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"…Tal decisión se adoptó tras un animado debate; puede resultar interesante conocer las diversas posiciones mantenidas durante esta discusión."
(Georces Cogniot, Las subvenciones a la enseñanza confesional, El Pensamiento, n.° 3, abril-mayo-junio de 1945.)
El profesor Mascamangas miró unos instantes el escaparate, sin poder despegar sus ojos del brillante reflejo que la bombilla opalina prestaba distraídamente a la bruñida madera de una hélice de doce paletas; su corazón se agitaba, rebosante de gozo, y se removió tanto que su vértice llegó a tocar el decimoctavo par de nervios braquiales temporales. Mascamangas abrió la puerta. La tienda olía estupendamente a serrín. Había pequeños trozos de madera de balsa, de ciruela pasa, de hemlock y de hickory [3], por todos los rincones, cortados en todas las formas y a todos los precios, y, en las vitrinas, rodamientos a bolas, mecanismos para volar y artefactos redondos, sin nombre, que el comerciante había bautizado «ruedas» a causa de un agujerito que tenían en el centro.
– Buenos días, señor profesor -dijo el comerciante, que conocía mucho a Mascamangas.
– Buena noticia, señor Cruc -dijo Mascamangas-. Acabo de matar a tres clientes y nuevamente dispondré de tiempo para trabajar.
– ¡Asombroso! -dijo el señor Cruc-. Con esa gente no hay que fallar.
– La medicina -dijo el profesor- resulta estupenda para tomársela a cachondeo, pero no puede ni compararse con el aeromodelismo.
– No diga eso -dijo el señor Cruc-. He empezado la carrera de medicina hace dos días y me gusta.
– ¡Oh!, ya se desengañará. ¿Ha visto usted el nuevo motorcito italiano?
– No. ¿Cómo es?
– ¡Terrible! -dijo Mascamangas-. Se lo mascamangaría uno.
– ¡Ja, ja, ja! -dijo el señor Cruc-. Usted, siempre tan cachondo, profesor.
– Y además carece de encendido -dijo el profesor.
Los ojos de Cruc se alargaron a lo ancho, lo que le produjo una caída de párpados, mientras se inclinaba Mascamangas con las manos abiertas sobre el mostrador.
– ¡No! -jadeó.
– Como se lo digo… -Mascamangas hablaba con una entonación pura, suave y rosada, que excluía lo imposible.
– ¿Lo ha visto usted?
– Tengo uno en mi casa. Y funciona.
– ¿Cómo lo ha conseguido?
– Mi corresponsal italiano, Alfredo Jabès, me lo ha enviado.
– ¿Me lo enseñará? -dijo Cruc, con el ansia hoyando sus mejillas piriformes.
– Depende -Mascamangas se introdujo un par de dedos entre el cuello de su camisa, del color de los ranúllulos amarillos, y su propio cuello cilíndrico-cónico-. Necesito abastecerme.
– Sírvase usted mismo -dijo Cruc-. Coja lo que quiera, no pague, pero lléveme a su casa ahora mismo.
– Perfectamente -dijo Mascamangas que hinchó sus pulmones de aire y se lanzó a la trastienda, entonando una canción guerrera.
Cruc, que le observaba, habría consentido que se llevara toda la tienda.
– ¡Es extraordinario…! -dijo Cruc.
El motor acababa de pararse; Mascamangas manipuló en el vástago y giró la hélice para ponerlo de nuevo en marcha. A la tercera vuelta, la hélice se disparó con un golpe seco y al profesor no le dio tiempo a retirar la mano. Se puso a saltar verticalmente, gimiendo. Cruc ocupó su lugar y giró, a su vez, la hélice. El motor arrancó en un abrir y cerrar de ojos. Dentro de la pequeña botella del combustible, se veían entrar por la válvula las burbujas de aire, como un caracol que babea, y, por las dos lumbreras del escape, fluía muy suavemente el aceite.
El viento producido por la hélice mandaba el humo del escape sobre Mascamangas, que se había vuelto a acercar. Intentó girar la manivela del contraémbolo, a fin de regular la compresión, y se quemó briosamente los dedos. Sacudió la mano y se la metió entera en la boca.
– ¡Mierda y más mierda! -renegó.
Felizmente, con los dedos en la boca se le entendía mal. Cruc, hipnotizado, trataba de seguir con los ojos el movimiento de la hélice y, con este fin, sus globos oculares giraban en órbita, pero la fuerza centrífuga lanzaba los cristalinos hacia fuera, lo que le permitía ver exactamente el borde interno de sus párpados; así es que renunció. La sólida mesa sobre la que habían atornillado el pequeño cárter de aluminio vibraba, haciendo temblar toda la habitación.
– ¡Funciona, funciona! -se puso a gritar Cruc.
Se separó de la mesa y cogió a Mascamangas por las manos. Mientras el humo azul huía hacia el fondo de la habitación, estuvieron bailando en corro.
Sorprendiéndoles justo a mitad de una peligrosa cabriola, el timbre del teléfono demostró indudables cualidades para producir estridentes sonidos que recordaban el silbido de una medusa. Mascamangas, sorprendido en pleno salto, cayó de espaldas, mientras que Cruc, con la cabeza por delante, fue a clavarse en la tierra de un macetón verde, que contenía una gran palma académica.
Mascamangas se levantó el primero y corrió a descolgar. Cruc maniobraba para salir de la tierra y acabó por levantarse con el macetón en la cabeza, ya que había estado tirando del tronco de la palma confundiéndolo con su propio cuello. Descubrió su error, cuando toda la tierra de la maceta le cayó por la espalda.
Mascamangas regresó furioso del teléfono. Gritó a Cruc que detuviese el motor, que provocaba una algarabía infernal. Cruc se acercó, cerró la válvula y el motor se detuvo, produciendo un ruido de beso ruin, seco y aspirado.
– Me voy -dijo Mascamangas-. Me reclama un enfermo.
– ¿Uno de sus clientes?
– No, pero debo ir.
– Qué inoportunidad… -dijo Cruc.
– Puede usted seguir haciendo funcionar el motor.
– Oh, entonces, está bien. ¡Váyase! -dijo Cruc.
– Es usted un tunante -dijo Mascamangas-. O sea, que no le importa que me vaya.
– En absoluto.
Cruc se inclinó sobre el brillante cilindro, destornilló ligeramente el vástago y cambió de sitio para volver a poner en marcha el motor, que arrancó en el momento en que Mascamangas salía de la habitación. Cruc había variado la regulación de la compresión y, con un ronquido rabioso, la hélice arrancó la mesa del suelo; el conjunto fue a estrellarse contra la pared opuesta. Al ruido, Mascamangas había vuelto a entrar. Viendo lo que vio, cayó de rodillas y se santiguó. Cruc ya estaba rezando.
La criada de Cornelius Onte introdujo al profesor Mascamangas en el dormitorio del herido. Este, por matar el tiempo, tejía a ganchillo un cartón para tapiz, original de Paul Claudel, que había sacado de un número de «El Pensamiento Católico y El Peregrino Amontonados Pero No Revueltos».
– ¡Hola! -dijo Mascamangas-. Me ha interrumpido usted.
– ¿Sí? -dijo Cornelius-. Estoy afligido.
– Ya se ve. ¿Le duele?
– Tengo la cadera en cinco pedazos.
– ¿Quién le ha atendido?
– Perriljohn. Ahora voy muy bien.
– Entonces, ¿por qué me ha hecho usted venir?
– Tengo que proponerle una cosa -dijo Cornelius.
– Váyase usted a que le den… -dijo Mascamangas.
– Perfectamente. Voy.
Cornelius intentó levantarse, pero apenas puso un pie en el suelo, su cadera volvió a romperse. Limpiamente se desmayó. Mascamangas enganchó el teléfono y pidió una ambulancia, para trasladar a su servicio del hospital a Cornelius Onte.
– Le inyectará usted evipán todas las mañanas -dijo Mascamangas-. No quiero encontrarle despierto, cuando yo pase por el servicio. Está continuamente tomándome el pelo con… -se interrumpió; el interno le escuchaba atentamente-. En realidad, es algo que no le importa a usted. ¿Cómo va la cadera?
– Le hemos puesto clavos -dijo el interno-, unos clavos de tamaño grueso. Soberbia fractura, la que hay ahí.
– ¿Sabe usted quién es Lakeayaí? -preguntó Mascamangas.
– ¿Eh…? -dijo el interno.
– Pues si no sabe quién es, no hable de él. Se trata de un ingeniero finlandés, que ha inventado un tubo de escape para locomotoras.
– ¿Sí? -dijo el interno.
– Perfeccionado más tarde por Chaplon -completó Mascamangas-. Pero, después de todo, es algo que tampoco le importa a usted.
Se separó de la cabecera de la cama de Cornelius y su mirada se detuvo en la cama vecina. La mujer de la limpieza, aprovechando que ningún enfermo la ocupaba, había puesto encima de esa cama, para arreglar más cómodamente, una silla.
– ¿Qué es lo que tiene esa silla? -preguntó, guasón, Mascamangas.
– Tiene fiebre -contestó, no menos, el interno.
– Está usted cachondeándose de mí, ¿eh? -dijo Mascamangas-. Póngale el termómetro y veremos.
Se cruzó de brazos y esperó. El interno abandonó la habitación y regresó con un berbiquí y un termómetro. Puso la silla patas arriba y se dedicó a taladrar un agujero bajo el asiento, soplando al mismo tiempo para aventar el serrín.
– Dése prisa -dijo Mascamangas-. Me están esperando.
– ¿Para almorzar? -se interesó el interno.
– No -dijo Mascamangas-, para construir un modelo del Ping 903. Está usted muy curioso esta mañana.
El interno se enderezó y plantó el termómetro en el agujero. El mercurio se encogió sobre sí mismo, después brincó, escaló grado tras grado a una velocidad relampagueante y el extremo superior del termómetro comenzó a inflarse, como una pompa de jabón.
– ¡Rápido, quíteselo…! -dijo Mascamangas.
– ¡Jesús…! -dijo el interno.
La pompa se infló un poco más, y luego, una grieta se abrió en el tubo y un chorro de mercurio abrasador cayó en la cama. A su contacto, las sábanas enrojecieron. Sobre la blanca tela se dibujaron unas líneas paralelas que, no obstante, convergían hacia un charquito de mercurio.
– Déle la vuelta a esa silla y métala en la cama -dijo Mascamangas-. Llame a la señorita Palodegong.
La enfermera jefe llegó precipitadamente.
– Tómele la tensión a esa silla -dijo Mascamangas, observando cómo el interno la acostaba con prevención-. Es un caso muy curioso -murmuró-. ¡No se ponga usted a zarandearla así!
El interno, furioso, manipulaba brutalmente la silla, a la que arrancó un espantoso crujido. Sobrecogido por la mirada de Mascamangas, se afanó en torno a la silla, prodigándole los delicados gestos de un catahuevos profesional.
– Me parece preferible un morro tallado en el propio fuselaje -dijo Cruc.
– No -replicó Mascamangas-. Un revestimiento clásico, en madera de balsa, de quince décimos, le dará más ligereza.
– Con ese motor, como choque con algo, se jodió.
– Ya elegiremos un buen lugar.
Ambos trabajaban con arreglo a un plano a escala normal del Ping 903, que Mascamangas acomodaba teniendo en cuenta el tamaño reducido del motor.
– Resultará peligroso -observó Cruc-. Más valdría no ponerse delante.
– No me jorobe, Cruc. Tanto peor. Y después de todo, yo soy médico.
– Bueno. Voy a buscar las piezas que aún nos faltan.
– Elija de lo mejor, eh. Pagaré lo que sea necesario.
– Las elegiré como si fuesen para mí -dijo Cruc.
– ¡No!, prefiero que las elija como si fuesen para mí. Usted tiene muy mal gusto. Salgo con usted. Tengo que ver a mi enfermo.
– Vamos -dijo Cruc.
Se levantaron y abandonaron la habitación.
– Escuche -dijo Cornelius Onte.
Hablaba con una voz indecisa, confusa, y se le caían los párpados. Mascamangas puso gesto de extrema fatiga.
– Así que el evipán no es suficiente y, a pesar de él, quiere usted volver a empezar con sus célebres proposiciones.
– De ninguna manera -dijo Cornelius-. Se trata de esa silla…
– Y ¿qué pasa? La silla está enferma y sometida a nuestros cuidados. Usted sabe en qué consiste un hospital, ¿no?
– ¡Oh…! -gimió Cornelius-. ¡Llévesela de aquí…! Se ha pasado toda la noche sin parar de chirriar.
El interno, que permanecía de pie junto a Mascamangas, parecía encontrarse igualmente con los nervios a punto de estallar.
– ¿Es cierto? -le preguntó el profesor.
El interno hizo un gesto afirmativo y dijo:
– La podríamos tirar por la ventana. Es una silla vieja.
– Es una silla Luis XV -dijo Mascamangas-. Y, además, ¿ha sido usted o he sido yo quien ha dicho que tenía fiebre?
– He sido yo -dijo el interno, enfurecido como cada vez que Mascamangas se ocupaba de la silla.
– Entonces, cúrela.
– Yo me estoy volviendo loco… -gimió Cornelius.
– Tanto mejor -dijo Mascamangas-, así dejará usted de marearme con sus proposiciones. Siga inyectándole -añadió, volviéndose hacia el interno y señalando a Cornelius.
– ¡Uy…, uy…! -se quejó Cornelius-. ¡Ya ni siento mis nalgas…!
En ese momento, la silla produjo una retumbante y espantosa sucesión de chasquidos óseos. Un olor repugnante se propagó alrededor de su cama.
– Y así toda la noche… -murmuró Cornelius-. Cámbieme de cuarto…
– Le meten a usted en una habitación de dos camas y, encima, no está usted contento… -recriminó el interno.
– De dos camas y una silla que apesta -dijo Cornelius.
– Estamos listos -dijo el interno-. ¿Cree que usted huele bien?
– Sea usted educado con mi paciente -advirtió Mascamangas al interno-. Pero ¿qué tiene esta silla? Acaso ¿una oclusión perforante?
– Es lo que yo creo -dijo el interno-. Y, encima, cuarenta y nueve de tensión.
– Perfectamente -dijo Mascamangas-. Usted ya sabe lo que tiene que hacer. Hasta luego.
Mascamangas apoyó un puño con fuerza sobre la nariz de Cornelius, para hacerle reír, y salió. Cruc y el Ping 903 le esperaban.
Cruc se mordía nerviosamente los labios. Tenía delante una hoja de papel cubierta de cálculos y de ecuaciones de vigésimo sexto grado, irresolutas y dubitativas. Mascamangas recorría el aposento a largos pasos y, para evitar dar la vuelta, caminaba marcha atrás cada vez que se encontraba con la pared, pintada de azul trotona.
– Aquí, imposible -afirmó Cruc, después de un largo silencio.
– Cruc -dijo Mascamangas-, no se dedique usted a pinchar el globo.
– No hay suficiente espacio. Volará a cuatro medidas por minuto. ¿Se da usted cuenta?
– Entonces, ¿qué?
– Es necesario encontrar un desierto.
– No tengo más remedio que quedarme para cuidar a mis enfermos.
– Consiga usted un nombramiento de médico colonial.
– ¡Qué idiotez…! Tendría que estar zascandileando de un poblado a otro, sin poderme ocupar nunca del Ping.
– Tómese vacaciones.
– ¡Sería indigno de mí!
– ¡Entonces, es imposible…!
– Bueno, y ¿qué?
– ¡Pues yo me resisto a que sea imposible!
– ¡Váyase a paseo! Que yo me voy al hospital. Continúe usted con sus cálculos.
Mascamangas bajó la escalera, atravesó el vestíbulo cilíndrico y salió. Abierto, su coche le esperaba junto a la acera. Desde la muerte de una de sus clientes preferidas, ya no recibía prácticamente a nadie y se limitaba a ejercer en el hospital.
Cuando entró en la habitación de Cornelius, encontró, sentado en la cama de la silla, a un mocetón, robusto y rubio, que se levantó al verlo.
– Me llamo Ana -dijo-. Buenos días, señor.
– No es la hora de las visitas -advirtió el interno, que había entrado detrás del profesor.
– Siempre está durmiendo -dijo Ana-. Tengo que quedarme aquí hasta que se despierte.
Mascamangas se volvió y miró al interno.
– ¿Qué le ocurre a usted?
– Oh, se me pasará pronto.
Las manos del interno temblaban como badajos de campanillas y las ojeras le llegaban hasta la mitad de la cara.
– ¿No ha dormido usted?
– No… La silla…
– ¿Ah, sí? ¿No va mejor?
– ¡Maldita ramera…!
La silla se removió, crujió y de nuevo empezó a oler mal. El interno, furioso, avanzó dos pasos, pero Mascamangas le colocó una mano en el brazo.
– Cálmese.
– ¡Ya no resisto más…! ¡Me está jodiendo…!
– ¿Le ha puesto usted la bacinilla?
– No quiere hacer nada -se lamentó el interno-. Salvo crujir, rechinar, tener fiebre y cagarse en mí.
– Sea correcto -dijo Mascamangas-. Nos ocuparemos de ella en seguida. Y usted, ¿qué quiere? -prosiguió, dirigiéndose a Ana.
– Yo quisiera hablar con el señor Onte. Acerca de mi contrato.
– No se moleste en hablarme de eso; no estoy al corriente.
– ¿No le ha hecho ninguna proposición el señor Onte?
– El señor Onte es tan charlatán que le tengo dormido todo el día.
– Perdón -dijo el interno-. Soy yo quien le tiene.
– Está bien, lo que usted quiera.
– Conozco esas proposiciones -dijo Ana-. Puedo comunicárselas.
Mascamangas miró al interno y le hizo una seña. El interno, que se encontraba detrás de Ana, buscó en sus bolsillos.
– ¿Sí? Qué interesante… -dijo Mascamangas-. ¡Adelante!
El interno sacó una jeringa gruesa y clavó la aguja hasta el fondo en el gordo bíceps de Ana, quien se resistió antes de quedarse casi inmediatamente dormido.
– ¿Dónde lo pongo? -dijo el interno, ya que Ana pesaba mucho.
– Arrégleselas usted mismo -dijo Mascamangas-. Tengo que pasar la visita por las salas. Cuando vuelva, seguro que Onte se habrá despertado.
El interno separó los brazos y Ana se deslizó al suelo.
– Puedo ponerle en el sitio de esa silla… -sugirió el interno.
– Déjela tranquila. Como le coja a usted molestándola…
– Perfecto. Por mí, le dejo ahí tirado.
– Como le parezca.
El profesor se ajustó la bata blanca y salió con paso suave y acolchado, desapareciendo por el barnizado corredor.
Al quedarse solo, el interno se aproximó lentamente a la silla y la envolvió con una mirada, que rezumaba malignidad. Se encontraba tan fatigado que a cada instante se le cerraban los ojos. Entró una enfermera.
– ¿Le ha puesto la bacinilla? -preguntó el interno.
– Sí -contestó la enfermera.
– Y ¿qué?
– Que tiene lombrices de madera. Y, además, se ha levantado de la cama ella sola, una vez. Y anda moviendo al tiempo las dos patas de un mismo lado. Resulta repulsivo verla. Yo estaba aterrorizada.
– Voy a auscultarla -dijo el interno-. Deme un paño limpio.
– Como éste.
El interno ni siquiera tenía fuerzas para meterle la mano entre las piernas, a pesar de que la enfermera, como de costumbre, se había abierto la bata. Despechada, después de entregarle el paño se fue, con ruido de bandeja esmaltada. El interno se sentó en la cama y destapó la silla. Trataba de contener la respiración, porque la silla chascaba de lo lindo.
Cuando Mascamangas regresó de su visita por las salas, el interno, atravesado sobre Ana, dormía también al pie de la cama de Cornelius. El profesor advirtió algo insólito en la otra cama y, con toda presteza, descubrió la silla Luis XV. Sus patas se hallaban rígidas. Había envejecido veinte años. Estaba fría, inerte y Luis XVI. Las curvas de su respaldo, tensas y enhiestas, mostraban cuán penosa debía de haber sido su agonía. El profesor observó la pintura blanco azulada de la madera y, dándose la vuelta, le propinó un buen puntapié en la cabeza al interno, que ni se movió. Roncaba. El profesor se arrodilló junto a él y lo zarandeó.
– Pero ¿qué es esto? ¿Se ha quedado dormido? ¿Qué ha hecho usted? -el interno se agitó y abrió un ojo telarañoso-. ¿Qué le pasa? -repitió Mascamangas.
– Me he pinchado… -murmuró el interno-. También evipán. Muchísimo sueño… -y volvió a cerrar el ojo, lanzando un cavernoso ronquido.
Mascamangas lo zarandeó con más fuerza.
– Y ¿la silla?
El interno rió tonta y lentamente.
– Estricnina.
– ¡Cerdo…! -dijo Mascamangas-. Ya lo único que queda por hacer es ponerla sobre sus cuatro patas y disecarla.
Se levantó contrariado. El interno dormía como un bendito. Y Ana. Y Cornelius. Mascamangas bostezó, levantó la silla con delicadeza y la colocó al pie de la cama. La silla emitió un último crujido, manso y apagado, y el profesor se sentó en ella. Su cabeza oscilaba de derecha a izquierda y, en el instante en que acababa de encontrar una posición cómoda, golpearon a la puerta. El profesor no oyó nada, Angel llamó otra vez y entró.
Mascamangas giró hacia él dos globos vidriosos e inexpresivos.
– Jamás podrá volar -musitó.
– ¿Cómo dice usted? -preguntó cortésmente Angel.
Al profesor le costaba mucho desprenderse de su modorra. Hizo un gran esfuerzo, de varios kilos, y consiguió decir algo:
– Jamás un Ping 903 tendrá bastante espacio en este país para volar. ¡Como me llamo Mascamangas…! Hay demasiados árboles.
– Pero ¿no viene usted con nosotros? -dijo Angel.
– ¿Con quiénes nosotros?
– Con Ana y conmigo. Y con Rochelle.
– ¿Adónde?
– A Exopotamia.
El manto de Morfeo se entreabrió encima de la mollera de Mascamangas y el propio Morfeo soltó un guijarro exactamente sobre su fontanela. El profesor despertó por completo.
– ¡Maldita sea, pero Exopotamia es un desierto…!
– Sí -dijo Angel.
– Eso es lo que necesito yo.
– Entonces de acuerdo, ¿no?
– Pero ¿de acuerdo en qué mierda? -dijo el profesor, que no comprendía nada.
– Veamos, ¿el señor Onte no le ha hecho ninguna proposición?
– Al señor Onte no me lo puedo quitar de encima -dijo Mascamangas-. Y, desde hace ocho días, hago que le inyecten evipán para que me deje tranquilo.
– Pero si quería simplemente ofrecerle a usted una colocación en Exopotamia… Médico jefe del campamento.
– ¿De qué campamento?, ¿cuándo?
– El campamento del ferrocarril que allí se va a construir. Dentro de un mes. Mañana tenemos que partir Ana y yo. Y Rochelle.
– ¿Quién es Rochelle?
– Una amiga.
– ¿Guapa?
Mascamangas se irguió, rejuvenecido.
– Sí -respondió Angel-. Por lo menos, a mí me lo parece.
– Usted está enamorado de ella -afirmó el profesor.
– ¡Oh, no! Rochelle está enamorada de Ana.
– Pero usted, ¿ama a Rochelle?
– Sí -dijo Angel-. Por eso Ana tiene también que amar a Rochelle, puesto que Rochelle le ama, y así Rochelle estará contenta.
Mascamangas se frotó la nariz.
– Bueno, eso es asunto suyo. Pero desconfíe usted de esa clase de razonamientos. Entonces, ¿cree usted que habrá espacio para que pueda volar un Ping 903?
– Todo el que usted quiera.
– ¿Cómo lo sabe?
– Soy ingeniero -dijo Angel.
– ¡Maravilloso! -el profesor pulsó el timbre que estaba a la cabecera de la cama de Cornelius-. Espere. Vamos a despertarlos.
– ¿De qué manera?
– Es muy fácil -aseguró Mascamangas-. Con una inyección.
Reflexionó, en silencio.
– ¿En qué piensa usted? -le preguntó Angel.
– Haré que mi interno me acompañe -dijo Mascamangas-. Es un muchacho honrado… -se sintió incómodo sobre aquella silla, pero continuó-: Espero que haya también una vacante para Cruc, que es un excelente mecánico.
– Seguramente -dijo Angel.
Y, después, entró la enfermera con todo lo necesario para las inyecciones.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Hemlock -cinta-, hickory -nogal americano-; en inglés, en el original. (N. del T.)