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"Se trata de un procedimiento muy ventajoso, cuya economía, unida a la calidad de las fibras, lo convierten en un método particularmente interesante."
(René Escourrou, El papel. Librairie Armand Colin. 1941, página 84.)
Como tenía hambre, Atanágoras Pórfirogeneta dejó el martillo arqueológico y, fiel a su divisa (sit tibi terra levis), entró bajo su tienda para almorzar, dejando allí la vasija túrcica que acababa de desincrustar.
Después, para comodidad del lector, cumplimentó la siguiente ficha de identificación, que más abajo se reproduce in extenso, pero únicamente con caracteres tipográficos:
Talla: 1 m. 65.
Peso: 69 kilogramos fuerza.
Cabellos: entrecanos.
Sistema piloso residual: poco desarrollado.
Edad: dudosa.
Rostro: alargado.
Nariz: de una rectitud innata.
Orejas: tipo universitario, de la especie asas de ánfora.
Ceremonia de toma de hábitos: desastrados y con los bolsillos deformados por un relleno sin escrúpulos.
Caracteres secundarios: sin ningún interés.
Costumbres: sedentarias, fuera de los períodos de transición.
Una vez cumplimentada esta ficha, la rompió, ya que no le hacía ninguna falta a causa de que practicaba, desde su más temprana edad, la pequeña máxima socrática, designada vulgarmente como:
La tienda de Ata estaba formada por un pedazo de tienda de campaña especialmente idónea, provista de agujeros en ciertos puntos sensatamente elegidos, y se apoyaba en el suelo por medio de pértigas de madera de bazuca cilindrada, que le daban una estabilidad firme y suficiente.
Por encima de este pedazo de tienda de campaña había sido tendido otro pedazo de tienda de campaña, a distancia adecuada, afianzado gracias a la mediación de cordeles repetidamente atados a estacas metálicas, que unían el conjunto a tierra para evitar ronquidos desagradables.
El montaje de esta tienda, excelentemente realizado gracias a los cuidados de Martín Lardier, el factótum de Atanágoras, proporcionaba al visitante, siempre contingente, un conjunto de sensaciones en relación con la calidad y la agudeza de las facultades intrínsecas del visitante, al tiempo que dejaba abiertas futuras posibilidades. En efecto, sólo ocupaba una superficie de seis metros cuadrados (con algunos decimales, ya que la tienda procedía de América del Norte y los anglosajones expresan en pulgadas y en pies lo que los demás ciudadanos miden por metros, lo cual hacía exclamar a Atanágoras: «En esos países, en los que el pie impera como señor absoluto, estaría bien que el metro pusiese pie») y todavía quedaban los alrededores llenos de espacio libre.
Martín Lardier, que, por aquellos parajes, se dedicaba a enderezar la montura de su lupa torcida a causa de un aumento demasiado grande, se reunió bajo la tienda con su maestro. Cumplimentó, a su vez, una ficha y la rompió desgraciadamente demasiado de prisa para que diese tiempo a transcribirla, pero a vuelta de página será castigado al rincón. Bastaba una ojeada para percatarse de que tenía el pelo negro.
– Sirva la comida, Martín -rogó el arqueólogo, que hacía reinar una disciplina de hierro en su campo de excavaciones [4].
– Sí, maestro -respondió, sin vanos afanes de originalidad, Martín.
El factótum depositó la bandeja sobre la mesa y se sentó frente a Atanágoras; ambos entrechocaron estrepitosamente sus tenedores de cinco púas, al pinchar de común acuerdo en la gran lata de ragú condensado que acababa de abrir Dupont, el criado negro.
Dupont, el criado negro, preparaba en su cocina otra lata de conservas para la cena. Ante todo, tenía que proceder a la cocción, con el aderezo ceremonial y sobre un fuego laboriosamente mantenido, gracias a solemnes sarmientos [5] en estado de ignición; después alquitarar la soldadura, rellenar el bote de manjadura con la viandura cocida en agua abundante, no sin haber tirado antes el agua abundante en el pequeño fregadero; y, por último, soldar con la soldadura la tapa del bote de hojalata al estaño pero como si fuese con hierro, con lo cual había ya una lata de conservas para la cena.
Dupont, hijo de laboriosos artesanos, los había matado a fin de que parasen de una vez y pudiesen descansar en paz. Huyendo de las felicitaciones ostensibles, vivía retirado una vida de religión y sacrificio, esperando ser canonizado por el Papa antes de morir, como el párroco de Foucault mientras predicaba la cruzada. Por regla general sacaba el pecho, aunque en aquel momento estaba atareado apilando astillas en equilibrio inestable sobre el fuego, mechando atolondradamente unas sepias a la aguada, cuya tinta arrojaba a los cerdos antes de ahogarlas en el agua mineralógica, que hervía en un balde hecho con duelas, angostamente desunidas, de tulipero de Virginia de corazón rojo. Al contacto con el agua hirviente, las sepias tomaban un bonito color añil; el resplandor del fuego rebotaba contra la superficie temblorosa de los animales, provocando en el techo de la cocina reflejos en forma de cannabis indica, si bien el olor de las sepias apenas se distinguía del olor de las lociones aromáticas Patrelle, que se encuentran en los establecimientos de todos los buenos peluqueros, en André & Gustave particularmente.
La sombra de Dupont recorría el aposento con serpenteantes y fragmentados ademanes. Esperaba que Atanágoras y Martín acabasen de comer para quitar la mesa.
Mientras tanto, Martín relataba a su maestro, en forma de diálogo, los acontecimientos de aquella mañana.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Atanágoras.
– Nada nuevo respecto al sarcófago -contestó Martín-. Seguimos sin sarcófago.
– Pero ¿continúan excavando?
– Continúan. En todas las direcciones.
– Nos limitaremos a una sola dirección, cuando podamos.
– Ha sido visto un hombre por la comarca -dijo Martín.
– ¿Qué hacía?
– Ha llegado en el 975. Se llama Amadís Dudu.
– Bien… -suspiró Atanágoras-, por fin han conseguido un viajero…
– Ya se ha instalado -dijo Martín-. Ha pedido prestada una mesa de oficina y está escribiendo cartas.
– ¿Quién le ha prestado una mesa de oficina?
– No lo sé. Parece trabajar de firme.
– Es curioso.
– ¿Lo del sarcófago?
– Oiga, Martín, no se haga a la idea de que todos los días vamos a encontrar un sarcófago.
– ¡Pero si aún no hemos encontrado ninguno…!
– Eso demuestra claramente lo que escasean -sentenció Atanágoras.
Martín sacudió la cabeza, disgustado, y dijo:
– El agujero ese no vale para nada.
– Acabamos apenas de echar el anzuelo -observó Atanágoras-. Es usted demasiado impaciente.
– Perdóneme, maestro.
– No tiene importancia. Me escribirá usted doscientos renglones para esta noche.
– ¿De qué estilo, maestro?
– Me traducirá usted al griego una poesía letrista de Isidore Isou. Elija una de las largas.
Martín retiró su silla y salió. Tenía, por lo menos, hasta las siete de la tarde y hacía mucho calor.
Atanágoras acabó de comer. Al salir de la tienda, volvió a coger su martillo arqueológico; deseaba vivamente desincrustar de una vez la vasija túrcica, pero tenía también la intención de despachar rápidamente el asunto, ya que aquel sujeto denominado Amadís Dudu empezaba a interesarle.
En el fondo de la vasija, de gran tamaño y de grosera porcelana, había pintado un ojo, medio cegado por la cal y por la sílice. Con diestros golpecitos, Atanágoras hizo saltar los restos petrificados, limpiando así el iris y la pupila. Visto por completo, se trataba de un ojo azul bastante bonito, un poco pétreo, con las pestañas agraciadamente curvadas. Atanágoras miraba más bien hacia otro lado para rehuir la insistente interrogación que implicaba aquel cara a cara cerámico. Cuando la limpieza estuvo terminada, rellenó de arena la vasija, para no ver más el ojo, la puso boca abajo y la rompió a martillazos, recogiendo después los esparcidos fragmentos. De esta manera, la vasija ocupaba muy poco sitio y cabía en una caja modelo standard, sin descomponer la regularidad de las colecciones del maestro, quien se sacó del bolsillo el receptáculo en cuestión.
Hecho esto, Atanágoras se desacuclilló y partió en dirección presunta hacia Amadís Dudu. Por si acaso mostraba aptitudes arqueológicas, merecía la pena interesarse por él. El infalible sentido de la orientación, que guiaba al arqueólogo durante sus trabajos, le dirigió sin error al lugar adecuado. Sentado, efectivamente, frente a una mesa de oficina, Amadís Dudu hablaba por teléfono. Bajo su antebrazo izquierdo, Ata vio una carpeta, en cuyo secante aparecían ya las huellas de un intenso trabajo; ante sí, tenía un pila de cartas dispuestas para ser enviadas y, en una bandeja de alambres, el correo recién llegado.
– ¿Sabe usted dónde se puede comer por aquí? -preguntó Amadís, tapando el teléfono con una mano, nada más avistar al arqueólogo.
– Trabaja usted demasiado y al sol -contestó Atanágoras-. Va a coger una insolación.
– Es una región encantadora -aseguró Amadís-. Hay mucho que hacer por aquí.
– ¿Dónde ha encontrado esa mesa de oficina?
– Siempre se encuentra una mesa de oficina. Sin mesa de oficina yo no puedo trabajar.
– ¿Ha venido usted en el 975?
El interlocutor telefónico de Amadís debía de impacientarse, ya que el auricular se retorcía. Con una maléfica sonrisa, Amadís cogió un alfiler del plumier y se lo plantó al auricular en uno de sus negros agujeritos. El auricular se enderezó y Amadís pudo colgarlo en el aparato.
– ¿Me decía usted? -inquirió Amadís.
– Le decía: ¿Ha venido usted en el 975?
– Sí. Es bastante cómodo. Yo lo tomo todos los días.
– Nunca le había visto a usted por aquí.
– Es que todos los días no cojo ese 975 en el que he venido. Como le decía antes, hay mucho que hacer por aquí. Accesoriamente, ¿podría usted indicarme dónde se puede comer?
– Quizá sea posible encontrar un restaurante -dijo Atanágoras-. Le confieso que desde que llegué a este lugar no me he preocupado de los restaurantes. Traje provisiones y, además, se puede pescar en el Giglyon.
– ¿Desde cuándo está usted aquí?
– Desde hace cinco años -precisó Atanágoras.
– Debe conocer bien la región, entonces.
– No demasiado mal. Preferentemente me dedico a lo de abajo. Existen plegamientos silúrico-devonianos, que son una maravilla. Me gustan también algunos agujeros del pleistoceno, en los que he encontrado restos de la ciudad de Gluro.
– No conozco -dijo Amadís-. Y ¿lo de arriba?
– Para esa zona, tendrá que pedirle a Martín que le sirva de guía. Es mi factótum.
– ¿Pederasta? -preguntó Amadís.
– Sí -contestó Atanágoras-. Le gusta Dupont.
– Me da lo mismo. Peor para Dupont.
– Va usted a entristecerlo y no querrá cocinar.
– Puesto que hay un restaurante…
– ¿Está usted seguro?
– Venga conmigo -dijo Amadís-. Yo le llevaré -se levantó y acercó la silla a la mesa, aunque en aquella arena amarilla resultaba fácil que se mantuviese sobre sus cuatro patas-. Está limpia la arena. Me gusta mucho este sitio. ¿Nunca hace viento?
– Jamás -aseguró Atanágoras.
– Si bajamos esa duna, encontraremos el restaurante.
Altas hierbas verdes, tiesas y lustrosas, tachonaban el suelo con sus sombras filiformes. Los pies de ambos caminantes no producían ruido alguno y dejaban cónicas huellas de contornos suavemente redondeados.
– Aquí me siento otro hombre -dijo Amadís-. El aire es muy sano.
– No hay aire.
– Lo cual simplifica todo. Antes de llegar a este lugar, sufría algunos ataques de timidez.
– Parece que ya se le ha pasado -dijo Atanágoras-. ¿Qué edad tiene usted?
– No puedo darle ninguna cifra. He olvidado el principio. Lo único que podría hacer es repetir algo que me han dicho y de lo que no estoy seguro. Prefiero callar. En todo caso, soy todavía joven.
– Yo le daría veintiocho años.
– Se lo agradezco -dijo Amadís-, pero no sabría qué hacer con ellos. Seguramente encontrará usted alguien a quien hacerle ese favor.
– ¡Ah!, ya -dijo Atanágoras, un tanto contrariado.
La duna descendía ahora en pronunciada pendiente, mientras otra de igual altura ocultaba el horizonte ocre. Unas dunas imprevistas, más pequeñas, formaban ondulaciones, dibujando cañadas y pasos a través de los cuales Amadís se encaminaba sin la menor vacilación.
– Está bastante lejos de mi tienda de campaña -dijo Ata.
– No importa -dijo Amadís-. Siga usted nuestras propias huellas, cuando regrese.
– Pero ¿y si nos estamos equivocando de camino ahora?
– Bueno…, sé perderá usted al volver; eso es todo.
– Me fastidia.
– No tema. Sé con toda seguridad adónde nos dirigimos. Mire, mire usted.
Detrás de la gran duna, Atanágoras vio el restaurante italiano, rotulado José Barrizone, propietario; por otro nombre, Pippo. Las translúcidas cortinas, de color rojo, destacaban alegremente sobre la pintura lacada de las paredes de madera. Lacada en blanco. Para precisar. Ante los zócalos de ladrillos claros, hepotriopos silvestres florecían sin parar en macetas barnizadas. También crecían en las ventanas.
– Ahí estaremos muy bien -dijo Amadís-. Deben de tener habitaciones libres. Haré que me traigan mi mesa de oficina.
– ¿Se quedará usted en Exopotamia? -dijo Ata.
– Se va a construir un ferrocarril -dijo Amadís-. He escrito a mi Empresa proponiéndoselo. Esta mañana se me ocurrió la idea.
– Pero aquí no hay viajeros.
– ¿Cree usted que a los ferrocarriles les convienen los viajeros?
– No. Evidentemente, no.
– Entonces… No se desgastará y de esa manera no habrá que cargar la amortización del material en la cuenta de gastos de explotación. ¿Se da usted cuenta?
– Esa cuenta es sólo una parte del presupuesto -dijo Atanágoras.
– Pero, vamos a ver, usted, ¿qué sabe de negocios? -replicó brutalmente Amadís.
– Nada. Exactamente, yo soy arqueólogo.
– Entonces, vamos a almorzar.
– Ya he almorzado.
– A su edad -dijo Amadís- debería usted poder almorzar dos veces.
Llegaron ante la puerta vidriera. Toda la fachada de la planta baja estaba encristalada y se veían, dentro, las hileras de pulcras mesitas con sus sillas de cuero blanco.
Amadís empujó la puerta batiente y una campanilla febril sonó. Detrás de un gran mostrador, a la derecha, José Barrizone, por otro nombre Pippo, leía lenguaje mayúsculo en un periódico. Vestido con una preciosa chaqueta blanca, completamente nueva, y un pantalón negro, llevaba abierta la camisa, porque, a pesar de todo, hacía relativamente calor.
– ¿Se faccé la barba questto mañino a las seis horarias? -preguntó a Amadís.
– Sí -respondió Amadís, ya que, si bien ignoraba la ortografía, comprendía la jerga de Niza.
– ¡Perfecto! -respondió Pippo-. ¿Será para almorzar?
– Sí. ¿Qué tiene?
– Todo lo que hay en este restaurante terrestre y diplomático -contestó Pippo, con marcado acento italiano.
– ¿Minestrone?
– Minestrone también, y spaghetti a la boloñesa.
– Avanti! -dijo Atanágoras, para conservar el tono.
Pippo desapareció en dirección a la cocina. Amadís eligió una mesa junto a una ventana y se sentó.
– Me gustaría conocer a su factótum. O a su cocinero. Como usted guste.
– Tiene tiempo.
– Lo dudo -dijo Amadís-. Estoy cargado de trabajo. Esto se llenará pronto de gente, como comprenderá.
– ¡Qué delicia…! -dijo Atanágoras-. Nos vamos a dar la gran vida. ¿Se celebrarán saraos?
– ¿A qué llama usted sarao?
– A una reunión mundana -explicó el arqueólogo.
– Pero ¡qué cosas dice usted…! -dijo Amadís-. ¡Como que nos sobrará tiempo para saraos…!
– Pues sí que va a ser buena… -dijo Atanágoras, quien repentinamente se sintió decepcionado, se quitó las gafas y escupió en los cristales, para limpiarlos.
"Asimismo pueden añadirse a esta lista el sulfato de amoniaco, la sangre seca y los abonos procedentes de materias fecales."
(Yves Henry, Plantas y fibras, Colin, 1924.)
1)
El ujier, como de costumbre, llegó el primero. La reunión del Consejo de Administración estaba fijada para las diez y media. Tenía que abrir la sala, colocar ante cada carpeta al alcance de los Consejeros ceniceros y postales obscenas, vaporizar por los rincones desinfectante, ya que algunos de aquellos señores padecían contagiosas enfermedades esquilmadoras, y alinear los respaldos de las sillas en paralelas ideales en torno a la mesa ovalada. Apenas había amanecido puesto que el ujier cojeaba y se veía obligado a tomárselo con tiempo. Iba vestido con un viejo terno elegantón, de sarga riostrada en color verde oscuro y llevaba pendiente del cuello una cadena dorada, con una placa grabada en la que, si a uno le daba la gana, se podía leer el nombre del ujier. Se desplazaba a sacudidas y su extremidad baldada batía el aire en espirales durante cada una de sus progresiones fragmentarias.
Cogió una llave en espiral y fue ganando terreno hacia la esquina de la habitación contigua a la sala de reuniones, en la que se encontraba el armario de los accesorios, que almacenaba todos esos chismes tan indispensables. Se apresuraba con jadeantes esfuerzos. Tras la puerta aparecieron los estantes, coquetamente forrados de un papel rosa con festones pintado por Leonardo de Vinci en época remota. Los ceniceros estaban apilados en un orden discreto, sugerido más que impuesto, pero riguroso en cuanto a su inspiración. Las postales obscenas, en sus diversos modelos, algunas en colores, estaban clasificadas dentro de sus correspondientes carpetitas. El ujier conocía, más o menos, las preferencias de los señores Consejeros. Sonrió con el rabillo del ojo, al ver, apartado, un paquetito inocente, que había formado con todas aquellas postales que personalmente le gustaban, y esbozó el gesto de desabrocharse la bragueta, pero al primer contacto con su desolado instrumento se oscureció su arrugado rostro. Recordó la fecha y comprendió que allí no encontraría nada serio antes de los dos próximos días. Para su edad, no estaba mal, pero volvió a su memoria aquel tiempo en que podía hacerlo hasta dos veces por semana. Esta reminiscencia le proporcionó algún consuelo y las sucias comisuras de su boca, que tenían la forma de esfínter de gallina, dibujaron una mueca de sonrisa, mientras un brillo mezquino parpadeó en sus ojos empañados.
Colocó seis ceniceros en la bandeja japonesa de cristal, que utilizaba generalmente para transportes de esa clase. Después, ateniéndose a la relación clavada con chinchetas detrás de la puerta del armario, eligió, una por una, cuatro postales para cada Consejero. Recordó, sin necesidad de comprobarlo, que el presidente prefería los grupos cíclicos con conexiones dobles, como consecuencia de sus estudios de química, y examinó admirativamente la primera postal, que reproducía un auténtico número acrobático. Sin entretenerse más, movió la cabeza con gesto cómplice y terminó rápidamente la selección.
2)
El barón Ursus de Janpolent rodaba en coche hacia el lugar donde había de celebrarse el Consejo.
3)
Alrededor de las diez menos cuarto, llegaron simultáneamente tres personajes, a los que el ujier saludó con respeto. Llevaban ligeras carteras de piel de cerdo apenas sobada, trajes de chaqueta cruzada, chalecos fantasía, aunque lisos y haciendo juego con la tela de los trajes, y sombreros del tipo bolero. Hablaban con mucha seriedad un lenguaje salpicado de inflexiones diáfanas y rotundas, levantando bastante la barbilla y manoteando con la derecha, que era la mano con la que no sostenían la cartera. Repárese, sin prejuzgar por ello el curso de los acontecimientos, en que dos de aquellas carteras se abrían mediante una cremallera que corría a lo largo de tres de sus cuatro lados, haciendo el cuarto de bisagra. La tercera cartera, de las de asa, constituía la vergüenza de su propietario, quien, cada tres minutos, aludía a la proyectada adquisición, aquella misma tarde, de una idéntica a las otras dos, bajo cuya condición los detentadores de las carteras de cremallera continuaban intercambiando con él definitorias inflexiones.
4)
Todavía quedaban por llegar dos Consejeros, sin contar al barón Ursus de Janpolent, que rodaba en coche hacia el lugar donde había de celebrarse el Consejo.
Uno de ellos, Agata Marion, penetró en el edificio a las diez y veintisiete. Se detuvo, se volvió y observó insistentemente, a la luz que entraba por la puerta, la puntera de su zapato derecho, que un importuno acababa de rasguñar; en el cuero lustrado se había levantado un triangulito de piel, que proyectaba una sombra de forma no triangular ya que tenía en cuenta el aparente reborde de la cosa, todo lo cual resultaba horrible de ver. Agata Marion se estremeció y, quitándose de encima con un movimiento de hombros las vibraciones de carne de oca que se agitaban entre sus omoplatos, volvió a girar sobre sí mismo. Reanudó la marcha, de pasada dijo buenos días al ujier y su primer pie encentó el plano ligeramente material de la puerta del Consejo, un minuto antes de la hora reglamentaria.
5)
El barón Ursus de Janpolent le seguía a tres metros de distancia.
6)
El último Consejero se retrasaba y la sesión empezó sin él. Lo que arrojaba un resultado de cinco personas y un ujier, más una persona retrasada, que también cuenta, o sea, siete en total, pero no en cifras redondas, ya que desgraciadamente para un número inferior a diez sólo existe una cifra redonda, que es el cero, y cero no es igual a siete.
– Señores, se abre la sesión. Tiene la palabra el ponente, quien nos expondrá, mucho mejor de lo que yo mismo podría hacerlo, cómo ha avanzado nuestro asunto desde la última reunión.
– Señores, les recuerdo que nuestra Sociedad, fundada por instigación del Director técnico Amadís Dudu, tiene por finalidad la construcción y explotación de un ferrocarril en Exopotamia.
– No estoy de acuerdo.
– Pero claro que sí, acuérdese.
– Sí, es cierto. Estaba equivocado.
– Señores, después de nuestra última sesión, el Director Dudu nos ha enviado una serie de importantes estudios, que los servicios técnicos, con la asistencia de uno de los más notables técnicos de esta Empresa, han examinado hasta sus últimos detalles. De todo ello se deduce la necesidad de enviar urgentemente a Amadís Dudu personal experto y algunos agentes ejecutivos.
– El secretario, de conformidad con lo acordado en la última sesión, quedó encargado del reclutamiento del personal y, ahora, nos va a informar del resultado de sus gestiones.
– Señores, he conseguido la colaboración en nuestro proyecto de uno de los más notables técnicos que actualmente existen en materia de ferrocarril.
– No estoy de acuerdo.
– Pero, vamos a ver, fíjese que el ponente no está hablando de eso.
– Ah, entonces, ¡perfectamente!
– Acabo de hacer referencia a Cornelius Onte.
– ¿Eso es todo?
– Desgraciadamente Cornelius Onte ha sido víctima de un accidente de automóvil. Sin embargo, gracias a las incesantes gestiones realizadas desde la fecha del accidente, he conseguido sustituir al notable técnico, que es el señor Onte, por un ingeniero de gran valía. Lo que es más, matando de un tiro dos pájaros y medio, he hecho firmar un contrato a otro ingeniero de talento y a una secretaria arrebatadora. Vean ustedes la postal número cuatro de las del señor Agata Marion; el rostro del ángulo superior izquierdo tiene un perfil, aunque deformado por la acción que ejerce, sensiblemente idéntico al de la mencionada secretaria.
– Señores, que circule esa postal.
– No estoy de acuerdo.
– Con sus constantes interrupciones, nos está usted haciendo perder el tiempo.
– Perdóneme, estaba pensando en otra cosa.
– Y ¿los agentes ejecutivos?
– El proyecto promete.
– Señores, el mismo día contraté también a un médico y a un interno, que nos resultarán muy valiosos cuando los accidentes de trabajo alcancen su máximo rendimiento.
– No estoy de acuerdo.
– Y ¿los agentes ejecutivos?
– De acuerdo con un convenio firmado sobre el terreno por el Director Dudu, la manutención y el alojamiento del personal técnico directivo estarán asegurados por el restaurante Barrizone.
– Señores, desde ahora mismo el trabajo efectuado por el secretario puede calificarse ya como fructífero. Por otra parte, les indico a ustedes que uno de mis sobrinos, Robert Gougnan du Peslot, me parece la persona ideal para asumir las funciones de Director comercial del asunto. Les propongo que él mismo se encargue de fijar sus emolumentos y de contratar a su secretaria.
– Perfectamente.
– En cuanto al personal técnico, se les podría asignar el sueldo que rige aquí, aumentado con una dieta por desplazamiento.
– No estoy de acuerdo.
– Por una vez, tiene razón.
– Pero, vamos, ¿qué es un técnico? No es alguien que requiera cualidades especiales. Basta con aplicar mecánicamente cosas sabidas que cualquiera enseña.
– Fuera la dieta por desplazamiento.
– Una pequeña dieta por desplazamiento.
– Hay que meditar el problema.
– Señores, se levanta la sesión.
– Devuélvame mi postal.
– No se ha hablado de los agentes ejecutivos.
– Se hablará de ellos en la próxima reunión.
– No estoy de acuerdo.
Todos se pusieron en pie, pero no al mismo tiempo, y, con un bullicio poco armonioso, abandonaron la sala. Conforme pasaban, el ujier les saludó y, arrastrando su pata chula, se aproximó con lentitud al lugar de la difunta reunión, que, sumido en una escandalosa humareda, apestaba.
"Parece estar suficientemente demostrado que los niños pequeños y los animalitos maman todo lo que se encuentra al alcance de su boca, por lo que es preciso enseñarles a mamar donde se debe."
(Lord Raglan. El tabú del incesto. Payot. 1935. página 29.)
Ana descubrió que su maleta pesaba mucho y se preguntó si no la habría atestado con demasiados artículos de segunda necesidad. No se respondió por pura mala fe, lo cual le hizo resbalar en el último escalón de la encerada escalera. Al lanzarse su pie hacia adelante, con movimiento concomitante su brazo derecho lanzó la maleta a través del vidrio del arco que coronaba el portal. Ana se levantó rápidamente franqueó el umbral de un salto y llegó a tiempo de recoger la maleta, cuando caía ya al otro lado de la puerta. El peso le dobló y, a consecuencia del esfuerzo efectuado, se le hinchó el cuello y se le saltó el botón de metal radioso de la camisa, que cinco años antes había adquirido en una verbena de caridad. De inmediato, el nudo de la corbata se aflojó y se deslizó varios centímetros. Había que empezar todo de nuevo. Recogió la maleta, a costa de un feroz esfuerzo la lanzó al otro lado del arco, corrió de espaldas para recogerla al pie de la escalera y con toda celeridad trepó marcha atrás los diez primeros escalones. Exhaló un suspiro de alivio, al sentir que el nudo de la corbata se apretaba de nuevo y que el botón de la camisa volvía a cosquillearle la nuez. Ana salió sin más tropiezos de su casa y comenzó a caminar por la acera.
Rochelle abandonaba también su apartamento, apresurándose por llegar a la estación antes de que el maquinista efectuase el disparo de salida. Por razones de economía, los Ferrocarriles Nacionales utilizaban pólvora vieja y mojada y apretaban el gatillo con media hora de antelación, para que el disparo se produjese aproximadamente a la hora fijada; ahora bien, algunas veces retumbaba casi al instante. Rochelle había tardado mucho en arreglarse para el viaje; el resultado era excepcional.
A través de la abertura de su ligero abrigo de una lana que rizaba el rizo, se vislumbraba un vestido verde tilo de corte muy simple. Las piernas de Rochelle se insertaban apretadamente dentro de un par de fino nylon y unos zapatos encuadernados en cuero salvaje servían de pedestal a sus delicados pies. A unos pasos de distancia la seguía su maleta, sostenida por su hermanito, que había acudido a prestarle benevolente ayuda y a quien Rochelle, para recompensarlo, le había confiado aquel trabajo de precisión.
El metro bostezaba allí cerca, absorbiendo con sus negras fauces a grupos de imprudentes. A intervalos, se producía el movimiento inverso y, penosamente, vomitaba un hato de individuos, pálidos y apocados llevando en sus ropas el olor de las entrañas del monstruo, que hieden vigorosamente.
Rochelle movía la cabeza a derecha e izquierda, buscando un taxi, ya que la posibilidad de ir en metro la espantaba. Con un ruido de succión, éste chupó ante los ojos de Rochelle a cinco personas, tres de las cuales eran de campo porque llevaban gansos en unas canastas, lo que obligó a Rochelle a cerrar los ojos para recuperarse. No aparecía un solo taxi. La oleada de coches y de autobuses que bajaban por la calle en pendiente le provocó un vértigo en tromba. Su hermanito la alcanzó en el momento en que, destrozada, iba a dejarse atrapar por una dentellada de la escalera insidiosa y consiguió retenerla, cogiéndola por el bajo del vestido. Este movimiento tuvo por efecto desvelar los arrebatadores muslos de Rochelle y algunos hombres cayeron desvanecidos. Rochelle remontó el escalón fatal y besó, agradecida, a su hermanito. Felizmente para ella, el cuerpo de uno de los que se habían conmovido cayó ante las ruedas de un taxi libre, cuyos neumáticos empalidecieron y se detuvieron.
Rochelle se abalanzó, dio la dirección al taxista y cogió la maleta que le arrojó su hermanito, quien se quedó viéndola alejarse y a quien, con la mano derecha, Rochelle enviaba besos a través de la ventanilla trasera, sobre cuyo cristal colgaba un perro de peluche macabro.
La reserva de asiento, adquirido por Angel la víspera, poseía unos números característicos y el conjunto de las indicaciones que suministraron sucesivamente cinco empleados a Rochelle concordó con la idea general que ella dedujo de la lectura de los letreros señalizadores. De esta manera, encontró sin dificultad su compartimento. Ana, que acababa de llegar, colocaba su maleta en la red de equipajes, con el rostro cubierto de sudor y, como su chaqueta yacía ya encima del asiento, Rochelle pudo admirar sus bíceps a través de las rayas de su camisa de lana. Ana la saludó besándole la mano, con una mirada resplandeciente de satisfacción.
– ¡Es maravilloso!, ha llegado usted puntual.
– Yo soy muy puntual -dijo Rochelle.
– Y, sin embargo, no tiene usted costumbre de trabajar.
– ¡Oh!, espero no adquirir demasiado de prisa esa costumbre.
Ana descubrió, de pronto, que Rochelle cargaba aún con la maleta y se la quitó de las manos, para colocarla en la red.
– Perdone, la estaba contemplando…
Rochelle sonrió. Le gustaba aquella disculpa.
– Ana…
– ¿Qué?
– ¿Será muy largo el viaje?
– Muy largo. Luego, tendremos que coger un barco y, después, otro tren y, a continuación, un coche para atravesar el desierto.
– Es maravilloso -dijo Rochelle.
– Es muy maravilloso.
Se sentaron uno junto a otro.
– Angel ha llegado ya -dijo Ana.
– Ah…
– Está comprando cosas de leer y de comer.
– ¿Cómo puede pensar en comer, cuando nosotros dos estamos aquí juntos…? -murmuró Rochelle.
– Eso a él no le produce el mismo efecto.
– Le aprecio mucho, pero no es nada poético.
– Está un poco enamorado de usted.
– No se preocuparía de las cosas de comer, entonces.
– No creo que piense en sí mismo -dijo Ana-. Quizá sí, pero yo no lo creo.
– A mí me resulta imposible pensar en algo que no sea en este viaje…, con usted…
– Rochelle… -dijo Ana, en voz muy baja.
– Ana…
– Me gustaría besarla.
Rochelle silenciosamente se apartó un poco.
– Ya lo ha estropeado. Es usted igual que todos los hombres.
– Quizá prefiriese oír que no me produce usted ningún efecto.
– Tampoco usted es poético -dijo Rochelle, con tono desilusionado.
– Es imposible ser poético con una muchacha tan bonita como usted.
– Lo que demuestra, como yo me imaginaba, que le gustaría besar a cualquier idiota.
– No sea así, Rochelle.
– ¿Cómo?
– Así… mezquina.
Ana se aproximó ligeramente, pero Rochelle permanecía enfurruñada.
– Yo no soy mezquina.
– Usted es adorable.
Rochelle deseaba mucho que Ana la besase, pero tenía que amaestrarlo un poco. No se puede dejarles hacer todo lo que quieran.
Ana no la tocaba, no quería precipitarse. Mejor, poco a poco. Y, además, ella era muy sensible. Muy dulce. Tan joven… Enternecedora. Nada de besarla en la boca. Vulgar. Caricias. Quizás en las sienes, quizás en los ojos. Detrás de la oreja. Lo primero, rodearla la cintura con un brazo.
– Yo no soy adorable.
Rochelle puso cara de ir a retirarle el brazo, que Ana acababa de pasarle por la cintura. Ana apenas se opuso. Si Rochelle hubiese querido, él lo habría retirado.
– ¿La molesto?
Ella no había querido.
– No me molesta. Es usted igual que todos los hombres.
– No es cierto.
– Resulta facilísimo adivinar lo que va a hacer.
– No -dijo Ana-, no la voy a besar, si usted no quiere.
Rochelle no contestó y bajó los ojos. Los labios de Ana estaban muy cerca de sus cabellos. Le hablaba al oído. Rochelle sentía su aliento, leve y contenido. Nuevamente se separó.
A Ana no le gustaba aquello. La última vez, en el coche, la cosa había ido sobre ruedas. Rochelle había consentido, pero ahora se estaba poniendo tarasca. No se puede chafar a un tipo cada vez que le entran las ganar de besar. Para ponerla en situación de receptividad, se acercó deliberadamente, le tomó la cabeza entre las manos y colocó los labios sobre su rosada mejilla. Sin apretar. Rochelle resistió poco y durante poco tiempo.
– No… -susurró.
– No quiero molestarla -dijo Ana inspiradamente.
Rochelle giró la cara y le abandonó su boca. Por jugar, le mordisqueó. Un muchacho tan grandullón… Hay que educarles. Oyó un ruido cerca de la puerta y, sin cambiar de posición, Rochelle miró qué podía ser. La espalda de Angel se alejaba por el pasillo del vagón.
Rochelle acariciaba la cabeza de Ana.
"…Sólo de vez en cuando sacaré alguna que otra de esas pequeñas máquinas, porque se está convirtiendo en un truco de mierda."
(Boris Vian, Pensamientos inéditos.)
Por la carretera volaba el profesor Mascamangas en un vehículo personal, ya que se dirigía a Exopotamia por sus propios medios. El resultado de dichos medios, en el límite de la exageración, desafiaba cualquier clase de descripciones, pero una de ellas recogió el guante y he aquí el resultado:
Aquello tenía: a la derecha y delante una rueda,
delante y a la izquierda, una rueda,
a la izquierda y detrás, una rueda,
detrás y a la derecha, una rueda,
en el centro,
y en un plano inclinado, de 45°, sobre el determinado por la unión de tres de los centros de esas ruedas (en el cual sucedía que se encontraba también la cuarta), una quinta rueda, a la que Mascamangas denominaba el volante. Bajo la influencia de esta última rueda, el conjunto se movía conjuntamente. Lo cual es muy natural.
En el interior, entre paredes de chapa y de hierro fundido, se habrían podido enumerar muchas y diferentes ruedas, pero poniéndose las manos perdidas de grasa.
También hay que citar: hierros, tapicería, faros, aceite, gasolina provinciana, un radiador, un eje llamado trasero, émbolos volubles, bielas, cigüeñal, magnetos y al interno, que, sentado al lado de Mascamangas, leía un buen libro: La Vida de Jules Gouffé, por Jacques Loustalot y Nicolás. Un extraño e ingenioso sistema, inspirado en el cortarraíces, registraba instantáneamente la velocidad directa de la totalidad, cuya aguja aferrente vigilaba Mascamangas.
– Esto va que echa chispas -dijo el interno, levantando los ojos y dejando el libro, al tiempo que se sacaba otro del bolsillo.
– Sí -dijo Mascamangas, cuya camisa amarilla resplandecía de gozo frente a aquel sol que les daba la cara.
– Llegaremos esta tarde -dijo el interno, que hojeaba rápidamente su nuevo libraco.
– Hasta que no lleguemos las asechanzas pueden multiplicarse.
– ¿Multiplicarse por cuánto? -preguntó el interno.
– Por nada -contestó Mascamangas.
– Entonces no se producirán asechanzas, porque cualquier cosa que se multiplique por nada da siempre nada.
– Me deja usted de una pieza. ¿Dónde ha aprendido eso?
– En este libro -dijo el interno.
Se trataba del Curso de Aritmética, de Brachet y Dumarqué. Mascamangas se lo arrancó al interno de las manos y lo lanzó por encima de la borda. El libro fue engullido por la cuneta, en medio de brillante chisporroteo.
– ¡Menuda la ha hecho…! Brachet y Dumarqué morirán irremisiblemente -y el interno rompió a llorar, con amargura.
– En peores se han visto -dijo Mascamangas.
– Eso es lo que usted cree. Todo el mundo quiere a Brachet y Dumarqué. Acaba usted de cometer un sortilegio a contrapelo. Está castigado por la ley.
– Y ¿poner una inyección de estricnina a sillas que no le han hecho a usted nada? -arguyó severamente el profesor-. Eso no está castigado por la ley, ¡eh!
– No era estricnina -sollozó el interno-. Era azul de metileno.
– Es parecido. Y deje de jorobarme o ya me encargaré yo de que lleve usted siempre sobre su conciencia esa muerte. Yo soy muy malvado -y Mascamangas rió.
– Verdaderamente -dijo el interno, sorbiéndose los mocos y pasándose una manga por la nariz-. Es usted un viejo inmundo.
– Lo hago adrede -replicó Mascamangas-. Para vengarme. Me sucede desde que Chloé murió.
– ¡Oh!, no piense más en ello.
– No puedo dejar de pensar en ello.
– Entonces, ¿por qué sigue usted llevando camisas amarillas?
– Eso a usted no le importa. Pero, aunque se lo repita quince veces al día, sigue usted metiéndose en lo que no le importa.
– Aborrezco sus camisas amarillas. Estar viéndolas constantemente le estraga a uno el amor al prójimo.
– Yo no las veo -dijo Mascamangas.
– Por supuesto -dijo el interno-. Pero yo, sí.
– A usted que le den… Ha firmado usted un contrato, ¿no?
– ¿Me está usted haciendo chantaje?
– De ninguna manera. La verdad es que le necesitaba a usted.
– ¡Pero si yo soy nulo en medicina!
– De acuerdo -ratificó el profesor-. Es un hecho. Usted es una nulidad en medicina. Más bien, diría yo, una nulidad nociva. Pero necesito a un muchacho robusto para dar vueltas a la hélice de mis modelos a escala reducida.
– Eso no cuesta nada. Podría haber contratado a cualquiera. Con un cuarto de vuelta, arrancan.
– Eso es lo que usted opina… Con un motor de explosión, me lo creo; pero los fabricaré también de caucho. ¿Sabe usted lo que es arrancar un motor de caucho de tres mil revoluciones?
– Hay sistemas para todo -el interno se removió en su asiento-. Con una devanadera, tampoco es cosa del otro mundo.
– Nada de devanaderas -dijo el profesor-. Descuajaringan las hélices.
El interno se puso ceñudo. Ya no lloraba. Gruñó algo.
– ¿Qué?
– Nada.
– Nada por nada -dijo Mascamangas- da siempre nada.
Continuó riendo, mientras el interno medio se volvía hacia la portezuela fingiendo dormir, y apretó el acelerador cantando alegremente.
El sol había girado y sus rayos alcanzaban ahora oblicuamente al coche, que, a un observador situado en condiciones adecuadas, se le habría aparecido como un objeto refulgente sobre fondo negro, ya que Mascamangas aplicaba así los principios de la ultramicroscopia.
El barco costeaba el espigón, para tomar impulso y salvar la barra. A punto de estallar de tan repleto que iba con material y gente para Exopotamia, casi tocaba fondo cada vez que tenía la desgracia de navegar entre dos olas. Ana, Rochelle y Angel ocupaban a bordo tres camarotes incomodísimos. El director comercial, Robert Gougnan du Peslot, no formaba parte del pasaje, ya que debía llegar una vez finalizada la construcción del ferrocarril. Mientras tanto, percibiría sus emolumentos, sin abandonar su antiguo puesto.
El capitán recorría el entrepuente a lo largo y a lo ancho, buscando su bocina de órdenes; no conseguía echarle la zarpa encima y, si el navío continuaba en aquella dirección falto de nuevas órdenes, se estrellaría contra La Peonza, un arrecife célebre por su ferocidad. Por fin descubrió, agazapado detrás de un rollo de maroma, el chisme, que acechaba el paso de una gaviota para lanzarse sobre ella. El capitán empuñó la bocina, galopó pesadamente a lo largo de la crujía, subió la escalera que conducía al puente, primero, y siguió ascendiendo hasta la pasarela. Ya era hora, porque precisamente acababa de avistarse La Peonza.
Hinchadas olas espumeantes corrían unas tras otras y por poco que el barco rolase, aunque nunca en el sentido de su rumbo, tampoco le ayudaban a avanzar más de prisa. Un viento fresco, saturado de diversas especies de icneumónidos y de iodo, se abismaba en los repliegues auriculares del timonel, produciendo una nota fina, como el canto del chorlito, próxima al re sostenido.
La tripulación digería lentamente la sopa de galleta podrida -o mazamorra- de mar interior, que el capitán conseguía del gobierno por un favor especial. Peces imprudentes se lanzaban, cabizbajos, contra el casco y los pasajeros que realizaban su primer viaje por mar y, principalmente, a Didiche y a Oliva. Oliva era hija de Marin y Didiche, hijo de Carlo. Marin y Carlo eran los dos agentes ejecutivos contratados por la Compañía. Tenían otros hijos, pero, por el momento, iban bien ocultos en los recovecos del barco, ya que les quedaba mucho por descubrir, tanto sobre el propio barco como sobre ellos mismos. El capataz Arland formaba parte del pasaje. Un cerdo asqueroso.
El estrave -o remate a proa de la quilla- aplastaba las olas como un pasapurés, ya que las formas comerciales del navío no propiciaban la velocidad pura. No obstante, el efecto causado en el alma de los espectadores resultaba elegante, a causa de que el agua de mar es salada y la sal lo purifica todo. Como es de ley, las gaviotas gritaban sin parar y jugaban a dar vueltas a palo seco alrededor del palo mayor; después, se colocaron todas en hilera sobre la cuarta verga, arriba, a la izquierda, para ver pasar a un cormorán que ensayaba un vuelo invertido.
En ese momento, Didiche, para aprendizaje de Oliva, caminaba cabeza abajo sobre las manos y el cormorán, viendo aquello, se desconcertó; quiso remontar el vuelo y se lanzó en la dirección equivocada. Su cabeza golpeó fuerte contra las tablas de la pasarela, lo que provocó un ruido áspero. Cerró los ojos, porque el dolor le obligaba a guiñarlos, y comenzó a sangrar por el pico. El capitán se volvió y, encogiéndose de hombros, le ofreció un pañuelo mugriento.
Oliva había visto caer al cormorán y corrió a preguntar si podía cogerlo entre sus brazos. Didiche seguía caminando cabeza abajo y pidió a Oliva que se fijase en lo que iba a hacer, pero Oliva ya no estaba allí. Didiche se puso en pie y maldijo sin ostentación, mediante una palabrota soez, pero muy proporcionada a las circunstancias; luego, fue a buscar a Oliva, sin apresurarse, porque las mujeres siempre exageran. Cada dos pasos aproximadamente, palmeaba con su sucia mano la batayola -o barandilla de madera- que resonaba en toda su longitud, produciendo una vibrante batahola, y que al mismo tiempo le sugirió la idea de cantar cualquier cosa.
Al capitán, a quien le horrorizaba el autoritarismo, le gustaba mucho que fuesen a molestarlo cuando se encontraba en la pasarela, porque allí estaba rigurosamente prohibido hablar con el conductor. Sonrió a Oliva, de quien apreciaba sus torneadas piernas, sus rígidos y rubios cabellos, y su jersey excesivamente ceñido, con aquellas dos recientes hinchazones en la parte delantera, que Jesusito-de-mi-vida acababa de regalarle hacía tres meses. Justo en esos momentos, el barco costeaba La Peonza y el capitán se llevó a los labios la bocina de órdenes, deseoso de provocar la admiración de Oliva y de Didiche, cuya cabeza acababa de aparecer por la escalerilla de hierro. Se puso a dar grandes gritos. Oliva no comprendía nada de lo que gritaba el capitán y el cormorán tenía ya un espantoso dolor de cabeza.
El capitán apartó la bocina de su boca y se volvió hacia los niños, con una sonrisa satisfecha.
– ¿A quién llama usted, señor? -preguntó Oliva.
– Llámame capitán -dijo el capitán.
– Pero usted -repitió Oliva-, ¿a quién llama?
– Al náufrago -explicó el capitán-. Hay un náufrago en La Peonza.
– ¿Qué es La Peonza, capitán? -preguntó Didiche.
– Ese enorme arrecife -respondió el capitán.
– Y ¿está siempre ahí? -preguntó Oliva.
– ¿Qué? -preguntó el capitán.
– El náufrago -explicó Didiche.
– Sin duda alguna -dijo el capitán.
– ¿Por qué? -preguntó Oliva.
– Porque es idiota -contestó el capitán-. Y también, porque sería muy peligroso ir a buscarlo.
– ¿Muerde? -preguntó Didiche.
– No, pero es muy contagioso -contestó el capitán.
– ¿Qué es lo que tiene? -preguntó Oliva.
– No se sabe -informó el capitán, quien levantó de nuevo la bocina hasta sus labios, gritó dentro de ella y, a un cable de distancia -o ciento veinte brazas-, cayeron fulminadas unas moscas marinas.
Oliva y Didiche, acodados a la barandilla de la pasarela, observaban a unas voluminosas medusas que giraban a gran velocidad sobre ellas mismas, provocando vórtices en los que terminaban por ser atrapados los peces imprudentes, método inventado por las medusas australianas y que esa temporada se había puesto de moda en la costa.
El capitán dejó la bocina a su alcance y se entretuvo viendo cómo el viento dividía los cabellos de Oliva mediante una línea blanca a lo largo de su redonda cabeza. Intermitentemente la falda se le subía hasta medio muslo y restallaba en torno a sus piernas.
El cormorán, entristecido porque no le hacían caso, gimió dolorosamente. Oliva recordó de repente a qué había venido a la pasarela y se dirigió hacia el pobre herido.
– Capitán -preguntó-, ¿puedo cogerlo?
– ¡Naturalmente! -contestó el capitán-, si no tienes miedo de que te muerda.
– Pero los pájaros no muerden -dijo Oliva.
– ¡Vaya, vaya, vaya! -dijo el capitán-. Ese no es un pájaro corriente.
– Entonces, ¿qué es? -preguntó Didiche.
– No lo sé -respondió el capitán-, lo cual prueba suficientemente que no es un pájaro corriente, porque a los pájaros corrientes los conozco bien. A saber: la picaza, la mosquita muerta y el escobén, y la codorniz cuajada y, además, la molienda, el gavilucho y el milculo, la abutarda y el cantropo, y el verderón de playa, el rompeojos y la conchita; aparte de éstos, pueden citarse la gaviota y la gallina vulgar, que en latín la llaman cocota deconans.
– Caray… -murmuró Didiche-. Cuántas cosas sabe usted, capitán.
– Porque he estudiado -dijo el capitán.
Oliva, por su cuenta, había cogido el cormorán entre sus brazos y lo mecía, diciéndole gansadas para consolarlo. Completamente satisfecho, el cormorán se ovillaba en sus propias plumas y ronroneaba como un tapir.
– Ya ve usted, capitán, lo mono que es -dijo Oliva.
– Entonces es un gavilucho -dijo el capitán-. Los gaviluchos son pájaros encantadores, como todo el mundo sabe. Viene en el anuario ornitológico.
Jactancioso, el cormorán compuso, con la cabeza, una actitud graciosa y distinguida. Oliva lo acarició.
– ¿Cuándo llegaremos, capitán? -preguntó Didiche, que quería mucho a los pájaros, pero no tanto.
– Queda lejos -contestó el capitán-. Todavía nos falta un buen rato. Vosotros, ¿adónde vais?
– Vamos a Exopotamia -dijo Didiche.
– ¡Leñe! -dijo el capitán-. Voy a dar, en vuestro honor, un golpe de timón -lo hizo tal como lo había prometido y Didiche le dio las gracias-. ¿Están a bordo vuestros padres?
– Sí -contestó Oliva-. Carlo es el papá de Didiche y Marin es mi padre propio. Yo tengo trece años y Didiche tiene trece años y medio.
– ¡Vaya, vaya! -dijo el capitán.
– Van a construir un ferrocarril completamente ellos solos.
– Y nosotros vamos también.
– Menuda potra que tenéis -dijo el capitán-. Si yo pudiera, me iba con vosotros. Estoy harto de este barco.
– ¿No es divertido ser capitán?
– ¡Oh, no! -dijo el capitán-. Es un oficio de contramaestre.
– Como el capataz Arland, que ése sí que es un cerdo asqueroso -aseguró Didiche.
– Te van a regañar -dijo Oliva-. No se deben decir esas cosas.
– No tiene importancia -dijo el capitán-. Yo no voy a ir repitiéndolo por ahí. Estamos entre hombres.
Y acarició las nalgas de Oliva, quien, halagada por haber sido equiparada a un hombre, lo consideró como una de esas pruebas de amistad que se testimonian entre sí los machos. La cara del capitán estaba totalmente roja.
– Véngase con nosotros, capitán -propuso Didiche-. Seguramente les alegrará que usted forme parte del equipo.
– Sí -dijo Oliva-, será muy divertido. Nos contará usted historias de piratas y jugaremos a los abordajes.
– ¡Buena idea! -dijo el capitán-. ¿Tú crees que tienes bastante fuerza para esa clase de juegos?
– Ah, ya le entiendo -dijo Oliva-. Toque, tóqueme los brazos.
El capitán la atrajo hacia sí y la manipuló los hombros.
– Puede valer -dijo el capitán, pronunciando con dificultad.
– Es una chica -dijo Didiche-. No podrá pelear.
– ¿En qué conoces tú que es una chica? -dijo el capitán-. No será por esos dos pequeñitos artilugios.
– ¿Qué artilugios? -preguntó Didiche.
– Estos… -dijo el capitán, tocándolos para señalárselos a Didiche.
– Tampoco son tan pequeños -dijo Oliva.
Como demostración y después de haber colocado a su lado al cormorán dormido, Oliva abombó el pecho.
– Claro que no son tan pequeños -rezongó el capitán y, con un gesto, le ordenó se acercase-. Si tú tiras de estas cositas todas las mañanas -dijo, bajando la voz-, engordarán aún más.
– ¿Cómo? -dijo Oliva.
A Didiche no le gustaba que el capitán se pusiese tan rojo como se estaba poniendo y que las venas le resaltasen en la frente. Miró hacia otro sitio con aire molesto.
– Así… -dijo el capitán.
Y, luego Didiche oyó que Oliva, llorando, se quejaba de que el capitán la pellizcaba. Oliva forcejeaba y el capitán la sujetaba haciéndole daño. Didiche cogió la bocina y, con todas sus fuerzas, le propinó un golpe en la cara al capitán, quien soltó a Oliva, renegando.
– ¡Largo de aquí, desgraciados! -berreó el capitán, en cuyo rostro, y justo donde Didiche había dirigido el golpe, apareció una mancha.
Gruesas lágrimas caían por las mejillas de Oliva, mientras se sostenía los pechos que el capitán acababa de pellizcarle. Descendió por la escalerilla de hierro. Didiche la siguió; se encontraba lleno de ira, furioso y humillado, sin saber por qué con exactitud, y experimentaba la sensación de que acababa de ser víctima de un embarque. El cormorán voló por encima de sus cabezas, lanzado de una patada por el capitán, y se estrelló ante ellos. Oliva, agachándose, lo recogió. Seguía llorando sin parar. Didiche le rodeó el cuello con un brazo, le separó, con la otra mano, los amarillos pelos que se le pegaban a la cara mojada y la besó en la mejilla con la mayor suavidad que pudo. Oliva dejó de llorar, miró a Didiche y bajó los ojos. Oliva mantenía estrechamente abrazado al cormorán y Didiche la abrazaba a ella.
Angel subió al puente. El barco navegaba ahora en mar abierta y el viento de mar ancha lo recorría a lo largo, lo cual formaba una cruz, fenómeno normal ya que el reino del Papa se aproximaba.
Ana y Rochelle acababan de encerrarse en uno de sus camarotes y Angel había preferido marcharse; sin embargo, resultaba bastante agotador pensar en otra cosa. Ana seguía siendo tan amable como siempre con él. Lo más terrible era que Rochelle, también. Pero los dos, en el mismo camarote, no iban a hablar de Angel. No iban a hablar. No iban a… Quizá, sí… Quizás iban a…
El corazón de Angel latía muy fuerte, porque pensaba en Rochelle sin nada encima, tal como estaría allí abajo, en el camarote, con Ana, puesto que de haber sido con algo encima, no habrían cerrado la puerta.
Desde hacía varios días, Rochelle miraba a Ana de una manera que a Angel le resultaba muy desagradable, con unos ojos parecidos a los de Ana, cuando Ana la había besado en el coche, ojos un poco húmedos, horribles, ojos que babeaban, con párpados como flores ajadas de pétalos ligeramente aplastados, esponjosos y translúcidos.
El viento cantaba en las alas de las gaviotas y se enganchaba en esas cosas que sobresalen de los puentes de los barcos, dejando en cada rugosidad salpicaduras de vapor, como en la pluma del Mont-Blanc. El sol, al reflejarse en el mar parpadeante y a trozos blanca, hacía aguas. Y olía muy bien a estofado de foca con salsa blanca y a mariscos con vino blanco. En la sala de máquinas los pistones pistaban consistentemente y el casco vibraba con regularidad. Un vaho azul se elevaba a través de las láminas de la claraboya de ventilación de la sala de máquinas, que el viento desvanecía instantáneamente. Angel contemplaba todo aquello (la verdad es que darse una vuelta por el mar consuela algo) y, además, el suave siseo del agua, las veladuras de la espuma sobre el casco, los gritos de las gaviotas y los chasquidos de sus alas, se le subían a la cabeza y su sangre se aligeró y, a pesar de Ana, abajo, con Rochelle, se puso a burbujear como si fuese champán.
El aire era amarillo claro y azul turquesa pálido. Los peces seguían golpeándose de cuando en cuando contra el casco. A Angel le habría gustado bajar y ver si no abollaban peligrosamente las ya viejas chapas. Pero abandonó tal deseo y dejó de ver también, en imágenes, a Rochelle y Ana, porque el sabor del viento era maravilloso y el alquitrán mate que cubría el puente tenía grietas brillantes, como nervaduras de hojas caprichosas. Angel se dirigió hacia la proa, con intención de acodarse en la barandilla. Inclinados sobre ella, Oliva y Didiche observaban los graciosos haces de espuma, que ponían blancos bigotes al estrave, lugar curioso para unos bigotes. Didiche seguía teniendo abrazada por el cuello a Oliva y el viento enmarañaba los cabellos de los niños y les cantaba su canción al oído. Angel se detuvo y se acodó junto a ellos. Al percibir su presencia, Didiche le miró con un aire receloso, que se amansó poco a poco; sobre las mejillas de Oliva, Angel descubrió huellas secas de lágrimas, mientras que la niña aún se sorbía, con el brazo en las narices.
– ¿Qué? -preguntó Angel-. ¿Estáis contentos?
– No -contestó Didiche-. El capitán es un maricón.
– ¿Qué os ha hecho? -preguntó Angel-. ¿Os ha echado del puente de mando?
– Ha querido hacerle daño a Oliva. La ha pellizcado ahí.
Oliva puso una mano en el lugar designado por Didiche y sorbió con abundancia.
– Todavía me duele.
– Es un purco -dijo Angel, furioso contra el capitán.
– Yo le he arreado un buen golpe en los hocicos con el embudo -advirtió Didiche.
– Sí -dijo Oliva-, fue divertido.
Se echó a reír muy suavemente y Angel y Didiche rieron también, imaginándose la cara del capitán.
– Si vuelve a intentarlo, decídmelo a mí, que le parto la jeta.
– Usted, por lo menos -observó Didiche-, es de fiar.
– Quería besarme -dijo Oliva-, y olía a vino tinto.
– No irá a pellizcarla usted también… -se alarmó repentinamente Didiche, ya que de los adultos no se puede fiar uno de buenas a primeras.
– No tengas miedo -dijo Angel-. No la pellizcaré y no intentaré besarla.
– Oh -dijo Oliva-, me gustaría mucho que me besase usted. Pellizcos no, porque duelen.
– A mí -advirtió Didiche- no me hace ninguna gracia que bese usted a Oliva. Lo puedo hacer muy bien yo mismo.
– Estás celoso, ¿eh? -dijo Angel.
– En absoluto.
Las mejillas de Didiche adquirieron un bonito color púrpura, mientras miraba deliberadamente por encima de la cabeza de Angel, lo que le obligó a doblar el cuello hacia atrás hasta un ángulo muy incómodo. Angel, riendo, atrapó a Oliva por los sobacos, la levantó en el aire y la besó en ambas mejillas.
– Bueno -dijo, volviéndola a bajar al suelo-, ahora ya somos compinches. Chócala.
Didiche tendió su sucia garra de mala gana, pero la expresión de Angel le calmó.
– Se aprovecha, porque es más viejo que yo. Aunque, después de todo, me importa un rábano. Yo la he besado antes que usted.
– Te felicito. Eres un hombre de buen gusto. Es muy agradable besarla.
– Usted, ¿va también a Exopotamia? -preguntó Oliva, que prefería cambiar de conversación.
– Sí -respondió Angel-. He sido contratado como ingeniero.
– Nuestros padres -dijo Oliva, con orgullo-, son agentes ejecutivos.
– Ellos hacen todo el trabajo -sentenció Didiche-. Siempre están diciendo que, si a los ingenieros los dejasen completamente solos, los ingenieros no podrían hacer nada.
– Tienen razón -aseguró Angel.
– Y, por otra parte, también viene el capataz Arland -concluyó Oliva.
– Que es un cerdo asqueroso -precisó Didiche.
– Ya veremos -dijo Angel.
– ¿Es usted el único ingeniero? -preguntó Oliva.
Entonces Angel recordó que Ana y Rochelle estaban abajo, juntos en el camarote. Y el viento refrescó. El sol empezó a ocultarse. El barco se movía mucho más. Los gritos de las gaviotas se hicieron agresivos.
– No -dijo, con esfuerzo-. Viene también un amigo mío. Está abajo…
– ¿Cómo se llama? -preguntó Didiche.
– Ana -respondió Angel.
– Vaya coña… -observó Didiche-. Tiene nombre de perro.
– Es un bonito nombre -dijo Oliva.
– Es nombre de perro -repitió Didiche-. Resulta idiota, un tipo con nombre de perro.
– Resulta idiota -dijo Angel.
– ¿Quiere usted ver a nuestro cormorán? -le propuso Oliva.
– No -dijo Angel-, más vale no despertarlo.
– ¿Hemos dicho algo que le haya molestado? -preguntó quedamente Oliva.
– Claro que no -dijo Angel, que colocó una mano sobre los cabellos de Oliva, acarició su redonda cabeza y, después, suspiró.
En lo alto, el sol dudaba en volver a salir.
"…no siempre es malo echarle un poco de agua al vino…"
(Marcelle Véton, Tratado de calefacción, Dunod editor, Tomo I, página 145.)
Alguien golpeaba la puerta de Amadís Dudu desde hacía ya sus buenos cinco minutos. Amadís miraba su reloj, calculando cuánto tiempo debía aún transcurrir antes de que su paciencia se agotase. A los seis minutos con diez segundos se irguió y pegó un formidable puñetazo sobre la mesa.
– ¡Entre! -rugió, con voz rabiosa.
– Soy yo -dijo Atanágoras, empujando la puerta-. ¿Le molesto?
– Naturalmente -dijo Amadís, haciendo sobrehumanos esfuerzos para calmarse.
– Perfecto -dijo Atanágoras-, así no olvidará usted mi visita. ¿No ha visto usted a Dupont?
– No, por supuesto que no he visto a Dupont.
– ¡Oh, está usted bueno…! ¿Por dónde andará entonces?
– ¡Cristo…! -dijo Amadís-. ¿Soy yo o es Martín quien se beneficia a Dupont? ¡Pregúntele a Martín!
– ¡Está bien!, eso es todo lo que quería saber -respondió Ata-. ¿Así que no ha conseguido usted todavía seducir a Dupont?
– Escuche, no tengo tiempo que perder. Los ingenieros y el material llegan hoy y estoy en pleno follón.
– Habla usted como Barrizone. Debe de ser usted influenciable.
– Váyase a tomar por detrás. Sólo porque he tenido la desgracia de plagiar a Barrizone una expresión diplomática, me acusa usted de ser influenciable… ¿Influenciable yo? Me hace usted regocijarme, mire -Amadís se puso a regocijarse, pero Atanágoras le contemplaba y eso le enfureció de nuevo-. En lugar de quedarse ahí, mejor haría ayudándome a prepararlo todo, para recibirlos.
– ¿Preparar qué? -preguntó el arqueólogo.
– Preparar los despachos. Vienen aquí a trabajar. ¿Cómo quiere usted que trabajen, si no tienen despachos?
– Yo trabajo bien sin despacho -dijo Atanágoras.
– ¿Que usted trabaja…? ¿Usted…? Espero que reconozca que sin un despacho no es posible un trabajo serio.
– Tengo la impresión de que trabajo tanto como cualquiera -dijo Atanágoras-. ¿Cree usted que no pesa un martillo arqueológico? Y pasarse el día rompiendo vasijas para meterlas luego en cajas standard, según usted, ¿qué es?, ¿una broma? Y vigilar a Lardier y maldecir a Dupont y escribir mi diario de a bordo y estudiar la dirección en que hay que excavar, ¿qué?, ¿todo eso no es nada?
– Todo eso no es serio -dijo Amadís Dudu-. Redactar notas de servicios y enviar informes, ¡eso es lo bueno! Pero ¿hacer agujeros en la arena…?
– Y ¿qué es lo que va a conseguir, a fin de cuentas, con sus notas y con sus informes? Pues va a fabricar un despreciable ferrocarril, hediondo y herrumbroso, que llenará todo de humo. No digo que no servirá para nada, pero tampoco fabricar un ferrocarril es un trabajo de despacho.
– Podría considerar usted más bien que el proyecto ha sido aprobado por el Consejo de Administración y por Ursus de Janpolent -dijo Amadís, con suficiencia-. Y que no es usted quien para juzgar su utilidad.
– Me tiene usted harto -dijo Atanágoras-. En el fondo, usted es un homosexual. Yo no debería frecuentarlo.
– No corre ningún peligro -dijo Amadís-. Es usted demasiado viejo. Dupont, ¡ése es otra cosa!
– ¡Qué pesadez con Dupont! Bueno, ¿qué está esperando hoy?
– A Angel, Ana, Rochelle, un capataz, dos agentes ejecutivos con sus familias y el material. El doctor Mascamangas llegará por sus propios medios, con un interno, y dentro de poco se incorporará un mecánico llamado Cruc. Reclutaremos sobre el terreno a los otros cuatro agentes ejecutivos indispensables, si hay ocasión, pero tengo el convencimiento de que no habrá ocasión.
– Pues representa una considerable cantidad de trabajadores.
– En caso de necesidad -advirtió Amadís-, corromperemos a los de su equipo, ofreciéndoles mayores salarios.
Atanágoras miró a Amadís y se echó a reír.
– Resulta usted divertido con la manía de su ferrocarril.
– ¿Qué tengo yo de divertido? -preguntó Amadís, contrariado.
– ¿Cree que podrá corromper a mi equipo así, por las buenas?
– Con toda seguridad. Les ofreceré una prima por aumento de productividad, beneficios sociales, un comité de empresa, un economato y una enfermería.
Afligido, Atanágoras sacudió su cabeza encanecida. Tanta maldad le confundía con la pared y Amadís creyó verle desaparecer, si está permitido expresarse así. Con un esfuerzo de acomodación, le hizo surgir de nuevo en medio de su baldío campo visual.
– No lo conseguirá usted -aseguró Atanágoras-. Mis hombres no están locos.
– Ya lo verá -dijo Amadís.
– Trabajan conmigo por nada.
– Razón de más.
– Aman la arqueología.
– Amarán la construcción de ferrocarriles.
– Basta -dijo Atanágoras- y conteste sí o no: ¿ha hecho usted la carrera de Ciencias Políticas?
– Sí -contestó Amadís.
Atanágoras permaneció silencioso durante algunos instantes y, por fin, dijo:
– A pesar de todo. Usted tiene que estar predispuesto. Las Ciencias Políticas no son una explicación suficiente.
– No sé lo que quiere decir, pero tampoco me interesa. ¿Me acompaña? Llegan dentro de veinte minutos.
– Le acompaño -dijo Atanágoras.
– ¿Puede decirme si estará esta tarde Dupont en su campamento?
– ¡Oh! -dijo Atanágoras, abrumado-. Déjeme usted en paz de una puñetera vez con Dupont.
Amadís refunfuñó y se puso en pie. Su oficina ocupaba ahora una habitación en el primer piso del restaurante Barrizone, desde cuya ventana se veían las verdes y rígidas hierbas, a las que se adherían pequeños caracoles de color amarillo encendido y lucíferas de arena de cambiantes irisaciones.
– Venga -dijo a Atanágoras y pasó insolentemente el primero.
– Le sigo -dijo el arqueólogo-, pero eso no impide que hiciese usted de menos a sus superiores cogiendo el 975…
Amadís Dudu se sonrojó, lo cual, mientras bajaban por la fresca y penumbrosa escalera, iluminó algunos objetos de cobre brillante.
– ¿Cómo lo sabe?
– Soy arqueólogo. Para mí no existen secretos enterrados.
– Usted es arqueólogo, de acuerdo -asintió Amadís-, pero usted no es vidente.
– No me discuta -dijo Ata-. Es usted un joven mal educado… Quiero ayudarle a recibir a su personal, pero está usted mal educado. No se puede hacer nada, porque usted lo está mal, pero también está educado. Ese es el inconveniente.
Llegaron al pie de la escalera y atravesaron el pasillo. En el vestíbulo, Pippo, como siempre, leía el periódico, sentado detrás del mostrador de recepción, y movía la cabeza, rezongando en su dialecto.
– Hola, La Pipa -dijo Amadís.
– Buenos días -dijo Atanágoras.
– Bon giorno -dijo Pippo.
Amadís y Atanágoras salieron del hotel. Hacía un calor seco y el aire ondulaba sobre las dunas amarillas.
Se dirigieron hacia la más alta, una sólida giba de arena, coronada de matojos verdes, desde la que se distinguía una gran extensión a la redonda.
– ¿Por dónde vendrán? -se preguntó Amadís.
– Oh, pueden llegar por cualquier lado. Basta con que se hayan equivocado de camino -girando sobre sí mismo, el arqueólogo observó con atención y se detuvo, cuando el plano de simetría cortó la línea de los polos-. Por allí -dijo, señalando al norte.
– ¿Dónde queda eso? -preguntó Dudu.
– Abra bien sus relicarios -dijo Ata, utilizando la jerga arqueológica.
– Ya veo -dijo Amadís-. Sólo viene un coche. Debe de ser el del profesor Mascamangas -no se distinguía todavía nada más que un brillante puntito verde y, detrás, una polvareda-. Llegan puntuales.
– Eso no tiene ninguna importancia -dijo Atanágoras.
– Ah, ¿no? Y ¿el reloj de fichar la entrada y la salida?
– Pero ¿no viene con el material?
– Sí -dijo Amadís-, pero, mientras no llegue, yo mismo haré de reloj fichador.
Atanágoras le contempló con estupefacción.
– Pero ¿qué estómago tiene usted?
– Uno normal, lleno de porquerías, como el de todo el mundo -dijo Amadís, volviéndose hacia la dirección contraria-, de tripas y de mierda. Ahí están los otros -anunció.
– ¿Vamos a su encuentro? -propuso Atanágoras.
– Es imposible. Vienen en direcciones opuestas.
– ¿No podríamos ir cada uno por un lado?
– ¡Vaya idea, hombre…!, para que se ponga usted a contarles chismes… Ante todo, tengo órdenes que cumplir. Debo recibirlos yo, personalmente.
– Perfecto -dijo Atanágoras-. Me voy y déjeme en paz de una puñetera vez.
Y dejó allí plantado a un Amadís aturdido, cuyos pies comenzaron a echar raíces, ya que, bajo la capa superficial de arena, en aquel terreno todo prendía rápido. Después, Atanágoras descendió la duna, dirigiéndose al encuentro del convoy más numeroso.
Mientras tanto, el vehículo del profesor Mascamangas avanzaba a gran velocidad entre hoyos y montículos. El interno, doblado en tres a causa de sus náuseas, apretaba la cara contra una toalla mojada, hipado con la más abyecta inconveniencia. Mascamangas, que no se dejaba abatir por tan poca cosa, canturreaba alegremente una cancioncilla americanoide, titulada Show me the way to go home, totalmente apropiada a la circunstancia tanto por su letra como por su música. En la cima de una gran elevación del terreno, encadenó hábilmente con Taking a chance for love, de Vernon Duke, y el interno gimió como para compadecer a un traficante de cañones contra el granizo. Luego, Mascamangas aceleró durante la bajada y el interno enmudeció, ya que no le era posible gemir y vomitar al mismo tiempo, grave carencia debida a una educación demasiado burguesa.
Con un último ronquido del motor y un último estertor del interno, Mascamangas frenó por fin ante Amadís, que seguía, con mirada enfurecida, la progresión del arqueólogo hacia el convoy.
– Buenos días -dijo Mascamangas.
– Buenos días -dijo Amadís.
– Gruahaaa… -dijo el interno.
– Ha llegado usted a su hora -testimonió Amadís.
– No -dijo Mascamangas-, he llegado con anticipación. Al grano, ¿por qué no lleva usted camisas amarillas?
– Son horribles -dijo Amadís.
– Sí -dijo Mascamangas-, reconozco que con ese color terroso que tiene usted sería un desastre. Únicamente se lo pueden permitir los hombres guapos.
– ¿Se considera usted un hombre guapo?
– Ante todo, podría usted darme el título que me corresponde. Soy el profesor Mascamangas y no un cualquiera.
– Cuestión accesoria. En todo caso, yo encuentro a Dupont más guapo que a usted.
– Profesor -completó Mascamangas.
– Profesor -repitió Amadís.
– O doctor, como quiera. Supongo que es un pederasta, ¿no?
– ¿Es que no le pueden gustar a uno los hombres sin ser pederasta? -dijo Amadís-. En el fondo, son todos ustedes unos mierdas…
– Y usted es un grosero indecente -dijo Mascamangas-. Afortunadamente no estoy a sus órdenes.
– Usted está a mis órdenes.
– Profesor -dijo Mascamangas.
– Profesor -repitió Amadís.
– No -dijo Mascamangas.
– ¿Cómo que no? -dijo Amadís-. Digo lo que usted me dice que diga y a continuación me dice usted que no diga lo que digo.
– Que no, que yo no estoy a sus órdenes.
– Sí.
– Sí, profesor -dijo Mascamangas y Amadís lo repitió-. Tengo un contrato y no estoy a las órdenes de nadie. Es más, soy yo quien da las órdenes desde el punto de vista sanitario.
– No me habían advertido, doctor -dijo Amadís, poniéndose lisonjero.
– Ah -dijo el profesor-, ya veo que se me está usted acaramelando.
Amadís se pasó la mano por la frente; comenzaba a tener mucho calor. El profesor Mascamangas se acercó a su coche y ordenó:
– Venga a ayudarme.
– Imposible, profesor -contestó Amadís-. El arqueólogo me ha dejado aquí plantado y no puedo trasplantarme.
– No diga idioteces. Eso es sólo una manera de escribir las cosas.
– Usted ¿cree? -dijo Amadís, con ansiedad.
– ¡Uuu…! -dijo el profesor, soplando bruscamente la cara de Amadís, quien, lleno de miedo, salió corriendo-. ¡¿Lo ve usted?! -le gritó Mascamangas.
Amadís volvió a aproximarse, con expresión envenenada.
– ¿Puedo ayudarle, profesor? -propuso.
– ¡Por fin se comporta usted convencionalmente! Coja eso -y le lanzó a los brazos una enorme caja.
Amadís recibió la caja, se tambaleó y la dejó caer sobre su pie derecho. Un minuto después ofrecía al profesor una imitación realmente convincente del flamenco gomoso posado sobre una pata.
– Bien -dijo Mascamangas, colocándose de nuevo frente al volante-. Bájela usted hasta el hotel y allí nos volveremos, a encontrar -zarandeó al interno, que acababa de amodorrarse-. ¡Eh, usted, que ya hemos llegado!
– ¡Ah…! -suspiró el interno, con una expiración en su rostro de gozo beatífico.
Y luego el coche bajó en tromba la duna y el interno volvió a zambullirse precipitadamente en su repugnante toalla. Amadís les vio alejarse y, cojeando, intentó cargarse la caja sobre los hombros. Por desgracia, tenía curva la espalda.
Atanágoras caminaba al encuentro del convoy con pasos menudos, que hacían juego con sus puntiagudos zapatos, cuya caña de paño amarillento dotaba a estos soportes de una dignidad de tiempos ya idos. Su calzón corto, de tejido invernal, ofrecía a sus rodillas huesudas el triple del espacio necesario para entrar sin dificultad y su camisa caqui, descolorida por los malos tratos, se le ablusaba en la cintura. Nada de casco colonial, que permanecía siempre colgado en la tienda, razón por la cual Atanágoras no lo llevaba nunca. Pensaba en la insolencia de Amadís y en cómo el mozo merecía una lección, o muchas, y, aun así, resultarían inútiles. Iba mirando al suelo, como es costumbre entre los arqueólogos, gente que no puede andar descuidada, porque con frecuencia un hallazgo es fruto del azar y el azar por lo regular corretea a ras de tierra, tal como testimonian los escritos del monje Ortopompa, quien vivió en el siglo x, en un convento de barbudos del que llegó a ser el superior, puesto que era el único que sabía caligrafiar. Atanágoras recordaba el día en que Lardier le descubrió la presencia en la región del tal Amadís Dudu y el destello de esperanza que se le encendió en la sesera, si es ahí donde se enciende, mantenido por el posterior descubrimiento del restaurante y que su última conversación con Amadís acababa de reducir -al destello- a su inicial estado de extinción.
Ahora, aquel convoy venía a levantar un poco el polvo de Exopotamia, a traer cambios, gentes simpáticas quizá. A Atanágoras le costaba muchísimo discurrir, ya que es costumbre que se pierde muy rápidamente en el desierto; y ésta era la causa de que sus ideas se revistiesen de expresiones cursis, en el estilo de destellos de esperanza, esperanzas encendidas, y todo lo demás a la altura de su caletre.
Así pues, mientras iba sin perder de vista al azar y al ras de tierra, mientras pensaba en el monje Ortopompa y en los próximos cambios, percibió un trozo de piedra medio cubierto de arena. Y que estuviese medio cubierto permitía conjeturar que tenía continuación, tal como descubrió cuando, arrodillándose, trató inútilmente de arrancarlo, ya que excavó alrededor sin encontrarle el final. Propinó un seco martillazo al granito liso y de inmediato colocó una oreja sobre la superficie templada por el sol, uno de cuyos rayos de tipo medio acababa de caer un poco antes sobre aquel lugar. Oyó cómo el sonido se divertía y se extraviaba por lejanas prolongaciones de la piedra y comprendió que encontraría allí grandes cosas. Para poderlo hallar de nuevo, localizó el sitio con arreglo a la posición del convoy y cuidadosamente volvió a recubrir de arena la deteriorada esquina del monumento. Apenas había terminado, cuando pasó frente a él el primer camión, cargado de cajas. El segundo venía muy cerca, cargado también con equipajes y materiales para las obras. Se trataba de enormes camiones, de varias decenas de mensuras de longitud, y producían un ruido jovial; los carriles y las herramientas repiquebailaban a sacudidas entre los adrales entoldados. El trapo rojo, atrás, danzó ante los ojos del arqueólogo. Un tercer camión avanzaba, un poco retrasado, cargado de gente y de equipajes, y por último, un taxi amarillo y negro, cuya bandera bajada desanimaba al más desconsiderado. Atanágoras vislumbró a una guapa muchacha dentro del taxi y saludó con la mano. Un poco más allá el taxi se detuvo, con aire de esperarle. Atanágoras se apresuró.
Angel, que iba sentado junto al conductor, descendió y se dirigió hacia Atanágoras.
– ¿Nos estaba usted esperando?
– He salido al encuentro de ustedes -dijo Atanágoras-. ¿Han tenido un buen viaje?
– No ha sido demasiado penoso -dijo Angel-, excepto cuando el capitán trató de seguir por tierra y con arreglo a sus propios medios.
– No me cuesta nada creerle.
– ¿Es usted el señor Dudu?
– ¡De ninguna manera! Yo no sería el señor Dudu ni por toda la vasijería exopotamia del Bretáñico Museum.
– Discúlpeme -dijo Angel-. No podía saber…
– No tiene importancia. Yo soy arqueólogo. Trabajo por aquí.
– Encantado. Yo soy ingeniero y me llamo Angel. Ahí dentro están Ana y Rochelle -añadió, señalando el taxi.
– Y yo también estoy -refunfuñó el taxista.
– Por supuesto -dijo Angel-. Nadie le olvida.
– Lo siento por usted -dijo Atanágoras.
– ¿Por qué? -preguntó Angel.
– Creo que no le va a gustar Amadís Dudu.
– Pues vaya engorro… -murmuró Angel.
Dentro del taxi, Ana y Rochelle se besaban. Angel, que lo sabía, tenía mala cara.
– ¿Quiere usted dar un paseo conmigo? -le propuso Atanágoras-. Yo le explicaré.
– Claro que sí -dijo Angel.
– Entonces -dijo el chófer-, ¿puedo largarme?
– Váyase.
El tipo embragó, después de haber lanzado una mirada satisfecha al contador. Estaba resultando bueno el día.
Angel, a su pesar, miró por la ventanilla trasera del taxi en el momento en que arrancaba. Quedó patente que Ana, de perfil, no se ocupaba de nada más que de lo que se estaba ocupando. Angel bajó la cabeza.
Atanágoras le observaba, sorprendido. El delicado rostro de Angel manifestaba huellas de malos sueños y de tormento cotidiano; sus gallardos hombros se encorvaban un poco.
– Parece extraño -dijo Atanágoras-, porque es usted un muchacho guapo.
– A ella le gusta Ana -dijo Angel.
– Es grandote -observó Atanágoras.
– Pero es amigo mío.
– Bueno… -Atanágoras cogió del brazo al joven-. Le van a echar a usted una bronca.
– ¿Quién? -preguntó Angel.
– Esa desgracia de Dudu. Con el pretexto de que se ha retrasado usted.
– Oh -dijo Angel-, me es igual. ¿Hace usted excavaciones?
– En este momento las dejo trabajar por su cuenta -explicó Atanágoras-. Estoy seguro de que me encuentro sobre la pista de algo muy importante. Lo huelo. En casos así, las dejo trabajar. Lardier, mi factótum, se ocupa de todo. El resto del tiempo le pongo castigos, para que no se dedique a sobar a Dupont. Dupont es mi cocinero. Le cuento todas estas cosas, para ponerle al corriente. Resulta, merced a un fenómeno curioso y bastante desagradable, que Martín ama a Dupont y que Dudu se ha enamoriscado también de Dupont.
– ¿Quién es Martín?
– Martín Lardier, mi factótum.
– Y Dupont, ¿qué?
– Dupont se lo pasa por las pelotas. Quiere mucho a Martín, pero es tan puta como cualquiera. Perdóneme… A mi edad no debería emplear estas expresiones, pero hoy me siento joven. Así que yo, con semejante trío de gorrinos, ¿qué puedo hacer?
– Absolutamente nada -dijo Angel.
– Eso es precisamente lo que hago.
– ¿Dónde vamos a vivir? -preguntó Angel.
– Hay un hotel. No se preocupe.
– ¿De qué?
– Por culpa de Ana…
– Oh -dijo Angel-, hay poco de qué preocuparse. Rochelle prefiere a Ana y no a mí, está claro.
– ¿Cómo que está claro? No está más claro que cualquier otra cosa. Ella le besa y basta.
– No -dijo Angel-, eso no es todo. Rochelle le besa y, luego, Ana le besa a ella y, en cualquier parte donde él la haya tocado, su piel no es la misma después. Al principio uno no se lo cree, porque ella sigue teniendo, cuando sale de los brazos de Ana, su aspecto tan lozano, sus labios tan esponjosos y tan rojos, y sus cabellos tan esplendorosos como siempre, pero Rochelle se desgasta. Cada beso que recibe la desgasta un poquito y sus pechos acabarán por ser menos duros y su piel, menos tersa y menos delicada, y sus ojos menos claros, y sus movimientos, más pesados y de día en día ya no es la misma Rochelle. Sé que, viéndola, uno cree que es la misma; incluso yo, al principio, lo creía y no me daba cuenta de nada.
– Eso son ideas suyas -dijo Atanágoras.
– No, no son ideas mías. Usted sabe bien que no. Ahora lo veo ya, lo puedo comprobar de día en día, y cada vez que la miro está un poco más estropeada. Rochelle se desgasta. Ana la desgasta. Yo no puedo hacer nada. Usted, tampoco.
– Así pues, ¿ya no la ama usted?
– Sí -dijo Angel-. La amo lo mismo… Pero me duele y también siento un poco de odio, porque ella se desgasta -Atanágoras permaneció en silencio y Angel continuó-: Yo he venido aquí a trabajar. Pienso hacerlo lo mejor que pueda. Esperaba que Ana y yo vendríamos solos, que Rochelle se hubiese quedado allí. Pero ya no lo espero, puesto que no ha sucedido. Durante todo el viaje no se ha separado de ella y, sin embargo, sigo siendo su amigo y, al principio, Ana bromeaba cuando yo le decía que Rochelle era bonita.
Las palabras de Angel removían dentro de Atanágoras cosas muy antiguas, largas y delgadas ideas, completamente aplastadas bajo una capa de acontecimientos más recientes, tan aplastadas que, vistas de perfil como en aquel instante, no podía diferenciarlas, ni distinguir su forma y su color; las sentía únicamente desplazarse allí, en el fondo, sinuosas y serpenteantes. Sacudió la cabeza y aquel ajetreo mental cesó; atemorizadas, las ideas se inmovilizaron y se retrajeron.
Buscaba, sin encontrarlo, desesperadamente, algo que decirle a Angel, mientras caminaban uno junto a otro. Las hierbas en agraz cosquilleaban las piernas de Atanágoras y rozaban suavemente el pantalón de lona de Angel; bajo sus pies, las conchas vacías de los pequeños caracoles amarillos estallaban lanzando surtidores de polvo y un sonido puro y diáfano, como una gota de agua al caer sobre una lámina de cristal en forma de corazón, lo cual siempre resulta cuco.
Desde lo alto de la duna, que acababan de remontar, se distinguían el restaurante Barrizone, los grandes camiones puestos en fila delante, como si fuese la guerra, y alrededor nada más. La tienda de Atanágoras no se podía ver desde ninguna parte, como tampoco el campo de excavaciones, ya que el arqueólogo había escogido el emplazamiento de manera muy astuta. Al sol, que continuaba cayendo sobre aquellos lugares, se le miraba lo menos posible, a causa de la desagradable particularidad de que daba una luz desigual; circundado por bandas radiantes, alternativamente claras y oscuras, las partes del suelo sobre las que caían las bandas oscuras permanecían siempre frías y lóbregas. A Angel no le había impresionado ese curioso aspecto de la región, porque el taxista se las había arreglado, nada más empezar el desierto, para ir siguiendo una banda clara, pero, desde lo alto de la duna, descubrió el límite negro e inmóvil de la luz y se estremeció. Atanágoras, que ya estaba habituado, vio que Angel, incómodo, observaba con inquietud aquella especie de discontinuidad y le dio una palmada en la espalda.
– Al principio, sorprende, pero se acostumbrará usted.
Angel pensó que la reflexión del arqueólogo podía aplicarse también a Rochelle y Ana, y contestó:
– Creo que no.
Bajaron la suave pendiente. Oían ahora las voces de los hombres, que habían empezado a descargar los camiones, y los agudos y metálicos golpes de los raíles entrechocando. Por las cercanías del restaurante pululaban algunas siluetas con una confusa actividad de insectos, entre los que se distinguía a Amadís Dudu, bullidor e importante.
Atanágoras suspiró.
– Ignoro por qué me intereso por todo esto, siendo lo viejo que soy.
– Oh -dijo Angel-, no quisiera aburrirle con mis historias…
– No me aburren -dijo Atanágoras-, me dan pena por usted. Y yo que me creía demasiado viejo… -se detuvo un instante, se rascó la cabeza y siguió andando-. Es el desierto -dedujo- que indudablemente le conserva a uno -colocó una mano sobre un hombro de Angel y añadió-: Voy a dejarle. No me apetece nada volverme a encontrar con ese individuo.
– ¿Con Amadís?
– Sí. Me… -el arqueólogo durante unos momentos eligió sus palabras-. Auténticamente, me da por el culo -se ruborizó y estrechó la mano de Angel-. Sé que no debería hablar así, pero la culpa la tiene ese intolerable Dudu. Hasta luego. Le volveré a ver, sin duda, en el restaurante.
– Hasta la vista -dijo Angel-. Iré a visitar sus excavaciones.
Atanágoras meneó la cabeza.
– Sólo verá algunas cajitas. Pero, en fin, se trata de un bonito modelo de cajitas. Yo me largo. Vaya usted cuando quiera.
– Hasta la vista -repitió Angel.
El arqueólogo tomó oblicuamente hacia la derecha y desapareció en una hondonada de arena; Angel esperó a que la blanca cabeza volviese a aparecer. Le vio una vez más de cuerpo entero. Sus calcetines sobrepasaban la caña de paño de los botines y parecían emblemáticas ligas resplandecientes. Después, se fue hundiendo tras una elevación de arena amarilla, a cada paso más pequeño, y la línea de sus huellas persistía recta, como un hilo de telaraña.
Angel volvió a contemplar el blanco restaurante, con su fachada punteada de flores de vivos colores, y apresuró el paso para reunirse con sus compañeros. Junto a los monstruosos camiones se acurrucaba el taxi negro y amarillo, tan escasamente representativo como una carretilla de modelo anticuado frente a otra de modelo «dinámico», que se le hubiese ocurrido a un inventor conocidísimo por muy poca gente.
No lejos de allí se agitaba el vestido verde encendido de Rochelle, batido oportunamente por los vientos ascendentes, mientras el sol le proyectaba una sombra muy bella, a pesar de la desigualdad del terreno.
– Le aseguro que es verdad -repitió Martín Lardier.
Su abultado y rubicundo rostro brillaba de excitación y de cada uno de sus cabellos brotaba un penachito azul.
– No le creo, Lardier -contestó el arqueólogo-. Creería cualquier noticia pero ésa no. Y, para ser justo, tampoco creería muchas otras cosas.
– ¡Peor para usted!
– Lardier, me copiará usted el tercero de Los Cantos de Maldoror, invirtiendo las palabras de cabo a rabo y cambiándoles la ortografía.
– Sí, maestro -dijo Lardier, que añadió, alborotado-: Sólo tiene que venir a verlo.
Atanágoras lo examinó atentamente y meneó la cabeza.
– Es usted incorregible. Pero, por esta vez, no le pondré más castigo.
– Maestro, ¡se lo ruego encarecidamente!
– De acuerdo, iré -refunfuñó Ata, dándose por vencido ante tanta insistencia.
– Estoy seguro de que lo es. Recuerdo la descripción del manual de William Bugle y concuerda exactamente.
– Está usted loco, Martín. No se encuentra así como así una línea de fe. Le perdono la travesura porque es usted idiota pero debería controlarse. Ya no tiene usted edad.
– Pero, coñe, que no es broma…
Atanágoras se conmovió. Por primera vez desde que su factótum había comenzado su cotidiano informe, experimentaba la sensación de que algo acababa realmente de suceder.
– Veamos -dijo, se levantó y salió.
El vacilante resplandor del fotóforo de gas iluminaba vivamente el suelo y las paredes de la tienda y, en medio de la opaca noche, se destacaba un bulto de claridad vagamente cónico. La cabeza de Atanágoras permanecía en las tinieblas, mientras el resto de su cuerpo recibía los rayos diluidos, que destilaba el manguito de incandescencia del fotóforo. Junto a él trotaba Martín, meneando sus cortas piernas y su redondo trasero. Al entrar en la noche cerrada, la antorcha de Martín los guió hacia el estrecho y profundo agujero del pozo de bajada, por el cual se llegaba al corte. Martín, que fue el primero en penetrar, resoplaba agarrándose a la escala de barrotes de plata con esmaltes negros, que Atanágoras, debido a un refinamiento nada modesto aunque disculpable, había instalado con finalidades de acceso a su campo de operaciones.
Atanágoras observó el cielo. El Astrolabio destellaba como de costumbre: tres destellos negros, uno verde, dos rojos y dos veces seguidas, absolutamente ningún destello. La Osa Mayor, fofa, amarillenta, emitía luminosas pulsaciones de débil amperaje y Orión acababa de apagarse. El arqueólogo encogió los hombros y, a pies juntillas, saltó dentro del agujero. Había contado con el lecho de tocino de su factótum para aterrizar. Pero Martín se encontraba ya en la galería horizontal. Volvió atrás para ayudar al patrón a desincrustarse del montón de tierra, en el que su flaco cuerpo había abierto un hoyo cilindro-plutónico.
Al cabo de una medida aproximadamente, la galería se bifurcaba, lanzando ramales en todas las direcciones. En conjunto, el invento representaba un considerable trabajo. Cada ramificación tenía un número localizador, groseramente trazado sobre una placa blanca. Por el techo de las galerías los hilos eléctricos corrían silenciosamente sobre las piedras secas. De trecho en trecho lucía una bombilla, dando las últimas boqueadas antes de reventar. Se oía el ronco resoplido del grupo extractor de aire comprimido, con la ayuda del cual, emulsionándola mediante un sistema de aerosol, Atanágoras se desembarazaba de la mezcla triturada de arena, tierra, rocas y paramusiguijuelas, que diariamente sacaban las excavadoras.
El arqueólogo y su factótum recorrían la galería número 7. Atanágoras se esforzaba en no perder de vista a Martín, quien, en el más alto grado de excitación, caminaba rápidamente. Se trataba de una galería excavada en línea recta, de un tirón, y comenzaron a vislumbrar, muy hacia el final, en el corte, las sombras de la cuadrilla que manejaba los potentes y complejos chismes, gracias a los cuales Atanágoras acumulaba los maravillosos hallazgos de que se enorgullecía su colección, cuando estaba sola.
Nada más salvar la distancia residual, Ata empezó a percibir un olor tan característico que, de golpe, se disiparon todas sus dudas. No había error posible, sus ayudantes habían descubierto una línea de fe. Se trataba de ese olor, misterioso y de orden compuesto, de las estancias excavadas en plena roca, el seco olor del vacío puro que la tierra conserva después de haber recubierto las ruinas de los monumentos desaparecidos. Cuando Atanágoras comenzó a correr, tintinearon en sus bolsillos pequeños objetos y el martillo, colgado de una vaina de cuero, batía contra su muslo. La claridad iba creciendo. Cuando llegó, jadeaba ansiosamente. Frente a él, el grupo extractor resoplaba. El agudo alarido de la turbina, ahogado a medias por un encofrado insonorizante, llenaba el estrechamiento final de la galería y el aire zumbaba en el grueso tubo anillado del emulsor.
Los ojos dé Martín seguían ávidamente los progresos de los puntiagudos rodillos cortantes y, junto a él, miraban también dos hombres y una mujer, desnuda de cintura para arriba. Cada tanto, cualquiera de los tres, con movimientos firmes y ajustados, maniobraba con una manivela o una palanca de mando. A la primera ojeada Atanágoras había explorado el hallazgo. Los acerados dientes de las herramientas mordían el duro revoque de la masa que obstruía la entrada de una sala hipóstila de grandes dimensiones, a juzgar por el grosor del muro ya despejado. La cuadrilla de trabajadores había seguido hábilmente el jambaje de la puerta y la pared, apenas recubierta aún por algunos milímetros de barro endurecido, quedaba al descubierto en algunos trozos. Costras de tierra compacta de formas irregulares se desprendían de vez en cuando, a medida que la piedra comenzaba de nuevo a respirar.
Atanágoras, tragando saliva con esfuerzo, desembragó el contacto y la máquina fue deteniéndose poco a poco, con el sonido languideciente de una sirena que enmudece.
Los dos hombres y la mujer se volvieron y, al ver a Atanágoras, se acercaron a él. Reinaba en esos momentos un expresivo silencio sobre el final de la galería.
– La han encontrado -dijo Atanágoras, quien estrechó, una tras otra, las manos que los hombres le tendían y atrajo hacia sí a la muchacha-. ¿Estás contenta, Cobre?
La muchacha sonrió en silencio. Tenía negros los cabellos y los ojos, y la piel, de un extraño color terroso oscuro. Las puntas, casi violetas, de sus pechos, se erguían agudas en la vanguardia de los dos globos bruñidos y duros.
– Asunto terminado -dijo Cobre-. La hemos encontrado, a pesar de todo.
– Ahora ya podréis salir los tres -dijo Atanágoras, acariciando aquella espalda desnuda y cálida.
– Ni hablar -dijo el de la derecha.
– Y ¿por qué, Bertil? -preguntó Atanágoras-. Quizás a tu hermano le apetezca salir.
– No -contestó Brice-. Yo también prefiero seguir excavando.
– ¿Han encontrado alguna otra cosa? -preguntó Lardier.
– Están en ese rincón -contestó Cobre-. Algunas vasijas, unas lámparas y un pernucleto.
– Ya veremos todo eso más tarde -dijo Atanágoras y añadió dirigiéndose a Cobre-: Vente conmigo.
– Sí -dijo la muchacha-, me apetece mucho. Y sin que sirva de precedente.
– Tus hermanos hacen mal. Deberían tomar un poco de aire.
– Con el de aquí tenemos bastante -contestó Bertil-. Y, además, queremos ver qué hay ahí.
Su mano, tanteando la máquina, buscó el contacto. Apretó el botón negro. La máquina emitió un gruñido blando, ambiguo, que se consolidó y adquirió potencia, al tiempo que se transformaba en una nota aguda.
– ¡No se maten a trabajar! -gritó Atanágoras por encima del estruendo.
Los dientes acerados volvían a arrancar al revoque un polvo espeso, absorbido de inmediato por los aspiradores.
Brice y Bertil movieron la cabeza, sonriendo.
– Esto marcha -dijo Brice.
– Hasta luego -se oyó aún decir al arqueólogo, que después de haber dado media vuelta, se alejaba.
Cobre, que le había seguido, se cogió de su brazo. Caminaba con paso grácil y atlético; cuando cruzaba ante las lámparas eléctricas, brillaba su piel naranja. Martín Lardier les seguía, impresionado, a pesar de sus costumbres, por las curvas de la grupa de la muchacha.
Anduvieron en silencio hasta la glorieta en la que confluían todas las galerías. Cobre, soltándose del brazo de Atanágoras, se acercó a una especie de nicho y sacó algunas ropas. Se quitó la corta falda de trabajo y se puso una camiseta de seda y unos blancos pantalones cortos. Atanágoras y Martín se volvieron de espaldas, el primero por decoro, el segundo para no engañar a Dupont ni siquiera con el pensamiento, ya que, bajo la falda. Cobre no llevaba nada. Y es que, efectivamente, allí no necesitaba llevar nada.
Tan pronto como estuvo dispuesta, reemprendieron su rápido avance y se introdujeron a contrapelo por el pozo de entrada. Martín pasó el primero y Atanágoras cerraba la marcha.
Al salir a la superficie, Cobre se desperezó. A través de la fina seda se distinguían los parajes más oscuros de su busto, hasta el punto de que Atanágoras rogó a Martín que dirigiese hacia otra parte el haz de la linterna eléctrica.
– Qué tiempo tan bueno hace… -murmuró Cobre-. Está todo tan tranquilo aquí, en el exterior… -el eco de un lejano choque metálico resonó prolongadamente sobre las dunas-. ¿Qué ha sido eso?
– Hay novedades -dijo Atanágoras-. Tenemos un montón de recién llegados. Vienen a construir un ferrocarril.
Se acercaban a la tienda.
– ¿Cómo son? -preguntó Cobre.
– Hay dos hombres -dijo el arqueólogo-. Dos hombres y una mujer. Y, además, obreros, niños y Amadís Dudu.
– ¿Cómo es Amadís Dudu?
– Un inmundo pederasta… -dijo Atanágoras y se interrumpió.
Había olvidado que Martín estaba allí. Pero no, Martín acababa de dejarlos, para reunirse en la cocina con Dupont. Atanágoras dio un suspiro de alivio.
– Como comprenderás, no me gusta vejar a Martín.
– Y ¿esos dos hombres?
– Uno está muy bien. La mujer ama al otro. Pero el que está muy bien ama a la mujer. Se llama Angel. Es guapo.
– Es guapo… -dijo Cobre lentamente.
– Sí -confirmó el arqueólogo-. Pero ese tipejo de Amadís… -tuvo un estremecimiento-. Ven a tomar algo. Vas a coger frío.
– Estoy bien -murmuró Cobre-. Angel… Es un nombre divertido.
– Sí, todos ellos tienen nombres divertidos.
El fotóforo lucía a plena potencia sobre la mesa y la entrada de la tienda, cálida y acogedora, los recibía con la boca abierta.
– Pasa -dijo Atanágoras, impulsando a Cobre.
Cobre entró.
– Hola -dijo el abad Petitjean, que estaba sentado a la mesa y que, al ver a Cobre, se levantó.
– ¿Cuántas balas de cañón son necesarias para destruir la ciudad de Lyon? -prosiguió el abad, dirigiéndose a rienda suelta al arqueólogo, que acababa de entrar en la tienda detrás de Cobre.
– Once -contestó Atanágoras.
– Leñe, no; son demasiadas. Diga tres.
– Tres -repitió Atanágoras.
El abad cogió su rosario y lo rezó tres veces seguidas a toda velocidad. Luego, lo dejó colgar de nuevo. Cobre se había sentado en la cama de Ata, mientras éste miraba, estupefacto, al cura.
– ¿Se puede saber qué hace usted en mi tienda?
– Acabo de llegar -explicó el abad-. ¡Vamos a jugar a remoquetes y galanteos!
– ¡Oh, qué monería! -exclamó Cobre, aplaudiendo-. ¡Juguemos a remoquetes y galanteos!
– Yo no debería dirigirle la palabra -dijo el abad-, ya que es usted una criatura impúdica, pero, ¡condenación!, qué pechos tiene usted…
– Gracias -dijo Cobre-. Ya lo sé.
– Estoy buscando a Claude Léon, que debió de llegar hace unos quince días aproximadamente. Yo soy el inspector regional. Les dejaré mi tarjeta de visita. En esta región no escasean los ermitaños, pero bastante lejos de aquí. Por el contrario, Claude Léon debe encontrarse muy cerca.
– Yo no lo he visto -dijo Atanágoras.
– Eso espero -dijo el abad-. Según el reglamento, un ermitaño no puede abandonar su ermita, salvo que esté formalmente autorizado mediante dispensa especial del inspector regional competente -y proclamó-: Ese soy yo. Uno, dos y tres, al escondite inglés…
– Cuatro, cinco, seis, me esconderé tras usted -concluyó Cobre, que no había olvidado el catecismo.
– Gracias -dijo el abad-. Como iba diciendo, es probable que Claude Léon no se encuentre lejos de aquí. Vayamos todos juntos a buscarlo.
– Habría que tomar algo antes de salir -dijo Atanágoras-. Tú no has comido nada, Cobre, y eso no es razonable.
– Me apetece mucho un sándwich -dijo Cobre.
– ¿Bebería usted un cointreau, señor abad?
– Ni hablar de cointreau, mi religión me lo prohíbe -dijo el abad-. Pero me firmaré una revocación, si ustedes no tienen inconveniente.
– Faltaría más… -dijo Atanágoras-. Yo voy a buscar a Dupont. ¿Necesita papel y pluma?
– Utilizo impresos -dijo el abad-. Llevo siempre conmigo un talonario con matriz y, de esa manera, puedo saber cómo van mis asuntos.
Atanágoras salió y giró a la izquierda. La cocina estaba muy cerca. Abrió la puerta sin llamar y encendió su mechero, a cuya parpadeante luz vislumbró la cama de Dupont y, durmiendo en ella, a Lardier. Las mejillas de Lardier mostraban dos patentes y secos regueros y, como suele decirse, gruesos sollozos henchían su pecho. Atanágoras se inclinó sobre él.
– ¿Dónde está Dupont?
Lardier se despertó y rompió a llorar. Había oído dentro de su somnolencia la pregunta de Ata.
– No estaba aquí. Se ha ido.
– Vaya, vaya… Y ¿sabe usted dónde estará ahora?
– Con esa zorra de Amadís seguramente -sollozó Lardier-. Me las pagará, la pazpuerca esa.
– Vamos, Lardier -dijo Atanágoras, con severidad-. Después de todo, usted y Dupont no están casados.
– Claro que sí -dijo Lardier acremente, dejando de llorar-. Cuando llegamos aquí rompimos juntos un puchero, como en Nuestra Señora de París, y el puchero se rompió en once pedazos. Está casado conmigo y lo estará durante seis años más.
– En primer lugar -dijo el arqueólogo-, hace usted mal en leer Nuestra Señora de París, porque es un viejo novelón, y, en segundo lugar, eso del puchero es un matrimonio igual que yo obispo. A mayor abundamiento, ya me estoy hartando de oír sus jeremiadas. Me copiará usted el capítulo primero del mencionado libro, escribiendo con la zurda y de derecha a izquierda. Y, por último, dígame dónde está la botella de cointreau.
– En el aparador -dijo Lardier, tranquilizado.
– Ahora, a dormir -Atanágoras, acercándose a la cama, remetió la sábana y le pasó a Martín una mano por el pelo-. Quizá haya ido, sencillamente, a hacer un recado.
Lardier se sorbió los mocos, sin decir nada. Parecía un poco más sosegado.
El arqueólogo encontró en el aparador la botella de cointreau sin ninguna dificultad, junto a un bocal de langostas verdes en tomate. Cogió tres vasitos de gracioso diseño, descubiertos unas semanas antes en el curso de una excavación fructífera, y de los que pensaba que, hacía unos miles de años, habían sido utilizados por la reina Neferáspid como lavaojos para lavatorios calmantes. Dispuso elegantemente el conjunto sobre una bandeja. A continuación preparó un grueso sándwich para Cobre, lo añadió al resto de la impedimenta y, enarbolando la bandeja, regresó a la tienda.
El abad, sentado en la cama, le había entreabierto la camiseta a Cobre y miraba dentro con una persistente atención.
– Es muy interesante esta joven -comentó, al ver entrar a Atanágoras.
– Ah, ¿sí? -dijo el arqueólogo-. Y ¿con respecto a qué especialmente?
– Dios mío -dijo el abad-, no se puede decir respecto a qué especialmente. Por su conjunto, quizá. Pero indudablemente, también por sus diversas partes constitutivas.
– ¿Se ha firmado usted una revocación para el reconocimiento? -preguntó Ata.
– Disfruto de una autorización permanente -dijo el abad-. Resulta necesaria en mi profesión.
Cobre reía, despreocupada. No se había vuelto a abrochar la camiseta. Atanágoras, sin poder contener una sonrisa, colocó la bandeja en la mesa y ofreció el sándwich a Cobre.
– ¡Qué vasitos más pequeños! -exclamó el abad-. Da lástima haber malgastado para esto una hoja de mi talonario. Tanquam adeo fluctuar nos mergitur.
– Et cum spiritu tuo -contestó Cobre.
– Rompe los cepillos y embólsate las limosnas -remataron a coro Atanágoras y el abad.
– ¡Como me llamo Petitjean, que me place encontrar a gente tan religiosa como ustedes!
– Nuestro oficio nos obliga a conocer tales cosas -explicó Atanágoras-. Aunque nosotros más bien somos incrédulos.
– Me tranquiliza usted -dijo Petitjean-. Empezaba a sentirme en estado de pecado volátil. Pero ya se me ha pasado. Vamos a ver si este cointreau no está avinagrado.
Atanágoras destapó la botella y llenó los vasos. Levantándose de la cama, el abad cogió uno, observó, olió y se lo bebió de un trago.
– ¡Hum! -dijo, tendiendo de nuevo el vasito.
– ¿Qué le parece? -preguntó Atanágoras, volviéndoselo a llenar.
El abad bebió una segunda copa y meditó.
– Inmundo. Sabe a petróleo.
– Entonces -dijo el arqueólogo-, es que me he equivocado de botella. Como las dos son iguales…
– No se disculpe. Incluso, es soportable.
– Es petróleo del bueno -aseguró el arqueólogo.
– ¿Me permite que salga a vomitar? -solicitó Petitjean.
– Se lo ruego. Yo voy a buscar la otra botella.
– Dése prisa. Lo horrible es que el petróleo me pasará otra vez por la boca. A cerrar los ojos y a aguantar…
El abad escapó despendolado. Cobre, tumbada en la cama y con las manos cruzadas en la nuca, reía. Sus negros ojos y sus dientes perfectos enganchaban al vuelo los fulgores de la lámpara. Atanágoras, que dudaba aún, oyó los espasmos de Petitjean y su rostro apergaminado se desarrugó totalmente.
– Es simpático.
– Es idiota -dijo Cobre-. Pero realmente, ¿es cura? Bueno, parece un pillo y es bastante hábil con las manos.
– Tanto mejor para ti -dijo el arqueólogo-. Voy a buscar el cointreau. Pero espera, a pesar de todo, hasta que hayas visto a Angel.
– Claro que sí -dijo Cobre.
El abad apareció de nuevo.
– ¿Puedo entrar? -preguntó.
– Sin duda alguna -dijo Atanágoras, echándose a un lado para dejarle pasar y saliendo después con la botella de petróleo en una mano.
El abad se sentó en una silla de lona.
– No me coloco junto a usted -explicó-, porque huelo a vomitona. He puesto perdidos mis elegantes zapatos de hebillas. Vergonzoso. ¿Qué edad tiene usted?
– Veinte años -contestó Cobre.
– Es demasiado -se quejó el abad-. Diga tres.
– Tres.
Una vez más, Petitjean se desgranó tres rosarios con la rapidez de una desgranadora de guisantes. Cuando estaba terminando, regresó Atanágoras.
– ¡Veamos -exclamó el abad- si este nuevo cointreau es capaz de ganarse mi adhesión, adhiriéndose a mi estómago!
– Vaya un chiste tan malo… -opinó Cobre.
– Perdóneme -dijo el abad-. No se puede ser ingenioso a chorro continuo, sobre todo cuando cada tanto uno se dedica a echar el bofe.
– Muy cierto -dijo Cobre.
– Muy justo -dijo Atanágoras.
– ¡Bebamos, pues! Que, luego, tengo que ir a buscar a Claude Léon.
– ¿Le podemos acompañar? -propuso el arqueólogo.
– Pero… ¿no piensan ustedes dormir esta noche?
– Nosotros dormimos poco -explicó Atanágoras-. Eso de dormir hace perder muchísimo tiempo.
– Exacto. Ignoro por qué se lo he preguntado, ya que yo tampoco duermo nunca. Quizá me ha molestado, porque creía que era el único -meditó-. Me ha molestado realmente. Pero, en fin, lo puedo soportar. Sírvame cointreau.
– Aquí lo tiene -dijo Atanágoras.
– ¡Bien! -dijo el abad, colocando su vaso al trasluz fotofórico-, la cosa marcha -bebió un sorbo-. Por lo menos, esto es lo que debe ser. No obstante, después del petróleo, sabe a meada de burro -acabó la copa y, con un gesto de asco, dictaminó-: Vomitivo. A ver si así aprendo a no firmarme revocaciones a tontas y a locas.
– ¿No está bueno? -preguntó, sorprendido, Atanágoras.
– Sí, por supuesto -respondió Petitjean-, pero no tiene más de cuarenta y tres grados. ¿Qué me dice de un Arcabuzazo de noventa y cinco o de uno de esos magníficos alcoholes para desinfectar heridas? Cuando estaba en San Felipe de la Plegadera, esto sólo lo utilizaba como vino de misa. Bien es cierto que me salían unas misas de las que echan fuego, créanme.
– ¿Por qué no se quedó allí? -preguntó Cobre.
– Porque me dieron la patada. Me nombraron inspector. A eso se le llama traslado forzoso como yo me llamo Petitjean.
– Pero ese nombramiento le permite a usted viajar -dijo Atanágoras.
– Sí -dijo el abad-, estoy muy contento. Vamos a buscar a Claude Léon.
– Vamos -dijo Atanágoras.
Cobre se levantó. El arqueólogo colocó una mano sobre la llama del fotóforo, la aplastó suavemente y, moldeándola, le dio la forma de una lamparilla. Luego, los tres abandonaron la oscura tienda.
– Llevamos ya mucho tiempo andando -dijo Atanágoras.
– ¿Cómo? -dijo Petitjean-. No llevo la cuenta. Me había perdido en una meditación, por otra parte clásica, acerca de la grandeza de Dios y de la pequeñez del hombre en el desierto.
– Evidentemente -dijo Cobre-, no es muy original.
– Por regla general -dijo Petitjean-, no pienso en el estilo de mis colegas, lo que presta encanto a mis meditaciones, al mismo tiempo que un toque muy personal. En la que ahora venía ocupado, había introducido una bicicleta.
– Me pregunto cómo lo ha podido conseguir usted -se preguntó Atanágoras.
– ¿Verdad que sí? -dijo Petitjean-. Al principio, también yo me lo preguntaba, pero actualmente consigo esa especie de prodigio como si se tratase de un juego. Me basta con pensar en una bicicleta y, ¡hop!, la bicicleta aparece.
– Tal como usted lo explica -dijo Atanágoras-, la cosa parece sencilla.
– Sí -asintió el abad-, pero no se fíe usted. ¿Qué es eso que hay delante?
– No veo nada -dijo Atanágoras, abriendo de par en par los ojos.
– Es un hombre -dijo Cobre.
– ¡Ah! -dijo Petitjean-, quizá sea Léon.
– No creo -dijo Atanágoras-. Esta misma mañana este lugar estaba muy solitario.
Sin dejar de discutir, se acercaban a aquella cosa. No muy de prisa, ya que la cosa se desplazaba en la misma dirección que ellos.
– ¡Eh…! -gritó Atanágoras.
– ¡Eh…! -contestó la voz de Angel.
La cosa se detuvo y, naturalmente, resultó que era Angel. En pocos instantes lo alcanzaron.
– Hola -dijo Atanágoras-. Le presento a Cobre y al abad Petitjean.
– Hola -dijo Angel, al tiempo que estrechaba manos.
– ¿Está usted de paseo? -preguntó Petitjean-. Indudablemente iba usted meditando.
– No -dijo Angel-. Me iba.
– Y ¿adónde? -preguntó el arqueólogo.
– Por ahí -dijo Angel-. Hacen tanto ruido en el hotel…
– ¿Quiénes? -preguntó el abad-. Habrá de saber usted que yo soy de una indiscreción a toda prueba.
– Se lo puedo decir. No es ningún secreto. Se trata de Rochelle y de Ana.
– ¡Ah, ya! -dijo el abad-, están dedicados a…
– Ella es incapaz de hacerlo sin dar gritos -dijo Angel-. Terrible. Yo vivo en la habitación de al lado. Ya no podía aguantar más allí.
Cobre, aproximándose a Angel, le pasó los brazos alrededor del cuello y le besó.
– Venga -dijo-, venga con nosotros. Estamos buscando a Claude Léon. No haga caso, el abad Petitjean es muy bromista.
La nocturna oscuridad, de color tinta amarilla, estaba hendida por las luminosas y filiformes pinceladas que, en ángulos diversos, caían de las estrellas. Angel intentaba distinguir el rostro de la muchacha.
– Es usted bonita -dijo.
El abad Petitjean y Atanágoras caminaban delante de ellos.
– No -dijo Cobre-, no soy singularmente bonita. ¿Le gustaría ver cómo soy?
– Me gustaría -dijo Angel.
– Encienda el mechero.
– No tengo mechero.
– Bueno, entonces palpe con sus manos -dijo, separándose un poco.
Angel colocó las manos sobre aquellos hombros rectos y fue subiéndolas. Sus dedos se deslizaron por las mejillas de Cobre, por sus párpados cerrados y se perdieron entre sus negros cabellos.
– Huele usted a un perfume extraño -dijo Angel.
– ¿A qué?
– A desierto -y dejó caer sus brazos.
– Sólo ha conocido usted mi cara… -protestó Cobre.
Angel permaneció inmóvil y en silencio. De nuevo Cobre, juntándose a Angel, le pasó sus desnudos brazos alrededor del cuello. Mejilla contra mejilla, le habló muy cerca del oído.
– Ha llorado.
– Sí -susurró Angel, que continuaba inmóvil.
– No hay que llorar por una chica. No lo merecen.
– No lloro por ella, sino por lo que ella era y por lo que será -Angel pareció despertar de una pesada somnolencia y sus manos se colocaron en la cintura de la muchacha-. Es usted bonita -repitió-. Venga, vamos con esos dos.
Cobre dejó de abrazarlo y le cogió una mano. Corrieron por la arena de las dunas. En la oscuridad, ambos tropezaban y Cobre reía.
El abad Petitjean acababa de explicar a Atanágoras cómo Claude Léon había nombrado ermitaño.
– Como usted comprenderá, ese muchacho no merecía estar en la cárcel.
– Indudablemente -dijo Atanágoras.
– ¿Verdad que sí? -dijo Petitjean-. Merecía ser guillotinado. Pero, en fin, el obispo tiene influencias.
– Afortunadamente para Claude Léon.
– Fíjese que eso no cambia mucho el asunto. Ser ermitaño puede parecer divertido. Pero únicamente le concede algunos años de tregua.
– ¿Por qué? -preguntó Cobre, que había oído el final de la frase.
– Porque al cabo de tres o cuatro años eremíticos generalmente se vuelven locos. Y, entonces, sale uno arreando sin parar y a la primera niña que uno encuentra la mata para violarla.
– ¿Siempre sucede así? -preguntó, asombrado, Angel.
– Siempre -afirmó Petitjean-. Sólo se conoce una excepción a la regla.
– ¿Quién fue? -dijo Atanágoras.
– Un tipo que está muy bien. Un verdadero santo. Se trata de una historia muy larga, pero puñeteramente edificante.
– Cuéntenosla… -le pidió Cobre, con persuasiva y suplicante entonación.
– No -dijo el abad-, es imposible. Demasiado larga. Les contaré sólo el final. El tipo salió arreando sin parar y a la primera niña que se encontró…
– Calle, ¡cállese usted! -dijo Atanágoras-. ¡Qué espanto…!
– …le mató a él -concluyó Petitjean-. Se trataba de una maníaca.
– Oh… -suspiró Cobre-, qué atrocidad…, pobre muchacho… ¿Cómo se llamaba?
– Petitjean -dijo el abad-. ¡No!, perdonen, no. Estaba distraído. Se llamaba Leverrier.
– Extraordinario -comentó Angel-. Yo conocí a uno al que no le pasó, ni por aproximación, lo mismo.
– Entonces, no es el que yo digo -dijo el abad-. O, por el contrario, yo soy un embustero.
– Evidentemente -dijo Atanágoras.
– Miren -dijo Cobre-, ahí cerca hay una luz.
– Creo que hemos llegado -descubrió Petitjean-. Perdonen, pero es necesario que la primera vez vaya yo solo. Ustedes pueden venir luego. Es el reglamento.
– Pero aquí no hay nadie que lo vigile a usted -dijo Angel-. Le podríamos acompañar.
– Y ¿mi conciencia? -dijo Petitjean-. Mariposa mariposón, rey y reina conjuntada…
– …que, cuando juega al balón, no le da ni una patada -salmodiaron a coro sus tres acompañantes.
– Perfecto -dijo Petitjean-. Ya que conocen el ritual tan bien como yo, pueden acompañarme. Personalmente lo prefiero, porque, cuando estoy solo, no me aguanto.
El abad dio un salto de considerable longitud y cayó, girando sobre sí mismo, acuclillado. Su sotana, desplegada en círculo, parecía una enorme flor negra, de indecisos contornos, sobre la arena.
– ¿También la pirueta forma parte del ritual? -preguntó el arqueólogo.
– No -contestó el abad-. Es un truco que usaba mi abuela, cuando quería orinar en la playa sin que la viesen. Les confieso que no llevo puestos mis apostólicos calzones. Hace demasiado calor. Y tengo dispensa.
– Tal cantidad de dispensas le deben de resultar muy pesadas -advirtió Atanágoras.
– Las he mandado reproducir en microfilm y caben todas en un rollito -Petitjean se puso en pie-. ¡Andando!
Claude Léon se había instalado en una pequeña cabaña de madera blanca, coquetamente decorada. Una cama de guijarros ocupaba un ángulo de la habitación principal y eso era todo.
Había también una puerta que comunicaba con la cocina. A través del vidrio de la ventana percibieron al propio Claude, que, de rodillas ante su cama, meditaba con la cabeza entre las manos. El abad entró.
– ¡Cucú!
El ermitaño levantó la cabeza y dijo:
– No vale todavía. Sólo he contado hasta cincuenta.
– ¿Estabas jugando al escondite, hijo mío? -preguntó Petitjean.
– Sí, padre. Con Lavándula.
– Ah, qué bien… ¿Me dejáis jugar con vosotros?
– Claro que sí -dijo Claude, poniéndose en pie-. Voy a buscar a Lavándula, que se pondrá muy contenta cuando se lo diga.
Pasó a la cocina. Como comitiva del abad, entraron en la cabaña Angel, Cobre y el arqueólogo.
– Al encontrar a un ermitaño -preguntó, extrañada, Cobre-, ¿no reza usted alguna plegaria especial?
– Oh, no -dijo el abad-. Entre gente del oficio… Esos artificios se reservan para los no iniciados. Para los demás, basta con seguir las reglas normales.
Léon regresó, seguido por una negra maravillosa. La negra tenía ovalada la cara, una nariz fina y recta, grandes ojos azules y una extraordinaria masa de cabellos rojos. Vestía un sujetador negro.
– Esta es Lavándula -presentó Claude Léon, quien exclamó, al ver a los otros tres visitantes-: ¡Hola!, ¿cómo están ustedes?
– Me llamo Atanágoras -dijo el arqueólogo-. Este es Angel y aquí tienen ustedes a Cobre.
– ¿Quieren que juguemos al escondite? -propuso el ermitaño.
– Hablemos seriamente, hijo mío -dijo el abad-. Como tengo que realizar una inspección, debo hacerte algunas preguntas para el informe.
– Nosotros nos retiramos -dijo Atanágoras.
– De ninguna manera -dijo Petitjean-. En cinco minutos termino.
– Pasen conmigo a la cocina y así les dejamos trabajar -dijo Lavándula-. Ustedes dos pónganse cómodos.
La piel de Lavándula tenía exactamente el mismo color que los cabellos de Cobre, y viceversa. Angel trató de representarse una miscelánea de cabellos de una con piel de otra y sintió vértigo.
– Lo han hecho ustedes intencionadamente -le dijo a Cobre.
– Claro que no -arguyó Cobre-. Yo no la conocía.
– Le aseguro -dijo Lavándula -que ha sido una casualidad.
Pasaron a la cocina y el abad y Claude Léon se quedaron solos.
– Tú me dirás, pues -comenzó Petitjean.
– Sin novedad -dijo Léon.
– ¿Te gusta este lugar?
– Vamos tirando.
– Y ¿cómo te encuentras en cuanto a la gracia?
– Viene y va.
– ¿Pensamientos?
– Negros. Pero con Lavándula es comprensible, ¿no? Negros, pero no tristes. Negros y con fuego.
– Ese es el color del infierno -dijo el abad.
– Sí -admitió Claude Léon-, pero el interior de Lavándula es de terciopelo rosa.
– ¿De veras?
– Es la pura verdad.
– Picotá, picotí, arriba la cola, abajo la nariz.
– ¡Así sea! -respondió el ermitaño.
El abad Petitjean recapacitó.
– Me da la impresión de que todo está en orden. Y creo que llegarás a ser un ermitaño presentable. Convendría que pusieses un letrero. La gente vendría los domingos a verte.
– Excelente idea.
– ¿Has elegido alguna acción santificadora?
– ¿Cómo dice?
– ¿Es que nadie te lo ha explicado? Algo en el estilo de permanecer a pie quieto en lo alto de una columna o flagelarse cinco veces al día o llevar cilicio o comer piedras o dedicar a la oración jornadas de veinticuatro horas, etcétera, etcétera.
– Nadie me ha hablado de eso. ¿Puedo elegir algo diferente? Todo lo que usted me propone no me parece bastante santificador y, encima, ya lo han hecho otros.
– Hijo mío, desconfía de la originalidad -dijo el abad.
– Sí, padre -asintió el ermitaño, que estuvo unos momentos meditando, para acabar proponiendo-: Puedo fornicar con Lavándula…
Entonces le correspondió al abad el turno de reflexionar con intensidad.
– Personalmente no veo ningún inconveniente. Pero ¿has pensado que tendrás que hacerlo cada vez que haya visitantes?
– Resulta agradable -contestó Claude Léon.
– De acuerdo, entonces. ¿De terciopelo rosa, realmente?
– Realmente.
– Pavoroso -Petitjean se pasó una mano por el bajo vientre-. Bueno, pues esto es todo lo que tenía que comunicarte. Haré que te envíen un suministro de latas de conservas, por intermedio del Socorro Eremítico.
– Ya tengo -dijo Claude.
– Como no te faltarán visitantes, necesitarás muchas. Ahí cerca están construyendo un ferrocarril.
– Coño -dijo Claude Léon, pálido, pero auténticamente embelesado-. Confío en que vengan con frecuencia.
– Repito: me espantas -repitió el abad Petitjean-. Y, sin embargo, soy un tipo duro. Paco Peco, chico rico…
– …Paco Peco, poco pico -completó el ermitaño.
– Vamos a reunirnos con los demás -propuso Petitjean-. Por lo que respecta a tu acción santificadora, no hay nada más que hablar. Así lo haré constar en mi informe.
– Gracias -dijo Claude.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Produciendo de este modo corrientes inducidas por medio de las cuales, a través de solenoides. se alumbraba.
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Estos sarmientos solemnes son la traducción literal y sosa del chiste fonético sarments (sarmientos) - serments (juramentos) solennels. (N. del T.)