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"Un capitán de la gendarmería se desliza dentro del aposento, pálido como un muerto (temía recibir una bala)."
(Maurice Laporte, Historia de la Okrana, Payot, 1935, página 105.)
Claude Léon oyó a babor el trompeteo del despertador y se despertó para escucharlo con mayor atención. Una vez hecho, volvió a dormirse maquinalmente y, sin intención alguna, reabrió los ojos cinco minutos después. Miró la esfera fosforescente, comprobó que era la hora y rechazó la manta; afectuosa, al instante la manta trepó a lo largo de sus piernas y lo envolvió. Estaba oscuro y todavía no se distinguía el triángulo luminoso de la ventana. Claude acarició la manta, que dejó de moverse y consintió en permitir que se levantase. Se sentó, pues, en el borde de la cama, extendió el brazo izquierdo para encender la lámpara de la cabecera, se percató, una vez más de que la lámpara se encontraba a su derecha, extendió el brazo derecho y se golpeó, como todas las mañanas, contra la madera de la cama.
– Acabaré serrándola -murmuró entre dientes.
Los cuales se separaron de improviso y la voz de Claude resonó bruscamente en el aposento.
«¡Vaya, hombre! -pensó-. Voy a despertar a toda la casa.»
Pero, aguzando el oído, percibió la cadencia uniforme, la suave y pausada respiración de los suelos y de las paredes, y se tranquilizó. Las líneas grises del día se comenzaban a entrever alrededor de las cortinas.
Fuera, había la opaca claridad de una mañana invernal. Claude Léon exhaló un suspiro y sus pies buscaron las pantuflas sobre la alfombrilla. Se puso en pie con esfuerzo. El sueño se resistía a escapar de sus poros dilatados, produciendo un blando ruidito, como un ratón que sueña. Desde la puerta y antes de darle al interruptor, se volvió hacia el armario. La víspera había apagado la luz bruscamente, en el instante exacto en que hacía una mueca ante el espejo, y ahora quería volverla a ver, antes de ir a la oficina. Encendió de golpe. Su rostro de la noche anterior estaba aún allí. Rió estentóreamente al contemplarlo; después, el rostro es esfumó a la luz de la bombilla y el espejo reflejó al Claude del nuevo día, a quien volvió la espalda para irse a afeitar. Siempre se apresuraba, para llegar a la oficina antes que su jefe.
Por suerte, vivía muy cerca de la Empresa. Por suerte, en invierno. En verano, quedaba demasiado cerca. Tenía que recorrer exactamente trescientos metros por la avenida Jacques Lemarchand, inspector de contribuciones desde 1857 a 1870, heroico defensor, completamente solo, de una barricada frente a los prusianos. En resumidas cuentas, los prusianos acabaron tomándola ya que llegaron por el otro lado; el pobre Jacques arrinconado contra su barricada, demasiado alta e inescalable, se disparó con su fusil de chispa dos balas en la boca y el culatazo, por añadidura, le arrancó el brazo derecho. A Claude Léon le interesaba enormemente la historia local y en un cajón de su mesa de la oficina tenía escondidas las obras completas del Doctor Cabanés, encuadernadas en tela negra, con aspecto de libros de contabilidad.
A causa del frío, pedazos de hielo rojo crujían en los bordillos de las aceras y las mujeres encogían las piernas bajo sus cortas faldas de fustán. Claude, al pasar, dijo buenos días al portero y se aproximó tímidamente al ascensor marca Rubicundo-Conciliabuldozer, ante cuya verja esperaban ya tres mecanógrafas y un contable a los que saludó con gesto reservado y colectivo.
– Buenos días, Léon -dijo su jefe, abriendo la puerta.
Claude se sobresaltó e hizo un gran borrón.
– Buenos días, señor Saknussem -balbució.
– ¡Torpe! -gruñó el jefe-. ¡Siempre con borrones!
– Perdóneme, señor Saknussem -dijo Claude-, pero…
– ¡Bórrelo!
Claude se inclinó sobre el borrón y se puso a lamerlo aplicadamente. La tinta estaba rancia y olía a foca.
Saknussem parecía encontrarse de muy buen humor.
– ¿Ha visto usted los periódicos? Los conformistas nos la están preparando buena, ¿no?
– ¿Eh…? Sí…, sí, señor -murmuró Claude.
– Esos cerdos… Ha llegado el momento de espabilarse… Como usted sabe, están todos armados.
– Oh… -dijo Claude.
– Claramente se vio durante el Liberacionamiento. Llevaban armas para llenar camiones. Y, naturalmente, las personas decentes, como usted o como yo, no tenemos armas.
– Muy cierto.
– Usted, ¿no tiene?
– No, señor Saknussem.
– ¿Podría usted agenciarme un revólver? -preguntó Saknussem a quemarropa.
– Es que… -dijo Claude-. Quizás el cuñado de la señora que me alquila la habitación… No sé…
– Perfecto -dijo su jefe-. Cuento con usted, ¿eh? Que tampoco resulte demasiado caro; y con cartuchos, eh. Esos cerdos conformistas… No queda más remedio que ser precavido, ¿eh?
– Indudablemente -dijo Claude.
– Gracias, Léon. Cuento con usted. ¿Cuánto podrá traérmelo?
– Tengo que preguntar.
– Por supuesto. Tómese el tiempo que necesite. Si quiere salir un poco antes…
– Oh, no. No merece la pena.
– Perfectamente. Y, por otra parte, cuidado con los borrones, eh. Preocúpese de su trabajo. Qué diablos, no se le paga para no hacer nada…
– Tendré cuidado, señor Saknussem -prometió Claude.
– Y llegue a su hora -concluyó el jefe-. Ayer llegó usted con seis minutos de retraso.
– Sin embargo, estaba aquí nueve minutos antes… -dijo Claude.
– Sí -dijo Saknussem-, pero habitualmente llega usted con un cuarto de hora de adelanto.
Salió del despacho, cerrando la puerta. Claude, muy inquieto, cogió de nuevo la pluma. Como le temblaban las manos, hizo un segundo borrón. Enorme. Parecía un rostro burlón y sabía a petróleo rastrero.
Acababa de comer. El trozo de queso, que había sobrado, bullía perezosamente en el plato malva con agujeros malvas. Claude se sirvió, para terminar, un vaso lleno de agua de litina, sabor caramelo, y la oyó bajar a lo largo de su esófago. Las burbujas, que ascendían contra corriente, producían un ruido metálico al estallar en su faringe. Se levantó para responder al timbrazo, que acababan de arrearle a la puerta. Era el cuñado de la señora que le alquilaba la habitación.
– Buenos días, señor -dijo este hombre, cuya sonrisa honesta y pelo rojo denunciaban sus orígenes cartagineses.
– Buenos días, señor -contestó Claude.
– Le traigo la cosa -dijo el hombre, que se llamaba Guan.
– Ah, sí -dijo Claude-. El…
– Esto -dijo Guan y lo sacó del bolsillo.
Se trataba de un bonito igualizador de diez disparos, de la marca Walter, modelo ppk, con un cargador, cuyo extremo inferior, guarnecido de ebonita, encajaba exactamente entre esas dos placas estriadas donde se pone la mano.
– Buena fabricación -dijo Claude.
– Cañón fijo -dijo el otro-. Gran precisión.
– Sí -dijo Claude-. Cómoda puntería.
– Muy empuñable -dijo Guan.
– Arma bien concebida -dijo Claude, apuntando a un tiesto, que se apartó de la línea de tiro.
– Excelente arma -dijo Guan-. Tres mil quinientos.
– Resulta un poco cara. No es para mí. Creo, por supuesto, que los vale, pero la persona que me lo ha encargado no quiere pasar de los tres mil.
– No se lo puedo dejar en menos. Es lo que a mí me cuesta.
– Lo comprendo muy bien. Pero es muy caro.
– No es caro -dijo Guan.
– Bueno, quiero decir que las armas son siempre caras.
– Ah, eso, desde luego. Pero una pistola como ésta no es fácil de encontrar.
– Muy cierto -dijo Claude.
– Último precio, tres mil quinientos -dijo Guan.
Saknussem no subiría de los tres mil. Ahorrándose unas medias suelas, Claude podía poner quinientos francos de su bolsillo.
– Dejará de nevar quizá -dijo Claude.
– Quizá -dijo Guan.
– Uno puede pasar sin echarle medias suelas a los zapatos.
– Incluso. Y eso que estamos en invierno. Por el mismo precio le doy otro cargador.
– Es usted muy amable -dijo Claude.
Comería un poco menos durante cinco o seis días, con lo cual recuperaría los quinientos francos. Podría ser que Saknussem, por casualidad, se enterase.
– Le quedo muy agradecido -dijo Guan.
– Soy yo quien le queda -dijo Claude, acompañándolo a la puerta.
– Ha comprado usted un arma excelente -concluyó Guan; y se marchó.
– No es para mí -le recordó Claude, pero el otro bajaba ya la escalera.
Claude cerró la puerta y volvió junto a la mesa. El igualizador, negro y frío, todavía no había dicho nada; reposaba pesadamente cerca del queso, que, horrorizado, se alejaba a toda velocidad, sin atreverse, no obstante, a abandonar su plato nutricio. El corazón de Claude latía un poco más de lo corriente. Cogió aquel triste objeto y lo manoseó. Allí, entre las cuatro paredes, se sentía fuerte hasta la punta de los dedos. Pero sería preciso salir y llevárselo a Saknussem.
Y estaba prohibido llevar un revólver encima por la calle. Lo volvió a dejar sobre la mesa y, en el silencio, aguzó el oído, preguntándose si los vecinos no habrían escuchado su conversación con Guan.
Lo sentía a lo largo del muslo, pesado y gélido como un animal muerto. Su peso le tiraba del bolsillo y del cinturón; en el lado derecho la camisa se inflaba sobre el pantalón. El impermeable lo mantenía oculto, pero cada vez que adelantaba esa pierna se marcaba un gran pliegue en la tela, que todo el mundo tendría que notar. Lo sensato parecía cambiar de itinerario. Giró, pues, deliberadamente a la izquierda, nada más salir del portal. Se dirigía hacia la estación y decidió aventurarse únicamente por calles apartadas. Hacía un día triste, tan frío como el anterior. Conocía mal aquel barrio y, tomando por la primera a la derecha, terminó por pensar que iba a volver demasiado rápidamente a su itinerario habitual, por lo que, a los diez pasos, se lanzó por la primera a la izquierda. Aquella calle formaba un ángulo de casi noventa grados con la anterior, extendiéndose oblicuamente, y estaba llena de tiendas muy distintas a aquellas frente a las que pasaba todas las mañanas, tiendas neutras, sin ninguna particularidad.
Caminaba de prisa y la cosa continuaba pesando sobre su muslo. Se cruzó con un hombre, que, según le pareció, dirigió la mirada hacia su bolsillo; Claude se estremeció; a los dos metros se volvió y el hombre le observaba también. Con la cabeza gacha, reanudó la marcha y tiró por la primera esquina a la izquierda. Chocó contra una niña tan brutalmente que la niña resbaló y se quedó sentada en la nieve sucia, amontonada junto al bordillo de la acera. Sin atreverse a levantar a la niña, apresuró el paso, las manos hundidas en los bolsillos, lanzando hacia atrás furtivas miradas. Pasó rozando la nariz de una matrona, que salía de una casa armada con su escoba y que le saludó con una injuria rotunda. Volvió la cabeza. La matrona le seguía con la mirada. Claude aceleró. Y estuvo a punto de chocar contra una reja cuadrada, que unos obreros municipales acababan de descargar con destino a la órbita ocular de una alcantarilla. A pesar de un violento movimiento subjetivo para evitarla, se enganchó en la reja, al pasar, un bolsillo del impermeable, que se desgarró. Los obreros le llamaron cabrito y cagueta. Rojo de vergüenza, fue resbalando, a velocidad creciente, sobre los charcos helados. Empezaba a sudar, cuando chocó contra un ciclista, que apareció por la esquina sin avisar. Un pedal le arrancó el bajo del pantalón y le rajó un tobillo. Claude, lanzando un grito de espanto, extendió las manos hacia adelante para no caer, y el conjunto -bicicleta, ciclista y Claude- se desplomó sobre el barro de la calzada. Cerca de allí se encontraba un guardia. Claude Léon consiguió desprenderse de la bicicleta. El tobillo le dolía horriblemente. El ciclista tenía una muñeca estrujada, por su nariz manaba sangre e insultaba a Claude. La ira se iba apoderando de Claude, cuyo corazón latía mientras algo caliente le bajaba por las manos y, dado que su sangre circulaba muy fluidamente, la sentía también latir en el tobillo y en el muslo, sobre el que se levantaba el igualizador a cada palpitación. Bruscamente, el ciclista le lanzó un izquierdazo a la cara y Claude palideció aún más. Hundiendo la mano en el bolsillo, sacó el igualizador y se echó a reír, porque el ciclista farfullaba y retrocedía; luego, Claude sintió un golpe terrible en la mano y la porra del guardia quedó otra vez colgando. El guardia recogía el igualizador y asía a Claude por el cuello de la chaqueta. Claude tenía la mano insensibilizada. Giró bruscamente y, de golpe, su pierna derecha se levantó; la había dirigido contra el bajo vientre del guardia, quien, dejando caer el igualizador, se dobló sobre sí mismo. Con un gruñido de placer, Claude se precipitó a coger el igualizador y, después, lo descargó, con esmero, sobre el ciclista, que se llevó las dos manos al estómago y muy suavemente se quedó sentado, mientras le salía un aaah… del fondo de la garganta. Olía bien el humo de los cartuchos y Claude sopló el cañón, como había visto hacer en las películas; volvió a guardarse el igualizador en un bolsillo y se derrumbó sobre el guardia. Deseaba dormir.
– En conclusión -dijo el abogado, levantándose para irse-, realmente, ¿por qué llevaba usted ese revólver encima?
– Ya se lo he dicho -dijo Claude y lo dijo una vez más-. Era para mi jefe, el señor Saknussem, Arne Saknussem…
– Él lo niega, como usted sabe.
– Pues es verdad.
– Ni lo dudo -dijo el abogado-, pero invéntese otra cosa. Al fin y al cabo, tiempo ha tenido… -se dirigió a la puerta, irritado-. Le dejo. Ya sólo podemos esperar. Intentaré defenderle lo mejor que sepa, a pesar de lo poco que usted me ayuda.
– No es mi oficio -dijo Claude Léon.
Lo aborrecía casi tanto como al ciclista o al agente que le había partido un dedo en la comisaría. De nuevo, sentía algo caliente en las manos y en las piernas.
– Hasta luego -dijo el abogado y salió.
Claude no contestó y se sentó en la cama. El guardián cerró la puerta.
Claude medio dormía, cuando el guardián colocó una carta sobre la cama. Reconoció la gorra y se incorporó.
– Quisiera… -dijo Claude.
– ¿Qué? -respondió el guardián.
– Bramante. Un ovillo -Claude se rascó la cabeza.
– Está prohibido.
– No es para colgarme. Si me hubiese querido ahorcar, tengo mis tirantes.
El guardián consideró la argumentación.
– Por doscientos francos le puedo conseguir diez o doce metros. Ni uno más. Y ¡bien que me arriesgo…!
– De acuerdo. Pídaselos a mi abogado. Y tráigame el bramante.
El guardián rebuscó en sus bolsillos.
– Aquí lo tengo -dijo y le entregó un pequeño ovillo de bramante, bastante sólido.
– Gracias.
– ¿Qué va a hacer con eso? -preguntó el guardián-. Espero que ninguna tontería.
– Me voy a colgar -contestó Claude, riendo.
– ¡Ah…! ¡Ah…! -dijo el guardián, desplegando como una bandera la garganta-, ¡qué idiotez…!, si tiene usted unos tirantes…
– Están muy nuevos y los estropearía.
El guardián le miró con admiración.
– Temperamento no le falta. Usted debe ser periodista.
– No -dijo Claude-. Gracias -el guardián se encaminó hacia la puerta-. Para lo del dinero, diríjase a mi abogado.
– Bueno -dijo el guardián-. Pero es seguro, ¿no?
Claude sacudió la cabeza afirmativamente y la cerradura chascó con suavidad.
Puesto doble y trenzado, tenía cerca de dos metros. Lo justo. Subiéndose a la cama, conseguiría atarlo a un barrote. Calcular la longitud sería lo más arduo, ya que sus pies no debían ni rozar el suelo.
Hizo una prueba de tracción. Resistía. Se subió a la cama, se agarró a un saliente del muro y alcanzó el barrote. Penosamente ató la cuerda. Luego, pasó la cabeza por el lazo y se lanzó al vacío. Recibió un golpe en la nuca y la cuerda se rompió. Cayó de pie, enfurecido.
– ¡Maldito cerdo!, el guardián -gritó Claude Léon.
El guardián abrió la puerta en ese preciso momento.
– Este bramante que me ha vendido usted es una porquería.
– Me da lo mismo. Su abogado me lo ha pagado ya. Hoy tengo azúcar, a diez francos el terrón, por si le interesa.
– No, nunca volveré a pedirle nada.
– Cambiará de idea. Veremos dentro de dos o tres meses; y exagero, en ocho días se le habrá olvidado.
– Probablemente -dijo Claude Léon-. Pero su bramante sigue siendo una porquería.
Esperó a que saliese el guardián y, después, se decidió a quitarse los tirantes. Estaban completamente nuevos y eran de cuero y caucho trenzados. Representaban los ahorros de dos semanas. Un metro sesenta, aproximadamente; volvió a subirse encima de la cama y sujetó fuerte un extremo en la base del barrote. Se lanzó por segunda vez; los tirantes se estiraron al máximo y aterrizó blandamente bajo la ventana. En ese momento el barrote se desempotró y le alcanzó la cabeza como un rayo. Vio tres estrellas y exclamó:
– ¡Qué badajazo…!
Y su espalda fue escurriéndose a lo largo del muro. Se encontró sentado en el suelo. Su cabeza se hinchaba terriblemente, mientras en ella resonaba una música atroz. Los tirantes seguían estando nuevos.
El abad Petitjean caracoleaba por las galerías de la prisión, perseguido de cerca por el guardián. Jugaban a buscarse las cosquillas. Cerca de la celda de Claude Léon, el abad pisó la cagarruta del gato de nueve colas y dio una vuelta completa en la atmósfera. La sotana, graciosamente desplegada alrededor de sus robustas piernas, le prestó un parecido tan absoluto con la Loie Fuller [1], que el guardián, lleno de respeto, le adelantó, quitándose la gorra cortésmente. A continuación, el abad cayó al suelo, con un ruido ostentoso, y el guardián saltó a caballo sobre sus espaldas; el abad se rindió.
– He ganado yo -dijo el guardián- y usted paga la ronda -el abad Petitjean asintió de mala gana-. Menos bromas. Tiene usted que firmarme un papel.
– Boca abajo no puedo firmar -dijo el abad.
– Está bien, lo suelto -dijo el guardián.
Nada más levantarse, el abad lanzó una carcajada y salió corriendo. En su camino había un muro bastante sólido y al guardián no le costó nada atrapar de nuevo al abad.
– Es usted un hermano tramposo. Fírmeme el papel.
– Hagamos un pacto. ¿Quince días de indulgencias?
– Leches -y el guardián hizo el oportuno corte de mangas.
– Bueno, va… Lo firmo.
El guardián arrancó un formulario, totalmente cumplimentado, de la matriz de su talonario y le entregó un lápiz a Petitjean, que se decidió a firmar, antes de dirigirse a la celda de Claude Léon. La llave entró en la cerradura, la cerradura se puso de parte de la llave y la puerta se abrió.
Sentado en la cama, Claude Léon meditaba. Un rayo de sol penetraba por el hueco que en la ventana había dejado el barrote arrancado, daba un pequeño giro e iba a perderse en las profundidades del orinal.
– Buenos días, padre -dijo Claude Léon, al entrar el abad.
– Buenos días, mi pequeño Claude.
– ¿Se encuentra bien mi madre?
– Pues claro que sí.
– He sido tocado por la gracia -dijo Claude, pasándose una mano por el occipucio-. Toque aquí -añadió.
El abad tocó.
– Caramba…, la gracia no se ha andado con chiquitas…
– Alabado sea el Señor. Desearía confesarme. Quiero presentarme ante mi Creador revestido por la blancura de mi alma.
– ¡Como si hubiese sido lavada con Persil…! -exclamaron ambos al unísono, de acuerdo con el rito católico, e hicieron una señal de la cruz de las más clásicas.
– Pero aún no van a torturarte colgándote de una cuerda y metiéndote y sacándote del mar.
– He matado a un hombre -dijo Claude-. Y, encima, era un ciclista.
– Tengo noticias. He visto a tu abogado. El ciclista era conformista.
– Aun así, he matado a un hombre.
– Pero Saknussem ha aceptado testificar a tu favor.
– No me apetece.
– Hijo mío -dijo el abad-, no debes olvidar que ese ciclista era un enemigo de nuestra Santa Madre Iglesia, cornuda y apostolónica…
– Todavía no había sido tocado por la gracia, cuando lo maté.
– Eso son fruslerías -aseguró el abad-. Te sacaremos de ésta.
– Imposible -dijo Claude-. Quiero ser ermitaño y, por consiguiente, ¿dónde podría estar mejor que en la cárcel?
– Perfecto. Si quieres ser ermitaño, mañana te sacamos. El obispo está en muy buenas relaciones con el director de la prisión.
– Pero no tengo ermita. Y esto me gusta.
– Tranquilízate, te encontraremos algo más birria.
– En ese caso, es diferente. ¿Nos vamos?
– Despacito, hereje. Se deben cumplir las formalidades de rigor. Pasaré mañana a recogerte con el coche fúnebre.
– ¿Adónde me llevarán? -preguntó Claude, muy excitado.
– Hay una buena vacante de ermitaño en Exopotamia. Te la darán. Estarás fatal.
– ¡Perfecto! -dijo Claude-. Pediré por usted.
– ¡Amén! -dijo el abad.
– Borra, Rataplán y Porra… -acabaron a coro, de acuerdo siempre con el rito católico, lo que dispensa, como todo el mundo sabe, de la señal de la cruz.
El cura acarició la mejilla a Claude y le dio un buen pellizco en la nariz, antes de abandonar la celda. El guardián volvió a cerrar la puerta.
Claude permaneció de pie ante el ventano, hizo una profunda genuflexión y se puso a rezar con todo su corazón astral.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Loie Fuller (1869-1928), notable y famosa bailarina norteamericana, inventora de la danza serpentina. (N. del T.)