personalidad, Carlo y Marin agarraban con ambas manos unas perforadoras de gran calibre. El aire retumbaba con las secas explosiones de aquellos chismes y con el rugido del cercano compresor. Trabajaban sin tregua, medio cegados por el chorro de arena que levantaba el tubo de escape y que se les pegaba a la piel sudorosa. Una medida de vía estaba ya explanada y se alzaban; lisos y cortantes, los dos costados de la zanja de cimentación. Había abierto una trinchera en la duna hasta el nivel medio del desierto, que Ana y Angel habían calculado según levantamientos topográficos efectuados previamente, y que se encontraba a mucha mayor profundidad que el suelo que pisaban habitualmente. Sin duda iba a ser necesario tender aquella parte de la vía por una zanja entre terraplenes y ya se acumulaban montones de arena a ambos lados.

Atanágoras arrugó el entrecejo.

– ¡Qué bonito va a quedar esto…! -murmuró, mientras Cobre callaba y se acercaban a los dos hombres-. Buenos días.

Carlo levantó la cabeza. Era alto y rubio y sus azules ojos, inyectados en sangre, parecían no distinguir a su interlocutor.

– Hola… -susurró Carlo.

– Esto va avanzando -consideró Cobre.

– Está duro -dijo Carlo-, durísimo. Como piedra. Sólo la capa superior es de arena.

– A la fuerza -explicó Atanágoras-. Como nunca sopla el viento, la arena se ha petrificado.

– Y, entonces, ¿por qué no se ha endurecido también la superficie? -preguntó Carlo.

– Hasta donde penetra el calor del sol -explicó el arqueólogo-, es imposible que haya petrificación.

– ¡Ah! -dijo Carlo.

Marin dejó a su vez de trabajar y advirtió:

– Si nos paramos, ese cerdo de Arland se nos sube al lomo.

Carlo volvió a poner en marcha su perforadora.

– ¿Sólo ustedes dos tienen que hacer todo esto? -preguntó Atanágoras, que se veía obligado a gritar para hacerse oír sobre el estrépito de la perforadora.

La larga barrena de acero horadaba la arena, de la que hacía brotar una polvareda azulada. Sobre los dos asideros horizontales, las fuertes manos de Carlo se crispaban desesperadamente.

– Sólo nosotros… -contestó Marin-. Los demás están buscando el balasto.

– ¡¿Con los tres camiones?! -aulló Atanágoras.

– ¡¡Sí!! -respondió Marin en la misma tonalidad.

Marin tenía unas greñas morenas e hirsutas, pelo en el pecho y una cara infantil y estragada. Su mirada pasó del arqueólogo a la muchacha.

– ¿Quién es? -preguntó a Atanágoras, deteniendo la perforadora.

– Me llamo Cobre -le tendió la mano-. Hago el mismo trabajo que ustedes, pero ahí abajo.

– Hola -Marin sonrió y estrechó suavemente aquellos dedos nerviosos con su mano reseca y agrietada.

Carlo continuaba trabajando y Marin, apesadumbrado, contempló a Cobre.

– No podemos pararnos, por culpa de Arland, que si no, nos habríamos ido a tomar unos vinos.

– Y tu mujer ¿qué? -gritó Carlo.

– ¿Tan celosa es? -preguntó Cobre, riendo.

– Claro que no -dijo Marin-. Ya sabe ella que soy formal.

– Y qué remedio… -precisó Carlo-. Por estos andurriales no hay mucho donde elegir.

– El domingo nos veremos -prometió Cobre.

– A la salida de misa -añadió Marin, por bromear.

– Aquí no se va a misa.

– Hay un ermitaño -dijo Atanágoras-. Por lo pronto, iremos el domingo a ver al ermitaño.

– Pero ¿a quién se le ocurre? -protestó Marin-. Prefiero irme a beber un trago con mi pequeño.

– El abad vendrá a explicarles lo pertinente -dijo el arqueólogo.

– Que se vaya al infierno -dijo Marin-. No me gustan los curas.

– ¿Qué otra cosa puedes hacer? -le advirtió Carlo-. ¿Pasarte la tarde dando vueltas con la parienta.y con los chicos?

– A mí tampoco me gustan los curas -dijo Atanágoras-, pero éste es distinto.

– Seguro -dijo Marin-, pero lleva sotana.

– Es muy divertido -dijo Cobre.

– Esos son los más peligrosos.

– Tú, Marin, muévete -dijo Carlo-, que ese cerdo de Arland nos va a dar para el pelo.

– Ya voy… -murmuró Marin.

Las perforadoras reanudaron su brutal golpeteo y nuevamente brotó un chorro de arena.

– Hasta la vista, muchachos -dijo Atanágoras, alejándose-. Tómense una copa y que Barrizone las ponga en mi cuenta.

Cobre se despidió de ellos, moviendo una mano.

– ¡Hasta el domingo! -le dijo Marin.

– ¡Bocazas! -dijo Carlo-. Que es mucha hembra para ti…

– El viejo es un cabrito -dijo Marin.

– No, hombre -dijo Carlo-. Tiene buen aire.

– Entonces será un cabrito bueno -dijo Marin-. Que los hay.

– Ya me estás jodiendo -dijo Carlo.

Se secó con el antebrazo el sudor de la cara. Apenas se apoyaban sobre aquellas pesadas herramientas y se desprendían bloques compactos, que se desplomaban ante ellos, llenándoles la garganta de arena ardiente. Sus oídos se habían acostumbrado tanto al estruendo monótono de las perforadoras que les era posible entenderse con murmullos. Hablaban mucho mientras trabajaban, para desahogar la pena que sentían, porque nunca acabaría aquello. Y, de pronto, Carlo se ponía a soñar en voz alta.

– Cuando terminemos…

– Habrá que volver a empezar.

– El desierto acaba en alguna parte…

– Tendremos otro trabajo.

– Pero tendremos derecho a tumbarnos un rato…

– Podríamos parar de trabajar…

– Estaríamos tranquilos…

– Habría tierra, agua, árboles y una chica guapa.

– Dejar de cavar…

– Nunca acabaremos.

– Y, encima, ese cerdo de Arland.

– Que no hace nada y gana más.

– Nunca lo conseguiremos.

– Quizá el desierto no acaba en ninguna parte.

Sus férreos dedos se engarfiaban fuertemente en los mangos, la sangre se les secaba en las venas y sus palabras ya no eran perceptibles, apenas un susurro, en las comisuras de sus labios abrasados. Bajo el denso tejido de sus pieles morenas funcionaban unos músculos nudosos, torneadas protuberancias que se removían como animales coordinados metódicamente.

Los ojos de Carlo se entrecerraban, sentía a lo largo de sus brazos todos los movimientos de la barrena de acero y la guiaba sin verla, instintivamente.

A sus espaldas se abría la gran lámina de sombra de la zanja ya excavada, cuyo suelo estaba burdamente nivelado. Y mientras, Carlo y Marin se sumergían cada vez más profundamente en la duna petrificada. Sus cabezas afloraban sobre el borde del terreno que iban cortando y durante unos instantes vislumbraron, allí lejos, en la cima de otra duna, las reducidas siluetas del arqueólogo y de la muchacha color naranja. Luego, los bloques se desprendieron y rodaron a sus pies. Tendrían que detenerse pronto, para sacar la enorme cantidad de tierra acumulada. Los camiones aún no habían vuelto. Los repetidos choques del émbolo de acero contra el vástago de la barrena y la trinchera con una fuerza insoportable, pero ni Marin, ni Carlo los oían ya. Ante sus ojos se extendían verdes y frescas praderas, sobre cuyo césped los esperaban lozanas muchachas desnudas.

V

Amadís Dudu releyó la comunicación que acababa de recibir y que llevaba el membrete de la Oficina Central y las firmas de dos miembros del Consejo de Administración, uno de los cuales era el presidente. Sus ojos se demoraron en algunas palabras, con una golosa satisfacción, y mentalmente empezó a preparar algunas frases que impresionasen al auditorio. Tenía que reunirlos en el salón principal del hotel Barrizone y cuanto antes, mejor. Preferentemente, al término de la jornada laboral; no preferentemente, con toda seguridad. Y averiguar antes si Barrizone disponía de un estrado. Uno de los apartados de la comunicación concernía al propio Barrizone y a su hotel. Los trámites, cuando una empresa potente anda por medio, van rápidos. Estaban prácticamente terminados los planos del ferrocarril, pero seguían sin balasto. Los camiones buscaban incansablemente; a veces se recibían noticias suyas o uno de ellos surgía de improviso, con su camión, para volver a partir casi de inmediato. Amadís se encontraba algo irritado con aquella historia del balasto, pero no por eso dejaba de tenderse la vía, si bien a cierta distancia del suelo, calzada sobre cuñas. Carlo y Marin no hacían nada, aunque afortunadamente Arland lograba sacar de ellos el máximo provecho y, entre los dos, llegaban a colocar cada día treinta metros de vías. Cuarenta y ocho horas después empezarían a cortar el hotel por la mitad.

Llamaron a la puerta.

– ¡Entre! -ordenó ásperamente Amadís.

– Bon giorno -dijo La Pipa, al entrar.

– Buenos días, Barrizone. ¿Quería usted hablar conmigo?

– Sí. ¿A qué viene que esa putería ferrocarrilera tenga que colocarse exactamente delante de mi hotel? ¿Por qué tengo que joderme yo?

– El ministro acaba de firmar el pertinente decreto de expropiación -dijo Amadís-. Había pensado comunicárselo esta noche.

– No me venga con todas esas historietas diplomáticas y mayúsculas. ¿Cuándo van a quitar de ahí delante la morralla?

– No va a haber más remedio que demoler el hotel, para que pueda pasar por en medio el ferrocarril. He sido encargado de comunicárselo.

– ¿Cómo? -dijo Pippo-. ¿Demoler el famoso hotel Barrizone? Pero si el que prueba una vez mis spaghettis a la boloñesa ya no se olvida de La Pipa en toda su vida…

– Lo lamento, pero el decreto ha sido firmado. Tenga usted en cuenta que se le requisa el hotel por causa de utilidad pública.

– Y yo ¿qué? ¿Qué carajo tengo yo que ver con todo eso? O sea, que no me queda otra que volver de trinchador jefe, eh.

– Se le indemnizará a usted. No inmediatamente, por supuesto.

– ¡Serán purcos…! -susurró Pippo.

Volvió la espalda a Amadís y salió sin cerrar la puerta. Amadís se lo recordó:

– ¡Ciérreme la puerta!

– ¡Ciérresela usted mismo, que para eso ya es suya! -replicó La Pipa, furioso, y se alejó, mascullando maldiciones de claras resonancias meridionales.

Amadís pensó que debía haber requisado también a Pippo al mismo tiempo que el hotel, pero, al ser el procedimiento más complejo, la tramitación habría durado demasiado. Se levantó y, cuando daba una vuelta al despacho, se tropezó con Angel, que había entrado sin llamar y por las buenas.

– Buenos días, señor -dijo Angel.

– Buenos días -contestó Amadís, sin tenderle la mano y volviéndose a sentar, después de haber terminado de dar la vuelta-. Ciérreme la puerta, por favor. ¿Desea usted hablar conmigo?

– Sí -dijo Angel-. ¿Cuándo nos van a pagar?

– Mucha prisa tienen ustedes.

– Necesito dinero y tendríamos que haber cobrado ya hace tres días.

– ¿No se da usted cuenta de que estamos en un desierto?

– En un auténtico desierto no hay ferrocarril.

– Eso es un sofisma -opinó Amadís.

– Será todo lo que usted quiera, pero el 975 pasa con frecuencia.

– Sí, pero no puede confiarse una remesa de fondos a un conductor loco.

– El cobrador no está loco.

– He viajado con él y le aseguro a usted que no es normal.

– No se enrolle -dijo Angel.

– Escuche… -dijo Amadís-. Es usted un chico dispuesto… Físicamente, quiero decir. Tiene usted… un cutis bastante agradable. Por eso mismo, le diré algo que hasta esta noche no va a saber usted.

– Mentira, puesto que me lo va a decir ahora.

– Se lo diré, si realmente resulta usted un muchacho dispuesto. Acérquese.

– Le aconsejo que ni me toque -dijo Angel.

– ¡Ay, mírelo…, cómo se mosquea en seguida…! -gorjeó Amadís-. ¡Vamos, hombre, no se me ponga tan estirado!

– A mí eso no me dice nada.

– Es usted joven. Aún tiene mucho tiempo para cambiar.

– Bueno, me dice usted lo que tenga que decirme o me largo.

– Pues bien…, se les va a rebajar el sueldo en un veinte por ciento.

– ¿A quiénes?

– A usted, a Ana, a los agentes ejecutivos y a Rochelle. A todos, menos a Arland.

– ¡Valiente cerdo el Arland ese! -bufó Angel.

– Si usted me hubiese dado alguna prueba de buena voluntad, lo habría evitado.

– Estoy lleno de buena voluntad. He terminado mi trabajo tres días antes de lo que usted me señaló y casi tengo terminado el cálculo de la estructura de la estación principal.

– No quiero insistir sobre lo que yo entiendo por buena voluntad -dijo Amadís-. Para más aclaraciones, puede usted dirigirse a Dupont.

– ¿Quién es Dupont?

– El cocinero del arqueólogo. Un muchacho dispuesto, el Dupont, pero ¡más puta…!

– Ah, sí; ya sé quién dice usted.

– No. Lo confunde usted con Lardier, que es repugnante.

– Sin embargo… -insinuó Angel.

– De verdad que no; Lardier me repugna. Por otra parte, ha estado casado.

– Comprendo.

– Usted no me puede ni oler, ¿eh? -preguntó Amadís a Angel, que no contestó-. Lo sé muy bien. Sé que les molesta. No acostumbro a hacer confidencias a cualquiera, ya sabe, pero voy a confesarle que me doy perfectamente cuenta de lo que todos ustedes piensan de mí.

– Y ¿qué?

– Que me lo paso por la entrepierna… Sí, soy pederasta. Y ¿qué quieren cambiar ustedes?

– Yo no quiero cambiar nada. En cierto sentido, lo prefiero.

– ¿Por Rochelle?

– Sí -asintió Angel-, por ella. Prefiero que a usted no le interese Rochelle.

– ¿Tan seductor soy? -preguntó Amadís.

– No. Usted es repulsivo, pero es usted su jefe.

– Tiene usted una curiosa manera de quererla.

– La conozco. Por mucho que la quiera, no dejo de ver cómo es.

– ¿Cómo puede querer a una mujer? -Amadís parecía hablar consigo mismo-. ¡Es inconcebible! Con esas cosas blandas que tienen por todas partes…, esa especie de repliegues húmedos… -se estremeció-: ¡Horrible…! -Angel se echó a reír y Amadís añadió-: En fin, de todas maneras no le diga nada a Ana de la disminución del suelo. Se lo he dicho a usted confidencialmente. De mujer a hombre.

– Gracias. ¿No sabe cuándo llegará el dinero?

– No lo sé. Estoy a la espera.

– Bueno -Angel agachó la cabeza, se miró los pies, no les encontró nada especial y volvió a levantar la cabeza-. Hasta luego.

– Hasta luego -dijo Amadís-. Y no piense en Rochelle.

Angel, que había salido ya, volvió a entrar de inmediato.

– ¿Dónde está?

– La he mandado a la parada del 975 a llevar el correo.

– Bueno -dijo Angel, cerrando la puerta al salir.

VI

"¿Por qué esa clase de invariante había escapado al cálculo tensorial regular?"

(G. Whitrow, La estructura del Universo, Gallimard, página 144.)

– ¡Preparado! -dijo el interno.

– ¡Hágala girar! -dijo Mascamangas.

Con un movimiento enérgico, el interno impulsó la hélice de madera dura. El motor estornudó, soltó un eructo malintencionado y dio contramarcha. El interno aulló y se cogió la mano derecha con la mano izquierda.

– ¡Ya está! -dijo Mascamangas-. ¿No le había advertido que no se confiase?

– ¡Me cago en mis muertos! -opinó el interno-. ¡Me cago en la mierda de mis muertos! ¡Me duele tanto que voy a vomitar!

– Déjeme que le eche un vistazo -el interno le tendió su mano derecha, cuyo índice exhibía una uña totalmente negra-. No es nada -diagnosticó Mascamangas-. Sigue usted teniendo dedo. Hay que esperar a la próxima.

– No habrá próxima.

– Sí -dijo Mascamangas-. O se decide usted a poner atención en lo que hace.

– Pero si estoy atento… No paro de estar atento y esa porquería de mierda de motor me arranca siempre en el momento en que voy a retirar las manos. Me tiene ya hasta el coco.

– Si no hubiese hecho usted lo que hizo… -le sermoneó el profesor.

– Basta ya de chulearme con lo de aquella silla.

– ¡Está bien!

Mascamangas se echó atrás, tomó impulso y le lanzó al interno un directo en plena mandíbula.

– ¡Ay…! -gimió el interno.

– ¿A que ahora ya no le duele la mano?

– Grujj… -comentó el interno, que parecía dispuesto a morder.

– ¡Hágala girar! -ordenó Mascamangas, pero el interno, deteniéndose, se puso a llorar-. ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Se pasa usted el día llorando. Y se le va a convertir en una manía. Déjeme en paz de una puñetera vez y déle vueltas a esa hélice… No me conmueven ya sus lágrimas.

– Pero si jamás le han conmovido… -objetó, ofendido, el interno.

– Precisamente por eso no me explico que tenga usted tanta caradura para insistir.

– Bueno, está bien. Ya no insistiré más -el interno revolvió en sus bolsillos y apareció un pañuelo francamente asqueroso.

– ¿Termina de una vez o qué coño hacemos? -se impacientó Mascamangas.

El interno se sonó y volvió a guardarse el pañuelo. Después, se aproximó al modelo y, con aire reticente, se dispuso a impulsar la hélice.

– ¡Adelante! -ordenó Mascamangas.

La hélice dio dos vueltas, de repente el motor gargajeó, arrancó y las barnizadas paletas desaparecieron dentro de un gris torbellino.

– Aumente la compresión -dijo Mascamangas.

– ¡Que me voy a abrasar! -protestó el interno.

– ¡Es usted un…! -gritó, harto, el profesor.

– Gracias -dijo el interno, y reguló la pequeña palanca.

– ¡Párelo! -gritó Mascamangas.

El interno cortó la entrada de gasolina, girando el tope de la válvula de distribución y, balanceándose torpemente la hélice, el motor se paró.

– Está bien -dijo el profesor-. Vayamos a probarlo -el interno persistía en su gesto ceñudo-. ¡Andando! ¡Y más vivacidad, demonio, que no vamos de entierro!

– Todavía no -precisó el interno-, pero ya llegará.

– Coja el avión y compórtese.

– ¿Lo vamos a dejar volar libremente o sujeto?

– Libre, indudablemente. ¿De qué nos vale, si no, estar en un desierto?

– Nunca me he sentido menos solo que en este desierto.

– Basta de jeremiadas. Por estos alrededores hay una chica guapa, ya sabe… Tiene un color raro de piel, pero no hablemos de su tipo…

– ¿Sí? -preguntó el interno, con aspecto más comprensivo.

– Claro que sí -dijo Mascamangas.

Mientras el interno recogía las piezas esparcidas del avión que iban a montar al aire libre, el profesor examinaba el desván con complacencia.

– Bonita esta pequeña enfermería que hemos montado aquí…

– Sí -confirmó el interno-, para lo que sirve… Nadie se pone enfermo nunca en este condenado lugar. Se me está olvidando todo lo que sabía.

– Así resultará usted menos peligroso -afirmó Mascamangas.

– Yo no soy peligroso.

– No todas las sillas opinan lo mismo.

El interno se puso azul de París, al tiempo que en sus sienes las venas le latían espasmódicamente.

– Escuche, como vuelva a decirme una sola palabra sobre esa silla, yo…

– Usted ¿qué? -se chungueó el profesor.

– Que mato otra silla…

– Cuando quiera. Pero, realmente, ¿cree usted que a mí me importa? Venga, vámonos.

Mascamangas salió y su camisa amarilla proyectó sobre la escalera del granero la suficiente luminosidad para no dar un traspié en los escalones desparejos. Pero el interno sí lo dio y aterrizó sobre las nalgas, afortunadamente para el avión. Llegó al final del tramo casi al mismo tiempo que el profesor.

– ¡Qué malvado es usted…! -dijo Mascamangas-. ¿No puede usar los pies para bajar las escaleras?

El interno se restregó las nalgas con una sola mano. Con la otra, sostenía las alas y el fuselaje del Ping 903.

Siguieron bajando hasta llegar a la planta baja. Pippo, detrás del mostrador de recepción, vaciaba metódicamente una botella de licor torinés.

– ¡Hola! -saludó el profesor.

– Buenos días, patrón -contestó Pippo.

– ¿Cómo va el negocio?

– Amapolís me echa a la puta calle.

– Espero que no sea cierto.

– Me exterioriza. Y, encima, con mayúsculas. Es la pura verdad.

– ¿Te expropia?

– Así es como él habla -observó La Pipa-. Me exterioriza.

– Y ¿qué vas a hacer?

– No lo sé. No me queda más que encerrarme en el retrete y se acabó, muerta está, la vida.

– Pero ese tío es idiota -dijo Mascamangas.

– ¿Vamos a probar el avión o no? -preguntó, impaciente, el interno.

– ¿Vienes con nosotros, La Pipa? -dijo el profesor.

– ¡Me la paso por el culo esa porquería de avión!

– Bueno, pues hasta pronto -dijo Mascamangas.

– Hasta luego, patrón. Es bonito como una cereza, el avión ese.

Mascamangas salió, seguido por el interno, que le preguntó:

– ¿Cuándo vamos a verla?

– ¿A qué se refiere usted?

– A la chica guapa.

– Deje usted de marearme -dijo Mascamangas-. Ahora se trata de poner en marcha el avión, y basta.

– Con usted no hay manera, leñe -dijo el interno-. Me la pone delante de los ojos y, luego, fu…, desapareció. Es usted un duro.

– Y ¿usted?

– Coño, reconozco que yo también soy un hombre duro. Llevamos aquí ya tres semanas, ¡tres semanas!, ¿se da usted cuenta?, y no lo he hecho ni una sola vez.

– ¿Seguro? -dijo Mascamangas-. ¿Ni siquiera con las mujeres de los agentes ejecutivos? ¿Qué es lo que hace usted en la enfermería por las mañanas, cuando yo estoy durmiendo?

– Me la… -dijo el interno.

Mascamangas le miró sin comprender y, después, rompió a reír.

– ¡Maldita sea! O sea que usted…, usted… ¡Es tan gracioso…! Por eso está usted siempre de tan pésimo humor…

– Pero ¿cree que…? -preguntó el interno, algo inquieto.

– Con toda certeza. Eso es muy malsano.

– Vaya, vaya… Usted no lo ha hecho nunca, ¿eh?

– Jamás solo -dijo Mascamangas.

El interno enmudeció, pues escalaban una duna alta y necesitaba todo su aliento. Mascamangas volvió a reír.

– ¿Qué pasa? -preguntó el interno.

– Nada. Únicamente que estaba imaginando la cara que debe de poner usted.

Reía tanto que se desplomó sobre la arena. Gruesas lágrimas brotaban de sus ojos y la voz se le estranguló en un alarido de regocijo. El interno, enfadado, volvió la cabeza, colocó sobre la arena los trozos del avión y, de rodillas, se dedicó a ensamblarlos como Dios le daba a entender. Mascamangas se fue calmando.

– Además, tiene usted muy mala cara.

– ¿Está seguro?

El interno se sentía cada vez más inquieto.

– Completamente seguro. Usted no es el primero, como puede imaginar.

– Yo creía que… -murmuró el interno, mientras estudiaba las alas y la carlinga-. Así que usted piensa que hay tipos que lo han hecho antes que yo.

– Naturalmente.

– Ni que decir tiene que yo también lo había pensado. Pero ¿en idénticas circunstancias? ¿En el desierto y por falta de mujeres?

– Sin ninguna duda. ¿Qué significado cree usted que tiene el símbolo de San Simeón Estilita? La columna y el tipo constantemente preocupado por su columna… ¡Es de una transparencia meridiana! Supongo que usted habrá leído a Freud.

– En absoluto. Está pasado de moda. Sólo los retrasados mentales siguen creyéndose esos inventos.

– Una cosa es que esté pasado de moda Freud -dijo Mascamangas-, y otra cosa es la columna. A pesar de todo, existen las representaciones mentales y las transferencias, como dicen los filósofos, y los complejos y las represiones y, en su caso particular, también el onanismo.

– Evidentemente -dijo el interno-, usted va a decirme ahora que yo sólo soy un cretino.

– Claro que no -dijo Mascamangas-. Usted no es muy inteligente, no hay que darle vueltas. Lo cual es disculpable.

El interno, que había ya encajado las alas al fuselaje, colocaba con un cierto buen gusto los estabilizadores. Durante unos instantes se quedó quieto, para reflexionar sobre las palabras de Mascamangas.

– Pero usted -le preguntó al profesor-, ¿cómo se las arregla?

– Como me las arreglo ¿para qué?

– No sé…

– Me ha hecho usted una pregunta poco clara. Tan poco clara, me atrevo a decir, que resulta indiscreta.

– No he querido ofenderle.

– Oh, por supuesto que no. Pero tiene usted el don de meterse en lo que no le importa.

– Yo me encontraba mejor allí -dijo el interno.

– También yo -dijo Mascamangas.

– Tengo la negra.

– Se le pasará. Es por la arena.

– No es por la arena. Aquí no hay enfermedades, ni internos, ni enfermos…

– Ni tampoco sillas, ¿eh?

El interno sacudió la cabeza y una expresión de amargura fue extendiendo manchas sobre su rostro.

– ¿Verdad que durante toda mi vida no dejará usted de reprocharme la muerte de aquella silla?

– No ha pasado mucho tiempo todavía -dijo Mascamangas- y, además, usted no llegará a viejo. Tiene costumbres demasiado malas.

El interno dudó, abrió la boca y, sin decir nada, volvió a cerrarla. Se puso a enredar con el cilindro y el motor. Mascamangas le vio dar un salto y, en seguida, igual que había hecho media hora antes, examinar su mano, en cuya palma sangraba una amplia incisión. Se volvió hacia Mascamangas. No lloraba, pero estaba lívido y tenía verdes labios.

– Me ha mordido… -susurró el interno.

– Pero ¿qué le ha hecho usted ahora?

– Yo… nada… -dijo el interno, dejando el avión en la arena-. Me duele -le tendió la mano.

– Veamos -dijo Mascamangas-. Deme su pañuelo.

El interno le entregó aquel repugnante trapo y Mascamangas, como Dios le dio a entender, le vendó la mano, sin ahorrar ningún gesto de manifiesta repulsión.

– ¿Va bien así?

– Va bien -dijo el interno.

– Lo lanzaré yo mismo -anunció el profesor, cogiendo el avión, cuyo motor puso hábilmente en marcha-. ¡Sujéteme por la cintura! -gritó al interno, tratando de dominar el ruido del aparato.

El interno lo agarró con todas sus fuerzas. El profesor reguló la rosca de admisión y la hélice comenzó a girar a tal velocidad que los extremos de las paletas fueron adquiriendo un color rojo oscuro. El interno se aferraba a Mascamangas, que se tambaleaba sacudido por el furioso viento de la hélice.

– Que lo suelto -dijo Mascamangas.

El Ping 903 partió como una bala y, en unos segundos, se desvaneció. Sobrecogido, el interno, que seguía tirando del profesor, lo soltó de repente y rodó por tierra. Se quedó sentado, con la mirada vacía, orientada hacia el punto por donde el avión acababa de desaparecer. Mascamangas rezongó.

– Me duele la mano -dijo el interno.

– Quítese ese pingajo.

La herida bostezaba y a su alrededor se levantaban unos rebordes verdosos; en el centro, de color carmesí, borbotaban ya unas diminutas y veloces burbujas.

– ¡Vaya…! -exclamó Mascamangas, cogiendo al interno por un brazo-. ¡Hay que curarle eso!

El interno se levantó y comenzó a galopar sobre sus flojas piernas. Ambos corrían hacia el Hotel Barrizone.

– Y ¿el avión? -dijo el interno.

– Parece que marcha -dijo Mascamangas.

– ¿Volverá?

– Así lo creo. Está calculado para volver.

– Vuela muy rápido.

– Sí.

– ¿Cómo se parará?

– No lo sé -dijo Mascamangas-. No había pensado en eso.

– Es por la arena… -dijo el interno.

Oyeron un ruido agudo y a un metro por encima de sus cabezas algo pasó silbando. Luego, se produjo una especie de explosión y en la vidriera del salón de la planta baja del hotel se abrió un agujero, cuyos bordes reproducían nítidamente la forma del Ping 903. Escucharon cómo, en el interior del salón, caían una tras otra las botellas y se estrellaban contra el suelo.

– Yo me adelanto -dijo Mascamangas.

El interno, que se había detenido, contempló la negra figura del profesor bajando en tromba la pendiente. El cuello de su camisa amarillo rabioso fulguraba sobre la levita pasada de moda. El profesor abrió la puerta y desapareció dentro del hotel. Luego, el interno examinó su mano herida y reanudó su agitado y torpe galope.

VII

Angel esperaba encontrar a Rochelle y acompañarla de vuelta hasta el despacho de Amadís. Caminaba apresurado por las dunas, subiéndolas de prisa y bajándolas a la carrera, con largas zancadas, que le hundían los pies profundamente en la arena y producían un rumor amortiguado y compacto. A veces, caía sobre una mata de hierbas y percibía el crujido de los duros tallos y un olor a resina fresca.

La parada del 975 se encontraba a dos medidas aproximadamente del hotel. Al paso de Angel, no estaba demasiado lejos. Vio a Rochelle, que regresaba ya, cuando la muchacha apareció en la cima de una duna. Angel, que se encontraba en la hondonada, intentó subir corriendo, pero sólo consiguió reunirse con Rochelle a la mitad de la cuesta.

– ¡Buenos días! -dijo Rochelle.

– He salido a buscarla.

– ¿Ana está trabajando?

– Supongo.

Ambos se quedaron callados; la cosa empezaba mal. Por fortuna, Rochelle se torció un pie y se cogió del brazo de Angel para seguir caminando.

– Estas dunas no son nada cómodas -dijo Angel.

– No, sobre todo con zapatos de tacón alto.

– ¿Nunca sale sin ellos?

– La verdad es que salgo muy poco. Por lo general me quedo con Ana en el hotel.

– Le quiere usted mucho, ¿verdad? -preguntó Angel.

– Sí -dijo Rochelle-. Es muy limpio y está muy sano y muy bien hecho. Me gusta enormemente acostarme con él.

– Pero, desde el punto de vista intelectual… -comenzó a decir Angel, que trataba de no pensar en las palabras que acababa de pronunciar Rochelle, mientras Rochelle reía.

– Desde el punto de vista intelectual, bastante tengo y me sobra. Cuando termino de trabajar con Dudu, ni se me ocurre mantener conversaciones intelectuales.

– Dudu es idiota.

– En todo caso, conoce su profesión. Y le aseguro que, en cuanto a trabajar, no hay quien le gane.

– Es un guarro.

– Esos tipos así son muy amables con las mujeres.

– Me estomaga.

– Usted sólo piensa en lo físico.

– No es verdad -dijo Angel-. Con usted, sí.

– No sea cargante -dijo Rochelle-. Me gusta mucho hablar con usted, me gusta mucho acostarme con Ana y me gusta mucho trabajar con Dudu. Pero no puedo ni imaginar que usted y yo llegásemos a acostarnos. Me parece obsceno.

– ¿Por qué?

– Le da usted tanta importancia a eso…

– No, le doy importancia a eso con usted.

– No diga esas cosas. Me fastidian…, me empalagan…

– Pero yo la amo.

– Sí, sí, usted me ama, no cabe duda. Y me gusta que me ame. También yo le quiero; como a un hermano, ya se lo he dicho. Pero no puedo acostarme con usted.

– ¿Por qué?

– Después de estar con Ana -Rochelle rió brevemente-, de lo único que una tiene ganas es de dormir.

Angel permaneció callado. Resultaba pesado sujetarla, porque Rochelle caminaba dificultosamente con aquellos zapatos. Observó su perfil. Llevaba un jersey de punto fino, que resaltaba sus pezones, un poco postrados, pero todavía incitantes. Tenía una barbilla vulgar, que a Angel le gustaba más que nada.

– ¿Qué le manda hacer Amadís?

– Me dicta cartas, informes… Siempre tiene trabajo para mí. Comunicaciones sobre el balasto, sobre los agentes ejecutivos, sobre el arqueólogo, sobre cualquier cosa.

– No quisiera que usted… -pero se detuvo a tiempo.

– Que yo ¿qué?

– Nada… Si Ana se marchase, ¿se iría con él?

– ¿Por qué quiere que Ana se vaya? Falta mucho para terminar las obras.

– Bueno -dijo Angel-, no es que yo quiera que Ana se marche. Pero y ¿si dejara de quererle?

Rochelle rió.

– Si usted lo viese, no diría eso.

– No quiero verlo.

– No cabe duda que le resultaría desagradable. A veces, no nos comportamos juiciosamente.

– ¡Cállese! -pidió Angel.

– No sea cargante. Siempre está usted triste. Resulta molestísimo.

– Pero ¡yo la quiero…!

– Sí, sí, sí… Cargante, desde luego. Le mandaré recado, cuando Ana se harte de mí -Rochelle volvió a reír-. ¡Usted va a seguir soltero durante mucho tiempo todavía…!

Angel no contestó. Se aproximaban al hotel, cuando, de repente oyeron un raudo silbido y una estruendosa explosión.

– ¿Qué habrá sido eso? -preguntó distraídamente Rochelle.

– Lo ignoro -dijo Angel.

Se detuvieron para escuchar mejor. Sólo oyeron un amplio y majestuoso silencio y, después, un impreciso tintineo de vidrios.

– Algo ha ocurrido -dijo Angel-. ¡Apresurémonos!

Era un pretexto para estrecharla un poco más.

– Déjeme… -dijo Rochelle-. Adelántese usted a ver qué ha pasado. Yo no puedo andar más de prisa.

Angel, suspirando, apretó el paso, sin volver la cabeza. Rochelle avanzaba con mil precauciones sobre sus tacones demasiado altos. Ahora se distinguían ya sonidos de voces.

Angel vio en la vidriera de la planta baja un agujero de forma singular. El suelo estaba sembrado de pedazos de vidrios. Dentro del salón se movían agitadamente algunas personas. Angel empujó la puerta y entró. Allí estaban Amadís, el interno, Ana y el doctor Mascamangas. Ante el mostrador de recepción yacía el cuerpo de José Barrizone. Le faltaba la mitad superior de la cabeza.

Angel levantó los ojos y descubrió, clavado en el muro frontero a la fachada de vidrio, el Ping 903, que se había incrustado hasta el tren de aterrizaje en los ladrillos. En la superficie superior del ala izquierda había quedado la otra mitad del cráneo, que fue escurriendo suavemente hasta el afilado extremo del ala, desde donde se estrelló contra el suelo, produciendo un sonido sordo, amortiguado por los negros y ensortijados cabellos de Barrizone.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Angel.

– Ha sido el avión -explicó el interno.

– Precisamente me proponía comunicarle -dijo Amadís- que mañana por la tarde los agentes ejecutivos empezarán a cortar el hotel. Quedaban cosas que arreglar. Oiga, esto no hay quien lo aguante.

Amadís parecía dirigirse a Mascamangas. Mascamangas se mesaba nerviosamente la perilla.

– Hay que llevárselo de aquí -dijo Ana-. Ayúdenme.

Ana cogió por los sobacos el cadáver y el interno, por los pies. Ana se dirigió a reculones hacia la escalera, que empezó a subir lentamente. Mantenía todo lo alejada que le era posible la cabeza sangrante de Pippo, cuyo cuerpo se les doblaba y casi arrastraba por los escalones, inerte y desmadejado. Al interno le seguía doliendo mucho la mano.

Amadís, después de una ojeada al salón, miró al doctor Mascamangas. Y a Angel. Rochelle entró muy silenciosamente.

– ¡Ah!, al fin ha llegado usted. ¿Había correspondencia?

– Sí -dijo Rochelle-. ¿Qué ha pasado?

– Nada -contestó Amadís-. Un accidente. Venga conmigo, tengo que dictarle unas cartas urgentes. Ya le explicarán todo esto.

Amadís se dirigió rápidamente hacia la escalera, seguido de Rochelle, a quien la mirada de Angel no abandonó mientras estuvo visible. Luego Angel miró aquella mancha negra ante el mostrador de recepción. El cuero blanco de una de las sillas estaba completamente salpicado de gotitas irregulares en hileras dispersas.

– Venga conmigo -dijo Mascamangas.

Angel y el profesor dejaron la puerta abierta, al salir.

– ¿Ha sido el modelo reducido? -preguntó Angel.

– Sí. Y funciona bien.

– Demasiado.

– No, demasiado no. Yo sabía, cuando dejé mi consultorio, que venía al desierto. ¿Cómo quiere usted que yo supiese que en pleno centro del desierto había un restaurante?

– Ha sido una casualidad. Nadie le reprocha nada.

– Usted ¿cree…? -dijo Mascamangas-. Verá, los que nunca han construido un modelo a escala reducida se figuran que se trata de un entretenimiento un poco infantil. Pero eso no es exacto. Hay algo más. ¿Usted nunca ha construido uno?

– No.

– Pues, entonces, no puede darse cuenta. El aeromodelismo produce una auténtica borrachera. Correr tras un modelo reducido, que vuela delante de usted en una inflexible línea recta, ascendiendo imperceptiblemente, o que gira alrededor de su cabeza con un ligero temblor, envarado y torpe, y que, sin embargo, vuela, vuela… Supuse que el Ping iría rápido, pero no tan rápido. Ha sido el motor -se interrumpió bruscamente-. Me he olvidado del interno.

– Le espero -dijo Angel.

El profesor Mascamangas emprendió una marcha a paso gimnástico y Angel estuvo contemplándolo hasta que entró en el hotel.

Radiantes e impetuosas, las flores de hepotriopo se abrían generosamente bajo la influencia de las cortinas de luz amarilla que se abatían sobre el desierto. Angel se sentó en la arena. Tenía la sensación de vivir a ritmo lento. Se arrepintió de no haber ayudado al interno a cargar con Pippo.

Desde allí, Angel oía amortiguados los tremendos martillazos, que Marin y Carlo daban sobre las grandes escarpias de cabeza curvada, destinadas a sujetar los raíles en las sólidas traviesas. De vez en cuando, uno de los martillos pegaba contra el raíl y arrancaba del acero un largo grito vibrante, que taladraba el pecho de Angel. Aún desde más lejos le llegaban las alegres risas de Didiche y Oliva, que, para variar, se dedicaban a cazar lucíferas.

Rochelle era una mala puta. Desde cualquier perspectiva que se la considerase. Y, encima, sus pechos, cada vez más caídos… Ana la va a dejar echa una completa chapuza. La va a dilatar. A reblandecer. A exprimir. Una cáscara de limón… Sigue teniendo unas piernas preciosas. Lo primero que se…

Angel paró las máquinas y giró sus pensamientos 45 grados a babor. Resulta absolutamente inútil construir frases obscenas contra una muchacha, que, bien considerada, no es más que un agujero, rodeado de pelos, y que… No era suficiente; 45 grados más. Hay que agarrarla y arrancarle lo que tiene a la espalda y zurcírsela a araños y, sin tregua, darle hasta que se le abra otra vez. Pero, cuando salga de entre las manos de Ana, no quedará nada por hacer. Está ya tan estropeada, tan macilenta, ojerosa…, manchas y pecas, carnes fofas…, sobada, ensuciada, descoyuntada. Una campana de sebo y el badajo colgando en medio. Sin nada ya fresco. Sin nada ya inédito. Haberla conseguido antes que Ana. La primera vez. Su olor a nuevo. Podría haber ocurrido después de haberla llevado a bailar, por ejemplo a un sitio pequeño y distinguido, el regreso en coche, un brazo alrededor de su cintura, un accidente, ella se asusta. Acaban de lanzar por los aires a Cornelius Onte, que yace sobre la acera. Feliz. Ya no tiene que ir a Exopotamia. Señoras y Señores, basta con que vuelvan la cabeza, si quieren ver al hombre besando a la mujer. O que lleguen al tren. Señoras y Señores, en el momento en que el hombre besa a la mujer. El hombre besa constantemente a la mujer y las manos del hombre le acarician todo el cuerpo a la mujer y el hombre busca el olor de la mujer por todo el cuerpo de la mujer. Pero no es éste el hombre que tendría que ser. De todo lo cual se deduce, de hecho, la función de la posibilidad, que basta para terminar la vida boca abajo sobre una cosa concebida para tumbarse sobre ella, babeando con la cabeza colgante, que basta para imaginar que se puede babear durante toda la vida, ensoñación de las más disparatadas, porque nadie tiene bastante baba para babear la vida entera. Babear, con la cabeza colgando, ejerce, sin embargo, una influencia lenificante, que las gentes no aprovechan bastante. En su descargo hay que decir que…

Resulta absolutamente inútil construir frases obscenas contra una muchacha, que, bien considerada…

El profesor Mascamangas propinó un suave capón a Angel, cuyo corazón dio un vuelco.

– Y ¿el interno? -preguntó Angel.

– ¡Psch…! -dijo Mascamangas.

– ¿Cómo?

– Esperaré hasta mañana por la noche, pero habrá que cortarle la mano.

– ¿No queda otro remedio?

– Se puede vivir sólo con una mano -dijo Mascamangas.

– Y sin ninguna de las dos -dijo Angel.

– Efectivamente. Llevando adelante tal razonamiento y sin perder de vista algunas hipótesis básicas, se llega a la conclusión de que es posible vivir totalmente sin cuerpo.

– Pero ésa es una hipótesis inadmisible.

– En todo caso -dijo el profesor-, le aviso que me van a enchironar pronto.

Angel se había puesto de pie y ambos se alejaban nuevamente del hotel.

– ¿Por qué?

El profesor Mascamangas sacó un cuadernito del bolsillo interior izquierdo y lo abrió por la última página, cubierta de nombres alineados en dos columnas. La de la izquierda tenía un nombre más que la columna de la derecha.

– Mire.

– Su libreta de enfermos, ¿no?

– Sí. Estos de la izquierda son los que he curado. Los de la derecha son los que han muerto. Mientras tenga más a la izquierda puedo seguir.

– No lo comprendo.

– Quiero decir que puedo seguir matando pacientes hasta que el número de muertos coincida con el número de los que haya curado.

– ¿Matar así, por las buenas?

– Sí, naturalmente. Pero como acabo de matar a Pippo, en este momento estoy empatado.

– O sea, ¡que sólo llevaba usted uno de ventaja…!

– Hace dos años y tras la muerte de una de mis enfermas, me dediqué a la neurastenia y maté lo mío. Tontamente, en verdad, porque no saqué ningún provecho.

– Pero podría usted curar a nuevos enfermos y llevar una vida tranquila.

– Aquí nadie se pone enfermo. No puedo inventarme pacientes. Además, no me gusta la medicina.

– Pero y ¿el interno…?

– En su caso, yo soy también el culpable. Si le sano, se considerará resultado nulo. Si muere…

– Y una mano de menos, ¿no cuenta?

– ¡No, por eso no! -dijo el profesor-. Por una simple mano, no.

– Comprendo -dijo Angel y añadió-: ¿Por qué le van a meter en chirona?

– Así es la ley. Como usted debería saber.

– Ya sabe -dijo Angel-, en general, no se sabe nada. Incluso las gentes que tendrían que saber, es decir los que saben manipular las ideas, triturarlas y presentarlas de tal manera que ellos mismos se creen que poseen un pensamiento original, nunca renuevan su patrimonio de cosas triturables, y entonces resulta que su sistema de expresión siempre le lleva veinte años de delantera a la propia materia de la expresión. De todo lo cual se deduce, que es imposible aprender nada de esas gentes, porque se contentan con palabras.

– Es inútil que se pierda en discursos filosóficos para confesarme que no conoce la ley -dijo el profesor.

– Muy cierto -dijo Angel-, pero es necesario que meta en algún sitio estas reflexiones. Si es que se trata de reflexiones. Por mi parte, me inclinaría a considerarlas como simples reflejos de un individuo sano y susceptible de comprobación.

– Comprobar ¿qué?

– Comprobar objetivamente y sin prejuicios.

– Puede usted añadir: sin prejuicios burgueses -dijo el profesor-. Se suele añadir mucho.

– Aceptado -dijo Angel-. Así pues, los mentados individuos han estudiado tan detenida y tan profundamente las formas del pensamiento que las formas les enmascaran el propio pensamiento. Y si usted intenta meter la nariz dentro de su pensamiento, se la tapan a usted con un nuevo pedazo de forma. Han enriquecido la forma pura con un gran número de piezas y de ingeniosos dispositivos mecánicos y tratan de confundirla con el pensamiento en cuestión, cuya naturaleza meramente física, de orden reflejo, emocional y sensorial, se les escapa en su totalidad.

– No comprendo ni una sola palabra -dijo Mascamangas.

– Es igual que en el jazz -dijo Angel-. Entrar en trance.

– Algo vislumbro. Usted quiere decir que, en iguales circunstancias, unos individuos son sensibles y otros, no.

– Sí. Resulta muy curioso, cuando uno está en trance, ver cómo las gentes pueden seguir hablando y meneando sus formas. Cuando uno siente el pensamiento, quiero decir; la cosa material.

– Está usted nebuloso.

– No intento ser claro, porque me aburre soberanamente probar a expresar algo que siento con toda claridad. Y, por otra parte, me importa un absoluto carajo poder, o no poder, compartir mi punto de vista con los demás.

– Con usted no se puede discutir -dijo Mascamangas.

– Yo creo que no se puede con nadie -dijo Angel-. Ahora bien, me concederá usted la atenuante de que es la primera vez, desde el principio, que me arriesgo a tratar asuntos de esta naturaleza.

– Usted no sabe lo que quiere.

– Cuando me encuentro a gusto dentro de mi pellejo y me puedo quedar blando y relajado como un saco de harina, sé que tengo lo que quiero, porque en esos casos puedo pensar en cómo quisiera yo que fuese lo que quiero.

– Me deja usted completamente idiota -dijo Mascamangas-. La amenaza impelente, implícita e implacable, de la que al presente yo soy objeto, no objeta, perdóneme la aliteración, objeción alguna al estado nauseoso y próximo al coma en el que se encuentra mi osamenta de cuarentón barbado. Sería mucho mejor que me hablase usted de otra cosa.

– Si me pongo a hablar de otra cosa, voy a hablar de Rochelle, lo que mandará a hacer puñetas, sin remisión, el edificio que penosamente y con mil cuidados vengo levantando desde hace unos minutos. Porque tengo muchas ganas de joder con Rochelle.

– Pues claro que sí. Yo, también. Abrigo el proyecto de hacerlo, después de usted, si usted no ve inconveniente y si la policía me deja tiempo.

– Yo amo a Rochelle. Es probable que mi amor me empuje a cometer desatinos, porque empiezo a estar harto. Mi sistema resulta demasiado perfecto para que pueda realizarse; además, tampoco es comunicable, por lo que me veré obligado, ya que nadie se prestaría a ayudarme, a aplicarlo por mí mismo. En consecuencia, carecen de importancia los desatinos que pueda cometer.

– ¿Qué sistema? -preguntó Mascamangas-. Hoy es un día en que, literalmente, me idiotiza usted.

– Mi sistema para resolver todos los problemas -contestó Angel-. He encontrado realmente soluciones para todo. Soluciones excelentes y de elevado rendimiento, pero soy el único que las conoce y no tengo tiempo de enseñárselas a los demás, porque estoy muy ocupado. Trabajo y amo a Rochelle, ¿comprende?

– Hay gentes que hacen muchas más cosas.

– Sí, pero también necesito tiempo para tumbarme boca abajo y babear. Pronto lo haré. Tengo puesta mucha confianza en ese ejercicio.

– Si el tipo viniese a detenerme mañana mismo -dijo Mascamangas-, le pediría a usted que cuidase del enfermo. Antes de irme, le cortaré la mano.

– No pueden detenerlo todavía -dijo Angel-. Tiene usted derecho a un cadáver más.

– A veces lo detienen a uno con anticipación -replicó el profesor-. Actualmente la ley funciona patas arriba.

VIII

El abad Petitjean recorría a zancadas la pista. Cargaba con un zurrón muy lleno y balanceaba despreocupadamente su breviario sujeto por un bramante, como hacen los bachilleros con sus tinteros. Para regalarse el oído, encima (y por santificarse también), entonaba un viejo cántico:

Al pasar la barca

Me dijo el barquero:

Las niñas bonitas

No pagan dinero.

Pues vaya cobrando,

Le dijo este cuero,

Que ya no es tan niña,

Al salaz naviero.

Y al pasarme el río

Sólo me hizo un cero.

Lo cual fue un embarque,

Para el financiero.

Mediante vigorosos talonazos, escandía los tradicionales ritmos del pasaje y el estado físico resultante de este conjunto de actividades le parecía satisfactorio. Cada tanto aparecía, justo en mitad del camino, una mata de hierbas puntiagudas y, de cuando en cuando, malezas espiníferas, picajosas y maléficas, que le arañaban las pantorrillas bajo la sotana. Pero ¿qué importaba? Nada. En peores se las había visto el abad Petitjean, ya que Dios es grande.

Cuando vio pasar a un gato de izquierda a derecha, pensó que ya no faltaba mucho. Y, luego, se encontró súbitamente en medio del campamento de Atanágoras. En pleno centro, incluso, de la tienda de Atanágoras. Donde, por otra parte, el últimamente citado manipulaba con intensa atención una de sus cajas standard, que se negaba a ser abierta.

– ¡Hola! -dijo el arqueólogo.

– ¡Hola! -dijo el abad-. ¿Qué está usted haciendo?

– Intento abrir esta caja, pero no lo consigo.

– Déjela cerrada, entonces -aconsejó el abad-. No debemos violentar nuestro talento.

– Es una caja de impurezas fundentes.

– ¿Qué es eso de impurezas fundentes?

– Una mezcla de ceniza, tierra y ramillas, que en las fraguas se utiliza para… Bueno, sería largo de explicar.

– No, por favor, no me lo explique. ¿Qué hay de nuevo por aquí?

– Magni nominis umbra.

– Jam proximus ardet Ucalegon…

– ¡Oh! -consideró Petitjean-, no se debe creer en presagios. ¿Cuándo lo enarenan?

– Esta noche o mañana.

– Me voy para allá -dijo el abad-. Hasta muy pronto.

– Un segundo -dijo el arqueólogo-. Me voy con usted.

– ¿Echamos un trago antes? -propuso Petitjean.

– ¿Le apetece cointreau?

– ¡No! Hoy traigo de lo mío.

– Tengo también zytum, un licor de cebada fermentada que hacían en el antiguo Egipto -sugirió el arqueólogo.

– Gracias, pero sin cumplidos -Petitjean desató la correa de su zurrón y, tras una breve búsqueda, enarboló una calabaza-. Aquí está. Pruebe usted.

– Usted primero.

Empinando el codo, Petitjean bebió un buen trago.

Después, ofreció el artefacto al arqueólogo, quien, cogiéndolo por el cuello, se lo llevó a los labios, echó la cabeza atrás y, casi inmediatamente, volvió a ponerla derecha.

– No queda ni gota.

– No me sorprende -confesó el abad-. Siempre seré el mismo: bebedor, indiscreto y, por si fuese poco, zampón.

– Aunque he puesto cara de que me apetecía, la verdad es que no me apetecía especialmente.

– Es lo mismo; merezco un castigo. ¿Cuántos pepinos hay en una caja de pepinos para polis?

– ¿Qué entiende usted por pepinos para polis? -preguntó el arqueólogo.

– No cabe ninguna duda de que está usted en su derecho de plantearme tal pregunta -contestó Petitjean-. Se trata de una imaginativa expresión de mi cosecha, que sirve para designar los proyectiles del 7,65, con los que se municionan los igualizadores de los polis.

– Lo cual concuerda con el conato de explicación que yo trataba de elaborar -dijo el arqueólogo-. Pues bien, digamos veinticinco pepinos.

– ¡Leñe, es demasiado! Diga tres.

– Bueno, tres.

Petitjean sacó su rosario y lo recitó tres veces a tal velocidad que las bruñidas cuentas humeaban entre sus ágiles dedos.

– ¡Que me quemo! -exclamó, volviéndose a guardar el rosario y agitando una mano en el aire-. Deber cumplido. Y a hacer puñetas.

– ¡Oh! -dijo Atanágoras-, pero si nadie le ha dado motivo de agravio…

– ¡Qué bien habla usted…! -dijo Petitjean-. Es usted un hombre tan educado… Satisface encontrar a alguien de su clase en un desierto repleto de arena y de lucíferas viscosas.

– Y de elimos -añadió el arqueólogo.

– Ah, sí. Son esos caracolillos amarillos, ¿no? Vayamos al grano, ¿cómo se encuentra su joven amiga, la mujer de los bellos pechos?

– Apenas sale. Está excavando con sus hermanos. El asunto progresa. Ahora bien, los elimos no son caracoles, sino, más bien, plantas gramíneas, propias de regiones…

– O sea, ¿que no hay manera de verla? -preguntó el abad.

– Hoy, no.

– Pero ¿qué ha venido a hacer aquí? Una chica guapa como ella, con una piel extraordinaria, con una cabellera suntuosa, unos pechos como para hacerse excomulgar, inteligente, dura como una bestia, y no hay quien la vea nunca. Prefiero pensar que, por lo menos, no se acuesta con sus hermanos.

– No. Creo que le gusta Angel.

– Y ¿a qué esperamos? Si usted quiere, yo puedo casarlos.

– Angel sólo piensa en Rochelle.

– A mí ésa no me va. Está demasiado saciada.

– Sí -dijo Atanágoras-, pero él está enamorado.

– ¿Verdaderamente enamorado?

– Precisar si la ama verdaderamente sería una tarea apasionante.

– ¿Cómo puede seguir queriéndola, sabiendo que se acuesta con su amigo? -dijo Petitjean-. Aunque hable con usted de estas cosas, no vea en ello la típica indiscreción sexual del reprimido. Personalmente también yo mojo en mis ratos perdidos.

– Me lo imagino -dijo Atanágoras-. No tiene por qué disculparse. En realidad, creo que está verdaderamente enamorado. Quiero decir, hasta el punto de no dejar de perseguirla y sin ninguna esperanza. Y hasta el punto de no hacerle ningún caso a Cobre, que es lo que Cobre más desea.

– Ay, ay, ay… -dijo Petitjean-. Ese muchacho debe de pelársela.

– Pelarse ¿qué?

– Pelársela. Perdone, es jerga de sacristía.

– Yo… ¡Ah, ya le entiendo! -dijo Atanágoras-. No, sin embargo, no creo que se la pele.

– Dadas las circunstancias, no será difícil conseguir que se acueste con Cobre.

– Ya me gustaría -dijo Atanágoras-. Hacen muy buena pareja.

– Hay que llevarlos a ver al ermitaño que indudablemente realiza un espectáculo salutífero de puta madre. ¡Leñe, es que no aprendo! Recuérdeme que rece algunos rosarios de inmediato.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el arqueólogo.

– Que no paro de blasfemar. Lo cual tampoco tiene mucha importancia. Más tarde me llamaré a capítulo. Pero volvamos a nuestros corderos. Le decía que el espectáculo que ofrece el ermitaño resulta bastante interesante.

– No he ido aún -dijo el arqueólogo.

– No le causará gran impresión; usted es viejo.

– Efectivamente, las cosas del pasado y los recuerdos es lo que más me interesa. Pero ver a dos jóvenes bien hechos en posturas simples y naturales no me desagrada nada.

– Esa negra… -y Petitjean se interrumpió.

– ¿Qué pasa con ella?

– Que está… muy bien dotada. Quiero decir, muy cimbreante. ¿Le importaría hablarme de otra cosa?

– De ninguna manera.

– Es que me estoy excitando. Y no quiero acosar a su joven amiga. Hábleme usted, por ejemplo, de un vaso de agua fría por la nuca o del suplicio del mazo.

– ¿Qué suplicio es ése del mazo?

– Muy en uso entre ciertas tribus indias -explicó el abad-, consiste en oprimir suavemente el escroto del paciente sobre un tajo de madera, con la finalidad de poner de manifiesto las glándulas que recubre dicha bolsa cutánea y, a continuación, machacarlas mediante un golpe seco propinado por un mazo también de madera. ¡Uy…! ¡Uy! ¡Uy! -añadió Petitjean, retorciéndose-. ¡Cuánto tiene que doler…!

– No está mal maquinado -opinó el arqueólogo-. Ese tormento me recuerda otro, que…

– Basta, basta… -pidió el abad, doblado sobre sí mismo-. Me encuentro completamente apaciguado.

– Perfecto -dijo Atanágoras-. ¿Nos vamos de una vez?

– ¿Cómo? -exclamó, sorprendido, el abad Petitjean-. ¿Todavía no nos hemos ido? Resulta asombroso lo charlatán que es usted.

El arqueólogo, echándose a reír, se quitó el casco colonial y lo colgó de un clavo.

– Usted delante.

– ¡Un ganso dos gansos, tres gansos, cuatro gansos, cinco gansos, seis gansos…!

– ¡Y siete gansos! -dijo el arqueólogo.

– ¡Así sea! -dijo Petitjean, persignándose y saliendo el primero de la tienda.

IX

"Esas excéntricas se pueden ajustar…"

(La Mecánica en laExposición de 1900, Dunod editor. Tomo 2, página 204.)

– Usted afirmaba que ésos son elimos, ¿no? -preguntó el abad Petitjean, señalando las hierbas.

– Estas, no -advirtió el arqueólogo-. Pero también hay elimos por aquí.

– Lo cual carece totalmente de interés -subrayó el abad-. ¿Para qué sirve conocer el nombre, si se sabe lo que es la cosa?

– Resulta útil para la conversación.

– Bastaría con dar un nombre distinto a la cosa.

– Naturalmente, pero no se designaría la misma cosa con el mismo nombre, conforme cambiase el interlocutor con el que se conversa.

– Comete usted un solecismo -dijo el abad-. El interlocutor al que se convierte.

– De ninguna manera. En primer lugar, eso sería un barbarismo; y segundo, lo que usted dice no quiere decir ni por asomo lo que yo quería decir.

Se dirigían hacia el Hotel Barrizone y el abad había cogido familiarmente del brazo a Atanágoras.

– Me gustaría creer lo que usted dice -dijo el abad Petitjean-. Pero me resulta extraño.

– Por culpa de su deformación confesional.

– Con independencia de esa opinión suya, ¿cómo van las excavaciones?

– Avanzamos muy de prisa, siempre siguiendo la línea de fe.

– Virtualmente, ¿por dónde cree usted que pasa?

– No lo sé -dijo el arqueólogo-. Veamos… -tomó una actitud orientativa-. Aproximadamente no debe de pasar lejos del hotel.

– ¿Han encontrado momias?

– Las comemos todos los días. No están mal. Generalmente aparecen bien adobadas, pero algunas llevan demasiada flor de aromo.

– Hace tiempo las probé en el Valle de los Reyes -dijo el abad-. Allí son el plato regional por excelencia.

– Pero allí las fabrican. Las nuestras son auténticas.

– Me horroriza la carne de momia. Prefiero hasta ese petróleo suyo -Petitjean se soltó del brazo de Atanágoras-. Permítame un instante.

El arqueólogo le vio tomar carrerilla y dar un doble salto en el aire. El abad cayó sobre las manos y se puso a hacer la rueda. La sotana, desplegada en torno a su cuerpo, se le pegaba a las piernas y dibujaba sus pantorrillas, que abultaban como jorobas. Dio una docena de volatines, se inmovilizó apoyado sobre las manos y, luego, de un salto volvió a ponerse de pie.

– Me eduqué con los eudistas -explicó al arqueólogo-. Una formación dura, pero muy saludable para la mente y para el cuerpo.

– Lamento -dijo Atanágoras- no haber seguido la carrera religiosa. Contemplándolo a usted, me doy cuenta de lo que me he perdido.

– A usted no le ha ido mal.

– Descubrir una línea de fe a mi edad… Ya es demasiado tarde…

– La juventud se beneficiará.

– Indudablemente.

Desde lo alto de la eminencia, por la que acababan de trepar, vieron el hotel, ante cuya fachada justamente, las vías del ferrocarril, tersas y flamantes, levantadas sobre los calces, destellaban al sol. Dos altos terraplenes de arena se alzaban a derecha e izquierda y la vía, por el otro extremo, se perdía detrás de una duna. Los agentes ejecutivos clavaban las últimas escarpias en las traviesas y se distinguía el fulgor de los martillazos sobre las cabezas curvadas de las escarpias antes de oír el golpe.

– ¡Van a cortar el hotel por la mitad…! -dijo Petitjean.

– Sí. De acuerdo con los cálculos, no queda otro remedio.

– ¡Qué idiotez! No sobran los hoteles en este rincón del mundo.

– Comparto su opinión -dijo el arqueólogo-. Pero ha sido una idea de Dudu.

– Dudu… No me costaría nada hacer un juego de palabras facilón con ese nombre -dijo Petitjean-, pero parecería premeditado. Y, sin embargo, me encuentro en buena posición para asegurar que sería espontáneo.

El abad y el arqueólogo callaron, porque el estruendo se había hecho insoportable. Había sido apartado el taxi amarillo y negro, para dejar paso a la vía. Los hepotriopos seguían floreciendo con la misma exuberancia de siempre. Como de costumbre del hotel escapaba una fuerte trepidación, que se elevaba sobre su tejado plano, y la arena continuaba siendo arena, es decir, algo amarillo, polvoriento e incitante. En cuanto al sol, brillaba sin ninguna variación y el edificio ocultaba a los ojos del abad y del arqueólogo la negra y fría zona colindante, que, a lo lejos, detrás del hotel y la línea recta, se extendía en su muerta opacidad.

Carlo y Marin dejaron de trabajar, en primer lugar para ceder el paso al abad y a Atanágoras y, además, porque habían terminado por el momento su faena. Era preciso demoler un trozo del hotel para poder continuar, pero, antes que nada, tenían que sacar el cuerpo de Barrizone.

Dejaron caer sus pesados mazos y, lentamente, se dirigieron hacia las pilas de traviesas y de carriles, para ir preparando, mientras tanto, la siguiente sección de la vía. Las esbeltas estructuras de acero de las grúas se perfilaban sobre los apilados materiales de la obra, dividiendo el cielo en triángulos de lados negros.

Carlo y Marin escalaron, a gatas, la empinada pendiente del terraplén y, descendiendo por la ladera opuesta, escaparon a las miradas del abad y de Atanágoras.

Los cuales entraron en el salón principal del hotel, cerrando Atanágoras tras de sí la puerta vidriera. Dentro hacía calor y por la escalera bajaba un olor a medicamentos, que se pegaba al suelo, iba acumulándose hasta formar un colchón y se introducía en cualquier rincón cóncavo disponible. En el salón no había nadie.

Oyeron pasos en el piso de arriba y levantaron las cabezas. El abad se dirigió a la escalera y emprendió la ascensión, seguido por el arqueólogo. El olor les levantaba el estómago. Atanágoras trataba de contener la respiración. Al llegar arriba, oyeron el sonido de una voz que les guió por el pasillo hasta la habitación donde descansaba el difunto. Llamaron a la puerta y se les contestó que entrasen.

Lo que quedaba de Barrizone estaba colocado en un cajón, en el que cabía justo, gracias a que el accidente le había acortado un poco. El pedazo separado de su cabeza le cubría el rostro, de modo que en lugar de cara, sólo se veía una masa de negros cabellos ensortijados. Dentro de la habitación únicamente estaba Angel, quien, al verlos, dejó de hablar en voz alta.

– Buenos días -dijo el abad-. ¿Cómo va eso?

– Así, así… -dijo Angel, estrechando la mano del arqueólogo.

– Me pareció oírle hablar a usted -dijo el abad.

– Temo que se aburra -dijo Angel-, y le estaba contando historias. No creo que oiga, pero quizá le tranquilice. Era un gran tipo.

– Ha sido un accidente asqueroso -dijo Atanágoras-. Descorazona a cualquiera un lance como éste.

– Sí -dijo Angel-. Lo mismo piensa el profesor Mascamangas, que ha quemado el modelo reducido.

– ¡Coño! -dijo el abad-. Yo quería haberlo visto volar.

– Resulta bastante horrible de ver -dijo Angel-. O, al menos, su apariencia…

– ¿Cómo su apariencia?

– Quiero decir, que no se ve nada. Vuela demasiado rápido. Apenas da tiempo a oír el ruido.

– ¿Dónde está el profesor? -preguntó Atanágoras.

– Arriba. Esperando que vengan a detenerlo.

– ¿Por qué?

– Su contabilidad de pacientes está igualada -explicó Angel-. Teme que el interno no salga de ésta. Debe de estar a punto de cortarle la mano.

– ¿También por culpa del modelo a escala reducida? -inquirió Petitjean.

– El motor le mordió una mano al interno -dijo Angel-. Inmediatamente se manifestó la infección. Total, que hay que amputarle la mano.

– Nada marcha bien aquí, absolutamente nada -dijo el abad-. Apuesto a que ninguno de ustedes ha ido a ver al ermitaño.

– No, ninguno -confesó Angel.

– ¿Cómo pueden vivir de semejante manera? Tienen la oportunidad de asistir a una acción santificadora de lo más selecto que hay, auténticamente reconfortante, y nadie asiste…

– No somos creyentes -dijo Angel-. Y, personalmente, yo me dedico a pensar en Rochelle.

– Esa tía es asqueante -dijo el abad-. ¡Y pensar que podría usted liarse con la compinche de Atanágoras…! ¡Le pone a usted disparatado esa mujer lacia!

El arqueólogo miraba por la ventana, sin tomar parte en la conversión.

– ¡Ansío tanto acostarme con Rochelle! -dijo Angel-. La amo con intensidad, perseverancia y desesperación. Quizá se ría usted de mí, pero así es.

– A ésa le importa usted un carajo -dijo el abad-. ¡Coño, qué leches! Si yo estuviese en su lugar…

– Me gustaría mucho besar a Cobre y estrecharla contra mí, pero estoy seguro de que no me sentiría menos desgraciado entre sus brazos.

– ¡Me pone usted enfermo! Vaya a ver al ermitaño, ¡releche!, y verá cómo cambia de opinión.

– Quiero a Rochelle y ya es hora de que sea mía. Está cada vez más estropeada. Sus brazos han adquirido la forma del cuerpo de Ana y sus ojos ya no dicen nada y su barbilla desaparece y sus cabellos están grasientos. Está lacia, es verdad, está fofa como una fruta un poco podrida y atrae tanto como una fruta podrida.

– No haga literatura. Una fruta podrida es una cosa vomitiva, pegajosa, algo que se espachurra…

– Es, simplemente, algo que ha madurado mucho. Algo más que maduro. En cierto modo, es preferible.

– Usted aún no tiene edad para eso.

– Para eso no hay edad. Preferiría que Rochelle no hubiese cambiado, pero ha cambiado.

– ¡Abra los ojos! -dijo el abad.

– Abro los ojos y la veo salir todas las mañanas de la habitación de Ana. Completamente abierta todavía, completa y totalmente mojada, completamente caliente y pegajosa. Y así es como la deseo. Deseo tumbármela encima, que se vuelva masilla entre mis manos.

– Nauseabundo -dictaminó el abad-. Como Sodoma y Gomorra, pero en menos normal. Es usted un gran pecador.

– Que huela como el alga que ha ido descomponiéndose al sol en un charco de agua de mar y ya empieza a pudrirse. Y que hacerlo con ella sea como hacerlo con una yegua, dentro de una amplitud llena de repliegues, y oliendo a sudor y a suciedad. Quisiera que no se lavase durante un mes y que se acostase con Ana todos los días y sin parar, para que él se hastiase y yo la pudiese coger nada más tirarse de la cama. Todavía repleta.

– Basta ya de una vez -dijo el abad-. Es usted un guarro.

– No comprende -dijo Angel, mirando a Petitjean-. No ha comprendido usted nada. Rochelle está jodida.

– ¡Y tanto que lo está! -dijo el abad.

– Sí -dijo Angel-, también en ese sentido. Todo ha terminado para mí.

– Si yo pudiese darle a usted una patada en el culo -dijo Petitjean-, las cosas serían muy distintas.

El arqueólogo se volvió hacia ellos y dijo:

– Venga con nosotros, Angel. Venga a ver al ermitaño. Recogeremos a Cobre e iremos todos juntos. Tiene usted que airear sus ideas y no quedarse aquí con. Pippo. Aquí todo ha terminado, pero no para usted.

Angel se pasó una mano por la frente y pareció tranquilizarse un poco.

– De acuerdo -dijo-. Que nos acompañe el doctor.

– Vamos a buscarlo -dijo el abad-. Por cierto, ¿cuántos escalones hay hasta el desván?

– Dieciséis -dijo Angel.

– Es demasiado -dijo Petitjean-. Bastará con tres. Pongamos cuatro -sacó su rosario del bolsillo-. Me quedo aquí royendo. Perdónenme, que en seguida les sigo.

X

"Sería ridículo que, para hacer juegos de manos caseros, utilizase usted los sombreros más grandes."

(Bruce Elliot, Compendio de prestidigitación, Payot editor, página 223.)

Angel entró el primero. En la enfermería sólo se encontraban el interno, completamente tumbado sobre la mesa de operaciones, y el doctor Mascamangas, vestido con blanca bata de cirujano veterinario, que desinfectaba un escalpelo en la llama azul de una lámpara de alcohol antes de introducirlo en un frasco de ácido nítrico. Una caja cuadrada y niquelada, llena hasta la mitad de agua y de refulgentes instrumentos, estaba puesta a hervir sobre un hornillo eléctrico y de una matraz de vidrio, lleno de un líquido rojo, escapaba una turbulenta columna de vapor. El interno, totalmente desnudo y con los ojos cerrados temblaba y callaba, sujeto a la mesa por sólidas correas, que penetraban profundamente en sus carnes, ablandadas por la ociosidad y las prácticas vergonzantes. El profesor Mascamangas silbaba unos compases de Black Brown and Beige, siempre los mismos, porque no lograba recordar lo que seguía. Al oír los pasos de Angel, se volvió y en ese instante aparecieron también Atanágoras y el abad Petitjean.

– Buenos días, doctor -dijo Angel.

– ¡Hola! -dijo Mascamangas-. ¿Qué hay?

– Tirando.

El profesor saludó al arqueólogo y al abad.

– ¿Le podemos ayudar en algo? -preguntó Angel.

– No -dijo el profesor-. Esto lo acabo yo ahora mismo.

– ¿Lo ha dormido usted?

– ¡A quién se le ocurre…! -dijo Mascamangas-. Total, para una cosa de nada… -tenía un aire inquieto y lanzaba, volviendo la cabeza, furtivas miradas-. Lo he insensibilizado pegándole unos cuantos golpes en la cabeza con una silla. Al venir hacia aquí, ¿han encontrado ustedes a un inspector de policía?

– No, profesor -dijo Atanágoras-. No hemos encontrado a nadie.

– Tienen que venir a detenerme -dijo Mascamangas-. He sobrepasado la cantidad asignada.

– ¿Le disgusta? -preguntó el abad.

– No -dijo Mascamangas-, pero me horrorizan los inspectores de policía. Es necesario que le corte la mano a este imbécil y que me vaya.

– ¿Está grave? -preguntó Angel.

– Compruébelo usted mismo.

Angel y el abad se acercaron a la mesa. Atanágoras permanecía algo retirado. La mano presentaba un aspecto feo. El profesor la había extendido, para operar, paralela al cuerpo del interno. La herida, de un verde encendido, bostezaba y una espuma abundante refluía constantemente desde el centro hacia los bordes, ahora totalmente quemados y desgarrados. Una especie de humor acuoso se deslizaba entre los dedos del interno y ensuciaba el grueso lienzo sobre el que yacía su cuerpo, agitado por frecuentes estremecimientos. De vez en cuando, una gruesa burbuja ascendía hasta la superficie de la herida y estallaba, salpicando la parte del cuerpo del paciente, próxima a la mano, de una infinidad de manchitas irregulares.

Petitjean fue el primero en volver la cabeza, con gesto de asco. Angel observaba el cuerpo fláccido del interno, su piel gris y sus músculos distendidos, los lastimosos pelos negros que tenía en el pecho. Viendo aquellas rodillas llenas de bultos, aquellas canillas no muy derechas y aquellos pies sucios, Angel apretó los puños y se volvió hacia Atanágoras, quien le puso una mano en el hombro.

– Cuando llegó, no era así -murmuró Angel-. ¿Es que el desierto cambia de tal manera a las personas?

– No -dijo Atanágoras-. No se deje impresionar, hijo mío. Una operación nunca resulta agradable.

El abad Petitjean se dirigió hacia una de las ventanas de la alargada estancia y miró fuera.

– Creo que vienen a buscar el cadáver de Barrizone -dijo.

Carlo y Marin se encaminaban hacia el hotel, llevando una especie de parihuelas. El profesor Mascamangas se acercó a la ventana a echar una ojeada.

– Efectivamente -dijo-, son los dos agentes ejecutivos. Creí que eran unos inspectores.

– Supongo que no es necesario ir a ayudarlos -dijo Angel.

– No -confirmó Petitjean-. Bastará con que vayamos a ver al ermitaño. En realidad, profesor, hemos venido en su busca para llevarlo allí.

– En seguida termino -dijo Mascamangas-. Tengo el instrumental a punto. De todas maneras, no habría ido con ustedes. Nada más terminar, me largo -se arremangó-. Le voy a cortar la mano. No miren, si les da asco. No hay remedio. Creo que morirá, porque se encuentra fatal.

– ¿No hay ninguna esperanza? -preguntó Angel.

– Ninguna -dijo el profesor.

Angel se apartó. El abad y el arqueólogo lo imitaron. El profesor trasvasó el líquido rojo del matraz a una especie de vasija cristalizadora y cogió un escalpelo. Los tres espectadores oyeron rechinar la hoja sobre los huesos de la muñeca y, de pronto, la operación había acabado. El interno no se movía nada. El profesor restañó la sangre con algodón empapado en éter y, luego, cogiendo el brazo del interno sumergió el extremo del que manaba la sangre en el líquido de la vasija cristalizadora, que se coaguló al instante sobre el muñón, formando una especie de costra.

– ¿Qué hace usted? -preguntó Petitjean, que miraba a hurtadillas.

– Es cera de bicuiba -dijo Mascamangas.

Con unas pinzas niqueladas, tomó pulcramente la mano amputada, la depositó sobre un plato de vidrio y, después, la roció con ácido nítrico. Un humo rojizo ascendió desde la mano, cuyos corrosivos vapores provocaron la tos del profesor.

– He terminado -anunció-. Ahora hay que desatarlo y despertarlo.

Angel se encargó de soltar las correas de los pies y el abad, la del cuello. El interno continuaba inmóvil.

– Probablemente esté muerto -dijo Mascamangas.

– ¿Cómo es posible? -exclamó el arqueólogo.

– Al insensibilizarlo, le debí de golpear con demasiada fuerza -el profesor se echó a reír-. Era una broma. Mírenlo.

Los párpados del interno se abrieron de golpe, como dos contraventanas de madera, y, alzándose, se quedó sentado sobre el culo.

– ¿Por qué estoy en pelota viva? -preguntó.

– No sé -respondió Mascamangas, desabrochándose la bata-. Siempre he creído que tenía usted tendencias exhibicionistas.

– Se pondría usted enfermo, si no pudiese decirme putadas, ¿verdad? -soltó coléricamente el interno, antes de dedicarse a examinar su muñón-. Y ¿esto le parece a usted un trabajo decente?

– ¡Menos chulerías! -dijo Mascamangas-. Habérselo hecho usted mismo…

– Que es lo que sucederá la próxima vez -aseguró el interno-. ¿Dónde está mi ropa?

– La he quemado -dijo Mascamangas-. No valía la pena que contaminase a todo el mundo.

– O sea, que estoy en pelota y tengo que seguir en pelota, ¿no? -dijo el interno-. Pues bien, ¡a la mierda!

– Basta -dijo Mascamangas-, termina usted por aburrir a cualquiera.

– No se peleen ustedes -dijo Atanágoras-. Seguramente encontraremos por aquí algunas ropas.

– Eh, usted, viejo -dijo el interno-, que pase la prenda de mano en mano…

– ¡Ya está bien! -dijo Mascamangas-. Cierre la boca.

– Pero ¿no lo sabe usted? -preguntó el abad-, Antón, Antón…

– …Antón Perulero -dijo el interno-. Me tienen hasta los huevos con tanta cabronada. ¡Me cago en los hocicos de todos los presentes, de todos!

– No es ésa la respuesta adecuada -dijo Petitjean-. Hay que contestar: Cada cual, cada cual, que atienda a su juego.

– No le dirija usted la palabra -dijo Mascamangas-. Es un salvaje y un malcriado.

– Lo cual es mejor que ser un asesino -dijo el Interno.

– No estoy seguro -dijo Mascamangas-. Le voy a poner una inyección.

Acercándose a la mesa de operaciones, volvió a apretar con toda presteza las correas, sujetando con una mano al paciente, que no se atrevía a defenderse por miedo a chafar su nuevo y bonito muñón de cera.

– No se lo permitan… -dijo el interno-. Quiere bujarronearme. Es una viciosa, el tío este.

– Cállese de una puñetera vez -dijo Angel-. No tenemos nada contra usted. Y deje que le cure.

– ¿Este viejo asesino…? -dijo el interno-. Ya me ha jodido bastante con la muerte de aquella silla. Y ahora, ¿quién es el que se cachondea?

– Yo -dijo Mascamangas.

Y rápidamente le clavó la aguja en una cacha; el interno lanzó un grito agudo, su cuerpo se aflojó y se quedó inmóvil.

– Ahí queda eso -dijo Mascamangas-. Y ahora yo salgo arreando.

– Dormirá y se quedará tranquilo -pronosticó el abad.

– Seguro, tiene por delante toda la eternidad -dijo Mascamangas-. Le he puesto cianuro de los Cárpatos.

– ¿De la variedad activa? -preguntó el arqueólogo.

– Sí -contestó el profesor.

Angel miraba sin entender nada.

– ¿Cómo…? -susurró-. Está muerto.

Atanágoras lo condujo hacia la puerta. El abad Petitjean los siguió. El profesor Mascamangas, después de quitarse la bata, se inclinó sobre el interno y le metió un dedo en un ojo. El interno persistió en su inmovilidad.

– No se podía hacer nada -dijo el profesor.- Vean.

Angel se volvió. En el brazo del muñón uno de los bíceps acababa de resquebrajarse y se abría. La carne, alrededor del desgarrón, se levantaba formando verdosos rebordes y millones de burbujitas se elevaban, remolineando, desde las oscuras profundidades de la llaga abierta.

– Hasta la vista, muchachos -dijo Mascamangas-. Lamento todo lo sucedido. No pensé que las cosas se torcerían de esta manera. En realidad, si Dudu verdaderamente se hubiese marchado, como creímos que iba a hacer, nada habría sucedido y el interno y Barrizone seguirían vivos. Pero no se puede nadar contra corriente. Requiere mucho esfuerzo y uno… -consultó el reloj-. Y uno es ya demasiado viejo.

– Hasta la vista, doctor -dijo Atanágoras.

El profesor Mascamangas tenía una sonrisa triste.

– Hasta la vista -dijo Angel.

– No se inquiete -dijo el abad-. Por lo general, los inspectores están entumecidos. ¿Quiere usted una plaza de ermitaño?

– No -dijo Mascamangas-. Me encuentro cansado. Es mejor dejar las cosas como están. Hasta la vista, Angel. Y no se atocine. Le dejaré mis camisas amarillas.

– Me las pondré -dijo Angel.

Volvieron sobre sus pasos y estrecharon la mano del profesor. Luego el abad Petitjean a la cabeza, empezaron a bajar la ruidosa escalera. Angel, que bajaba el último, se volvió por última vez. El profesor Mascamangas le hizo un gesto de despedida. Las comisuras de su boca traicionaban su emoción.

XI

Atanágoras caminaba entre Angel, a su izquierda, a quien le había pasado un brazo por los hombros, y el abad, que se había cogido de su brazo derecho. Se dirigían hacia el campamento del arqueólogo, para buscar a Cobre y llevarla a ver a Claude Léon.

Al principio iban callados, pero el silencio era algo que el abad Petitjean no podía soportar durante mucho tiempo.

– Me pregunto -se preguntó el abad- por qué el profesor Mascamangas habrá rehusado una plaza de ermitaño.

– Estaba harto, creo yo -dijo Atanágoras-. Dedicarse a cuidar a la gente durante toda su vida para llegar a este resultado…

– Pero es al que llegan todos los médicos… -dijo el abad.

– No a todos los detienen -dijo Atanágoras-. Generalmente camuflan las cifras. El profesor Mascamangas jamás quiso hacer trampas.

– ¿Cómo las camuflan? -preguntó el abad.

– Cuando sus enfermos están a punto de fallecer, se los traspasan a algún colega más joven. Y así consecutivamente.

– Hay algo que no cazo. En el momento en que el enfermo muera, habrá siempre un médico que se la cargue.

– En esos casos, es frecuente que el enfermo se cure.

– ¿En qué casos? -preguntó el abad-. Perdone, pero no le sigo bien.

– Cuando un médico viejo hace el traspaso a un colega más joven -dijo Atanágoras.

– Pero el doctor Mascamangas no es un médico viejo -dijo Angel.

– Cuarenta, cuarenta y cinco… -calculó el abad.

– Sí -dijo Atanágoras-. No ha tenido suerte.

– Bueno -dijo el abad-, todo el mundo mata a alguien todos los días. No comprendo por qué ha rehusado una plaza de ermitaño. La religión ha sido inventada para colocar a los criminales. No me lo explico.

– Usted ha hecho bien ofreciéndosela -dijo el arqueólogo-, pero él es demasiado honesto para aceptar.

– Él es bobo -dijo el abad-. Nadie le ha pedido que sea honesto. Y ahora, ¿qué va a hacer?

– No sabría decirlo… -susurró Atanágoras.

– Va a largarse. No quiere que lo detengan. Se irá a una porquería de lugar, adrede.

– Cambiemos de conversación -propuso el arqueólogo.

– Buena idea -dijo el abad Petitjean.

Angel no dijo nada y los tres continuaron caminando en silencio. De vez en cuando, aplastaban algunos caracoles y volaba por el aire la arena amarilla. Con ellos avanzaban también sus sombras, verticales y minúsculas. Separando las piernas, podían verlas, pero por un curioso azar la sombra del abad ocupaba el sitio de la sombra del arqueólogo.

XII

Luisa:

– Sí.

(François de Curel, La comida del león, G. Crés, editor. Acto 4, escena 2, página 175.)

El profesor Mascamangas lanzó en torno suyo una mirada rectilínea. Todo parecía estar en orden. Sobre la mesa de operaciones el cadáver del interno seguía, por uno u otro lugar, estallando y borbotando; era lo único que quedaba por solucionar. En un rincón había una gran cubeta forrada de plomo y Mascamangas hizo rodar la mesa hasta ella, cortó las correas a golpes de bisturí y, basculando el cuerpo, lo hizo caer en aquel receptáculo. De unos anaqueles ocupados por damajuanas y frascos eligió dos de éstos y esparció su contenido sobre la carroña. Después, abrió la ventana y se fue.

Cambió de camisa en su habitación, se peinó delante del espejo, se atusó la perilla y se cepilló los zapatos. Abrió el armario, buscó el montón de camisas amarillas, las cogió cuidadosamente y las llevó a la habitación de Angel. Luego, sin dar un paso atrás, sin volverse, sin ninguna emoción en suma, bajó la escalera. Salió por la puerta trasera. Allí estaba su coche.

Ana trabajaba en su habitación y el director Dudu dictaba unas cartas a Rochelle. Sobresaltados por el ruido del motor, los tres corrieron a asomarse a las ventanas. Era en la fachada trasera. Intrigados, bajaron, pero Ana volvió a subir casi al instante, temeroso de que Amadís le regañase por abandonar el trabajo en horas de trabajo. El coche de Mascamangas trazó un círculo completo antes de alejarse definitivamente, pero el estrépito de los engranajes impidió al profesor entender lo que le gritaba Amadís. Se limitó a agitar una mano y, a la máxima velocidad, se chupó la primera duna. Las ágiles ruedas se deslizaban sobre la arena, lanzando surtidores de polvo finísimo, que, a contraluz, formaban arcos iris terrosos del más lindo aspecto. El profesor Mascamangas gozaba con policromía tal.

En la cima de una duna estuvo a punto de atropellar a un sudoroso ciclista, vestido con una sahariana de tela de cachunde, del modelo reglamentario, y calzado con rudos zapatos claveteados, de los que emergían los dobladillos de unos calcetines de lana grises. Una gorra completaba el atuendo del velocipedista. Que no era otro que el inspector encargado de detener a Mascamangas.

Al cruzarse, Mascamangas saludó al ciclista con un gesto amistoso. Y, después, se lanzó pendiente abajo.

No dejaba de mirar aquel paisaje, tan propicio para pruebas de aeromodelismo y le parecía sentir entre sus manos las enfurecidas trepidaciones del Ping 903 en el instante en que arrancó para lanzarse al único vuelo con éxito de su carrera.

El Ping había sido destruido, Barrizone y el interno se encontraban en periodo de descomposición y él, Mascamangas, salía huyendo del inspector que venía a detenerlo, porque su libreta tenía un nombre de más en la columna de la derecha -o un nombre de menos en la columna de la izquierda.

Trataba de evitar las matas de resplandecientes hierbas, a fin de no devastar aquella armonía del desierto de ondulaciones tan puras, sin sombra, a causa de un sol perpetuamente vertical, y únicamente tibio sin embargo, tibio y flojo. Incluso a aquella velocidad, casi no sentía el viento y, a no ser por el ruido del motor, habría rodado en el más absoluto silencio. Subidas y bajadas. De pronto, le apeteció tomar las dunas sesgadamente. Caprichosamente se aproximaba la zona negra, a veces a saltos bruscos, a veces con una lentitud imperceptible, según la dirección que el profesor imponía a su ingenio móvil. Durante un rato mantuvo cerrados los ojos. Casi había llegado. Y, en el último instante, dio al volante un cuarto de vuelta y se alejó de la zona negra trazando una larga curva, cuya sinuosidad coincidía exactamente con las aristas de sus meditaciones.

Dos pequeñas figuras atrajeron su mirada y el profesor reconoció a Oliva y a Didiche, que, acuclillados en la arena, estaban jugando. Mascamangas aceleró y, al llegar junto a ellos, frenó y bajó del coche.

– Buenos días. ¿A qué estáis jugando?

– A cazar lucíferas -contestó Oliva-. Tenemos ya un millón.

– Un millón doscientas doce -precisó Didiche.

– ¡Maravilloso! ¿No estaréis enfermos?

– No -respondió Oliva.

– No mucho… -corroboró Didiche.

– ¿Qué te pasa?

– Didiche se ha comido una lucífera.

– ¡Qué burro…! ¡Debe de tener un sabor infecto! ¿Por qué te las has comido?

– Porque sí -contestó Didiche-. Para ver. No saben tan mal.

– Está loco -aseguró Oliva-. Ya no quiero casarme con él.

– Tienes razón -dijo el profesor-. Imagínate que te obligase a comer lucíferas…

Acarició la rubia cabeza de la niña. Aquel sol había descolorido algunos mechones de sus cabellos y su bronceada piel brillaba hermosa. Las dos criaturas, arrodilladas ante su cesta de lucíferas, le miraban, algo inquietos.

– ¿No queréis despediros de mí? -les preguntó Mascamangas.

– ¿Se va usted? -preguntó Oliva-. ¿Adónde se va?

– No lo sé -dijo el profesor-. ¿Me dejas que te dé un beso?

– Fuera bromas, eh -dijo Didiche.

Mascamangas se echó a reír.

– ¿Tienes miedo? Ya que no quiere casarse contigo, podría venirse conmigo.

– ¡Vaya ocurrencia…! -protestó Oliva-. Es usted demasiado viejo.

– Esta prefiere al otro tipo, al tipo con nombre de perro.

– Claro que no -dijo Oliva-. Ya estás diciendo tonterías. El tipo con nombre de perro se llama Ana.

– ¿Prefieres a Angel? -preguntó Mascamangas.

Oliva, ruborizándose, bajó los ojos.

– Esta es idiota -afirmó Didiche-. Es un tío demasiado viejo también. Cree que se va a fijar en una niña como ella.

– Tú no eres mucho mayor que Oliva.

– Tengo seis meses más -dijo orgullosamente Didiche.

– Ah, ¿sí…? -se asombró Mascamangas-. En ese caso…

Se inclinó y besó a Oliva. Después, besó también a Didiche, que estaba un poco asombrado.

– Hasta la vista, doctor -dijo Oliva.

El profesor Mascamangas subió a su coche. Didiche, que se había levantado del suelo, observaba los aspectos mecánicos.

– ¿Me deja usted conducir un poco? -preguntó.

– Otra vez -dijo Mascamangas.

– ¿Adónde se va? -preguntó Oliva.

– Hacia allá -dijo Mascamangas, señalando la banda oscura.

– ¡Coño! -dijo el muchacho-. Mi padre me ha contado lo que me pasaría como se me ocurriese meterme ahí.

– ¡El mío, también! -corroboró Oliva.

– Y ¿nunca lo habéis intentado? -preguntó el profesor.

– Bueno, a usted se lo podemos decir. Lo hemos intentado y no hemos visto nada.

– ¿Cómo lograsteis salir?

– Oliva no entró. Me sujetaba desde fuera.

– ¡No volváis a hacerlo! -le advirtió el profesor.

– Es aburrido -dijo Oliva-. No se ve nada. ¡Mira!, ¿quién será ese que viene hacia aquí?

Didiche miró.

– Parece un ciclista.

– Yo me marcho -dijo Mascamangas-. Hasta la vista, hijos míos.

El profesor volvió a besar a Oliva, que se dejaba siempre que la besasen con suavidad.

El motor del vehículo emitió un agudo gemido y Mascamangas aceleró brutalmente. El coche bufó al pie de la duna y se la tragó de una vez. Ahora, Mascamangas no cambió de dirección. Mantenía el volante en una posición fija, mientras con el pie aplastaba el sistema de aceleración. Tuvo la impresión de que se lanzaba contra un muro. La zona negra aumentó, invadió totalmente su campo visual y el coche desapareció brutalmente entre las macizas tinieblas. En el sitio por donde acababa de penetrar en la noche, subsistía una ligera depresión, que se fue llenando poco a poco. Lentamente, igual que un plástico recobra su forma, la impenetrable superficie volvió a quedar lisa, perfectamente plana. Un doble surco en la arena continuaba señalando el camino que había recorrido el profesor Mascamangas.

El ciclista se apeó pocos metros antes de los dos niños, que le observaban acercarse. Llegó hasta ellos, empujando la bicicleta. Las ruedas se hundían hasta las llantas y el roce con la arena había bruñido los niquelados, dejándonos maravillosamente deslumbrantes.

– Buenos días, pequeños -dijo el inspector.

– Buenos días, señor -contestó Didiche.

Oliva se juntó a Didiche. No le gustaba aquella gorra.

– ¿No habéis visto a un hombre ya de edad, que se llama Mascamangas?

– Sí -contestó Didiche.

Oliva le dio un codazo y dijo:

– Hoy no lo hemos visto -Didiche abrió la boca, pero ella le impidió hablar-. Se fue ayer a coger el autobús.

– Me estás mintiendo -dijo el inspector-. Hace un rato estaba aquí, con vosotros, un hombre ya de edad, con un coche.

– Era el lechero -dijo Oliva.

– ¿Quieres ir a la cárcel por contar mentiras? -dijo el inspector.

– Me niego a hablar con usted -dijo Oliva-. Yo no digo mentiras.

– ¿Quién era ése?, vamos -preguntó el inspector a Didiche-. Si me lo dices, te presto mi bicicleta.

Didiche miró a Oliva; la bicicleta brillaba fantásticamente.

– Era… -empezó a decir.

– Era uno de los ingenieros -le interrumpió Oliva-. El que tiene nombre de perro.

– Ah, ¿conque sí? -dijo el inspector-. O sea, que el que tiene nombre de perro, ¿no? -se acercó a Oliva con expresión amenazadora-. Acabo de verlo en el hotel, al que tiene nombre de perro, ¡infeliz!

– No es verdad -dijo Oliva-. Estaba aquí.

El inspector levantó la mano como para pegarla y la niña se defendió, poniéndose un brazo delante de la cara, actitud que puso de manifiesto sus pechitos redondos; y el inspector tenía ojos.

– Voy a cambiar de método -ofreció.

– Me aburre usted -dijo Oliva-. Era uno de los ingenieros.

– Sujeta la bicicleta -ordenó el inspector a Didiche, aproximándose aún más a Oliva-. Puedes darte una vuelta.

Didiche descubrió que Oliva estaba aterrorizada.

– Déjela -dijo-. No la toque -soltó la bicicleta que acababa de encajarle el inspector-. No quiero que ni siquiera roce usted a Oliva. Todo el mundo intenta besarla y sobarla. ¡Me tienen harto…! Es mi amiga y, como la moleste, le hago pedazos la bicicleta.

– Dime -dijo el inspector-, así que tú ¿también quieres ir a la cárcel?

– Era el profesor, sí -dijo el muchacho-. Ahora ya lo sabe. Deje en paz a Oliva.

– La dejaré en paz, si me da la gana. Pero merece ir a la cárcel.

El inspector cogió a Oliva por los brazos. Didiche tomó impulso y le largó una patada a la rueda delantera, con todas sus fuerzas, en plena mitad de los rayos. Lo cual produjo bastante ruido.

– Déjela -repitió Didiche- o me lío también a patadas con usted.

El inspector soltó a Oliva y se puso completamente rojo de ira. Hurgándose en sus bolsillos, terminó por sacar un gran igualizador.

– O te estás quieto o te disparo.

Oliva se lanzó sobre Didiche.

– Si le dispara a Didiche -amenazó-, organizaré tal jaleo que le mato a usted. Váyase. Es un pulpo repugnante. ¡Váyase de una vez con su cochina gorra! Me da usted asco. Jamás me tocará. Como me toque, le muerdo.

– Ya sé lo que voy a hacer -dijo el inspector-. Voy a disparar contra los dos y, luego, podré tocarte todo lo que quiera.

– Es usted una vieja porquería de bofia -dijo Oliva-, que ni siquiera sabe cumplir con su deber. Su mujer y su hija no pueden estar muy orgullosas que digamos ¡Disparar contra la gente!, eso es lo que hoy en día saben hacer los bofias. Y de ayudar a las señoras ancianas y a los niños a cruzar las calles, ¿qué? Como para contar con su ayuda… Y de recoger a los perritos atropellados, ¿qué? Llevan ustedes igualizadores y gorras, y ni siquiera sabe detener usted solo a un pobre hombre como el profesor Mascamangas.

El inspector después de reflexionar, volvió a guardarse en el bolsillo su igualizador y se apartó de ellos. Permaneció quieto durante unos instantes y, luego, levantó la bicicleta. La rueda delantera, completamente torcida, no giraba. Cogió la bicicleta por el manillar y miró por el suelo a su alrededor. Se distinguían claramente las huellas de los neumáticos del coche del profesor. El inspector movió la cabeza. Miró a los niños. Parecía avergonzado. Y, después, se fue en la dirección que había tomado Mascamangas.

Oliva seguía junto a Didiche, asustados los dos. Contemplaron alejarse al inspector, cómo subía y bajaba las dunas y, arrastrando su bicicleta inservible, cómo se iba empequeñeciendo. El inspector caminaba con pasos decididos, sin aflojar la marcha, muy erguido, por en medio de la rodada que había hecho el automóvil del profesor. Y, luego, respiró hondo y penetró en la zona negra. Lo último que se vio fue el pedazo de vidrio rojo, sujeto al guardabarros trasero, que se apagó como un ojo al recibir un puñetazo.

Oliva fue la primera en salir corriendo hacia el hotel. Didiche la siguió, llamándola, pero ella corría llorando y no le escuchaba. Se habían dejado olvidada la cestita de paja color castaño, en cuyo fondo bullían las lucíferas. Oliva iba dando traspiés, porque sus ojos iban pensando en otra cosa.

XIII

El abad Petitjean y Angel aguardaban dentro de la tienda de Atanágoras. El arqueólogo les había dejado solos, mientras iba a buscar a la muchacha morena.

Petitjean fue el primero en romper el silencio.

– ¿Sigue usted encontrándose sujeto a las mismas predisposiciones estúpidas? -preguntó-. Sexualmente hablando, se entiende.

– Tenía usted razón -dijo Angel-, cuando quería darme patadas en el culo. Es repugnante lo que yo deseaba. Tenía verdadera ansia, porque físicamente tengo necesidad de una mujer en este momento.

– ¡Ya era hora! -exclamó el abad-. Le comprendo muy bien. No tiene usted más que ocuparse de la cachorra que está a punto de llegar.

– Lo haré, indudablemente. Hubo una vez en que no pude. Quería enamorarme de la primera mujer con la que me acostase.

– Y ¿lo consiguió?

– Lo conseguí, pero no estoy completamente convencido, puesto que he experimentado dos veces la misma impresión desde que amo a Rochelle.

– La impresión ¿de qué? -preguntó Petitjean.

– La impresión de saber -contestó Angel-. De estar seguro. Seguro de lo que hay que hacer. De para qué estoy vivo.

– Y ¿para qué? -preguntó Petitjean.

– Es lo que no logro decir. Cuesta enormemente expresarlo, cuando no se está acostumbrado a las palabras.

– Volvamos al principio -propuso Petitjean-. Me está usted embrollando y le doy mi palabra de honor de que pierdo el hilo. Lo cual resulta insólito. ¿No soy yo Petitjean? No me lo explico…

– Así pues, me enamoré de una mujer. Para ambos era la primera vez. La cosa salió bien, como le decía. Ahora estoy enamorado de Rochelle. Desde no hace mucho. Ella… A ella le soy indiferente.

– No emplee usted esos giros melancólicos. Usted ¿qué sabe?

– Rochelle se acuesta con Ana. Y Ana la pone fea. La deja hecha una chapuza. La destruye. De acuerdo con ella y sin hacerlo aposta. Pero eso, ¿qué cambia?

– Algo cambia -dijo Petitjean-. No odia usted a Ana.

– No, pero poco a poco dejo de quererlo. Goza demasiado. Y él dijo, al principio, que ella no le importaba nada.

– Ya sé -dijo el abad-. Y, luego, se casan con ellas.

– Nunca se casará con Rochelle. Ella no me quiere y yo, por consiguiente, la quiero, pero veo que está casi acabada.

– Todavía está bien. A pesar de sus repugnantes descripciones.

– No es suficiente. Poco me importa, como usted comprenderá, que ella estuviera, antes de que yo la conociese, mejor que ahora. Lo que me importa es que se haya degradado, y no por culpa mía, desde que la conozco.

– Pero con usted se habría degradado lo mismo.

– No -dijo Angel-. Yo no soy una bestia. Yo la habría dejado tranquila antes de destruirla. No por mí, sino por ella misma. Para que pudiese encontrar otro hombre. Las mujeres apenas si disponen de otra cosa que sus formas para encontrar hombre.

– Oh, no me haga usted llorar. También hay por ahí muchos cocos que encuentran hombres.

– No las tengo en cuenta. Le pido perdón por lo que voy a decirle, pero, cuando yo digo mujer, quiere decir mujer guapa. Las otras viven en un mundo totalmente ajeno.

– Entonces, ésas, ¿cómo los encuentran?

– Funciona igual que los medicamentos recomendados, esos productos farmacéuticos de los que no se hace ninguna publicidad y que los médicos recomiendan a sus pacientes. Que únicamente se venden de esa manera. Por la propaganda de boca en boca. Las mujeres esas, las feas, se casan sólo con conocidos. O con tipos a los que pescan con su olor. Cosas así. O con perezosos.

– Es horrible -dijo Petitjean-. Me descubre usted cantidad de detalles que mi casta vida y mis largas meditaciones no me han permitido conocer. Debo confesarle que para un cura la cosa es distinta. Las mujeres te buscan y, teóricamente, tú no tendrías más que elegir; pero todas son feas y, por lo tanto, te encuentras obligado a no elegir ninguna. Es una manera de resolver el problema. Páreme usted, porque ahora soy yo el que me estoy embrollando.

– En consecuencia -prosiguió Angel-, que se debe abandonar, o devolverle su libertad, a una mujer guapa antes de dejarla hecha trizas. Esa ha sido siempre mi regla de conducta.

– No siempre están ellas dispuestas a abandonarle a uno.

– Y tanto que no… Se puede conseguir o bien de acuerdo con ellas, porque las hay que entienden lo que acabo de explicarle a usted, y, a partir de ese momento, uno ya no las pierde nunca; o bien, comportándose deliberadamente con la suficiente maldad para que ellas le abandonen a uno por su propia voluntad; pero son métodos muy tristes, pues no hay que olvidar que, en el instante en que uno las deja libres, tiene uno que seguir queriéndolas todavía.

– Sin duda gracias a eso es por lo que usted se da cuenta de que aún no están completamente destruidas. Gracias a que uno las sigue queriendo todavía, ¿no?

– Sí -dijo Angel-. De ahí que resulte tan difícil. Es imposible que uno se quede absolutamente indiferente. Usted las abandona, voluntariamente, incluso usted las busca otro muchacho, y usted se cree entonces que la cosa marcha, pero entonces se encuentra usted con que siente celos.

Angel permaneció callado. El abad Petitjean se había cogido la cabeza con las manos y su frente se llenaba de arrugas en el curso de su concentrada meditación.

– Hasta que usted, por sí mismo, encuentra a otra -dijo el abad.

– No. Usted sigue estando celoso, incluso cuando, por sí mismo, ha encontrado otra. Pero tiene que tragarse sus propios celos. Y usted no puede dejar de estar celoso, ya que con la anterior usted no llegó hasta el final. Siempre le queda un resto, un resto que jamás conseguirá usted. En eso consisten los celos. En ese resto, que usted no intentará nunca conseguir, si usted es un tipo como se debe ser, quiero decir.

– Un tipo como usted, más bien -precisó el abad, al margen completamente de la cuestión.

– Ana está a punto de llegar hasta el final -dijo Angel-. Y no se detendrá. No quedará nada. Si se le consiente.

– Si no se le consiente, ¿quedará bastante?

Angel no contestó. Estaba un poco pálido y el esfuerzo por explicar las cosas, una vez más, le había agotado. Ambos estaban sentados en la cama del arqueólogo; Angel se tendió, con las manos cruzadas bajo la nuca, y se quedó mirando, allí arriba, la lona, opaca y tensa, de la tienda de campaña.

– Es la primera vez -dijo Petitjean- que he estado tanto tiempo sin soltar una gilitontada tan gorda como yo. ¿Qué es lo que pasa?, me pregunto.

– Tranquilícese -dijo Angel-. Aquí llega ella.

XIV

– Claude Léon me ha explicado -explicó el abad- que, por dentro, la negra es como de terciopelo rosa.

El arqueólogo meneó la cabeza. Caminaban un poco adelantados a Cobre y a Angel, que llevaba a la muchacha por la cintura.

– Está usted mucho mejor que el otro día -le dijo Cobre.

– No sé -replicó Angel-. Es probable que sí, si a usted se lo parece. Tengo la impresión de encontrarme cerca de algo.

El abad Petitjean insistía:

– Aunque no soy nada curioso, me gustaría saber si es verdad lo que me explicó.

– Lo habrá probado -dijo Atanágoras.

Cobre cogió una mano de Angel con sus fuertes dedos.

– Me gustaría estar un rato con usted. Estoy convencida de que luego se sentiría estupendamente bien.

– No creo que fuese suficiente -dijo Angel-. Por supuesto que es usted muy guapa y que se trata de algo que no me costaría nada hacer. Estas son las dos primeras condiciones.

– Pero usted cree que, después, yo no le sería suficiente.

– No lo puedo afirmar -dijo Angel-. Es necesario que me quite de la cabeza a Rochelle. Lo cual resulta imposible, porque la amo y, por otra parte, en eso radica el problema. Usted indudablemente me bastaría, pero en este momento estoy muy desesperado y no puedo asegurar nada. Después de Rochelle, entraré en un periodo muerto y la lástima es que usted aparezca justo entonces.

– No le pido sentimientos -dijo Cobre.

– Los sentimientos vendrán o no, pero no cuente con ellos, desde luego, para esa cosa concreta. Depende de mí que pueda. Como ve, con Rochelle no he podido.

– No ha hecho usted todo lo que tenía que hacer.

– Todo me resultaba muy confuso -dijo Angel-. He empezado hace muy poco tiempo a desenredar la madeja. Probablemente la influencia catalítica del desierto me ha ayudado mucho y asimismo creo que podré contar con las camisas amarillas del profesor Mascamangas.

– ¿Se las ha regalado?

– Ha prometido regalármelas.

Vio al arqueólogo y a Petitjean, que caminaban a paso largo, el abad explicándose en medio de una lujosa gesticulación, en la cima ya de la duna a cuyo pie Cobre y él acababan de llegar; luego, comenzaron a bajar por la otra vertiente y, después, desaparecieron de su vista. Aquella concavidad de arena caliente resultaba acogedora y Angel suspiró.

Cobre se detuvo y se tendió en la arena. Seguía teniendo cogida la mano de Angel y lo atrajo sobre su cuerpo. Como de costumbre, sólo llevaba unos pantaloncitos cortos y una ligera camiseta de algodón.

XV

Amadís estaba terminando con las cartas que Rochelle escribía al dictado, el cual producía una enorme sombra movediza dentro de la habitación. Encendiendo un cigarrillo, Amadís se retrepó en el sillón. Un montón de cartas se apilaba en el ángulo derecho de la mesa, listas para su expedición, pero desde hacía varios días el 975 no aparecía y el correo se estaba retrasando. Le fastidiaba aquel contratiempo. Amadís tenía que recibir órdenes, tenía que rendir cuentas, quizá sustituir a Mascamangas, tratar de resolver el problema del balasto, intentar rebajar los sueldos del personal, excepto el de Arland…

Dio un salto, cuando el edificio tembló bajo un choque violento. Luego, consultó el reloj y sonrió. Había sonado la hora. Carlo y Marin empezaban a demoler el hotel. La parte que albergaba la oficina de Amadís quedaría en pie, igual que el lugar donde Ana trabajaba. Únicamente el centro del hotel, que correspondía a las habitaciones de Barrizone, sería derribado. Parcialmente sólo, las habitaciones de Mascamangas y del interno. Tampoco afectaría la demolición a los dormitorios de Rochelle y de Angel. Los agentes ejecutivos vivían en la planta baja o en el sótano.

Los golpes retumbaban ahora a intervalos irregulares, en series de tres, y se oía el derrumbamiento pedregoso de los cascotes y del yeso, el estallido de los vidrios contra el suelo del restaurante.

– Póngame a máquina todo lo que le he dictado -dijo Amadís- y ya pensaremos en algo para mandar las cartas. Es preciso encontrar una solución.

– Está bien, señor -dijo Rochelle.

Dejó el lápiz y desenfundó la máquina de escribir, que, muy calentita bajo la funda, se estremeció al contacto con el aire. Rochelle la reanimó con una caricia y preparó el papel carbón.

Amadís se puso en pie, abrió y removió las piernas para cargar sus vergüenzas adecuadamente y abandonó la habitación. Rochelle le oyó bajar la escalera, estuvo mirando el vacío durante un minuto y se puso a trabajar.

El salón de la planta baja estaba sumido en una polvareda de yeso y, a contraluz, Amadís distinguió los perfiles de los agentes ejecutivos, cuyos pesados martillos subían y bajaban esforzadamente.

Se tapó la nariz y salió del hotel por la otra puerta. Fuera, Ana, con las manos en los bolsillos del pantalón, fumaba un cigarrillo.

– Buenos días -dijo Ana, sin moverse.

– ¿Y su trabajo? -advirtió Amadís.

– ¿Cree usted que se puede trabajar con todo este jaleo?

– No es ésa la cuestión. A usted se le paga para que trabaje en un despacho y no para estar ganduleando con las manos en los bolsillos.

– No puedo trabajar con tanto ruido.

– ¿Y Angel?

– No sé dónde está -contestó Ana-. Creo que anda por ahí, dando una vuelta con el arqueólogo y con el cura.

– Rochelle es la única que trabaja. Tendría que darle vergüenza a usted. Y no olvide que comunicaré su actitud al Consejo de Administración.

– Rochelle hace un trabajo puramente mecánico, que no le exige pensar.

– Cuando a una persona se le paga, por lo menos debe hacer el paripé -dijo Amadís-. Vuelva a subir a su oficina.

– No -Amadís buscó algo que decir, pero en el rostro de Ana apareció una expresión irónica-. Tampoco usted está trabajando.

– Yo soy el director. Vigilo el trabajo de los demás, principalmente, y me ocupo de que lo cumplan.

– Claro que no. Todo el mundo sabe muy bien lo que es usted. Un pederasta.

Amadís se rió burlonamente.

– Puede usted seguir, que no me ofende.

– Entonces, no sigo -dijo Ana.

– ¿Qué mosca le ha picado? Habitualmente usted es respetuoso. Y Angel. Y todos los demás. ¿Qué les pasa a ustedes? ¿Se están volviendo locos?

– Usted es incapaz de darse cuenta -dijo Ana-. Recuerde que usted es normalmente, es decir ordinariamente, anormal. Lo cual debe de ser un consuelo. Pero los demás, que somos casi normales, de vez en cuando necesitamos tener una crisis.

– ¿Qué entiende usted por tener una crisis? ¿Lo que está haciendo ahora?

– Se lo explicaré. En mi opinión… -Ana se interrumpió-. Yo sólo puedo darle mi opinión. Supongo que los otros, los normales, le darían la misma opinión. Pero quizá, no.

Amadís Dudu asintió, al tiempo que parecía mostrar algunos signos de impaciencia. Ana se apoyó en la fachada del hotel, que seguía temblando bajo los brutales golpes de los férreos mazos. Miraba por encima de la cabeza de Amadís, sin prisas por continuar hablando.

– En cierto sentido -dijo, por fin-, no cabe duda que llevan ustedes una vida horriblemente monótona y vulgar.

– ¿Qué me dice? -Amadís volvió a lanzar una risita burlona-. Más bien creo que ser pederasta constituye una prueba de originalidad.

– No -dijo Ana-. Constituye una estupidez. Una enorme limitación. Usted únicamente es eso. Un hombre o una mujer normales pueden hacer muchísimas más cosas y adoptar un número muchísimo mayor de personalidades. Quizá sea, precisamente en eso, en lo que ustedes son más estrechos…

– O sea que, según usted, ¿un pederasta tiene una mentalidad estrecha?

– Sí. Un pederasta o una bollera, toda esa clase de gente, tienen una mentalidad horrorosamente estrecha. No creo que sea por su culpa. Pero, por lo general, se vanaglorian de serlo. Y no es más que una debilidad sin importancia.

– Indudablemente no es más que una debilidad social -dijo Amadís-. Somos la guasa constante de las gentes que llevan una vida normal, los que se acuestan con mujeres o tienen hijos, quiero decir.

– No diga idioteces. No me refería para nada al desprecio de la gente por los pederastas, ni a esas risas guasonas. Las gentes normales no se sienten tan superiores; no va por ahí la guasa; son los compartimentos vitales y los individuos cuya existencia se reduce a esos comportamientos los que les oprimen a ustedes; pero eso carece de importancia. No es porque se agrupen ustedes únicamente con ustedes mismos, ni por las manías, los dengues, los convencionalismos y todo eso que les une, por lo que les tengo lástima. Es porque, verdaderamente, son ustedes muy limitados. A causa de una ligera anomalía glandular o mental, les colocan a ustedes una etiqueta. Ya es triste. Pero, luego, se esfuerzan ustedes por corresponder a lo que reza la etiqueta. Porque sea auténtica. Las gentes se burlan de ustedes de la misma manera que un chicuelo se burla de un canijo, sin pensarlo. Si lo pensasen, les tendrían lástima, pero se trata de una enfermedad que no produce ceguera, sino falta de seriedad. Los ciegos, por otra parte, son los únicos disminuidos de los que uno se podría burlar, puesto que no lo verían, y por eso nadie se burla de ellos.

– Entonces, ¿por qué me trata usted de pederasta, burlándose de mí?

– Porque, en este momento, me dejo llevar, porque usted es mi jefe, porque acerca del trabajo tiene usted ideas de bombero y porque utilizo todos los argumentos, incluso los injustos.

– Pero usted siempre ha trabajado con regularidad… -dijo Amadís-. Y, de golpe, ¡paff…!, se pone usted a soltar disparates sin parar.

– A eso le llamo yo ser normal -dijo Ana-. A poder reaccionar, incluso después de una temporada de embrutecimiento o de fatiga.

– Usted pretende ser normal -insistió Amadís- y se acuesta con mi secretaria hasta caer derrotado por ese embrutecimiento idiota.

– Casi he tocado fondo -dijo Ana-. Creo que pronto terminaré con Rochelle. Tengo ganas de ir a ver a esa negra que…

Amadís tuvo un estremecimiento de asco.

– Usted puede hacer lo que quiera fuera de las horas de trabajo, pero, sobre todo, no me lo cuente. Y vuelva inmediatamente a su tarea.

– No -dijo comedidamente Ana.

Amadís se enfurruñó y se pasó una mano nerviosa por sus cabellos de estopa.

– Es terrible -continuó Ana-, cuando uno se pone a pensar en todos esos tipos que trabajan para nada. Que se pasan ocho horas diarias en una oficina. Que son capaces de pasarse en semejante lugar ocho horas al día.

– Pero, hasta ahora, usted ha sido uno de ellos.

– Me carga usted con lo que uno haya sido. ¿Acaso no tiene uno derecho a comprender, incluso después de haber estado poniendo el culo durante una temporada?

– Suprima esas expresiones -advirtió Amadís-. Me desagradan, aunque no apunte usted contra mí, cosa que dudo.

– Como jefe mío, le apunto y peor para usted, si mis disparos dan también en otro blanco. Pero fíjese hasta qué punto está limitado, hasta qué punto desea usted corresponder a su etiqueta. Resulta usted tan limitado como cualquier pobre hombre que se alista en un partido político.

– Me asquea usted físicamente -dijo Amadís-. Y es usted un guarro. Y un simulador.

– De ésos están llenas las oficinas. A montones. Se aburren como mierdas por las mañanas. Se aburren como mierdas por las tardes. Al mediodía, van y se hinchan de bazofia servida en gamellas de cartón, que luego por la tarde se dedican a digerir, agujereando papeles, escribiendo cartas personales, charlando por teléfono con los amigotes. De vez en cuando, aparece un tipo distinto, uno que es útil. Uno que produce cosas. Escribe una carta y la carta llega a un despacho. Se trata de tal asunto. Bastaría con decir sí o no, una sola vez, y se habría acabado, asunto resuelto. Pero es imposible.

– Tiene usted imaginación. Y un alma poética, épica y todo lo demás. Por última vez, vuelva a su trabajo.

– Por cada hombre con vida hay aproximadamente un burócrata, un parásito. La justificación del parásito está en esa carta, que podría solucionar el asunto del hombre con vida. Pero no, la lleva de una parte a otra, sin resolverla, para que dure. El hombre con vida lo ignora.

– Basta -dijo Amadís-. Le juro que es una idiotez lo que está diciendo. Le garantizo que existen personas que responden de inmediato las cartas. Y que en una oficina se puede trabajar. Y ser útil.

– Si cada hombre con vida -prosiguió Ana- se levantase y buscase por las oficinas a su parásito personal y lo matase…

– Me entristece usted. Tendría que echarlo a la calle y sustituirlo por otro ingeniero, pero, sinceramente, creo que la culpa es del sol y de esa manía suya de acostarse con una mujer.

– Entonces, todos los despachos se convertirían en féretros y, en cada cubículo pintado de verde o de amarillo y con el linóleo a rayas, habría un esqueleto de parásito, y se devolverían a la fábrica las gamellas de cartón. Hasta luego. Me voy a ver al ermitaño.

Amadís Dudu se quedó mudo. Vio cómo Ana se alejaba, a pasos largos y decididos, cómo subía ágilmente la duna, templando sus disciplinados músculos. Trazaba una caprichosa línea de huellas en sucesión alternada, que se interrumpió en la redondeada cima arenosa, mientras continuaba sólo su cuerpo, que luego desapareció también.

El Director Dudu dio la vuelta y entró en el hotel. Dejó de oírse el ruido de los martillazos. Carlo y Marin empezaban a retirar los montones de escombros. En el primer piso sonaba el triquitraque de la máquina y el grácil repique de la campanilla al final de las líneas, encubierto por los metálicos y raspantes roces de las palas. Setas azul verdosas brotaban ya entre los cascotes.