38040.fb2
– Bueno -dijo Justine a su madre-. He decidido lo que voy a hacer.
– Pensaba que ya estaba decidido. Bellas Artes, en la Universidad de Sydney, ¿no?
– ¡Oh! Eso no era más que una pantalla para darte un falso sentido de seguridad mientras yo hacía mis planes. Pero, ahora, ya está todo dispuesto; por consiguiente, puedo decírtelo.
Meggie levantó la cabeza de lo que estaba haciendo, que era cortar formas de abeto en una masa de pastel; la señora Smith estaba enferma, y ellas ayudaban en la cocina. Miró a su hija cansadamente, impaciente, desalentada. ¿Qué se podía hacer con una chica como Justine? Si le decía que iba a tomar el tren para ir a Sydney e ingresar como pupila en un burdel, Meggie dudaba mucho de Doder impedirlo. La querida y horrible Justine, reina entre los déspotas.
– Adelante, estoy impaciente -dijo, volviendo a sus pasteles.
– Voy a ser actriz.
– ¿Qué?
– Actriz.
– ¡Dios mío! -Los abetos quedaron de nuevo abandonados-. Escucha Justine; no me gusta ser aguafiestas, ni siquiera herir tus sentimientos, pero, ¿crees que estás…, bueno, físicamente dotada para ser actriz?
– ¡Oh, mamá! -dijo Justine, disgustada-. No estrella de cine, ¡actriz! No quiero menear las caderas, ni sacar el pecho, ni fruncir los húmedos labios. Quiero actuar. -Ahora metía pedazos de buey desangrado en el barril de conserva-. Tengo dinero suficiente para pagarme la manutención durante los estudios que elija, ¿no?
– Sí, gracias al cardenal De Bricassart.
– Entonces, todo está arreglado. Voy a estudiar arte dramático con Albert Jones en el «Teatro de Culloden», y he escrito a la Academia de Arte Dramático de Londres, pidiéndoles que me inscriban en la lista de espera.
– ¿Estás completamente segura de lo que haces, Jussy?
– Completamente segura. Lo sé desde hace mucho tiempo. -El último pedazo sanguinolento de buey quedó cubierto por el adobo; Justine cerró de golpe la tapa del barril-. ¡Ya está! Espero no volver a ver un trozo de carne en conserva en mi vida.
Meggie le tendió una bandeja de pasteles.
– Ponlos en el horno, ¿quieres? Cuatrocientos grados. Debo confesar que esto ha sido una 5.01 presa. Yo creía que las niñas que querían ser actrices estaban haciendo comedia continuamente, y tú eres la única persona que nunca he visto que la hiciera.
– ¡Oh, mamá! Vuelves a confundir las estrellas de cine con las artistas. Sinceramente, no tienes remedio.
– Bueno, ¿no son actrices las estrellas de cine?
– De una calidad muy inferior. Bueno, a menos que antes hayan actuado en el escenario. Incluso Lau-rence Olivier hace alguna película de vez en cuando.
Sobre el tocador de Justine había una fotografía con el autógrafo de Laurence Olivier; Meggie lo había considerado simplemente un capricho juvenil, aunque había reconocido que, al menos, Justine tenía buen gusto. Los amigos que a veces traía a casa, a pasar unos días, solían guardar como un tesoro fotografías de Tab Hunter y de Rory Colhoun.
– Todavía no lo entiendo -dijo Meggie, meneando la cabeza-. ¡Una actriz!
Justine se encogió de hombros.
– Bueno, ¿dónde puedo gritar y chillar y aullar, si no es en un escenario? No puedo hacerlo aquí, ni en el colegio, ni en parte alguna. Y a mí me gusta gritar y chillar y aullar, ¡maldita sea!
– Pero tú tienes facilidad para el arte, Jussy. ¿Por qué no has de ser artista?
– insistió Meggie.
Justine se volvió de la gran cocina de gas y apuntó con el dedo a una de sus válvulas cilindricas.
– Debo decir a esas dormidas cocineras que cambien las bombonas de gas; están bajas. Pero hoy todavía aguantarán. -Sus ojos claros observaron compasivamente a Meggie-. No eres práctica, mamá. ¡V dicen que son los jóvenes los que no ven el lado práctico de sus carreras! Permíteme decirte que no quiero morirme de hambre en una buhardilla, para ser famosa después de muerta. Quiero disfrutar un poco de la fama mientras viva, y no tener apuros económicos. Por consiguiente, pintaré por afición y haré teatro para vivir. ¿Qué te parece?
– Tienes una renta de Drogheda, Jussy -dijo Meggie, desesperadamente, rompiendo su promesa de guardar silencio, pasara lo que pasara-. Nunca tendrías que pasar hambre en una buhardilla. Si quisieras pintar, podrías hacerlo.
Justine pareció de pronto interesada.
– ¿Cuánto tengo, mamá?
– Lo bastante para vivir sin trabajar, si es esto lo que quieres.
– ¡Qué fastidio! Acabaría hablando por teléfono y jugando al bridge; al menos, eso es lo que hacen las madres de casi todas mis amigas del colegio. Porque viviría en Sydney, no en Drogheda. Sydney me gusta mucho más que Drogheda. -Un destello de esperanza brilló en sus ojos-. ¿Tengo lo suficiente para hacer que me quiten las pecas con ese nuevo tratamiento eléctrico?
– Supongo que sí. ¿Por qué?
– Porque entonces podrían verme la cara.
– Creí que eso no importaba para ser actriz.
– Ya basta, mamá. Mis pecas son una lata.
– ¿Estás segura de que no preferirías ser pintora?
– Completamente segura, gracias. -Dio unos pasos de baile-. ¡Voy a pisar las tablas, señora Wor-thington!
– ¿Cómo te metiste en el «Culloden»?
– Hice una prueba.
– ¿Y te aceptaron?
– La fe que tienes en tu hija es conmovedora, mamá. ¡Claro que me aceptaron! Soy magnífica, ¿sabes? Algún día, seré muy famosa.
Meggie batió un colorante verde en un tazón con azúcar y mantequilla desleídos, y empezó verter la mezcla sobre los ya cocidos abetos.
– ¿Te importa mucho la fama, Justine?
– Supongo que sí. -Añadió azúcar a la mantequilla, tan blanda que se había pegado a los bordes del tazón; a pesar de que el horno de leña había sido sustituido por uno de gas, hacía un calor terrible en la cocina-. Estoy completamente decidida a ser famosa.
– ¿No piensas casarte?
Justine hizo un mohín desdeñoso.
– ¡Por nada del mundo! ¿Pasarme la vida limpiando mocos y culos sucios? ¿Haciendo reverencias a un hombre que no me llegaría a la suela de los zapatos y se creería mejor que yo? ¡Ja, ja, ja! ¡No seré yo quien lo haga!
– Desde luego, eres el colmo. ¿Dónde aprendes ese lenguaje?
Justine empezó a cascar huevos y verterlos en una cacerola, rápida y hábilmente, con una sola mano.
– En mi distinguido colegio de señoritas, naturalmente. -Empezó a batir con furia los huevos-. En realidad, somos un grupo de chicas estupendas. Y muy cultas. No todas las adolescentes tontas pueden apreciar la delicadeza de un trabalenguas latino:
Había un romano de Vinidium Que usaba una camisa de iridium; Si le preguntaban el porqué, Respondía: «Id est Bonum sanguinem praesidium.»
Meggie frunció los labios.
– Siento tener que preguntarlo, pero, ¿qué dijo el romano?
– «Es una muy buena protección.»
– ¿Sólo esto? Pensé que sería algo mucho peor. Me sorprendes. Pero, volviendo a lo que decíamos, querida niña, a pesar de tu claro empeño en cambiar de tema, ¿qué tiene de malo el matrimonio?
Justine imitó la risa irónica y ronca de su abuela.
– ¡Mamá! ¡Ésta sí que es buena! ¿Eres tú quien lo pregunta?
Meggie sintió que la sangre hervía bajo su piel, y bajó los ojos, mirando los verdes abetos de la fuente.
– No seas impertinente, aunque estés muy adelantada a tus diecisiete años.
– ¿No es curioso? -preguntó Justine al cazo donde batía los huevos-. En cuanto una se mete en territorio acotado de los padres, se vuelve impertinente. Yo sólo he dicho: «¿Eres tú quien lo pregunta?» Es la pura verdad, ¡caray! Lo cual no implica necesariamente que seas una fracasada, o una pecadora, o algo peor. En realidad, creo que demostraste tener mucho sentido común al prescindir de tu marido. ¿Para qué lo necesitabas? Tus hijos tienen toneladas de influencia masculina, con todos los tíos rondando por ahí, y tú tienes dinero sobrado para vivir. ¡Estoy de acuerdo contigo! El matrimonio es bueno para los pájaros.
– ¡Eres igual que tu padre!
– Otra evasión. Cuando te disgusto en algo, soy igual que mi padre. Bueno, tengo que fiarme de tu palabra, pues jamás he visto a ese caballero.
– ¿Cuándo te marchas? -preguntó desesperadamente Meggie.
Justine hizo una mueca.
– No puedes esperar para librarte de mí, ¿eh? Bueno, mamá, no te censuro en absoluto. Pero no puedo evitarlo; me gusta pinchar a la gente, en particular a ti. ¿Qué te parece si me llevas mañana al aeropuerto?
– Pongamos pasado mañana. Mañana te llevaré al Banco. Conviene que sepas de cuánto dispones. Y, Justine…
Justine añadía harina y la mezclaba con mano experta; pero levantó la mirada al percibir el cambio de tono en la voz de su madre,
– ¿Qué?
– Si te hallas en apuros algún día, ven a casa, te lo ruego. Siempre habrá sitio para ti en Drogheda, recuérdalo. Nada de lo que hagas puede ser tan malo que te impida volver a casa.
La mirada de Justine se dulcificó.
– Gracias, mamá. En el fondo, no eres una vieja mala, ¿verdad?
– ¿Vieja? -saltó Meggie-. ¡Yo no soy vieja! ¡ Sólo tengo cuarenta y tres años!
– Dios mío, ¿tantos?
Meggie le tiró un dulce que fue a darle en la nariz.
– ¡Oh, malvada! - ¡Eres un monstruo! Ahora me parece que tengo ciento.
Su hija le hizo un guiño.
En este momento, entró Fee a ver cómo andaban las cosas en la cocina; Meggie saludó su llegada con alivio.
– Mamá, ¿sabes lo que acaba de decirme Justine?
Los ojos de Fee sólo se esforzaban ya en llevar los libros; pero, detrás de las nubladas pupilas, s,u mente seguía despierta como siempre.
– ¿Cómo puedo saber lo que acaba de decirte Justine? -preguntó suavemente, contemplando los pas-telitos verdes con un ligero estremecimiento.
– Porque a veces tengo la impresión de que Justine y tú tenéis vuestros secretillos, y porque precisamente ahora, cuando Justine acaba de darme la noticia, entras en la cocina, cosa que nunca sueles hacer.
– ¡Humi Al menos es mejor su sabor que su aspecto -comentó Fee, mordiscando un dulce-. Te aseguro, Meggie, que no induzco a tu hija a conspirar conmigo a espaldas tuyas. ¿Qué has hecho para armar tanto revuelo, Justine? -preguntó, volviéndose a Jus-tine, que vertía la esponjosa mezcla en moldes engrasados y enharinados.
– Le he dicho a mamá que voy a ser actriz, abueli-ta. Eso es todo.
– Eso es todo, ¿eh? ¿Es verdad, o es sólo una de tus bromas de mal gusto?
– ¡Oh! Es verdad. Voy a empezar en el «Culloden».
– Bien, bien, bien -niijo Fee, apoyándose en la mesa y observando irónicamente a su hija-. ¿No es sorprendente cómo piensan los hijos por su cuenta, Meggie?
Meggie no respondió.
– ¿Te parece mal, abuelita? -gruñó Justine, dispuesta para el combate.
– ¿A mí? ¿Si me parece mal? Lo que hagas con tu vida no es de mi incumbencia, Justine. Además, creo que serás una buena actriz.
– ¿Lo crees? -bufó Meggie.
– Claro que lo será -dijo Fee-. Justine no es de las que eligen sin pensarlo, ¿verdad, pequeña?
– No -dijo Justine, sonriendo y apartando un mechón de cabellos de sus ojos.
Meggie vio que miraba a su abuela con un afecto que nunca parecía extender a su madre.
– Eres una buena chica, Justine -declaró Fee, y se acabó el dulce que había comenzado con tan poco entusiasmo-. No está mal, pero habría preferido que la capa de azúcar hubiese sido blanca.
– No se pueden pintar árboles de blanco -replicó Meggie.
– Sí que se puede hacer, cuando son abetos; puede haber nevado -dijo su madre.
– Demasiado tarde; esto es vómito verde -rió Justine.
– ¡Justine!
– ¡Huy! Perdona, mamá, no quería disgustarte; siempre me olvido de que tienes el estómago delicado.
– Yo no tengo el estómago delicado -dijo Meggie, furiosa.
– Sólo vine a ver si había posibilidad de tomar una taza de té -terció Fee, cogiendo una silla y sentándose-. Pon la tetera en el fuego, Justine; sé buena chica.
Meggie se sentó también.
– ¿Crees que esto va a salirle bien a Justine, mamá› -preguntó ansiosamente.
– ¿Y por qué no? -respondió Fee, observando a su nieta, entregada al rito del té.
– Puede ser un capricho pasajero.
– ¿Es un capricho pasajero, Justine? -preguntó Fee.
– No -respondió secamente Justine, poniendo tazas y platitos sobre la vieja mesa verde de la cocina.
– Emplea un plato para los bizcochos, Justine; no los sirvas en su propio envoltorio -indicó Meggie, automáticamente-, y, por el amor de Dios, no pongas la jarra de la leche encima de la mesa, sino en una de las jarritas para el té.
– Sí, mamá; lo siento, mamá -respondió Justine, también mecánicamente-. No sé a qué viene tanto cuento en la cocina. Con esto, tengo que volver a poner lo que no se come donde estaba, y lavar un par de platos más.
– Haz lo que te he dicho; es mucho mejor así.
– Volviendo a nuestro tema -siguió diciendo Fee-, no creo que haya nada que discutir. En mi opinión, hay que dejar que Justine intente lo que quiere; probablemente, le saldrá bien.
– Ojalá estuviese yo tan segura -replicó Meggie con tristeza.
– ¿Has pensado en la gloria y en la fama, Justine? -preguntó su abuela.
– Esto es parte del asunto -dijo Justine, poniendo la vieja tetera de color castaño sobre la mesa, con ademán desafiador, y sentándose en seguida-. Ahora no me reprendas, mamá; no voy a hacer el té en una tetera de plata para servirlo en la cocina, y esto es definitivo.
– Esta tetera es perfectamente adecuada -sonrió Meggie.
– ¡Oh, muy bien! No hay nada como una buena taza de té -suspiró Fee, sorbiendo la infusión-. Justine, ¿por qué te empeñas en plantear tan mal las cosas a tu madre? Sabes que esto no es cuestión de fama y de fortuna. Es cuestión del propio yo.
– ¿El propio yo, abuelita?
– Desde luego. Tú sientes que estás hecha para actuar en el teatro, ¿no?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué no se lo explicaste así a tu madre? ¿Por qué tenías que irritarla con una serie de tonterías?
Justine se encogió de hombros, bebió su té y empujó la taza vacía hacia su madre, pidiendo más.
– No sé -dijo.
– No lo sé-la corrigió Fee-. Confío en que hablarás correctamente en el escenario. Pero tu propio yo es la razón de que quieras ser actriz, ¿no es cierto?
– Supongo que sí -respondió Justine, de mala gana.
– ¡Oh, el terco y estúpido orgullo de los Cleary! Será tu ruina, Justine, si no sabes dominarlo. El tonto miedo a que se rían de uno, a hacer el ridículo. Lo que no comprendo es por qué te imaginas que tu madre sería tan cruel. -Dio una palmada en el dorso de la mano de Justine-. Cede un poco, Justine; colabora.
Pero Justine meneó la cabeza y contestó:
– No puedo.
Fee suspiró.
– Bueno, para el caso de que pueda servirte de algo, niña, yo apruebo tu empresa.
– Gracias, abuelita.
– Entonces, muéstrame tu aprecio de un modo concreto, yendo a buscar al tío Frank y diciéndole que hay té en la cocina, por favor.
Justine salió y Meggie miró fijamente a Fee.
– Mamá, eres sorprendente; de veras.
Fee sonrió.
– Bueno, tienes que confesar que jamás traté de decir a mis hijos lo que tenían que hacer.
– No, nunca lo hiciste -repuso Meggie cariñosamente-. Y nosotros te lo agradecimos.
Lo primero que hizo Justine al volver a Sydney fue hacerse extirpar las pecas. Desgraciadamente, no era un procedimiento rápido; tenía tantas, que se necesitarían unos doce meses, y después, tendría que protegerse del sol durante el resto de su vida, para que no volviesen a salir. La segunda cosa que hizo fue buscar un apartamento, cosa que requería cierto valor en la Sydney de la época, pues la gente compraba casas particulares y consideraba anatema vivir masivamente en edificios. Pero al fin encontró un piso de dos habitaciones en Neutral Bay, en una de las enormes y antiguas mansiones victorianas de la orilla del mar, cuyos propietarios estaban en apuros y la habían convertido en una serie de pequeños apartamentos. El alquiler era de cinco libras y diez chelines a la semana, francamente abusivo teniendo en cuenta que el baño y la cocina eran comunes, compartidos por todos los inquilinos. Sin embargo, Justine estaba satisfecha. Aunque había sido bien instruida en las labores domésticas, tenía pocos instintos de ama de casa.
La vida en Bothwell Gardens era mucho más fascinante que el aprendizaje en el «Culloden», donde la existencia parecía consistir en permanecer entre bastidores y observar cómo otros ensayaban, hacer alguna salida ocasional y aprenderse de memoria largos trozos de Shakespeare, Shaw y Sheridan.
Contando el de Justine, Bothwell Gardens tenía seis apartamentos, más el de la dueña, señora Devine. La señora Devine era una londinense de sesenta y cinco años, de aspecto triste y ojos saltones, que despreciaba a Australia y a los australianos, aunque no se privaba de robarles. Su principal preocupación en la vida parecía ser el coste del gas y de la electricidad, y su principal debilidad, el vecino de Justine, un joven inglés que explotaba alegremente su nacionalidad.
– No me importa darle algún achuchón ocasional a la vieja, mientras recordamos nuestro país -dijo el joven a Justine-. Así me congracio con ella. Vosotras no podéis hacer funcionar los radiadores eléctricos, ni siquiera en invierno; en cambio, yo tengo uno y puedo hacerlo funcionar todo el verano si me viene en gana.
– ¡Cerdo! -dijo Justine, desapasionadamente.
El joven se llamaba Peter Wilkins y era viajante de comercio.
– Entra alguna vez y te prepararé una taza de buen té -invitó a Justine, bastante interesado por sus pálidos y extraños ojos.
Justine lo hizo, cuidando de que no anduviera por allí la celosa señora Devine, y en seguida aprendió a tener a raya a Peter. Los años de montar a caballo y de trabajar en Drogheda le habían dado un vigor considerable, y no le importaba emplear trucos como los golpes bajos.
– ¡Maldita seas, Justine! -gimió Peter, enjugándose unas lágrimas de dolor-. ¡Cede de una vez, muchacha! Algún día perderás lo que tienes tanto empeño en conservar, ¿sabes? No estamos en la Inglaterra victoriana, no tienes por qué conservarlo para el matrimonio.
– No tengo intención de conservarlo para el matrimonio -respondió ella, arreglándose el vestido-. Pero no sé quién va a tener el honor; eso es todo.
– ¡No eres nada especial! -la increpó él con grosería, sinceramente dolido.
– No, ya lo sé. Palos y piedras, Pete. No puedes herirme con palabras. Y hay muchos hombres que cargarían con cualquiera, con tal de que fuese virgen.
– ¡Y también muchas mujeres! Observa el piso de enfrente. -¡Oh! Lo sé, lo sé
– dijo Justine.
Las dos chicas del piso de enfrente eran lesbianas y habían saludado con entusiasmo la llegada de Justine, hasta que se dieron cuenta de que no sólo no le interesaban, sino que ni siquiera despertaban su curiosidad. Al principio, no estaba muy segura de lo que insinuaban; pero, cuando se lo dijeron claramente, se encogió de hombros, impertérrita. Y así, después de un período de adaptación, se convirtió en su caja de resonancia, en su confidente neutral, en su puerto en caso de tormenta; prestó fianza para sacar a Billie de la-cárcel; llevó a Bobbie al hospital, para un lavado de estómago, después de una disputa particularmente grave con Billie; se negó a ponerse en favor de una de las dos cuando Pat, Al, Georgie y Ronnie, aparecieron sucesivamente en su horizonte. «Parecía una clase de vida emocional muy insegura», pensó. Los hombres eran bastante malos, pero, al menos, tenían el aliciente de una diferencia intrínseca.
Así, entre el «Culloden» y Bothwell Gardens y las chicas que conocía de Kincoppal, Justine tenía un montón de amigas, de las que era a su vez buena amiga. Nunca les contaba sus preocupaciones, como hacían las otras con ella; para esto, tenía a Dane, aunque las pocas preocupaciones que le confesó no parecían hacer mucha mella en ella. Lo que más fascinaba a sus amigas era su extraordinaria autodisciplina; como si se hubiese adiestrado desde la infancia a no dejar que las circunstancias perjudicasen su bienestar.
Una de las cosas que más interesaba a sus amigas era cómo, cuándo y con quién decidiría al fin Justine convertirse en una mujer cabal, pero ella se tomaba tiempo.
Arthur Lestrange era el galán joven más duradero de Albert Jones, aunque había cumplido disimuladamente su cuarenta aniversario el año antes de la llegada de Justine al «Culloden». Tenía un buen cuerpo, era un actor discreto y concienzudo, y su cara varonil y de facciones regulares, con su aureola de rizos rubios, provocaba siempre con toda seguridad los aplausos del público. Durante el primer año, no se fijó en Justine, que era muy callada y hacía exactamente lo que le decían. Pero, al terminar aquel año, terminó también su tratamiento de las pecas y empezó a destacar en el escenario, en vez de confundirse con él.
Sin las pecas y con el maquillaje que oscurecía sus cejas y pestañas, resultaba atractiva, a la manera de un diablillo no sobresaliente. No tenía nada de la apostura impresionante de Luke O'Neill, ni de la delicadeza de su madre. Su figura era pasable, pero no espectacular, tirando un poco a delgada. Sólo destacaban los vividos cabellos rojos. Pero, en el escenario, era completamente diferente; podía hacer que la creyesen tan hermosa como Helena de Troya o tan fea como una bruja.
Arthur reparó por primera vez en ella durante un período de enseñanza, cuando le pidieron que recitase un pasaje de Lord Jim, de Conrad, empleando varios acentos. Era realmente extraordinaria; Arthur percibió el entusiasmo de Albert Jones y comprendió, al fin, por qué Al le dedicaba tanto tiempo. Su mímica era un don innato; pero había mucho más: daba carácter a cada palabra que decía. Y la voz, esa maravillosa cualidad natural de toda actriz, era grave, ronca, penetrante.
Así, cuando la vio con una taza de té en la mano y con un libro abierto sobre las rodillas, fue a sentarse a su lado.
– ¿Qué estás leyendo? Ella levantó la cabeza y sonrió. -Proust.
– ¿No te parece un poco pesado? -¿Pesado, Proust? No, a menos que no le importen a uno los chismes. Porque esto es precisamente lo que es: un terrible y viejo chismoso.
Él tuvo la enojosa convicción de que ella le demostraba cierta condescendencia intelectual, pero se lo perdonó. Efectos de la extrema juventud.
– Te he oído recitar a Conrad. Espléndidamente. -Gracias.
– Tal vez podríamos tomar café juntos alguna vez y discutir tus planes.
– Como quieras -dijo ella, y volvió a Proust. El se alegró de haberla invitado a café y no a cenar; su mujer le ataba corto, y una cena requería un grado de reconocimiento que no sabía si Justine estaría dispuesta a manifestar. Sin embargo, reiteró su casual invitación y la llevó a un lugarejo oscuro de la baja Elizabeth Street, donde estaba lógicamente seguro de que no iría a buscarle su mujer.
Justine había aprendido defensivamente a fumar, cansada de parecer remilgada al rehusar los cigarrillos que le ofrecían. Cuando se hubieron sentado, sacó sus cigarrillos del bolso… un paquete sin estrenar, y desprendió con delicadeza la parte superior del envoltorio de celofán, procurando que el resto, más grande, siguiese protegiendo la cajetilla. Arthur observó la operación, divertido e interesado.
– ¿Por qué diablos te tomas tanto trabajo? Arráncalo todo, Justine.
– ¡Qué brusquedad!
Él cogió la cajetilla y golpeó reflexivamente el intacto envoltorio.
– Bueno, si yo fuese discípulo del eminente Sig-mund Freud…
– Si fueses Freud, ¿qué? -Levantó la cabeza y vio que la camarera esperaba a su lado-. Un capuccino, por favor.
A él le fastidió que ella pidiese por su cuenta, pero lo dejó pasar, más interesado en seguir el hilo de su idea.
– Viena, por favor. Y ahora, volviendo a lo que decía de Freud, me pregunto qué pensaría de esto. Tal vez diría…
Ella le quitó el paquete, lo abrió, sacó un cigarrillo y lo encendió, sin darle tiempo a ofrecerle una cerilla.
– Diría que te gusta conservar intactas las sustancias membranosas, ¿no crees?
La carcajada de Justine sacudió el aire cargado de humo e hizo que varios hombres volviesen la cabeza con curiosidad-
– ¿De veras diría esto? ¿Es› una manera indirecta de preguntarme si conservo mi virginidad, Arthur?
Él chascó la lengua, irritado.
– ¡Justine! Veo que, entre otras cosas, tendré que enseñarte el arte del subterfugio.
– ¿ Entre otras cosas, Arthur? -dijo ella, apoyando los codos en la mesa y bríllándole los ojos en la penumbra.
– Bueno, ¿qué necesitas aprender?
– En realidad, mi educación ha sido bastante buena.
– ¿En todo?
– ¡Dios mío! Sabes dar énfasis a las palabras, ¿no? Muy bien, recordaré cómo has dicho esto.
– Hay cosas que sólo pueden aprenderse con una experiencia de primera mano -dijo él, suavemente, alargando una mano para tirar de un ricito detrás de la oreja.
– ¿De veras? Siempre me había bastado la observación.
– ¡Ah! Pero, ¿y en lo tocante al amor? -dijo él, poniendo una delicada profundidad en la palabra-. ¿Cómo puedes representar Julieta sin saber lo que es el amor?
– Apúntate un tanto. Estoy de acuerdo contigo.
– ¿fías estado enamorada alguna vez?
– No.
– ¿ Sabes algo del amor?
Esta vez, cargó el acento sobre «algo», más que sobre «amor».
– Nada en absoluto.
– ¡Ah! Entonces, Freud habría acertado, ¿no?
Ella cogió sus cigarrillos y contempló la caja enfundada, sonriendo.
– En algunas cosas, quizá.
Él asió rápidamente la parte inferior de la funda dé celofán. Tiró de él y lo sostuvo en la mano; después, con ademán dramático, lo aplastó y lo dejó caer en el cenicero, donde el papel crujió, se retorció y se desplegó.
– Si pudiese, me gustaría enseñarte lo que es ser mujer.
Por un momento, ella no dijo nada, absorta en las cabriolas del celofán en el cenicero; después, encendió una cerilla y le prendió fuego.
– ¿Por qué no? -preguntó a la breve llama-. Sí, ¿por qué no?
– ¿Prefieres que sea algo divino, con luz de luna y rosas, y apasionado galanteo, o lo prefieres breve y punzante, como una flecha? -declamó él, llevándose una mano al corazón.
Ella se echó a reír.
– Mira, Arthur, prefiero que no sea breve. Pero nada de rosas y luz de luna, por favor. Mi estómago no está hecho para galanteos apasionados.
Él la miró tristemente, meneando la cabeza.
– ¡Oh, Justine! Todos los estómagos están hechos para la pasión, incluso el tuyo, joven y fría vestal. Espera a ver. Un día lo desearás con ansiedad.
– ¡Bah! -Se levantó-. Vamos, Arthur; acabemos de una vez, antes de que cambie de idea.
– ¿Ahora? ¿Esta noche?
– ¿Y por qué no? Tengo dinero sobrado para una habitación de hotel, si tú andas escaso de él.
El «Hotel Metropole» no estaba lejos; caminaron por las dormidas calles, cogidos amigablemente del brazo, riendo. Era demasiado tarde para los que comían en los restaurantes y demasiado temprano para la salida de los teatros; por consiguiente, había poca gente por allí; sólo grupos de marinos americanos de una fuerza de trabajo, de visita en la ciudad, y otros grupitos de muchachas que les miraban de reojo. Nadie se fijaba en ellos, cosa muy conveniente para Arthur. Éste entró en una farmacia, mientras Justine esperaba fuera, y salió sonriendo satisfecho.
– Bueno, todo está a punto, mi amor.
– ¿Qué has comprado? ¿Preservativos?
Él hizo una mueca.
– De ninguna manera. Esas cosas parecen páginas del Reader's Digest: repelencia condensada. No; he comprado un poco de vaselina. Pero, ¿Qué sabes tú de preservativos?
– ¿Después de siete años en un pensionado católico? ¿Qué te imaginas que hacíamos? ¿Rezar? -Hizo un guiño-. Confieso que sí, pero también hablábamos de lodo.
El señor y la señora Smith cuidaban personalmente de su reino, lo cual no estaba mal para una habitación de hotel en la Sydney de aquella época. Los tiempos del «Hilton» pertenecían aún al futuro. Era muy amplia y tenía una vista soberbia sobre el Sydney Harbor Bridge. No había baño, desde luego, pero sí una jofaina y un cubo en un tocador cubierto de mármol que hacía juego con los enormes y viejos muebles Victorianos.
– Bueno, ¿qué tengo que hacer ahora? -preguntó ella, descorriendo las cortinas-. Es una vista magnífica, ¿no?
– Sí. En cuanto a lo que tienes que hacer, tienes que quitarte el pantalón, naturalmente.
– ¿Nada más? -preguntó ella, con malicia.
Él suspiró.
– ¡Quítatelo todo, Justine! Hay que sentir la piel sobre la piel.
Ella se desnudó rápidamente, sin pizca de vergüenza, y se tumbó en la cama…
– ¿Está bien así, Arthur?
– ¡Uf! -dijo él, doblando cuidadosamente los pantalones, pues su esposa miraba siempre si los llevaba arrugados.
– Bueno, ¿qué te pasa?
– No te las des de graciosa, querida, porque no te sienta bien. -Encogió el estómago, se acercó a la cama, subió a ella y empezó a depositar expertos besas en sus mejillas, en el cuello, en el seno izquierdo-. ¡Hum! Eres bonita. -La rodeó con sus brazos-. ¡Así! ¿No te gusta?
– Supongo que sí. Sí, está muy bien.
Se hizo el silencio, solamente interrumpido por el sonido de los besos y algún murmullo ocasional. A los pies de la cama, había un enorme tocador con un espejo.
– Apaga la luz, Arthur.
– ¡Oh, no, querida! Lección número uno. -No hay ningún aspecto del amor que no pueda resistir la luz.
Después del trabajo preparatorio con la vaselina, Arthur se colocó en la posición adecuada. Un poco dolorida pero muy cómoda, no extasiada, pero sintiéndose un poco maternal, Justine miró por encima del hombro de Arthur y su mirada tropezó con el espejo de los pies de la cama.
Acortadas por la perspectiva, las piernas velludas de él parecían ridiculas entre las de ella, finas y sin pecas; pero la imagen del espejo estaba dominada por las nalgas de Arthur, que parecían saludarla alegremente.
Justine miró y volvió a mirar. Se apretó la boca con el puño, farfullando y gimiendo.
– Ya está, ya está, querida, ¡todo va bien! Ahora ya no puede dolerte mucho -murmuró él, abrazándola con más fuerza y susurrándole frases inarticuladas de cariño.
De pronto, ella echó la cabeza atrás, abrió la boca en un largo y angustioso aullido, y éste se convirtió en un torrente de estruendosas carcajadas. Y, cuanto más furioso Se ponía él, con más fuerza reía ella, señalando con el dedo los pies de la cama y corriendo las lágrimas por sus mejillas. Tenía el cuerpo convulso, pero no de la manera que había esperado el pobre Arthur.
En muchos aspectos, Justine estaba más cerca de Dane que su propia madre, y lo que ellos sentían por mamá pertenecía a mamá, y no impedía ni chocaba con lo que sentían el uno por el otro. Lo habían forjado muy temprano, y había crecido, más que disminuido. Cuando mamá fue liberada de su esclavitud en Drogheda, eran lo bastante mayores para sentarse a la mesa de la cocina de la señora Smith, y a hacer los deberes de sus estudios por correspondencia; el hábito de buscar solaz el uno en el otro había quedado establecido para siempre.
Aunque de carácter muy difeFente, compartían muchos gustos y aficiones, y, cuando no los compartían, se los toleraban con respeto instintivo como diferencias necesarias. Y, en efecto, se conocían muy bien. Ella tendía de un modo natural a deplorar las flaquezas humanas de los otros y a ignorar las propias; él tendía sin hipocresías a comprender y perdonar las flaquezas humanas de los otros y a condenar de manera implacable las propias. Ella se sentía invenciblemente fuerte; él se sabía peligrosamente débil.
Y, de algún modo, todo esto derivó en una amistad casi perfecta y en nombre de la cual casi nada era imposible. Sin embargo, como Justine era mucho más habladora, Dane tenía que oír, acerca de ella y de lo que sentía, mucho más de lo que ella oía de él. En algunos aspectos, ella tenía algo de imbécil moral, en el sentido de que no había nada sagrado para ella, y él estaba convencido de que su función era imbuirle unos escrúpulos de los que carecía. Así, aceptó su papel de oyente pasivo, con una ternura y una compasión que habrían sacado a Justine de sus casillas si las hubiese sospechado. Cosa que no hizo nunca; por lo que siguió confiándoselo todo, como había hecho desde que Dane había sido lo bastante mayor para prestarle atención.
– Adivina lo que hice anoche -le dijo, ajustándose el gran sombrero de paja, de modo que su cara y su cuello quedasen bien protegidos.
– Representaste tu primer papel estelar -dijo Dane.
– ¡Tonto! ¿Te imaginas que no te lo habría dicho, para que vineses a verme? Prueba otra vez.
– Paraste un puñetazo de Bobbie dirigido a Billie. -Frío como el corazón de una madrastra. Él se encogió de hombros, aburrido. -Me rindo.
Estaban sentados sobre la hierba del jardín público, justo al pie de la mole gótica de la catedral de Santa María. Dane había telefoneado para decirle a Justine que iba a asistir a una ceremonia especial en la catedral y preguntarle si podían verse antes un rato en el jardín público. Y ella podía, desde luego; estaba ansiosa por contarle su último episodio.
A punto de terminar su último año en Riverview, Dane era el capitán del colegio, capitán de los equipos de criquet, de rugby, de balonmano y de tenis. Y primero de su clase, por añadidura. A sus diecisiete años, medía un metro ochenta y cinco, su voz se había fijado definitivamente en la de barítono, y se había librado milagrosamente de inconvenientes tales como los barrillos, la tosquedad o una movediza nuez de Adán. Como era tan rubio, no se afeitaba todavía, pero, en todos los demás aspectos, parecía más un joven que un colegial. S‹)lo el uniforme de Riverview delataba su condición.
Era un día tibio y soleado. Dane se quitó el sombrero de paja de marinero del colegio y se tumbó en la hierba. Justine estaba sentada a su lado, encorvada y con los brazos cruzados sobre las rodillas, para asegurarse de que toda su piel quedaba protegida por la sombra. Él abrió un perezoso ojo. azul y la miró.
– ¿Qué hiciste anoche, Jus?
– Perdí mi virginidad. Al menos, creo que la perdí.
Dane abrió los dos ojos.
– ¡Eres una estúpida!
– ¡Bah! Ya era hora de que lo hiciese. ¿Cómo podría ser una buena actriz si no supiese lo que pasa entre los hombres y las mujeres?
– Deberías haberte reservado para el hombre con quien te cases.
Ella frunció el rostro, con irritación.
– Sinceramente, Dane, a veces eres tan anticuado que me confundes. Suponte que no encuentro un hombre para casarme hasta los cuarenta años. ¿Qué esperas que haga? ¿Quedarme sentada durante todos estos años? ¿Es esto lo que vas a hacer tú? ¿Reservarte para el matrimonio?
– Me parece que no me casaré nunca.
– Bueno, tampoco yo. En cuyo caso, ¿por qué atarlo con una cinta azul y guardarlo en el inexistente baúl de la esperanza? No quiero morir sin saber lo que es esto.
Él hizo una mueca.
– Ahora ya no puedes. -Se puso de bruces, apoyó el mentón en una mano y miró fijamente a su hermana, con expresión amable, preocupada-. ¿Qué tal te fue? Quiero decir, ¿fue horrible? ¿Te dio asco?
Ella frunció los labios, recordando.
– No me dio asco. Y tampoco fue horrible. Por otra parte no comprendo que todos se vuelvan locos por esto. Agradable es lo más que me atrevería a decir. Y no ejegí a un cualquiera; elegí a un hombre muy atractivo y lo bastante viejo para saber lo que hacía.
Él suspiró.
– Eres una estúpida, Justine. Me habrías hecho mucho más feliz si hubieses dicho: «Él no vale gran cosa; pero nos conocimos, y no pude resistirme.» Puedo comprender que no quieras esperar hasta que te cases, pero, en todo caso, debería ser algo que deseases por la persona, nunca por el acto, Jus. No me sorprende que no te entusiasmase.
La expresión triunfal se borró de la cara de ella.
– ¡Oh, maldito seas! ¡Ahora has hecho que me sienta horrible! Si no te conociese tan bien, diría que estás tratando de rebajarme…, al menos en lo tocante a los motivos.
– Pero me conoces bien, ¿verdad? Nunca he querido rebajarte, pero, a veces, tus motivos son completamente tontos e irreflexivos. -Adoptó una voz lúgubre y monótona-. Soy la voz de tu conciencia, Justine O'Neill.
– También tú eres estúpido. -Olvidando la sombra, se tumbó también en el césped, a su lado, para que él pudiese verle la cara-. Y sabes por qué, ¿no es cierto?
– ¡Oh, Jussy! -dijo tristemente él, pero no pudo añadir nada, porque ella habló de nuevo, en tono un tanto salvaje.
– ¡Nunca, nunca, nunca voy a amar a nadie! Si amas a la gente, te matan. Si necesitas a la.gente, te matan. Lo hacen, ¡puedes creerme!
A él siempre le afligía que ella se sintiese privada de amor, y le dolía más porque sabía la causa. Si había una razón de peso para que ella fuese tan importante para él, era porque ella le quería lo suficiente para no guardarle rencor por nada, porque nunca había dado muestras de dejar de quererle por celos o resentimiento. Para él, era un hecho cruel que su hermana se moviese en un círculo exterior, mientras él estaba en el mismísimo centro. Había rezado y rezado para que cambiaran las cosas, pero las cosas no cambiaban. Lo cual no había debilitado su fe, pero sí que le había indicado con nuevo énfasis que algún día, en alguna parte, tendría que pagar por el cariño derramado sobre él a expensas de ella. Justine ponía al mal tiempo buena cara, incluso había logrado convencerse de que lo pasaba muy bien en aquella órbita exterior; pero él sentía su dolor. Él sabía. ¡Tenía ella tantas cosas dignas de ser amadas, y él, tan pocas! Sin esperanza de comprenderlo de un modo diferente, presumía que él se llevaba la parte del león en el amor a causa de su belleza, de su carácter más tratable, de su capacidad de comunicarse con su madre y con los otros de Drogheda. Y porque era varón. Muy pocas cosas se le escapaban, salvo las que simplemente no podía saber, y había gozado como nadie de la confianza y la camaradería de Justine. Mamá importaba a Justine mucho más de lo que ésta quería confesar.
«Pero lo purgaré -pensó-. Yo lo he tenido todo. De alguna manera, tengo que pagarlo, compensarla a ella.»
De pronto, miró casualmente su reloj y se puso en pie de un salto; por mucho que admitiese su deuda para con su hermana, había Alguien a quien aún debía más.
– Tengo que marcharme, Jus.
– ¡Tú y tu dichosa Iglesia! ¿Cuándo vas a prescindir de ella?
– Espero que nunca.
– ¿Cuándo nos veremos?
– Como hoy es viernes, bueno, mañana mismo; a las once, aquí.
– De acuerdo. Que seas bueno.
El se había alejado ya unos metros, calado el sombrero de Riverview, pero se volvió y le sonrió.
– ¿Acaso no lo soy siempre?
Ella le hizo un guiño.
– ¡Por Dios que no! Eres demasiado bueno para ser real; yo soy la única que está siempre en apuros. Hasta mañana.
En el interior del vestíbulo de Santa María, había unas grandes puertas tapizadas de cuero rojo; Dane abrió una de ellas y se deslizó en el interior. Se había separado de Justine un poco antes de lo estrictamente necesario, pero le gustaba entrar en la iglesia antes de que se llenase y se convirtiese él en centro variable de suspiros, toses, susurros y murmullos. Cuando estaba solo, se sentía mucho mejor. Había un sacristán que encendía las velas del altar mayor; un diácono, juzgó sin miedo a equivocarse. Con la cabeza inclinada, hizo una genuflexión y se santiguó, al pasar por delante del tabernáculo, y se deslizó sin ruido en uno de los bancos.
Se arrodilló, apoyó la cabeza en las manos cruzadas y dejó que su mente flotase libremente. No rezó conscientemente, sino que más bien se convirtió en parte intrínseca de la atmósfera, la cual sentía densa, pero etérea, indeciblemente santa, acariciadora. Era como si se hubiese convertido en una llama de las lamparitas de vidrio rojo del sagrario, que chisporroteaban siempre al borde de la extinción, sostenidas por un charquito de esencia vital, brillando un momento, pero conservando su fulgor latente en la más profunda oscuridad. Quietud, carencia de forma, olvido de su identidad humana: esto era lo que sentía Dane cuando estaba en una iglesia. En ninguna otra parte se sentía tan bien, tan en paz consigo mismo, tan ajeno al dolor. Bajas las pestañas, cerrados los ojos.
Desde la galería del órgano, llegó un rumor de pisadas, unos bufidos preparatorios, un jadeo de los tubos. El coro de la escolanía de la catedral de Santa María había llegado temprano para practicar un poco antes de empezar el ritual. No era más que una bendición del mediodía del viernes, pero oficiaba un amigo y maestro de Dane, de Riverview, y él había querido asistir.
El órgano emitió unos breves acordes, redujo su tono en un murmullo de acompañamiento, y, bajo los sombríos arcos de piedra labrada, surgió una voz infantil e irreal, fina, aguda y dulce, tan llena de inocente pureza que las pocas personas que estaban en la grande iglesia vacía cerraron los ojos, añorando algo que nunca podrían recuperar.
Pañis angeticus, Fit pañis hominum, Dat pañis coelicus.
Fuguris terminum. O res mirabilis, Manducat Dominas, Pauper, pauper, Servus et kumüis…
Pan de los ángeles, pan celestial, ¡oh, maravilla! Desde lo profundo clamo a Ti, Señor, ¡oye mi voz! Presta oído a mi súplica. No me vuelvas la espalda, ¡oh, Señor!, no me vuelvas la espalda. Porque Tú eres mi Soberano, mi Maestro, mi Dios, y yo soy tu humilde servidor. Sólo una cosa cuenta a Tus ojos, la bondad. A Ti no te importa que tus siervos sean hermosos o feos. Para Ti, sólo cuenta el corazón; Tú eres remedio de todo, en Ti encuentro la paz.
¡Qué soledad, Señor! Haz que acabe pronto el dolor de la vida. Ellos no comprenden que yo, a pesar-de mis dotes, encuentre la vida tan dolorosa. Pero Tú sí que lo comprendes, y Tu consuelo es lo único que me sostiene. Exígeme lo que quieres, ¡oh, Señor!, y Te lo daré, porque Te amo. Y, si puedo pedirte algo, es que me dejes olvidar en Ti todas las demás cosas…
– 'Estás muy callada, mamá -dijo Dane-. ¿En qué piensas? ¿En Drogheda?
– No -dijo Meggie, soñolienta-. Pensaba que me estoy haciendo vieja. Esta mañana, me encontré seis cabellos blancos, y me dolieron los huesos.
– Tú nunca serás vieja, mamá -dijo él, para consolarla.
– Ojalá fuese verdad, querido; pero, desgraciadamente, no lo es. Empiezo a necesitar el manantial, y esto es señal segura de vejez.
Estaban tumbados, tomando el tibio sol del invierno, sobre unas toallas extendidas sobre la hierba de Drogheda, junto al manantial. Al otro lado de la gran charca, retumbaba y saltaba el agua hirviente, y un olor a azufre se elevaba y se desvanecía en el aire. Una de las grandes diversiones del invierno era nadar en la charca. Todos los dolores de la edad avanzada se mitigaban, pensó Meggie, y se tumbó boca arriba, protegida su cabeza por la sombra del tronco donde se había sentado, hacía muchos años, ella y el padre Ralph. Hacía tanto tiempo, que era incapaz de recordar siquiera lo que había sentido cuando la había besado Ralph.
Entonces oyó que Dane se levantaba, y abrió los ojos. Dane había sido siempre su pequeño, su hijito adorado; aunque le había visto cambiar v crecer, con justificado orgullo, lo había hecho superponiendo la imagen del niño reidor a su rostro de adulto. Nunca se le había ocurrido pensar que, en realidad, ya no era un niño.
Sin embargo, Meggie lo comprendió en aquel instante, al verle levantarse y recortar su silueta sobre el claro cielo, llevando sólo su breve traje de baño de algodón.
¡Dios mío, todo ha terminado! La primera infancia, la segunda infancia. Ahora es un hombre. Orgullo, resentimiento, un derretimiento femenino del alma, la terrible conciencia de una tragedia inminente, ira, adoración, tristeza: todo esto y mucho más sintió Meggie al mirar a su hijo. Era una cosa terrible crear un hombre, y más terrible aún crear un hombre como éste. Sorprendentemente varonil, sorprendentemente hermoso.
Ralph de Bricassart, más un poco de ella misma. ¿Cómo no había de sentirse conmovida al ver en su extrema juventud el cuerpo del hombre que se había unido a ella en el amor? Cerró los ojos, turbada, irritada, porque tenía que pensar en su hijo como hombre. Al mirarla él, ¿veía una mujer, o seguía siendo ella aquel maravilloso enigma que es la madre? ¡Maldición! ¡Maldición! ¿Por qué había tenido que crecer?
– ¿Sabes algo de las hembras. Dane? -preguntó de pronto, abriendo los ojos.
Él sonrió.
– ¿Te refieres a los pájaros y a las abejas?
– Ésto no puedes dejar de saberlo, teniendo a Justine por hermana. Cuando descubrió lo que había en las paginas de los libros de texto de fisiología, se lo explico a todo el mundo. No; me refiero a si has puesto en -práctica alguna de las tesis clínicas de Justine.
El negó con un rápido movimiento de cabeza, se tumbó en la hierba al lado de ella y la miró a la cara.
– Es curioso que me preguntes esto, mamá. Hacía tiempo.que quería hablarte de ello, pero no sabía cómo empezar.
– Sólo tienes dieciocho años, querido. ¿No es un poco pronto para pensar- en poner en práctica las teorías?
Sólo dieciocho años. Sólo. Era un hombre, ¿no?
– Precisamente de esto quería hablarte. De no poner en práctica las teorías.
El viento que soplaba desde la Gran Divisoria era muy_ frío. Era curioso que Meggie no lo hubiese advertido hasta ahora. ¿Donde estaba su albornoz?
– ¿No ponerlas en práctica? -replicó con sencillez, y no era una pregunta.
– Exactamente. No quiero hacerlo, nunca. Y no es que no haya pensado en tener una esposa, unos hijos. Lo he pensado. Pero no puedo. Porque no hay espacio suficiente. para amarlos a ellos y también a Dios, del modo en que yo quiero amar a Dios. Lo sé desde hace muchísimo tiempo. Creo que lo he sabido siempre, y, cuanto más crezco en edad, más aumenta mi amor a Dios. ¡El amor a Dios es un misterio muy grande!
Meggie contemplaba aquellos ojos azules, serenos, distantes. Los ojos de Ralph. Pero con un ardor que no tenían los de Ralph. ¿Lo habrían tenido a sus dieciocho años? ¿Sería algo que sólo podía experimentarse a los dieciocho años? Cuando ella había entrado en la vida de Ralph, éste tenía diez años más que aquella edad. Pero su hijo era un místico; ella lo había sabido siempre. Y no creía que, en ninguna fase de su vida, se hubiese sentido Ralph inclinado al misticismo. Tragó saliva y se ciñó el albornoz sobre sus huesos solitarios.
– Por consiguiente -siguió diciendo Dane-, me pregunté cómo podía mostrarle lo mucho que le amaba. Rechacé la respuesta durante mucho tiempo, porque no quería verla. Deseaba demasiado la vida del hombre. Sin embargo, sabía cuál tenía que ser mi ofrenda; lo sabía… Sólo hay una cosa que pueda ofrecerle, para demostrarle que no existe nada en mi corazón antes que Él. Debo ofrecerle Su único rival; éste es el sacrificio que Él me exige. Yo soy Su siervo, y Él no quiere rivales. Tenía que elegir. Él me deja tener y disfrutar de todo, menos esto. -Suspiró y arrancó una brizna de hierba de Drogheda-. Debo demostrarle que comprendo por qué me favoreció tanto al nacer yo. Debo demostrarle que comprendo lo insignificante que es mi vida como hombre.
– No puedes hacer eso, ¡no lo permitiré! -gritó Meggie, alargando una mano y apretándole el brazo.
¡Qué suave era! ¡Qué gran vigor, oculto debajo de la piel! Como Ralph. ¡Exactamente como Ralph! ¿No habría una moza lozana que pudiera apoyar su mano en él, con todo derecho?
– Seré sacerdote -dijo Dane-. Entraré a Su servicio, enteramente; le ofreceré todo lo que tengo y todo lo que soy. Pobreza, castidad y obediencia. Es lo menos que Él exige a sus siervos elegidos. No será fácil, pero voy a hacerlo.
¡Ésa mirada en los ojos de ella! Como si la estuviesen matando, pisoteándola en el polvo. Él no había pensado que tendría que pasar por esto; antes al contrario, se había imaginado que ella se sentiría orgullosa de él, satisfecha de entregar su hijo a Dios. Decían que ella se emocionaría, se elevaría, estaría completamente de acuerdo. Y en vez de esto, le mira ba como si el sacerdocio de él fpese su sentencia de muerte.
– Es lo que siempre he querido ser -dijo Dane, desalentado al ver sus ojos de moribunda-. ¡Oh, mamá! ¿No puedes comprenderlo? Siempre, siempre quise ser sacerdote.!No puedo ser otra cosa!
Ella apartó la mano de su brazo; miró y vio en éste las huellas blancas de sus dedos, los pequeños arcos en su piel donde había clavado sus uñas. Levantó la cabeza y se echó a reír; unas carcajadas histéricas y amargas, una risa sarcástica.
– ¡Oh! ¡Es demasiado bueno para ser verdad! -jadeó, cuando pudo volver a hablar, enjugándose las lá grimas de las comisuras de los párpados con el dorso de una mano temblorosa-. ¡Increíble ironía! Cenizas de rosas, dijo él aquella noche, cabalgando hacia el manantial. Y yo no comprendí lo que quería decir Eres polvo, y en polvo te convertirás. Perteneces a la Iglesia, y volverás a la Iglesia. ¡Magnífico, magnífico! ¡Oh, Dios! ¡Yo digo que Dios es el más grande enemigo de las mujeres! Todo lo que nosotras tratamos de hacer, ¡ Él lo deshace!
– ¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Calla, mamá!
Y lloró por ella, por su dolor, sin comprender su dolor ni las palabras que decía. Fluyeron sus lágrimas, enroscándose en su corazón; había empezado el sacrificio, de una manera que nunca había imaginado. Pero, aunque lloraba por ella, ni siquiera por ella podía renunciar al sacrificio. La ofrenda debía hacerse, y, cuanto más duro le resultase hacerla, más valiosa sería a los ojos de Él.
Ella le había hecho llorar, por primera vez en su vida. Rechazó resueltamente su ira y su angustia. No; no era justo que pagara él su aflicción. Él era lo que sus genes habían querido que fuese. O su Dios. O el Dios de Ralph. Su hijo era la luz de su vida. No debía sufrir por causa de ella.
– No llores, Dane -murmuró, frotando las huellas en su brazo-. Lo siento, no quería hacerlo. Ha sido la impresión, y nada más. Desde luego, me alegro por ti, ¡me alegro de veras! ¿Cómo podía ser de otra manera? Me impresioné, porque no lo esperaba; esto es todo. -Rió entre dientes, nerviosamente-. ¡Lo dijiste tan de repente!
Los ojos de él se serenaron, pero la miraron con cierta inquietud. ¿Por qué se había imaginado que la estaba matando? Eran los ojos de mamá, tal como habían sido siempre: llenos de amor, de vida. Los firmes brazos la atrajeron, la estrecharon.
– ¿Estás segura de que no lo sientes?
– ¿Sentirlo? ¿Sentir, una buena madre católica, que su hijo sea sacerdote? ¡Imposible! -Se puso en pie de un salto-. ¡Brr! Hace frío. Volvamos a casa.
No habían ido a caballo, sino en un «Land-Rover» parecido a un jeep; Dane se puso al volante y su madre se sentó a su lado.
– ¿Sabes adonde irás? -preguntó Meggie, ahogando un suspiro y apartándose los cabellos de los ojos.
– Supongo que al Colegio de San Patricio. Al menos, hasta que me oriente bien. Después, tal vez ingresaré en una Orden. Me gustaría nacerme jesuíta, pero no estoy lo bastante seguro para ingresar directamente en la Compañía de Jesús.
Meggie contempló la hierba amarillenta a través del parabrisas salpicado de insectos.
– Tengo una idea mucho mejor, Dane.
– ¿Eh?
Se había concentrado en la conducción del vehículo; el sendero serpenteaba un poco, y siempre había algún nuevo tronco atravesado en él.
– Te enviaré a Roma, con el cardenal De Bricas-sart. Te acuerdas de él, ¿verdad?
– ¿Si me acuerdo de él? ¡Vaya una pregunta, mamá! ¡No creo que pudiese olvidarlo en un millón de años! Es mi modelo de sacerdote perfecto. Si pudiese ser como él, rae sentiría feliz.
– ¡Cada cual es perfecto a su manera! -replicó secamente Meggie-. Pero te pondré bajo su cuidado, porque sé que velará por ti. Podrás ingresar en un seminario de Roma.
– ¿Hablas en serio, mamá? ¿De veras? -La ansiedad sustituyó al gozo en su semblante-. ¿Tenemos dinero bastante, mamá? Sería mucho más barato si me quedase en Australia.
– Oradas al cardenal De Bricassart, nunca te faltará el dinero, querido.
Al llegar ante la puerta de la cocina, ella le empujó para que entrase.
– Ve y díselo a. las chicas y a la señora Smith -le animó-. Se sentirán profundamente emocionadas.
Meggie se apeó despacio, y despacio subió a la mansión y entró en el salón donde se hallaba Fee, no trabajando -milagrosamente-, sino hablando con Anne Mueller, mientras tomaban el té- de la tarde. Al entrar Meggie, levantaron ambas la cabeza y vieron que pasaba algo serio.
Durante dieciocho años, los Mueller habían visitado Drogheda, esperando que nunca se interrumpiría esta costumbre. Pero Luddie Mueller había muerto de repente el otoño pasado, y Meggie había escrito en seguida a Anne, preguntándole si le gustaría vivir permanentemente en Drogheda. Había sitio de sobra, y una casa para invitados, si prefería el aislamiento; podía pagar pensión, si su orgullo lo exigía así, aunque sabía Dios que había dinero suficiente para mil invitados permanentes. Meggie vio en ello la oportunidad de corresponder al bien que le habían hecho durante sus años de soledad en Queensland, y Anne lo consideró su salvación. Himmelhoch, sin Luddie, era terriblemente solitario. Pero no había vendido la finca, sino que había encargado su gobierno a otra persona; cuando ella muriese, pasaría a Justine.
– ¿Qué pasa, Meggie? -preguntó Anne.
Meggie se sentó.
– Creo que ha caído un rayo sobre mi cabeza.
– ¿Qué?
– Las dos teníais razón. Dijisteis que perdería a Dane. Yo no lo creí, pues pensaba que podría más que Dios. Pero ninguna mujer puede vencer a Dios. Él es un Hombre.
Fee sirvió una taza de té a Meggie.
– Toma, bebe -le dijo, como si el té tuviese el poder reanimador del coñac-. ¿Cómo lo has perdido?
– Va a hacerse cura.
Empezó a reír y llorar al mismo tiempo. Anne cogió sus palos, se acercó al sillón de Meggie y se senté en uno de los brazos de aquél, acariciando los delica dos cabellos de un rojo dorado.
– ¡Oh, querida! No veo nada malo en ello.
– ¿Sabes lo de Dane? -preguntó Fee a Anne.
– Siempre lo he sabido -contestó Anne.
Meggie se serenó.
– ¿Dices que no ves nada malo en ello? Es el principio del fin, ¿no lo comprendes? El pago. Yo robé Ralph a Dios, y lo pago con mi hijo. Tú me dijiste que era un robo, mamá, ¿lo recuerdas? Yo no quise creerte; pero tenías razón, como siempre.
– ¿Va a ir a San Patricio? -preguntó Fee, yendo a lo práctico.
Meggie volvió a reír, más normalmente.
– Esto no sería una reparación, mamá. Le enviaré a Ralph, naturalmente. Pertenece a Ralph en una mitad; que Ralph disfrute al fin de él. -Se encogió de hombros-. Él es más importante que Ralph, y yo sabía que quería ir a Roma.
– ¿Le dijiste a Ralph lo de Dane? -preguntó Anne, tocando por vez primera este tema.
– No, y nunca lo haré. ¡Nunca!
– Se parecen tanto que él puede adivinarlo.
– ¿Quién? ¿Ralph? ¡Nunca lo sospechará! Es lo único que voy a conservar. Le enviaré mi hijo, pero nada más. No le enviaré su hijo.
– Teme los celos de los dioses, Meggie -‹dijo Anne, a media voz-. Tal vez no hayan acabado aún contigo. -¿Qué más pueden hacerme? -gimió Meggie.
Cuando Justine se enteró de la noticia se puso furiosa, aunque hacía ya tres o cuatro años que sospechaba que llegaría este momento. Para Meggie, había sido como un ravo; para Justine, como una esperada ducha de agua helada.
Ante todo, porque Justine hgbía estado en el colegio en Sydney al mismo tiempo que él, y, como confidente suya, le había oído hablar de cosas que no mencionaba a su madre. Justine sabía la importancia vital que tenía la religión para Dane; no solamente Dios, sino también la significación mística del ritual católico: «Si- hubiese nacido protestante y hubiese sido educado como tal -pensaba ella-, sin duda se habría convertido al catolicismo para satisfacer una exigencia de su alma.» A Dane no le convenía un Dios austero, calvinista. Sü Dios estaba pintado en vidrieras de colores, envuelto en humo de incienso, vestido de seda y bordados de oro, y era cantado en himnos complejos y adorado con subyugantes cadencias latinas.
También había una especie de perversión irónica en el hecho de que alguien tan favorecido por la Naturaleza considerase su belleza como un estorbo y deplorase su existencia. Que era lo que hacía Dane. Rechazaba toda referencia a su aspecto; Justine pensaba que habría perferido nacer feo y nada atractivo. En parte, comprendía lo que sentía él, y, tal vez porque su propia carrera se desarrollaba en una profesión notoriamente narcisista, aprobaba su actitud en lo tocante a su apariencia. Lo que no podía comprender en absoluto era que odiase positivamente su hermosura, en vez de hacer caso omiso de ella.
Tampoco era acusadamente sexual aunque ella no estaba segura del motivo: o bien había aprendido a sublimar casi a la perfección sus pasiones, o bien, a pesar de sus dotes corporales, andaba escaso de algún necesario elemento cerebral. Probablemente era lo primero, ya que practicaba a diario alguna clase de deporte vigoroso, para asegurarse de que se acostaría rendido. Ella sabía muy bien que sus inclinaciones eran «normales», es decir heterosexuales, y sabía cuál era el tipo, de muchacha que le atraía: alta, morena y voluptuosa. Pero no estaba sensualmente alerta; no advertía el tacto de las cosas al asirlas, ni los olores del aire que respiraba, ni comprendía la satisfacción especial que producen la forma y el color.
Para que experimentase una atracción sexual, el impacto del objeto tenía que ser irresistible, y sólo en estos raros momentos parecía darse cuenta de que había un plano terrenal que era el que pisaban la mayoría de los hombres, durante el mayor tiempo posible.
Se lo contó en su camerino del «Culloden», después de una representación. Aquel día había quedado arreglado lo de Roma, y se perecía por contárselo, aunque sabía que no iba a gustarle. Sus ambiciones religiosas eran algo que nunca discutía con ella como hubiese querido hacerlo, porque Justine se enfadaba. Pero, al entrar aquella noche en el camerino, su alegría era demasiado intensa para poder contenerla.
– ¡Eres un imbécil! -exclamó ella, disgustada.
– Es lo que quiero hacer.
– ¡Idiota!
– No cambiarás nada insultándome, Jus.
– ¿Crees que no lo sé? Es sólo una manera de desahogarme un poco.
– Pensé que, para desahogarte emocionalmente, te bastaba con representar Electra. Estás magnífica, Jus.
– Después de esta noticia, todavía actuaré mejor -dijo tristemente ella-. ¿Irás a San Patricio?
– No. Voy a ir a Roma, con el cardenal De Bricas-sart. Mamá lo ha arreglado así.
– ¡No, Dane! ¡Tan lejos!
– Bueno, tú podrías venir también, al menos a Inglaterra. Con tus antecedentes y tu capacidad, nada te costaría encontrar trabajo en cualquier parte.
Ella estaba sentada ante un espejo, quitándose el maquillaje de Electra y vistiendo todavía las ropas de Electra; orlados de gruesos arabescos negros, sus ojos parecían aún más extraños. Asintió lentamente con la cabeza.
– Sí que podría hacerlo, ¿verdad? -preguntó, reflexivamente-. Ya es hora de que lo haga… Australia se me está quedando pequeña… ¡Tienes razón, amigo! ¡Inglaterra es lo que me conviene!
– ¡Estupendo! ¡Imagínate! Tendré vacaciones, ¿sabes?, porque en los seminarios dan vacaciones como en la universidad. Podemos disfrutarlas juntos, viajar un poco por Europa, venir a Drogheda. ¡Oh, Jus, lo tengo todo bien pensado! Si tú no estás lejos, será perfecto.
Ella resplandeció.
– ¿Verdad que sí? La vida no sería lo mismo, si no pudiese hablar contigo.
– Temía que dirías esto -sonrió él-. Pero, hablando en serio, Jus, tú me preocupas. Me gustaría tenerte en un sitio donde pudiese verte de vez en cuando. Si no fuese así, ¿quién sería la voz de tu conciencia?
Se sentó en el suelo, entre un casco de hoplita y una horrible máscara de la Pitonisa, de un modo que pudiese verla, encogiéndose como una bola y lejos del alcance de sus pies. Sólo había dos camerinos1 para las estrellas en el «Culloden», y Justine tío tenía aún categoría suficiente para ocupar uno de ellos. Estaba en el aposento general, entre un barullo incesante.
– ¡Dichoso viejo cardenal De Bricassart! -escupió ella-. ¡Le odié desde el primer momento en que le vi!
Dane rió entre dientes.
– No es verdad, y lo sabes.
– ¡Lo es! ¡Lo es!
– No, no le odiaste. Tía Anne me contó una historia, y apostaría a que tú no la sabes.
– ¿Qué es lo que no sé? -preguntó ella, cansadamente.
– Que cuando eras muy pequeña, él te dio el biberón y te meció, y te quedaste dormida. Tía Anne dijo que tú eras muy rebelde y odiabas que te tomasen en brazos; pero, cuando él lo hizo, te gustó de veras.
– ¡Es una horrible mentira!
– No, no lo es. -Sonrió-. De todos modos, ¿por qué le odias tanto ahora?
– Porque sí. Es como un viejo buitre pellejudo, y me da náuseas.
– A mí me gusta. Siempre me gustó. El padre Watty dice que es el sacerdote perfecto. Y yo lo creo también.
– ¡Pues yo digo que se joda!
– ¡Jusíirac!
– ¡Ah! Esto te ha impresionado, ¿eh? Apuesto a que no pensabas que conocía esta expresión.
Él movió los ojos.
– ¿Sabes lo que significa? Dímelo, Jussy, ¡atrévete!
Ella no podía resistir que él la pinchase; sus ojos empezaron a echar chispas.
– Tal vez llegarás a ser un Fray Gerundio, imbécil; pero, si todavía no sabes lo que eso significa, será mejor que no lo investigues. Él se puso serio.
– Descuida, no lo haré.
Un par de piernas femeninas bien formadas se detuvieron al lado de Dane y giraron sobre sí mismas. Él levantó la cabeza, se puso colorado, desvió la mirada y dijo, con voz casual: -Hola, Martha. -Hola -dijo ella.
Era una muchacha sumamente hermosa, poco dotada como artista, pero tan decorativa que era garantía de éxito en una producción; también era el tipo de belleza que gustaba a Dane, y Justine había escuchado más de una vez sus laudatorios comentarios. Alta, lo que las revistas de cine llamaban sensacional, de ojos y cabellos muy negros, piel blanca y busto magnífico.
Sentándose en un ángulo de la mesa de Justine, balanceó provocativamente una pierna delante de la nariz de Dane y le observó con una admiración no disimulada y que a él le pareció desconcertante. ¡Caray, el chico valía la pena! ¿Cómo podía una paleta vulgar como Jus tener un hermano así? Tal vez no tenía más de dieciocho años, pero, ¿qué importaba esto?
– Tal vez podrías venir a mi casa a tomar café -dijo, mirándole-. Con Justine -añadió de mala gana.
Justine movió rotundamente la cabeza, y una súbita idea hizo brillar sus ojos.
– No, gracias; yo no puedo ir. Tendrás que contentarte con Dane.
Él meneó la cabeza con la misma decisión, pero a regañadientes, como si se sintiese realmente tentado.
– Te lo agradezco, Martha, pero no puedo. -Miró su reloj, como un áncora de salvación-. ¡Dios mío! Si no me doy prisa, voy a perder el Metro. ¿Cuánto vas a tardar, Jus?
– Unos diez minutos.
– Te esperaré fuera, ¿de acuerdo?
– ¡Gallina! -se burló ella.
Martha le siguió con sus ojos negros.
– Es realmente guapísimo. ¿Por qué no quiere mirarme?
Justine sonrió con amargura y acabó de limpiarse. Las pecas empezaron a aparecer de nuevo. Tal vez Londres le sentaría bien; allí no había sol.
– ¡Oh! Sí que te mira. Y le gustaría irse contigo. Pero no lo hará. Dane no es de ésos.
– ¿Por qué? ¿Qué le pasa? ¡No me digas que es marica! ¿Por qué todos los hombres guapos que conozco han de ser maricas? Sin embargo, nunca pensé que Dane lo fuera; no tiene pinta de eso.
– ¡Cuidado con lo que dices, estúpida! Claro que no es marica. Te digo que, si un día le viese mirar al Dulce William, nuestro melindroso galán joven, le cortaría el cuello, y también se lo cortaría al Dulce William.
– Bueno; pero, si no es de la acera de enfrente, ¿por qué no aprovecha las ocasiones? ¿Acaso no recibió mi mensaje? ¿O cree que soy demasiado vieja para él?
– Ni cuando tengas cien años serás demasiado vieja para un hombre corriente, querida; no te pVeocu-pes por eso. No; Dane ha renunciado al sexo de por vida, el muy tonto. Va a hacerse cura.
Martha se quedó boquiabierta y se echó a tras la mata de negros cabellos.
– ¡Vamos, anda!
– Es verdad.
– ¿Quieres decir que todo eso va a perderse?
– Temo que sí. Quiere consagrarse a Dios.
– Entonces, Dios nos ha hecho una mala pasada.
– Puede que tengas razón -dijo Justine-. De todos modos, no quiere demasiado a las mujeres. Somos espectadores de segunda clase y tenemos que ir al gallinero. La platea y el anfiteatro son para los hombres.
– ¡Oh!
Justine se despojó de la túnica de Electra, se puso un fino vestido de algodón, recordó que en la calle hacía frío, añadió un chaleco de punto y dio unos golpecitos cariñosos en la cabeza de Martha.
– No te preocupes por eso, querida. Dios fue muy bueno contigo: no te dio sesos. Y, créeme, así es mucho mejor. Nunca tendrás que competir con los reyes de la creación.
– No lo sé, pero no importaría competir con cualquiera por tu hermano.
– Olvídalo. Estás luchando contra el orden establecido, y eso es imposible. Antes seducirías al Dulce Willie, te doy mi palabra.
Un coche del Vaticano recogió a Dane en el aeropuerto, y lo llevó a través de calles soleadas y deslucidas, llenas de gente sonriente y de buen ver; pegada la nariz al cristal de la ventanilla, absorbía todo aquello, terriblemente excitado al ver en la realidad lo que sólo había visto en fotografía: las columnas romanas, los palacios rococó, la gloria renacentista de San Pedro.
Y esperando, vestido ahora de escarlata de la cabeza a los pies, estaba Ralph Raoul, cardenal De Bricassart. Tendió la mano en que resplandecía el anillo; Dane hincó ambas rodillas en el suelo para besarlo.
– Levántate, Dane; deja que te mire.
Él se levantó y sonrió a aquel hombre que tenía casi exactamente su misma estatura; podían mirarse a los ojos. Para Dane, el cardenal tenía una inmensa aureola de poder espiritual, que le hacía pensar más en un papa que en un santo; sin embargo, aquellos oos intensamente tristes no eran los ojos de un papa. Sin duda había sufrido mucho, para adquirir osle aspecto; pero sin duda se había encumbrado también sobre sus sufrimientos, para convertirse en el más perfecto de los sacerdotes.
Y el cardenal Ralph contempló al joven sin saber que era su hijo, y le amó, pensó, porque era el hijo ilc Meggie. Así habría querido ver él a un hijo de su propia sangre: tan alto, asombrosamente guapo, tan elegante como éste. Jamás en su vida había visto a un hombre moverse tan bien. Pero mucho más atractiva que su belleza física era la sencilla hermosura de su alma. Tenía la fuerza de los ángeles, y algo de su inmaterialidad. ¿Había sido él así, a los dieciocho años? Trató de recordar, a través del cúmulo de acontecimientos de tres quintos de su vida; no, él no había sido nunca así. ¿Era que éste venía realmente por su propia elección? Porque él no había elegido, aunque había tenido vocación; de esto estaba se-üiiro.
– Siéntate, Dane. ¿Empezaste a aprender italiano, tal como te pedí?
– Ya lo hablo con fluidez, aunque no gramaticalmente, y lo leo muy bien. Probablemente, el hecho de que sea mi cuarto idioma hace que me resulte más fácil. Parece que tengo facilidad para los idiomas. Un par de semanas aquí, y creo que captaré el habla vernácula.
– Sí, lo harás. Yo tengo también facilidad para los idiomas.
– Bueno, no son difíciles -declaró, modestamente Dane.
La imponente figura escarlata le intimidaba un poco; de pronto, le costaba recordar al hombre que montaba el caballo castaño en Drogheda.
El cardenal Ralph se inclinó hacia delante, observándole.
«Te hago responsable de él, Ralph -le había escrito Meggie-. Te encargo su bienestar y su felicidad..Lo que yo robé, ahora lo devuelvo. Tengo que hacerlo. Sólo prométeme dos cosas, y descansaré sabiendo que has obrado como más le conviene. Primero: prométeme que te asegurarás, antes de aceptarle, de que es esto lo que él quiere de verdad. Segundo: que, si es lo que él quiere, no le pierdas de vista y te asegures de que sigue siendo lo que quiere ser. Si se desanimase, quiero que vuelva aquí. Porque era mío y de nadie más. Soy yo quien te lo entrego.»
– Dane, ¿estás seguro? -preguntó el cardenal.
– Absolutamente.
– ¿Por qué?
Sus ojos parecían algo distantes, incómodamente familiares, pero familiares de una manera que pertenecía al pasado.
– Por el amor que siento por Nuestro Señor. Quiero servirle, como sacerdote Suyo, durante toda mi vida.
– ¿Sabes lo que exige Su servicio, Dane?
– Sí.
– ¿Sabes que ningún otro amor debe interponerse entre tú y Él? ¿Que has de ser exclusivamente Suyo, y de nadie más?
– Sí.
– ¿Que debes hacer Su voluntad en todas las cosas, que para servirle debes enterrar tu personalidad, tu individualidad, tu concepto de ti mismo como algo de importancia primordial?
– Sí.
– ¿Que, en caso necesario debes aceptar la muerte, la cárcel, el hambre, en Su nombre? ¿Que no debes poseer nada, dar calor a nada que pueda menguar tu amor por Él?
– Sí.
– ¿Eres fuerte, Dane?
– Soy hombre. Eminencia. Ante todo, soy hombre. Sé que será duro. Pero espero que, con Su ayuda, encontraré la fuerza necesaria.
– ¿Será así. Dane? ¿Nada podrá satisfacerte fuera de esto?
– Nada.
– Y si más tarde cambiases de idea, ¿qué harías?
– Pues… pediría permiso para dejarlo -dijo, sorprendido, Dane-. Si cambiase de idea, sólo podría ser por haberme equivocado de buena fe al pensar que tenía vocación; por nada más. Por consiguiente, pediría permiso para salir del seminario. Por esto no amaría menos a Dios, sino que sabría que no es éste el camino que Él quiere que siga para servirle.
– Sin embargo, ¿te das cuenta de que, cuando hayas prestado tus votos definitivos y sido ordenado, no habrá manera de volverte atrás, no habrá dispensa, te verás atado para siempre?
– Lo sé -contestó pacientemente Dane-. Pero, si he de tomar una decisión, la tomaré antes de que llegue este momento.
El cardenal Ralph se echó atrás en su sillón y suspiró. ¿Había estado él tan seguro alguna vez? ¿Había tenido este vigor?
– ¿Por qué has venido a mí, Dane? ¿Por qué quisiste venir a Roma? ¿Por qué no te quedaste en Australia?
– Mamá me sugirió Roma, pero hacía tiempo que yo pensaba en esto como en un sueño. No creí que tuviésemos bastante dinero.
– Tu madre es muy prudente. ¿No te dijo nada?
– ¿Decirme, qué, Eminencia?
– Que tienes una renta de cinco mil libras anuales y muchos miles de libras a tu nombre en el Banco.
Dane se puso rígido.
– No. Nunca me lo dijo.
– Hizo bien. Pero así está la cosa, y, si quieres, puedes quedarte en Roma. ¿Lo quieres de veras?
– Sí.
– ¿Por qué me quieres a mí, Dane?
– Porque es usted mi concepto del sacerdote perfecto, Eminencia.
La cara del cardenal Ralph se contrajo.
– No, Dane, no debes pensar eso de mí. Estoy muy lejos de ser un sacerdote perfecto. Quebranté todos mis votos, ¿sabes? Tuve que aprender lo que tú pareces saber ya, de la manera más dolorosa para un sacerdote, faltando a mis votos. Pues no quería admitir que era ante todo un hombre mortal, y sólo después, un sacerdote.
– No importa. Eminencia -replicó Dane, en tono muy suave-. Lo que acaba de decir no altera en nada mi concepto del perfecto sacerdote. Creo que no entiende lo que quiero decir. No me refiero a un autómata inhumano, por encima de las flaquezas de la carne. Quiero decir que usted ha sufrido y ha crecido espiritualmente. ¿Le parezco presuntuoso? No pretendo serlo, de veras. Si le he ofendido, le pido perdón. Pero es que me cuesta mucho expresar mis pensamientos. Quiero decir que, para ser un sacerdote perfecto, deben necesitarse muchos años, sufrir muchas angustias, y tener siempre presente un ideal… y Nuestro Señor.
Sonó el teléfono; el cardenal Ralph levantó el auricular con mano ligeramente temblorosa y habló en italiano.
– Sí, gracias; iremos en seguida. -Se puso en pie-. Es la hora del té de la tarde, y lo tomaremos con un viejo, muy viejo amigo mío. Después del Santo Padre, es probablemente el hombre más importante de la Iglesia. Le dije que te esperaba, y expresó el deseo de conocerte.
– Gracias, Eminencia.
Cruzaron varios pasillos y, después de atravesar unos agradables jardines muy distintos de los de Drogheda, con altos cipreses y álamos, pulcros rectángulos de césped, rodeados de columnatas y de losas musgosas; pasaron bajo arcos góticos y puentes del Renacimiento. Dane lo captaba todo, y le gustaba Un mundo muy diferente de Australia, tan vieja, perpetua.
Tardaron cinco minutos, andando a paso vivo, para llegar al palacio; entraron y subieron una gran escali nata de mármol, a cuyos lados pendían tapices de valor incalculable.
Vittorio Scarbanza, cardenal Di Contini-Verchese, tenía ahora sesenta y seis años; físicamente, estaba medio inválido a causa de una dolencia reumática, pero su mente seguía tan inteligente y despierta como siempre. Su gato actual, un ruso azul llamado Nata cha, runruneaba acurrucado en su falda. Como el cardenal no podía levantarse para saludar a sus vi sitantes, se limitó a dirigirles una amplia sonrisa a invitarles a acercarse con un ademán. Sus ojos pa saron del rostro de Ralph al de Dane O'Neill, y se abrieron más, se fruncieron y miraron fijamente a éste. Sintió que su corazón flaqueaba dentro de su pecho, se llevó una mano a éste, en un ademán ins tintivo de protección, y contempló estúpidamente la versión juvenil de Ralph de Bricassart.
– ¿Se encuentra bien, Vittorio? -preguntó ansio sámente el cardenal Ralph, asiendo la frágil muñeca con sus dedos, para tomarle el pulso.
– Claro que sí. No ha sido más que un dolor pa sajero. Siéntense, ¡siéntense!
– Primero quisiera presentarle a Dane O'Neill, que como le dije, es hijo de una amiga mía muy querida Dane, te presento a Su Eminencia el cardenal Di Con tini-Verchese.
Dane se arrodilló y besó el anillo; por encima de su cabeza inclinada, la mirada del cardenal Vittorio buscó la cara de Ralph y la escrutó más minuciosa mente que en todos los años pasados. Se sintió un poco más tranquilo; seguro que ella no se lo había dicho. Y él no sospecharía, como es natural, lo que presumirían inmediatamente todos los que los viesen juntos. No padre e hijo, desde luego, pero sí un pa rentesco próximo por consanguinidad. ¡Pobre Ralph! Él no se había fijado nunca en su propia manera de andar, no había observado la expresión de su cara, no se había dado cuenta de la desviación hacia arri ba de su ceja izquierda. Dios era ciertamente muv bueno, al cegar de este modo a los hombres.
– Siéntense. Ahora traerán el té. Bueno, jovenei to, tengo entendido que quieres ser sacerdote y has buscado la ayuda del cardenal De Bricassart, ¿eh?
– Sí, Eminencia.
– Has elegido bien. Si él cuida de ti, nada malo puede ocurrirte. Pero pareces un poco nervioso, hijo mío. ¿Te sientes extraño aquí?
Dane sonrió, y su sonrisa era la de Ralph, salvo, quizá, su deliberado encanto; pero tan parecida a la de Ralph, que el viejo y cansado corazón del cardenal sintió algo como un arañazo fugaz de un alambre espinoso.
– Estoy abrumado. Eminencia. No me había dado plena cuenta de lo importante's que son los cardenales. Nunca había soñado que sería recogido en el aeropuerto, o que tomaría el té con ustedes.
– Sí, no es lo acostumbrado… Tal vez una causa de turbación, lo comprendo. ¡Pero aquí está nuestro té! -Observó, complacido, cómo colocaban el servicio y levantó un dedo amonestador-. ¡Ah, no! Yo debo hacer de «madre». ¿Cómo tomas el té, Dane?
– Igual que Ralph -respondió el joven, y se ruborizó intensamente-. Lo siento, Eminencia, ¡no quise decir eso!
– No te preocupes, Dane; el cardenal Di Contini Verchese lo comprende. Nos conocimos como Dane y Ralph, y creo que así nos sentíamos mejor, ¿no es cierto? La ceremonia es algo nuevo en nuestras relaciones. Yo preferiría que, en privado, siguiésemos siendo Dane y Ralph. A Su Eminencia no le importará, ¿verdad, Vittorio?
– No. Me gustan los nombres de pila. Pero volvamos a lo que decía sobre tener amigos encumbrados, hijo mío. Cuando ingreses en el seminario, cualquiera que sea el que elijamos, podría resultarte un poco incómoda tu antigua amistad con nuestro Ralph. Tener que dar largas explicaciones cada vez que alguien observe la relación que hay entre vosotros resultaría muy enojoso. Algunas veces, Nuestro Señor permite una pequeña mentira inofensiva -y sonrió, resplandeciendo el oro de sus dientes-, y, para como didad de todos, quisiera recurrir a uno de estos pe queños embustes. Porque es difícil explicar los tenues lazos de la amistad, y, en cambio, resulta muy fácil explicar la roja atadura de la sangre. Por consiguiente, diremos a todo el mundo que el cardenal De Bricassart es tío tuyo, mi querido Dane, y no se hable más de la cuestión -terminó suavemente el cardenal Vittorio.
Dane pareció impresionado; el cardenal Ralph, resignado.
– No te dejes impresionar por los grandes, hijo mío -dijo amablemente el cardenal Vittorio-. Tam bien ellos tienen los pies de barro y buscan la como didad en pequeñas mentiras inofensivas. Acabas de aprender una lección muy útil, pero, observándote bien, dudo de que la aproveches. Sin embargo, debes comprender que nosotros, los caballeros de escarlata, somos diplomáticos hasta la punta de los dedos. Sinceramente, sólo pienso en ti, hijo mío. En los seminarios, hay tantos celos y resentimientos, como en las instituciones seculares. Sufrirás un poco cuando piensen que Ralph es tío tuyo, hermano de tu madre, pero sufrirías mucho más si creyesen que no os une ningún lazo de sangre. Ante todo, somos hombres, y en nuestro mundo, como en los otros, tendrás que tratar con hombres.
Dane inclinó la cabeza, alargó una mano para acariciar al gato, pero se detuvo antes de hacerlo.
– ¿Puedo? Me gustan los gatos, Eminencia.
No podría haber descubierto una manera más rápida de llegar al viejo pero constante corazón.
– Puedes hacerlo. Confieso que se está haciendo demasiado pesada para mí. Es muy glotona, ¿verdad que sí, Natacha? Ve con Dane; él es la nueva generación.
Era imposible que Justine se trasladase con sus bártulos del Hemisferio sur al Hemisferio norte con la misma rapidez con que lo había hecho Dane; cuando se acabó la temporada en el «Culloden» y se despidió ella, sin pesar, de Bothwell Gardens, su hermano llevaba ya dos meses en Roma.
– ¿Cómo diablos conseguí acumular tantos trastos? -preguntó rodeada de vestidos, bultos y papeles.
Meggie la miró desde donde estaba agazapada, sosteniendo una caja de pastillas de jabón.
– ¿Qué hacía esto debajo de tu cama?
Una expresión de profundo alivio se pintó en la cara enrojecida de su hija.
– ¡Gracias a Dios! ¿Estaban ahí? Pensaba que el precioso perro de lanas de la señora D se las había comido; está malucho desde hace una semana, y yo no me atrevía a mencionar la desaparición de mis pastillas de jabón. Pero estaba convencida de que ese maldito animal se las había comido; es capaz de comerse cualquier cosa. Pero no -añadió Justine, pensativa-, no me alegraría de su muerte.
Meggie se sentó sobre los talones y se echó a reír.
– ¡Oh, Jus! ¿Sabes que eres muy divertida? -Arrojó la caja sobre la cama, entre un montón de cosas que estaban ya allí-. No dices mucho en favor de Drogtieda, ¿verdad? A pesar de que me esforcé en inculcarte el orden y la limpieza.
– Yo podría haberte dicho que era una causa perdida. ¿QuieresJlevarte el jabón a Drogheda? Ya sabes que voy a viajar en barco y que el equipaje es ilimitado, pero supongo que habrá toneladas de ja bón en Londres…
Meggie metió el jabón en una enorme caja de cartón con un rótulo que decía SRA. D.
– Creo que es mejor dárselo a la señora Devine; tendrá que asear el lugar para su próximo inquilino. -Un montón inestable de platos sucios vertía pringue sobre un extremo de la mesa-. ¿Lavas alguna vez los platos?
Justine rió desvergonzadamente.
– Dane dice que no los lavo, que sólo los afeito.
– Pues tendrás que afilar bien la navaja para ese montón. ¿Por qué no los lavas a medida que los usas?
– Porque tendría que volver a la cocina, y, dado que generalmente como después de medianoche, a mis vecinos no les gustaría las pisadas de mis lindos pies.
– Dame una de las cajas vacías. Los llevaré abajo y los lavaré ahora mismo
– dijo su madre resignadamente.
Cuando se había ofrecido a venir, sabía ya lo que le esperaba, y lo había hecho casi con ilusión. Pocas veces se tenía ocasión de ayudar a Justine a hacer algo, y, cuando Meggie había tratado de hacerlo, había sacado la impresión de que era tonta de remate. Pero, por una vez, se había invertido la situación doméstica; ahora podía ayudar cuanto quisiera, sin sentirse tonta.
De alguna manera, todo quedó arreglado, y Justine y Meggie arrancaron en la furgoneta que había traído Meggie de Gilly, con rumbo al «Hotel Australia», donde Meggie tenía una suite.
– Quisiera que los de Drogheda compraseis una casa en Palm Beach o en Avalon -dijo Justine, dejando su maleta en el segundo dormitorio de la suite-í-. Esto es terrible, justamente encima de Martin Place. ¡Imagínate lo que sería una casita junto a la rompiente! ¿No vendrías más a menudo de Gilly en avión?
– ¿Por qué habría de venir a Sydney? He estado aquí dos veces en los últimos siete años; para despedir a Dane y, ahora, para despedirte a ti. Si tuviésemos una casa, no la usaríamos nunca.
– Tonterías.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque hay muchas cosas en el mundo además de la dichosa Drogheda, ¡maldita sea! ¡Es un lugar que me pone negra!
Meggie suspiró.
– Créeme, Justine,. llegará el día en que anheles volver a Drogheda.
– ¿También Dane?
Silencio. Meggie cogió su bolso de encima de la mesa, sin mirar a su hija.
– Se hace tarde. Madame Rocher dijo a las dos. Si quieres tener tus vestidos antes de embarcar, debemos apresurarnos.
– A tus órdenes, mamá -dijo Justine, haciendo un guiño.
– ¿Cómo es, Justine, que no me has presentado a ninguna de tus amigas? No vi a nadie en Bothwell Gardens, fuera de la señora Devine -dijo Meggie, cuando se hallaban ya sentadas en el salón de Ger-maine Rocher, observando el desfile de las lánguidas y afectadas maniquíes.
– ¡Oh! Son un poco tímidas… Me gusta ese vestido de color naranja. ¿Y a ti?
– No le va a tus cabellos. Prefiero el gris.
– ¡Uf! Creo que el naranja armoniza perfectamente con mi pelo. Con el gris, parecería un andrajo, sucio y medio podrido. Tienes que acomodarte a los liempos, mamá. Las pelirrojas ya no debemos vestir de blanco, gris, negro, verde esmeralda o ese horrible color que te gusta tanto…, ¿cómo lo llamas?, cenizas de rosas. ¡Todo muy Victoriano!
– Has acertado el nombre del color -dijo Meggie, y se volvió a mirar a su hija-. ¡Eres un monstruo! -exclamó severamente, pero con afecto.
Justine no le hizo caso; no era la primera vez que oía esto.
– Me llevaré el naranja, el escarlata, el estampado de púrpura, el verde musgo, el de color vino de Burdeos…
Meggie no supo si reír o- gritar de rabia. ¿Qué se podía hacer con una hija como Justine?
El Himalaya zarpó de Darling Harbor tres días más tarde. Era un barco deliciosamente viejo, de quilla plana y muy marinero, construido en los tiempos en que nadie tenía prisa y todos aceptaban el hecho de que Inglaterra estaba a cuatro semanas de navegación, por el canal de Suez, o a cinco, por el jabo de Buena Esperanza. En la actualidad, incluso los grandes transatlánticos eran ahusados y tenían el casco como los destructores para desarrollar mayor velocidad. Pero su efecto sobre los estómagos sensibles atemorizaba incluso a los curtidos marineros.
– ¡Qué divertido! -rió Jusjine-. Llevamos todo un equipo de rugby en prirnera clase; por consiguien le, no será tan aburrié¿-como me imaginaba. Hay al gunos tipos magníficos.
– ¿No te alegras ahora de que insistiese en que viajaras en primera ciarse?
– Supongo que sí.
– Me sacas de qíiicio, Justine; siempre lo has hecho -saltó Meggie, perdiendo la paciencia ante lo que consideraba ingratitud de su hija. ¿Ni por esta vez podía simular al menos, la muy desgraciada, que sentía tener que marcharse?-. Eres terca, atrabila-ria, ¡sólo piensas en ti! Me desesperas.
Justine no respondió en seguida, sino que volvió la cabeza, como si le interesase más el hecho de que toda la barahúnda del muelle parecía corear lo que decía su madre. Se mordió el labio tembloroso y puso en él una brillante sonrisa.
– Ya sé que te desespero -declaró alegremente, mirando a su madre-. No debes hacerme caso; cada cual es como es. Tú siempre me has dicho que he salido a mi padre.
Se abrazaron por puro compromiso, y Meggie se deslizó aliviada entre la multitud que afluía a las pasarelas y se perdió de vista. Justine se dirigió a la cubierta y se plantó detrás de la barandilla, llevando rollos de serpentinas de colores en las manos. Allá abajo, en el muelle, vio que la figura de traje y sombrero de color de un rosa gris se dirigía al punto convenido y se quedaba allí, protegiéndose los ojos con la mano. Era curioso que, a tanta distancia, se advirtiese que mamá se acercaba a los cincuenta. Todavía le faltaba bastante para llegar a esta edad^pero la llevaba en su actitud. Agitaron la mano en el mismo momento y, después, Justine arrojó la primera serpentina y Meggie la agarró al vuelo, con mucha habilidad. Una serpentina roja, una azul, una amarilla, una rosa, una verde, una anaranjada; girando todas ellas y poniéndose tensas al soplo de la brisa.
Una banda de gaiteros había venido a despedir al equipo de rugby y permanecía allí, ondeando sus gallardetes e hinchados sus kilts, mientras tocaban una extraña versión de Now is the Hour. Las barandillas del barco estaban llenas de gente que agarraba desesperadamente los extremos de sus finas serpentinas de papel; en el muelle, cientos de personas torcían el cuello hacia arriba, como aferrándose ansiosas a las caras que se iban tan lejos, caras jóvenes en su mayoría, que iban a ver cómo era realmente la civilización al otro lado del mundo. Vivirían allí, trabajarían allí, tal vez regresarían dentro de dos años, tal vez no volverían nunca. Y todos lo sabían y se lo preguntaban.
Nubes blancas y plateadas surcaban el cielo azul, y soplaba con fuerza el viento de Sydney. El sol calentaba las cabezas levantadas y las paletillas de los que miraban hacia abajo; un gran haz multicolor de cintas vibratorias unía el barco a la tierra. De pronto, apareció una brecha entre el costado del viejo barco y las piezas de madera del borde del muelle; el aire se llenó de gritos y sollozos; y, una a una, se rompieron los miles de serpentinas, se agitaron locamente y cayeron, flaccidas, entrecruzándose sobre la superficie del agua como desordenados hilos de un telar y flotando junto a las medusas y las mondaduras de naranjas.
Justine permaneció tercamente en su sitio de la barandilla hasta que el muelle quedó reducido a unas cuantas líneas gruesas con pequeñas cabezas de alfiler color rosa, allá a lo lejos; los remolcadores del Himalaya hicieron dar la vuelta al barco y lo arrastraron inexorablemente por debajo de la enorme estructura del Sydney Harbor Bndge, hasta ponerlo en el centro de aquella corriente exquisita de agua soleada.
No era como ir a Manly en el transbordador, aunque seguían la misma ruta por delante de Neutral Bay y Rose Bay y Cremorne y Vaucluse. No. Esta vez, pasarían también entre los Heads, irían más allá de los crueles arrecifes y de los grandes abanicos de espuma, para adentrarse en el océano. Veinte mil millas de mar, hasta el otro lado del mundo. Y, tanto si volvían a casa como si no, ya no pertenecerían a esto ni a aquello, porque habrían vivido en dos continentes y probado dos estilos de vida diferentes.
Justine descubrió que el dinero hacía de Londres un lugar muy agradable. Ella no debía llevar la mísera existencia de los que moraban en los alrededores de Earl's Court, al que llamaban «Valle de los Canguros», porque muchísimos australianos lo habían convertido en su cuartel general. Tampoco compartía el típico destino de los australianos en Inglaterra, que vivían con poquísimo dinero, trabajando por la comida en una oficina, en un hospital o en una escuela, y temblando sobre un diminuto radiador en una habitación húmeda y fría. En vez de esto, Justine tenía un piso grande en Kensigton, cerca de Knight-sbridge, con calefacción central; y un puesto en «The Elizabethan Group», la compañía de Clyde Daltinham-Roberts.
Cuando llegó el verano, tomó un tren para Roma. Años después, sonreiría recordando lo poco que había visto en aquel largo viajera: través de Francia y de media Italia; toda su_mefíte estaba llena de las cosas que tenía que contarle a Dane, y ella grababa en su memoria aquellas que no tenía que olvidar en modo alguno. Pues eran tantas, que por fuerza alguna le pasaría por alto.
¿Era Dane aquél? El hombre alto y bien plantado que esperaba en el andén, ¿era Dane? Parecía igual que siempre, y sin embargo, era diferente. Ya no pertenecía a su mundo. El grito que iba a lanzar para llamar su atención se quedó a medio camino; y ella se echó un poco atrás en su asiento para observarle, pues el tren se había detenido a pocos pasos del lugar donde estaba su hermano, escrutando ansiosamente las ventanillas con sus ojos azules. Su conversación iba a ser realmente un monólogo, cuando ella le contase su vida desde que él se había marchado, pues ahora sabía que Dane no quería compartir con ella lo que experimentaba. ¡Maldita sea! Ya no era su hermano menor, y la vida que llevaba tenía tan poco que ver con ella como con Drogheda. ¡Oh, Dane! ¿Qué se siente cuando se viven las veinticuatro horas del día?
– ¡Eh! Ya te imaginabas que te había dado esquinazo, ¿no? -dijo, llegando detrás de él sin que la viese.
Él se volvió, le estrechó las manos y se la quedó mirando, sonriente.
– Tontuela -dijo cariñosamente, cogiendo la enorme maleta y asiendo del brazo a su hermana-. Me alegro de verte -añadió, mientras la ayudaba a subir al «Lagonda» rojo con el que iba a todas partes.
Dane había sido siempre un fanático de los coches deportivos, y tenía uno desde que, por su edad, pudo sacar la licencia de conducir.
– Yo también me alegro de verte. Supongo que me habrás encontrado un hotelito agradable, pues te lo decía en serio al escribirte. Me niego a estar metida en una celda del Vaticano, entre un montón de solteros.
Se echó a reír.
– ¿Crees que te admitirían, con esos pelos de diablillo? No; te he reservado habitación en una pensión cercana a donde yo vivo. Hablan inglés, por lo que no tendrás que preocuparte cuando yo no esté contigo. Y, en Roma, no hay ningún problema para los de habla inglesa; siempre se encuentra alguien que conoce el idioma.
– En estas ocasiones desearía tener tu facilidad para las lenguas extranjeras. Pero ya me arreglaré; la mímica y las charadas se me dan bastante bien.
– Tengo dos meses de vacaciones, Jussy, ¿no es estupendo? Podremos echar un vistazo a Francia y a España, y todavía nos quedará tiempcTpara pasar un mes en Drogheda. Añoro la vieja casa.
– ¿De veras? -Ella se volvió a mirarle, y miró también las manos expertas que conducían hábilmente el automóvil entre el loco tráfico de Roma-. Yo no la añoro en absoluto; Londres es muy interesante.
– No me engañas -dijo él-. Sé lo que Drogheda y mamá significan para ti.
Justine se estrujó las manos sobre las rodillas, pero no le respondió.
– ¿Quieres que tomemos el té con unos amigos míos esta tarde? -preguntó él, cuando llegaron a su destino-. En realidad, me anticipé aceptando en tu nombre. Deseaban mucho conocerte, y, como no estaré libre hasta mañana, no me atreví a decir que no.
– ¡Tonto! ¿Por qué no había de querer? Si estuviésemos en Londres, te abrumaría con todos mis amigos; ¿por qué no has de hacer tú lo mismo aquí? Me alegro de que me des la oportunidad de echarles un vistazo a los zoquetes del seminario, aunque esto es un poco injusto para mí. Debo tener las manos quietas, ¿no?
Se acercó a la ventana y contempló la vieja plazuela, con dos plátanos macilentos en el cuadrado pavimentado, tres mesas instaladas a su sombra y, a uno de los lados, una iglesia carente de gracia o belleza arquitectónicas, revestida de un estuco desconchado.
– Dane…
– ¿Qué?
– Te comprendo; de veras.
– Sí, lo sé. -La sonrisa se extinguió en su rostro-. Ojalá pudiese decir lo mismo de mamá, Jus.
– Mamá es diferente. Tiene la impresión de que la abandonaste; no se da cuenta de que no es así. No te preocupes. Cambiará, con el tiempo.
– Así lo espero. -Se echó a reír-. A propósito, hoy no vas a conocer a los zoquetes del seminario. No quiero inducirles, a ellos y a ti, a esta tentación. Verás al cardenal De JBricassart. Ya sé que no te es simpático, pero prométeme que te portarás bien.
Los ojos de ella brillaron maliciosamente.
– ¡Lo prometo! Incluso besaré todos los anillos que me ofrezca.
– ¡Oh! Te acuerdas, ¿eh? Aquel día me enfurecí por tu causa; me avergonzaste deianteLJÍe-éb-
– Bueno, desde entonces he tenido que besar muchas cosas menos higiénicas que un anillo. En la clase de declamación, había un horrible jovencito granujiento, con halitosis, amigdalitis y un estómago podrido, al que tuve que besar nada menos que veintir nueve veces, y puedo asegurarte que, después de esto, nada es imposible. -Se alisó el cabello y se apartó del espejo-. ¿Tengo tiempo de cambiarme?
– ¡Oh!, no te preocupes por esto. Estás muy bien así.
– ¿Quién más estará allí?
El sol estaba demasiado bajo para calentar la vieja plaza, y las manchas de los troncos de los plátanos parecían llagas de un enfermo. Justine se estremeció.
– Estará el cardenal Di Contini-Verchese.
Ella había oído este nombre y abrió más los ojos.
– ¡Uf! Te mueves en círculos muy elevados, ¿eh?
– Sí. Trato de merecerlo.
– ¿Quiere esto decir que algunos hacen difíciles otros aspectos de tu vida. Dane? -preguntó ella, con astucia.
– No; no en realidad. Las personas a quienes uno conozca no tienen importancia. Nunca pienso en ello, y tampoco piensan los demás.
El salón, los hombres de rojo. Jamás en su vida había comprendido Justine con tanta claridad la poca falta que hacen las mujeres en la vida de algunos hombres, como en aquel momento, al entrar en un mundo donde, simplemente, no había sitio para las mujeres, salvo las humildes monjas del servicio. Todavía llevaba un sencillo traje verde-oliva que se había puesto al salir de Turín, y que estaba bastante arrugado a causa del viaje en tren. Al avanzar sobre la blanda alfombra carmesí, maldijo las prisas de Dane y se arrepintió de no haber insistido en ponerse algo menos deportivo.
El cardenal De Bricassart se había puesto en pie y sonreía; era un anciano muy apuesto.
– Mi querida Justine -dijo, presentándole el anillo con una mirada maliciosa, que indicaba que recordaba bien la última vez, y escrutando su cara en busca de algo que no entendía-. No te pareces en nada a tu madre.
Hinca una rodilla, besa el anillo, sonríe humildemente, levántate, sonríe menos humildemente.
– No, ¿verdad que no? No me habría venido mal un poco de su belleza para mi profesión; pero, en un escenario, todavía salgo del paso. Porque la cara verdadera importa poco, ¿sabe? Lo importante es que una, con su arte, convenza al público de que tiene otra cara.
Desde un sillón, llegó una risita seca; y ella avanzó una vez más para besar otro anillo, sobre una mano arrugada y vieja. Pero ahora contempló unos ojos negros y cosa extraña, vio amor en ellos. Amor por ella, por una persona a la que nunca había visto y de la que apenas habría oído hablar. Pero el amor estaba allí. El cardenal De Bricassart no le inspiró más simpatía de la que había sentido por él a los quince años; pero la sintió inmediatamente por el viejo.
– Siéntate, querida -dijo el cardenal Vittorio, indicándole un sillón a su lado.
– Hola, gatita -dijo Justine, acariciando a la gata gris-azul sobre la falda escarlata. Es bonita, ¿no?
– Sí que lo es.
– ¿Cómo se llama?
– Natacha.
Se abrió la puerta, pero no entró el carrito del té. Era un hombre, afortunadamente vestido de seglar. Otra sotana roja, pensó Justine, y habría rugido como un toro.
Pero no era un hombre corriente, aunque fuese seglar. Probablemente tenían en el Vaticano, una pequeña norma de régimen interior que prohibía los hombres vulgares, pensó ahora la desaforada mente de Justine. Sin ser bajo, era tan vigoroso que parecía más cuadrado de lo que era en realidad; hombros macizos y pecho muy desarrollado, cabeza grande y leonina, brazos largos como los de un esquilador. Un hombre algo simiesco, de no haber sido porque rezumaba inteligencia y se movía con el aire de quien agarra lo que quiere sin dar tiempo a la mente de preverlo. Agarrar y tal vez aplastar, pero nunca porque sí, irreflexivamente, sino con exquisita deliberación. Era moreno, pero su espesa mata de pelo tenía exactamente el color de las limaduras de acero y habría tenido su consistencia, si éstas pudiesen peinarse en pequeñas ondas regulares.
– Rainer, llega en un buen momento -dijo el cardenal Vittorio, -indicando el sillón a su otro lado y sin dejar de hablar en inglés-. Querida -dijo, volviéndose a Justine, cuando el hombre hubo besado el anillo y se hubo levantado-, te presento a un buen amigo, Herr Rainer Moerling Hartheim. Rainer, ésta es la hermana de Dane, Justine.
Él se inclinó, hizo chocar sus tacones ceremoniosamente, le dirigió una breve sonrisa sin ningún calor, y se sentó, demasiado apartado a un~fedo-para~~que ella pudiese verle. Justine suspiró aliviada^ sobre todo al ver que Dane, con naturalidad nacida de la costumbre, se había sentado en el suelo, junto al sillón del cardenal Ralph y precisamente frente a ella. Mientras pudiese ver a alguien conocido y querido, todo iría bien. Pero el salón y los hombres de rojo, y ahora aquel hombre moreno, empezaban a irritarla más de lo que la calmaba la presencia de Dane; la ofendía la manera en que parecían excluirla de su círculo. Por consiguiente, se inclinó hacia un lado y acarició de nuevo a la gata, consciente de que el cardenal Vittorio percibía y le divertían sus reacciones.
– ¿Está castrada? -preguntó Justine.
– Desde luego.
– ¡Desde luego! No sé por qué debía preocuparles esto. El mero hecho de vivir permanente en este palacio debería bastar para neutralizar los ovarios de cualquiera.
– Al contrario, querida -dijo el cardenal Vittorio, muy divertido-. Somos nosotros, los varones, los que nos hemos esterilizado psicológicamente.
– Permítame que lo censure, Eminencia.
– Conque no le gusta nuestro pequeño mundo, ¿en?
– Bueno, digamos que me parece un poco superfluo, Eminencia. Un sitio muy bonito para visitarlo, pero donde no quisiera vivir.
– No puedo reprochárselo. Y también dudo de que le guste visitarlo. Pero tendrá que acostumbrarse a nosotros, pues debe visitarnos con frecuencia, se lo ruego.
Justine sonrió.
– Aborrezco portarme bien -confesó-. Esto hace que salga lo peor que llevo dentro… Desde aquí, y sin mirarle, puedo ver el espanto de Dane.
– Me estaba preguntando cuánto tiempo duraría esto -dijo Dane, impertérrito-. Si se rasca la superficie de Justine, en seguida aparece un rebelde. Por eso es una buena hermana para mí. Yo no soy rebelde, pero los admiro.
Herr Hartheim movió su silla de manera que pudiese tener a Justine en su campo visual, incluso cuando ésta se irguió, dejando de jugar con el gato. En este momento, el bello animal se cansó de aquella mano de extraño olor femenino, y, sin levantarse del todo, se deslizó delicadamente de la falda roja a la gris, acurrucándose debajo de las manos fuertes y cuadradas de Herr Hartheim y runruneando de un modo tan sonoro que todos se echaron a reír.
– Discúlpenme por marcharme -dijo Justine, nunca indiferente a una buena broma, incluso cuando era ella su víctima.
– Su motor funciona tan bien como siempre -dijo Herr Hartheim, cuya diversión introducía cambios fascinadores en su semblante.
Su inglés era tan bueno que casi no tenía acento, aunque sí una inflexión americana: hacía vibrar la lengua al pronunciar las erres.
El té llegó cuando aún duraban las risas, y, cosa extraña, fue Herr Hartheim quien lo sirvió ofreciendo a Justine su taza con una mirada mucho más amistosa que la que le había dirigido en el momento de la presentación.
– En una comunidad británica -le dijo-, el té de la tarde es el refrigerio más importante del día. Ocurren muchas cosas alrededor de unas tazas de té, ¿no es cierto? Supongo que es porque, por su propia naturaleza, puede pedirse y tomarse casi a cualquier hora entre las dos y las cinco y media, y, cuando se habla, se tiene sed.
La media hora siguiente pareció demostrar su aserto, aunque Justine no tomó parte en la conferencia. La conversación pasó de la delicada salud del Santo Padre a la guerra fría y, después, a la recesión económica, y los cuatro nombres hablaban y escuchaban con una atención que Justine encontró subyugadora y que hizo que empezase a preguntarse sobre las cualidades que ellos compartían, incluido Dane, que ahora se le aparecía extraño, casi desconocido.
Éste intervenía activamente, y a ella no le pasó inadvertido que los otros tres, más viejos, le escuchaban con curiosa humildad, casi con temor. Sus comentarios no eran gratuitos ni ingenuos, pero había en ellos algo diferente, original, santo. ¿Era por su santidad por lo que le prestaban tanta atención? ¿Sería que él la poseía, y ellos no? ¿Admiraban realmente su virtud, lamentando no tenerla ellos? ¿Tan rara era? Tres hombres tan diferentes entre sí, y, sin embargo, mucho más unidos entre ellos de lo que lo estaba cada uno con Dane. ¡Qué difícil era. tomarse tan en serio a Dane como lo hacían ellos! Y no era que, en muchos aspectos, no hubiese actuado con ella de hermano mayor, a pesar de ser más joven; ni que ella no advirtiese su prudencia, su inteligencia, su bondad. Pero, hasta ahora, él había sido parte de su mundo. Ahora ya no lo era, y ella tendría que acostumbrarse a esto.
– Si deseas volver directamente a tus devociones, Dane, yo acompañaré a tu hermana a su hotel -dispuso Herr Rainier Moerling Hartheim, sin consultar a nadie sobre la cuestión.
Y así se encontró ella bajando en silencio las escaleras de mármol, en compañía de aquel hombre cuadrado y vigoroso. Al salir a la luz amarillenta del ocaso romano, él la asió por el brazo y la condujo a un «Mercedes» negro, cuyo chófer abrió la portezuela.
– Bueno, no querrá pasar sola su primera tarde en Roma, y Dane está ocupado en otras cosas -dijo él, subiendo al coche detrás de ella-. Está usted cansada y aturdida; por consiguiente, es mejor que tenga compañía.
– No parece dejarme ninguna alternativa, Herr Hartheim.
– Preferiría que me llamase Rainer.
– Con un coche así y chófer propio, debe de ser usted una persona muy importante.
– Todavía lo seré más cuando sea canciller de Alemania Federal.
– Me sorprende que no lo sea ya -bromeó Jus-tine.
– ¡Insolente! Soy demasiado joven.
– ¿De veras?
Ella se volvió a mirarle más de cerca, descubriendo que no tenía arrugas en su piel morena y que sus ojos hundidos no estaban rodeados de los pliegues carnosos de la edad.
– Peso mucho y tengo los cabellos grises, pero los he tenido grises desde los dieciséis años y engordé en cuanto pude comer lo suficiente. En este momento, sólo tengo treinta y un años.
– Acepto su palabra -dijo ella, descalzándose-. Sin embargo, aún es viejo para mí; yo estoy en los dulces veintiuno…
– Es usted un monstruo -dijo él, sonriendo.
– Supongo que sí. Mi madre dice lo mismo. Pero no sé realmente lo que quieren decir con eso de monstruo. Me gustaría que me diese su versión.
– ¿Conoce ya la de su madre?
– La pondría en un aprieto si se lo preguntase.
– ¿Y cree que no me pone en un aprieto a mí?
– Tengo la fuerte sospecha, Herr Hartheim, de que usted es también un monstruo, y dudo de que nada pueda ponerle en apuros.
– Un monstruo -dijo él, en voz baja-. Muy bien, Miss O'Neill, trataré de definir este concepto. Es alguien que aterroriza a los demás; que pasa por encima de la gente; que se siente tan fuerte que sólo Dios puede vencerle; que no tiene escrúpulos, y poca moral.
Ella rió entre dientes.
– Yo diría que se ha definido usted mismo. En cuanto a mí, tengo que tener moral y escrúpulos. Soy hermana de Dane.
– No se le parece en nada.
– Tanto peor.
– La cara de él no armonizaría con su personalidad.
– Sin duda tiene usted razón; pero, con su cara, tal vez habría desarrollado una personalidad distinta.
– Según lo que sea primero, como en el caso del huevo y la gallina. Póngase los zapatos; pasearemos un rato.
Hacía calor y estaba oscureciendo; pero brillaban las luces, había muchedumbres que parecían no saber adonde iban, y las calles aparecían atestadas de chirriantes scooters, de pequeños y agresivos «Fiats» y de «Gogomóviles» que parecían hordas de ranas asustadas. Por último, él se detuvo en una plazuela de losas desgastadas por los pies de muchos siglos y condujo a Justine a un restaurante.
– ¿O acaso prefiere el fresco? -preguntó.
– Mientras me dé de comer, me importa poco que sea dentro o fuera, o a mitad de camino.
– ¿Puedo elegir la comida por usted?
Los pálidos ojos pestañearon, tal vez un poco cansados, pero todavía le quedaban arrestos a Justine para luchar.
– Creo que no voy a soportar sus modales de varón dominador. A fin de cuentas, ¿cómo sabe lo que me apetece?
– La hermana Anne enarbola su estandarte -murmuró él-. Entonces, dígame la clase de comida que prefiere, y le garantizo que quedará complacida. ¿Pescado? ¿Ternera?
– ¿Una transacción? Muy bien; cederé un poco, ¿por qué no? Tomaré paté, unas gambas y un gran plato de saltimbocca, y después, una cassata y un café capuccino. Y si quiere usted tocar el violín, puede hacerlo.
– Debería abofetearla -dijo él, sin perder su buen humor.
Entregó el encargo al camarero, siguiendo exactamente las instrucciones de ella, pero en fluido italiano.
– Dijo usted que no me parezco en nada a Dane. ¿De veras no me parezco absolutamente en nada? -preguntó Justine en tono ligeramente patético, mientras tomaba el café, pues su gran apetito le había, impedido hablar mientras comían.
Él le encendió el cigarrillo; después, encendió el suyo y se inclinó en la penumbra para observarla en silencio, pensando en su primer encuentro con Dane, hacía unos meses. El cardenal De Bricassart, menos cuarenta años; lo había visto inmediatamente, y después se había enterado de que eran tío y sobrino, de que la madre del muchacho, y por consiguiente de la chica, era hermana de Ralph de Bricassart.
– Hay cierto parecido, sí -dijo-. Incluso en la cara. En la expresión, mucho más que en las facciones. Alrededor de los ojos y de la boca, en la manera de tener los ojos abiertos y la boca cerrada. Lo raro es que no tenga ningún parecido con su tío el cardenal.
– ¿Mi tío el cardenal? -repitió ella, sin comprender.
– El cardenal De Bricassart. ¿No es tío suyo? Estoy seguro de que me dijeron que era tío de Dane.
– ¿Ese viejo buitre? Gracias a Dios, no tiene ningún parentesco con nosotros. Fue rector de nuestra parroquia hace muchos años, mucho antes de nacer yo.
Justine era muy inteligente, pero también estaba muy cansada. ¡Pobre niña! Porque esto era en realidad, una pobre niña. La diferencia de diez años que había entre los dos aumentó hasta parecer un siglo. La sospecha arruinaría su mundo, el mundo que defendía con tanto valor. Probablemente, se negaría a creerlo, aunque se lo dijesen lisa y llanamente. ¿Cómo quitar importancia al asunto? No había que insistir, claro que no; pero tampoco cambiar en seguida de tema.
– Ahora lo comprendo -dijo él en tono ligero.
– Comprende, ¿qué?
– Que el parecido de Dane con el cardenal sea sólo en cosas generales: estatura, color del cabello, complexión.
– ¡Oh! Mi abuela me dijo que nuestro padre se parecía bastante al cardenal, a primera vista -dijo tranquilamente Justine.
– ¿No conoció a su padre?
– Ni siquiera en fotografía. Él y mamá se separaron para siempre antes de nacer Dane. -Llamó al camarero-. Otro capuccino, por favor.
– Justine, mo sea salvaje! ¡Deje que pida yo las cosas!
– No, ¡maldita sea!, ¡no lo haré! Soy perfectamente capaz de pensar por mí misma, y no necesito que un hombre me diga lo que quiero y lo que no quiero, ¿se entera?
– Rascando la superficie, sale el rebelde; así lo dijo Dane.
– Y tiene razón. ¡Oh! ¡Si supiese cuánto aborrezco los mimos y las atenciones y el revuelo a mi alrededor! Me gusta actuar por mí misma, ¡y no quiero que me digan lo que tengo que hacer! No pido cuartel, pero tampoco lo doy.
– Ya lo veo -declaró Rainer secamente-. ¿Por qué es tan herzchen? ¿Le viene de familia?
– Sinceramente, no lo sé. Hay pocas mujeres para saberlo. Sólo una por generación. La abuela, mamá y yo. En cambio, hay montones de hombres.
– Menos en su generación. Sólo está Dane.
– Supongo que ha sido porque mamá se separó de mi padre. Nunca pareció interesarse por nadie más, Y creo que fue una lástima. Mamá es una verdadera mujer de hogar; le habría convenido mucho tener un marido para compartirlo.
– ¿Se parece a usted?
– Creo que no.
– Más importante: ¿se quieren las dos?
– ¿Mamá y yo? -Sonrió sin rencor, como habría hecho su madre si alguien le hubiese preguntado si quería a su hija-. No sé realmente si nos queremos, pero hay algo entre las dos. Tal vez es un simple lazo biológico; no lo sé. -Sus ojos se suavizaron-. Yo siempre había querido que ella me hablase como lo hace a Dane, y deseaba entenderme con ella lo mismo que Dane. Pero, o le falta algo a ella, o me falta a mí. Supongo que será a mí. Ella es mucho mejor que yo.
– No la conozco; por consiguiente, no puedo aceptar ni rechazar su juicio. Pero, por si le sirve de consuelo, herzchen, le diré que usted me gusta exactamente tal cual es. No; no cambiaría nada en usted, ni siquiera su ridícula testarudez.
– ¡Oh, qué amable! ¡Y después de haberle insultado! Realmente, no me parezco a Dane, ¿verdad?
– Dane no se parece a nadie en el mundo.
– ¿Quiere decir porque no es de este mundo?
– Supongo que sí: -Se inclinó hacia delante, saliendo de la sombra y pasando a la débil luz de la vela en su botella de Chianti-. Yo soy católico, y mi religión ha sido la única cosa en mi vida que nunca me ha fallado, aunque yo le he fallado muchas veces. No me gusta hablar de Dane, porque mi corazón me dice que hay cosas que es mejor no discutir. Desde luego, usted no se le parece en su actitud ante la vida… o ante Dios. No hablemos más de esto, ¿eh? Ella le miró con curiosidad.
– Está bien, Rainer, como quiera. Haré un pacto con usted: podremos hablar de muchas cosas, pero nunca del carácter de Dane, ni de religión.
Muchas cosas le habían ocurrido a Rainer Moerling Hartheim desde aquel encuentro con Ralph de Bricassart, én el mes de julio de 1943. Una semana después, su regimiento había sido enviado al Frente del Este, donde había pasado el resto de la guerra. Deshecho y desorientado, demasiado joven para haber sido aleccionado en las Juventudes Hitlerianas, en sus días de ocio de antes de la guerra, había sufrido las consecuencias de Hitler pisando nieve, sin municiones, en una línea del frente tan estirada que sólo había un soldado cada cien metros. Y sólo había conservado dos recuerdos de la guerra: la cruel campaña en un frío cruel y el rostro de Ralph de Bricassart. Espanto y belleza; el diablo y Dios. Medio loco, medio helado, esperando indefenso que los guerrilleros de Stalin cayesen sin paracaídas de los aviones en vuelo rasante, sobre la nieve amontonada, se golpeaba el pecho y murmuraba oraciones, pidiendo balas para su fusil o una manera de escapar de los rusos, rezando por su alma inmortal, por el hombre de la basílica, por Alemania, por una mitigación de tanto dolor.
En la primavera de 1945, había cruzado Polonia en retirada, delante de los rusos, persiguiendo, como todos sus camaradas, un solo objetivo: llegar a ía Alemania ocupada por los ingleses o por los americanos. Porque, si le capturaban los rusos, le fusilarían. Rasgó sus documentos y quemó los pedazos, enterró sus dos Cruces de Hierro, hurtó alguna ropa y se presentó a las autoridades británicas en la frontera danesa. Le enviaron a un campamento de personas desplazadas, en Bélgica. Allí vivió un año, a base de pan y gachas, que era todo lo que tenían los agotados belgas para alimentar a los miles y miles de personas que tenían a su cargo, esperando a que los británicos se diesen cuenta de que lo único que podían hacer era dejarles en libertad.
En dos ocasiones, los oficiales del campamento le habían llamado para darle un ultimátum. Había un barco en el puerto de Ostende que cargaba emigrantes con destino a Australia. Le proporcionarían documentos nuevos y le transportarían gratis al nuevo país, a cambio de trabajar dos años para el Gobierno australiano, en la labor que le fuese asignada; después de lo cual, quedaría en libertad para hacer lo que quisiera. No sería un trabajo de esclavos, sino que cobraría el salario corriente. Pero, en ambas ocasiones, consiguió librarse de la precipitada emigración. Él había odiado a Hitler, pero no a Alemania, y no se avergonzaba de ser alemán. Su patria era Alemania, que había estado presente en sus sueños durante más de tres años. La mera idea de volver a encontrarse perdido en un país donde nadie hablaba su idioma, ni él el de ellos, era anatema. Y así fue cómo, a primeros de 1947, se encontró sin un céntimo en las calles de Aquisgrán, dispuesto a componer las piezas de una existencia que deseaba ávidamente.
Él y su alma habían sobrevivido, pero no para volver a la pobreza y a la oscuridad. Pues Rainer era más que un hombre muy ambicioso; tenía también algo de genio. Fue a trabajar en Grundig, y estudió la materia que más le había fascinado desde que conoció el radar: la electrónica. Su cerebro hervía de ideas; pero se negaba a venderlas a Grundig por una millonésima de su valor. En vez de esto, estudió cuidadosamente el mercado; después, se casó con la viuda de un hombre que había conservado un par de pequeñas fábricas de aparatos de radio, y empezó el negocio por su cuenta. El hecho de que apenas tuviese más de veinte años carecía de importancia. Poseía la mentalidad de un hombre mucho más maduro, y el caos de la Alemania de posguerra creaba muchas oportunidades para los jóvenes.
Como había contraído matrimonio civil, la Iglesia le permitió divorciarse de su esposa. En 1951, pagó a Annelise Hartheim exactamente el doble del valor real de las dos fábricas de su primer marido, y se divorció de ella. Sin embargo, no volvió a casarse.
Lo que le había sucedido al muchacho en el terror helado de Rusia no produjo una caricatura humana sin alma; más bien interrumpió el desarrollo de lo que había en él de blando y suave, y dio enorme impulso a otras cualidades que poseía: inteligencia, insensibilidad, determinación. El hombre que nada tiene que perder, puede ganarlo todo, y quien carece de sentimientos, no puede ser herido. Al menos, así se lo decía él. En realidad, se parecía curiosamente al hombre que había conocido en Roma en 1943; como Ralph de Bricassart, comprendía lo que era malo, pero su conciencia del mal no le impedía hacerlo, sin dudarlo un segundo. En cambio, pagaba su medro personal con dolores y angustias. Muchas personas habrían pensado que lo que obtenía no valía el precio que pagaba, pero él habría pagado con dos veces más de sufrimiento. Un día, gobernaría Alemania y haría de ella lo que había soñado; destruiría la ética luterana aria y confeccionaría otra más amplia. Como no podía hacerse el firme propósito de no volver a pecar, le habían negado varias veces la absolución en el confesionario; pero, de algún modo, él y su religión se fundían en una sola pieza, hasta que el^di-nero y el poder acumulados le quitaban tantas capas., más allá de la culpabilidad, que podía presentarse arrepentido y ser absuelto.
En 1955, siendo ya uno de los hombres más ricos y poderosos de la nueva Alemania Federal, y miembro reciente del Parlamento de Bonn, volvió a Roma para ver al cardenal De Bricassart y mostrarle el resultado final de sus oraciones. Después no recordaría lo que había imaginado que sería esta entrevista, pues, desde que empezó hasta que terminó la misma, sólo había tenido conciencia de una cosa: Ralph de Bricassart se sentía defraudado por él. Había com prendido la razón, sin tener que preguntársela. Pero no había esperado la última observación del cardenal:
– Había rezado para que fuese usted mejor que yo, porque era muy joven. Ningún fin justifica los medios. Pero supongo que las semiílas de nuestra ruina son sembradas antes de nuestro nacimiento.
De regreso en su hotel, había llorado, pero se había calmado al cabo de un rato y pensado: lo hecho, hecho está; en el futuro, seré como él esperaba. Y a veces lo consiguió, y otras, fracasó. Pero lo intentó. Su amistad con los hombres del Vaticano se convirtió en el bien terrenal más precioso de su vida, y Roma fue para él el lugar al que volaba cuando necesitaba el consuelo de aquéllos para no caer en la desesperación. Consuelo. Una extraña clase de consuelo. No bendiciones ni palabras dulces. Más bien un bálsamo que brotaba del alma, como si comprendiesen su dolor.
Y, al caminar ahora en la tibia noche romana, después de dejar a Justine en su pensión, pensó que siempre le estaría agradecido. Pues, al ver cómo se enfrentaba a la confusión de la conversación de aquella tarde, había brotado en su interior un sentimiento de ternura. Cruel e inflexible, el pequeño monstruo. Podía disputarles el terreno palmo a palmo; ¿se daban cuenta ellos? Pensó que era lo mismo que habría sentido por una hija de la que pudiese estar orgulloso; sólo que él no tenía ninguna hija. Por consiguiente, se la había hurtado a Dane y se la había llevado, para observar su reacción a aquel abrumador «eclesiasticismo» y a un Dane que debió resultarle desconocido; el Dane que no era ni podría ser jamás una parte íntegra de su vida.
Lo mejor de su Dios personal, siguió pensando, era que podía perdonarlo todo; podía perdonar a Justine su incredulidad innata y a él el haber cerrado su generador emocional hasta que le conviniese volver a abrirlo. Sólo durante un momento había sentido pánico, pensando que había perdido la llave para siempre. Sonrió y tiró su cigarrillo. La llave… Bueno, a veces las llaves tienen formas extrañas. Tal vez la suya necesitaba todos los retorcimientos de todos los rizos de aquella cabeza roja para hacer funcionar los resortes de la cerradura; quizás, en un salón escarlata, su Dios le había tendido una llave escarlata.
Un día fugaz, transcurrido en un segundo. Pero, al consultar su reloj, vio que todavía era temprano, y pensó que el hombre que tenía tanto poder, ahora que Su Santidad estaba á las puertas de la muerte, permanecería aún despierto, compartiendo los hábitos nocturnos de su gato. Aquel hipo horrible, llenando la pequeña habitación de Castelgandolfo, contrayendw la fina, pálida, ascética cara que él había visto duran te tantos años bajo la blanca tiara; se estaba murien do, y era un gran Papa. Dijeran lo que dijesen, era un gran Papa. Si había amado a los alemanes, si todavía le gustaba oír hablar en alemán, ¿qué mal había en esto? Rainer no era quién para juzgarlo.
Pero lo que Rainer necesitaba saber en este momento no podía ir a buscarlo a Castelgandolfo. Debía subir la escalinata de mármol, entrar en la habitación escarlata y carmesí, hablar con Vittorio Scarban-za, cardenal Di Contini-Verchese. Que podía ¡ser el próximo Papa, o podía no serlo, Durante casi\tres años, había observado aquellos ojos prudentes, negros, amables, posándose donde querían posarse sí, era mejor buscar la respuesta en él que en el cardenal De Bricassart.
– Pensé que nunca diría una cosa así, pero, gracias a Dios, salimos para Drogheda -dijo Justine, negándose a arrojar una moneda en la fuente de Trevi-. Teníamos proyectado dar una vuelta por Francia y España, y, en vez de esto, todavía estamos en Roma, donde soy tan inútil como un ombligo. ¡Ay, los hermanos!
– ¡Hum! ¿Cree que los ombligos son inútiles? Recuerdo que Sócrates era de la misma opinión -comentó Rainer.
– ¿Lo dijo Sócrates? ¡No lo recuerdo! Es curioso, pero también pensaba que había leído casi todo lo de Platón.
Se volvió a mirarle y pensó que la ropa corriente de un hombre de vacaciones en Roma le sentaba mucho mejor que el severo traje que llevaba para las audiencias en el Vaticano.
– En realidad, estaba tan absolutamente convencído de que el ombligo no servía para nada, qué se arrancó el suyo y lo tiró.
Ella torció los labios.
– ¿Y qué pasó?
– Que se le cayó la toga.
– ¡Huy! ¡Huy! -dijo ella, riendo entre dientes-. Lo cierto es que, en aquella época, no llevaban toga en Atenas. Pero tengo la terrible impresión de que hay una moraleja en su historia. -Se puso seria-. ¿Por qué se preocupa por mí. Rain?
– ¡Testaruda! Ya le he dicho que mi nombre no se pronuncia Ryner, sino Rayner.
– ¡Ah, no lo comprende! -dijo ella, mirando pensativamente los chispeantes chorros de agua y el sucio estanque lleno de sucias monedas-. ¿Ha estado alguna vez en Australia? Él se encogió de hombros.
– Estuve dos veces a punto de ir, herzchen, pero conseguí librarme.
– Bueno, si hubiese estado allí lo comprendería. Tiene un nombre mágico para un australiano, si se pronuncia a mi manera. Rainer. Rain <sup><strong><sup>[1]</sup></strong></sup>. La vida en el desierto.
Él se sobresaltó y dejó caer el cigarrillo.
– No se estará enamorando de mí, ¿verdad, Jus-tine?
– ¡Qué ególatras son los hombres! Siento desilusionarle, pero, no. -Después, como para suavizar la rudeza de sus palabras, deslizó una mano en la de él y apretó-. Es algo mucho mejor.
– ¿Hay algo mejor que enamorarse? -Casi todo, creo yo. No quiero necesitar a nadie hasta este punto. ¡Nunca!
– Tal vez tenga razón. Ciertamente, es un fuerte obstáculo, si se hace prematuramente. Bueno, ¿qué es eso mucho mejor?
– Encontrar un amigo. -Le acarició la mano-. Porque usted es amigo mío, ¿no?
– Sí. -Sonrió y arrojó una moneda en la fuente-. ¡Ahí va! Quizás he tirado mil marcos en estos años, sólo para asegurarme de que volvería a sentir el calor del Sur. A veces, en mis pesadillas, siento de nuevo aquel frío.
– Tendría que sentir el calor del verdadero Sur -dijo Justine-. Cuarenta y ocho a la sombra, si se puede encontrar alguna sombra.
– No es extraño que no sienta el calor. -Su risa fue apagada, como siempre; una secuela de los viejos tiempos, cuando reír fuerte era tentar al destino-.
Y el calor explicaría de que le hiervan los sesos.
– Su inglés es fluido, pero americano. Yo pensaba que lo habría aprendido en alguna universidad británica de postín.
– No. Empecé a aprenderlo en un campamento belga, de los soldaditos cockney o escoceses o de las Midlands, y no entendía una palabra, salvo cuando hablaba con el hombre que me servía de maestro. Uno decía asín, otro decía asina, y todos querían decir así.
Y así, cuando volví a Alemania, vi todas las películas que pude y compré todos los discos en inglés que estaban a la venta, todos ellos grabaciones de actores americanos. Y los oía una y otra vez en casa, hasta que supe el inglés suficiente para seguir aprendiendo.
Ella se había descalzado, como de costumbre; y él había contemplado, horrorizado, cómo caminaba sobre un pavimento donde se habría podido freír un huevo, y sobre losas desnudas.
– ¡Rapazuela! Póngase los zapatos.
– Soy australiana; tenemos los pies demasiado anchos para sentirnos cómodas con zapatos. Allí no hace nunca verdadero frío, y andamos descalzas siempre que podemos. Puedo cruzar una dehesa llena de cardos y arrancarme los pinchos de los pies sin sentirlo -declaró, con orgullo-. Probablemente podría andar sobre carbones encendidos. -De pronto, cambió de tema-. ¿Amaba a su esposa, Rain?
– No.
– ¿Le amaba ella?
– Sí. No tenía otra razón para casarse conmigo.
– ¡Pobrecilla! Usted la empleó, y la dejó tirada.
– ¿Le repugna esto?
– No, creo que no. En realidad, más bien le admiro por ello. Pero lo siento mucho por ella, y esto me afirma en mi decisión de no tropezar en la misma piedra que ella.
– ¿Me admira? -dijo él, un poco asombrado.
– ¿Y por qué no? Yo no busco en usted las cosa's que sin duda buscó su esposa, ¿no cree? Me gusta, es mi amigo. Ella le amó, y usted fue su marido.
– Creo, herzchen -dijo él, con cierta tristeza-, que los hombres ambiciosos no son muy buenos con sus mujeres.
– Eso es porque generalmente buscan mujeres sumisas, del tipo «sí, querido; no, querido; lo que tú quieras, querido». Queso duro, diría yo. Si yo hubiese sido su mujer, le habría mandado al cuerno muchas veces; pero supongo que ella no lo hizo nunca, ¿verdad?
Los labios de él temblaron.
– No, pobre Annelise. Tenía madera de mártir; por eso sus armas no eran tan directas o tan deliciosamente expresadas. Ojalá diesen películas australianas; tal vez aprendería su lengua vernácula. He entendido lo de «sí, querido», pero no tengo idea de lo que quiso decir con «queso duro».
– Algo así como mala suerte, pero en tono despectivo. -Las anchas puntas de sus pies se agarraban como dedos prensiles al borde interno de la fuente, y ella se echó peligrosamente atrás y se irguió con facilidad-. Bueno, en definitiva se portó bien con ella. La plantó. Sin duda vive mejor lejos de usted, aun' que probablemente no lo cree. Si yo puedo soportarle, es porque no me dejo dominar.
– Dura de pelar, ¿verdad, Justine? Pero, ¿cómo se eriteró de todas estas cosas acerca de mí?
– Le pregunté a Dane. Naturalmente, tratándose de Dane, sólo me expuso los hechos concretos, pero yo deduje todo lo demás.
– Sin duda gracias a su enorme caudal de experiencia. ¡Es una tramposa! Dicen que es muy buena actriz, pero me parece increíble. ¿Cómo se las arregla para fingir emociones que no puede haber sentido nunca? Como persona, está emocionalmente más atrasada que la mayoría de las chicas de quince años.
Ella saltó, se sentó en el pretil de la fuente y se calzó 'los zapatos, retorciendo con irritación los dedos de los pies.
– Tengo los pies hinchados, ¡maldita sea!
Como no manifestó ninguna reacción de enojo o de indignación, cualquiera habría dicho que no había oído siquiera lo último que dijera él. Como si, al dirigirle alguien una censura o una crítica, se limitase ella a desconectar unos auriculares internos. ¡Cuántas veces no lo habría hecho! Lo milagroso era que no odiase a Dane.
– Es una pregunta muy difícil de contestar -declaró al fin-. Debo poder hacerlo, o no sería tan buena actriz como dicen, ¿no es cierto? Pero es como… una espera. Me refiero a mi vida fuera del escenario. Me conservo, no puedo gastarme fuera de la escena. Tenemos que dar mucho, ¿no cree? Y allá arriba, no soy yo, o quizá, dicho más correctamente, soy una serie sucesiva de «yoes». Todos debemos ser una mezcla profunda de persona, ¿verdad? Para mí, representar es, ante todo y sobre todo, cuestión de inteligencia, y, sólo después, de emoción. Una cosa libera la otra, y la pule. No basta con llorar o gritar o reír de un modo convincente. Es maravilloso, ¿sabe? Pensar que soy otro yo, alguien que habría podido ser, en otras circunstancias. Éste es el secreto. No convertirme en otra persona, sino incorporar su papel como si fuese yo misma. Y así, convertirla en mí misma. -Como si la excitación no le permitiese estarse quieta, saltó sobre sus pies-. ¡Imagínese, Rain! Dentro de veinte años, podré decirme: he cometido asesinatos, me he suicidado, me he vuelto loca, he salvado o arruinado a hombres. ¡Oh! ¡Las posibilidades son infinitas!
– Y todas serán usted. -Él se levantó y volvió a asirla de tina mano-. Sí; tiene toda la razón, Justine. No puede gastarse fuera del escenario. Si fuese otra persona, diría que lo haría a pesar de todo; pero, tratándose de usted, no estoy tan seguro.
Si se empeñaban en ello, los moradores de Droheda podían imaginarse que Roma y Londres no estaban más lejos que Sydney, y que los ya crecidos Dane y Justine seguían siendo los niños que iban al pensionado. Naturalmente, no podían venir a casa para las vacaciones cortas, como antaño; pero, una vez al año, pasaban en ella al menos un mes, por lo general agosto o setiembre, y su aspecto era casi el mismo de antes. ¿Qué importaba que tuviesen quince y dieciséis, o veintidós y veintitrés años? Y, si los de Drogheda esperaban a principios de primavera como: «Bueno, ¡sólo faltan unas pocas semanas!» o «¡Dios mío, todavía no hace un mes que se marcharon!» Pero, en julio, todos caminaban con más brío y las sonrisas se hacían permanentes en sus rostros. Desde la cocina hasta la dehesa y hasta el salón, se proyectaban banquetes y regalos.
Mientras tanto, se iban cruzando cartas. La mayor parte de ellas reflejaban la personalidad de sus autores, pero, algunas veces, resultaban contradictorias. Por ejemplo, cabía pensar que Dane escribiría con regularidad y que Justine lo haría raras veces. Que Fee no escribiría nunca. Que los varones Cleary lo harían dos veces al año. Que Meggie beneficiaría al servicio de correos con cartas dianas, al menos para Dane. Que la señora Smith, Minnie y Cat, mandarían felicitaciones de cumpleaños y de Navidad. Que Anne Mueller escribiría a menudo a Justine, y nunca a Dane. Las intenciones de Dane eran buenas, y de.hecho escribía con regularidad. Pero lo malo era que se olvidaba de echar al correo los frutos de sus esfuerzos, con el resultado de que pasaban dos o tres meses sin noticias suyas y, de pronto, Drogheda recibía docenas de cartas en la misma remesa. La locuaz Justine escribía largas misivas que eran puros desahogos de conciencia, lo bastante rudas para provocar rubores y murmullos de alarma, y absolutamente fascinantes. Meggie escribía sólo una vez cada dos semanas a sus dos hijos. Si Justine no recibía nunca cartas pe su abuela, Dane las recibía con mucha frecuencia. También las recibía regularmente de todos sus tíqs, que le hablaban de la tierra y de los corderos y de la salud de las mujeres de Drogheda, pues parecían pensar que tenían el deber de asegurarle que todo marchaba realmente bien en casa. En cambio, no hacían partícipe de esto a Justine, que se habría sentido abrumada por ello. En cuanto a los demás, la señora Smith, Minnie, Cat y Anne Mueller, su correspondencia era como cabía esperar.
Era estupendo leer cartas, y muy pesado escribirlas. Es decir, para todos menos para Justine, que sentía punzadas de irritación porque nunca le enviaban las cartas que deseaba: largas, llanas y francas. Los de Drogheda recibían de Justine la mayor parte de la información sobre Dane, pues las cartas de éste nunca describían plenamente la escena a sus lectoras, como hacían las de Justine.
«Rain ha llegado hoy a Londres en avión -escribió una vez- y me ha dicho que vio a Dane en Roma la semana pasada. Bueno, ve a Dane mucho más que a mí, ya que Roma está en primer lugar en su agenda de viajes, y Londres, en el último. Por consiguiente, debo confesar que Rain es una de las primeras razo nes de que yo vaya todos los años a reunifme con Dane en Roma, antes de venir los dos a casa. A Dane le gusta venir a Londres, pero yo no se lo permito si Rain está en Roma. Soy una egoísta. Pero no tienes idea de lo bien que lo paso con Rain. Es una de las pocas personas que conozco a la que no le importa un bledo mi dinero, y quisiera que nos viésemos más a menudo.
»En un aspecto, Rain tiene más suerte que yo. Se reúne con los condiscípulos de Dane donde yo no puedo hacerlo. Supongo que Dane se imagina que los violaría allí mismo. O tal vez piensa que ellos me violarían a mí. ¡Ah! Esto sólo pasaría si me viesen con mi traje de amazona. Es despampanante; de verdad. Parezco una Theda Bara puesta al día. Dos pequeños escudos de bronce en el pecho, muchísimas cadenas y una cosa que supongo que es un cinturón de castidad y que se necesitaría un abrelatas para cortarlo. Con una larga peluca negra, pintado el cuerpo de oscuro, y con mis trozos de metal, estoy arrebatadora.
»¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Rain estuvo en Roma, la semana pasada, con Dane y sus compañeros. Se fueron todos de parranda. Rain insistió en pagar, salvando a Dane de un apuró. ¡Menuda noche! Nada de mujeres, desde luego, pero sí todo lo demás. ¿Podéis imaginaros a Dane arrodillado en el sucio suelo de un bar romano, recitando «El cielo está enladrillado, quién lo desenladrillará…?» Durante diez minutos trató de poner en orden las palabras sin conseguirlo; entonces, renunció, se puso un clavel entre los dientes y empezó a bailar. ¿Os imagináis a Dane haciendo esto? Rain dice que es una cosa inofensiva y necesaria, que no se puede estar siempre trabajando sin divertirse, etc. Excluidas las mujeres, lo mejor es un buen copazo. Al menos, así lo dice Rain. Pero no vayáis a pensar que esto sucede a menudo, y creo que, cuando sucede. Rain es el promotor y va con ellos para vigilar a la ingenua pandilla. Pero yo me reí de buena gana, pensando en que a Dane se le caía la corona mientras bailaba flamenco con un clavel entre los dientes.
Dane tuvo que pasar ocho años en Roma preparándose para el sacerdocio, y, al principio, todos pensaban que este período no terminaría nunca. Sin embargo, los ocho años pasaron mucho más de prisa de lo que había imaginado la gente de Drogheda. Nadie sabía exactamente lo que pensaba hacer cuando hubiese sido ordenado, pero presumían que regresaría a Australia. Sólo Meggie y Justine sospechaban que querría quedarse en Italia, aunque Meggie calmaba su inquietud pensando en lo contento que parecía cuando venía todos los años a casa. Era australiano, tenía que querer volver a casa. Justine era diferente. Nadie soñaba en su regreso definitivo. Era actriz; no podía hacer carrera en Australia. En cambio, el trabajo de Dane podía realizarse con igual celo en todas partes.
Lo cierto fue que, en el octavo año, nadie hizo planes para las vacaciones anuales de chicos; en vez de esto, la familia de Drogheda preparó el viaje a Roma, para asistir a la ordenación de Dane.
– La hemos pifiado -dijo Meggie.
– ¿Qué dices, querida? -preguntó Anne.
Se había sentado a leer en un rincón caldeado de la galería, pero el libro de Meggie había quedado ol vidado en su falda, y ella observaba con mirada ausente las cabriolas de dos aguzanieves en el prado. El año había sido lluvioso; había lombrices en todas partes, y nunca se habían visto unos pájaros tan gordos y satisfechos. Sus trinos llenaban el aire desde la aurora hasta la última luz del crepúsculo.
– Dije que la hemos pifiado -repitió Meggie, como graznando-. Se nos mojó la pólvora. ¡Con tantas promesas! ¿Quién lo habría adivinado, en 1921, cuando llegamos a Drogheda?
– ¿Qué quieres decir?
– Un total de seis hijos, además de mí. Y, tin año más tarde, dos hijos más. ¿Qué había que pensar? ¿Docenas de hijos, medio centenar de nietos? Vi míranos ahora. Hal y Stu están muertos; ninguno/de los que viven parece tener intención de casarse, y yo, la que no puede transmitir el apellido, he sido la única que ha dado herederos a Drogheda. Pero los dioses no se dieron aún por satisfechos, ¿eh? Un hijo y una hija. Cabía esperar algunos nietos. /Y qué pasa? Mi hijo se hace cura, y mi hija se está convirtiendo en una solterona, sólo pendiente de su carrera. Un callejón sin salida para Drogheda.
– No veo en ello nada extraño -dijo Anne-. A fin de cuentas, ¿qué podías esperar de los hombres? Atascados aquí como tímidos canguros, sin sostener el menor trato con chicas con las que habrían podido casarse. Y, para Jims y Patsy, la guerra por añadidura. ¿Puedes imaginarte a Jims casándose, sabiendo que Patsy no puede hacerlo? Están demasiado unidos el uno al otro. Y además, la tierra es muy exigente, en un sentido esterilizador. Les quita todo lo que podrían dar, que no creo que sea mucho. Me refiero al aspecto físico. ¿No te ha llamado nunca la atención, Meggie? Tu familia es poco sexual, por decirlo lisa y llanamente. Y esto se aplica también a Dane y a Justine. Quiero decir que hay personas que andan detrás de eso como gatos en celo; perojíoJas" de esta casa. Aunque quizá Justine acabe casándose. Está ese alemán, Rainer; parece haberle tomado mucha simpatía.
– Has dado en el clavo -dijo Meggie, poco dispuesta a dejarse consolar-. Parece simpatizar mucho con él. Y nada más. Hace siete años que se conocen. Si quisiera casarse con él, lo habrían hecho hace años.
– ¿Lo crees así? Conozco muy bien a Justine -respondió Anne, reflexivamente, y era verdad; la conocía mejor que cualquiera en Drogheda, incluidas Meggie y Fee-. Yo diría que le espanta comprometerse en un matrimonio por amor, con todas sus consecuencias; y debo decir que admiro a Rainer. Parece comprenderla muy bien, ¡Oh! No sé si está realmente enamorado de ella, pero, si lo está, al menos tiene el buen sentido de esperar a que ella esté dispuesta a lanzarse de cabeza. -Se inclinó hacia delante, y su libro cayó, olvidado, al suelo-. ¡Ah! ¿Oyes ese pájaro? Estoy segura de que ni un ruiseñor podría igualarle.
– Después, dijo lo que deseaba decir desde hacía semanas-: Meggie, ¿por qué no vas a Roma para la ordenación de Dane? ¿No es algo extraordinario? Dane… ordenado.
– ¡No voy a ir a Roma! -decidió Meggie, apretando los dientes-. Nunca volveré a salir de Drogheda.
– ¡No seas así, Meggie! ¡No puedes darle este disgusto! ¡Ve, por favor! Si no vas tú, allí no habrá ninguna mujer de Drogheda, porque tú eres la única lo bastante joven para ir en avión. Te aseguro que, si pensase por un momento que mi cuerpo lo resistiría, no vacilaría en tomarlo.
– ¿Ir a Roma y ver la sonrisa afectada de Ralph de Bricassart? ¡Preferiría morirme!
– ¡Oh, Meggie, Meggie! ¿Por qué hacer recaer tus frustraciones sobre ti misma y sobre tu hijo? Tú lo dijiste una vez: la culpa fue tuya. Por consiguiente, guárdate tu orgullo y ve a Roma. ¡Por favor!
– No es cuestión de orgullo, -Se estremeció-. ¡Oh, Anne, tengo miedo de ir! Porque no lo creo,!no lo creo! Se me pone la carne de gallina cuando pienso en ello.
– ¿Y si él no pudiese volver aquí, cuando sea sacerdote? ¿Se te ha ocurrido pensarlo? No tendrá las largas vacaciones que le daban en el seminario, y, si decide permanecer en Roma, tendrás aue ir tú st deseas verle alguna vez. ¡Ve a Roma, Meggie!
– No puedo. ¡Si supieras lo espantada que estoy! No es orgullo, ni temor a que Ralph se burle de mí, ni miedo a que la gente me haga preguntas. Sabe Dios que les añoro tanto a los dos que me arrastraría de rodillas para verles, si pensara un instante que ellos me necesitan. ¡Oh! Sé que Dane se alegraría de verme; pero, ¿y Ralph? Ni se acuerda de que existo. Te digo que tengo miedo. Estoy segura de que, si voy a Roma, sucederá algo. Por tanto, no iré.
– Por el amor de Dios, ¿qué quieres que pase?
– No lo sé… Si lo supiera, tendría algo contra lo que luchar. ¿Cómo luchar contra un sentimiento? Porque no es más que esto. Una premonición. Como si los dioses se confabulasen contra mí.
Anne se echó a reír.
– Realmente, te estás volviendo vieja, Meggie. ¡Déjate de tonterías!
– ¡No puedo, no puedo! Y soy vieja.
– ¡Pamemas! Estás en una floreciente edad madura, Lo bastante joven para subir a un avión.
– ¡Oh, déjame en paz! -replicó furiosamente Meg-gie, y cogió su libro.
De vez en cuando, un grupo llega a Roma con un objetivo bien definido. No en viaje de turismo, para ver glorias pasadas en las ruinas presentes; no para llenar un pequeño retazo de tiempo entre A y B, con Roma como un punto en la linea entre estos dos lugares. Es un grupo que tiene una sola emoción común, que rebosa orgullo, porque viene a ver cómo el hijo, el sobrino, el primo, el amigo, es ordenado sacerdote en la gran basílica, la mas venerada del mundo. Sus miembros se alojan én humildes pensiones, en hoteles lujosos, en las casas de amigos o parientes. Pero están completamente unidos, en paz entre ellos y con el mundo. Hacen las obligadas visitas: el Museo Vaticano, con la Capilla Sixtma al fondo, como un premio a la resistencia; el Foro, el Coliseo, la Vía Apia, la plaza de España, la codiciosa fuente de Trevi, el son et lamiere. Esperando que llegue el día, llenando el tiempo. Tendrán el privilegio especial de una audiencia privada del Santo Padre, y para ellos, esto será lo mejor de Roma.
Esta vez, Dane no esperaba a Justine en el andén, como había hecho siempre; estaba de retiro. En cambio, Rainer Moerling Hartheim paseaba sobre tíl sucio pavimento como un robusto animal. No la saludó con un beso; nunca lo hacía. Le rodeó los hombros con un brazo y le dio un apretón.
– Casi como un oso -dijo Justine.
– ¿Un oso?
– Cuando te conocí, pensé que eras algo así como el eslabón que falta, pero al fin he decidido que te pareces más a un oso que a un gorila. El gorila era una comparación poco halagüeña.
– ¿Y lo son los osos?
– Bueno, tal vez pueden matar con la misma rapidez, pero son más cariñosos.
– Le asió de un brazo y acompasó sus pasos, pues era casi tan alta como él-. ¿Cómo está Dane? ¿Le viste antes de empezar su retiro? De buena gana habría matado a Clyde, por no dejarme marchar antes.
– Dane está como siempre.
– ¿No le has desencaminado?
– ¿Yo? Claro que no. Estás muy guapa, herzchen.
– Aprendí modales y recorrí todos los modistas de Londres. ¿Te gusta mi nueva falda corta? La lia man mini.
– Adelántate, y te lo diré.
El dobladillo de la falda le llegaba a la mitad de los muslos y revoloteó al volverse ella y retroceder hacia él.
– ¿Qué te parece, Rain? ¿Es escandalosa? Todavía no vi a nadie en París que la llevase tan corta.
– Una cosa es segura, herzchen: con unas piernas tan lindas como las tuyas, lo escandaloso sería llevar la falda un centímetro más larga. Seguro que los romanos serán de mi opinión.
– Lo cual quiere decir que tendré las nalgas moradas dentro de una hora, y no dentro de un día. ¡Maldita sea! Aunque, ¿sabes una cosa, Rain?
– ¿Qué?
– Nunca he sido pellizcada por un cura. Con tantas veces como he rondado por el Vaticano, y no puedo presumir de un solo pellizco. Por consiguiente, pensé que tal vez con la minifalda podría descarriar a algún prelado.
– Puedes descarriarme a mí -sonrió él,
– ¿De veras? ¿A pesar del color naranja? Pensaba que no te gustaba el naranja, a causa de mis cabellos.
– Es un color tan vivo que inflama los sentidos.
– No me pinches -dijo ella, disgustada, subiendo al «Mercedes», que ahora llevaba una banderola alemana ondeando a un lado del capó-. ¿Cuándo conseguiste esa banderita?
– Cuando me dieron mi nuevo cargo en el Gobierno.
– Ahora no me extraña que mereciese una alusión en el News of the World. ¿Lo viste?
– Ya sabes que nunca leo esos papeluchos, Justine.
– Tampoco yo; pero alguien me lo mostró -dijo ella, y, elevando el tono de la voz y poniendo en ella un acento melindroso y terriblemente gangoso- ¿Qué pelirroja actriz australiana de mucho porvenir sostiene relaciones muy cordiales con qué miembro del Gabinete de la Alemania Federal?
– No pueden saber el tiempo que hace que nos conocemos -dijo tranquilamente él, estirando las piernas y poniéndose cómodo.
Justine resiguió su indumento con mirada aproba-dora; era sencillo, muy italiano. Él seguía bastante la moda europea y se atrevía a llevar una de esas camisas de malla que permitían a los varones italianos mostrar su pecho lampiño.
– Nunca deberías llevar temo, con cuello y corbata -dijo de pronto ella.
– ¿No? ¿Por qué?
– Porque el machismo es el estilo que te conviene; como ahora, ¿sabes?, con la cadena y la medalla de oro sobre el pecho hirsuto. La americana te hace gordo en la cintura, cosa que no eres en realidad.
Él la miró un momento, sorprendido; después, sus ojos tomaron la expresión precavida que él llamaba de «pensamiento concentrado».
– La primera vez -declaró.
– La primera vez, ¿de qué?
– En siete atos que te conozco, nunca habías hecho comentarios sobre mi aspecto, salvo para criticarlo.
– ¡Oh, querido! ¿De veras? -dijo ella, pareciendo un poco avergonzada-. Te aseguro que había pensado en ello con bastante frecuencia, y nunca desdeñosamente. -Por alguna razón, añadió en seguida- Me refiero a cómo te sientan los trajes.
Él no respondió, pero sonrió, como si estuviese pensando algo divertido.
Aquel trayecto en automóvil con Rainer pareció ser el único momento de tranquilidad en varios días. Poco después de la visita al cardenal De Bricassart y luego al cardenal Di Contini-Verchese, el gran automóvil que Rainer había alquilado depositó el contingente de Drogheda en su hotel. Justine observó, con el rabillo del ojo, la reacción de Rain ante su familia, compuesta enteramente de tíos. Hasta el momento en que sus ojos no habían encontrado el rostro de su madre, Justine estaba convencida de que aquélla cambiaría de idea y vendría a Roma. Que no lo hubiese hecho, era un golpe cruel, aunque Justine no sabía exactamente si lo sentía más por Dane o por ella misma. Pero sus tíos estaban aquí, y ella era su anfitriona.
¡Oh, qué tímidos eran! ¿Quién era quién? Cuanto más viejos se hacían, más se parecían todos ellos. Y, en Roma, llamaban la atencionrxcffiSo…, bueno, como ganaderos australianos de vacaciones en Roma, Todos vestían el uniforme ciudadano de ¡os colonos ricos: botas de montar de color castaño con cinta elástica en un lado; pantalones sencillos; chaqueta deportiva de lana muy gruesa y velluda, con cortes laterales y muchos parches de cuero; camisa blanca; corbata de punto de lana y sombrero gris de copa plana y ala ancha. Nada nuevo en las calles de Sydney durante la fiesta de Pascua, pero extraordinario en Roma, a finales de verano.
Y puedo decir, con toda sinceridad: ¡gracias a Dios que Rain está aquí! Es muy amable con ellos. Yo creía que "no había nadie capaz de hacer hablar a Patsy, y él lo consigue, ¡bendito sea! Están todos hablando como viejos amigos, ¿y dónde encontró Rain cerveza australiana para ellos? Les na tomado aprecio y creo que le interesan. Todo es bueno para el molino de un industrial-político alemán, ¿no? Pero, ¿cómo puede conservar su fe, siendo como es? Un enigma: esto es lo que eres, Rainer Moerling Hartheim. Amigo de papas y cardenales, amigo de Justine O'Neill. ¡Oh! Si no fueses tan feo, te besaría, ¡tal es mi agradecimiento! ¿Qué habría pasado si me hubiese encontrado en Roma con los tíos y sin Rain? Tu nombre no puede ser más adecuado.
Estaba retrepado en su sillón, escuchando lo que le decía Bob sobre el esquileo, y Justine, que no tenía nada que hacer, porque él se había encargado de todo, le observaba con curiosidad. Casi siempre, ella advertía inmediatamente todas las características físicas de las personas; pero, de vez en cuando, descuidaba su vigilancia y la gente se introducía en un nicho de su vida, sin haber hecho ella su impo/tante estimación inicial. Pues, si no la hacía, podían pasar años antes de que aquella gente volviese a aparecer, como extrafía, en su pensamiento. Como ahora, al mirar a Rain. Desde luego, su primer encuentro había tenido Ja. culpa; rodeada de clérigos, pasmada, asustada, respondiendo con descaro. Sólo había advertido las cosas evidentes: su vigorosa complexión, sus cabellos, lo moreno que era. Después, cuando él la había llevado a comer, no había tenido ya oportunidad de rectificar, pues Rainer la había obligado a fijarse en él no por sus atributos físicos; le había interesado tanto lo que decía su boca, que no había reparado en ésta.
Ahora decidió que, en realidad, no era feo en absoluto. Su aspecto era, quizás, una mezcla de lo mejor y lo peor. Como un emperador romano. No era extraño que le gustase la ciudad. Era su hogar espiritual. Cara ancha, de pómulos grandes y salientes, y nariz pequeña, pero aguileña. Gruesas cejas negras, rectas, en vez de seguir la curva superior de las órbitas. Pestañas negras, muy largas, femeninas, y unos ojos negros preciosos, casi siempre medio cerrados para ocultar sus pensamientos. Pero su rasgo más bello, y con mucho, era la boca, ni pequeña ni grande, de labios ni gruesos ni finos, pero muy bien formada, con una hendidura característica junto a las comisuras de los labios, y una firmeza peculiar en su manera de cerrarla; como si, al aflojar el dominio que tenía sobre ella, pudiese revelar secretos sobre su verdadera personalidad. Era interesante, disecar una cara tan conocida y, al mismo tiempo, absolutamente desconocida.
Salió de su ensoñación y se encontró con que él observaba que ella le observaba, lo cual era como quedar desnuda ante una muchedumbre armada con piedras. Por un momento, él le aguantó la mirada, más intrigado que sorprendido. Después se volvió tranquilamente a Bob y le hizo una pregunta pertinente sobre los boggis. Justine recibió una sacudida mental y se dijo que debía frenar su imaginación. Pero era fascinante ver de pronto a un hombre, que había sido amigo durante años, como posible amante. Y no encontrar la idea nada repulsiva.
Arthur Lestrange había tenido varios sucesores, y esto no era cosa de risa. ¡Oh! He andado mucno camino desde aquella noche memorable. Pero nie pregunto si he avanzado en absoluto. Es muy agradable tener un hombre, ¡y al diablo con lo que dice Dane sobre que debe ser el únicol No quiero un hombre único, y por eso no me acostaré con Rain. ¡Ah, no! Esto cambiaría demasiadas cosas, y yo perdería un amigo. Necesito a mi amigo, no puedo privarme de mi amigo. Lo conservaré como conservo a Dane, como un varón sin significado físico para mí.
La iglesia tenía capacidad para veinte mil personas; por consiguiente, no estaba llena a rebosar. En ninguna parte del mundo se había empleado tanto tiempo, tanta inteligencia y tanto genio, en la construcción de un templo de Dios; a su lado, las obras paganas de la Antigüedad parecían insignificantes. Palidecían. ¡Cuánto amor, cuántos sudores! La basílica de Bramante, la cúpula de Miguel Ángel, la columnata de Bernini. Un monumento, no sólo a Dios, sino también al Hombre. Debajo del confessio, en una pequeña cámara de piedra, estaba enterrado el propio san Pedro; aquí había sido coronado el emperador Car-lomagno. Los ecos de antiguas voces parecían murmurar entre los rayos de luz, dedos muertos pulían radios de bronce detrás del altar mayor y acariciaban las retorcidas columnas de bronce del baldacchino.
Él yacía sobre los peldaños, boca abajo, como muerto. ¿Qué estaba pensando? ¿Sentía un dolor que no tenía derecho a atenazarle, porque su madre no había venido? El cardenal Ralph miró a través de sus lágrimas y supo que no era dolor. Antes, sí; después, también. Pero, ahora, el dolor no existía. Todo, en el ordenando, se proyectaba en el momento, en el milagro. No había sitio en él para nada que no fuese Dios. Era el día de sus días, y nada importaba, salvo lo que iba a hacera la consagración de su vida y de su alma a Dios. Probablemente podría hacerlo; pero, ¿cuántos lo habían hecho en realidad? No el cardenal Ralph, aunque recordaba todavía su propia ordenación como colmada de santo arrobamiento. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero algo no había querido doblegarse dentro de él.
Mi ordenación no fue tan solemne, pero vuelvo a vivirla a través de él. Y me pregunto cómo es él en realidad, que, a pesar de nuestros temores, ha pasado tantos años entre nosotros sin provocar ninguna hostilidad, y menos una enemistad declarada. Todos le quieren, y él les quiere a todos. Nunca le pasa por la mente que esto es algo extraordinario. Y, sin embargo, cuando vino a nosotros, no estaba tan seguro de sí mismo; nosotros le dimos esta seguridad, y tal vez esto justifica nuestras existencias. Aquí se han hecho muchos sacerdotes, miles y miles de ellos; sin embargo, para él, es algo especial. ¡Oh, Meggie! ¿Por qué no has venido a ver la ofrenda que le has hecho a Nuestro Señor, la ofrenda que yo mismo no pude hacerle? Y supongo que por esto es por lo que hoy se ve él libre de dolor; porque hoy he podido yo tomar el dolor sobre mí mismo, y librarle a él de él. Yo vierto sus lágrimas, yo gimo en su lugar. Y así es como debe ser.
Más tarde, volvió la cabeza y contempló el banco de los de Drogheda, con sus extraños trajes oscuros. Bob, Jack, Hughie, Jims, Patsy. Un puesto vacío, el correspondiente a Meggie, y después, Frank. Los chillones cabellos de Justme, apagados por un velo negro de blonda; era la única hembra Cleary que estaba presente. A su lado, Rainer. Y después, un montón de personas a las que no conocía, pero que participaban en el acontecimiento con tanto entusiasmo como los de Drogheda. Pero, para él, hoy era un día diferente, un día especial. Hoy tenía la impresión de que él mismo, casi ofrecía también un hijo. Sonrió y suspiró. ¿Qué debía sentir Vitforio, al encargarle la ordenación de Dane?
Tal vez por lo mucho que echó en falta a su madre, Dane se llevó antes que nadie a Justine al locutorio que el cardenal le había reservado. Con su sotana negra y el alto cuello blanco, estaba magnífi co, pensó ella; pero no parecía un sacerdote, sino un actor en el papel de cura. Hasta que le miró a los ojos. Y entonces vio en ellos la luz interior, aquel algo que le transformaba de hombre apuesto en hombre único.
– Padre O'Neill -dijo.
– Todavía no lo he asimilado, Jus.
– Es fácil de comprender. Yo nunca había sentido lo que sentí en San Pedro; por consiguiente, no puedo imaginarme lo que debió ser para ti.
– ¡Oh! Ya lo creo que puedes; es algo interior. Si no pudieses, no serías tan buena actriz. Pero en ti, Jus, viene del subconsciente; no surge en el pensa miento hasta que necesitas emplearlo.
Estaban sentados en un pequeño sofá, en el rincón más alejado de la estancia, y nadie vino a molestarles.
Al cabo de un rato, dijo él:
– Me alegro mucho de que Frank haya venido -y miró al sitio donde Frank estaba hablando con Rainer, con el semblante más animado que jamás le hubieran visto sus sobrinos-. Conozco a un viejo sacerdote rumano refugiado
– siguió diciendo Dane- que suele decir: «¡Oh, pobrecillo!», con una compasión en su voz… No sé por qué, pero es lo que digo siempre cuando pienso en Frank. Y sin embargo, Jus, ¿por qué?
Pero Justine hizo caso omiso de esto y pasó directamente al asunto más espinoso.
– ¡No sé qué le haría a mamá! -dijo, apretando los dientes-. ¡No tenía derecho a hacerte esto!
– ¡Oh, Jus! Yo lo comprendo. Trata tú también de comprender. Si lo hubiese hecho con mala intención o para fastidiarme, me sentiría dolido; pero tú la conoces tan bien como yo, y sabes que no hay nada de esto. Pronto iré a Drogheda. Entonces hablaré con ella y sabré lo que le pasa.
– Supongo que las hijas son siempre menos pacientes con sus madres que los hijos. -Frunció tristemente las comisuras de los labios y se encogió de hombros-. Tal vez he hecho bien en mantenerme-en soledad; así no podré imponerme a nadie en el papel de madre.
Los ojos azules la miraron dulce y cariñosamente; Justine sintió que se erizaban los cabellos, al pensar que Dane la compadecía.
– ¿Por qué no te casas con Rainer? -preguntó de pronto él.
Ella abrió la boca, contuvo el aliento.
– Nunca me lo ha pedido -declaró débilmente.
– Sólo porque se imagina que le dirías que no. Pero podría arreglarse.
Sin pensarlo, ella le agarró una oreja, como solía hacer cuando eran pequeños.
– ¡Pobre de ti se te atreves, imbécil de cuello alto! Ni una palabra, ¿entiendes? ¡Yo no amo a Rain!
Sólo es un amigo, y quiero conservarlo como tal. Si enciendes una vela a san Antonio, te juro que me sentaré, cruzaré las piernas y te lanzaré una maldición; supongo que recuerdas cuánto te asustaba esto, ¿no?
Él echó la cabeza atrás y se rió.
– ¡No te serviría de nada, Justine! Actualmente, mi magia es más poderosa que la tuya. Pero no debes preocuparte por esto, tontuela. Me equivoqué, eso es todo. Pensaba que había algo entre tú y Rain.
– No, no hay nada. ¿Después de siete años? Déjalo estar, los cerdos pueden volar. -Hizo una pausa, pareció buscar las palabras y le miró, casi tímidamente-¡Me alegro tanto por ti, Dane! Pienso que, si estuviese aquí, mamá sentiría lo mismo que yo. Sólo hace falta que te vea, así. Espera, ya cambiará de actitud.
Él tomó su afilada cara entre sus manos, cariñosamente, sonriéndole con tanto amor que ella levantó también las manos para asirle las muñecas, absorbiéndolo con todos sus poros. Como si resucitasen todos aquellos años preciosos de su infancia.
Sin embargo, detrás de lo que veía en sus ojos, percibió una sombra de duda, aunque tal vez la palabra duda era demasiado fuerte, más bien ansiedad. Él estaba seguro de que mamá acabaría comprendiendo, pero era humano, aunque procurase olvidarse de ello.
– Jus, ¿quieres hacerme un favor? -preguntó, al soltar ella sus muñecas.
– Todos los que quieras -contestó su hermana sinceramente.
– Me han concedido una especie de descanso, para reflexionar sobre lo que voy a hacer. Dos meses. Y voy a realizar mis reflexiones más profundas montado en un caballo de Drogheda, después de que haya hablado con mamá. No sé por qué, pero tengo la impresión de que no puedo decidir nada hasta haber hablado con ella. Pero ante todo, bueno… tengo que hacer acopio de valor para ir a,casa. Por consiguiente, si puedes arreglarlo, ven conmigo al Peloponeso durante un par de semanas, pínchame y hostígame, diciéndome que soy un cobarde, hasta que me harte de oír tu voz y tome un avión para librarme de ella. -Le sonrió-. Además, Jussy, no quiero que pienses que voy a excluirte en absoluto de mi vida, como tampoco a mamá. De vez en cuando, necesitas oír tu vieja conciencia.
– ¡Oh, Dane! ¡Claro que iré!
– Bien -dijo él, y, después, le hizo un guiño malicioso-. En realidad, te necesito, Jus. Tenerte una temporada incordiándome, será como en los viejos tiempos.
– ¡Huy, huy! ¡Nada de palabras obscenas, padre O'Neill!
Él cruzó los brazos detrás de la cabeza y, satisfecho, se echó atrás en el sofá.
– Estoy… ¿No es maravilloso? Tal vez, cuando haya visto a mamá, podré concentrarme en Nuestro Señor. Creo que ésta es mi verdadera inclinación, ¿sabes? Simplemente: pensar en Nuestro Señor.
– Tendrías que haber ingresado en una orden, Dane.
– Todavía puedo hacerlo, y probablemente lo haré. Tengo toda la vida por delante; no hay prisa.
Justine salió de la fiesta con Rain, y, cuando ella le hubo dicho que iría a Grecia con Dane, él dijo que volvería a su despacho de Bonn.
– Creo que ya es hora -dijo Justine-. Por ser ministro d.e un gabinete, no parece que trabajes mucho, ¿eh? Todos los periódicos dicen que eres un play-boy que anda tonteando con artistas australianas pelirrojas. Eso dicen, viejo zorro.
Él la amenazó con uno de sus gordos dedos.
– Yo pago mis pocas diversiones de un modo que nunca podrías imaginarte.
– ¿Te importa que vayamos andando, Rain?
– No, si no te quitas los zapatos.
– Ahora no puedo hacerlo. Las minifaldas tienen sus inconvenientes; se acabaron los tiempos en que las medias podían quitarse con toda facilidad. Ahora han inventado una extraña versión de las calzas que se emplean en el teatro, y una no puede quitárselas en público sin causar más alboroto que LadyGodiva. Así, a menos que quiera estropear unas fundas que valen cinco guineas, soy prisionera de mis zapatos.
– Al menos has mejorado mi instrucción sobre indumentaria femenina, tanto interior como exterior -declaró él suavemente.
– ¡Vamos! Apuesto a que tienes una docena de amigas y estás perfectamente enterado.
– Sólo una, y, como todas las buenas amantes, me espera en su negtigée.
– ¿Sabes que nunca habíamos hablado de tu vida sexual? ¡Es fascinante! ¿Cómo es ella?
– Rubia, gorda, cuarentona y flatulenta.
Ella se detuvo en seco.
– ¡Oh, me estás tomando el pelo! -exclamó la joven-. No puedo imaginarte con una mujer así.
– ¿Por qué no?
– Tienes demasiado buen gusto.
– Chacun a son gout, querida. Yo no tengo nada de guapo; ¿cómo piensas que soy capaz de hechizar a una mujer joven y hermosa, y hacerla mi amante?
– ¡Porque puedes! -aseguró ella, con indignación-. ¡Claro que puedes!
– ¿Quieres decir por mi dinero?
– No, no por tu dinero. ¡Me estás pinchando, como siempre! Rainer Moerling Hartheim, sabes muy bien lo atractivo que eres; en otro caso, no llevarías medallones y camisas de malla. La belleza no lo es todo; si lo fuese, yo no habría conseguido nada.
– Tu interés por mí es conmovedor, herzchen,
– ¿Por qué será que, cuando estoy contigo, tengo la impresión de que corro para alcanzarte y nunca lo consigo? -Su irritación se extinguió; le miró, insegura-. No hablas en serio, ¿verdad?
– ¿Lo crees tú?
– ¡No! Tú no eres vanidoso, pero sabes que eres muy atractivo.
– Lo que yo piense carece de importancia. Lo importante es que tú me encuentres atractivo.
Ella iba a decirle: Claro que sí; hace un rato pensaba si me resultarías como amante, pero decidí que sería mala cosa y que me conviene más conservarte como amigo. Si lo hubiese dicho, él habría sacado la conclusión de que no había llegado su hora y habría actuado de un modo diferente. Pero, como no fue así, él la estrechó en sus brazos y la besó, antes de que ella pudiese pronunciar una palabra. Durante al menos un minuto, ella permaneció inmóvil, rendida, anonadada, mientras su energía interior gritaba al encontrarse con otra no menos fuerte. La boca de él… ¡era hermosa1. Y sus cabellos, increíblemente gruesos, llenos de vida, eran buenos para asirlos fuertemente con los dedos. Entonces, él tomó su cara entre las manos y la miró sonriendo. -Te quiero -dijo.
Ella le había agarrado las muñecas, pero no con suavidad, como había hecho con Dane; las uñas se clavaron en ellas, hundiéndose salvajemente hasta la carne. Después, retrocedió dos pasos y se frotó la boca con un brazo, llenos los ojos de espanto, agitado el pecho.
– No saldría bien -jadeó-. ¡No podría salir bien, Rain!
Se quitó los zapatos, se agachó para recogerlos, dio media vuelta y echó a correr, y, a los tres segundos, las finas plantas de sus leotardos habían desaparecido.
El no tenía la menor intención de seguirla, aunque, por lo visto, ella se había imaginado que lo haría. Sus dos muñecas estaban sangrando y le dolían. Se aplicó el pañuelo primero a una y después a la otra, se encogió de hombros, se guardó el pañuelo manchado y se quedó inmóvil, concentrado en su dolor. Al cabo de un rato, sacó un paquete de tabaco, extrajo un cigarrillo, lo encendió y echó a andar despacio. Ningún transeúnte habría podido adivinar, por su semblante, lo que sentía. Había alargado la mano, para asir lo que más deseaba, y lo había perdido. Una chiquilla tonta. ¿Cuándo crecería? Sentirlo, responder a ello, y negarlo.
Pero él era un jugador, un jugador prudente. Había esperado siete largos años antes de probar su suerte, guiándose por el cambio que percibía en ella. Pero, por lo visto, se había precipitado. Muy bien. Siempre había un mañana… o, conociendo a Justine, un año próximo, o el siguiente. Desde luego, no estaba dispuesto a renunciar. Si la observaba con cuidado, llegaría un día en que la suerte le sonreiría.
Una risa muda tembló en su interior; blanca, gorda, cuarentona y flatulenta. No sabía por qué le había dicho esto, salvo que, hacía muchísimo tiempo, su ex esposa se lo había dicho a él. Otras tantas características del enfermo de litiasis biliar. La pobre Annelise había padecido esta dolencia, aunque era morena, flaca, cincuentona y tan tapada como un genio en una redoma. ¿Por qué pienso ahora en Annelise? Mi paciente campaña de siete años terminó en derrota, no he tenido más éxito que la pobre Annelise. ¡Bueno, Fraulein Justine O'Neill! Ya veremos.
Había luz en las ventanas del palacio; subiría a charlar unos minutos con el cardenal Ralph, que parecía envejecido. No se encontraba bien. Tal vez podría convencerle de que se sometiese a un reconocimiento médico. Rainer estaba apenado, pero no por Justinei ésta era joven, tenía tiempo por delante. Lo estaba por el cardenal Ralph, que había asistido a la ordenación de su hijo, y no lo sabía.
Todavía era temprano; por eso, el vestíbulo del hotel estaba atestado. Justine, que se había puesto los zapatos, se dirigió rápidamente a la escalera y la subió corriendo, con la cabeza inclinada. Después, estuvo un rato hurgando en su bolso con temblorosos dedos, sin poder encontrar la llave de su habitación, y pensó que tendría que volver a bajar y abrirse paso entre la multitud apretujada ante la recepción. Pero la llave estaba allí; sin duda la había tocado una docena de veces sin darse cuenta.
Ya en su habitación, se acercó a tientas a la cama, se sentó en el borde y esperó a que sus ideas se aclarasen gradualmente. Se decía que estaba indignada, horrorizada, desilusionada, y, mientras tanto, contemplaba temerosa el ancho rectángulo de pálida luz que era el cielo nocturno a través de la ventana, queriendo maldecir, deseando llorar. Ya no podría volver a ser lo mismo, y esto era una tragedia. La pérdida de su amigo más querido. Una traición.
Palabras vacías, falsas; de pronto, supo muy bien oué era lo que la había espantado tanto, lo que la había hecho huir de Rain como si éste hubiese querido asesinarla, no besarla. ¡La propia lógica de ello! El sentimiento de regresar al hogar, cuando no quería volver a él, como no quería las cargas del amor. El hogar era frustración, y también lo era el amor. Y no sólo esto, aunque la confesión fuese humillante: no estaba segura de que pudiese amar. Si hubiese sido capaz de ello, sin duda habría bajado la guardia alguna vez; seguramente habría sentido alguna vez la punzada de algo que era más que el afecto tolerante por sus nada frecuentes amantes. No se le ocurrió pensar que elegía a propósito amantes que nunca pudiesen amenazar la indiferencia que ella misma se había impuesto y que había llegado a considerar como absolutamente natural. Por primera vez en su vida, no tenía un punto de referencia que le sirviese de guía. Nada en el pasado podía consolarla, ningún compromiso profundo, ya fuese de ella misma o de aquellos amantes vaporosos. Y tampoco podían ayudarla sus parientes de Drogheda, porque también se había distanciado de ellos.
Había tenido que huir de Rain. ¿Decirle que sí, comprometerse con él, y, después, verle retroceder cuando descubriese la enormidad de su insuficiencia? ¡Insoportable! Él sabría cómo era ella en realidad, y este conocimiento mataría su amor por ella. Era insoportable decir sí, y verse después rechazada para siempre. Era mucho mejor que ella Je hubiese rechazado. De este modo, al menos su orgullo quedaría a salvo, y Justine era tan orgullosa como su madre. Rain no debía saber nunca cómo era ella, debajo de su apariencia petulante.
Él se había enamorado de la Justine que veía; ella no le había dado oportunidad de vislumbrar el mar de dudas que se agitaba en su interior. Esto sólo lo sospechaba…, no, lo sabía, Dane.
Se echó hacia delante para apoyar la cabeza en la fría mesita de noche, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Por esto quería tanto a Dane, na turalmente. Porque sabiendo cómo era la verdadera Justine, seguía amándola. La sangre contribuía a ello, y también toda una vida de recuerdos, problemas, dolores y alegrías compartidos. En cambio, Rain era un extraño, no atado a ella como lo estaba Dane o incluso los otros miembros de su familia. Nada le obligaba a amarla.
Resopló, se enjugó la cara con la palma de la mano, se encogió de hombros y empezó la difícil tarea de encerrar su aflicción en algún oscuro rincón | de la mente, donde pudiese yacer en paz, sin ser recordada. Sabía que podía hacerlo; se había pasado la vida perfeccionando esta técnica. Sólo que requería una actividad incesante, una continua absorción de cosas externas. Alargó una mano y encendió la lámpara de la mesita de noche.
Uno de sus tíos debió dejar la carta en su habitación, porque estaba encima de la mesita; un sobre azul pálido de correo aéreo, con el membrete de Queen Elizabeth en su ángulo superior.
«Querida Justine -le escribía Clyde Daltinham-Boerts-. Vuelve al redil, ¡te necesitamos] ¡Inmediatamente! Hay un papel vacante en el repertorio de la próxima temporada, y un pajarillo me ha dicho que podría interesarte.
¡Desdémona, querida! ¡Con Marc Simpson como Ótelo! Por sí te interesa, los ensayos empiezan la semana próxima.»
¡Que si le interesaba! ¡Desdémona! ¡Desdémona, en Londres! ¡Y con Marc Simpson como Ótelo! La oportunidad de su vida. Su estado de ánimo cambió hasta el punto de que la escena con Rain perdió toda significación, o, mejor dicho, tomó una nueva significación. Tal vez si tenía cuidado, mucho cuidado, podría conservar el amor de Rain; una actriz aclamada, triunfal, estaba demasiado ocupada para compartir una parte apreciable de su vida con sus amantes. Valía la pena probar. Si parecía que él se^acercaba demasiado a la verdad, siempre podía echarse atrás de nuevo. Para conservar en su vida a Rain, y en especial a este nuevo Rain, estaba dispuesta a todo, salvo a quitarse la máscara.
En todo caso, una noticia como esta tenía que celebrarse. Todavía no se sentía con ánimos de enfrentarse con Rain, pero tenía otras personas a mano para celebrar su triunfo. Por consiguiente, se puso los zapatos, se dirigió al salón común de sus típs y, cuando Patsy le franqueó la entrada, se plantó en ia habitación y abrió los brazos, entusiasmada.
– Traed cerveza. ¡Voy a ser Desdémona! -anunció a gritos.
De momento, nadie respondió; después, Bob le dijo, calurosamente:
– ¡Es estupendo, Justine!
La satisfacción de ella no se evaporó, sino que creció con ímpetu indomeñable. Riendo, se tumbó en un sillón y miró a sus tíos. ¡Qué simpáticos eran! Desde luego, su anuncio no significaba nada para ellos. No tenían la menor idea de quién era Desdemo-na. Si les hubiese dicho que iba a casarse, la respuesta de Bob habría sido la misma.
Hasta donde alcanzaba su memoria, ellos habían formado parte de su vida, y era triste que se hubiese apartado de ellos desdeñosamente, como de todo lo que guardaba relación con Drogheda. Los tíos eran una pluralidad que nada tenía que ver con Justine O'Neill. Eran simples miembros de un conglomerado, que entraban y salían de la casa, le sonreían tímidamente y eludían toda conversación. Y no es que no la quisieran -ahora lo comprendía-, sino que tenían la impresión de que era muy distinta de ellos, y esto les hacía sentirse incómodos. Pero, en este mundo romano, extraño para ellos y familiar para ella, empezaba a comprenderles mejor.
Sintiendo por su familia el calor de algo que tal vez podía llamarse amor, Justine contemplo sucesivamente aquellas caras arrugadas y sonrientes. Bob, que era la fuerza vital de la unidad, el jefazo de Drogheda, pero sin alardear de ello; Jack, que sólo parecía seguir a Bob a todas partes, aunque tal vez se debía a lo bien que se llevaban los dos; Hughie, que tenía un algo de malicia que no tenían los otros, y que, sin embargo, se les parecía mucho; Jims y Patsy, las caras positiva y negativa de un conjunto que se bastaba por sí mismo; y el pobre y apagado Frank, el único que parecía víctima del miedo y la inseguridad. Todos ellos, salvo Jims y Patsy, tenían el pelo cano; Bob y Frank lo tenían completamente blanco; pero, en realidad, no parecían muy diferentes de como los recordaba ella de cuando era pequeña. -No sé si debería darte una cerveza -dijo Bob, vacilando, con una botella de «Swan» fría en la mano. Esta observación la habría irritado intensamente sólo medio día atrás, pero ahora era demasiado feliz para sentirse ofendida.
– Escucha, querido, sé que no se te ha ocurrido ofrecerme una cerveza durante nuestras sesiones con Rain; pero piensa que ya soy mayor y que puedo aguantarla. Te prometo que no es ningún pecado -añadió, sonriendo.
– ¿Dónde está Rainer? -preguntó Jims, tomando de Bob un vaso lleno y ofreciéndoselo a ella. -Reñí con él. -¿Con Reiner?
– Pues, sí Fue culpa mía. Le veré más tarde y le pediré perdón.
Los tíos no fumaban. Aunque ella no les había pedido nunca una cerveza, hasta hoy, en anteriores ocasiones se había puesto a fumar descaradamente' mientras ellos hablaban con Rain; ahora se necesitaba más valor del que tenía para sacar sus cigarrillos, y por esto se contentó con su pequeña victoria de la cerveza, pereciéndose por bebérsela de un trago, ¿ero dominándose a causa de sus miradas recelosas. Bebe a sorbitos como las damas, Justine, aunque estés más seca que un sermón de segunda mano.
– Rain es todo un tipo -declaró Hughie, haciendo un guiño.
Justine, sorprendida, comprendió de pronto por qué había adquirido tanta importancia para ellos: había pillado a- un hombre al que les gustaría tener en la familia.
– Sí, bastante -dijo brevemente, y cambió de tema-. Ha hecho un día espléndido, ¿no?
Todas las cabezas asintieron, incluso la de Frank; pero nadie pareció querer comentar esto. Ella veía ahora lo cansados que estaban, pero no lamentaba su impulso de visitarles. Los sentidos y los sentimientos casi atrofiados necesitaban un rato para aprender a funcionar debidamente, y los tíos eran un buen blanco para hacer prácticas. Éste era el inconveniente de ser como una isla; una se olvidaba de lo que pasaba más allá de sus playas.
– ¿Qué es Desdémona? -preguntó Frank, desde la sombra en la que se ocultaba.
Justine se lanzó a una animada descripción, gozando con su espanto al enterarse que la estrangularían cada noche, y sólo media hora más tarde se dio cuenta de lo cansados que debían estar, al ver que Patsy bostezaba.
– Tengo que irme -dijo, poniendo su vaso vacía sobre la mesa. No le habían ofrecido una segunda cerveza, pues, por lo visto, una era lo más que podían tomar las damas-. Gracias por escuchar mi parloteo.
Para sorpresa y confusión de Bob, ella le besó al darles las buenas noches; Jack trató de escabullirse, pero fue alcanzado fácilmente, mientras Hughie aceptaba la despedida con presteza. Jims se puso muy colorado y aguantó sin decir palabra. En cuanto a Patsy, se ganó un abrazo además del beso, porque también tenía algo de isla. Para Frank, ningún beso, pues volvió la cabeza; sin embargo, cuando ella le abrazó, percibió un débil eco de cierta intensidad que faltaba completamente en los otros. ¡Pobre Frank! ¿Por qué era así?
Cuando hubo salido, ella se apoyó un momento en la pared. Rain la amaba, Pero, cuando telefoneó a su habitación, la operadora le informó que se había marchado y regresado a Bonn.
Lo mismo daba. Tal vez, a fin de cuentas, sería mejor esperar a verle de nuevo en Londres. Una contrita disculpa por correo, y una invitación a cenar la próxima vez que fuese él a Inglaterra. Había muchas cosas que ignoraba acerca de Rain, pero de una estaba completamente segura: él iría a ella, porque no era rencoroso. Y, como los asuntos extranjeros eran su fuerte, Inglaterra era uno de sus más regulares puertos de arribada.
– Espera y verás, amigo mío -dijo, mirando al espejo y viendo la cara de él en vez de la suya propia-. Voy a hacer de Inglaterra tu más importante asunto exterior, o no me llamo Justine O'Neill.
No se le había ocurrido pensar que tal vez, para Rain, su nombre era el punto crucial de la cuestión. Ella tenía marcadas sus pautas de comportamiento, y el matrimonio no entraba en ellas. Jamás le había pasado por la mente que Rain pudiese querer convertirla en Justine Hartheim. Estaba demasiado absorta recordando la calidad de su beso y soñando en recibir más.
Sólo faltaba decirle a Dane que no podría acompañarle a Grecia, pero esto no la preocupaba. Dane comprendería, como siempre. Pero, por alguna razón, no pensaba contarle todos los motivos que impedían su viaje. Por mucho que quisiera a su hermano, no tenía ganas de escuchar la que habría sido su homilía más severa. Él quería que se casara con Rain; por consiguiente, si le decía cuáles eran sus planes, se la llevaría a Grecia con él, aunque fuese a viva fuerza. En cambio, si Dane no se enteraba, su corazón no podría sufrir por ello.
Querido Rain -decía la carta-. Siento haber echado a correr como una cabra loca aquella noche; no sé lo que me pasó. Debió de ser por las emociones del día y todo lo demás. Perdóname por comportarme como una imbécil. Me avergüenzo de haber armado tanto jaleo por una nimiedad. Y me atrevo a decir que también en ti se dejaron sentir los efectos de aquel día, con tus palabras de amor. Por consiguiente, te digo: perdóname, y yo te perdonaré. Seamos amigos, te lo ruego. No puedo soportar estar enfadada contigo. La próxima vez que vengas a Londres, ven a comer a mi casa y redactaremos formalmente nuestro tratado de paz.
Como de costumbre, firmaba sólo «Justine». Sin despedidas afectuosas; no las empleaba nunca. Con el ceño fruncido, Rainer estudió las sencillas frases, como si pudiese ver a través de ellas lo que había realmente en la mente de Justine al escribirlas. Era, sin duda, una apertura a la amistad; pero, ¿qué más? Suspiró y tuvo que confesarse que, probablemente, muy poco. Él la había espantado de verdad; si ella quería conservar su amistad, era una prueba de que le apreciaba mucho; pero él dudaba de llegar a comprender cuáles eran exactamente sus sentimiento/con respecto a él. A fin de cuentas, ahora Justine sabía que él la amaba; si hubiese descubierto que le amaba también, se lo habría dicho claramente en la carta. Sin embargo, ¿por qué había vuelto a Londres, en vez de irse a Grecia con Dane? Sabía que no podía esperar que fuese por su causa, pero, a pesar de sus recelos, la esperanza empezó a alegrar sus pensamientos cuando llamó a su secretaria por el teléfono interior. Eran las diez de la mañana según el horario de Greenwich, la mejor hora para encontrarla en casa.
– Llame a Miss O'Neill, en su piso de Londres -ordenó, y esperó que transcurriesen los segundos, frunciendo el entrecejo.
– ¡Rain! -dijo Justine, visiblemente entusiasmada-. ¿Recibiste mi carta?
– Acabo de recibirla.
Después de una delicada pausa, ella preguntó:
– ¿Y vendrás pronto a comer?
– Tengo que estar en Inglaterra el viernes y el sábado próximos. ¿Será demasiado pronto?
– No, si te conviene el sábado por la noche. El viernes tengo ensayo de mi papel de Desdémona.
– ¿Desdémona?
– ¡Es verdad que aún no lo sabes! Clyde me escribió a Roma, ofreciéndome el papel. Marc Simpson es Ótelo, y Clyde dirige personalmente la obra. ¿No es maravilloso? Volví a Londres en el primer avión.
Él se tapó los ojos con una mano, alegrándose de que su secretaria estuviese en la oficina exterior y no pudiese verle la cara.
– Justine, herzchen, ¡es una noticia estupenda! -exclamó, dando a su voz un tono de entusiasmo-. Me estaba preguntando por qué habías vuelto tan pronto a Londres.
– ¡Oh! Dane lo comprendió -dijo ligeramente ella-, y, en cierto modo, creo que se alegró de que le dejase solo. Había inventado una historia, diciendo que necesitaba que yo le incordiase para decicirse a ir a casa; pero creo que el verdadero motivo era que no quería que me sintiese excluida de su vida, ahora que ya es sacerdote.
– Es probable -asintió él cortésmente.
– Entonces, hasta el sábado por la tarde -dijo ella-. Alrededor de las seis; así tendremos tiempo de discutir el tratado de paz, mientras bebemos unas botellas, y te alimentaré cuando hayamos llegado a un acuerdo satisfactorio. ¿Te parece bien?
– Sí, desde luego. Adiós, herzchen.
La comunicación se cortó bruscamente al colgar ella el auricular; él sostuvo un momento el suyo en la mano y, después, se encogió de hombros y colgó a su vez. ¡Diablo de Justine! Empezaba a interponerse entre él y su trabajo.
Y siguió haciéndolo en los días sucesivos, aunque él no pensaba que nadie lo sospechara. Y el sábado por la tarde, se presentó en su piso un poco después de las seis, con las manos vacías como de costumbre, pues era difícil hacer regalos a Justine. Las flores le importaban un comino, no comía nunca caramelos y habría dejado en un rincón cualquier obsequio más costoso, olvidándolo después. Los únicos regalos que parecía apreciar eran los que le había hecho Dane.
– ¿Champaña antes de comer? -preguntó él, mirándola sorprendido.
– Creo que la ocasión así lo exige, ¿no? Fue nuestra primera ruptura de relaciones, y ésta es nuestra primera reconciliación -respondió ella, indicándole un cómodo sillón y sentándose a su. vez sobre una piel de canguro, con los labios entreabiertos, como si tuviese preparada una respuesta a cuanto pudiese él decirle.
Pero él no estaba para conversaciones, al menos hasta saber más de cierto cuál era el estado de ánimo de ella, y la observó en silencio. Antes de haberla besado, le resultaba fácil mantenerse parcialmente distanciado; pero ahora, al volver a verla por primera vez después de aquel suceso, tenía que confesarse que le resultaría mucho más difícil en el futuro.
Probablemente, incluso cuando fuese una anciana, conservaría ella algo infantil en su cara y en sus maneras; como si nunca pudiese adquirir una feminidad esencial. Su frío, egocéntrico y lógico cerebro parecían dominarla completamente; sin embargo, Justine ejercía sobre él una fascinación tan poderosa que dudaba de que jamás pudiese remplazaría por otra mujer. Ni una sola vez se había preguntado si valía la pena sostener una lucha tan prolongada. Posiblemente, no lo valía desde un punto de vista filosófico. Pero, ¿qué importaba esto? Ella era un fin, una aspiración.
– Estás muy guapa esta noche, herzchen -dijo Rainer al fin, levantando su copa de champaña en un ademán que podía ser un brindis o un tributo a un adversario.
Un fuego de carbón chisporroteaba sin pantalla t en la pequeña chimenea victoriana; pero Justine no parecía sentir el calor, acurrucada delante de aquélla y mirando a Rainer sin pestañear. Después, dejó su copa sobre la repisa, con un leve tintineo, y se inclinó hacia delante, con los brazos cruzados sobre'las rodillas y ocultos los pies descalzos bajo los/pliegues de su gruesa bata negra.
– No me gusta andarme por las ramas -dijo-. ¿Hablaste en serio, Rain?
Súbitamente relajado, él se arrellanó en su sillón.
– ¿A qué te refieres?
– A lo que me dijiste en Roma… Que me amabas.
– ¿Conque era eso, herzchen?
Ella desvió la mirada, se encogió de hombros, volvió a mirarle y asintió con la cabeza.
– Pues, sí.
– ¿Por qué volver a hablar del tema? Me dijiste lo que pensabas, y yo me imaginé que la invitación de esta noche no era para resucitar el pasado, sino sólo para proyectar el futuro.
– ¡Oh, Rain! Te portas como si creyeras que voy a armar jaleo. Pero, aunque fuese así, seguro que comprendes la razón.
– No, no la comprendo. -Dejó su copa y se inclinó hacia delante, para observar a Justine más de cerca-. Tú me diste a entender rotundamente que no querías saber nada de mi amor, y yo esperaba que tendrías al menos la delicadeza de no volver a hablar de ello.
Justine no había pensado un solo instante que esta reunión, fuera cual fuere el resultado, habría que ser tan incómoda; a fin de cuentas, él se había colocado en la posición de un aspirante, y le correspondía esperar humildemente que ella revocase su decisión. Y, en vez de esto, parecía que él había vuelto las tornas. Ahora se sentía como una colegiala rebelde, llamada a responder de una travesura idiota.
– Mira, amigo, eres tú quien ha cambiado el statu quo, ¡no yo! ¡No te pedí que vinieses esta noche para pedirte perdón por haber herido el amor propio del gran Hartheim!
– ¿A la defensiva, Justine?
Ella se agitó con impaciencia.
– ¡Sí, maldita sea! ¿Cómo consigues hacerme esto, Rain? ¡Oh! ¡Al menos podrías dejar que por una vez llevase yo las de ganar!
– Si lo hiciese, me arrojarías como un trapo sucio -dijo él, sonriendo.
– ¡Todavía puedo hacerlo, amiguito!
– ¡Tonterías! Si no lo has hecho hasta ahora, nunca lo harás. Seguirás viéndome, porque te tengo en vilo: nunca sabes qué esperar de mí.
– ¿Por esto dijiste que me amabas? -preguntó ella, en tono dolido-. ¿Fue sólo un truco para tenerme en vilo?
– ¿Qué crees tú?
– Creo que eres un bastardo de tomo y lomo -contestó ella, apretando los dientes y avanzando de rodillas sobre la alfombra, hasta acercarse lo bastante a él para hacerle ver toda su ira-. Di otra vez que me amas, gordo alemanote, ¡y verás cómo te escupo en un ojo!
Él estaba también irritado.
– No, ¡no volveré a decirlo! No me pediste que viniera por esto, ¿verdad? Mis sentimientos te importan un bledo, Justine. Me pediste que viniera para poder experimentar tus propios sentimientos, y ni siquiera se te ocurrió pensar que esto era injusto para mí.
Antes de que ella pudiera moverse, él se inclinó hacia delante, le agarró los brazos cerca de los hombros, la atrajo y la sujetó fuertemente con las piernas. El furor de Justine se extinguió de pronto; apoyó las manos en los muslos de él y levantó la cara. Pero él no la besó. Le soltó los brazos y se volvió para apagar la lámpara colocada detrás de su sillón; entonces aflojó su presa y reclinó la cabeza en el respaldo, de modo que ella ya no supo si había oscurecido la habitación como primer paso para hacerle el amor, o simplemente para ocultar la expresión de su semblante. Insegura, temerosa de un rechazo declarado, esperó a que él dijese lo que tenía que hacer. Debía haberse dado cuenta de que no se podía jugar con hombres como Rain. Eran tan invencibles como la muerte. ¿Por qué no podía apoyar ella la cabeza en sus rodillas y decirle: ámame, Rain; te necesito, y siento todo lo pasado? ¡Oh! Seguro que, si ella podía hacer que la amase, saltaría algún resorte emocional y todo se derrumbaría, y ella quedaría liberada…
Todavía retraído, distante, él dejó que le quitase la chaqueta y la corbata; pero, al empezar a desabrocharle la camisa, supo ella que la cosa no iba a funcionar. La instintiva habilidad erótica que podía hacer excitante la operación más vulgar no figuraba en su repertorio. Esto era tan importante para ella, que se estaba haciendo un lío. Sus dedos vacilaron y sus labios se fruncieron. Y entonces se echó a llorar.
– ¡Oh, no!!Herzchen, Hebchen, no llores! -La sentó en sus rodillas y, abrazándola, hizo que apoyase la cabeza en su hombro-. Lo siento, herzchen, no quería hacerte llorar.
– Ahora ya lo sabes -dijo ella, entre sollozos-. Soy un desastre; ¡ya te dije que no saldría bien! Quería conservarte, Rain, lo quería desesperadamente, pero sabía que todo iría mal si dejaba que vieses lo horrible que soy.
– No, claro que no podía ir bien. Era imposible. Porque yo no te ayudaba, herzchen. -La asió de los cabellos para hacerle levantar la cara, y le besó los párpados, las húmedas mejillas, las comisuras de los labios-. Fue culpa mía, herzchen, no tuya. Quería pagarte con tu misma moneda; quería ver hasta dónde podías ir sin animarte. Pero creo que interpreté mal tus motivos, nicht wahr? -Su voz se había hecho más espesa, más alemana-. Y digo que, si es esto lo que quieres, lo tendrás; pero ha de ser en seguida.
– Por favor, Rain, ¡dejémoslo! No tengo lo que hace falta. ¡Te defraudaría!
– ¡Oh! Lo tienes, herzchen; lo he visto en el escenario. ¿Cómo puedes dudar de ti misma cuando estás conmigo?
Lo cual era tan cierto que sus lágrimas se secaron.
– Bésame como lo hiciste en Roma -murmuró él.
Sólo que no fue en absoluto como el beso de Roma. Aquél había sido tosco, repentino, explosivo; éste fue lánguido y profundo, una oportunidad de gustar y oler y sentir, de sumirse gradualmente en una paz voluptuosa. Sus dedos volvieron a los botones; los de él fueron a la cremallera de su vestido, y después le asieron la mano y la llevaron sobre\el pecho recubierto de un vello fino y suave. El subjto endurecimiento de la boca de él sobre el cuello dVella provocó una reacción invencible y tan aguda qué~~ella se sintió desfallecer, pensó que se caía y descubrió que era verdad, al encontrarse sobre la sedosa alfombra junto a Rain. Éste se había quitado la camisa, tal vez algo más, aunque no podía verlo; sólo veía el reflejo de la lumbre sobre los hombros de él, y la boca hermosa y dura. Decidida a destruir su disciplina para siempre, ella agarró los cabellos del hombre y le obligó a besarla de nuevo, más fuerte, ¡más fuerte!
¡Y la sensación de él! Como llegar a casa, reconociéndola en todas sus partes y, sin embargo, encontrándola fabulosa y extraña. Mientras el mundo se hundía en el marco diminuto de la chimenea, cuya luz luchaba contra la oscuridad, ella se abandonó a lo que él quería, y descubrió algo que no había advertido desde que le conocía: que él debió de haberla amado mil veces en imaginación. Su propia experiencia y su nueva intuición así se lo decían. Ahora estaba completamente desarmada. Con cualquier otro hombre, esta intimidad y esta sensualidad asombrosa la habrían espantado, pero ahora se dijo que éstas eran cosas que sólo ella tenía dererho a gobernar. Y así lo hizo. Hasta que al fin le grite pidiéndole que terminase, abrazándole con tal fuerza que podía sentir los contornos de sus huesos.
Pasaron los minutos, envueltos en una paz inefable. Ahora respiraban al mismo ritmo, pausado y fácil, apoyada la cabeza de él en el hombro de ella. Gradualmente, la rígida presa de las manos en la espalda de él se relajó, corvirtiéndose en una caricia adormecida y circular. Él suspiró, se volvió e invirtió la posición en que yacían, invitándola inconscientemente a hundirse más en el placer de estar con él. Ella apoyó una mano en su flanco para sentir la contextura de su piel, y la deslizó sobre los fuertes músculos, con una curiosidad nueva para ella; sus anteriores amantes no le habían interesado lo bastante para prolongar esta curiosidad después del acto. Y, de pronto, sintió una excitación tan grande que quiso hacerle suyo nuevamente.
Sin embargo, estaba desprevenida y conoció una muda sorpresa cuando él deslizó las manos sobre su espalda y le asió la cabeza, aproximándola tanto a la suya que ella pudo ver que ya no había nada reservado en la boca de él, sino que se habría por ella y sólo para ella. En aquel momento, nacieron literalmente en ella la ternura y la humildad. Y esto debió reflejarse en su cara, porque él la miraba con unos ojos tan brillantes que ¡no pudo soportarlo y se acercó más para asir su labio superior entre los suyos propios. Ideas y sensaciones se confundieron al fin, pero su grito quedó ahogado en un mudo suspiro de felicidad que la conmovía tan profundamente que perdió la noción de todo lo aue no fuese el ciego impulsó que la guiaba en cada uno de aquellos intensos minutos. Y el mundo acabó de contraerse, gritó sobre sí mismo y desapareció de todo.
Rainer debió mantener encendido el fuego de la chimenea, pues, al filtrarse la suave luz de la mañana londinense entre los pliegues de las cortinas, la habitación estaba aún caliente. Ahora, al moverse él, Justine lo advirtió y le asió un brazo, temerosa.
– ¡No te vayas!
– No me voy, herzchen. -Cogió otro almohadón del sofá, se lo puso debajo de la cabeza y atrajo a Justine a su lado, suspirando suavemente-. ¿Está bien así?
– Sí.
– ¿Tienes frío?
– No, pero si tú lo tienes, podemos acostarnos en la cama.
– ¿Después de estar horas contigo sobre una alfombra de piel? ¡Vaya una ocurrencia! Ni qutí las sábanas fuesen de seda negra.
– Son blancas y de algodón corriente. Este pedazo de Drogheda no está mal, ¿verdad?
– ¿Un pedazo de Drogheda?
– ¡La piel! Es de canguros de Drogheda -explicó ella.
– No es lo bastante exótica ni erótica. Encargaré una piel de tigre de la India.
– Esto me recuerda una poesía que oí una vez:
¿Quisieras pecar
Con Elynor Glyn
Sobre una piel de tigre?
¿O ocaso prefieres
Perderte con ella
En cualquier otra piel?
– Bueno, herzchen, ¡ya era hora de que volvieses a las andadas! Gracias a las exigencias: de Eros y de Morfeo, has estado medio día sin decir impertinencias -y sonrió.
– De momento, no lo creo necesario -dijo ella, correspondiendo a su sonrisa-. La aleluya de la piel de tigre me salió espontáneamente, porqute venía como anillo al dedo; pero creo que ahora que no puedo ocultarte nada, la impertinencia estaría\fuera de lugar. -Husmeó, percibiendo de pronto un débil olor a pescado rancio en el aire-. ¡Dios mío! Ayer no comiste nada, ¡y ya es hora de desayunar! ¡No puedo esperar que vivas sólo de amor!
– No, si tengo que demostrarlo con tanta energía.
– Bueno, confiesa que te gustó.
– Ciertamente. -Suspiró, se estiró y bostezó-. No sé si tienes idea de lo feliz que soy.
– ¡Oh! Creo que sí -dijo ella, a media voz.
Él se incorporó sobre un codo y la miró.
– Dime una cosa: ¿fue Desdémona la única razón de tu regreso a Londres?
Ella le agarró una oreja y se la retorció hasta hacerle daño.
– Ahora me ha llegado el turno de corresponder a tus autoritarias preguntas. ¿Qué crees tú?
Él desprendió fácilmente la oreja de sus dedos y le hizo un guiño.
– Si no me contestas, herzchen, te voy a estrangular de un modo más definitivo que como lo hace Marc.
– Volví a Londres por Desdémona, pero también por ti. Desde aquel día que me besaste en Roma, no podía vivir, y tú lo sabes. Eres muy inteligente, Rai-ner Moerling Hartheim.
– Lo bastante inteligente para saber, casi desde el primer momento que te vi, que te quería por esposa.
Ella se incorporó de un salto. -¿Esposa?
– Esposa. Si te hubiese querido como amante, habrías sido mía hace años. Sé cómo funciona tu mente; me habría sido relativamente fácil. La única razón de que no lo hiciese fue porque te quería como esposa, y sabía que no estabas dispuesta a aceptar la idea de un marido.
– Yo no sé que lo esté ahora -dijo el Ja, rumiando la noflcia.
Él se puso en pie y Ja obligó a levantarse.
– Bueno, puedes hacer un poco de práctica preparándome el desayuno. Si estuviésemos en mi casa, yo te haría los honores; pero, en tu cocina, tú eres la cocinera.
– No me importa prepararte el desayuno esta mañana; teóricamente, ¿comprometerme hasta el día de mi muerte? -Meneó la cabeza-. No creo que esto se haya hecho para mí, Rain.
Él volvía a poner cara de emperador romano, imperialmente imperturbable ante las amenazas de insurrección.
– Justine, esto no es cosa de juego, ni estoy dispuesto a jugar con ello. El tiempo es largo. Y tienes razones para saber que soy paciente. Pero quítate de la cabeza toda idea de que esto puede arreglarse de algún modo que no sea el matrimonio. No quiero que me conozcan por algo menos importante para ti que tu marido.
– ¡No voy a renunciar al teatro! -replicó ella, en tono agresivo.
– Verfluchte kiste, ¿acaso te lo he pedido? ¡No seas niña, Justine! ¡Cualquiera diría que te condeno a cadena perpetua en la cocina y en el fregadero! No estamos precisamente a dos velas, y lo sabes. Podrás tener todo el servicio que quieras, niñeras para los hijos, todo cuanto necesites.
– ¡Caray! -dijo Justine, que oo había pensado en los hijos.
Él echó la cabeza atrás y soltó vina carcajada.
– ¡Oh, herzchenl ¡Esto es lo que llaman expiación del pecado! He sido un tonto al plantear tan pronto las realidades, lo sé; pero creo que éste es el momento de que empieces a pensar en ellas. En todo caso, voy a hacerte una advertencia leal: antes de tomar una decisión, recuerda que si no puedo tenerte como esposa, no quiero saber nada más de ti.
Ella le echó los brazos al cuello y apretó con fuerza.
– ¡Oh, Rain, no me lo pongas tan difícil! -gritó.
Dane, solo, remontó con su «Lagonda» la bota italiana, cruzando Perugia, Florencia, Bolonia, Ferrara, Padua, era mejor dejar Venecia atrás y pasar la noche en Trieste. Ésta era una de sus ciudades predilectas; por consiguiente, pasó un par de días en la costa del Adriático antes de lanzarse por la carretera de montaña hacia Liubliana, para pasar la noche siguiente en Zagreb. Después, descendió por el valle del río Sava, entre campos azules de flores de achicoria, hasta Belgrado, y de allí a Nis, donde pasó otra noche. Macedonia y Skopie, todavía en ruinas a causa del terremoto de dos años antes; y Tito-Veles, la ciudad de vacaciones, curiosamente turca con sus mezquitas y minaretes. Durante toda la travesía de Yugoslavia había comido con frugalidad, sintiendo vergüenza de sentarse ante un gran plato de carne, cuando la gente del país se contentaba con un pedazo de pan.
La frontera griega, en Evzone, y, más allá, Tesalónica. Los periódicos italianos habían hablado mucho de la revolución que se fraguaba en Grecia y ahora, al observar desde la ventana de su hotel los miles de antorchas llameantes moviéndose incansablemente en la oscuridad de la noche tesalonicense, se alegró de que Justine no le hubiese acompañado.
«¡Pa-pan-dreu! ¡Pa-pan-dreu!», vociferaban las multitudes, hormigueando entre las antorchas hasta después de medianoche.
Pero la revolución era un fenómeno de ciudades, de densas concentraciones de gente y de pobreza; el mellado paisaje de Tesalia debía ser igual que el que vieron las legiones de César, al cruzar los campos quemados para enfrentarse con Pompeyo en Farsa lia. Los pastores dormían a la sombra de tiendas de pieles de animales; las cigüeñas se sostenían sobre una pata en sus nidos, en la cima de los pequeños edificios viejos y blancos, y en todas partes había una aridez aterradora. Con su cielo alto y azul, y sus eriales pardos y sin árboles, este paisaje le recordaba Australia. Y respiró profundamente y empezó a sonreír, al pensar que iría a casa. Cuando hubiese hablado con ella, mamá comprendería.
Llegó al mar en las proximidades de Larísa, y allí detuvo el coche y se apeó. El mar oscuro como el vino de Hornero; una delicada y clara aguamarina cerca de las playas, que se teñía de púrpura, como los racimos, al extenderse hacia el curvo horizonte. En un prado verde, allá en el fondo, se levantaba un pequeño templo, redondo y con columnas, muy blanco bajo el sol, y detrás de él, en lo alto de una colina, subsistía una amenazadora fortaleza del tiempo de las Cruzadas. Eres muy hermosa, Grecia, más hermosa que Italia, a pesar de que yo adoro Italia. Pero aquí está la cuna, para siempre.
Ansiando llegar a Atenas, siguió adelante, lanzó el rojo coche deportivo cuesta arriba, por la serpenteante carretera del puerto de Dcmokos, y descendió por el otro lado a Beoda: un panorama imponente de olivares, de vertientes mohosas, de montañas. A pesar de la prisa, se detuvo para contemplar el extraño y hollywoodense monumento a Leónidas y sus espartanos, en las Termopilas. La lápida decía: «Extranjero, ve y diles a los espartanos que aquí yacemos, en cumplimiento de su mandato.» Esto hizo vibrar una cuerda en su interior; casi le pareció que había oído estas mismas palabras en un contexto diferente; se estremeció y arrancó rápidamente.
Cuando el sol marchaba hacia el ocaso, se detuvo un rato sobre Kamena Voura, inmersa en aguas claras y mirando a Eubea a través del angosto estrecho; de allí debieron de zarpar miles de barcos desde Aulis, rumbo a Troya. La corriente era fuerte y se dirigía a alta mar; sin duda no tuvieron que esforzarse mucho con los remos. Los extasiados arrullos y palmadas de la vieja vestida de negro de la casa de baños le molestaron; le faltó tiempo para largarse de allí. Ahora, la gente no se refería ya a su belleza delante de él,, y por esto podía olvidarse de ella casi siempre. Deteniéndose solamente para comprar en la tienda un par de enormes bocadillos cargados de mostaza, siguió su camino por la costa del Ática y llegó finalmente a Atenas cuando se ponía el sol, dorando el gran roquedal y su preciosa corona de columnas.
Pero Atenas era una ciudad tensa y viciosa, y la descarada admiración de las mujeres le mortificaba; las mujeres romanas eran más refinadas, más sutiles. Algo bullía en las multitudes, una algarada latente, una amenazadora determinación en el pueblo de tener a Papandreu. No; Atenas no era la misma; era mejor estar en cualquier otra parte. Guardó el «Lagonda» en un garaje y tomó el transbordador hacia Creta.
Y al fin, allí, entre los olivares, el tomillo/ silves tre y las montañas, encontró la paz. Después de un largo trayecto en autobús, entre atadas gallinas vocingleras y un olor a ajo que lo invadía todo, encontró una pequeña posada pintada de blanco, con unos porches y tres mesas con sombrillas sobre las losas de la terraza, y unas alegres bolsas griegas festoneadas, colgadas como farolillos. Pimenteros y eucaliptos australianos, traídos de la nueva tierra del Sur a un terreno demasiado árido para los árboles europeos. El canto estridente de las cigarras. Y polvo, girando en nubes rojas.
Por la noche, durmió en una habitación parecida a una celda, con las ventanas abiertas de par en par; al amanecer, celebró una misa solitaria, y, durante el día, se dedicó a pasear. Nadie le molestaba, ni él molestaba a nadie. Pero, al pasar, los ojos negros de los campesinos le seguían con evidente asombro, y las arrugas de las caras se acentuaban en una sonrisa. Hacía muchísimo calor y todo estaba en silencio, como amodorrado. La paz perfecta. Y los días se sucedían como cuentas de rosario entre unos curtidos dedos cretenses.
Él oraba sin palabras; era más bien un sentimiento, una extensión de lo que pasaba por su interior, ideas como cuentas de un rosario, días como cuentas de un rosario. Señor, soy realmente Tuyo. Te doy las gracias por Tus muchos dones. Por el gran cardenal, por su ayuda, por su profunda amistad^ por su inquebrantable amor. Por Roma y por la oportunidad que me diste de estar en Tu corazón, de postrarme ante Ti en Tu propia basílica, de sentir la piedra de Tu Iglesia dentro de mí. Tú me has dado mucho más de lo que merezco: ¿qué puedo hacer por Ti, para mostrarte mi gratitud? No he sufrido bastante. Mi vida ha sido de una larga y absoluta alegría desde que entré a Tu servicio. Debo sufrir, y Tú, que sufriste, lo sabes. Sólo a través del sufrimiento puedo elevarme sobre lo que soy, comprenderte mejor. Porque esto es la vida: un paso hacia la comprensión de Tu misterio. Clava Tu lanza en mi pecho, ¡entiérrala tan hondo que nunca pueda arrancarla! Hazme sufrir… Por Ti renuncio a todos los demás, incluso a mi madre y a mi hermana y al cardenal. Sólo Tú eres mi dolor y mi alegría. Humíllame y cantaré Tu amado Nombre. Destruyeme, y me regocijaré. Porque Te amo. Sólo a Ti…
Había llegado a la pequeña playa a donde le gustaba nadar, una media luna amarilla entre cantiles, y estuvo un rato mirando, por encima del Mediterráneo, hacia lo que debía ser Libia, mucho más allá del oscuro horizonte. Después, bajó ágilmente los peldaños hasta la arena, se quitó los zapatos de lona, los recogió y echó a andar sobre el mullido suelo hasta el sitio donde solía dejar sus zapatos, sus camisas y sus pantalones. Dos jóvenes ingleses, que hablaban con el reposado acento de Oxford, yacían como langostas en parrilla no lejos de allí, y, más allá, había dos mujeres que hablaban perezosamente en alemán. Dane miró a las mujeres y se sujetó mejor el traje de baño, observando que habían interrumpido su conversación para sentarse, alisarse el cabello y sonreírle.
– ¿Qué tal les va? -preguntó a los ingleses, aunque mentalmente los llamaba como los llaman todos los australianos: pommies.
Parecían formar parte del paisaje, porque estaban todos los días en la playa.
– Magnífico, muchacho. Pero tenga cuidado con la corriente; es demasiado fuerte para nosotros. Debe de haber tormenta en alguna parte.
– Gracias -dijo Dane, sonriendo, y corrió hacia las olitas de inofensivo aspecto y se zambulló limpiamente en el agua poco profunda, como experto que era en estas cosas.
Pero era sorprendente lo engañosa que podía ser el agua mansa. La corriente era fortísima y podía sentirla tirando de sus piernas para sumergirle; pero era demasiado buen nadador para preocuparse por esto. Se deslizó boca abajo en el agua, jugueteando en su frescura, gozando de su libertad. Cuando se detuvo y miró a la playa, vio que las dos alemanas se ponían sus gorros y corrían riendo hacia las olas. Haciendo bocina con las manos, les gritó en alemán que no se adentrasen demasiado en el mar, a causa de la corriente. Ellas rieron y agitaron la mano, en señal de que habían comprendido. Entonces, él bajó de nuevo la cabeza, volvió a nadar y le pareció escuchar un grito. Pero nadó un poco más y se detuvo en un lugar donde la resaca era menos fuerte. Sí, eran gritos, y, al volverse, vio que las dos mujeres se debatían, que tenían los rostros convulsos y chillaban, y que una de ellas levantaba las manos y se hundía. En la playa los dos ingleses se habían levantado y se acercaban al agua de mala gana.
Él se puso plano sobre el vientre y braceó, acercándose más y más a ellas. Unos brazos aterrorizados se estiraron, le asieron con fuerza, le sumergieron; consiguió agarrar a una mujer por la cintura y sostenerla el tiempo suficiente para dejarla sin sentido de un fuerte golpe en el mentón; después, agarró a la otra por un tirante del traje de baño, apoyó la rodilla en su espina dorsal y la hizo girar sobre sí misma. Tosiendo, pues había tragado agua al sumergirse, se volvió de espaldas y empezó a remolcar su desvalida carga.
Los dos pommies estaban de pie, con agua hasta los hombros, demasiado asustados para aventurarse más, y Dane no les censuró por ello. Tocó la arena con las puntas de los pies; suspiró aliviado. Agotado, hizo un último esfuerzo supremo y empujó a las mujeres hacia su salvación. Ellas, recobrando en seguida el sentido, empezaron a gritar de nuevo, corriendo desaforadamente de un lado a otro. Dane, jadeando, consiguió esbozar una sonrisa. Había hecho su trabajo; los pommies podían cuidar de lo demás. Pero, mientras descansaba, casi sin resuello, la corriente le había arrastrado de nuevo mar adentro; sus pies ya no tocaban el fondo, por más que estirase las piernas. Las mujeres se habían salvado por un pelo. Si él no hubiese estado allí, seguro que se habrían ahogado; los pommies no habrían tenido fuerza o habilidad para salvarlas. Pero, le dijo una voz, ellas sólo quisieron nadar para acercarse a ti; mientras no te vieron, no pensaron siquiera en meterse en el agua. Si corrieron peligro, fue por tu culpa, por tu culpa.
Y, mientras flotaba sin dificultad, sintió un\terri-ble dolor en el pecho, como si le clavasen una lanza, una larga lanza al rojo, de indecible angustia. Gritó, alzo los brazos sobre la cabeza, trató de relajar los músculos convulsos; pero el dolor aumentó, le obligó a bajar los brazos, a apretarse las axilas con los puños, a encoger las rodillas. ¡Mi corazón! ¡Sufro un ataque de corazón, me estoy muriendo! ¡Mi corazón! ¡No quiero morir! Todavía no, no sin comenzar mi trabajo, ¡no sin tener ocasión de probarme a mí mismo! ¡Ayúdame, Señor! ¡No quiero morir, no quiero morir!
Cesaron los espasmos y el cuerpo se relajó; Dane se volvió sobre la espalda y abrió los brazos, dejándolos flotar, a pesar del dolor. A través de las mojadas pestañas, contempló fijamente la alta bóveda del cielo. Esto es; ésta es Tu lanza, la lanzada que, en mi orgullo, Te pedí hace menos de una hora. Dame ocasión de sufrir, Te dije; hazme sufrir. Y ahora me resisto, incapaz de sentir el amor perfecto. Amadísimo Señor, ¡es Tu dolor! Debo aceptarlo, no debo luchar contra él, no debo luchar contra Tu voluntad. Tu mano es poderosa y éste es Tu dolor, como el que debiste sentir en la Cruz. Dios mío, Dios mío, ¡soy Tuyo! Hágase Tu voluntad. Me pongo como un niño en Tus manos infinitas. Eres demasiado bueno conmigo. ¿Qué he hecho para merecer tanto de Ti, y de las personas que me quieren más que a nadie? ¿Por qué me has dado tanto, si soy indigno de ello? ¡El dolor, el dolor! ¡Qué bueno eres para mí! Te pedí que no durase mucho, y no durará mucho. Mi sufrimiento será breve, terminará pronto. Pronto veré Tu faz, pero ahora, cuando todavía vivo, Te doy las gracias. ¡El dolor! Amadísimo Señor, eres demasiado bueno conmigo. ¡Te amo!
Un fuerte temblor sacudió el cuerpo inmóvil, expectante. Los labios se movieron, murmuraron un Nombre, trataron de sonreír. Entonces, las pupilas se dilataron, y todo el azul de los ojos se extinguió para siempre. Ya a salvo en la playa, los dos ingleses soltaron sus llorosas cargas sobre la arena y le buscaron con la mirada. Pero el plácido mar azul estaba vacío en su inmensidad; las oflitas llegaban corriendo y se retiraban. Dane se había ido.
Alguien pensó en la cercana base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Menos de media hora después de la desaparición de Dane, se elevó un helicóptero que batió frenéticamente el aire y describió círculos cada vez más grandes desde la playa hacia el mar, buscando. Nadie esperaba hallar nada. Los ahogados se hunden y no vuelven a flotar hasta pasados varios días. Transcurrió una hora; y entonces, unas quince millas mar adentro, descubrieron a Dane flotando plácidamente en las profundas aguas, abiertos los brazos, mirando al cielo. De momento, pensaron que estaba vivo y lanzaron gritos de júbilo; pero, al descender el aparato, cubriendo el agua de sibilante espuma, vieron claramente que estaba muerto. Comunicaron por radio las coordenadas, y una lancha se hizo a la mar y regresó tres horas más tarde.
Había circulado la noticia. Los cretenses gustaban de verle pasar, de cambiar con él unas tímidas palabras. Le querían, aun sin conocerle. Bajaron a la playa; las mujeres vestidas todas de negro, como pajarracos; los nombres, con sus anticuados pantalones bombachos, camisa blanca de cuello abierto y mangas arremangadas. Y formaron grupos silenciosos, esperando.
Cuando llegó la lancha, un corpulento sargento mayor saltó a la arena y se volvió para recibir en sus brazos un cuerpo envuelto en una manta. Dio unos pasos playa arriba, hasta más allá de la línea del agua, y, con la ayuda de otro hombre depositó su carga en el suelo. La manta se abrió, y los cretenses emitieron un agudo y chirriante murmulló. Se apretujaron alrededor, apretando crucifijos sobre los labios curtidos por el tiempo, y las mujeres gimieron: un ¡ohhhhh! inarticulado que casi tenía melodía, plañidero, resignado, fúnebre, femenino.
Eran casi las cinco de la tarde; el sol teñido de rojo se deslizaba hacia poniente detrás del foco acantilado, pero estaba aún lo bastante alto para iluminar el oscuro grupito de la playa y la larga forma inmóvil que yacía sobre la arena, cerrados los ojos, rígidas las pestañas por la sal al secarse, sonriendo débilmente los amoratados labios. Trajeron una camilla, y los cretenses y los soldados americanos, juntos, se llevaron a Dane de allí.
Atenas estaba en plena agitación, grupos de amotinados alteraban el orden; pero el coronel de la USAF comunicó con sus superiores por una onda de frecuencia especial, sosteniendo en la mano el pasaporte azul australiano de Dane. Como todos estos documentos, decía muy poco acerca de su persona. En el sitio correspondiente a la profesión, decía simplemente «Estudiante», y, al dorso, aparecía el nombre de Justine, como pariente más próximo, y su dirección en Londres. Sin fijarse en el aspecto legal del término, él había puesto este nombre porque Londres estaba mucho más cerca de Roma que Drogheda. En la pequeña habitación de la posada, el estuche negro y cuadrado que contenía sus ornamentos sacerdotales no había sido abierto; esperaba, con su maleta, instrucciones sobre el lugar al que habían de enviarse.
Cuando sonó el teléfono, a las nueve de la mañana, Justine se volvió en la cama, abrió un ojo soñoliento y permaneció inmóvil, maldiciendo el aparato y prometiéndose que, en lo sucesivo, lo dejaría desconectado. Si todo el mundo creía que era decente y adecuado empezar a tratar sus asuntos a las nueve de la mañana, ¿por qué se imaginaban que ella pensaba lo mismo?
Pero el teléfono siguió llamando, llamando. Tal vez era Rain; esta idea inclinó la balanza, y Justine se levantó y se dirigió, tambaleándose, al cuarto de estar. El Parlamento alemán estaba reunido en sesión urgente; hacía una semana que no había visto a Rain, y no confiaba en verle hasta pasada otra semana.
Pero tal vez se había resuelto la crisis y la llamaba para anunciarle su llegada.
– ¡Diga!
– ¿Señorita Justine O'Neill?
– Sí; al habla.
– Aquí, la Casa de Australia, en Aldwych, ¿sabe?
La voz tenía acento inglés, y dio un nombre en el que no reparó Justine, porque todavía estaba asimilando el hecho de que no era Rain quien le hablaba.
– Diga, Casa de Australia.
Bostezando, levantó un pie y frotó la punta con la planta del otro.
– ¿Tiene usted un hermano llamado señor Dane O'Neill?
Justine abrió los ojos.
– Sí.
– ¿Está actualmente en Grecia, señorita O'Neill?
Elía se puso alerta, de nuevo con los dos pies sobre la alfombra.
– Sí, así es -dijo, sin ocurrírsele corregir a la voz y explicarle que él era padre, no señor.
– Señorita Justine O'NeiH, lo siento muchísimo, pero tengo el desagradable deber de darle una mala noticia.
– ¿Una mala noticia? ¿Una mala noticia? ¿Qué es? ¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado?
– Lamento tener que comunicarle que su hermano, el señor Dane O'Neill se ahogó ayer en Creta, tengo entendido que en heroicas circunstancias, realizando un salvamento en el mar. Sin embargo, va sabe usted que hay revolución en Grecia y que las informaciones que tenemos son muy lacónicas y posiblemente poco exactas.
El teléfono estaba sobre una mesa, cerca de la pared, y Justine buscó el sólido apoyo que ésta le ofrecía. Pero sus rodillas flaquearon, y empezó a deslizarse lentamente, hasta quedar hecha un ovillo en el suelo. Sin reír y sin llorar, murmuraba algo entre audibles jadeos. Dane ahogado. Un jadeo. Dane muerto. Un jadeo. Creta, y Dane ahogado. Un jadeo. Muerto, muerto.
– Señorita O'Neill. ¿Está usted ahí, señorita O'Neill? -insistió la voz.
Muerto. Ahogado. ¡Mi hermano!
– ¡Conteste, señorita O'Neill!
– Sí, sí, sí, sí, ¡sí! ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy aquí!
– Tengo entendido que usted es su pariente más próximo; por consiguiente, debe darnos instrucciones sobre lo que hay que hacer con el cadáver. ¿Me oye, señorita O'Neill?
– ¡Sí. sí!
– ¿Qué dispone usted sobre el cadáver, señorita O'Neill?
¡El cadáver! Era un cadáver, y ni siquiera podían decir su cadáver; tenían que decir el cadáver. Dane, mi Dane.
– ¿Su pariente más próximo? -se oyó decir! a sí misma, con voz muy débil, desgarrada por aquellos grandes jadeos-. Yo no soy el pariente más próximo de Dane. Es mi madre, supongo.
Hubo una pausa.
– Esto es muy complicado, señorita O'Neill. Si no es usted el pariente más próximo, hemos perdido un tiempo valioso. -La compasión cortés se había trocado en impaciencia-. No parece usted comprender que hay revolución en Grecia y que el accidente ocurrió en Creta, que está aún más lejos y con la que es aún más difícil establecer contacto. ¡Üf! La comunicación con Atenas es virtualmente imposible, y nos han ordenado que transmitamos inmediatamente los deseos e instrucciones del pariente más próximo acerca del cadáver. ¿Está su madre ahí? ¿Puedo hablar con ella, por favor?
– Mi madre no está aquí. Está en Australia.
– ¿Australia? ¡Dios mío, esto se pone cada vez peor! Ahora tendremos que enviar un cablegrama a Australia; más dilaciones. Si no es usted su pariente más próximo, señorita O'Neill, ¿por qué se expresa así en el pasaporte de su hermano?
– No lo sé -dijo ella, riendo sin querer.
– Déme la dirección de su madre en Australia; le enviaremos un cable inmediatamente. Tenemas que saber lo que hay que hacer con el cadáver! Pero dése cuenta de que, mientras cablegrafiamos y recibimos la contestación, pasarán veinticuatro horas. Ya era bastante difícil sin esta complicación.
– Entonces, telefoneen. No pierdan el tiempo con cables.
– Nuestro presupuesto no incluye las conferencias internacionales, señorita O'Neill -dijo ásperamente la voz-. Y ahora, tenga la bondad de darme el nombre y la dirección de su madre.
– Señora Meggie O'Neill -recitó Justine-, Dro-gheda, Gillanbone, Nueva Gales del Sur, Australia -y deletreó los nombres que debían resultar extraños a su interlocutor.
– Señorita O'Neill, repito mi profundo pésame.
Hubo un chasquido en el auricular y empezó el interminable zumbido indicador de que la línea estaba libre. Justine se sentó en el suelo y dejó resba lar el aparato sobre su falda. Tenía que ser un error. ¿Ahogarse Dane, cuando nadaba como un campeón?
No; no era verdad. Pero lo es, Justine; tú sabes que lo es; no quisiste ir con él, para protegerle, y se ahogó. Tú eras su protectora, cuando él era pequeño, y tenías que haber estado allí y ahogarte con él. Y la única razón de que no estuvieses allí fue que querías estar en Londres para hacer eJ amor con Rain.
Le costaba pensar. Todo era difícil. ííaria parecía funcionar, ni siquiera sus piernas. No podía levantarse; nunca volvería a levantarse. En su mente sólo había sitio para Dane, y sus pensamientos giraban en círculos cada vez más pequeños alrededor de Dane. Hasta que pensó en su madre, en los de Drogheda. ¡Oh, Dios mío! La noticia llegará allí, a ella, a ellos. Mamá no tendrá siquiera el adorable recuerdo de su rostro en Roma. Enviarán el cablegrama a la Policía de Gilly, supongo, y el viejo sargento Era subirá a su coche y recorrerá el largo trayecto hasta Drogheda, para decirle a mi madre que su único hijo varón ha muerto. No es el hombre adecuado para esta misión; es casi un desconocido, Señora O'Neill, le doy mi más profundo y sentido pésame; su hijo ha muerto. Palabras vanas, corteses, vacías… ¡No! No puedo permitir que le hagan esto; ¡ella es también mi madre! No quiero que se lo digan así, como yo tuve que oírlo.
Puso sobre sus rodillas la otra parte del teléfono, se aplicó el auricular al oído y llamó a la operadora.
– ¿Es la centralita? Una conferencia internacional, por favor. Necesito hablar urgentemente con Australia, Gillanbone, uno-dos-uno-dos. Y, por favor, dése prisa.
Meggie respondió personalmente a la llamada. Era tarde, y Fee se había acostado ya. Estos días, ella no podía acostarse temprano; prefería permanecer sentada, escuchando los grillos y las ranas, dormitando con un libro en la mano, recordando.
– iDiga!
– Conferencia de Londres, señora O'Neill -dijo Hazel, desde Gilly.
– Hola, Justine -dijo tranquilamente Meggie.
Justine solía llamar, de tarde en tarde, para saber cómo marchaban las cosas.
– ¿Mamá? ¿Eres tú, mamá?
– Sí, soy mamá -dijo amablemente Meggie, percibiendo el desconsuelo de Justine.
– iOh, mamá! ¡Oh, mamá! -Hubo algo que sonó como un jadeo o como un sollozo-. Mamá, Dane ha muerto. ¡Dane ha muerto!
Un abismo se abrió a los pies de Meggie. Y se ahondó, se ahondó, y no tenía fin. Meggie se deslizó en él, sintió cerrarse ios bordes sobre su capeza y comprendió que no saldría de él mientras vjiviese. ¿Qué más podían hacerle los dioses? Ella nó sabía nada cuando lo había pedido. ¿Cómo podía/pedirio, cómo podía no saberlo? No tientes a los dioses, pues es lo que éstos quieren. No le veré en el momento más hermoso de su vida, no lo compartiré con él, había decidido, creyendo que con esto pagaba su deuda. Dane se libraría de ésta, y se libraría de ella. No vería la cara que más quería en el mundo; éste sería su pago. El abismo se cerró, asfixiante. Y Meggie, plantada allí, se dio cuenta de que era demasiado tarde,
– Justine, querida, cálmate -dijo enérgicamente Meggie, sin temblarle la voz-. Tranquilízate y dírne: ¿estás segura?
– Me han llamado de la Casa de Australia; pensaban que yo era el pariente más próximo. Un hombre horrible que sólo quería saber lo que había de hacerse con el cadáver. Y venga llamar «el cadáver» a Dane. Como si no se mereciese algo más, como si no fuese una persona -sollozó Justine-. ¡Dios mío! Supongo que el pobre hombre estaba pasando un mal rato. ¡Oh, mamá! ¡Dane está muerto!
– ¿Cómo ha sido, Justine? ¿Dónde? ¿En Roma? ¿Por qué no me ha llamado Ralph?
– No, no ha sido en Roma. Probablemente el cardenal no sabe nada. Ha sido en Creta. El nombre dijo que se había ahogado, en una operación de salvamento. Estaba de vacaciones, mamá; me pidió que le acompañase y yo no lo hice, porque queríaVepre-sentar Desdémóna y estar con Rain. ¡Si hubiese estado con él, tal vez no habría ocurrido! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué puedo hacer?
– Basta, Justine -dijo severamente Meggie-. No debes pensar así, ¿me oyes? Sabes que a Dane no le habría gustado. Las cosas pasan, y no sabemos por qué. Ahora, lo importante es que tú estás bien, que no os he perdido a los dos. ¡Eres cuanto me queda! ¡Oh, Jussy, Jussy, estás tan lejos! El mundo es grande, demasiado grande. ¡Ven a Drogheda! Es horrible pensar que estas tan sola.
– No; tengo que trabajar. El trabajo es mi única solución. Si no trabajase, me volvería loca. No quiero compañía, no quiero comodidades. -Empezó a llorar amargamente-. ¿Cómo vamos a vivir sin él?
¡Cómo, sí! ¿Era esto vida? Tú eras de Dios, y volviste a Dios. El polvo vuelve al polvo. La vida és para los que fracasamos. Dios es ambicioso; se lleva a los buenos y deja que ios demás nos pudramos en el mundo.
– Nadie puede saber el tiempo que va a vivir -dijo Meggie-. Gracias, Justine, por habérmelo dicho tü misma, por haber telefoneado.
– No podía soportar que un extraño te diese la noticia, mamá. No, tratándose de una cosa así. ¿Qué vas a hacer? ¿Qué puedes hacer?
Meggie trataba, con todas sus fuerzas, de consolar a su afligida hija que estaba en Londres, a miles de millas de ella. Su hijo había muerto; su hija vivía. Debía hacer que se repusiera. Si era posible. En toda su vida, Justine parecía haber amado sólo a Dane. A nadie más, ni siquiera a ella misma.
– No llores, Justine, querida. Trata de no afligirte. A él no le habría gustado, ¿verdad? Ven a casa, y procura olvidar. Traeremos a Dane a Drogheda. Le-galmente, vuelve a ser mío; ya no pertenece a la Iglesia, y no podrán impedírmelo. Llamaré inmediatamente a la Casa de Australia, y a la Embajada en Atenas, si puedo comunicar con ella. ¡Él tiene que volver a casa! Sería insoportable pensar que yace lejos de Drogheda. Éste es su hogar, y tiene que volver a él. Ven tú también, Justine.
Pero Justine, acurrucada en el suelo, meneaba la cabeza como si su madre pudiese verla. ¿Volver a casa? Nunca podría hacerlo. Si hubiese acompañado a Dane, éste no estaría muerto. ¿Volver a casa, y tener que contemplar diariamente el rostro de su madre durante el resto de sus días? No; ni pensarlo.
– No, mamá -dijo, mientras unas lágrimas ardientes como metal rundido surcaban sus mejillas. ¿Quién había dicho que las personas realmente afligidas no lloran? Quien lo hubiese dicho era un ignorante-. Continuaré trabajando aquí. Iré a casa con Dane, pero volveré aquí. No podría vivir en Drogheda.
Durante tres días, esperaron en una especie de vacío; Justine, en Londres; Meggie y la familia, en Drogheda; extrayendo del silencio oficial una débil esperanza. ¡Oh! Tal vez había sido un error; de haber sido verdad, ¡sin duda les habrían confirmado ya la noticia! Dane aparecería sonriente en la puerta de Justine, y diría que todo había sido una estúpida equivocación. Dane, plantado en la puerta, se reiría de que hubiesen podido creerle muerto; permanecería allí, alto, fuerte, vivo, y reiría. La esperanza aumentó, creció con cada minuto de espera. Traidora, horrible esperanza. No estaba muerto, ¡no! No se había ahogado; Dane era tan buen nadador que podía desafiar al mar más embravecida y triunfar. Por consiguiente, esperaron, negándose a aceptar lo sucedido, en la esperanza de que todo hubiese sido un error. En otro caso, ya habría tiempo de comunicarlo a la gente, de notificarlo a Roma.
El cuarto día, por la mañana, Justine recibió el mensaje. Como una vieja, cogió una vez más el te léfono y pidió una conferencia con Australia.
– ¿Mamá?
– ¿Justine?
– ¡Oh, mamá! Ya lo han enterrado, ¡no podemos llevarlo a casa! ¿Qué vamos a hacer? Todo lo que han sabido decirme es que Creta es un lugar muy grande, que no saben el nombre del pueblo, que, cuando llegó el cablegrama, había sido ya enviado a alguna parte y enterrado. ¡Ahora yace en una tumba anónima, no sabemos dónde! No puedo conseguir el visado para ir a Grecia; nadie quiere ayudarme; es un caos. ¿Qué vamos a hacer, mamá?
– Reúnete conmigo en Roma, Justine -dijo Meggie.
Todos, salvo Anne Mueller, estaban alrededor del teléfono, todavía anonadados. Los hombres parecían haber envejecido veinte años en tres días, y Fee, encogida como un pájaro, blanca y ceñuda, vagaba por la casa, repitiendo una y otra vez: «¿Por qué no había de ser yo? ¿Por qué tuvieron que llevárselo a él? ¡Yo soy tan vieja, tan vieja! No me habría importado marcharme. ¿Por qué tenía que ser él? ¿Por qué no podía ser yo? ¡Soy tan vieja!» Anne se había derrumbado, y la señora Smith, Minnie y Cat, no cesaban de llorar.
Meggie les miró en silencio y colgó el teléfono. Esto era cuanto quedaba en Drogheda. Un grupHo de viejos y viejas, estériles y destrozados.
– Dane se ha perdido -dijo-. No pueden encontrarle; está enterrado en algún lugar de Creta. ¡Y Creta está tan lejos! ¿Cómo podría descansar tan lejos de Drogheda? Iré a Roma, a ver a Ralph de Bricassart. Es el único que puede ayudarnos.
El secretario del cardenal De Bricassart entró en el despacho de éste.
– Siento molestarle, Eminencia, pero una señora desea verle. Le he dicho que se está celebrando un congreso, que está usted muy ocupado y no puede ver a nadie; pero ella dice que esperará en el vestíbulo hasta que tenga usted un momento para ella.
– ¿Está atribulada, padre?
– Muy atribulada, Eminencia; esto salta a la vista. Me dijo que le dijese que. se llama Meggie O'Neill -y dio a este nombre una pronunciación extranjera, que lo hizo sonar como Meghee Onill.
El cardenal Ralph se puso en pie, y su cara palideció hasta quedar tan blanca como sus cabellos.
– ¡Eminencia! ¿Se encuentra mal?
– No, padre; estoy perfectamente, gracias. Cancele todos mis compromisos hasta nueva orden, y haga pasar inmediatamente a la señora O'Neill. Que nadie nos interrumpa, si no es el mismo Santo Padre.
El sacerdote hizo una inclinación y salió. O'Neill. ¡Claro! Era el apellido del joven Dane; debía haberlo recordado. Sólo que, en el palacio del cardenal, todos le llamaban simplemente Dane. ¡Oh! Había cometido un grave error al hacerla esperar. Si Dane era el sobrino bien amado de Su Eminencia, la señora O'Neill debía ser su queridísima hermana.
Cuando Meggie entró en el despacho el cardenal Ralph casi no la reconoció. Habían pasado trece años desde la última vez que la había visto; ella tenía ahora cincuenta y tres, y él, setenta y uno. Ahora, no sólo él era viejo; lo eran los dos. Su cara no había cambiado mucho, pero parecía fundida en un molde diferente a aquel en que la había conservado en su imaginación. En vez de dulzura, una energía cortante; en vez de blandura, un toque de acero; más que la santa contemplativa de sus sueños, parecía una mártir vigorosa, madura, resuelta. Su belleza era tan impresionante como siempre, y sus ojos conservaban su claridad gris y plateada; pero todo se había endurecido, y los antaños resplandecientes cabellos eran ahora de un rubio desvaído, como los de Dane, pero sin la vida de éstos. Lo más desconcertante era que ella no le iniraba el tiempo suficiente para que él pudiese satisfacer su ansiosa y amorosa curiosidad.
Incapaz de saludar con naturalidad a esta Meggíe, le indicó un sillón con rígido ademán.
– Siéntate, por favor.
– Gracias -dijo ella, con la misma rigidez.
Sólo cuando se hubo sentado y pudo él contemplar toda su persona, advirtió que tenía los pies y los tobillos muy hinchados.
– ¡Meggie! ¿Has volado desde Australia hasta aquí, sin descansar en el camino? ¿Qué sucede?
– Sí, he venido directamente -dijo ella-. Desde hace veintinueve horas, estuve sentada en aviones, desde Gilly hasta Roma, sin poder hacer nada más que mirar las nubes a través de la ventanilla, y pensar.
Su voz era dura, fría.
– ¿Qué sucede? -repitió él, con impaciencia, inquieto y temeroso.
Ella alzó la mirada y le observó fijamente.
Había algo horrible en sus ojos; algo tan hosco y halado que él sintió un escalofrío en la nuca y se llevó una mano a ella para borrar la sensación.
– Dane ha muerto -dijo Meggie.
El se dejó caer en un sillón, y su mano cayó flaccida, como la de un muñeco roto, sobre la falda escarlata.
– ¿Muerto? -dijo, lentamente-. ¿Dane, muerto?
– Sí. Se ahogó hace seis días en Creta, salvando a unas mujeres en el mar.
Él se inclinó hacia delante, cubriéndose la cara con las manos.
– ¡Muerto! -repitió, instintivamente-. ¿Dane, muerto? ¡Mi espléndido muchacho! ¡No puede estar muerto! Dane… era un sacerdote perfecto…, todo lo que yo no había podido ser. Tenía todo lo que me faltaba a mí. -Se le quebró la voz-. Siempre lo había tenido, y todos lo sabíamos…, todos los que no somos sacerdotes perfectos. ¿Muerto? ¡Oh, Señor!
– Deja en paz a tu Señor, Ralph -dijo la desconocida que se sentaba delante de él-. Tienes cosas más importantes que hacer. He venido a pedirte ayuda, no a contemplar tu desconsuelo. He tenido muchas horas para pensar cómo te daría la noticia; todas esas horas en el aire, mirando las nubes y sabiendo que Dane está muerto. Después de efeto, tu aflicción no puede conmoverme.
Sin embargo, cuando él levantó la cara, el frío y muerto corazón de la mujer se sobresaltó, se; retorció. Era la cara de Dane, con un sufrimiento escrito en ella que Dane no podría sentir nunca. ¡Oh, gracias a Dios! Gracias a Dios que ha muerto, que no tendrá que pasar lo que ha pasado ese hombre, lo que he pasado yo. Mejor estar muerto que sufrir de esta manera.
– ¿Qué puedo hacer, Meggie? -preguntó él en tono suave, reprimiendo visiblemente sus propias emociones, para adoptar el aire afectuoso del consejero espiritual.
– Grecia es un caos. Han enterrado a Dane en algún lugar de Creta, y na puedo saber dónde, ni cuándo, ni por qué. Sólo supongo que mis instrucciones para que lo enviasen a casa en avión se demoraron a causa de la guerra civil…, y en Grecia hace tanto calor como en Australia. Por consiguiente, cuando vieron que nadie lo reclamaba, se apresuraron a enterrarle. -Se inclinó hacia delante-. Quiero que me devuelvan a mi hijo, Ralph; quiero que lo encuentren y lo lleven a casa, a reposar donde le corresponde, en Drogheda. Le prometí a Jims que lo llevaría a Drogheda, y lo haré, aunque tenga que arrastrarme de rodillas entre todas las tumbas de Grecia. No pienses en una tumba romana para él, Ralph; no, mientras yo viva y pueda sostener una batalla legal. Tiene que volver a casa.
– Nadie va a negarte este derecho, Meggie -replicó el cardenal con dulzura-. Es tierra consagrada católicamente, y esto es lo único que exige la Iglesia. También yo he pedido que me entierren en Drogheda. -Yo no puedo realizar todas las gestiones -continuó diciendo Meggie, haciendo caso omiso de las palabras de él-. No conozco el griego, ni tengo poder o influencia. Por consiguiente, acudo a ti, para que emplees los tuyos. ¡Devuélveme a mi hijo, Ralph! -No temas, Meggie; lo conseguiremos, aunque tal vez necesitemos algún tiempo. Ahora manda la izquierda en Grecia, y son bastante anticatólicos. Sin embargo, tengo amigos en Grecia, y se hará. Pondré inmediatamente en marcha todos los resortes. Queda tranquila. El era sacerdote de la Santa Iglesia Católica; tendrán que devolvérnoslo.
Alargó una mano para tirar del cordón de la campanilla, pero la fiera y fría mirada de Meggie le contuvo.
– No lo entiendes, Ralph. No quiero que pongas en marcha unos resortes. Quiero que me devuelvan a mi hijo, no Ja próxima semana o el mes próximo, ¡sino ahora! Tú hablas griego, puedes conseguir visados para ti y para mí, y obtener resultados. Quiero que me acompañes a Grecia ahora, y que me ayudes a recobrar a mi hijo.
.Había muchas cosas, en los ojos de él: ternura, compasión, emoción, dolor. Pero eran también los ojos de un sacerdote: serenos, lógicos, razonables. -Quería a tu hijo como si hubiese sido mío, Meggie; pero no puedo salir de Roma en este momento. No soy un hombre libre, y tú debes saberlo más que nadie. A pesar de cuanto puedo sentir por ti, de cuanto puedo seritir por mí mismo, no puedo salir de Roma en mitad de un congreso de vital importancia. Soy el ayudante del Santo Padre.
Ella se echó atrás, asombrada y ofendida; después, meneó la cabeza, sonriendo a medias, como ante el imprevisible comportamiento de un objeto inanimado en el que no pudiese influir, y luego, se estremeció, se humedeció los labios, pareció tomar una decisión y se irguió en su asiento.
– ¿De veras querías a mi hijo como si fuese tuyo, Ralph? -le preguntó-. ¿Qué harías por un hijo tuyo? ¿Podrías quedarte ahí sentado y decirle a su madre: «No, lo siento mucho, pero no tengo tiempo»? ¿Podrías decir esto a la madre de tu hijo?
Los ojos de Dane, pero no los ojos de Dane. Miy rándola pasmados, afligidos, impotentes.
– Yo no tengo ningún hijo -dijo él-, pero, entre las muchas, muchísimas cosas que aprendí del tuyo, está, por muy doloroso que sea, que mi supremo y único deber es servir a Dios Todopoderoso.
– Dane era hijo tuyo -dijo Meggie.
Él la miró sin comprender.
– ¿Qué?
– He dicho que Dane era hijo tuyo. Cuando salí de Matlock Island, estaba encinta. Dane era hijo tuyo, no de Luke O'Neill.
– ¡No… no… no es verdad!
– No quería que lo supieses, ni siquiera ahora -dijo ella-. ¿Crees que te mentiría?
– ¿Para recobrar a Dane? Sí -articuló débilmente él.
Ella se levantó, se irguió frente al sillón tapizado de brocado, tomó la mano fina y apergaminada del hombre entre las suyas, se inclinó y besó el anillo, empañando el rubí con el aliento de su voz.
– Por todo lo que es sagrado para íi, Ralph, juro que Dane era hijo tuyo. No era ni podía ser de Luke. Lo juro por su muerte.
Hubo un gemido, como de un alma cruzando las puertas del infierno. Ralph de Bricassart cayó de su sillón y lloró, hecho un ovillo Sobre la alfombra, en medio de un charco escalata como de sangre fresca, oculta la cara entre sus brazos cruzados, mesándose los cabellos con las manos.
– ¡Sí, llora! -dijo Meggie-. ¡Llora, ahora que lo sabes! Es bueno que uno de sus padres pueda verter lágrimas por él. ¡Llora, Ralph! Durante veintiséis años, tuve a tu hijo y tú no lo supiste; ni siquiera pudiste darte cuenta. ¡No supiste ver que era tu vivo retrato! Cuando mi madre lo vio nacer, lo supo en seguida; pero tú no lo supiste nunca. Eran tus manos, tus pies, tu cara, tus ojos, tu cuerpo. Sólo el color de los cabellos era suyo; en todo lo demás, era corno tú. ¿Comprendes ahora? Cuando te lo envié, te dije en mi carta: «Lo que robé, ahora lo devuelvo.» ¿Te acuerdas? Sólo que ambos robamos, Ralph. Robamos lo que tú habías consagrado a Dios, y ambos teníamos que pagarlo.
Volvió a sentarse en su sillón, implacable y despiadada, y observó la agonía de la forma escarlata en el suelo.
– Yo te amé, Ralph; pero tú nunca fuiste mío. Lo que tuve de ti, hube de robarlo. Dane era mi parte, lo único que podía obtener de ti. Juré que nunca lo sabrías, juré que nunca te daría la oportunidad de quitármelo. Y entonces, él se entregó a ti por su propia y libre voluntad. Decía que eras la imagen del sacerdote perfecto. ¡Qué risa me dio al oírlo! Pero por nada del mundo te habría dado un arma como saber que era hijo tuyo. Sólo por esto. ¡Sólo por esto! Por nada más te lo habría dicho. Aunque supongo que ahora ya no importa. Ya no nos pertenece a ninguno de los dos. Pertenece a Dios.
El cardenal De Bricassart fletó un avión particular para ir a Atenas; él, Meggie y Justine, llevaron el cadáver de Dane a Drogheda; los vivos, sentados en silencio; el muerto, yaciendo en silencio en su ataúd, sin pedirle ya nada a este mundo.
Tengo que decir esta misa, esta misa de réquiem, por mi hijo. Hueso de mis huesos, mi hijo. Sí, Meggie, te creo. Cuando recobré el aliento, te habría creído incluso sin aquel terrible juramento. Vittorio lo supo en cuanto vio al muchacho, y yo también debí saberlo en el fondo de mi corazón. Tu risa en los labios del chico…, pero eran mis ojos los que me miraron, mis ojos de cuando aún era inocente. Pocos lo sabían. Anne Mueller lo sabía. Pero no los hombres. No éramos dignos de saberlo. Porque las mujeres pensáis así, guardáis vuestros misterios, y nos volvéis la espalda, por el desaire que os hizo Dios al no crearos a Su imagen. Vittorio lo sabía, pero lo que hay de femenino en él le cerró la boca. Una magnífica venganza.
Dilo, Ralph de Bricassart, abre tu boca, mueve tus manos en la bendición, empieza el cántico latino por el alma del difunto. Que era tu hijo. Al que amabas más que a su madre. Sí, ¡más! Porque él volvía a ser tú mismo, en un molde más perfecto.
– In Nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…
La capilla estaba atestada; estaban allí todos los que podían estar. Los King, los O'Rourke, los Davies, los Pugh, los MacOueen, los Gordon, los Carmichael, los Hopeton. Y los Cleary la gente de Drogheda. Cegada la esperanza, apagada la luz. Al pie del altar en un gran ataúd forrado de estaño el padre Dane O'Neil cubierto de rosas. ¿Por qué estaban floridos los rosales siempre que él venía a Drogheda? Era octubre, estaban en plena primavera. ¡Claro que estaban floridos! Era la época adecuada.
– Sanctus… Sanctus… Sanctus…
Alégrate, porque el Santo de los Santos está sobre ti. Mi Dane, mi hermoso hijo. Así es mejor. No habría querido que llegases a esto, a lo que soy yo. No sé por qué rezo esta misa para ti. No la necesitas, iíun-ca lo necesitaste. Lo que yo busco a tientas, túAo sabías por instinto. No eres tú el desgraciado, sino nosotros, los que quedamos atrás. Compadécenos y, cuando llegue nuestra hora, ayúdanos.
– I te, Missa est… Requiescat in pace…
Más allá del prado, más allá de los eucaliptos, de los rosales, de los pimenteros, el cementerio. Duerme, Dane, porque sólo los buenos mueren jóvenes. ¿Por qué nos afligimos? Tú eres afortunado, por haberte librado tan pronto de esta vida triste. Quizás es esto el infierno, una larga permanencia en la esclavitud del mundo. Quizá sufrimos nuestro infierno en vida…
Transcurrió el día; los que habían venido a expresar su condolencia se marcharon; la gente de Drogheda vagaba por la casa, evitándose los unos a los otros; el cardenal Ralph, que al principio había mirado a Meggie, no podía mirarla de nuevo. Justine se marchó con Jean y Boy King, para tomar el avión de la tarde con destino a Sydney, y, después, el nocturno para Londres. El cardenal no recordó después haber oído su voz subyugadora y ronca, ni haber visto sus ojos pálidos y extraños. Desde que ella se había reunido con Meggie y con él en Atenas, hasta que se marchó con Jean y Boy King, había sido como un fantasma, había estado corno envuelta en un tupido disfraz. ¿Por qué no había llamado a Rainef Hartheim y le había pedido que la acompañase? Seguro que sabía lo mucho que él la amaba, lo mucho que habría querido estar con ella ahora. Pero esta idea no había estado el tiempo suficiente en la cansada mente del cardenal Ralph para que éste llamase por su cuenta a Rainer, aunque había pensado en ello algunas veces, después de salir de Roma. La gente de Drogheda era muy extraña. No les gustaba la compañía en el dolor; preferían pasar solos sus penas.
Sólo Fee y Meggie se sentaron con el cardenal Ralph en el salón, después de una comida que se había quedado intacta. Nadie pronunciaba una palabra; el reloj de bronce sobredorado repicaba ruidosamente sobre la repisa de mármol de la chimenea, y los ojos pintados de Mary Carson lanzaban, a través de la estancia, una mirada desafiadora a la abuela de Fee. Fee y Meggie se habían sentado juntas en el sofá de color crema, rozándose sus hombros; el cardenal Ralph no recordaba haberlas visto nunca tan unidas en los viejos tiempos. Pero no decían nada, ni se miraban, ni le miraban a él.
Ralph trataba de saber lo que había hecho mal. Lo peor era que veía demasiadas cosas malas. Orgullo, ambición, una cierta falta de escrúpulos. Y su amor por Meggie, floreciendo entre ellas. Pero el aspecto glorioso de aquel amor no lo había conocido nunca. ¿Cuál habría sido la diferencia, si hubiese sabido que su hijo era su hijo? ¿Habría podido nue-rer al chico más de lo que le había ouerido? ¿Habría seguido un camino diferente, sabiendo que era hijo suyo? ¡Sí!, le gritaba su corazón. No, se burlaba su cerebro.
Se volvió amargamente contra sí mismo. ¡Estúpido! Habrías debido saber que Meggie era incapaz de volver a Luke. Habrías debido saber inmediatamente de quién era el pequeño Dane. ¡Ella estaba orgulloso de él! Todo lo que podían conseguir de ti, le había dicho ella en Roma. Bueno Meggie… En él tuviste lo mejor. ¡Dios mío! ¿Cómo pudiste, Ralph, ignorar que era tuyo? Si no con anterioridad, debiste darte cuenta cuando él se presentó a ti, siendo ya todo un hombre. Ella esperaba que tú lo vieses, se perecía por que lo vieses; si lo hubieses visto, se habría arrastrado de rodillas hasta ti. Pero estabas ciego. No querías ver. Ralph Raoul, cardenal de Bricassart, esto era lo que tú querías; más que a ella, más que a- tu hijo. ¡Más que a tu hijo!
La habitación se había llenado de pequeños susurros, de murmullos; el reloj seguía marcando su tictac al compás del corazón de Ralph. Y de pronto, éste dejó de andar acompasadamente con aquél. Había perdido el ritmo. Meggie y Fee parecían nadar sobre sus pies, oscilar de un lado a otro, con caras espantadas, entre una niebla acuosa é insustancial, dicféndole cosas que él no podía oír.
– ¡Aaaaaaah! -gritó comprendiendo al fin. Apenas si tenía conciencia del dolor, atento únicamente a los brazos de Meggie, que le rodeaban, y a la manera en que su propia cabeza se apoyaba en ella. Pero consiguió volverse hasta que pudo ver sus ojos, y 'la miró intensamente. Quiso decirle: «Perdóname», y vio que ella le había perdonado hacía tiempo. Supo que ella se había llevado lo mejor. Entonces, quiso decir algo tan perfecto que ella se sintiese consolada para siempre, y comprendió que tampoco era necesario. Fuera ella lo que fuese, era capaz de soportarlo todo. ¡Todo! Y cerró los ojos, y, por última vez, se sumió en Meggie en el olvido.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Rain = lluvia.