38036.fb2 El oto?o en Pek?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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A

"Las personas que no han estudiado la cuestión se exponen a dejarse inducir en error…"

(Lord Raglan. El tabú del incesto. Payot. 1935. página 145.)

1

Amadís Dudu seguía sin convicción la estrecha callejuela, que constituía el más largo de los atajos para llegar a la parada del autobús 975. Al tener que entregar cada día tres tickets y medio, ya que se apeaba en marcha antes de su parada, se palpó uno de los bolsillos del chaleco para comprobar si le quedaban. Sí. Vio un pájaro, posado en un montón de basuras, el cual, picoteando tres latas de conserva vacías, conseguía interpretar el comienzo de Los Bateleros del Volga. Dudu se detuvo, pero el pájaro marró una nota y salió volando, furioso, gruñendo, entre picos, palabrotas en ornitofonía. Amadís Dudu reanudó su camino, cantando la continuación, pero marró también una nota y se puso a renegar.

Había sol, no mucho, pero justo delante de él, y el final de la callejuela brillaba suavemente, porque el pavimento estaba pringoso, aunque no podía verlo, ya que la calleja doblaba dos veces, primero a la derecha y, después, a la izquierda. Algunas mujeres de opulentos deseos pastosos aparecían en el umbral de las puertas, con la bata abierta sobre una total carencia de virtud, y vaciaban la basura a espuertas allí mismo. Luego, golpearon al unísono el fondo de los cubos, produciendo redobles de tambor, y, como de costumbre, Amadís se puso a marcar el paso. Por eso precisamente prefería aquella callejuela. Aquello le recordaba la época de su servicio militar con los americanoides, cuando se zampaba latas de manteca de picahuete como las del pájaro, pero mayores. Al caer, las basuras levantaban nubes de polvo, que Amadís apreciaba porque tornaban visible el sol. De acuerdo con la sombra de la linterna roja del número seis, donde vivían unos agentes de policía camuflados (se trataba en realidad de una comisaría y, para disimular, el burdel vecino exhibía una linterna azul), Amadís se aproximaba, aproximadamente, a las ocho veintinueve. Le quedaba un minuto para llegar a la parada, lo cual representaba exactamente sesenta pasos de un segundo, pero Amadís daba cinco pasos cada cuatro segundos y el cálculo, demasiado complicado, se esfumaba en su cabeza; en consecuencia y como era normal, el cálculo fue expulsado con la orina, haciendo toc contra la loza. Pero mucho tiempo después.

En la parada del 975 había ya cinco personas, las cuales subieron al primer 975 que llegó, pero el revisor no se lo permitió a Dudu. Aunque éste le mostró un trozo de papel, que, mediante una simple observación, probaba que él era el sexto, el autobús sólo tenía libres cinco plazas y así se lo hizo ver pediéndose cuatro veces antes de arrancar. Se largó suavemente, arrastrando su parte trasera, que sacaba haces de chispas a las redondas jorobas de los adoquines; en dicha parte, algunos conductores encajaban piedras de mechero para que hiciese más bonito (se trataba siempre del conductor del autobús que venía detrás).

Un segundo 975 se detuvo delante de las narices de Amadís. Estaba muy lleno y jadeaba crudamente. Descendieron una mujer gorda y una criatura ahíta de dulces, con la que cargaba un señor bajito, casi muerto. Amadís Dudu se agarró a la barra vertical de la plataforma y enseñó su ticket, pero el cobrador le golpeó en los dedos con su picadora de bonos.

– ¡Suéltese!

– Pero ¡si se han bajado tres personas! -protestó Amadís.

– Iban de más -dijo el empleado en tono confidencial y guiñó el ojo con una mímica repugnante.

– ¡No es verdad!

– Sí lo es -dijo el empleado y saltó muy alto hasta alcanzar el cordón, al cual se asió, para, elevándose a pulso, mostrarle su trasero a Amadís.

El conductor arrancó, ya había sentido la tracción del bramante rosa atado a su oreja.

Amadís consultó su reloj y exclamó «¡Uf!» con el objeto de que las agujas retrocediesen, pero únicamente el segundero comenzó a girar a la inversa, mientras las otras continuaron en el mismo sentido, lo cual no cambiaba nada. Se encontraba parado en medio de la calle y contemplaba cómo desaparecía el 975, cuando llegó un tercero y su parachoques le alcanzó justo en las nalgas. Cayó, el conductor avanzó hasta colocarse exactamente sobre él y abrió la espita del agua caliente, que regó el cuello de Amadís. Mientras tanto, las dos personas que tenían los números siguientes al suyo subieron y, cuando se levantó, el 975 se alejaba ya. El cuello se le había enrojecido y Amadís experimentaba una gran cólera; con toda seguridad, llegaría con retraso. Llegaron, entretanto, otras cuatro personas, que se suministraron sus números de espera dándole a la oportuna palanca. La quinta, un joven gordo, recibió, como extra, el chorrito de perfume que la Compañía ofrecía de regalo cada cien personas; salió corriendo y aullando, ya que se trataba de alcohol casi puro, lo cual en un ojo siempre duele mucho. Un 975, que pasaba en la otra dirección, lo destripó obsequiosamente, a fin de poner término a sus sufrimientos, lo que permitió descubrir que acababa de comer fresas.

Se detuvo un cuarto autobús con algunas plazas libres y una mujer, que había llegado mucho después que Amadís, enseñó su número. El cobrador llamó a gritos:

– ¡El un millón quinientos seis mil novecientos tres!

– ¡Yo tengo el novecientos!

– Perfecto -dijo el cobrador-. Y ¿el uno y el dos?

– Yo tengo el cuatro -dijo un señor.

– Nosotros tenemos el cinco y el seis -dijeron los otros dos.

Amadís había subido ya, pero el cobrador le agarró por el cuello.

– Lo ha cogido del suelo, ¿eh? ¡Bájese!

– ¡Nosotros lo hemos visto! -chillaron tos otros-. Estaba debajo del autobús.

El cobrador hinchó el pecho y arrojó a Amadís fuera de la plataforma, atravesándole con una mirada de desprecio el hombro izquierdo. Amadís se puso a dar saltos de dolor. Las cuatro personas subieron y el autobús se fue, encogiéndose, ya que se sentía un poco avergonzado.

El quinto pasó completo y todos los viajeros sacaron la lengua a Amadís y a los demás que allí esperaban. Incluso, el cobrador le escupió, pero sin saber aprovechar la velocidad, por lo que el gargajo no llegó a caer a tierra. Amadís, de un papirotazo, intentó espachurrarlo al vuelo, pero se le escapó. Sudaba, porque todo aquello le había enfurecido auténtica y terriblemente y, después de haber fracasado con el sexto y con el séptimo, decidió ponerse a andar. Intentaría coger uno en la parada siguiente, donde habitualmente descendían más pasajeros.

Partió andando expresamente atravesado, para que se viese bien que estaba furioso. Tenía que recorrer cerca de cuatrocientos metros y, mientras tanto, lo adelantaron algunos 975, casi vacíos. Cuando, por fin, alcanzó la tienda de color verde, diez metros antes de la parada, desembocaron, justo delante de él, siete curas jóvenes y doce escolares, que portaban oriflamas idolátricas y cintas de diversos colores. Formaron ante el poste de la parada y los curas colocaron dos lanzahostias en batería, a fin de quitar a los peatones cualquier deseo de tomar el 975. Amadís Dudu trató de recordar la consigna, pero habían transcurrido un montón de años desde la catequesis y no pudo encontrar las palabras. Intentó aproximarse andando de espaldas y en la espalda recibió una hostia enroscada, que había sido lanzada con tal fuerza que le cortó la respiración y le hizo toser. Los curas, riendo, trajinaban en torno a los lanzahostias, que escupían proyectiles sin pausa. Llegaron dos 975 y los chavales ocuparon casi todas las plazas libres. En el segundo autobús, en el que aún sobraban algunas, uno de los curas permaneció en la plataforma y le impidió subir; al darse la vuelta para coger un número de espera, seis personas esperaban ya. Se sintió desalentado. No obstante, corrió a toda velocidad hasta la siguiente parada. A lo lejos, distinguía la parte trasera del 975 y los haces de chispas, pero tuvo que arrojarse cuerpo a tierra, porque un cura le apuntaba con un lanzahostias. Oyó pasar la hostia, rasgando el aire, sobre su cabeza.

Amadís se puso en pie completamente lleno de manchas. Titubeó, casi dispuesto a no presentarse en su oficina en semejante estado de suciedad, pero ¿qué diría el reloj controlador? Sintió molestias en el sartorio del muslo derecho y trató de clavarse un alfiler en la mejilla para quitarse el dolor; el estudio de la acupuntura, en las obras del doctor Borceguí de Moribundo, constituía uno de sus pasatiempos; desgraciadamente, no apuntó bien y se curó de una nefritis de pantorrilla que todavía no había atrapado. Todo lo cual le retrasó y, cuando llegó a la parada siguiente, encontró a muchas más personas aún que en la anterior, formando un muro hostil alrededor de la caja de los números de espera.

Amadís Dudu permaneció a una distancia respetuosa y aprovechó esos instantes de tranquilidad para intentar razonar sosegadamente:

– Por una parte, si seguía avanzando hasta la próxima parada, ya no valdría la pena coger el autobús, puesto que iría con tal retraso que…

– Por otra parte, si retrocedía, volvería a encontrar curas.

– Por último, quería coger el autobús.

Amadís rió sardónicamente, porque, a fin de no violentar nada, había eludido adrede cualquier razonamiento lógico. Volvió a emprender camino hacia la parada siguiente. Ahora andaba todavía más atravesado que antes y resultaba evidente que su cólera había continuado desarrollándose.

El 975 le zumbó en la oreja en el momento en que alcanzaba casi el poste de la parada, donde no había nadie esperando, y aunque Amadís levantó el brazo resultó demasiado tarde; el conductor ni le distinguió y rebasó la placa metálica indicadora, pisando alegremente el acelerador.

– ¡A la mierda! -dijo Amadís Dudu.

– Verdaderamente -corroboró un señor, que apareció en ese instante tras él.

– ¡No me dirá usted que no lo hacen intencionadamente! -prosiguió Amadís, indignado.

– ¿Cómo, cómo? -dijo el hombre-. ¿Es que insinúa que lo hacen a propósito?

– ¡Estoy convencido! -dijo Amadís.

– ¿En el fondo de su corazón? -preguntó el señor.

– Con toda mi alma y conciencia.

– ¿Se atrevería a jurarlo?

– Por supuesto, ¡maldita sea! -dijo Amadís-. ¡No te jode el borrico este! ¡Sí, claro que lo juraría! Y, encima, ¡a la mierda!

– ¿Jura usted, por tanto? -dijo el señor.

– ¡Lo juro! -exclamó Amadís, escupiendo en la mano que el señor acercaba a sus labios.

– ¡Gorrino! Usted ha insultado al conductor del 975 y yo le pongo una multa.

– Ah, ¿conque sí? -dijo Amadís.

El chivato no parecía un alfeñique.

– Está usted hablando con una autoridad -y giró la visera de su gorra, que hasta entonces la había llevado puesta al revés.

Era un inspector del 975. Amadís lanzó rápidas miradas a izquierda y derecha y, al oír el característico ruido, saltó a un nuevo 975, que pasaba por su lado. De tal manera cayó que atravesó la plataforma trasera y se hundió varios decímetros en la calzada. Tuvo justo el tiempo de agachar la cabeza y la parte trasera se la sobrevoló durante una fracción de segundo. El inspector lo extirpó del agujero y le hizo pagar la multa. Durante ese tiempo, perdió otros dos autobuses, visto lo cual, se lanzó hacia la parada siguiente; y todo esto, que parece anormal, sin embargo es anormal.

Llegó sin tropiezos, pero se percató de que su oficina no estaba a más de trescientos metros; coger un autobús para eso…

Entonces, atravesó la calle y, por la acera opuesta, emprendió camino en dirección contraria, para cogerlo en un lugar desde donde mereciese la pena.

2

Llegó bastante pronto al sitio desde el que todas las mañanas partía y decidió continuar, porque no conocía bien aquel trozo del trayecto. Pensó que en aquella parte de la ciudad debía de haber materia para observaciones pertinentes. Sin perder de vista su objetivo inmediato, que era coger el autobús, quería sacar provecho de los enojosos contratiempos de los que era presa desde el principio de la jornada. El recorrido del 975 se estiraba por una calle muy larga y cosas más que interesantes se ofrecían cada tanto a las miradas de Amadís. Pero su ira no se apaciguaba. Contaba árboles, equivocándose regularmente, para intentar bajar su tensión arterial, que notaba acercarse al punto crítico, y, con la finalidad de acordar rítmicamente sus pasos, tamborileaba sobre su muslo izquierdo algunas marchas militares de moda. Y, de pronto, descubrió una gran plaza formada por edificios construidos en la Edad Media, pero que habían envejecido desde entonces; se encontraba en la terminal del 975. Se sintió rejuvenecido y, con una agilidad de péndulo, se lanzó sobre el escalón del embarcadero; un empleado cortó la cuerda que retenía la máquina y Amadís percibió que se ponía en marcha.

Al darse la vuelta, vio cómo el empleado recibía en plena cara el extremo de la cuerda y cómo salió volando, hecho un pingajo, un pedazo de su nariz, en medio de un surtidor de pétalos de ácaros.

El motor ronroneaba con regularidad, ya que acababan de darle una buena ración de raspas de siluro. Amadís, sentado en la parte trasera derecha, gozaba de todo el coche para él solo. En la plataforma, el cobrador giraba maquinalmente su chisme para estropear los billetes, que acababa de conectar a la caja de música del interior, y la melopea arrullaba a Amadís. Sentía retemblar la carrocería, cada vez que la parte trasera rozaba los adoquines, y el chisporroteo acompañaba a la musiquilla monótona. Las tiendas se sucedían en un tornasol de colores brillantes y Amadís disfrutaba vislumbrando su propio reflejo en las grandes lunas de los escaparates, pero se ruborizó, cuando descubrió que su reflejo se aprovechaba de aquella ventajosa posición para sustraer los objetos expuestos, y se volvió hacia el otro lado.

No le extrañó que el conductor no hubiese parado todavía ni una sola vez, puesto que a aquellas horas de la mañana nadie iba ya a la oficina. El cobrador se durmió y resbaló sobre la plataforma, buscando, en sueños, una postura más cómoda. Amadís se sentía poseído por una somnolencia intrépida, que se infiltraba en él como un veneno devastador. Recobró sus piernas, extendidas delante de su cuerpo, y las colocó sobre el asiento de enfrente. Los árboles, igual que las tiendas, brillaban al sol; sus frescas hojas frotaban el techo del autobús y producían el mismo rumor que las plantas marinas sobre el casco de un barquito. El balanceo del autobús, que seguía sin detenerse, acunaba a Amadís; descubrió que habían sobrepasado su oficina, justo en el instante en que perdió conciencia, pero esta postrera comprobación apenas le inquietó.

Cuando Amadís despertó, seguían rodando sin parar. Fuera había oscurecido. Observó la carretera. Gracias a los dos canales de aguas grisáceas que la bordeaban, reconoció la Nacional de Embarque y, durante algún tiempo, estuvo contemplando aquel espectáculo. Se preguntó si los tickets que le quedaban serían suficientes para pagar el viaje. Volvió la cabeza y miró al cobrador. Trastornado por un sueño erótico en pantalla gigante, el hombre se agitaba en todas las direcciones y acabó por enroscarse en espiral a la ligera columna niquelada que sostenía el techo. Sin embargo, no interrumpió su sueño. Amadís pensó que la vida de cobrador debía de resultar muy fatigosa y se levantó para desentumecer las piernas. Supuso que el autobús no se había detenido ni una sola vez, ya que no vio a ningún otro viajero. Disponía de espacio holgado para deambular a su gusto. Fue desde la parte trasera a la delantera y retornó; el ruido que hizo, al bajar el escalón de la plataforma, despertó al cobrador, quien bruscamente se arrodilló y empezó a girar con furia la manivela del chisme, al tiempo que apuntaba y hacía pan-pan-pan con la boca.

Amadís le dio una palmada en el hombro y el cobrador le ametralló a quemarropa; Amadís se hizo el muerto; afortunadamente se trataba de un juego. Frotándose los ojos, el hombre se puso en pie.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Amadís.

El cobrador, que se llamaba Dionisio, hizo un gesto de ignorancia.

– Es imposible saberlo. Se trata del maquinista 21.239, que está loco.

– ¿En tal caso…?

– En tal caso, con él nunca se sabe cómo acabará la cosa. Habitualmente nadie sube a este coche. Por cierto, ¿cómo ha subido usted?

– Como todo el mundo -dijo Amadís.

– Ya sé -descubrió el cobrador-. Esta mañana estaba yo medio dormido.

– ¿No me vio usted?

– Con este conductor todo es un engorro -prosiguió el cobrador-, porque, como no comprende nada, no se le puede decir nada. Y, encima, no hay más remedio que reconocerlo, es idiota.

– Lo compadezco -dijo Amadís-. Vaya catástrofe…

– No le quepa la menor duda -dijo el cobrador-. Ya ve usted, un hombre que podría estar pescando con su caña y ¿a qué se dedica?

– A conducir un autobús -atestiguó Amadís.

– ¡Exactamente! Tampoco usted es tonto.

– ¿Qué es lo que le ha vuelto loco?

– No lo sé. A mí siempre me tocan conductores locos. ¿Lo encuentra usted divertido?

– ¡Leñe!, no.

– Se trata de esta Compañía. Por lo demás, todos los de esta Compañía están locos.

– Usted lo lleva bien -dijo Amadís.

– ¡Hombre! -explicó el cobrador-, no hay comparación. Yo no estoy loco, como usted ve.

Se carcajeó con tanta fuerza que perdió el aliento. Amadís se inquietó un poco viéndole rodar por el suelo, ponerse violeta y, al momento, completamente blanco, estirarse rígido, pero se tranquilizó pronto, al ver que se trataba de una broma, porque el otro le guiñó un ojo, lo cual con un ojo revirado siempre queda bonito. Al cabo de algunos minutos, el cobrador se levantó de nuevo.

– Yo soy un cachondo -dijo.

– No me extraña -respondió Amadís.

– Hay por ahí mucho triste, pero yo no. Si no fuese por eso, ya me dirá cómo se puede aguantar a un tipo como ese maquinista…

– ¿Qué carretera es ésta?

El cobrador le miró con aire suspicaz.

– ¿No la ha reconocido usted perfectamente? Es la Nacional de Embarque. Cada tres veces, la coge una ese de ahí delante.

– ¿Adónde conduce?

– ¡Ah, muy bien! -dijo el cobrador-. Yo no paro de charlar, soy amable, hago el cabrito, y va usted e intenta quedarse conmigo.

– Yo no intento quedarme con usted de ninguna manera.

– En primer lugar, si usted no hubiese reconocido la carretera, me habría preguntado dónde estábamos de inmediato. Ipso facto -Amadís permaneció en silencio y el cobrador continuó-: Segundo: puesto que la ha reconocido, sabe usted adónde conduce. Y tercero: usted no lleva billete.

Con patente aplicación, se echó a reír. Amadís se encontró incómodo. Efectivamente, no tenía billete.

– Usted los vende.

– Perdón -dijo el cobrador-. Los vendo, sí, pero, ¡despacito!, sólo para el trayecto normal.

– Entonces, ¿qué puedo hacer?

– Pues, nada.

– Pero necesito llevar billete.

– Ya me lo pagará después -dijo el cobrador-. Es posible que ese de ahí delante nos tire al canal, ¿no? Por lo tanto, lo mismo da que se ahorre usted su dinero.

Amadís no insistió y se esforzó por cambiar de conversación.

– ¿Tiene usted idea de por qué la llaman a esta carretera la Nacional de Embarque?

Dudó antes de decir el nombre de la carretera y volver sobre lo mismo, temiendo que al cobrador le entrase un nuevo ataque de cólera, pero el cobrador contempló sus propios pies, con un aire muy triste, y sus dos brazos cayeron a lo largo del cuerpo. Allí los dejó.

– ¿No tiene usted idea? -insistió Amadís.

– Si contesto a su pregunta, se va a enfadar usted -murmuró el cobrador.

– De ninguna manera -dijo Amadís, alentándole.

– Pues bien, no tengo ni idea. Ni la más mínima. Porque no hay quien pueda decir que existe una posibilidad de embarcarse, tomando por esta carretera.

– ¿Por dónde pasa?

– Mire.

Amadís vio aproximarse un alto poste, que sostenía una señal de chapa esmaltada, en la que, gracias a unas letras blancas, podía leerse el nombre de Exopotamia, con una flecha y un determinado número de medidas.

– ¿Es allí donde vamos? -preguntó Amadís-. O sea, ¿que se puede llegar por tierra?

– Indudablemente -dijo el cobrador-. Basta con dar un rodeo y no echar a rodar el malhumor.

– ¿Por qué?

– Porque, a la vuelta, siempre hay algún gracioso que le pone a uno a parir. Como no es usted el que paga la gasolina…

– Según usted -dijo Amadís-, ¿a qué velocidad vamos?

– Oh -dijo el cobrador-, llegaremos mañana por la mañana.

3

Aproximadamente hacia las cinco de la madrugada, a Amadís Dudu se le ocurrió la idea de despertarse y por fortuna la idea arraigó, pues así pudo comprobar que se hallaba horriblemente mal instalado y que la espalda le dolía enormemente. Sentía consistente la boca, como cuando uno se ha lavado los dientes. Se enderezó, hizo algunos movimientos para volverse a colocar los miembros en su lugar natural y procedió a su higiene íntima, tratando de no caer en el campo de mira del cobrador. Este, acostado entre dos asientos, emitía desvaríos mientras dormía y, al tiempo, hacía sonar su caja de música. Era ya pleno día. Las esculpidas superficies de los neumáticos cantaban sobre el asfalto como trompos zumbadores en los aparatos de radio. El motor zumbaba regularmente, seguro de tener su ración de pescado cuando le hiciese falta. Amadís se dedicó a dar saltos de longitud por no permanecer ocioso y un último impulso le condujo a un aterrizaje directo sobre el vientre del cobrador; rebotó con tanta fuerza que su cabeza abolló el techo del autobús y blandamente vino a caer a caballo sobre el brazo de uno de los asientos, postura que le obligaba a mantener levantada muy en alto la pierna del lado del asiento, mientras que la otra podía estirarse en el pasillo. En ese momento, precisamente, vio fuera una nueva señal: «Exopotamia – Dos medidas.» Adamís se lanzó al timbre, que apretó una sola vez, pero prolongadamente; el autobús fue perdiendo velocidad y se detuvo al borde de la carretera, El cobrador, que se había ya enderezado, ocupaba despreocupadamente el lugar reservado al cobrador, parte trasera a la izquierda del cordón, pero su vientre dolorido le impedía mantener la dignidad. Amadís, lleno de desenvoltura, recorrió el pasillo y dio un saltito para bajar del autobús. Se encontró cara a cara con el conductor, que acababa de abandonar su asiento y se había acercado a ver lo que sucedía.

– ¡Por fin alguien se ha decidido a tocar el timbre! -increpó a Amadís-. ¡No se han dado mucha prisa!

– Sí -dijo Amadís-, hemos hecho una buena tirada.

– Uf, menos mal, coño -dijo el conductor-. Cada vez que cojo un 975 nadie se decide a tocar el timbre y habitualmente regreso sin haberme parado una sola vez. ¿A usted esto le parece un oficio?

A espaldas del conductor, el cobrador guiñó un ojo y se barrenó la sien con el índice, para indicar a Amadís que toda discusión sería inútil.

– Quizá los viajeros se olvidan -dijo Amadís, ya que el otro esperaba una respuesta.

El conductor rió irónicamente.

– Usted mismo puede comprobar que no, puesto que usted mismo ha tocado el timbre. Lo malo es…

Se inclinó hacía Amadís. El cobrador comprendió que estaba de más y, sin afectación, se alejó.

– …el cobrador ese -explicó el conductor.

– ¡Ah! -dijo Amadís.

– No le gustan los viajeros y se las arregla para que salgamos de vacío y, por lo tanto, nunca toca el timbre. Lo sé muy bien.

– Claro -dijo Amadís.

– Está loco, ¿comprende usted? -dijo el conductor.

– Tiene que ser eso… -murmuró Amadís-. Yo le encontraba raro.

– En la Compañía todos están locos.

– No me sorprende nada.

– Yo -dijo el conductor-, los tengo dominados. En el país de los ciegos el tuerto es el rey. ¿Tiene usted un cuchillo?

– Tengo un cortaplumas.

– Préstemelo.

Amadís accedió y el conductor, después de sacar la hoja entera del cortaplumas, se la clavó en un ojo, con energía. A continuación, empezó a dar vueltas. Sufría mucho y gritaba estentóreamente. Amadís tuvo miedo y huyó, los brazos pegados a los costados y levantando las rodillas cuanto podía; era el momento para no desaprovechar la ocasión de practicar cultura física. Dejó atrás algunas espesuras de maleza espinífera, se volvió y miró. El conductor cerraba el cortaplumas y se lo guardaba en un bolsillo. Desde donde se encontraba, Amadís pudo observar que ya no manaba la sangre. El conductor había realizado una intervención muy aseada y llevaba ya un parche negro sobre el ojo. En el autobús, el cobrador paseaba el pasillo de un extremo a otro y Amadís le vio, a través de las ventanillas, consultar el reloj. El conductor ocupó de nuevo su asiento. El cobrador esperó algunos instantes, consultó por segunda vez el reloj y dio varios tirones seguidos del cordón; su colega comprendió la señal de completo y el pesado vehículo volvió a partir, con un ruido progresivamente creciente; Amadís percibió las chispas y el ruido disminuyó, se fue atenuando, desapareció; Amadís dejó de ver el autobús y, simultáneamente, se encontró en Exopotamia sin haber gastado un solo ticket.

Amadís reanudó su marcha. Quería ir de prisa, porque deseaba ahorrarse el dinero y no fuese a ser que el cobrador cambiase de opinión.