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"…Exageran ustedes los inconvenientes de los matrimonios mixtos."
(Memorias de Louis Rossel, Stock, 1908, página 115.)
Angel esperaba a Ana y a Rochelle. Sentado sobre la desgastada piedra de la balaustrada, observaba a los técnicos, que, como todos los años, procedían a esquilar a los palomos del square. Era un espectáculo fascinante. Los técnicos vestían batas blancas muy limpias y delantales de tafilete rojo, con el escudo de la ciudad repujado. Estaban pertrechados de esquiladoras de plumas, de un modelo especial, y de un producto para desengrasar las alas de los palomos acuáticos, cuya proporción era muy alta en el barrio.
Angel aguardaba el momento en que el plumón más próximo a la piel comenzase a volar, para ser aspirado casi inmediatamente por los cilíndricos recuperadores cromados, que el personal auxiliar utilizaba sobre carretillas provistas de neumáticos. Con el plumón se rellenaba el lecho de plumas del Presidente del Consejo Municipal. Aquel plumón recordaba la espuma del mar, cuando el viento sopla, y la espuma forma sobre la arena gruesos paquetes blancos, que el viento hace vibrar y que, si se pisan, rezuma suavemente entre los dedos de los pies, y, conforme va secándose, parece que se solidifica un poco. Ana y Rochelle seguían sin llegar.
Con toda seguridad, Ana habría hecho alguna de las suyas [2]. Nunca sería puntual, tampoco llevaría nunca su coche al garaje para que se lo revisasen. Probablemente Rochelle estaría esperando a que Ana pasase a recogerla. Angel conocía a Ana desde hacía cinco años y a Rochelle, desde hacía menos tiempo. Ana y Angel procedían de la misma escuela, pero Angel sólo había obtenido un cargo inferior, porque no le gustaba trabajar. Ana dirigía una de las secciones de la Compañía de Fabricantes de Guijarros para Vías Férreas Pesadas; Angel se daba por contento con una situación menos lucrativa en el taller de un tornero de tubos de vidrio para lámparas de vidrio. Angel llevaba la dirección técnica de la empresa, mientras que Ana, en su Compañía, trabajaba en la dirección comercial.
El sol pasaba y volvía a pasar por el cielo sin tomar una decisión; el este y el oeste, que acababan de jugar a las cuatro esquinas con sus otros dos camaradas, ocupaban ahora, por divertirse, posiciones distintas a las acostumbradas; a lo lejos, el sol se encontraba despistado. La gente se aprovechaba de la situación. Sólo los engranajes de los relojes de sol funcionaban insensatamente y se desquiciaban uno tras otro, en medio de crujidos y lamentos siniestros. Pero la alegría de la luz atenuaba el espanto de aquel clamor. Angel consultó su reloj. Llevaban media vuelta de retraso. Lo cual era ya para tenerlo en cuenta. Se levantó y cambió de lugar. Frente a él estaba una de las muchachas que esquilaban a los palomos. Llevaba una falda muy corta y la mirada de Angel trepó por sus bruñidas y doradas rodillas, para infiltrarse entre los muslos largos y torneados; estaba caliente allí, y, sin escuchar a Angel que intentaba contenerla, la mirada avanzó un poco más y actuó a su manera. Angel, incómodo, se decidió, con pesar, a cerrar los ojos. Allí quedó el pequeño cadáver y la muchacha, sin darse cuenta, lo dejó caer al ahuecarse la falda, cuando se levantó unos minutos más tarde.
Los desplumados palomos hacían esfuerzos desesperados para volver a volar, pero en seguida se cansaban y casi de inmediato caían. Se removían apenas durante unos instantes y, sin protestar, se dejaban atar las alas con cintas de seda amarilla, roja, verde o azul, suministradas generosamente por la municipalidad. Después, les enseñaban a arreglárselas con las cintas; volvían a sus nidos imbuidos de una nueva dignidad y sus pasos, por naturaleza nobles, se hacían hieráticos. A Angel empezaba a fatigarle aquel espectáculo. Pensó que Ana ya no vendría, que habría llevado a Rochelle a otro sitio, y se puso en pie de nuevo.
Atravesó el jardín, dejando atrás grupos de niños, que jugaban a matar hormigas a martillazos, a tres en raya, a aparear chinches salvajes y a otros entretenimientos propios de su edad. Las mujeres cosían esas cebaderas de hule, que se atan al cuello de los bebés para hacerles tragar la papilla, o se ocupaban de su progenitura. Algunas hacían punto y otras fingían hacerlo, para darse aires de aplomo, pero se veía en seguida que no tenían lana.
Angel empujó la puertecilla enrejada, que crujió a sus espaldas, y se encontró en la acera. Pasaba gente, y coches por la calzada, pero y ¿Ana? Permaneció allí algunos minutos. No se decidía a marcharse. Se le ocurrió que no recordaba el color de los ojos de Rochelle, en el momento de ir a cruzar, y se detuvo; un taxi, que frenó en seco al ver el taxista a Angel detenerse en medio de la calzada, pegó una espantosa vuelta de campana. El coche de Ana venía detrás. Paró junto al bordillo y Angel subió.
Rochelle iba sentada junto a Ana y Angel se encontró solo en el asiento trasero, relleno de muelles atados con cordeles y de capas de miraguano. Se inclinó para estrecharles las manos. Ana se disculpaba por el retraso. El coche se puso en marcha. Ana enfiló prudentemente para evitar los restos del taxi volcado.
Siguieron la calle hasta donde los árboles empezaban a adornar las aceras y giraron a la izquierda de la estatua. Ana aceleró, al haber menos coches. El sol acababa, por fin, de encontrar el oeste y se dirigía presurosamente hacia ese punto, atragantándose por recuperar el tiempo perdido. Ana, que conducía hábilmente, se divertía rozándoles la oreja a los niños, que caminaban por la acera, con los indicadores automáticos de giro, lo que le obligaba a ir rasando el bordillo y a arriesgarse a que, en cualquier momento, se arañase la pintura de los neumáticos, pero lograba salir sin un solo rasguño. Por desgracia, se le ocurrió pasar por allí a una niña de nueve o diez años, con unos orejones extraordinariamente separados, y el indicador, golpeando en pleno lóbulo, se partió de cuajo. La electricidad se puso a gotear, perlificando densamente el extremo del cable arrancado, mientras el amperímetro bajaba de forma inquietante. Rochelle le dio unos golpecitos, sin ningún resultado. La temperatura del encendido disminuía y el motor se paraba. A los pocos metros, Ana frenó.
– ¿Qué pasa? -dijo Angel.
No entendía nada y se percató de que desde mucho antes se hallaba absorto contemplando los cabellos de Rochelle.
– ¡Qué mala suerte…! -gruñó Ana-. ¡Niñata gorrina…!
– Se ha partido un indicador -explicó Rochelle, volviendo la cabeza hacia Angel.
Ana bajó a tratar de arreglar la avería y se puso a trajinar en la frágil mecánica. Intentó una ligadura con catgut.
Rochelle se volvió completamente, arrodillándose en el asiento delantero.
– ¿Has tenido que esperarnos mucho?
– Oh, no importa… -murmuró Angel.
Le resultaba dificilísimo mirarla a la cara. Resplandecía demasiado. Sin embargo, sus ojos…, necesitaba aprender el color de aquellos ojos…
– Claro que importa -dijo Rochelle-. Pero este bobalicón de Ana siempre llega tarde. Yo estaba dispuesta a mi hora. Y mírele, nada más salir ya está otra vez con sus bromas.
– Le gusta mucho divertirse. Hace bien.
– Sí. Es tan alegre…
Mientras tanto, Ana juraba como un carretero y pegaba un salto en el aire, cada vez que una gota de electricidad le caía en las manos.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Angel.
– Ana quiere ir a bailar -dijo Rochelle-. Yo prefiero el cine.
– A Ana le gusta ver lo que hace.
– ¡Oh, no diga usted esas cosas!
– Perdóneme -Rochelle se había ruborizado ligeramente y Angel se arrepintió de su pérfido comentario-. Es un tipo estupendo -añadió-. Mi mejor compinche.
– ¿Lo conoce bien? -preguntó Rochelle.
– Desde hace cinco años.
– Usted no se le parece en nada.
– No, pero nos entendemos -aseguró Angel.
– ¿Tiene…? -calló y se ruborizó de nuevo.
– ¿Por qué no se atreve a decirlo? Acaso ¿no es correcto?
– Sí -dijo Rochelle-, pero es una idiotez. Que no me importa nada.
– Ah, ¿es eso lo que quería usted saber? -dijo Angel-. Pues, sí; siempre ha tenido mucho éxito con las chicas.
– Es un muchacho muy guapo -murmuró Rochelle.
Rochelle dejó de hablar y se dio la vuelta, porque Ana, rodeando el coche por detrás, venía a instalarse frente al volante. Abrió la portezuela.
– Espero que resista -dijo Ana-. Derrama poco, pero tiene una presión rara. Hace poco he recargado los acumuladores.
– A esto le llamo yo mala suerte -dijo Angel.
– ¡¿Por qué había de tener semejantes orejas esa cría imbécil…?! -se quejó Ana.
– Tú no debías haber tonteado con el indicador -dijo Angel.
– Es cierto -aprobó Rochelle, riendo.
– Pero resultaba tan divertido…
Ana rió también. Ya no estaba enfadado. El coche volvió a ponerse en marcha, pero en seguida se pararon otra vez, porque la calle se negaba a continuar adelante. Era allí donde iban.
Se trata de un club de baile, en que los aficionados a la música auténtica se encontraban entre puros profesionales, para practicar descoyuntamientos. Ana bailaba muy mal. Angel sufría siempre que le veía perder el paso. Nunca le había visto bailar con Rochelle.
La cosa pasaba en el sótano, al que conducía, enroscándose, una corta escalera blanca. Un grueso cordón de hiedra, que podaban una vez al mes, permitía el descenso sin matarse. Tenía también en algunas partes adornos de cobre rojo y tragaluces.
Rochelle entró la primera, detrás Ana, y Angel cerraba la marcha, a fin de que se sirviesen a su vez de ella los que llegasen después. En ocasiones algunos descuidados se dejaban la marcha abierta y el camarero, a quien la bandeja no le dejaba ver, se rompía la cara.
A la mitad de la escalera, se sintieron embargados por los latidos cardíacos de la sección rítmica. Un poco más abajo, acometían los oídos las combinaciones sonoras del clarinete y de la trompineta, que progresaban, apoyándose el uno en la otra, y en muy poco tiempo adquirían una velocidad considerable. Y, al llegar al pie de la escalera, percibieron el indeterminado runrún de pies arrastrados, de pechos magreados, de risas confidenciales y de otras menos discretas, de solemnes eructos y de conversaciones nerviosas, entre el cabrilleo de vasos y agua burbujeante, que compone la atmósfera adecuada de un bar de medio lujo. Ana oteó en busca de una mesa libre y se la señaló a Rochelle, que se apresuró a ocuparla. Pidieron oportos rizados.
La música apenas paraba, debido a la perseverancia de las impresiones audimétricas. Ana aprovechó un blues considerablemente lánguido para invitar a Rochelle. No pocas parejas se retiraban a las mesas, asqueados por la lentitud de la pieza, mientras todos los retorcidos se levantaban, porque aquello les recordaba un tango; aprovechaban para intercalar cortes y pasos dubitativos en medio de las clásicas descoyunturas de los ortodoxos, entre los cuales Ana se creía incluido. Angel los observó durante dos segundos y apartó los ojos, dispuesto a vomitar. Ana ya había perdido el paso. Y Rochelle le seguía, imperturbable.
Volvieron a la mesa y Angel, a su vez, invitó a Rochelle, la cual sonrió, contestó afirmativamente y se levantó. Se trataba también de una melodía lenta.
– ¿Cuándo conoció usted a Ana? -preguntó Angel.
– No hace mucho -respondió Rochelle.
– ¿Uno o dos meses, quizá?
– Sí, en una party sorpresa.
– Probablemente no le gustaría a usted que le hable de eso -supuso Angel.
– Me encanta hablar de él.
Angel la conocía muy poco, pero se entristeció, sin saber muy bien por qué. Siempre que encontraba a una muchacha bonita experimentaba un ansia de propiedad, el anhelo de tener derechos sobre ella. En fin, Ana era su amigo.
– Es un tipo notable -dijo Angel-. Muy dotado.
– Se le nota en seguida -dijo Rochelle-. Tiene unos ojos pasmosos y un coche estupendo.
– En la Escuela, acertaba sin ninguna dificultad lo que a los demás nos costaba horas.
– Está hecho un toro -dijo Rochelle-. Hace mucho deporte.
– En tres años no le he visto suspender un solo examen.
– Y, además, me encanta su manera de bailar.
Angel trataba de llevarla, pero ella parecía firmemente decidida a no seguir el ritmo. Se vio obligado a apretarla con menos fuerza y le dejó que se moviese a su aire.
– Sólo tiene un defecto -dijo Angel.
– Sí -dijo Rochelle-, pero sin importancia.
– Podrá corregirse -aseguró Angel.
– Necesita que se ocupen de él, siempre necesita tener cerca a alguien.
– Quizá tenga usted razón. Por otra parte, nunca está solo.
– Tampoco me gustaría que tuviese demasiada gente -dijo Rochelle, cavilosa-. Sólo amigos seguros. Usted, por ejemplo.
– ¿Me considera usted un amigo seguro?
– Usted es el tipo del que a una le gustaría ser la hermana. Precisamente eso.
Angel inclinó la cabeza. Rochelle no le permitía hacerse muchas ilusiones. Él no sabía sonreír como Ana. Esa era la causa de todo. Rochelle seguía bailando sin llevar el paso, gozando con la música, igual que los otros bailarines. Hacía calor y, en aquella atmósfera de humo, las notas se deslizaban subrepticiamente entre las volutas grises de las colillas, que agonizaban en los ceniceros de propagan de la Casa Dupont, en la calle Hojasaltas, representantes, para el pequeño comercio, de bacinillas y otro material hospitalario.
– ¿Qué hago yo, así, de esta manera?
– ¿En la vida, quiere usted decir?
– Voy a bailar con frecuencia -dijo Rochelle-. Después del bachillerato, he estudiado secretariado, pero todavía no me he puesto a trabajar. Mis padres prefieren que aprenda a moverme por el mundo.
La música terminó y Angel habría deseado permanecer en la pista para volver a empezar tan pronto como los músicos atacasen la siguiente pieza, pero los músicos afinaban sus instrumentos. Siguió a Rochelle, que se apresuraba a regresar a la mesa y que se sentó muy cerca de Ana.
– ¿Me concede la próxima? -dijo Ana.
– Sí -dijo Rochelle-. Me encanta bailar con usted.
Angel hizo como que no había oído. Otras muchachas podrían tener un pelo tan bonito, pero y ¿aquella voz suya? También su tipo contaba, y no poco.
No quería, sobre todo, fastidiar a Ana. Ana era quien había conocido a Rochelle y, por tanto Rochelle era asunto suyo. Sacó la botella del cubo lleno de hielo verde y se llenó la copa de nuevo. Ni una sola de aquellas muchachas le interesaba. Excepto Rochelle. Pero Ana tenía prioridad.
Ana, ése sí que era un auténtico amigo.
Tuvieron que irse a cenar. No se puede pasar toda la noche por ahí fuera, cuando al día siguiente hay que trabajar. En el coche, Rochelle se sentó delante, junto.i Ana, y Angel, detrás. Ana se comportaba bien con Rochelle. No le pasaba el brazo por la cintura, no se le echaba encima, no le cogía la mano. Angel lo habría hecho, si la hubiese conocido antes que Ana. Pero, por añadidura, Ana, que ganaba más dinero que él merecía todo aquello. Bailar perdiendo el paso parece vicio menos redhibitorio y más disculpable, cuando no se escucha la música. Ana, de vez en cuando, decía una gansada y Rochelle reía, moviendo sus cabellos esplendorosos sobre las hombreras de su traje sastre, de un verde encendido que…
Ana le acababa de decir algo, pero Angel, como es natural, estaba pensando en otra cosa. Entonces, Ana se volvió hacia Angel y, al moverse, desvió un poco el volante. Da pena tener que decirlo, pero un peatón, que venía por la acera, recibió en plena cadera el guardabarros, mientras la rueda delantera derecha saltaba el bordillo. Dicho señor produjo un enorme ruido, al caer, y, sujetándose la cadera, se quedó tendido. Convulsivas sacudidas le estremecían. Angel había abierto ya la portezuela y se lanzó fuera. Mortalmente inquieto, se inclinó sobre el herido. El cual se retorcía de risa, paraba durante algunos instantes, para lanzar grandes gemidos, y, a continuación, volvía a revolcarse de gozo.
– ¿Le duele mucho? -preguntó Angel.
Rochelle no miraba. Se había quedado en el coche, con la cabeza entre las manos. Ana, que tenía una expresión sórdida, había palidecido, suponiendo que aquel hombre agonizaba.
– ¿Ha sido usted? -hipó el atropellado, señalando a Angel.
Le atacó de nuevo una crisis de risa enloquecida. Las lágrimas chorreaban por sus mejillas.
– Cálmese -dijo Angel-. Tiene que dolerle malditamente.
– Sufro como un becerro -consiguió decir el señor.
Sus propias palabras le sumieron en tal delirio, que adelantó los pies, como si fuese a lanzar el tejo. Ana permanecía inmóvil, perplejo. Al darse la vuelta, vio a Rochelle que lloraba, creyendo que el hombre se quejaba. Temía por Ana. Ana se acercó y, por el hueco de la portezuela abierta, cogió con sus dos grandes manos la cabeza de Rochelle y le besó los ojos.
Angel veía todo aquello sin quererlo ver, pero, cuando las manos de Rochelle se unieron sobre la nuca de Ana, oyó nuevamente al herido, que se esforzaba por sacar del bolsillo la cartera.
– ¿Es usted ingeniero? -preguntó a Angel, mientras su risa se calmaba algo.
– Sí -murmuró Angel.
– En tal caso, me sustituirá usted. No es decente que me vaya a Exopotamia con una cadera partida en cinco pedazos. ¡Si usted supiera lo satisfecho que estoy…!
– Pero…
– Es usted el que conducía, ¿no?
– No -dijo Angel-. Era Ana.
– Qué pena… -y su cara se entristeció, mientras su boca temblaba.
– No llore.
– Es imposible enviar a una muchacha en mi lugar…
– Se trata de un muchacho -dijo Angel.
La noticia galvanizó al herido.
– Felicite usted a la madre en mi nombre.
– Así lo haré, pero ya está hecha a la idea.
– Mandaremos a Ana a Exopotamia. Me llamo Cornelius Onte.
– Y yo, Angel.
– Avise a Ana -dijo Cornelius-. Es necesario que firme. Afortunadamente había quedado en blanco el nombre en mi contrato.
– Y ¿por qué? -preguntó Angel.
– Creo que desconfiaban de mí. Que venga Ana.
Angel se volvió, los vio y se sintió mal, pero avanzó dos pasos y colocó una mano sobre el hombro de Ana, que se estaba poniendo las botas y cuyos ojos daban miedo. Los de Rochelle permanecían cerrados.
– Ana -dijo Angel-, es necesario que firmes.
– ¿Qué? -dijo Ana.
– Un contrato para Exopotamia.
– Para construir un ferrocarril -precisó Cornelius y gimió, al terminar la frase, puesto que los pedazos de su cadera, entrechocando, producían un ruido que le resultaba desagradable.
– ¿Se va usted a marchar a Exopotamia? -preguntó Rochelle.
Ana se inclinó de nuevo sobre Rochelle, pidiéndole que repitiese la pregunta. Después, respondió que sí. Buscó en uno de sus bolsillos y sacó una estilográfica. Cornelius le entregó el contrato. Ana rellenó las casillas y puso su firma al pie del documento.
– Y ¿si le metiésemos a usted en el coche, para llevarlo al hospital? -propuso Angel.
– No merece la pena -dijo Cornelius-. Ya pasará pronto alguna ambulancia. Devuélvame el contrato. Verdaderamente, estoy satisfecho.
Cogió el contrato y se desmayó.
– No sé qué hacer -dijo Ana.
– Tienes que ir -dijo Angel-. Has firmado.
– Pero me voy a aburrir terriblemente -dijo Ana-. Estaré completamente solo.
– ¿Has vuelto a ver a Cornelius?
– Me ha telefoneado. Debo partir pasado mañana.
– ¿Tanto te fastidia?
– No -dijo Ana-. En el fondo, no; conoceré mejor el país.
– No quieres confesarlo, pero te fastidia a causa de Rochelle.
Ana miró a Angel con asombro.
– Te aseguro que ni lo había pensado. Tú ¿crees que me guardará rencor, si me voy?
– No sé -dijo Angel, pensando que, al quedarse sola Rochelle, podría verla de vez en cuando.
Sus ojos eran azules. Ana no estaría.
– ¿Sabes una cosa? -dijo Ana.
– ¿Qué?
– Deberías venir conmigo. Seguramente necesitan varios ingenieros.
– Pero yo no entiendo nada de ferrocarriles -dijo Angel.
No podía abandonar a Rochelle, si Ana se marchaba.
– Entiendes tanto como yo.
– Gracias a tu cargo, por lo menos sabes lo concerniente a los guijarros.
– Yo los vendo, pero te aseguro que sobre guijarros lo ignoro todo. Uno no tiene que saber forzosamente lo que vende.
– Si nos vamos los dos…
– Oh -dijo Ana-, Rochelle encontrará pronto a otros tipos con los que distraerse.
– Pero tú, ¿no estás enamorado de ella? -preguntó Angel.
Su propia pregunta removió desacostumbradamente su propia zona cardíaca. Trató de contener la respiración, pero sacudía fuerte.
– Es una chica muy guapa -dijo Ana-. Sin embargo, hay ocasiones en que uno tiene que sacrificarse.
– Entonces -preguntó Angel-, ¿por qué te perturba tanto la idea de partir?
– Me voy a aburrir mucho. Si tú vinieses conmigo, sería más distraído. ¿No puedes venir? En todo caso, ¿no te quedarás aquí por Rochelle?
– Claro que no -dijo Angel.
Aunque muy doloroso de decir, nada se rompió.
– Al grano -dijo Ana-. Y ¿si yo consigo que Cornelius la contrate como secretaria…?
– Estupenda idea -dijo Angel-. Voy a preguntarle a Cornelius si tienen trabajo para mí.
– O sea, ¿que te decides?
– Tampoco voy a dejarte abandonado.
– Perfecto. Estoy seguro de que lo vamos a pasar en grande, viejo. Telefonea a Cornelius.
Angel ocupó la silla de la que se había levantado Ana y descolgó el auricular.
– Bueno, entonces le pregunto si Rochelle puede ir y si pueden contratarme a mí, ¿no?
– Adelante -dijo Ana-. Después de todo, hay ocasiones en que uno puede muy bien no sacrificarse.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Con independencia de a quién designa este nombre (y pronto se sabrá), parece indudable que este patronímico femenino (Anne) puede recordar al singular masculino ana, "recopilación de chistes y ocurrencias", lo que cuadra muy bien con el personaje al que designa como Anne. (N. del T.)