38036.fb2 El oto?o en Pek?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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TERCER MOVIMIENTO

I

Amadís vigilaba la actividad de Carlo y Marin. La brecha abierta en la fachada del hotel no había alcanzado aún la altura deseada, puesto que se reducía sólo a la planta baja y, en definitiva, tenía que dividir por completo el edificio, pero, antes de seguir, los dos agentes ejecutivos limpiaban de escombros el lugar. Apoyado en una pared cercana a la escalera que conducía al primer piso, Dudu, con las manos en los bolsillos del pantalón y rascándose, meditaba en lo que Ana acababa de decir y se preguntaba si no podría prescindir de sus servicios. Por consiguiente, decidió echar un vistazo, cuando subiese, al trabajo de ambos ingenieros; en el supuesto de que lo tuvieran terminado, o casi, sería, buen momento para despedirlos.

Examinaba las numerosas medidas de vía ya construidas, que, colocada de aquella manera, sobre los calces, parecía un juguete. La arena, bien nivelada bajo las traviesas, esperaba el balasto; los vagones y la máquina, en piezas, descansaban bajo unas lonas junto a los montones de traviesas y raíles apilados.

Carlo se detuvo. Le dolía la espalda. Lentamente se puso derecho y se apoyó en el mango de la pala; después, se secó la frente con la muñeca. Sus cabellos brillaban de sudor y sobre su piel mojada se había adherido el polvo. Su pantalón, sujeto por debajo de las caderas, formaba unas grandes y flojas bolsas a la altura de las rodillas, mientras Carlo miraba al suelo, moviendo lentamente la cabeza a izquierda y derecha. Marin seguía desescombrando y los pedazos de vidrio sonaban contra la chapa de la pala; mediante un impulso de los riñones los lanzaba al montón de escombros que se alzaba a sus espaldas.

– Siga trabajando -ordenó Amadís a Carlo.

– Estoy cansado -contestó Carlo.

– No le pagan a usted para tomárselo con flema.

– No estoy gargajeando, señor. Estoy cogiendo aliento.

– Si no tiene usted aliento suficiente para este trabajo, no tenía que haberlo aceptado.

– Yo no he pedido hacerlo, señor. Me he visto obligado a hacerlo.

– Nadie le ha obligado. Usted mismo firmó el contrato.

– Estoy cansado -dijo Carlo.

– Y yo le repito que siga trabajando.

Marin se detuvo también.

– No se puede trabajar sin respirar, como bestias -dijo Marin.

– Sí, se puede. Los capataces están para hacer cumplir esta norma irrefragable.

– Esa ¿qué? -preguntó Marin.

– Esa norma irrefragable.

– Usted me las suda -dijo Marin.

– Sea usted educado -dijo Amadís.

– Para una puñetera vez que ese cerdo de Arland -dijo Marin- nos deja en paz, déjenos usted también.

– Pienso llamar al orden a Arland -dijo Amadís.

– Mientras hagamos nuestra tarea -dijo Marin-, es asunto nuestro la manera cómo la hagamos.

– Por última vez, les ordeno que sigan trabajando.

Carlo soltó el mango de la pala, que sostuvo entre sus antebrazos, y escupió en sus curtidas manos. Marin dejó caer su pala.

– A usted le van a partir la jeta.

– No lo hagas, Marin… -murmuró Carlo.

– Si me toca usted -dijo Amadís-, protesto.

Marin dio dos pasos hacia él, le escrutó y siguió avanzando hasta rozarle.

– Le voy a partir la jeta, yo. Nunca se la han debido de partir. Apesta usted a perfume. Es usted una marica guarra y un meticón de mierda.

– Déjalo, Marin. Es el patrón.

– En el desierto no hay patronos.

– Pero esto ya no es el desierto -subrayó irónicamente Amadís-. ¿Han visto alguna vez ferrocarriles en el desierto?

Marin reflexionó.

– Ven a trabajar, Marin -dijo Carlo.

– Este tío me marea con sus frases. Si le dejo hablar, termina por agilipollarme. Ya sé que no debo partirle la jeta, pero creo, de todas maneras, que se la voy a partir, porque, si no, me agilipolla este tío.

– Bien pensado -dijo Carlo-, si se la partes, puedo ayudarte.

– Les prohíbo que me toquen -dijo Amadís, poniéndose tenso.

– Si a usted se le deja hablar -dijo Carlo-, seguro que nos da el timo. Esa es la cuestión.

– Son ustedes unos imbéciles y unos brutos -dijo Amadís-. Vuelvan a coger sus palas o no cobrarán.

– Nos importa un carajo -dijo Marin-. Usted tiene pasta ahí arriba y todavía no nos ha pagado. Con coger lo que se nos debe…

– Son ustedes unos ladrones.

El puño de Carlo describió una corta trayectoria, inflexible y fulgurante, y la mandíbula de Amadís crujió. Amadís dejó escapar un gemido.

– Retire esa palabra -dijo Marin-. Retírela o es hombre muerto.

– Unos ladrones. Nada de obreros, ladrones.

Marin se dispuso a golpear.

– Deja -dijo Carlo-. Los dos, no. Déjame a mí.

– Estás demasiado excitado -dijo Marin- y vas a matarlo.

– Sí -dijo Carlo.

– Yo también estoy furioso -dijo Marin-, pero, cuidado, que, enfureciéndonos, es él quien gana.

– Si tuviese miedo, resultaría mucho más fácil.

– Ladrones -repitió Amadís.

Carlo dejó caer sus brazos a lo largo del cuerpo.

– Es usted una marica guarra. Diga todo lo que se le antoje. ¿Cómo vamos a preocuparnos por historias de maricones? Está usted deseando salir de naja.

– No -dijo Amadís.

– Espere un poco -dijo Marin-. Voy a encargarle a mi mujer que se ocupe de usted.

– Basta. Vuelvan ustedes al trabajo.

– ¡Qué cerdo! -exclamó Carlo.

– Ladrones e imbéciles.

Un pie de Marin le alcanzó el bajo vientre. Lanzó un grito ahogado y se derrumbó, doblado sobre sí mismo. Estaba pálido y jadeaba como un perro después de correr.

– Hiciste mal -dijo Carlo-. Yo estaba tranquilo.

– Bah, ya está hecho -dijo Marin-. No le he dado fuerte. En cinco minutos podrá andar. Lo estaba pidiendo.

– Seguro, tienes razón.

Recogieron sus herramientas.

– Nos van a dar el pasaporte -dijo Carlo.

– Pues, a fastidiarle -murmuró Marin-. Descansaremos. Este desierto está lleno de caracoles, según cuentan los chavales.

– Sí -dijo Carlo-. Haremos un buen guiso.

– Cuando el ferrocarril esté terminado.

– Cuando esté terminado.

Oyeron un fragor en la lejanía.

– Calla -dijo Marin-. Eso ¿qué es?

– ¡Ah!, seguramente son los camiones, que ya están de vuelta.

– Habrá que poner el balasto -dijo Marin.

– Por debajo de toda la vía… -dijo Carlo.

Marin se encorvó, con la pala en la mano. Aumentaba el ruido de los camiones, llegó al máximo, luego se oyó el rechinante clamor de los frenos y se hizo el silencio.

II

El abad Petitjean, cogiendo de un brazo al arqueólogo, le señaló con el dedo la choza del ermitaño.

– Hemos llegado -dijo.

– Perfecto. Esperemos a los chicos -dijo el arqueólogo.

– No me cabe ninguna duda de que son capaces de prescindir de nosotros.

– Esa es mi esperanza; por Angel -Atanágoras sonrió.

– ¡Qué suerte tiene! -dijo Petitjean-. Habría gastado con mucho gusto alguna de mis dispensas por estar con esa muchacha.

– Vamos, vamos… -dijo el arqueólogo.

– Bajo este suave paño -precisó Petitjean- late un corazón viril.

– Es usted muy dueño de amarla en su corazón -dijo Atanágoras.

– ¿Eh…? Por supuesto -admitió Petitjean.

Se habían detenido y miraban detrás de ellos, si se puede decir así. Más bien, detrás de los ellos que habían sido en los cinco segundos anteriores.

– ¡Ahí vienen! -anunció Atanágoras-. Pero ¿dónde está Cobre?

– Ese no es Angel -dijo el abad-. Es su compañero.

– Tiene usted razón. Pobre profesor Mascamangas…

Y permanecieron en silencio.

– Buenos días -dijo Ana-. Yo soy Ana.

– Buenos días -dijo Atanágoras.

– ¿Cómo está usted? -preguntó Petitjean, con interés.

– Mejor -dijo Ana-. La voy a saldar.

– ¿A su lagarta?

– A mi lagarta. Me aburre.

– Entonces, ¿estará usted buscando otra?

– Exactamente, señor abad -dijo Ana.

– ¡Oh, por favor…! -protestó el abad-. Nada de tratamientos pretendenciosos. Pero, ante todo…

Se alejó unos pasos y se puso a dar vueltas alrededor de Ana y de Atanágoras, golpeando enérgicamente el suelo con sus pies.

– ¡Tres pobrecitos iban al bosque…! -cantó.

– Y a la vuelta decían muy bajo… -prosiguió el arqueólogo.

– ¡Atchis! ¡Atchis! ¡Atchis! -concluyó Ana, cogiendo onda.

Petitjean se detuvo y se rascó la nariz.

– ¡Sabe también las fórmulas! -le dijo el arqueólogo.

– Sí -confirmó éste.

– Entonces, ¿lo llevamos con nosotros? -dijo Petitjean.

– Sin duda alguna -dijo Ana-. Quiero ver a la negra.

– Es usted un guarro -dijo Petitjean-. O sea, que le apetecen todas.

– Claro que no -dijo Ana-. He acabado con Rochelle.

– ¿Completamente acabado?

– Completamente.

Petitjean reflexionó, antes de preguntar:

– Y ella, ¿lo sabe?

Ana parecía encontrarse ligeramente atormentado.

– Todavía no se lo he dicho…

– Por lo tanto y de acuerdo con lo que compruebo -dijo el abad-, se trata de una decisión unilateral y repentina.

– La he tomado ahora -explicó Ana-, mientras venía corriendo detrás de ustedes.

Atanágoras parecía molesto.

– Resulta usted incómodo. Esa decisión suya va a provocar más líos con Angel.

– Claro que no. Se pondrá contentísimo. Ella queda libre.

– Pero ¿qué va a pensar Rochelle?

– Oh, no lo sé -dijo Ana-. No es una cerebral.

– Eso se dice pronto…

Ana se rascó una mejilla.

– Quizá -admitió- le fastidie un poco. Como personalmente no me importa nada, no tengo por qué preocuparme.

– Usted arregla rápidamente las cosas, eh.

– Soy ingeniero -aclaró Ana.

– Aunque fuese usted arzobispo -dije el abad-, eso no sería razón para plantar a una muchacha sin avisarla y, encima, cuando ayer mismo se estaba usted acostando con ella.

– Incluso esta misma mañana -dijo Ana.

– Se aprovecha usted del momento en que su camarada Angel comienza a encontrar el camino del apaciguamiento -dijo Petitjean- para arrojarlo de nuevo a la incertidumbre. No me parece absolutamente nada probable que quiera abandonar el camino del apaciguamiento por esa muchacha, a la que ha dejado usted triturada como una máquina de picar carne.

– ¿Qué es eso del camino del apaciguamiento? -preguntó Ana- ¿Qué ha hecho Angel?

– ¡Menuda hembra se está beneficiando el cochino de él…! -Petitjean chasqueó ruidosamente la lengua y, al instante, se persignó-. He vuelto a decir una mala palabra.

– Bien hecho -aprobó Ana maquinalmente-. ¿Cómo está la mujer esa? ¿No será la negra, por lo menos?

– En modo alguno -dijo Petitjean-. La negra está reservada para el ermitaño.

– Entonces, ¿es que hay otra? -dijo Ana-. Y ¿está buena?

– Vamos, vamos… -dijo Atanágoras-, deje en paz a su amigo.

– Pero si me quiere mucho… No dirá ni palabra, si yo me la beneficio.

– Está usted diciendo cosas muy antipáticas -observó el arqueólogo.

– ¡Seguro que se va a poner contento como un ligón cuando sepa que Rochelle está libre!

– No lo creo -dijo el arqueólogo-. Ya es demasiado tarde.

– No es demasiado tarde. Está aún muy bien la chica. Y sabe un poco más que antes.

– Lo cual a un hombre no le resulta agradable. A un muchacho como Angel no le gustará recibir esa clase de lecciones.

– ¿No? -dijo Ana.

– Es curioso -dijo Petitjean-. Algunas veces hablará usted de una manera interesante, pero, en este preciso momento, resulta usted odioso.

– Ya sabe, yo, con las mujeres -dijo Ana-, bueno…, yo les hago lo que hay que hacer y a eso se limita todo. Me gustan mucho, pero para todos los días prefiero a los amigos; para poder hablar, precisamente.

– Quizá Angel no sea como usted -dijo Atanágoras.

– Hay que abrirle los ojos -dijo Ana-. Que se acueste con Rochelle y pronto estará harto.

– Él busca otra cosa -dijo Petitjean-. Lo mismo que yo busco en la religión; bueno, en principio, porque yo a veces interpreto benignamente a mi manera el reglamento. Pero rezaré cincuenta rosarios recapitulados. Cuando digo cincuenta…, pongamos tres.

– Lo que le ofrece usted con Rochelle lo puede conseguir con cualquier muchacha. En estos momentos lo tiene.

– ¡Qué cochino…! -dijo Ana-. No me había dicho nada. ¡Vaya con el Angel este…!

– Él busca otra cosa -repitió Petitjean-. Y no piense que es en echar un palo. Hay un… -buscó la palabra-. No sé lo que hay. En el fondo y en parte, estoy de acuerdo con usted respecto a las mujeres. Es necesario sobarlas, pero también se puede pensar en otra cosa.

– Sin duda alguna. Para todo lo demás, ya le digo, prefiero con mucho a los amigos.

– Lo que Angel busca -dijo Atanágoras- es difícil de expresar. Tendría usted que tener noción de ello. No puedo decírselo con palabras que para usted carecerían de sentido.

– Pruebe -dijo Ana.

– Creo que busca un testigo -dijo Atanágoras-. Alguien que lo conozca y a quien interese lo suficiente para poderse controlar sin estar pendiente de sí mismo.

– Y ¿por qué no esa otra chica? -dijo Ana.

– Es a Rochelle a la que ha amado desde el principio y el hecho de que ella no le ame, a fuerza de meditarlo, le ha terminado pareciendo que es una garantía de imparcialidad. Aun así, sería necesario conseguir que Rochelle se interesase suficientemente por él, para que pudiese ser ese testigo que Angel…

– Angel es un gran tipo -dijo Ana-. Lamento que tenga esas ideas. Siempre fue un poco apagado.

El arqueólogo titubeó un instante antes de decir:

– A lo mejor, son imaginaciones mías, pero dudo que la cosa vaya a ser tan fácil.

– ¿Cómo tan fácil?

– No sé hasta qué punto Angel se encontrará feliz pudiendo amar a Rochelle con toda libertad. Creo que ella, actualmente, le repugna.

– Claro que no -dijo Ana-. Es difícil eso.

– Usted la ha dejado hecha un adefesio -dijo Petitjean-. Y, encima, quizá a ella no le apetezca nada que Angel le sustituya a usted.

– Bueno, ya le explicaré yo…

– ¿Y si siguiésemos andando? -dijo Petitjean.

– Les acompaño -dijo Ana.

– Voy a pedirle algo -dijo el arqueólogo.

Los tres volvieron a ponerse en camino. Ana sobrepasaba a sus dos compañeros en una cabeza. La suya, para ser precisos.

– Quiero pedirle que no se lo diga a Angel.

– Que no le diga ¿qué?

– Que Rochelle está libre.

– Pero ¡si se va a poner muy contento…!

– Preferiría que Rochelle lo supiese antes que él.

– ¿Por qué?

– Por la armonía del asunto -dijo el arqueólogo-. Creo que decírselo a Angel ahora no arreglará nada.

– ¡Ah, perfecto! Pero ¿puedo decírselo después?

– Naturalmente.

– En resumen -dijo Ana-, debo avisar primero a Rochelle y solamente después a Angel, ¿no es así?

– Eso es lo normal -dijo Petitjean-. Suponga que cambia usted de opinión después de habérselo dicho a Angel y sin habérselo dicho a Rochelle. Entre ella y usted nada habría cambiado. Para Angel sería una decepción más.

– No cabe duda.

– La verdadera razón no es ésta, naturalmente -explicó Petitjean-. Pero resultaría inútil decírsela.

– Me basta con la que usted me da.

– Yo se lo agradezco -dijo el arqueólogo-. Y cuento con usted.

– Vamos a ver a la negra -dijo Ana.

III

"Por ejemplo, la indicación 'BALLET' hace referencia a la totalidad de nuestros discos de música para ballet y se encuentra clasificada en el lugar que corresponde alfabéticamente a la palabra ballet dentro de la sección de clásicos."

(Catálogo Philips, 1946. página 3.)

Rochelle vio entrar a Amadís, que se sujetaba el bajo vientre con una mano, mientras con la otra se iba apoyando en la jamba de la puerta y en las paredes. Tenía un gesto de dolor. Cojeando, alcanzó su sillón, en el que se dejó caer con patente agotamiento. Parpadeaba y su frente subía en arrugas sucesivas, que alteraban la superficie blanda.

Rochelle, que no quería nada a Amadís, abandonó el trabajo y se levantó.

– ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Le duele mucho?

– No me toque -dijo Amadís-. Me ha golpeado uno de esos obreros.

– ¿Quiere tumbarse?

– No hay nada que hacer. Físicamente hablando. Por lo demás, nada pierden por tener que esperar -se agitó ligeramente-. Me habría gustado ver a Dupont.

– ¿Qué Dupont?

– El cocinero del arqueólogo.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

– Debe de estar todavía con esa gorrina de Lardier… -murmuró Amadís.

– ¿Le apetece tomar algo? Le puedo preparar un té de campanuláceas.

– No. Nada.

– Está bien.

– Gracias -dijo Amadís.

– Oh -dijo Rochelle-, no lo hago por resultarle agradable. No me gusta usted absolutamente nada.

– Lo sé. Y, sin embargo, habitualmente se cree que a las mujeres les gustan muchos los homosexuales.

– A las mujeres que no les gustan los hombres -dijo Rochelle-. O a las mujeres que generalizan.

– Según dicen, se sienten en confianza con ellos, no temen ser asediadas, etcétera, etcétera.

– Si son guapos, es posible. Yo no tengo miedo de que me asedien.

– Aparte de Ana, ¿quién la asedia aquí?

– No sea indiscreto -dijo Rochelle.

– Y ¿qué importancia tiene? Angel y Ana vuelven a ser hombres corrientes. Los he despedido.

– Ana no me asedia. Hago el amor con él. Me toca. Me amasa.

– Y Angel, ¿la asedia?

– Sí -dijo Rochelle-, porque quiero yo. Tiene un aspecto menos rudo que Ana. Al principio, yo prefería a Ana, porque es menos complicado que Angel.

– ¿Angel es complicado? Yo creo que es idiota y vago. Y, sin embargo, físicamente está mejor que Ana.

– No -dijo Rochelle-, no para mi gusto. Pero, en fin, no está mal.

– ¿Se acostaría usted con él?

– ¡Claro que sí! Ahora ya podría. Me queda muy poco que obtener de Ana.

– Le pregunto lodo esto porque ustedes constituyen para mí un mundo tan extraño… Quisiera comprender.

– ¿Ha sido el golpe que le han dado lo que le ha recordado que es hombre? -preguntó Rochelle.

– Me encuentro muy mal y no estoy para ironías.

– ¿Cuándo dejará de pensar que se burlan de usted? ¡Si supiese lo poco que eso me importa…!

– Dejémoslo. Reconoce que Angel la asedia; ¿la molesta?

– No. Es una especie de reserva de seguridad.

– Pero debe estar celoso de Ana.

– ¿Cómo puede usted saberlo?

– Razono por analogía. Sé muy bien lo que me gustaría hacerle a Lardier.

– ¿Qué?

– Matarlo -dijo Amadís-. A patadas en la tripa. Aplastarlo totalmente.

– Angel no es como usted. No es tan apasionado.

– Se está usted engañando. Aborrece a Ana.

Rochelle le miró con inquietud.

– ¿No lo dirá usted de verdad?

– Sí -dijo Amadís-. Eso tiene mal arreglo. Y no piense que a mí el asunto me importa. Tampoco se lo digo para fastidiarla.

– Habla usted como si realmente lo supiese -dijo Rochelle-. Creo que intenta usted sobornarme. Le advierto que los aires de misterio no van conmigo.

– No hay aires misteriosos -dijo Amadís-. Sufro y comprendo. A propósito, ¿cómo va su trabajo?

– Está terminado.

– Le voy a dar más. Coja su bloc.

– Le debe doler ahora mucho menos.

– Ha llegado el balasto -dijo Amadís-. Hay que preparar las nóminas de jornales de los camioneros y proponerles que trabajen en la vía.

– Se negarán -dijo Rochelle.

– Le voy a dictar una nota de servicio. Ya nos arreglaremos para que no se nieguen.

Rochelle dio tres pasos y cogió el bloc y el lápiz. Amadís permaneció durante algunos instantes con los codos sobre la mesa y con la cabeza entre las manos. Después, empezó a dictar.

IV

– Esa acción santificadora es de auténtica primera categoría -dijo el abad Petitjean.

Ana, el arqueólogo y el abad regresaban, caminando despacio.

– Qué negra… -dijo Ana-. ¡Por las veinte divinidades del Olimpo…!

– Vamos, vamos… -dijo el arqueólogo.

– Deje en paz a Claude Léon -dijo el abad-. No se las arregla tan mal.

– Me gustaría echarle una mano -dijo Ana.

– La mano no es exactamente lo que utiliza -dijo Petitjean-. No se ha fijado usted en los detalles.

– ¡Oh, Zeus! -dijo Ana-. Hablen de otra cosa. No puedo andar.

– Estoy de acuerdo con usted en que la cosa produce su efecto -dijo el abad-. Pero yo llevo sotana.

– ¿Qué hay que hacer para hacerse cura? -preguntó Ana.

– Usted no sabe lo que quiere -dijo Petitjean-. De repente esto, de repente aquello. De repente se pone usted a soltar gilipolleces, de repente parece usted inteligente. De repente es usted sensible, de repente, más guarro que un tratante de ganado que no piensa más que en eso. Perdóneme, mi lenguaje queda muy por debajo de mis ideas.

– Ya se ve que funciona usted -Ana se echó a reír y cogió del brazo al abad-. Petitjean, ¡es usted un macho!

– Gracias -dijo Petitjean.

– Y usted es un león -prosiguió Ana, volviéndose hacia el arqueólogo-. Estoy contento de conocerlos.

– Yo soy un león viejo -dijo Atanágoras-. Habría sido más exacta la comparación si hubiese usted elegido a un animal excavador.

– No estoy de acuerdo -dijo Ana-. Eso de sus excavaciones es una broma. Siempre está hablando de ellas y nunca se las ve.

– ¿Le gustaría verlas?

– ¡Seguro! -dijo Ana-. Todo me interesa.

– A usted todo le interesa un poco -dijo Petitjean.

– Como a todo el mundo.

– ¿Y los especialistas? -objetó el arqueólogo-. Aunque mi humilde ejemplo no signifique nada, a mí únicamente me interesa la arqueología.

– No es verdad -dijo Ana-. Eso es una afectación.

– ¡En absoluto! -exclamó, indignado, Atanágoras.

– Reconozca que le he encajonado -Ana volvió a reír-. Usted se dedica a encajonar muchos cacharros de cerámica que no le han hecho nada.

– ¡Calle usted, hombre superficial! -dijo Atanágoras, sin enfadarse.

– Bueno, entonces -dijo Ana-, ¿vamos a ver sus excavaciones?

– Allá vamos -dijo Petitjean.

– Acompáñenos -dijo el arqueólogo.

V

Angel se aproximaba a ellos. Caminaba inseguro, sintiendo por todo su cuerpo el calor del cuerpo de Cobre. Cobre se había ido en dirección contraria, para reunirse con Brice y con Bertil, y ayudarlos en su trabajo. Había comprendido que era mejor no quedarse junto a aquel inquieto muchacho que acababa de hacerla suya, en una hondonada de arena, delicadamente, tiernamente, tratando de no herirla. Cobre, riendo, había escapado a la carrera. Sus esbeltas piernas se alzaban, elásticas, sobre el claro terreno y su sombra danzaba junto a ella y la dotaba de cuatro dimensiones.

Cuando Angel se encontró muy cerca ya de ellos, los observó cuidadosamente. No se excusó por haberles abandonado. Ana también estaba allí, fuerte y alegre, como frente a Rochelle; por lo tanto, había acabado con Rochelle.

Quedaba muy poco camino hasta el campamento de Atanágoras. Iban hablando, únicamente hablando, y todo estaba a punto de cumplirse.

Porque Angel sabía ahora lo que valía Cobre y perdía, de golpe, todo lo que Ana había poseído de Rochelle.

VI

– Bajo yo primero -dijo Atanágoras-. Tengan cuidado, que ahí abajo hay un montón de piedras sin embalar.

Su cuerpo se introdujo por la boca del pozo y sus pies se asentaron firmemente en los barrotes de plata de la escala.

– Usted delante -dijo Ana, cediéndole el paso a Petitjean.

– Esto es un deporte ridículo -dijo Petitjean-. ¡Eh… ustedes, los de ahí abajo… no miren, compórtense como es debido! -se recogió la sotana con una mano y puso el pie en el primer escalón-. En marcha; a pesar de todo voy a bajar.

– ¿Qué profundidad crees tú que tiene esto? -le preguntó Ana, que permanecía junto a Angel.

– No sé -dijo Angel, con voz estrangulada-. Parece profundo.

Ana se inclinó sobre el vacío.

– No se ve mucho -dijo-. Ya ha debido de llegar Petitjean. Ahora es el momento.

– Todavía no… -dijo Angel, con desesperación.

– Claro que sí -dijo Ana.

Arrodillado junto al borde del pozo, Ana escrutaba la densa oscuridad.

– No -repitió Angel-. Todavía no.

Hablaba aún más bajo, con una voz horrorizada.

– Hay que bajar -dijo Ana-. ¡Vamos! ¿Tienes miedo?

– No tengo miedo… -susurró Angel.

Su mano tocó la espalda de su amigo y, bruscamente, lo lanzó al vacío. La frente de Angel estaba empapada de sudor. Unos segundos después resonó un chasquido, y la voz de Petitjean, que gritaba en el fondo del pozo.

A Angel le temblaban las piernas y sus manos tantearon buscando el primer barrote de la escala. Mientras sus pies le iban haciendo descender, sentía su cuerpo como si fuese de mercurio frío. Por encima de su cabeza, la entrada del pozo se recortaba en azul oscuro sobre un fondo de tinieblas. En el fondo nació una indecisa claridad y Angel apresuró el descenso. Oía a Petitjean salmodiar palabras con una monótona entonación. Angel no miraba hacia abajo.

VII

– Ha sido por mi culpa -dijo el arqueólogo a Petitjean.

– No -replicó Petitjean-. También yo soy culpable.

– Tendríamos que haberle dejado decirle a Angel que Rochelle estaba libre.

– Entonces -dijo Petitjean-, sería Angel quien estaría ahí.

– ¿Por qué era necesario elegir?

– Porque siempre es necesario elegir -dijo Petitjean-. Es una puñetera mierda, pero las cosas son así.

Ana se había desnucado y su cuerpo descansaba sobre piedras. Su rostro tenía una expresión neutra y un ancho rasguño le cruzaba la frente, medio oculta por sus desordenados cabellos. Una de sus piernas estaba doblada bajo el cuerpo.

– Hay que quitarlo de ahí -dijo el abad- y tumbarlo bien estirado.

Vieron aparecer los pies de Angel, su cuerpo y, luego, Angel se acercó lentamente.

– Yo lo he matado -dijo-. Está muerto.

– Creo que se inclinó demasiado -dijo el arqueólogo-. No se quede ahí.

– He sido yo quien… -dijo Angel.

– No lo toque -dijo Petitjean-. No vale la pena. Ha sido un accidente.

– No -dijo Angel.

– Sí -replicó el arqueólogo-. Puede usted aceptar eso de él, a pesar de todo.

Angel lloraba y su rostro ardía.

– Espérenos usted por ahí delante -dijo Atanágoras-. Siga por esa galería -se acercó a Ana y, con suavidad, alisó sus rubios cabellos, contempló su lastimado y magullado cuerpo-. Era joven.

– Sí -susurró Petitjean-. Son jóvenes.

– Todos mueren… -dijo Atanágoras.

– Todos, no…, algunos quedan. Usted y yo por ejemplo.

– Nosotros somos de piedra. No contamos.

– Ayúdeme.

Les costó mucho levantarlo. El cuerpo desmadejado se les escapaba de las manos y tenían que arrastrarlo por la tierra. Los pies de Petitjean resbalaban en aquel suelo mojado. Lograron levantarlo del montón de piedras y lo extendieron junto a una de las paredes de la galería.

– Yo estaba de espaldas -dijo Atanágoras-. Ha sido por mi culpa.

– Le repito que no -dijo Petitjean-. No se podía hacer nada.

– Es una ignominia que nos hayamos visto obligados a intervenir en esto.

– De todas formas teníamos que sufrir una decepción. Porque llevamos la decepción en la sangre. Esto será más duro de sobrellevar, pero olvidaremos antes.

– Olvidará usted -dijo Atanágoras-. Era bello.

– Son bellos los que sobreviven.

– Es usted demasiado duro.

– Un cura no puede tener corazón.

– Me gustaría arreglarle el pelo -dijo el arqueólogo-. ¿Tiene usted un peine?

– No tengo. Y no merece la pena. Venga.

– No puedo dejarlo.

– Contrólese. Usted le siente próximo, porque él está muerto y usted es viejo. Pero él está muerto.

– Y yo soy viejo, pero estoy vivo. Y Angel está completamente solo.

– De ahora en adelante tendrá poca compañía -dijo Petitjean.

– Nos quedaremos con él.

– No. Se irá. Y se irá solo. Las cosas no van a asentarse tan fácilmente. Todavía no hemos llegado al fondo.

– ¿Qué puede ocurrir ya…? -suspiró Atanágoras en un tono fatigado y roto.

– Ocurrirá algo -dijo Petitjean-. No se trabaja en el desierto impunemente. Las cosas van por mal camino. Eso se huele.

– Usted está acostumbrado a los cadáveres. Yo, no. Únicamente a las momias.

– Pero usted no participa de la jugada. Puede incluso sufrir pero sin sacar provecho.

– Y ¿usted?, ¿qué provecho va a sacar usted?

– ¿Yo? -dijo Petitjean-. Yo no sufro. Venga conmigo.

VIII

Encontraron a Angel en la galería. Ya no lloraba.

– ¿No se puede hacer nada? -preguntó a Petitjean.

– Nada -contestó Petitjean-. Sólo, cuando regresemos, avisar a los demás.

– Perfectamente -dijo Angel-. Yo se lo diré. ¿Vamos a ver las excavaciones?

– Claro que sí -dijo Petitjean-. Para eso estamos aquí.

Atanágoras permanecía en silencio, temblándole su barbilla llena de arrugas. Pasó entre los dos y se puso a la cabeza de la columna.

Siguieron el complicado camino que conducía hasta el corte. Angel observaba atentamente el techo de las galerías, la entibación, y parecía que trataba de orientarse. Llegaron a la galería principal, al final de la cual se vislumbraba, a unas medidas de distancia la luminosidad producida por el sistema de iluminación. Angel se detuvo en la entrada de la galería.

– ¿Está ella ahí abajo? -preguntó Angel y Atanágoras le miró sin comprender-. Su amiga. ¿Está ahí abajo?

– Sí -respondió el arqueólogo-. Está trabajando, con Brice y con Bertil.

– No quiero verla -dijo Angel-. No podría verla. He matado a Ana.

– Ya está bien -dijo Petitjean-. Si vuelve a repetir una vez más esa estupidez, me encargaré yo de usted.

– Yo lo he matado.

– No. Usted lo ha empujado y él ha muerto al llegar sobre las piedras.

– Es usted un jesuita…

– Creo haber dicho ya que me eduqué con los eudistas -dijo Petitjean, con calma-. Si se tomasen la molestia de atender cuando yo hablo, las cosas no irían de mal en peor. Hace un momento parecía haber reaccionado correctamente y ahora vuelve usted a rajarse. Le advierto que no voy a consentírselo. Una dama de linda lindeza…

– …con doce galanes se sienta a la mesa… -dijeron maquinalmente y al unísono Angel y el arqueólogo.

– Como imagino que se saben ustedes la continuación, no insistiré más. Y ahora no quiero obligarlos a que vayan hasta el final de la galería a ver a esos tres tipos. No soy un verdugo.

Atanágoras tosió ostensiblemente.

– En absoluto -prosiguió Petitjean, volviéndose hacia Atanágoras- soy yo un verdugo.

– Ciertamente que no -dijo Atanágoras-. Su sotana, en vez de negra, sería roja.

– Y por la noche -dijo Petitjean-, produciría el mismo efecto.

– O a un ciego -dijo el arqueólogo-. No para usted de soltar perogrulladas.

– Y usted las encaja todas. Estoy intentando levantarles la moral a los dos.

– Pues lo hace usted muy bien -dijo Atanágoras-. Casi le entran a uno ganas de insultarle groseramente.

– Cuando le hayan entrado del todo -dijo Petitjean-, lo habré conseguido.

Angel callaba y miraba hacia el fondo de la galería; luego, dándose la vuelta, escrutó atentamente hacia la otra parte.

– ¿En qué dirección ha excavado usted? -preguntó al arqueólogo, esforzándose por hablar con naturalidad.

– No lo sé -contestó Atanágoras-. Aproximadamente, dos medidas al este del meridiano…

– Ah… -dijo Angel y permaneció inmóvil.

– Habría que decidirse -dijo el abad-. ¿Vamos o no vamos?

– Será preciso que vea yo esos cálculos -dijo Angel.

– ¿Pasa algo? -preguntó el arqueólogo.

– Nada, una suposición mía. Yo no quiero ir.

– Perfecto -dijo Petitjean-. Entonces, demos la vuelta.

Y dieron media vuelta.

– ¿Viene usted al hotel? -preguntó Angel al abad.

– Sí, le acompaño.

Ahora, el arqueólogo marchaba en retaguardia y su sombra era pequeña en comparación con las de sus compañeros.

– Tengo que darme prisa -dijo Angel-. Quiero ver a Rochelle. Y quiero decírselo.

– Puedo decírselo yo -dijo el abad.

– Apresurémonos -dijo Angel-. Necesito verla. Necesito ver cómo se encuentra.

– Apresurémonos -dijo el abad.

El arqueólogo se detuvo.

– Yo les dejo.

Angel volvió atrás y miró fijamente a Atanágoras.

– Le pido perdón -dijo-. Yo le doy las gracias.

– ¿Por qué? -dijo Atanágoras, entristecido.

– Por todo… -contestó Angel.

– Toda la culpa es mía.

– Gracias -dijo Angel-. Hasta pronto.

– Quizá -dijo el arqueólogo.

– ¡Venga, mueva el solomillo! ¡Hasta la vista, Ata! -gritó Petitjean.

– ¡Hasta la vista, abad! -contestó Atanágoras.

Esperó a que se alejasen y girasen en la galería; después, siguió tras ellos. Ana aguardaba totalmente solo, a lo largo de la fría roca. Angel y Petitjean lo dejaron atrás y subieron por la escala de plata. Cuando llegó, Atanágoras se arrodilló junto a Ana y le observó; luego, inclinó la cabeza hasta dar con la barbilla en el pecho. Pensaba en cosas antiguas, amables, con un perfume que ya casi se había evaporado. Ana o Angel; ¿por qué había sido necesario elegir?

IX

"Amar a una mujer inteligente es placer de pederasta."

(Baudelaire. Fusées.)

Amadís entró en la habitación de Angel, que estaba sentado en la cama; junto a él, explotaba una de las camisas del profesor Mascamangas. Amadís, guiñando los ojos, trató de acostumbrarse, pero tuvo que desviar la mirada. Angel, en silencio, apenas había girado la cabeza al oír el ruido de la puerta y no se movió cuando Amadís se sentó en una silla.

– ¿Sabe usted dónde está mi secretaria? -preguntó Amadís.

– No -dijo Angel-. No la he visto desde ayer.

– Lo ha tomado muy a mal. Y tengo retrasada la correspondencia. Habría podido esperar usted hasta hoy para decirle que Ana había muerto.

– Fue Petitjean quien se lo dijo. Yo no he intervenido en nada.

– Debe acudir a su lado y consolarla. Dígale que únicamente el trabajo podrá sacarla adelante.

– ¿Cómo puede afirmar eso? Sabe perfectamente que es mentira.

– No, es evidente. El trabajo, al ser un enérgico derivativo, da al hombre la facultad de abstraerse temporalmente de las inquietudes y de las molestias de la vida cotidiana.

– Que es lo más cotidiano que existe… Usted le obliga a uno a estar de acuerdo con lo que dice usted. No bromee.

– Desde hace mucho tiempo no tengo ganas de bromear -dijo Amadís-. Me gustaría que Rochelle viniese a que le dictara cartas y que el 975 volviese.

– Mande el taxi.

– Ya lo he hecho. Pero imagine si espero volverlo a ver.

– Sería usted idiota -dijo Angel.

– Seguro que ahora mismo va a llamarme usted marica guarra.

– ¡No sea chulo!

– ¿No quiere decirle a Rochelle que tengo trabajo para ella?

– No puedo verla ahora. ¡Compréndalo! Ana murió ayer por la tarde.

– Lo sé muy bien -dijo Amadís-. Antes de haber cobrado su sueldo. Quisiera que fuese usted a decirle a Rochelle que ya no es posible que espere más mi correspondencia.

– No puedo molestarla.

– Claro que sí. Está en su habitación.

– Entonces, ¿por qué me ha preguntado dónde estaba?

– Para inquietarle -dijo Amadís.

– Yo sabía muy bien que está en su habitación.

– Pues no ha servido el truco. Eso es todo.

– Voy a buscarla -dijo Angel-. Pero no vendrá.

– Seguro que sí.

– Estaba enamorada de Ana.

– Se acostará muy gustosamente con usted. Ella misma me lo ha dicho ayer.

– Cerdo -dijo Angel, pero Amadís con una actitud aparente de total indiferencia, no replicó-. Si Ana siguiese todavía vivo, Rochelle se habría acostado conmigo.

– No. Incluso, ahora.

– Es usted un cerdo -repitió Angel-. Un purco pederasta.

– Ya está -dijo Amadís-. Ya ha enunciado usted la generalidad esa. Por lo tanto, va usted a ir. Lo general impulsa a lo particular.

– Sí, voy a ir -Angel se levantó y los muelles de la cama gimieron suavemente.

– La cama de Rochelle no hace ruido -dijo Amadís.

– Basta… -susurró Angel.

– Tenía que devolvérsela.

– Basta… No puedo soportarle… Váyase…

– ¡Hombre, mira…! Hoy parece que sabe lo que quiere.

– Ana ha muerto…

– Y eso ¿de qué le libera a usted?

– De mí -dijo Angel-. Estoy despertando.

– Claro que no -dijo Amadís-. Sabe usted muy bien que ahora se suicidará.

– Ya lo he pensado.

– Vaya primero a buscarme a Rochelle.

– Voy a buscarla.

– Puede tomárselo con calma -dijo Amadís-. Si quiere consolarla… o cualquier otra cosa… Pero no la canse demasiado. Hay que escribir bastantes cartas.

Angel cruzó ante Amadís sin mirarlo. Amadís permaneció sentado en la silla y esperó a que la puerta se cerrase.

El pasillo del hotel daba ahora por uno de sus extremos directamente al vacío y Angel se acercó al borde, antes de dirigirse a la habitación de Rochelle. La vía brillaba al sol, entre las dos mitades del hotel, y, al otro lado de donde se encontraba Angel, continuaba el pasillo hacia las habitaciones que habían quedado. Entre los carriles y las traviesas, el balasto, gris y neto, mantenía asidos los destellos de la luz en los puntos micácicos de sus componentes.

La vía se extendía hasta perderse de vista en una y otra dirección, a partir de las dos fachadas del hotel, y los montones de traviesas y carriles apilados, invisibles para Angel desde el sitio en que se encontraba, habían disminuido hasta casi desaparecer. Dos de los conductores de los camiones estaban acabando de montar las últimas piezas de los vagones y de la locomotora, la cual estaba ya sobre los raíles, y el chirrido silbante de la polea de la pequeña grúa parecía ir bordando el ronroneo regular del motor de gasóleo, que la movía.

Angel dio media vuelta, cruzó antes dos puertas, se detuvo en la tercera y llamó con los nudillos.

La voz de Rochelle le dijo que entrase.

Su habitación estaba amueblada de igual manera, sencilla y desnuda, que las demás del hotel. Rochelle estaba tumbada en la cama, que no había deshecho, y llevaba el mismo vestido que la víspera.

– Soy yo… -dijo Angel.

Rochelle se retrepó en la cama y le miró, acentuadas sus facciones, con una mirada apagada.

– ¿Cómo sucedió?

– Ayer no pude verla -contestó Angel-. Creía que Petitjean se lo había explicado.

– Cayó al pozo. Usted no pudo sujetarlo, porque pesaba mucho. Yo sé cuánto pesaba… ¿Cómo le pudo ocurrir a Ana?

– Ha sido por mi culpa -dijo Angel.

– No, no… Usted no es lo suficientemente fuerte para sujetarlo.

– Yo la amaba a usted enormemente.

– Lo sé -dijo Rochelle-. Todavía me ama usted mucho.

– Por eso cayó él. Parece. Para que yo la pueda amar.

– Es demasiado tarde -dijo Rochelle, con una especie de coquetería.

– Era demasiado tarde incluso antes.

– Entonces, ¿por qué cayó?

– Él no podía caer. Ana, no.

– Oh -dijo Rochelle-, ha sido un accidente.

– ¿No ha dormido usted?

– Pensaba que no debía acostarme, porque, a pesar de todo, un muerto es algo a lo que hay que respetar.

– Y se quedó usted dormida…

– Sí. Tomé algo que me dio el abad Petitjean -Rochelle le tendió un frasco lleno-. Tomé cinco gotas y he dormido muy bien.

– Tiene usted suerte.

– Cuando una persona muere, lamentarlo nada cambia -dijo Rochelle-. Me ha dado mucha pena, ¿sabe usted?

– A mí, también. Me pregunto cómo podremos seguir viviendo después de esto.

– ¿Cree usted que no está bien seguir viviendo?

– No sé -dijo Angel y miró el frasco-. Si se hubiese tomado usted la mitad de esta botellita no habría despertado.

– He tenido unos sueños preciosos. Había dos hombres enamorados de mí, que peleaban por mí…, era maravilloso. Muy novelesco.

– Ya veo.

– Quizá no sea tan demasiado tarde -dijo Rochelle.

– ¿Ha visto a Ana?

– ¡No…! -dijo Rochelle-. No me hable de eso. Me resulta desagradable. No quiero pensarlo.

– Ana era bello -dijo Angel.

Rochelle le observaba con inquietud.

– ¿Por qué me dice esas cosas? Yo estaba tranquila y viene usted a meterme miedo y a impresionarme. No me gusta usted, cuando se pone así. Siempre está usted triste. No se debe pensar en lo que ha ocurrido.

– ¿Puede usted impedirlo?

– Todo el mundo puede impedirse pensar -dijo Rochelle-. Yo estoy viva, yo. Y usted, también.

– A mí me da vergüenza vivir.

– ¡Caramba!, ¿tanto me ama usted?

– Sí -dijo Angel-. Tanto.

– Pronto me consolaré. Me es imposible pensar en algo triste durante mucho tiempo. Por supuesto que me acordaré de Ana con frecuencia…

– No tanto como yo.

– ¡Oh, qué poco divertido resulta usted! ¡Usted y yo seguimos vivos, después de todo! -Rochelle se estiró sobre la cama.

– Amadís pretende que vaya usted a que le dicte unas cartas -dijo Angel y se echó a reír amargamente.

– No me apetece. Me han dejado atontada esas gotas. Creo que me voy a meter en la cama -Angel se levantó-. Puede quedarse. No me molesta. ¡Ya me dirá…!, después de lo que ha pasado no nos vamos a andar con cumplidos.

Empezó a quitarse el vestido.

– Tuve miedo de que se hubiese tomado usted una dosis demasiado fuerte -dijo Angel, que seguía teniendo el frasco en una mano.

– ¡Qué ocurrencia! El abad Petitjean me recomendó mucho que no pasase de cinco gotas.

– Si se sobrepasa la dosis, ya sabe usted lo que sucede.

– Debe de quedarse una dormida mucho tiempo -dijo Rochelle-. Tiene que ser peligroso. Quizá se muera una. No hay que andarse con bromas.

Angel la miró. Se había quitado el vestido y su cuerpo se erguía, floreciente y lozano, pero señalado, en todas las partes frágiles, por arrugas y magulladuras aparentemente imperceptibles. Sus pechos caían, pesados, dentro de la ligera tela de su blanco sujetador y en sus carnosos muslos se transparentaban unas azuladas y sinuosas venas. Bajó los ojos, sonriendo, al encontrar la mirada de Angel y se deslizó rápidamente entre las sábanas.

– Siéntese cerca de mí -dijo Rochelle.

– Si tomásemos cada uno la mitad del frasco… -susurró Angel, que se sentó junto a Rochelle-. También de esta manera sería posible librarse.

– ¿Librarse de qué? La vida es buena.

– Usted amaba a Ana.

– Claro que sí. Pero no empiece otra vez. ¿No se da cuenta de que me entristece, cuando me habla de esas cosas?

– No puedo soportar más este desierto, donde todo el mundo acaba reventando.

Rochelle apoyó la cabeza en la almohada.

– No todo el mundo.

– Sí, todos… Mascamangas, Pippo, el interno, Ana, el inspector de policía…, usted y yo.

– Nosotros, no -dijo Rochelle-. Nosotros dos estamos vivos.

– Tiernamente abrazados. En plan imagen resulta bonito, ¿no cree usted? Lo he leído en algún sitio.

– Como en las novelas. Morir al mismo tiempo. Uno junto al otro.

– Así, uno tras otro -dijo Angel.

– Eso sólo pasa en las novelas… -dijo Rochelle.

– Estaría bien…

Rochelle meditaba, con las manos entrelazadas bajo la nuca.

– Sería también igual que en las películas. ¿Cree usted posible morir de esa manera?

– Quizá no -dijo Angel-. Desgraciadamente.

– Sería como en una película que he visto. Los dos morían de amor, el uno junto al otro. ¿Podría usted morir de amor por mí?

– Creo que habría podido.

– ¿Verdaderamente podría? Es divertido…

– No creo que con esto sea posible -dijo Angel, destapando el frasco.

– ¿No? ¿Nos quedaríamos dormidos únicamente?

– Es probable.

– Y ¿si lo intentásemos? -dijo Rochelle-. Sería tan bello dormirse ahora. Me gustaría volver a tener ese sueño.

– Existen drogas que producen sueños como el suyo permanentemente.

– Es cierto. Quizás esta droga sea de ésas.

– Quizá.

– Deseo… Quisiera volver a tener ese sueño. No puedo dormir sola -escrutó subrepticiamente a Angel, que mantenía la cabeza baja y miraba el frasco-. ¿Tomamos cada uno un poco?

– También de esta manera sería posible librarse -repitió Angel.

– Será entretenido -dijo Rochelle, sentándose en la cama-. Adoro este tipo de cosas. Estar un poco borracha o tomar drogas, y no saber muy bien lo que una hace.

– Creo que Petitjean ha exagerado. Si nos tomásemos cada uno la mitad del frasco, tendríamos sueños formidables.

– Entonces, ¿se queda usted conmigo?

– Pero… no está bien…

Rochelle rió.

– No sea tonto. ¿Quién va a venir?

– Amadís la estaba esperando.

– Oh… Después de lo que he sufrido, no me voy a poner a trabajar ahora. Deme el frasco.

– Cuidado. Todo, sería peligroso.

– ¡Nos lo repartimos!

Rochelle le quitó a Angel el frasco de las manos y se lo llevó a los labios. En el momento de ir a beber, se detuvo.

– ¿Se queda usted conmigo?

– Sí… -dijo Angel.

Estaba blanco como el yeso.

Rochelle bebió hasta la mitad y le devolvió el frasco.

– Sabe mal -dijo-. Ahora, usted.

Angel apretó el frasco en su mano, sin dejar de mirar a Rochelle.

– ¿Qué le pasa? ¿No se encuentra bien?

– Pienso en Ana -dijo Angel.

– ¡Oh, qué pesado…! ¿Todavía?

Permanecieron unos instantes en silencio.

– Beba y acérquese a mí. Se está bien.

– Voy -dijo Angel.

– ¿Tarda mucho esto en producir sueño? -preguntó Rochelle.

– No mucho -respondió Angel en voz muy baja.

– Venga -dijo Rochelle-. Sosténgame.

Angel se sentó a la cabecera de la cama y deslizó un brazo bajo la espalda de la muchacha, que se alzó con esfuerzo.

– No puedo mover las piernas. Pero no me duelen. Es agradable.

– ¿Amaba usted a Ana? -preguntó Angel.

– Le amaba mucho. También le amo a usted mucho -se removió débilmente-. Me pesa el cuerpo.

– No.

– Amaba a Ana…, pero no demasiado -susurró-. Soy muy bruta.

– Usted no es bruta -susurró Angel, tan suavemente como ella.

– Bastante bruta… ¿Va a beber pronto?

– Voy a beber…

– Sosténgame… -acabó en un soplo.

La cabeza de Rochelle se dejó ir contra el pecho de Angel. Desde arriba, Angel veía sus finos y oscuros cabellos y el color más claro de la piel entre las espesas mechas. Dejó la ampolleta, que había mantenido con la mano izquierda, y cogió el mentón de la muchacha. Le levantó la cabeza y retiró la mano. Suavemente, la cabeza volvió a caer.

Se desprendió de ella con esfuerzo y la dejó tendida sobre la cama. Los ojos de Rochelle estaban cerrados.

Ante la ventana, Angel se quedó mirando una rama de hepotriopo, cargada de flores anaranjadas, que se agitaba sin ruido, produciendo sombras en la soleada habitación.

Angel recuperó el frasco marrón y permaneció de pie junto a la cama. Observaba el cuerpo de Rochelle, con el rostro lleno de horror y sintiendo aún, en la mano derecha, el esfuerzo que había tenido que hacer para sentarla en la cama. El mismo esfuerzo que había hecho para empujar a Ana al vacío.

No oyó entrar al abad Petitjean, pero obedeció a la presión de la mano sobre su hombro y le siguió al pasillo.

X

Bajaron por lo que quedaba de escalera. Angel sujetaba todavía el frasquito marrón y Petitjean iba delante de él, sin decir nada. El aroma de las flores rojas llenaba la brecha entre las dos mitades del hotel. El último escalón venía a dar ahora sobre uno de los carriles. Uno después del otro, Angel y Petitjean pegaron unos traspiés al pisar los cortantes guijarros. Angel se empeñó en avanzar de traviesa en traviesa, cuyas superficies lisas resultaban más cómodas. Luego, imitó a Petitjean, que había saltado desde la vía a la arena de las dunas. Todo lo veía con la totalidad de la cabeza y no únicamente con los ojos; iba a despertar de un momento a otro y sentía concentrarse el embotamiento en su interior antes de vaciarse de golpe; pero alguien tenía que horadar aquella muralla y Petitjean había empezado. Más tarde, se bebería la mitad que quedaba en el frasco.

– ¿Qué piensa hacer? -preguntó Petitjean.

– Ya me dirá usted… -contestó Angel.

– Tiene que descubrirlo por sí mismo. Con mucho gusto ratificaré su descubrimiento, pero únicamente usted puede encontrarlo.

– Me es imposible encontrar nada durmiendo. Y ahora estoy dormido. Como Rochelle.

– No puede morir nadie sin que experimente usted la necesidad de establecer conclusiones críticas -dijo Petitjean.

– Es normal, pues de alguna manera he intervenido.

– ¿Cree usted que ha intervenido de alguna manera?

– Sin ninguna duda.

– Puede usted matar a cualquiera y no puede usted despertarse.

– No tiene nada que ver. Yo los he matado, mientras dormía.

– Por supuesto que no. Lo dice al revés. Ellos han muerto para que usted despierte.

– Lo sé. Y lo comprendo. Es preciso que beba lo que queda. Pero, ahora, estoy tranquilo.

Petitjean se detuvo, se volvió hacia Angel y le miró fijamente entre los ojos.

– ¿Qué ha dicho usted?

– Que voy a beber lo que queda -repitió Angel-. Yo amaba a Rochelle y a Ana. Y ambos han muerto.

Petitjean examinó su mano derecha, la abrió y la cerró dos o tres veces, se arremangó y dijo:

– ¡Cuidado…!

Y Angel vio cómo una masa negra le golpeaba en plena nariz. Se tambaleó y, cayendo, se quedó sentado en la arena. Toda su cabeza resonaba nítidamente como una campana de plata. Le manaba sangre de la nariz.

– ¡Coño…! -dijo, con voz de constipado.

– ¿Se encuentra ahora mejor? -preguntó Petitjean-. Con su permiso -sacó su rosario-. ¿Cuántas estrellas ha visto?

– Trescientas diez -respondió Angel.

– Pongamos… cuatro -dijo Petitjean y desgranó cuatro veces seguidas el rosario, con el virtuosismo del que hacía gala en ocasiones semejantes.

– ¿Dónde está mi frasco? -preguntó repentinamente Angel.

El frasquito marrón se había volcado sobre la arena y bajo el gollete se extendía una mancha húmeda. La arena comenzaba a ennegrecerse en aquel sitio, desde el que se elevaba un humo cauteloso.

Angel mantenía la cabeza adelantada por encima de sus rodillas separadas y su sangre acribillaba el suelo de oscuros agujeritos.

– ¡Hagamos las paces! -dijo Petitjean-. ¿O prefiere usted que vuelva a empezar?

– Me da igual. Hay otras formas de morir.

– Sí. Y de machacarle las napias también, se lo advierto.

– Bueno, ya se cansará usted.

– Seguro que sí. Sería inútil.

– Rochelle… -susurró Angel.

– Se le pone a usted una expresión maligna, cuando dice nombres de mujer con la nariz meándole sangre. Ya no existe Rochelle. Se hartó. ¿Por qué cree que le di yo el frasco?

– Lo ignoro -dijo Angel-. Pero, entonces, una vez más, yo ¿no he intervenido en nada?

– Eso le fastidia, ¿eh?

Angel trató de reflexionar. Muchas cosas pasaban por su cabeza, no muy de prisa, pero vibrando tan opresoramente que le resultaba imposible reconocerlas.

– ¿Por qué no bebió usted inmediatamente después?

– Volveré a intentarlo -dijo Angel.

– Adelante. Aquí tiene usted otro.

El abad Petitjean, después de buscar en sus bolsillos, parió un frasco marrón, exactamente igual al primero. Angel extendió la mano y lo cogió. Después, lo destapó y vertió unas gotas sobre la arena, que produjeron una mancha minúscula, al tiempo que un humo amarillo se desenrolló en una perezosa voluta por el aire inmóvil.

Angel tiró el tapón y mantuvo en un puño bien apretado el frasco. Se limpió la nariz con la manga y miró, asqueado, el reguero que le había quedado en el antebrazo. Había dejado de manarle sangre.

– Suénese la nariz -dijo Petitjean.

– No tengo pañuelo.

– Indudablemente tiene usted razón. Sirve usted para poco y no ve usted ni una.

– Veo la arena -dijo Angel-. Este ferrocarril…, el balasto…, ese hotel partido en dos… Todo este trabajo que no sirve para nada…

– Y usted que lo diga -dijo Petitjean-. Algo significa, por lo menos, no callarlo.

– Yo veo. Yo no sé nada. Ana y Rochelle… Seguro que me va a dar usted otro puñetazo en la nariz.

– No -dijo Petitjean-. ¿Qué más ve usted?

El rostro de Angel parecía aclararse paulatinamente.

– El mar. Cuando veníamos. Los dos chiquillos en el puente. Los pájaros.

– Y ¿no tiene bastante con este sol?

– No está mal… -dijo Angel lentamente-. Están también el ermitaño y la negra.

– Y la chica de Atanágoras.

– Déjeme pensar -dijo Angel-. Hay un montón de cosas que ver -contempló el frasco-. Pero también veo a Ana y a Rochelle -susurró.

– Cada uno ve lo que quiere. Y, además, ver está bien, pero no es suficiente.

– Quizá se puedan hacer cosas… Ayudar a la gente… -lanzó una risa burlona-. Pero le detienen a uno de inmediato. Ya sabe, también se puede matar a Ana y a Rochelle…

– No cabe duda -dijo Petitjean.

– Y construir ferrocarriles que no sirvan para nada.

– Muy cierto -dijo Petitjean.

– ¿Entonces…?

– Entonces, ¿eso es todo lo que ve usted? -Petitjean se sentó en la arena al lado de Angel-. Pues entonces, beba. Si no tiene más imaginación…

Ambos permanecieron en silencio. Angel seguía reflexionando y tenía una expresión alterada.

– No sé. Encuentro cosas que ver, cosas que me hacen sentir, pero todavía no se me ocurre nada que hacer. No puedo ignorar lo que ya he hecho.

– Agota usted a cualquiera -dijo Petitjean-. No ergotice. Beba.

Angel dejó caer el frasco. Petitjean no movió un dedo para recogerlo y el frasco se vació rápidamente. Angel estaba contraído y tenso. Más tarde, sus músculos se relajaron y sus manos cayeron inertes. Alzó la cabeza y aspiró aire.

– No sé… Para empezar, me basta con ver. Hay que ver mucho, cuando ya no se desea nada.

– Pero usted, ¿está seguro de que ve? -preguntó Petitjean.

– Veo montones de cosas. Hay tantas cosas que ver…

– Cuando se han visto muchas, uno sabe lo que tiene que hacer.

– Uno sabe lo que tiene que hacer…

– Así de sencillo.

Angel no dijo nada. Algo le daba vuelta en la cabeza.

– El profesor Mascamangas entró en la zona negra.

– Como usted, si hubiese bebido eso -dijo Petitjean-. Dese cuenta que también se puede conseguir de esa manera.

– Pero ¿es mejor? -preguntó Angel.

– Yo considero que es un fallo -dijo Petitjean-. Pero, en fin, sirve de ejemplo. También son necesarios ejemplos de cosas que fallan -se recogió durante unos instantes y propuso-: ¿Una oración cortita? Tres, dos, uno, al primero que ría…

– …le doy en el culo…

– …pan, pan, pan. Así sea -terminó el abad.

– A Amadís es a quien hay que cantarle esto -dijo Angel.

– Hijo mío -dijo Petitjean-, es usted guasón y malintencionado.

Se pusieron en pie. Ante ellos, el tren, casi terminado, se alargaba sobre la vía; los conductores de los camiones propinaban enérgicos martillazos a las chapas laminadas de la caldera de la locomotora y el negro acero resonaba bajo el sol.

XI

"Pero me parece extraño que un muchacho formal como Boris haya tenido en 1889 la extravagante idea de copiar semejantes pamemas."

(Ch. Chassé, Las fuentes de Ubú Rey. Floury editor, página 44.)

El director Amadís Dudu había convocado a todo el personal y se apretaban unos contra otros en el provisional andén, levantado a toda prisa por Marin y Carlo. El tren estaba formado por dos vagones. Allí se encontraban Carlo y Marin con sus familias respectivas, el cerdo asqueroso de Arland, los tres conductores de los camiones, uno de los cuales se dedicaba ya a palear carbón en la caldera, el propio Amadís y Dupont, el criado negro de Atanágoras, que había sido particularmente invitado y que parecía inquieto, ya que Amadís había reservado un compartimento especial en el que se encontrarían a solas. Sonó un largo silbido y todo el mundo se lanzó al asalto de los estribos de los vagones.

Angel y el abad Petitjean observaban desde la cima de una duna. Atanágoras y sus ayudantes no se habían molestado en venir y el ermitaño tenía que fornicar con la negra.

El director Amadís Dudu apareció en la portezuela del departamento reservado y alzó y bajó la mano tres veces para dar la señal de partida. Los frenos gritaron, el vapor reventó de risa y el convoy se agitó paulatinamente con un ruidoso regocijo. Los pañuelos ondeaban en las ventanillas.

– Usted debería estar ahí -dijo Petitjean.

– No formo parte de la Sociedad -dijo Angel-. Y ese tren me asquea.

– Reconozco que no sirve para nada.

Vieron cómo la locomotora se adentraba entre las dos mitades del hotel en ruinas. El sol hacía brillar el barniz del techo de los vagones, mientras los hepotriopos picoteaban de rojo la fachada desmantelada.

– ¿Por qué resuena de esa manera bajo los raíles? -dijo Petitjean-. Parece como si estuviese hueco.

– Es el ruido que hace normalmente sobre el balasto -dijo Angel.

El tren desapareció, pero siguieron viendo elevarse el humo por el aire como pelotas de algodón blanco.

– Va a volver -explicó Angel.

– Ya me lo había imaginado -dijo el abad.

Esperaron en silencio, acechando la respiración apresurada de la máquina, que se había desvanecido a lo lejos. Y, de nuevo, oyeron aquel ruido.

En el momento en que, marcha atrás, la máquina penetraba otra vez en el hotel, se produjo un sordo rumor. El convoy pareció tambalearse sobre los raíles, que, de golpe, se hundieron en la tierra. La locomotora desapareció. Una hendidura inmensa se fue abriendo a todo lo largo de la vía, ensanchándose progresivamente, y dio la impresión de que los vagones eran aspirados por la arena. El terreno se desplomaba en el estruendo de los bloques triturados y la vía se sumergía lentamente, como un camino cubierto por la marea. La arena acumulada en ambas márgenes se abatía en cortinas sesgadas, en olas que, nacidas en la parte más baja del declive, parecían ganar su cresta alzando de golpe su lomo, a medida que los granos amarillos caían desperdigándose a lo largo del talud.

El abad Petitjean, conmocionado por el espanto, había cogido un brazo de Angel y ambos presenciaron cómo la arena colmaba inexorablemente aquella inmensa falla abierta ante sus ojos. Se produjo una última sacudida de los cimientos del hotel y una gigantesca bocanada de vapor y de humo explotó silenciosamente, mientras una lluvia de arena cubría el edificio. La humareda se deshilachó a la luz del sol en un instante y las verdes y puntiagudas hierbas se inclinaron ligeramente al paso de la corriente de aire que se provocó.

– Ya se me había ocurrido -dijo Angel-. El otro día se me ocurrió… y lo olvidé…

– Habían tendido la vía exactamente encima de una oquedad -dijo Petitjean.

– Encima de las excavaciones de Atanágoras… Allí estaba…, a dos medidas del arco del meridiano… y más tarde Rochelle murió y yo… lo olvidé.

– No podemos hacer nada. Esperemos que el arqueólogo se haya salvado.

– Ha sido por mi culpa -dijo Angel.

– Deje de creerse responsable del universo -dijo Petitjean-. Usted es parcialmente responsable de usted mismo y ya tiene bastante. Los demás han tenido tanta culpa como usted. También ha sido por culpa de Amadís y por culpa del arqueólogo. Y por culpa de Ana. Venga conmigo. Vamos a ver si ésos siguen vivos.

Angel siguió a Petitjean. Sus ojos estaban secos. Parecía recobrar fuerzas.

– Vamos -dijo-. Vayamos hasta el fin.

XII

Angel esperaba el autobús 975. Estaba sentado en la tierra, apoyado en el poste de la parada, y Petitjean, sentado de la misma manera, le daba la espalda. Se hablaban sin mirarse. Junto a Angel reposaba su maleta y un grueso paquete de cartas y de informes, que habían sido encontrados sobre la mesa de Amadís Dudu.

– Siento que el arqueólogo no haya podido venir a despedirme -dijo Angel.

– Tiene mucho trabajo -dijo Petitjean-. Se le ha changado el material. Y ha sido una suerte que no les haya pasado nada ni a él, ni a los de su equipo.

– Ya lo creo -dijo Angel-. ¡Con tal de que llegue el autobús…!

– En estos últimos tiempos ya no pasaba.

– Volverá a pasar. Sin duda le han correspondido al conductor sus vacaciones anuales.

– Es la temporada…

Angel se aclaró la garganta. Estaba emocionado.

– Ya no le volveré a ver -dijo Angel-. Quiero darle las gracias.

– De nada -dijo el abad-. Pero usted volverá.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? Aunque seguramente ya sabrá usted de qué se trata. ¿Por qué lleva sotana?

– Efectivamente, es lo que yo me esperaba -dijo el abad, riendo suavemente-. Se lo diré. Se trata del método moderno.

– ¿Qué método?

– Hay que crear células de neófitos -contestó el abad.

– Comprendo.

Oyeron el ruido del motor.

– Ya llega… -dijo Petitjean, levantándose al mismo tiempo que Angel-. Hasta la vista. Hasta pronto.

– ¡Hasta la vista…! -dijo Angel.

El abad Petitjean le estrechó la mano y se alejó sin volver la cabeza. Daba grandes saltos para que su vestimenta, al caer, adoptase la forma de una campana. Aparecía totalmente negro sobre la arena."

Angel se toqueteó con dedos temblorosos el cuello de su camisa amarilla y levantó la mano. El 975 se detuvo en seco frente a él.

El cobrador daba vueltas al aparato de los billetes, del que brotaba una bonita música.

Dentro sólo había un viajero y llevaba una pequeña cartera con las iniciales A. P., Antena Pernot. Iba vestido como para ir a la oficina. Lleno de desenvoltura, recorrió el pasillo y dio un saltito para bajar del autobús. Se encontró cara a cara con el conductor, que acababa de abandonar su asiento y se había acercado a ver lo que sucedía. Llevaba cubierto un ojo con un parche negro.

– ¡Caramba! -exclamó el conductor-. ¡Uno que baja y uno que sube…! Y mis neumáticos, ¿qué? No estoy obligado a coger sobrecarga.

El hombre de la cartera le miró, molesto, y, aprovechándose de que el conductor se colocaba con ayuda de un limpiapipas el ojo en su sitio, huyó a todo correr.

El conductor se barrenó una sien con el índice.

– Empiezo a acostumbrarme -dijo-. Este ya es el segundo -y volvió a su asiento frente al volante.

El cobrador ayudó a Angel a subir.

– ¡Vamos, vamos! -ordenó el cobrador-. ¡No empujen…! Por favor, ¡los números de espera…! -Angel colocó su maleta en la plataforma-. ¡Los equipajes, dentro! ¡No entorpezcan el servicio, por favor…! -se colgó del cordón del timbre y le dio varios tirones, gritando-: ¡Completo!

El motor roncó y el autobús se puso en marcha. Angel colocó Su maleta bajo un asiento y regresó a la plataforma.

El sol brillaba por encima de la arena y de las hierbas. Espesuras de maleza espinífera tachonaban el terreno. Se percibía, en el horizonte, una banda negra e inmóvil.

El cobrador se acercó y Angel le dijo:

– ¡A la terminal…!

– ¡Bola va…! -respondió el cobrador, levantando un dedo hacia el cielo.