38040.fb2
Llegó 1929 y, con él, la fiesta de Año Nuevo que Angus MacQueen celebraba anualmente en Rudna Hu-nish, y los Cleary no se habían trasladado aún a la casa grande. No era algo que se hiciese de la noche a la mañana, pues había que empaquetar todos los artefactos caseros acumulados en siete años, y Fee había declarado que, al menos, había que terminar el arreglo del salón de la casa grande. Nadie tenía prisa, aunque todos esperaban con ilusión el día del traslado. En algunos aspectos, la casa grande no habría de resultar muy diferente: también carecía de electricidad, y las moscas eran igualmente numerosas. Pero, en verano, era diez grados más fresca que el exterior, debido al grueso de las paredes, y a la sombra que proyectaban los eucaliptos sobre el tejado. Además, el pabellón de baños era realmente lujoso, pues las tuberías que pasaban por detrás del gran horno de la.cocina contigua suministraban agua caliente durante todo el invierno, y toda esta agua era de lluvia. Aunque había que bañarse y ducharse en esta gran estructura, que tenía diez compartimientos separados, la casa grande y todas sus dependencias poseían retretes interiores con agua corriente, lo cual era una inaudita muestra de opulencia que los envidiosos habitantes de Gilly habían dado en llamar sibaritismo. Aparte del «Hotel Imperial», dos pubs, la casa rectoral católica y el convento, los retretes eran exteriores en todo el distrito de Gillanbone. Salvo en la mansión de Drogheda, gracias a su enorme número de tejados y cisternas para recoger el agua de lluvia. Las normas eran severas: no malgastar el agua y emplear desinfectante en abundancia. Pero, comparado con los agujeros en el suelo, esto era la gloria.
A primeros de diciembre, el padre Ralph había en viado a Paddy un cheque de cinco mil libras, para que fuese tirando, según decía la carta; y Paddy lo había entregado a Fee, con una exclamación de asombro.
– Creo que no gané tanto dinero en toda mi vida de trabajo -dijo.
– ¿Qué voy a hacer con esto? -preguntó Fee, mirando el cheque y después a su marido, con ojos chispeantes-. ¡Dinero, Paddy! Al fin tenemos dinero, ¿te das cuenta? ¡Oh! No me importan los trece millones de libras de tía Mary, pues no hay nada real en esas enormes cantidades. En cambio, ¡esto es real! ¿Qué voy a hacer con ello?
– Gástalo -contestó simplemente Paddy-. ¿Quizás unos cuantos vestidos nuevos para los chicos y para ti? ¿O deseas comprar algo para la casa grande? No creo que necesitemos nada más.
– Tampoco yo, ¿no te parece raro? -Fee se levantó de la mesa del desayuno y llamó a Meggie con imperioso ademán-. Vamos, chica; iremos a echar un vistazo a la casa grande.
Aunque habían pasado tres semanas, desde los frenéticos siete días que siguieron a la muerte de Mary Carson, ninguno de los Cleary había vuelto a acercarse a la casa grande. Pero, ahora, la visita de Fee compensó sobradamente su anterior renuencia. Pasaba de una habitación a otra, seguida de Meggie, la señora Smith, Minnie y Cat, más animada de lo que jamás la hubiese visto la asombrada Meggie. No paraba de hablar consigo misma: esto es espantoso, aquello era horrible, ¿carecía Mary de buen gusto, o no distinguía los colores?
Fee se detuvo más tiempo en el salón, observándolo con ojos expertos. Sólo la sala grande de recepciones le superaba en tamaño, pues tenía doce metros de largo por diez de ancho y cuatro y medio de alto. Era una curiosa mezcla de la mejor y la peor decoración, con su pintura de un color crema que se había vuelto amarillo y que no contribuía en absoluto a resaltar las magníficas molduras del techo o los paneles tallados de Tas paredes. Los enormes balcones, que llegaban al techo y se sucedían ininterrumpidamente en el lado que daba a la galería, iban acompañados de pesadas cortinas de terciopelo castaño, que sumían en la penumbra las delicadas sillas pardas, dos asombrosos bancos de malaquita y otros dos igualmente preciosos de mármol florentino, y una enorme chimenea de mármol crema con vetas de un rosa fuerte. Sobre el pulido suelo de teca, había tres alfombras Aubusson, colocadas con precisión geométrica, y una araña de dos metros pendía del techo de una gruesa cadena.
– Hay que felicitarla, señora Smith -dijo Fee-. Todo esto es francamente horrible, pero no puede estar más limpio. Yo haré que pueda cuidar de cosas que valgan la pena. Esos preciosos bancos, sin nada que los realce… ¡qué vergüenza! Desde el primer día que vi esta habitación, deseé convertirla en algo tan admirable que todos quisieran entrar en ella, y tan cómodo que todos desearan quedarse.
El escritorio de Mary Carson era un horror Victoriano; Fee se acercó a él y al teléfono colocado encima de él, contempló desdeñosamente la lúgubre madera.
– Mi escritorio quedará muy bien aquí -dijo-. Empezaré por este salón, y sólo cuando esté listo nos trasladaremos de la casa del torrente. Al menos tendremos un sitio donde podamos reunimos sin sentirnos tristes.
Se sentó y descolgó el teléfono. Mientras su hija y las sirvientas formaban un gru-pito asombrado, empezó a dar instrucciones a Harry Gough. Mark Foys enviaría muestras de tapicería con el Correo de la noche; Nock y Kirbys, muestras de pintura; Frace Brothers, muestras de papeles para las paredes, y estas y otras tiendas de Sydney, catálogos especialmente preparados para ella, describiendo sus estilos de mobiliario. Harry rió y le aseguró que tendría un decorador competente y un equipo de pintores capaces de realizar el meticuloso trabajo que exigía Fee. ¡Bien por la señora Cleary! Echaría para siempre a Mary Carson de la casa.
Terminada su conferencia telefónica, ordenó que fuesen descolgadas inmediatamente las cortinas pardas. Pronto quedaron convertidas en un montón de desperdicios, bajo la inspección personal de Fee, que se encargó también de prenderles fuego.
– No las necesitamos -dijo-, y no quiero que carguen con ellas los pobres de Gillanbone. -Sí, mamá -dijo Meggie, petrificada. -No quiero cortinas aquí -decidió Fee, sin preocuparse de la flagrante vulneración de las costumbres decorativas de la época-. La galería es lo bastante ancha para impedir que entre el sol directamente; por tanto, ¿para qué necesitamos cortinas? Quiero que este salón se vea.
Llegaron los materiales, y también los pintores y el tapicero; Meggie y Cat se subieron a escaleras para limpiar los cristales más altos de las ventanas, mientras la señora Smith y Minnie cuidaban de los bajos, y Fee marchaba de un lado a otro, observando todo con ojos de águila.
Todo quedó terminado en la segunda semana de enero, y, de algún modo, circuló la noticia en las esferas sociales. La señora Cleary había convertido el salón de Drogheda en un palacio, ¿y no sería una delicada atención que la señora Hopeton, la señora King y la señora O'Rourke, fueran a visitarla a la casa grande?
Nadie negó que el resultado de los esfuerzos de Fee se había traducido en una belleza absoluta. Las alfombras Aubusson, de color crema, con sus pálidos ramos de rosas rojas y rosadas y de verdes hojas, habían sido distribuidas como al azar sobre el reluciente suelo. Las paredes y el techo habían sido pintados de color crema, y todas las molduras,- doradas para darles mayor realce; en cambio, los grandes espacios lisos y ovalados de los paneles habían sido revestidos de seda negra con ramos de rosas iguales a los de las alfombras, dando la impresión de lujosas pinturas japonesas sobre un fondo de crema y oro. La araña Waterford había sido bajada, de modo que su colgante inferior quedaba apenas a dos metros del suelo; sus inumerables prismas habían sido lavados y mostraban ahora un brillo irisado, y la gran cadena de bronce había sido sujetada a la pared, en vez de subirla de nuevo al techo. Sobre esbeltas mesi-tas de crema v oro, veíanse lámparas Waterford, junto a ceniceros Waterford y jarrones Waterford, llenos de rosas rojas y de té; todos los grandes y cómodos sillones habían sido tapizados de seda color crema pálido y colocados en grupitos que invitaban a la intimidad, junto a largos sofás; en un rincón, hallábase la antigua y exquisita espineta, con un enorme jarrón de rosas rojas y de té colocado encima de ella. Sobre la chimenea, pendía el retrato de la abuela de Fee, en su abombado traje de pálido color rosa, y, frente a aquél, en la pared del fondo, un retrato todavía más grande de una joven y pelirroja Mary Carson, que, con su rígido traje negro según la moda de la época, se parecía a la reina Victoria en su juventud.
– Muy bien -dijo Fee-, ahora podemos abandonar la casa del torrente. Las otras habitaciones las arreglaré cuando tenga tiempo. ¡Oh! ¿No es estupendo tener dinero y una casa en la que gastarlo?
Unos tres días antes del traslado, y tan temprano que el sol no se había levantado todavía, los gallos del gallinero cantaban alegremente.
– ¡Esos desgraciados! -dijo Fee, mientras envolvía con periódicos viejos sus piezas de porcelana-. No sé qué se imaginan que habrán hecho para estar tan contentos. No tengo un solo huevo para el desayuno, y todos los hombres están en casa hasta que nos hayamos trasladado. Tendrás que ir al gallinero, Meggie, pues yo tengo demasiado trabajo. -Miró una hoja amarillenta del Sydney Moming Herald y gruñó al ver un anuncio de un corsé de talle de avispa-. No sé por qué se empeña Paddy en que nos manden todos los periódicos, si nadie tiene tiempo de leerlos. Se amontonan ahí, sin darnos tiempo a quemarlos en el horno de la cocina. ¡Mira éste! Es de antes de venir nosotros a esta casa. Bueno, al menos me servirá para envolver las cosas.
Era estupendo ver a su madre tan animada, pensó Meggie, mientras bajaba la escalera de atrás y cruzaba el patio cubierto de polvo. Aunque todos esperaban con ilusión el momento de ir a vivir en la casa grande, mamá parecía ansiarlo con toda su alma, como si recordase lo que era vivir en una gran mansión. ¡Qué habilidad tan grande la suya! ¡Y qué gusto tan exquisito tenía! Algo que nadie había advertido con anterioridad, pues no había tiempo ni dinero para demostrarlo. Meggie se congratuló, excitada; papá había ido al joyero de Gilly y se había gastado una parte de las cinco mil libras en un collar de perlas auténticas y unos pendientes de perlas, también auténticas, pero con pequeños brillantes, para mamá. Se los regalaría el primer día que comiesen en la casa grande. Y ahora que había visto ella la cara de su madre sin su acostumbrada expresión adusta, estaba impaciente por ver la que pondría cuando recibiese las perlas. Desde Bob hasta los gemelos, esperaban ansiosamente aquel momento, porque papá les había mostrado el grande y plano estuche de cuero, y lo había abierto para que viesen las lechosas y opalescentes bolitas sobre el negro forro de terciopelo. La nueva animación de su madre les había conmovido profundamente; era como presenciar el inicio de una lluvia bienhechora. Hasta ahora, nunca habían comprendido del todo lo desgraciada que debió de sentirse durante los años anteriores.
El gallinero era muy grande, y había en él cuatro gallos y más de cuarenta gallinas. Por la noche, ocupaban un destartalado cobertizo, con perchas de varias alturas en el fondo, y con cestas llenas de paja, para la puesta, alrededor del suelo pulcramente barrido. Pero, durante el día, las aves paseaban cloqueando por un amplio recinto alambrado. Cuando Meggie abrió la puerta del gallinero y entró, todas se agruparon afanosamente a su alrededor, creyendo que iba a darles comida; pero, como Meggie sólo las alimentaba por la tarde, se rió de su tonto frenesí y se dirigió al cobertizo.
– Sinceramente, sois un puñado de inútiles -amonestó severamente a las gallinas, señalando las cestas-. Sois cuarenta, ¡y sólo habéis puesto quince huevos! Insuficientes para el desayuno, por no hablar del pastel. Bueno, voy a deciros algo, de una vez para siempre: si no ponéis remedio a esto, os espera el tajo a todos, no sólo a las damas, sino también a los amos y señores del gallinero; por consiguiente, menead la cola y empezad a poner huevos, y esto sí que no va para ustedes, caballeros.
Llevando cuidadosamente los huevos en su delantal, volvió cantando a la cocina.
Fee estaba sentada en la silla de Paddy, mirando fijamente una hoja del Smith's Weekly, pálido el semblante y temblorosos los labios. Meggie pudo oír el ruido de los hombres trajinando en el interior y las risas de los gemelos de seis años, Jims y Patsy, en su camastro, pues no se les permitía levantarse hasta que se habían marchado los hombres.
– ¿Qué pasa, mamá? -preguntó Meggie.
Fee no respondió; siguió sentada, mirando al frente, con gotas de sudor sobre el labio superior, paralizados los ojos por un dolor desesperadamente racional, como si reuniese en su interior todos los recursos que poseía para no gritar.
– ¡Papá, papá! -gritó, asustada, Meggie.
El tono de su voz hizo que Paddy acudiese en seguida, abrochándose la camiseta de franela y seguido de Bob, Jack, Hughie y Stu. Meggie señaló a su madre sin decir palabra.
Paddy sintió que el corazón le subía a la garganta. Se inclinó sobre Fee y asió una de sus flaccidas muñecas.
– ¿Qué tienes, querida? -preguntó, en el tono más cariñoso que jamás le hubiesen oídos sus hijos, aunque éstos comprendieron, de algún modo, que era el que empleaba con ella cuando nadie podía oírle.
Ella pareció reconocer aquella voz especial lo suficiente para salir de su desmayo, y sus grandes ojos verdes se fijaron en el rostro de él, tan cariñoso, tan amable, aunque ya no fuese joven.
– Aquí -dijo, señalando una gacetilla casi al pie de la página.
Stuart se había colocado detrás de su madre y apoyado ligeramente una mano en su hombro; antes de empezar a leer el artículo, Paddy miró a su hijo a los ojos, aquellos ojos que tanto se parecían a los de Fee, y asintió con la cabeza. Lo que despertaba sus celos contra Frank no podría provocarlos nunca contra Stuart; como si su amor por Fee les uniese más, en vez de separarlos.
Paddy leyó en voz alta, pausadamente, en un tono que cada vez se hacía más triste. El titular decía: Boxeador condenado a cadena perpetua.
Francis Armstrong Cleary, de veintiséis años, boxeador profesional, ha sido condenado hoy por el tribunal del distrito de Goulburn, por el homicidio de Ronald Albert Cumming, de treinta y dos años, jornalero, en el pasado mes de julio. El jurado dictó su veredicto después de sólo diez minutos de deliberación, y recomendó – la pena más severa que pudiese aplicar el tribunal. El señor juez, Fitz-Hugh Cunneally, declaró que el caso no ofrecía duda. Cumming y Cleary habían discutido violentamente en el bar del «Harbor Hotel», el 23 de julio. La misma noche, más tarde, el sargento Tom Beardsmore de la Policía de Goulburn, acompañado de dos agentes, se presentó en el «Harbor Hotel» a requerimiento del propietario de éste, señor James Ogilvie. En el patio de atrás del hotel, la Policía sorprendió a Cleary en el momento en que estaba pateando la cabeza del inconsciente Cumming. Tenía los puños manchados de sangre y con mechones de cabellos de Cumming. Al ser detenido, Cleary estaba borracho, pero lúcido. Fue acusado de lesiones graves, pero esta acusación se convirtió en la de homicidio, al morir Cumming el día siguiente, a consecuencia de lesiones cerebrales, en el hospital del distrito de Goulburn.
El letrado defensor, señor Arthur Whyte, pidió la absolución, alegando enajenación mental, pero cuatro peritos médicos dictaminaron inequívocamente que, de acuerdo con las leyes MeNaughton, Cleary no podía considerarse demente. Al dirigirse al jurado, el juez Fitz-Hugh Cunneally dijo que no se trataba de una cuestión de culpabilidad o de inocencia, pues la culpa era evidente, pero que les pedía que decidiesen con calma su recomendación de severidad o clemencia, pues se atendría a ella. Al condenar a Cleary, el juez Fitz-Hugh Cunneally, calificó su acción de «salvaje e inhumana» y lamen tó que, por haber sido cometido el crimen en estado de embriaguez y sin premeditación, no pudiese condenarle a morir en la horca, ya que consideraba las manos de Cleary un arma tan mortal como una pistola o un cuchillo. Cleary ha sido condenado a trabajos forzados a perpetuidad, sentencia que habrá de cumplir en el presidio de Goulburn, institución exclusivamente destinada a los presos violentos. Al serle preguntado si tenía algo que decir, Cleary respondió: «No lo digan a mi madre.»
Paddy buscó la fecha en la parte superior de la hoja: 6 de diciembre de 1925.
– Sucedió hace tres años -declaró con desaliento.
Nadie le respondió ni se movió, pues nadie sabía lo que había que hacer; desde delante de la casa, llegó la risa alegre de los gemelos, que estaban hablando a gritos.
– «No… lo digan… a mi madre» -repitió tristemente Fee-. ¡Y nadie lo hizo! ¡Oh, Dios mío! ¡Mi pobre, mi pobre Frank!
Paddy se enjugó unas lágrimas con el dorso de su mano libre y, agachándose delante de Fee, le dio unas palmadas cariñosas en las rodillas.
– Haz tus bártulos, querida. Iremos a verle.
Ella se levantó a medias, pero se derrumbó de nuevo, y sus ojos tenían un brillo mortecino en su blanca cara, y las pupilas estaban dilatadas y como revestidas de una película de oro.
– No puedo ir -declaró, sin angustia en la voz, pero de modo que todos comprendieron que la angustia estaba dentro de ella-. Sería matarle. ¡Oh, Paddy, sería matarle! Le conozco bien: su orgullo, su ambición, su determinación de ser alguien importante. Deja que cargue él solo con su vergüenza. Ya lo has leído: «No lo digan a mi madre.» Le ayudaremos a guardar su secreto. ¿Qué ganaría él y qué ganaríamos nosotros con ir a verle?
Paddy seguía llorando, pero no por Frank; por la vida que se había extinguido en el rostro de Fee, por la muerte en sus ojos. Un pájaro de mal agüero, esto era lo que Frank había sido siempre; precursor de calamidades, siempre interponiéndose entre él y Fee, la causa de que ella se apartase de él y de sus hijos. Cada vez que parecía que Fee podría disfrutar de un poco de felicidad, allí estaba Frank para quitársela. Pero el amor de Paddy por ella era tan profundo e inmarcesible como el de ella por Frank; nunca se valdría de éste contra ella, como aquella noche en la casa rectoral.
Por consiguiente, dijo:
– Bueno, íee, si crees que es mejor no verle, no le veremos. Sin embargo, quisiera tener noticias suyas y hacer por él cuanto podamos. ¿Osé te parece si escribiese al padre De Bricassart, pidiéndole que se interese por Frank?
Los ojos de ella no se animaron, pero un débil rubor apareció en sus mejillas.
– Sí, Paddy, hazlo. Pero, sobre todo, que no le diga a Frank que nos hemos enterado. Sin duda éste se sentirá mejor si cree que no lo sabemos.
En pocos días, Fee recobró la mayor parte de su energía y volvió a ocuparse de la decoración de la casa grande. Pero siguió mostrándose callada, aunque menos hosca, como encerrada en una calma inexpresiva. Parecía como si le interesase más la reforma de la casa grande que el bienestar de su familia. Tal vez presumía que ésta cuidaría de sí misma, espiritualmente, y que la señora Smith atendería a sus necesidades físicas.
Sin embargo, el descubrimiento de la desdicha de Frank había afectado profundamente a todos. Los chicos mayores estaban muy apenados por su madre, y hubo noches en que no pudieron dormir recordando su cara en aquel horrible momento. La querían, y su animación durante las semanas anteriores les había dado una imagen de ella que nunca olvidarían y desearían apasionadamente que volviese. Si su padre había sido el eje sobre el cual habían girado sus vidas hasta entonces, ahora su madre estaba junto él. Empezaban a tratarla con un cuidado cariñoso y abnegado, que ninguna indiferencia por su parte podía destruir. Desde Paddy hasta Stu, los varones Cleary se confabularon para hacer que la vida de Fee fuese tal como quería ella, y pidieron la ayuda de todos para este fin. Nadie debía herirla o molestarla. Y, cuando Paddy le ofreció las perlas, ella las tomó y le dio las gracias con una breve frase inexpresiva, desprovista de gozo y de interés, pero todos pensaron lo diferente que habría sido su reacción, de no haber ocurrido lo de Frank.
De no haber sido por el traslado a la casa grande, la pobre Meggie habría sufrido mucho más de lo que sufrió en realidad, pues, sin haberla admitido plenamente en la sociedad exclusivamente masculina para la protección de mamá (pensando tal vez que su participación habría sido más renuente que la de ellos), su padre y sus hermanos mayores le dieron a entender que debía cargar con las tareas que más fastidiaban a mamá. De hecho, la señora Smith y las doncellas compartieron la carga de Meggie. Lo que más molestaba a Fee eran sus dos hijos más pequeños, pero la señora Smith se hizo cargo de Jims y Patsy con tal ardor que Meggie no pudo compadecerla, sino que se alegró de que aquel par pudiesen pertenecer enteramente al ama de llaves. Meggie sentía también piedad de su madre, pero no con tanta intensidad como los hombres, porque su lealtad era sometida a dura prueba; el enorme instinto maternal que llevaba en su interior se rebelaba contra la creciente indiferencia de Fee por Jims y Patsy. Cuando yo tenga hijos, se decía, nunca querré a uno de ellos más que a los otros.
La vida en la casa grande era ciertamente muy distinta. Al principio, resultaba extraño el disponer cada uno de su propia habitación, y, para las mujeres, el no tener que preocuparse de las tareas de la casa, dentro o fuera de ésta. Minnie, Cat y la señora Smith cuidaban de todo, desde lavar y planchar la ropa hasta cocinar y hacer la limpieza, y casi se ofendían si se les ofrecía ayuda. A cambio de mucha comida y poco sueldo, una interminable procesión de vagabundos eran admitidos temporalmente como peones, para cortar leña para la casa, dar de comer a las gallinas y a los cerdos, ordeñar las vacas, ayudar a Tom a cuidar los jardines y hacer la limpieza más pesada.
Paddy estaba en comunicación con el padre Ralph.
«La renta de los bienes de Mary importa aproximadamente cuatro millones de libras al año, gracias a la circunstancia de que "Michard Limited" es una compañía privada cuyo activo está principalmente representado por acero, barcos y minas -escribía el padre Ralph-. Por consiguiente, la asignación que he dispuesto para usted no es más que una gota de agua en la fortuna Carson y ni siquiera llega a la décima parte de los beneficios anuales que rinde la hacienda de Drogheda. Tampoco debe preocuparse por los años malos. La cuenta bancaria de Drogheda tiene un saldo a favor tan importante que podría pagarle con los intereses hasta al fin, en caso necesario. Por tanto, el dinero que usted recibe no es más que el que merece y no grava en absoluto a "Michard Limited". Su dinero procede de la hacienda, no de la compañía. Sólo le pido que tenga los libros de la hacienda al día y en debida forma, para que puedan verlos los inspectores del Fisco.»
Después de recibir esta carta, Paddy celebró una conferencia en el hermoso salón, una noche en que todos estaban en casa. Con las medias gafas con montura de acero que empleaba para leer, prendidas en su nariz romana, se sentó en un gran sillón tapizado de color crema, apoyó cómodamente los pies en un cojín y dejó la pipa en un cenicero Waterford.
– Todo esto es estupendo -dijo, sonriendo y mirando complacido a su alrededor-. Creo que deberíamos dar un voto de gracias a mamá, ¿no os parece, muchachos?
Hubo un murmullo de asentimiento de los «muchachos». Fee hizo una inclinación de cabeza; estaba sentada en el sillón predilecto de Mary Carson, pero recién tapizado de seda color crema pálido. Meggie cruzó las piernas alrededor del cojín que había elegido sn vez de silla, y mantuvo fija la mirada en el calcetín que estaba zurciendo.
– Bueno, el padre Ralph ha arreglado la.s cosas y se ha mostrado muy generoso -siguió diciendo Paddy-. Ha depositado siete mil libras en el Banco a mi nombre, y ha abierto una cuenta de ahorro con dos mil libras para cada uno de vosotros. Yo cobraré cuatro mil libras al año como director de la hacienda de Drogheda, y Bob recibirá tres mil al año, como ayudante del director. Los chicos que trabajan, o sea, Jack, Hughie y Stu, percibirán dos mil libras al año, y los pequeños recibirán mil libras al año cada uno, hasta que sean lo bastante mayores para decidir lo que quieren hacer.
«Cuando los pequeños sean mayores, la hacienda garantizará a cada uno de ellos una renta igual a la percibida por los que trabajen en Drogheda, aunque ellos no quieran hacerlo. Cuando Jims y Patsy cumplan los doce años, serán enviados al Colegio de Ri-verview, en Sydney, siendo pagados su pensión y sus estudios con cargo a Drogheda.
»Mamá recibirá dos mil libras al año, y Meggie. una cantidad igual. Para gastos de la casa, se ha fijado la suma de cinco mil libras, y no sé por qué se ha imaginado el padre que necesitamos tanto dinero para sostener la casa. Por si queremos hacer cambios importantes, dice. También me ha dado instrucciones sobre el salario de la señora Smith, de Minnie, de Cat y de Tom, y debo decir que se ha mostrado muy generoso. Los demás sueldos deberé fijarlos yo. Pero mi primera decisión, como director, debe ser contratar al menos otros seis pastores, para que el ganado esté cuidado como es debido. Es demasiado numeroso para un puñado de hombres.
Este último comentario fue el más duro que se le oyó jamás sobre la administración de su hermana.
Ninguno de los presentes se había imaginado tener tanto dinero; permanecieron silenciosos, tratando de asimilar su buena suerte.
– Nunca gastaremos ni la mitad de ese dinero, Paddy -comentó Fee-. No ha dejado nada en que podamos gastarlo.
Paddy la miró cariñosamente. -Lo sé, mamá. Pero, ¿no es estupendo saber que nunca volveremos a pasar apuros de dinero? -carraspeó-. Y ahora, creo que mama y Meggie tendrán que echarnos una mano -siguió diciendo-. Yo fui siempre bastante torpe en cuestión de números; en cambio, mamá sabe sumar, restar, multiplicar y dividir como un profesor de aritmética. Por consiguiente, mamá llevará la contabilidad de Drogheda, en vez de hacerlo la oficina de Harry Gough. Yo no lo sabía, pero Harry tenia un empleado que cuidaba exclusivamente de las cuentas de Drogheda, y ahora falta un hombre en su personal, por lo cual no le importa traspasarnos esta labor. En realidad, fue él quien me sugirió que mamá podía ser una buena contable. Enviará a alguien de Gilly para instruirte debidamente, mamá. Por lo visto, es bastante complicado. Tendrás que llevar el libro Mayor, el de Caja, el Diario, donde hay que anotarlo todo, etcétera. Lo bastante para tenerte muy ocupada, pero sin necesidad de estropearte las manos cocinando y lavando la ropa, ¿no te parece?
Meggie estuvo a punto de gritar: Y yo, ¿qué? ¡Lavé y cociné tanto como mamá!
Fee sonreía ahora, por primera vez desde que se enteró de la noticia sobre Frank.
– Me gustará el trabajo, Paddy, me gustará de veras. Hará que me sienta parte de Drogheda.
– Bob te ensañará a conducir el «Rolls» nuevo, porque tendrás que ir a Gilly, al Banco y a visitar a Harry. Además, te gustará saber que puedes ir en el coche a cualquier parte, sin depender de ning_uno de nosotros. Aquí estamos demasiado aislados. Siempre había querido que las mujeres aprendieseis a conducir, pero, hasta ahora, no habíais tenido tiempo para ello. ¿De acuerdo, Fee?
– De acuerdo, Paddy -declaró ella, satisfecha. -Y ahora, Meggie, vamos a hablar de ti. Meggie dejó el calcetín y la aguja, y miró a su padre con una mezcla de curiosidad y de resentimiento, segura de lo que iba a decir él: su madre estaría ocupada con los libros; por consiguiente, ella tendría que cuidar de la casa y de sus alrededores.
– No me gusta verte convertida en una señorita ociosa y caprichosa, como algunas de las hijas de ganaderos a quienes conocemos -dijo Paddy, con una sonrisa que borró todo signo de crítica en sus palabras- Por tanto, voy a hacerte trabajar de firme, Meggie. Pondré a tu cuidado los prados interiores: Borehead, Creek, Carson, Winnemurra y North Tank. Y también cuidarás del Home Paddock. Serás responsable de los caballos, tanto de los que trabajen como de los que se queden en el cprral. Naturalmente, en las temporadas de clasificar los rebaños y de parir las ovejas, trabajaremos todos juntos, pero el resto del tiempo te las arreglarás tú sola. Jack puede enseñarte a manejar los perros y a usar un látigo. Todavía eres como un chico alborotado; por consiguiente, pensé que te gustaría más trabajar en los prados que quedarte rondando por la casa -terminó, sonriendo ampliamente.
El resentimiento y la aprensión habían huido por la ventana mientras él hablaba; volvía a ser papá, que la adoraba y pensaba en ella. ¿Cómo había podido dudar de él? Estaba tan avergonzada de sí misma que tuvo ganas de clavarse la aguja en la pierna, pero también estaba demasiado contenta para pensar demasiado rato en castigarse, y, además, habría sido una manera muy extravagante de expresar su remordimiento.
Su cara se iluminó. -¡Oh, papá! ¡Será estupendo! -¿Y yo, papá? -preguntó Stuart. -Las mujeres ya no te necesitan en la casa; por tanto, volverás a los prados, Stu. -Está bien, papá.
Miró a Fee, vehemente, pero no dijo más. Fee y Meggie aprendieron a conducir el nuevo «Rolls-Royce» que había recibido Mary Carson una semana antes de su muerte, y Meggie aprendió también a manejar los perros, mientras Fee aprendía teneduría de libros.
Si no hubiese sido por la continuada ausencia del padre Ralph, al menos Meggie habría sido completamente feliz. Esto era lo que siempre había deseado hacer: correr a caballo por las dehesas y hacer el trabajo propio de los ganaderos. Sin embargo, la añoranza del padre Ralph persistía; el recuerdo de aquel furtivo beso era como un sueño, como un tesoro, como algo mil veces sentido. Pero el recuerdo no remediaba la realidad; por más que quisiera, no podía evocar la verdadera sensación, sino sólo una sombra de ella, parecida a una tenue y triste nube. Cuando les escribió para hablarles de Frank, su esperanza de que esto le sirviese de pretexto para visitarles se vino al suelo. Describía el viaje a la cárcel de Goulburn para visitar a Frank sopesando las palabras, evitando referirse a la tristeza que le había producido y a la agravación de la psicosis de Frank. En realidad, había tratado en vano de que le recluyesen en el manicomio de Morisset para delincuentes enfermos mentales, pero nadie le había escuchado. Por consiguiente, se limitaba a dar una imagen idealizada de Frank, resignado a purgar sus pecados contra la sociedad, y, en un pasaje fuertemente subrayado, le decía a Paddy que Frank no tenía la menor idea de que ellos estuviesen enterados de lo sucedido. Él había asegurado a Frank que se había enterado por los periódicos de Sydney, y que procuraría que su familia no lo supiera nunca. Al oír esto, decía, Frank había parecido muy aliviado, y no habían vuelto a hablar del tema.
Paddy habló de vender la yegua castaña del padre Ralph. Meggie empleaba para su trabajo en el campo el caballo capón que antes montaba por placer, pues tenía la boca más delicada y era de temperamento más sumiso que las resabiadas yeguas o los toscos capones de los corrales. Los caballos de las dehesas eran inteligentes y raras veces pacíficos. Ni siquiera la total ausencia de garañones hacía que fuesen más amables.
– ¡Oh, papá, por favor! ¡Yo puedo montar también la yegua castaña! -suplicó Meggie-. ¿Qué pensaría el padre Ralph si, después de lo bueno que ha sido con nosotros, volviese un día y se encontrase con que habíamos vendido su caballo?
Paddy la miró reflexivamente.
– Meggie, no creo que el padre vuelva por aquí.
– ¡Pero puede volver! ¡Nunca se sabe!
Sus ojos, tan parecidos a los de Fee, eran irresistibles para él; no podía herir más a su pequeña.
– Está bien, Meggie, guardaremos la yegua; pero empléala regularmente, lo mismo que al capón, pues no quiero tener caballos gordos en Drogheda, ¿sabes?
Hasta entonces, ella había rehuido emplear la montura del padre Ralph; pero, a partir de entonces, usó alternativamente los dos animales, para que ambos se mantuviesen en forma.
Era una gran cosa que la señora Smith, Minnie y Cat, les hubiesen tomado tanta simpatía a los gemelos, pues, con Meggie en las dehesas y Fee sentada horas y horas delante de su escritorio en el salón, los dos pequeños lo pasaban muy bien gracias a aquéllas. Enredaban continuamente, pero con tanto regocijo y tan constante buen humor, que nadie podía estar mucho tiempo enfadado con ellos. Por la noche, en su casita, la señora Smith, convertida al catolicismo desde antiguo, se arrodillaba y daba gracias al cielo con desbordante fervor. No había tenido hijos propios que alegrasen su hogar en vida de Rob, y, durante muchos años, la casa grande había estado vacía de niños, y sus ocupantes tenían prohibido mezclarse con los habitantes de las casitas de los pastores junto al torrente. Pero, cuando llegaron los Cleary, que eran de la estirpe de Mary Carson, hubo al fin niños en la casa. Y los había especialmente ahora, con Jims y Patsy como moradores permanentes en la misma.
El invierno había sido seco, y no llegaban las lluvias de verano. La hierba, que había sido lozana y llegaba hasta las rodillas, empezó a secarse bajo el ardiente sol, hasta hacerse quebradizo el tallo de cada hoja. Para mirar sobre los prados, había que entornar los párpados y bajar el ala del sombrero calado sobre la frente, pues la hierba parecía de azogue, y pequeñas espirales giraban velozmente entre chispeantes espejismos azules, trasladando hojas muertas y hierbas rotas desde un montón agitado a otro no menos bullicioso.
¡Qué sequedad! Incluso los árboles estaban secos, y sus cortezas se desprendían en rígidas y frágiles tiras. Todavía no había peligro de que los corderos se muriesen de hambre -la hierba duraría al menos otro año, tal vez más-, pero a nadie le gustaba verlo todo tan seco. Siempre cabía la posibilidad de que no lloviese el año próximo, o el siguiente. En los años buenos se recogían de diez a quince pulgadas; en los malos, menos de cinco, y, a veces, casi nada en absoluto.
A pesar del calor y de las moscas, a Meggie le gustaba vivir en la dehesa, cabalgar en la yegua castaña detrás de un ruidoso rebaño de corderos, mientras los perros yacían tumbados en el suelo, sacando la lengua, engañosamente distraídos. Que se apartase un solo cordero del apretado hato, y el perro más próximo saldría disparado cenrto un rayo vengativo, dispuesto a hincar sus afilados dientes en una pata de la res.
Meggie cabalgó delante del rebano, con; una sensación de alivio después de respirar polvo durante varios kilómetros, y abrió la puerta del cercadoí Esperó pacientemente a que los perros, satisfechos de esta oportunidad de mostrarle lo que eran capaces de hacer, mordieran y empujaran a los corderos. Esto era más fácil que encerrar el ganado vacuno, pues los bóvidos solían embestir y cocear, y a veces mataban a algún perro descuidado; entonces, el hombre debía estar preparado para intervenir y manejar el látigo, aunque a los perros les gustaba el peligro.
En todo caso, Meggie no cuidaba del ganado vacuno, sino que lo hacía Paddy personalmente.
Los perros fascinaban a Meggie; su inteligencia era fenomenal. La mayor parte de los perros de Dro-gheda eran kelpies, de pelo castaño y patas, pecho y cejas amarillentos, pero también había azules de Queensland, más grandes, de pelambrera de un tono gris azulado con manchas negras, y numerosas variedades fruto del cruce entre ambas razas. Las hembras en celo eran apareadas científicamente y asistidas durante el embarazo y el parto; los cachorros, después de destetados y de haber crecido lo suficiente, eran probados en la dehesa, guardándose o vendiéndose los buenos, y sacrificándose los malos.
Meggie silbó a los perros, cerró la puerta del cercado y emprendió el regreso a casa a lomos de la yegua castaña. Cerca de allí había una gran arboleda, de las especies llamadas Stringybark, Ironbark y Black box, con algún Wilga ocasional en la parte de afuera. Ella se resguardó a la sombra, complacida, y, como le sobraba tiempo, miró extasiada a su alrededor. Los árboles estaban llenos de loritos australianos, que chillaban y silbaban imitando a los pájaros cantores; los pinzones volaban de rama en rama, y dos cacatúas de cresta de azufre, inclinada a un lado de la cabeza, la observaban con ojos chispeantes; los aguzanieves correteaban por el suelo en busca de hormigas, meneando sus absurdas rabadillas, y los cuervos graznaban tristemente y sin descanso. El ruido que los pajarracos emitían era el más lúgubre del repertorio de la pradera, absolutamente desprovisto de alegría, desolado y en cierto modo terrorífico, pues hablaba de carne podrida, de carroña, de moscas de los cadáveres. Imposible imaginar que un cuervo cantase como un ave canora; su grito y su función estaban perfectamente adaptados.
Desde luego, había moscas por todas partes; Meggie llevaba un velo sobre el sombrero, pero sus brazos desnudos eran fácil presa de aquéllas, y la yegua castaña no paraba de oxearlas con la cola, mientras su piel se estremecía constantemente. A Meggie le sorprendía que, a pesar del pelo y del grueso pellejo, pudiesen sentir los caballos algo tan delicado e ingrávido como una mosca. Éstas bebían el sudor, y por eso atormentaban tanto a los caballos y a los hombres; pero había algo que los humanos no les permitían hacer, y por esto se valían de los corderos para el más íntimo objetivo de depositar sus huevos, cosa que hacían en el cuarto trasero de la res o donde la lana era más húmeda y sucia.
El zumbido de las abejas llenaba el aire, y rebullían las brillantes y rápidas libélulas en busca de los canalillos de agua, poblados de mariposas de brillantes colores y de moscardones diurnos. El caballo hizo girar con la pezuña un leño podrido, y Meggie lo observó y sintió un escalofrío. Estaba lleno de gusanos, gordos, blancos y repugnantes, de piojos de la madera y de babosas, de grandes arañas y ciempiés. Surgían conejos de los matorrales, e inmediatamente volvían atrás, levantando nubéculas de polvo y atisbando después, tembloroso el hocico. Más lejos, un equidno apareció en busca de hormigas y se asustó al ver a Meggie. Cavando tan de prisa que sus patas armadas de fuertes garras se ocultaron en pocos segundos, empezó a desaparecer bajo un pesado tronco. Su frenesí era divertido; las afiladas púas se habían aplanado sobre su cuerpo para facilitar la entrada en el suelo, mientras volaban los terrones por el aire.
Meggie salió de la arboleda al camino principal que llevaba a la casa. Una bandada de cacatúas grises se había posado sobre el polvo; buscaban insectos y larvas, y, al acercarse ella, se elevaron en masa. Meggie se sintió como sumergida bajo una ola de un rosa magenta, pues, al pasar las alas y los pechos sobre su cabeza, el gris se convirtió mágicamente en un color rosado vivo. Y pensó: si tuviese que marcharme mañana, para no volver, soñaría en Drogheda como envuelta en una nube de cacatúas de color rosa… La sequía debe aumentar allá a lo lejos, porque los canguros acuden cada vez en mayor número.
En efecto, una gran manada de canguros, quizá de dos mil individuos, se alarmó al ver volar las cacatúas, interrumpió su plácido apacentamiento y se alejó a toda velocidad, con sus largos y ágiles saltos que devoraban las leguas más de prisa que cualquier otro animal, salvo el emú. Los caballos no podían seguirles.
Entre estos deliciosos intermedios de observación de la Naturaleza, Meggie pensaba, como siempre, en Ralph. En su interior, nunca había catalogado lo que sentía por él como un antojo de colegiala; lo llamaba sencillamente amor, como decían los libros. Sus síntomas y sus sentimientos no se diferenciaban en nada de los de una heroína de Ethel M. Dell. Ni le parecía justo que una barrera tan artificial como su condición de sacerdote pudiese interponerse entre ella y lo que quería de él, que era tenerle como marido. Vivir con él como vivía papá con mamá, en perfecta armonía y adorándola él como papá adoraba a mamá. Nunca le había parecido a Meggie que su madre hiciera gran cosa para ganarse la adoración de su padre, y, sin embargo, éste la adoraba. En cuanto a Ralph, pronto vería que vivir con ella era mucho mejor que vivir solo, pues todavía no había llegado a comprender que el sacerdocio de Ralph era algo que éste no podía abandonar en modo alguno. Sí; sabía que estaba prohibido tener a un sacerdote por esposo o por amante, pero se había acostumbrado a salvar esta dificultad despojando a Ralph de su carácter religioso. Su superficial educación católica no había llegado a profundizar en la naturaleza de los votos sacerdotales, y ella no había sentido la necesidad de estudiarla por su cuenta. Poco inclinada a rezar, Meggie cumplía las leyes de la Iglesia sólo porque vulnerarlas significaba arder en el infierno por toda la eternidad.
En su presente ensoñación, se imaginaba la dicha de vivir con él y de dormir con él, como hacían papá y mamá. La idea de tenerle cerca de ella la entusiasmaba, la hacía rebullir inquieta en su silla; y la traducía en un diluvio de besos, porque nada más sabía.
Su trabajo en la dehesa no había mejorado en absoluto su educación sexual, pues el simple olor de un perro en la lejanía eliminaba el instinto de apareamiento de los animales, y, en todas las ganaderías, el apareamiento indiscriminado estaba prohibido. Cuando eran lanzados los moruecos entre las ovejas de un cercado en particular, Meggie era enviada a otra parte, y, para ella, el hecho de que un perro montase sobre otro no era más que una señal para hacer restallar el látigo sobre la pareja, a fin de que dejasen de «jugar».
Quizá ningún ser humano está capacitado para juzgar lo que es peor: el anhelo vago, con la inquietud y la irritabilidad inherentes a él, o el deseo concreto, que impulsa poderosamente hacia su satisfacción. La pobre Meggie anhelaba algo que ignoraba, pero el impulso estaba allí y la empujaba de forma inexorable hacia Ralph de Bricassart. Por consiguiente, soñaba con él, lo deseaba, le necesitaba; y estaba triste, porque, a pesar de haberle dicho él que la quería, significaba tan poco para él que nunca venía a verla.
Estaba embargada por estos pensamientos, cuando vio acercarse a Paddy, que se dirigía a casa por el mismo camino; ella sonrió y refrenó su montura, para que su padre la alcanzase.
– ¡Qué agradable sorpresa! -exclamó Paddy, colocando su viejo ruano junto a la yegua de edad mediana de su hija.
– Ya lo creo que sí -dijo ella-. ¿Está todo muy seco lejos de aquí?
– Peor que ésto, según creo. ¡Dios mío! ¡Nunca había visto tantos canguros! La sequía debe de ser terrible por el lado de Milparinka. Martin King hablaba de dar una gran batida, pero creo que ni un batallón de ametralladoras reduciría el húmero de canguros de modo que se viese la diferencia.
¡Qué amable, considerado, compasivo y cariñoso era su padre! Y raras veces tenía ocasión de estar con él a solas, sin que le acompañase al menos uno de los chicos. Antes de poder cambiar de idea, Meggie formuló la espinosa pregunta, la pregunta que la corroía por dentro a pesar de todas sus seguridades internas.
– Papá, ¿por qué no viene nunca a vernos el padre De Bricassart?
– Está muy ocupado, Meggie -respondió Paddy, en tono súbitamente cauteloso.
– Pero incluso los curas tienen vacaciones, ¿no? Y le gustaba tanto Drogheda, que estoy segura de que le agradaría pasarlas aquí.
– En cierto modo, los sacerdotes disfrutan de vacaciones, Meggie; pero, en otro aspecto, siempre tienen obligaciones que cumplir. Por ejemplo, tienen que decir misa cada día, aunque estén solos. Creo que el padre De Bricassart es un hombre muy inteligente y sabe que es imposible volver atrás en la vida. Para él, pequeña Meggie, Drogheda pertenece al pasado. Si volviese, no encontraría aquí las mismas satisfacciones de antaño.
– Quieres decir que nos ha olvidado -comentó tristemente ella.
– No, no es eso. Si nos hubiese olvidado, no escribiría tan a menudo, ni pediría noticias de todos. -Se volvió en la silla, y había mucha piedad en sus ojos azules-. Yo creo que es mejor que no vuelva, y por eso no le he invitado a hacerlo.
– ¡Papá!
Paddy se metió resueltamente en el resbaladizo terreno.
– Mira, Meggie, haces mal en soñar con un sacerdote, y ya es hora de que lo comprendas. Has guardado muy bien tu secreto y creo que nadie más se ha dado cuenta de lo que sientes por él; porque siempre me has preguntado a mí, ¿no es cierto? No muchas veces, pero las suficientes. Y ahora, escúchame: esto tiene que terminar, ¿lo oyes? El padre De Bricassart hizo votos sagrados, y sé que no los rompería por nada del mundo. Interpretaste mal el afecto que siente por ti. Cuando te conoció, él era un hombre, y tú, una niña. Y así es como te considera aún, Meggie.
Ella no respondió, ni cambió de expresión. Sí, pensó él, es hija de Fee, sin duda alguna.
Al cabo de un rato, Meggie dijo, con voz tensa:
– Pero podría dejar de ser sacerdote. Lástima que no tuviera oportunidad de hablarle de esto.
El sobresalto que se reflejó en el rostro de Paddy era demasiado agudo para ser fingido, y Meggie lo encontró más convincente que sus palabras, por vehementes que fuesen éstas.
– ¡Meggie! ¡Oh, Dios mío! ¡Esto es lo peor de esta existencia salvaje! Habrías tenido que ir al colegio, hija mía, y, si la tía Mary se hubiese muerto más pronto, yo te habría enviado a Sydney, para que estudiases al menos un par de años. Pero ahora eres demasiado mayor, ¿no crees? Y no quiero que se burlen de ti, pequeña Meggie. -Después, prosiguió con más suavidad, espaciando las palabras para hacerlas más cortantes y más lúcidas, sin querer ser cruel, pero sí disipar sus ilusiones de una vez para siempre-. El padre de Bricassart es un sacerdote, Meggie. Y nunca podrá dejar de serlo, compréndelo bien. Sus votos son sagrados, demasiado solemnes para romperlos. Cuando un hombre se hace sacerdote, no puede volverse atrás, y los directores espirituales del seminario se aseguran de que sepa bien lo que jura, antes de hacerlo. El hombre que hace estos votos sabe, fuera de toda duda, que nunca podrá romperlos. El padre De Bricassart los hizo, y nunca los romperá. -Suspiró-. Ahora ya lo sabes, Meggie. Desde este momento, no tienes excusa para soñar en el padre De Bricassart.
Habían llegado delante de la casa principal, y la caballeriza estaba más cerca que los corrales; sin decir palabra, Meggie dirigió la yegua castaña hacia el establo y dejó que su padre siguiera solo su camino. Él se volvió varias veces a mirarla, pero, cuando hubo ella desaparecido detrás de la valla de la caballeriza, espoleó al ruano y terminó su carrera al trote corto, lamentando amargamente haber tenido que hablar a Meggie como lo había hecho. ¡Malditas las cuestiones que surgían entre hombres y mujeres! Parecían regirse por normas diferentes de todas las demás.
La voz del padre Ralph de Bricassart era muy fría, pero más cálida que sus ojos, que no se apartaban un instante de la pálida cara del joven sacerdote, mientras le hablaba con severas y mesuradas palabras.
– No se ha comportado usted como Nuestro Señor Jesucristo exige que se comporten sus sacerdotes. Creo que usted lo sabe mejor que los que le censuramos, pero a pesar de ello, yo debo censurarle en nombre de su arzobispo, que no es sólo un compañero de sacerdocio, sino también su superior. Le debe usted obediencia total, y no es nadie para discutir sus sentimientos o sus decisiones.
¿Comprende realmente toda la ignominia que ha vertido sobre sí mismo, sobre su parroquia y, especialmente, sobre la Iglesia, a la que dice amar más que a cualquier ser humano? Su voto de castidad fue tan solemne y obligatorio como los otros, y quebrantarlo es gravísimo pecado. Desde luego, nunca volverá a ver a aquella mujer, pero nosotros debemos ayudarle en su lucha por vencer la tentación. Por consiguiente, he dispuesto que parta inmediatamente con destino a la parroquia de Darwin, en el Territorio del Norte. Saldrá esta noche para Brisbane, en el expreso, y, desde allí, continuará también en tren hasta Longreach. En Longreach, tomará un avión «Qantas» con destino a Darwin. Sus pertenencias están siendo empaquetadas en este momento y estarán en el expreso antes de la partida; por tanto, no hace falta que vuelva a su parroquia actual.
«Ahora, vaya a la capilla con el padre John y rece. Permanecerá en la capilla hasta la hora de ir a tomar el tren. Para su comodidad y consuelo, el padre John le acompañará hasta Darwin. Puede retirarse.»
Los sacerdotes eran prudentes y cuidadosos en su administración; no darían al pecador la menor oportunidad de establecer nuevo contacto con la joven que había sido su amante. El hecho había provocado grave escándalo en su parroquia actual, y resultado muy enojoso. En cuanto a la chica, se quedaría esperando, esperando y preguntándose qué había sucedido. Des de ahora hasta que llegase a Darwin, sería vigilado estrechamente por el excelente padre John, que había recibido instrucciones; después, todas las cartas que enviase desde Darwin serían abiertas, y no podría hacer llamadas telefónicas a larga distancia. Ella no sabría nunca adonde había sido enviado, y él no podría decírselo. Tampoco tendría ninguna oportunidad de enredarse con otra chica. Darwin era una ciudad fronteriza, donde casi no había mujeres. Sus votos eran absolutos y nunca podría renunciar a ellos; si era demasiado débil para dominarse, la Iglesia supliría esta deficiencia.
Cuando el joven sacerdote y su guardián hubieron salido de la estancia, el padre Ralph se levantó de su mesa y pasó a una cámara interior. El arzobispo Cluny Dark estaba sentado en su sillón acostumbrado, y, frente a él, se hallaba sentado otro hombre, que llevaba fajín morado y solideo del mismo color. El arzobispo era un hombre corpulento, de cabellos muy blancos y ojos de un azul intenso; estaba lleno de vitalidad, tenía un fino sentido del humor y le gustaba la buena mesa. Su visitante era su verdadera antítesis: bajito y delgado, con unos cuantos mechones de cabellos ralos y negros alrededor del solideo, y rostro anguloso y ascético, de tez pálida, grandes ojos negros y mentón fuertemente sombreado. Por su apariencia, igual podía tener treinta años que cincuenta, pero, en realidad, tenía treinta y nueve, tres más que el padre Ralph de Bricassart.
– Siéntese, padre, y tome una taza de té -le invitó el arzobispo, muy afectuoso-. Precisamente me disponía a pedir que nos trajesen más. Supongo que habrá amonestado de manera adecuada al joven para que rectifique su conducta.
– Sí, Eminencia -repuso gravemente el padre Ralph, y se sentó en la tercera silla alrededor de la mesa.
Había en ésta pequeños bocadillos de cohombro, pastelillos azucarados, tortitas untadas con mantequilla, platitos de jalea y de crema batida, una tetera de plata y unas tazas de porcelana de Aynsley con delicados dibujos en oro.
– Estos incidentes son muy lamentables, mi querido arzobispo, pero también nosotros, los sacerdotes de Nuestro Señor, somos criaturas humanas. En el fondo de mi corazón, siento compasión por él, y esta noche rezaré para que sea más fuerte en el futuro -dijo el visitador.
Tenía marcado acento extranjero, voz suave, y sus «eses» eran un poco sibilantes. Era de nacionalidad italiana y ostentaba el título de Excelentísimo Señor Arzobispo Legado Pontificio cerca de la Iglesia Católica Australiana. Se llamaba Vittorio Scarbanza di Contini-Verchese. Su delicada misión era servir de enlace entre la jerarquía australiana y el Vaticano, lo cual significaba que era el sacerdote más importante en aquella parte del mundo.
Antes de recibir este nombramiento, había esperado que le enviaran a los Estados Unidos de América, pero después había pensado que Australia le convenía más. Si éste era un país mucho más pequeño en población, ya que no en extensión, era, en cambio, mucho más católico. A diferencia del resto del mundo de habla inglesa, el hecho de ser católico no constituía ningún inconveniente social en Australia, ni ningún obstáculo para los que querían ser políticos, hombres de negocios o jueces. V el país era rico y ayudaba mucho a la Iglesia. No había que temer que Roma le olvidase mientras se hallara en Australia.
El legado pontificio era también.un hombre muy sutil, y, al mirar por encima del borde dorado de su taza, sus ojos se fijaban, no en el arzobispo Cluny Dark, sino en el padre Ralph de Bricassart, que pronto sería su secretario. Sabido era que el arzobispo Cluny apreciaba mucho a aquel sacerdote, pero el legado pontificio se estaba preguntando si él llegaría a apreciarle tanto. Aquellos curas irlandeses-australianos eran demasiado corpulentos, le aventajaban demasiado en estatura; estaba cansado de tener que levantar siempre la cabeza para mirarles a la cara. Los modales del padre De Bricassart frente a su actual superior eran perfectos: se mostraba ágil, natural, respetuoso, pero no servil, con delicado sentido del humor. ¿Se adaptaría a su nuevo jefe? Lo acostumbrado era elegir el secretario del legado entre el clero italiano, pero el Vaticano sentía mucho interés por el padre Ralph de Bricassart. No sólo tenía la rara cualidad dé poseer fortuna personal (contrariamente a la opinión popular, sus superiores no podían privarle de su dinero, y él no lo había ofrecido de manera voluntaria), sino que había proporcionado una gran fortuna a la Iglesia. Por consiguiente, el Vaticano había decidido que el legado pontificio tomase al padre De Bricassart como secretario particular, lo estudiara y averiguase exactamente cómo era.
Algún día, el Santo Padre habría de recompensar a la Iglesia australiana con un capelo cardenalicio, aunque era todavía pronto para esto. Por consiguiente, el legado debía estudiar a los sacerdotes de la edad del padre De Bricassart, y, entre ellos, éste parecía ser el candidato más destacado. Conque, ¡adelante! Daría al padre De Bricassart la oportunidad de probar su temple frente a un italiano. Sería interesante. Pero, ¿por qué no podía ser ese hombre un poco más bajito?
El padre Ralph sorbía ahora su té Con satisfacción y guardaba un desacostumbrado silencio. El legado pontificio advirtió que sólo comió uno de los pequeños bocadillos, sin tocar las otras golosinas; en cambio, bebió cuatro tazas de té, ávidamente, sin añadirle azúcar ni leche. Bueno, esto coincidía con los informes que tenía de él; aquel sacerdote era sumamente parco en sus costumbres; su única debilidad era tener un coche bueno (y muy veloz).
– Su apellido es francés, padre -dijo el legado pontificio con voz suave-, pero tengo entendido que es uted irlandés. ¿A qué se debe este fenómeno? ¿Era francesa su familia?
El padre Ralph meneó la cabeza, sonriendo.
– Es un apellido normando. Eminencia, muy antiguo y muy noble. Soy descendiente directo de un tal Ranuifo de Bricassart, que fue barón de la Corte de Guillermo el Conquistador. En 1066, acompañó a Guillermo en la invasión de Inglaterra, y uno de sus hijos adquirió tierras inglesas. La familia prospero bajo los reyes normandos de Inglaterra, y, más tarde, algunos de sus miembros cruzaron el mar de Irlanda, en tiempos de Enrique IV, y se establecieron en la otra orilla. Cuando Enrique VIII apartó la Iglesia de Inglaterra de la autoridad de Roma, nosotros conservamos la fe de Guillermo, o sea que permanecimos fieles a Roma y no a Londres. Pero, cuando Cromwell estableció la Commonwealth, perdimos nuestros títulos y tierras, y nunca nos fueron devueltos. Carlos tenía que recompensar a sus favoritos ingleses con tierra irlandesa. La antipatía que sienten los irlandeses por los ingleses está, pues, justificada.
«Nosotros, sumidos, en una oscuridad relativa, permanecimos fieles a la Iglesia y a Roma. Mi hermano mayor tiene una remonta importante en County Meath, y confía en criar un ganador del Derby o del Grand National. Yo soy el segundo hijo, y siempre fue tradición familiar que el segundón se hiciera sacerdote, si esto respondía a su deseo. Debo confesar que estoy orgulloso de mi apellido y de mi linaje. Los De Bricassart existen desde hace mil quinientos años.
¡Ah! Eso estaba bien. Un viejo nombre aristocrático y un perfecto historial de fidelidad a la fe a través de emigraciones y persecuciones.
– ¿Y el nombre de Ralph?
– Es una contracción de Ranuifo, Eminencia.
– Comprendo.
– Le voy a echar muy en falta, padre -dijo el arzobispo Cluny Dark, aplicando una capa de jalea y de crema sobre media tortita y zampándosela de un bocado.
El padre Ralph se echó a reír.
– Me pone usted ante un dilema, Eminencia. Estoy entre mi antiguo señor y mi nuevo señor, y, si contesto para complacer a uno, puedo disgustar al otro. ¿Me permiten decir que añoraré a Su Excelencia, pero que espero con ilusión servir a Su Eminencia?
Bien dicho: una respuesta de diplomático. El arzobispo Di Contini-Verchese empezó a pensar que se entendería bien con su secretario. Lástima que fuese demasiado guapo, con sus finas facciones, su bello color y su arrogante complexión.
El padre Ralph volvió a guardar silencio, contemplando la mesa sin verla. Evocaba la imagen del joven sacerdote al que acababa de 'amonestar, la mirada atormentada de sus ojos al darse cuenta de que ni siquiera le permitirían despedirse de la joven. ¡Dios mío! ¿Qué habría sucedido, si hubiesen sido él y Meg-gie? Eran cosas que podían disimularse una temporada, si uno era discreto, o incluso siempre, si se limitaban las relaciones a las vacaciones anuales. Pero si uno dejaba que una mujer entrase en serio en su vida, su descubrimiento era inevitable.
Había veces en que sólo arrodillándose en el mármol de la capilla del palacio arzobispal, hasta que se quedaba rígido por el dolor físico, podía vencer la tentación de tomar el próximo tren para Gilly y Drogheda. Se había dicho mil veces que esto no era más que un efecto de su soledad, que echaba de menos el calor humano que había conocido en Drogheda. Se decía que nada había cambiado cuando, cediendo a una flaqueza momentánea, había correspondido al beso de Meggie; que su amor por elia pertenecía aún al reino de la fantasía y de la ilusión, que no había adquirido un carácter absorbente y turbador, diferente del de sus primeros sueños. Pues no podía admitir que algo hubiese cambiado, y debía seguir pensando en Meggie como en una niña, rechazando todas las visiones que pudiesen contradecirlo.
Pero estaba equivocado. El dolor no se desvanecía, sino que parecía empeorar, y de una manera más fría, más perversa. Antes, su soledad había sido una cosa impersonal; nunca había podido decirse que la presencia de otro ser en su vida podría remediarla. Pero, ahora, la soledad tenía un nombre: Meggie, Meggie, Meggie, Meggie…
Al salir de su ensoñación, se encontró con que el arzobispo Di Contini-Verchese le estaba mirando sin pestañear, y aquellos ojos grandes y negros estaban llenos de una sabiduría mucho más peligrosa que la de los vivos ojillos redondos de su actual superior. Demasiado inteligente para pretender que aquella atenta inspección era sólo casual, el padre Ralph dirigió a su futuro señor una mirada tan penetrante como la recibida de éste; después sonrió débilmente y se encogió de hombros, como diciendo: Todos tenemos alguna tristeza, y no es pecado recordar un dolor.
– Dígame una cosa, padre -preguntó, en tono suave, el prelado italiano-: Los bienes que usted administra, ¿se han visto afectados por la súbita crisis económica?
– Hasta ahora, no tenemos motivos de preocupación. Eminencia. «Michard Limited» no se ve fácilmente afectada por las fluctuaciones del mercado. Supongo que aquellos que invirtieron sus fortunas más descuidadamente que la señora Carson serán los que sufrirán mayores pérdidas. Desde luego, la explotación de Drogheda resultará más perjudicada; el precio de la lana está bajando. Sin embargo, la señora Carson era demasiado inteligente para comprometer su dinero en empresas rurales; prefería la solidez del metal. Aunque, a mi manera de ver, el momento actual es excelente para comprar inmuebles, y no sólo haciendas en el campo, sino también casas y edificios en las ciudades importantes. Los precios han alcanzado un nivel ridiculamente bajo, pero no pueden mantenerse así por tiempo indefinido. Si comprásemos ahora, creo que estaríamos a salvo de toda pérdida en años venideros. La depresión terminará algún día.
– Así es -confirmó el legado pontificio.
El padre De Bricassart no era sólo un diplomático, sino también un buen hombre de negocios. Desde luego, convenía que Roma no le perdiese de vista.
Corría el año 1930, y Drogheda conoció muy bien la depresión. Los hombres andaban en busca de trabajo en toda Australia. Los que podían dejaban de pagar el alquiler y se entregaban a la vana tarea de buscar trabajo cuando no lo había en ninguna parte. Las mujeres y los hijos tenían que arreglarse solos; vivían en refugios de las tierras municipales y hacían cola ante las cocinas de caridad; sus maridos y padres se habían marchado sin rumbo fijo. Los hombres envolvían unos cuantos objetos personales en una manta, ataban ésta y se la cargaban a la espalda, y así empezaban a recorrer caminos, con la esperanza de conseguir al menos comida, si no trabajo, en las haciendas que cruzaban. Valía más trotar por las tierras remotas que dormir en Sydney.
El precio de los alimentos era muy bajo, y Paddy llenó hasta rebosar las despensas y los almacenes de Drogheda. Todos podían estar seguros de que les llenarían las alforjas en Drogheda. Lo extraño era que el desfile de vagabundos cambiaba constantemente; después de comer caliente y de cargar provisiones para el camino, ninguno de ellos intentaba quedarse, sino que seguían en busca de algo que no sabían lo que era. No todos los lugares eran tan hospitalarios y generosos como Drogheda, y esto hacía más difícil comprender por qué no querían quedarse los camínantes. Tal vez el tedio y el absurdo de no tener un hogar, ni un sitio adonde ir, les impulsaba en su vagabundeo. Los más conseguían sobrevivir; algunos morían y, si alguien los encontraba, eran enterrados antes de que los cuervos y los jabalíes dejasen pelados sus huesos. Aquélla era una región inmensa v solitaria.
Stuart volvía a estar permanentemente en la casa, y la escopeta no se hallaba nunca lejos de la puerta de la cocina. Ahora resultaba fácil encontrar buenos pastores, y Paddy tenía nueve mozos anotados en sus libros y que se alojaban en las barracas del campo; por consiguiente, Stuart no hacía falta en las dehesas. Fee dejó de tener el dinero a la vista, y Stuart construyó, para guardarlo, un armario disimulado detrás del altar de la capilla. Pocos vagabundos eran mala gente. Los hombres malos preferían quedarse en las ciudades y en los pueblos grandes, pues la vida en los caminos era demasiado pura, demasiado solitaria, y ofrecía un escaso botín a los malvados. Sin embargo, nadie censuró a Paddy por preocuparse de las mujeres; Drogheda era una mansión famosa, capaz de atraer a los pocos indeseables que andaban por los caminos.
Aquel invierno trajo fuertes tormentas, algunas secas y otras húmedas, y en la primavera y el verano siguientes cayeron lluvias tan abundantes que la hierba de Drogheda creció más alta y lozana que nunca.
Jims y Patsy seguían sus lecciones por correspondencia en la mesa de cocina de la señora Smith, y hablaban de lo que sería Riverview, cuando llegase el momento de ingresar en el internado. Pero la señora Smith se ponía tan husca y triste cuando oía hablar de esto, que los chicos aprendieron a no hablar de su marcha de Drogheda cuando ella podía oírles.
Volvió el tiempo seco; las hierbas altas se secaron por completo y se volvieron plateadas y crujientes en un verano sin lluvia. Avezados, después de vivir diez años en las llanuras negras, a las alternativas de sequías e inundaciones, los hombres se encogían de hombros y se dedicaban a las tareas cotidianas, como si fuesen éstas lo único importante. Y era verdad: lo esencial era sobrevivir entre un año bueno y el siguiente, por mucho que lardase éste en llegar. Nadie podía predecir la lluvia. Había un hombre llamado Iñigo Jones, en Brisbane, que no era torpe en las predicciones meteorológicas a largo plazo, fundándose en un nuevo concepto de la actividad de las manchas solares; pero, en las llanuras negras, nadie daba mucho crédito a lo que decía. Bien estaba que las novias de Sydney y Melbourne le pidiesen sus horóscopos; los hombres de los llanos seguirían aferrados a su viejo escepticismo.
Durante el invierno de 1932, volvieron las tormentas secas, junto con un frío muy intenso, pero la hierba fresca conservó un mínimo de polvo y las moscas fueron menos numerosas que de costumbre. En cambio, fue mala cosa para los corderos recién esquilados, que temblaban lastimosamente. La señora de Dominic O'Rourke, que vivía en una casa de madera no demasiado elegante, gustaba de recibir visitantes de Sydney; y uno de los números más interesantes de su programa era visitar la mansión de Drogheda, para mostrar a sus invitados que también había, en las llanuras negras, algunas personas que vivían agradablemente. Y el tema de la conversación derivaba siempre hacia aquellos corderos pellejudos y con aspecto de ratas ahogadas, que tendrían que hacer frente al invierno sin los vellones de lana de doce o quince centímetros que tendrían al llegar los calores del verano. Pero, como dijo gravamente Paddy a uno de los visitantes, esto hacía que la lana fuese mejor. Y lo que importaba era la lana, no el cordero. Poco después de hacer esta declaración, se publicó en el Sydney Morning Herald una carta pidiendo la pronta aprobación de una ley que terminase con la llamada «crueldad del ganadero». La pobre señora O'Rourke se quedó horrorizada; en cambio, Paddy se rió hasta que le dolieron las costillas.
– Menos mal que ese estúpido no vio nunca cómo un esquilador rajaba la panza de un cordero y la cosía con una aguja saquera -dijo, para consolar a la espantada señora O'Rourke-. No debe preocuparse por esto, señora Dominic. Los de la ciudad no saben cómo vive la otra mitad de la población y pueden permitirse el lujo de mimar a sus animales como si éstos fuesen niños. Pero aquí es diferente. Aquí, no verá usted nunca que deje de prestarse ayuda al hombre, la mujer o el niño, que la necesiten; en cambio, en la ciudad, los mismos que miman a sus animales hacen los oídos sordos a los gritos de socorro de los seres humanos.
Fee levantó la cabeza.
– Él tiene razón, señora Dominic -dijo-. Todos sentimos desprecio por lo que abunda demasiado. Aquí, son los corderos; en la ciudad, es la gente.
Sólo Paddy estaba en un campo lejano aquel día de agosto en que estalló la gran tormenta. Se apeó de su caballo, ató el animal a un árbol y se sentó debajo de un wilga a esperar que pasara la tempestad.
Sus cinco perros, temblando de miedo, se acurrucaron a su alrededor, mientras que los corderos que había tratado de llevar a otra dehesa se dividían en grupitos excitados y corrían desorientados en todas direcciones. Paddy se tapó los oídos con los dedos, cerró los ojos y rezó.
No lejos de donde se encontraba, con las colgantes hojas del wilga susurrando sobre su cabeza a impulso del vendaval, había una serie de troncos y tocones muertos, rodeados de altas hierbas. Y, en medio del blanco y esquelético montón, se erguía un grueso eucalipto, también muerto, apuntando a las negras nubes con su desnudo tronco de doce metros de altura, terminado en una punta mellada y afilada.
Un resplandor azul, tan intenso que hirió los ojos de Paddy a través de sus cerrados parpados, hizo que éste se pusiera en pie de un salto y cayese después de espaldas, como un juguete derribado por la onda expansiva de una enorme explosión. Al levantar la cara del suelo, pudo ver la apoteosis final del rayo que dibujaba temblorosas y brillantes aureolas purpúreas y azules-alrededor del eucalipto muerto; después, sin tener apenas tiempo de comprender lo que ocurría, vio que el fuego prendía en todas partes. La última gota de agua se había evaporado hacía tiempo de los tejidos de la marchita arboleda, y la hierba era alta y estaba seca como papel. Como una respuesta desafiante de la tierra al cielo, el árbol gigantesco lanzó un chorro de llamas a lo lejos; al mismo tiempo, el fuego prendió en los troncos y tocones -que le rodeaban, y, alrededor del centro, surgieron círculos de llamas que giraban y giraban a impulso del viento. Paddy no tuvo siquiera tiempo de llagar a su caballo.
El fuego prendió en el seco wilga, y estalló la resina acumulada en el meollo de éste. Dondequiera que mirase Paddy, había murallas sólidas de fuego; los árboles ardían furiosamente y, debajo de sus pies, rugía la hierba en llamaradas. Oyó los relinchos de su caballo y pensó que no podía dejar morir al animal atado e impotente. Un perro aulló, y su aullido se transformó en un grito de agonía casi humano. Por unos momentos, resplandeció y bailó como una antorcha viva, para derrumbarse al fin sobre la hierba ardiente. Más aullidos de los otros perros, que huían desesperados, quedaron envueltos en el incendio que, impulsado por el viento, avanzaba más de prisa que cualquier ser corredor o alado. Un meteoro llameante chamuscó los cabellos de Paddy, mientras éste decidía, en una fracción de segundo, la mejor manera de llegar hasta su caballo. Al bajar los ojos, vio una cacatúa grande que se estaba asando a sus pies.
De pronto, Paddy comprendió que había llegado el fin. No había manera de salir de aquel infierno, a pie o a caballo. Mientras pensaba esto, un árbol reseco que había detrás de él vomitó llamas en todas direcciones, al estallar la goma que había en su interior. La piel de los brazos de Paddy se arrugó y empezó a ennegrecerse, y sus cabellos se oscurecieron al fin, pero adquiriendo un nuevo brillo. Era una muerte indescriptible, pues el fuego trabajaba desde fuera hacia dentro. Él cerebro y el corazón son los últimos que dejan de funcionar. Con sus ropas ardiendo, Paddy corrió, chillando, chillando, a través de la hoguera. Y, en cada uno de sus gritos, estaba el nombre de su mujer.
Todos los demás hombres llegaron a Drogheda antes que la tormenta, metieron sus monturas en el corral y se encaminaron a la casa grande o a las cabanas de los peones. En el salón de Fee, brillantemente iluminado y con una buena fogata en la chimenea de mármol rosa y crema, hallábanse sentados los jóvenes Cleary, escuchando la tormenta, sin ganas de salir al exterior a contemplarla. El agradable y penetrante aroma de la leña de eucalipto que ardía en el hogar, combinada con el olor de los pasteles y bocadillos en el carrito del té, era demasiado seductor. Nadie esperaba que Paddy se atreviese a volver.
Cerca de las cuatro, las nubes se alejaron hacia el Este, y todos respiraron con inconsciente alivio, porque era imposible permanecer tranquilo durante una tormenta seca, aunque todos los edificios de Drogheda estaban provistos de pararrayos. Jack y Bob salieron al exterior para, según dijeron, respirar un poco de aire fresco, pero, en realidad, para expulsar su contenido aliento.
– ¡Mira! -dijo Bob, señalando hacia el Oeste.
Sobre los árboles que cercaban el Home Paddock, se elevaba una gran cortina de humo bronceado, con sus bordes desflecados por el fuerte viento.
– ¡Dios mío! -gritó Jack, entrando en la casa y corriendo al teléfono.
– ¡Fuego, fuego! -gritó a través del micrófono, y todos se volvieron a mirarle, boquiabiertos, y corrieron al exterior, a ver lo que pasaba-. ¡Un incendio en Drogheda! ¡Y muy grande!
Después, colgó el aparato; no tenía que decir más para que se enterasen los de la central de Gilly y todos los abonados que solían descolgar sus aparatos al primer timbrazo. Aunque no se había producido ningún incendio importante en el distrito de Gilly desde la llegada de los Cleary a Drogheda, todo el mundo sabía lo que había que hacer.
Los muchachos corrieron en busca de caballos y los mozos empezaron a salir de sus cabanas, mientras la señora Smith abría uno de los almacenes y empezaba a sacar docenas de cubos. El humo se veía hacia el Este y el viento soplaba de aquella dirección, lo cual significaba que el fuego avanzaba hacia la casa. Fee se quitó la larga falda y se puso unos pantalones de Paddy, y, después, corrió con Meggie hacia las caballerizas; serían necesarias todas las manos capaces de agarrar un cubo.
En la cocina, la señora Smith empezó a llenar el horno de leña, mientras las doncellas descolgaban grandes ollas de sus ganchos.
– Menos mal que ayer matamos un ternero -dijo el ama de llaves-. Aquí está la llave de la bodega, Minnie. Tú y Cat traed toda la cerveza y el ron que tenemos y mojad rebanadas de pan, mientras yo hago el estofado. Y de prisa, ¡de prisa!
Los caballos, asustados por la tormenta, habían olido el humo y eran difíciles de ensillar; Fee y Meggie sacaron los dos inquietos pura sangre de la caballeriza al patio, para manejarlos mejor. Cuando Meggie trataba de ensillar la yegua castaña, dos vagabundos llegaron corriendo por el camino que venía de la carretera de Gilly.
– ¡Fuego, señora, fuego! ¿Tienen un par de caballos disponibles? ¡Dennos unos cuantos cubos!
– Allí, en los corrales. ¡Dios mío! ¡Ojalá ninguno de los nuestros se encuentre allí! -deseó Meggie, que no sospechaba dóndo estaba su padre.
Los dos hombres agarraron los cubos que les ofrecía la señora Smith. Bob y los hombres se habían marchado hacía cinco minutos. Los dos vagabundos les siguieron, y, en último lugar, Fee y Meggie galoparon torrente abajo, lo vadearon y corrieron en dirección al humo.
Detrás de ellas, Tom, el jardinero, acabó de llenar el coche-cuoa, bombeando agua del caudal, y puso el motor en marcha. Desde luego, nada que no fuese un fuerte chaparrón podía dominar un incendio de tales dimensiones, pero podían necesitarle para remojar los odres y la gente que los llevaba. Mientras ponía primera para que el vehículo remontase la empinada orilla del torrente, miró un momento atrás para observar la vacía casa del mayoral y las dos casitas desocupadas detrás de aquélla; eran el único punto flaco de la gran mansión, el único lugar donde había cosas combustibles lo bastante próximas a los árboles de la orilla opuesta del torrente para extender a ellos el incendio. El viejo Tom miró hacia el Oeste, meneó la cabeza con súbita decisión y, cruzando de nuevo el torrente, remontó la orilla opuesta con su vehículo. No podrían detener el fuego en la dehesa; tendrían que volver. Aparcó en lo alto de la quebrada, justamente al lado de la casa del mayoral, conectó la manguera con el depósito y empezó, a remojar el edificio; después, pasó a las dos casas más pequeñas y las roció igualmente. Era lo más útil que podía hacer: mantener aquellos tres edificios tan mojados que el fuego no pudiese prender en ellos.
Mientras Meggie cabalgaba al lado de Fee, la amenazadora nube de humo crecía por el Oeste y el olor del incendio se hacía cada vez más penetrante. Oscurecía; los animales que huían del fuego pasaban en número creciente por la dehesa; canguros y cerdos salvajes, corderos y bueyes aterrorizados, emús y goannas, y miles de conejos. Bob dejaba las puertas abiertas, observó ella, al ir de Borehead a Billa-Billa; todas las dehesas de Drogheda tenían un nombre. Pero los corderos eran tan estúpidos que se daban de cabeza en una valla y se quedaban allí, sin ver la puerta que tenían a un metro de distancia.
El fuego había avanzado quince kilómetros cuando se acercaron a él, y se estaba extendiendo también lateralmente, en un frente que crecía a cada instante. Al ver que el fuerte viento y las hierbas secas lo propagaban de arboleda en arboleda, detuvieron sus asustadas y jadeantes monturas, y miraron desatentadamente hacia el Oeste. Era inútil tratar de detener aquí el incendio; ni un ejército habría podido conseguirlo. Tenían que volver a la marfsión y defenderla, si podían. El frente tenía ya ocho kilómetros de anchura; si no espoleaban sus cansadas monturas, podían verse alcanzados y rebasados por él. Mala cosa para los corderos, sí, muy mala. Pero no podían hacer nada.
El viejo Tom estaba todavía rociando las casas del torrente cuando ellos vadearon el poco profundo cauce.
– ¡Bravo, Tom! -gritó Bob-. Aguanta hasta que el calor sea demasiado fuerte, pero no esperes al ultimo momento. Nada de heroísmo temerario; tú eres más importante que unos trozos de madera y de cristal.
Los alrededores de la casa grande estaban llenos de automóviles, y más faros oscilaban y resplandecían en la carretera de Gilly. Un nutrido grupo de hombres les estaba esperando, cuando llegó Bob a los corrales de los caballos.
– ¿Es muy grande, Bob? -preguntó Martin King.
– Temo que demasiado para poder atajarlo -respondió tristemente Bob-. Calculo que tendrá unos ocho kilómetros de anchura, y, con este viento, avanza casi a la velocidad de un caballo al galope. No sé si podremos salvar la casa, pero pienso que Horry debería aprestarse a defender la suya. El recibirá el golpe siguiente, pues no veo manera de detener el fuego.
– Bueno, la verdad es que hacía tiempo que no habíamos tenido un gran incendio. El último estalló en 1919. Organizaré un grupo para ir a Beel-Beel, pero somos muchos y aún llegarán más. Gilly puede movilizar casi quinientos hombres para luchar contra un incendio. Algunos de nosotros nos quedaremos aquí para ayudar. Afortunadamente, estoy muy al oeste de Drogheda; es cuanto puedo decir.
Bob hizo una mueca.
– ¡Vaya un consuelo, Martin!
Martin miró a su alrededor.
– ¿Dónde está su padre, Bob?
– Al oeste del fuego, tal vez en Bugela. Fue a Wüga a buscar unas cuantas ovejas para la reproducción, y Wilga está al menos a ocho kilómetros del lugar donde empezó el fuego, si no me equivoco.
– ¿No hay otros hombres en peligro?
– No, gracias a Dios.
En cierto modo, esto era como una guerra, pensó Meggie, al entrar en la casa: movimientos calculados, abastecimiento de comida y de bebida, conservación del ánimo y del valor. Y la amenaza de un desastre inminente. Iban llegando más hombres, que se reunían con los que estaban ya en el Home Pad-dock talando los árboles que habían crecido junto a la orilla del torrente y eliminando todas las hierbas altas del perímetro. Meggie recordó que, al llegar a Drogheda, había pensado que el Home Paddock habría podido ser mucho más bonito, pues, comparado con las arboledas que lo circundaban, aparecía triste y desnudo. Ahora comprendía la razón. El Home Paddock no era más que una gigantesca defensa circular contra el fuego.
Todos hablaban de los incendios que había padecido Gilly en sus setenta y pico de años de existencia. Aunque pareciese extraño, el fuego no solía constituir una amenaza importante durante las sequías prolongadas, pues no había hierba suficiente para alimentarlo. Era en épocas como ésta, un año o dos después de las fuertes lluvias que hacían crecer ubérrima la hierba, cuando se producían en Gilly los grandes incendios, que a veces calcinaban cientos de kilómetros cuadrados.
Martin King se había puesto al frente de los trescientos hombres que se habían quedado para defender Drogheda. Era el ganadero más veterano del distrito y había combatido incendios desde hacía cincuenta años.
– Tengo ciento cincuenta mil acres en Bugela -dijo-, y, en 1905, me quedé sin un cordero y sin un árbol. Tardé quince años en recobrarme, y hubo un tiempo en que pensé que no lo conseguiría, pues ni la lana ni los bueyes se cotizaban mucho en aquella época.
El viento seguía ululando y el olor a chamusquina flotaba por todas partes. Había caído la noche, pero el cielo' por occidente resplandecía con fulgor maligno, y el humo empezaba a hacerles toser a todos. Poco después, vieron las primeras llamas, grandes lenguas de fuego que brotaban y se elevaban en espiral a treinta metros de altura, penetrando en el humo, y a sus oídos llegó un rugido parecido al de una multitud sobrexcitada en un campo de fútbol. Los árboles que limitaban el Home Paddock por el Oeste se encendieron formando una capa sólida de fuego, y Meggie, que lo observaba petrificada desde la galería de la casa, pudo ver unas siluetas de pigmeos recortadas sobre aquélla, corriendo y saltando como almas angustiadas en el infierno.
– ¡Meggie! ¿Quieres entrar y guardar estas fuentes en la alacena? Esto no es una merienda en el campo, ¿sabes? -dijo la voz de su madre, y ella entró de mala gana.
Dos horas más tarde, la primera tanda de hombres agotados llegó tambaleándose en busca de algo de comer y de beber, para recobrar fuerzas y seguir luchando. Para esto habían trabajado las mujeres de la casa, para asegurarse de que habría estofado y pan, y té y ron y cerveza en abundancia, incluso para trescientos hombres. En un incendio, todos hacían lo más adecuado a sus condiciones, y, por consiguiente, las mujeres cocinaban para que los hombres conservasen su superior fuerza física. Las cajas de bebidas se vaciaban y eran sustituidas por otras; negros de hollín y jadeantes de fatiga, los hombres nacían un alto en su tarea para beber copiosamente y meterse grandes pedazos de pan en la boca, despachar un plato de estofado cuando se había enfriado un poco, y tragar una última copa de ron antes de volver a la lucha contra el fuego.
En sus idas y venidas de la casa a la cocina, Meggie observaba el incendio, pasmada y aterrorizada. Tenía, a su manera, una belleza que no era de este mundo, que venía de los cielos, de soles tan lejanos que su luz llegaba fría, de Dios y del diablo. El frente se había extendido hacia el Este; ahora estaban completamente rodeados, y Meggie podía captar detalles que el confuso holocausto del frente no permitía ver. Había formas negras y anaranjadas y rojas y blancas y amarillas; la negra silueta de un árbol muy alto aparecía revestida de una capa anaranjada, temblorosa y brillante; ascuas rojas saltaban y hacían piruetas en el aire, como fantasmas traviesos; los corazones exhaustos de los árboles quemados tenían pulsaciones amarillas, y se produjo una rociada de chispas carmesíes al estallar un eucalipto, y llamas blancas y anaranjadas brotaron súbitamente de algo que se había resistido, pero que cedía al fin. ¡Oh, sí! Un bello espectáculo en la noche, que ella recordaría mientras viviese.
Un súbito aumento de la velocidad del viento hizo que todas las mujeres se encaramasen al tejado envueltas en sacos mojados, pues todos los hombres estaban en el Home Paddock. Amparándose en sus sacos mojados, chamuscándose las manos y las rodillas a pesar de aquéllos, apagaban las brasas que habían caído en el tejado, temerosos de que la chapa de hierro cediese bajo los tizones y éstos cayesen sobre las armazones de madera. Pero lo peor del incendio estaba a quince kilómetros al Este, en Beel-Beel.
La casa solariega de Drogheda se hallaba a menos de cinco kilómetros del borde oriental de la propiedad, que era el más próximo a Gilly. Beel-Beel colindaba por allí, y más allá, más hacia el Este, se encontraba Narrengang. Cuando el viento alcanzó velocidades de sesenta a noventa kilómetros por hora, todo el distrito supo que nada, salvo la lluvia, podría impedir que el incendio durase varias semanas y asolara cientos de kilómetros de tierras de primera calidad.
Las casas de la orilla del torrente habían soportado las más furiosas arremetidas del fuego, gracias a Tom, que, como loco, llenaba el coche cuba, rociaba las casas con la manguera, volvía a llenar aquél y volvía a rociar éstas. Pero, cuando aumentó el ventarrón, el fuego prendió en las casas, y Tom se retiró, llorando.
– Más bien debería arrodillarse y dar gracias a Dios de que el viento no aumentase cuando teníamos el frente del incendio por el lado oeste -le dijo Martin King-. De haber sido así, habría desaparecido la casa grande, y nosotros corí ella. ¡Dios mío! ¡Ojalá estén bien los de Beel-Beel!
Fee le ofreció una copa grande llena de ron; Martin King no era joven, pero había luchado sin descanso y dirigido las operaciones con mano maestra.
– ¡Qué cosa más tonta! -replicó Fee-. Cuando parecía que todo estaba perdido,,,sólo se me ocurría pensar en las cosas más raras. No pensaba en la muerte, ni en mis hijos, ni en esta hermosa casa convertida en ruinas. Sólo podía pensar en mi cesta de costura, en mi labor de punto sin terminar, en la caja de botones extraños que vengo guardando desde hace años, en unos pasteles en forma de corazón que Frank me confeccionó años atrás. ¿Cómo podría sobrevivir sin estas cosas? Pequeneces, ¿sabe?, pero que no pueden remplazarse ni comprarse en una tienda.
– En realidad, eso les ocurre a la mayoría de las mujeres. Las reacciones de la mente son muy curiosas. Recuerdo que, en 1905, mi esposa volvió a la casa, sólo para buscar un trozo de bordado que estaba haciendo, mientras yo corría detrás de ella gritando como un loco. -Hizo un guiño-. Pudimos salir a tiempo, aunque perdimos la casa. Cuando construí la nueva, lo primero que hizo fue terminar aquel bordado. Era uno de aquellos tapetitos anticuados, ya sabe. Y en él se leía: «Hogar, Dulce Hogar.» -Dejó la copa vacía y meneó la cabeza, pensando las rarezas de las mujeres-. Tengo que marcharme. Gareth Davies nos necesitará en Narrengang, y, si no me equivoco, también nos necesitará Angus en Rudna Hu-nish.
Fee palideció.
– ¡Oh, Martin! ¿Tan lejos?
– Se ha dado la alarma, Fee. Booroo y Bourke están reclutando gente.
El fuego siguió avanzando hacia el Este durante otros tres días, ensanchándose cada vez más; de pronto, cayó una fuerte lluvia que duró casi cuatro días y apagó hasta la última brasa. Pero había recorrido más de ciento cincuenta kilómetros, dejando un surco ennegrecido de más de treinta de anchura, que atravesaba Drogheda y seguía hasta el Mmite de la última propiedad oriental del distrito de Gillanbone: Rudna Hunish.
Hasta que empezó a llover, nadie había esperado que llegase Paddy, al que creían a salvo al otro lado de la zona quemada, aunque separado de ellos por el suelo calcinado y por los árboles que aún ardían. Si el fuego no hubiese cortado la línea telefónica, pensó Bob, sin duda les habría llamado Martin King, pues era lógico que Paddy se hubiese dirigido al Oeste para refugiarse en la casa solariega de Bugela. Pero cuando, después de seis horas de lluvia, siguió Paddy sin dar señales de vida, empezaron a inquietarse. Durante casi cuatro días, se habían estado diciendo que no había motivo para alarmarse, que sin duda, al ver cortado el camino de regreso, había decidido esperar para volver directamente a casa.
– Ya debería estar aquí -dijo Bob, paseando arriba y abajo en el salón, mientras los otros le observaban.
Lo irónico del caso era que la lluvia había traído un aire helado, y una vez más ardía el fuego en la chimenea de mármol.
– ¿Qué piensas, Bob? -preguntó Jack.
– Pienso que ya es hora de que salgamos en su busca. Puede estar herido, o es posible que tenga que hacer a pie el largo camino de regreso. El caballo pudo asustarse y derribarlo, y quién sabe si estará tendido en algún lugar, sin poder andar. Tenía comida para la noche, pero no para cuatro días, aunque no puede haberse muerto de hambre en tan poco tiempo. Bueno, de momento no debemos excitarnos demasiado; por consiguiente, no voy a llamar a los hombres de Narrengang. Pero, si no le hemos encontrado antes de la noche, iré a ver a Dominic, y mañana movilizaremos todo el distrito. ¡Si al menos esos imbéciles de la compañía telefónica reparasen la línea…!
Fee estaba temblando, y su mirada era febril, casi salvaje.
– Me pondré unos pantalones -dijo-. No puedo quedarme aquí esperando.
– ¡Quédate en casa, mamá! -le suplicó Bob.
– Si está herido, Bob, puede hallarse en cualquier parte y en malas condiciones. Enviaste los hombres a Narrengang, y somos muy pocos los que quedamos para la búsqueda. Yo iré con Meggie, y, entre las dos, podremos hacer frente a cualquier cosa que encontremos; en cambio, si no acompaño a Meggie, ésta tendrá que ir con uno de vosotros y de poco servirá, aparte de que también yo puedo ayudar.
Bob cedió.
– Está bien. Puedes montar el capón de Meggie; ya lo hiciste cuando el incendio. Que cada cual lleve un rifle y muchos cartuchos.
Cruzaron el torrente y se adentraron en el paisaje asolado. Nada verde o castaño quedaba en parte alguna; sólo una vasta extensión de negros carbones empapados en agua y que todavía humeaban incomprensiblemente después de muchas horas de lluvia. Las hojas de todos los árboles aparecían enroscadas en flaccidos colgajos, y, en los que habían sido prados, podían ver, aquí y allá, pequeños bultos negros, que eran corderos atrapados por el fuego, o un ocasional bulto más grande, que había sido un cerdo o un ternero. Las lágrimas se mezclaron con la lluvia sobre sus rostros.
Bob y Meggie cabalgaban en vanguardia; Jack y Hughie, en el centro, y Fee y Stuarf cerraban la marcha. Para Fee y Stuart, era un viaje tranquilo; se consolaban al sentirse juntos, sin hablar, gozando de su mutua compañía. A veces, los caballos se juntaban o se separaban a la vista de algún nuevo horror, pero esto no parecía impresionar a la última pareja de jinetes. El barro hacía que su marcha fuese lenta y pesada, pero la hierba quemada formaba una especie de estera sobre el suelo que servía de apoyo a las pezuñas de los caballos. Y a cada paso esperaban ver aparecer a Paddy sobre el lejano y plano horizonte, pero pasaba el tiempo y no daba señales de vida.
Con el corazón atribulado, comprobaron que el fuego había empezado mucho más allá de lo que se imaginaban, en la dehesa de Wilga. Las nubes de tormenta debieron disimular el humo hasta que el fuego hubo avanzado un largo trecho. La tierra de la línea divisoria era asombrosa. A un lado de un claro, el suelo era negro, como el alquitrán; mientras que, al otro lado, el campo era como siempre había sido, amarillo y azul, triste bajo la lluvia, pero vivo. Bob se detuvo y retrocedió para hablar a los demás.
– Bueno, empezaremos aquí. Yo me dirigiré hacia el Oeste; es la dirección más probable y soy el más fuerte. ¿Tenéis todos muchas municiones? Bien. Si encontráis algo, disparad tres veces al aire, y los que los oigan, que respondan con un solo disparo. Después, esperad. El que haya hecho los tres disparos, seguirá repitiéndolos cada cinco segundos. Y los que los oigan responderán con uno cada vez.
»Tú, Jack, marcha hacia el Sur, siguiendo la línea del incendio. Tú, Hughie, ve hacia el Sudoeste. Mamá y Meggie irán hacia el Noroeste, y Stu, hacia el Norte, siguiendo la línea del fuego. Y marchad despacio, por favor. La lluvia no permite ver muy lejos, y, en algunos puntos, hay mucha leña quemada. Gritad con frecuencia; podría darse el caso de que él no pudiese veros, pero sí oíros. Pero, sobre todo, no disparéis a menos que encontréis algo, porque él no se llevó ningún arma, y si oyese un disparo y estuviese demasiado lejos para hacer oír su voz, sería horrible para él.
«Suerte, y que Dios os bendiga.»
Como peregrinos en la última encrucijada, se separaron bajo la persistente lluvia gris, alejándose más y más unos de otros, empequeñeciéndose, hasta desaparecer en las direcciones que les habían sido asigna nadas.
Stuart había avanzado menos de un kilómetro cuando advirtió un grupo de árboles calcinados muy cerca de la línea de demarcación del fuego. Había un pequeño wilga, tan oscuro y ensortijado como los cabellos de un negrito, y los restos de un gran tocón cerca del carbonizado lindero. Y entonces vio el caballo de Paddy, caído y con las patas abiertas, junto al tronco de un gran eucalipto, así como dos perros, bultitos negros y rígidos que apuntaban al cielo con las patas. Descabalgó, hundiéndose en el barro hasta los tobillos, y sacó el rifle de su funda. Sus labios se movieron, murmurando una oración, mientras avanzaba sobre el suelo resbaladizo y entre los troncos carbonizados. De no haber sido por el caballo y los perros, habría esperado que hubiese sido algún vagabundo el sorprendido por el fuego. Pero Paddy llevaba su caballo y cinco perros, mientras que los vagabundos iban a pie y les acompañaba un perro como máximo. Y estos terrenos se hallaban demasiado en el interior de Drog-heda para pensar en algún pastor o mozo de Bugela, procedente del Oeste. Más allá, había otros tres perros incinerados; cinco, en total. Sabía que no encontraría un sexto, y no lo encontró.
Y no lejos del caballo, oculto detrás de un leño, estaba lo que había sido un hombre. No había confusión posible. Brillando bajo la lluvia, aquella masa negra yacía boca arriba, y su espalda aparecía doblada como un arco grande, de modo que sólo tocaba el suelo con las nalgas y los hombros. Los brazos estaban abiertos y doblados en los codos como suplicando al cielo, y la carne había caído de los dedos, dejando al descubierto unos huesos calcinados como garras cerradas sobre nada. También las piernas se veían separadas y dobladas en las rodillas, y lo que quedaba de la cabeza miraba sin ojos al cielo.
Por un instante, la clara y lúcida mirada de Stuart se fijó en su padre y no vio el arruinado envoltorio, sino el hombre, tal como había sido en vida. Apuntó su rifle al cielo, disparó, cargó, hizo un segundo disparo, cargó de nuevo y disparó por tercera vez. Oyó débilmente, a lo lejos, un disparo de respuesta, y después, más débil y más lejano, otra detonación. Entonces pensó que el disparo más próximo debía ser de su madre y su hermana. Ellas estaban al Noroeste, y él, al Norte. Sin esperar a que pasaran los cinco minutos convenidos, introdujo otro cartucho en el cargador del rifle, apuntó hacia el Sur y disparó. Dejó transcurrir unos segundos antes de cargar de nuevo; hizo un segundo disparo, volvió a cargar e hizo fuego por tercera vez. Dejó el arma en el suelo y miró hacia el Sur, con la cabeza ladeada, escuchando. Esta vez, la primera respuesta le llegó del Oeste, de Bob; Ja segunda, de Jack o de Hughie, y la tercera, de su madre. Suspiró aliviado; no quería que las mujeres fuesen las primeras en llegar.
Por eso no vio al enorme jabalí salir de entre los árboles situados al Norte; pero lo olió. Grande como una vaca, avanzaba oscilando sobre sus cortas y vigorosas patas, con la cabeza agachada, hozando el quemado y mojado suelo. Los disparos le habían inquietado y, además, estaba herido. Los ralos pelos negros de un costado habían sido socarrados por el fuego, lo mismo que la piel, dejando una llaga en carne viva; lo que Stuart había olido, mientras miraba hacia el Sur, era el agradable olor de la piel de cerdo quemada, como la que exhala el cuarto delantero recién sacado del horno, tostado y quebradizo por debajo del arrancado colmillo. Sorprendido por el curioso dolor callado que parecía habitual en él, volvió la cabeza y tuvo la impresión de haber estado aquí con anterioridad, de que este lugar negro y mojado había permanecido grabado en un rincón de su cerebro desde el día mismo de su nacimiento.
Se agachó y agarró el rifle, recordando que no estaba cargado. El jabalí se encontraba completamente inmóvil, con sus ojillos rojos enloquecidos de dolor y sus grandes colmillos amarillos afilados y encorvados hacia arriba hasta formar un semicírculo. El caballo de Stuart piafó, al oler a la fiera; el enorme jabalí volvió la cabeza para observarle y, después, la bajó para embestir. Stuart vio su única oportunidad en el hecho de que el jabalí había desviado su atención hacia el caballo, y, rápidamente, abrió la recámara del rifle y buscó una bala en el bolsillo de su chaqueta. La lluvia seguía cayendo en torno suyo, amortiguando los otros sonidos con su monótono repiqueteo. Pero el animal oyó el ruido del cerrojo y, en el último momento, cambió la dirección de su embestida y atacó a Stuart. Éste lo tenía casi encima cuando disparó, acertándole en el pecho, pero sin conseguir detenerle. La bestia torció los colmillos hacia arriba y de costado, y le enganchó por la ingle. Stuart cayó, y la sangre brotó a raudales, como de un grifo abierto, y le empapó la ropa y se extendió por el suelo.
El jabalí, volviéndose torpemente al empezar a sentir los efectos de la bala, quiso embestirle de nuevo, vaciló, se tambaleó y cayó. Sus sesenta kilos se derrumbaron sobre Stu, aplastándole la cara sobre el barro pegajoso. Por un instante, el joven arañó el suelo, en un frenético y vano esfuerzo por liberarse. Había llegado, pues, lo que él había presentido siempre, la causa de que nunca hubiese esperado, ni soñado, ni planeado nada, prefiriendo permanecer sentado y observar la vida con tal intensidad que no había tenido tiempo de lamentarse del destino que le esperaba. Pensó: ¡Mamá, mamá! ¡Ya no podré estar contigo, mamá!, mientras el corazón estallaba dentro de su pecho.
– ¿Por qué no habrá seguido disparando Stu? -preguntó Meggie a su madre, mientras trotaban en la dirección de las dos primeras y triples ráfagas de disparos, desesperadas por no poder avanzar más de prisa sobre el barro.
– Supongo que pensó que ya le habíamos oído -dijo Fee. Pero, en lo más recóndito de su mente, recordaba la expresión de Stuart cuando se habían separado, y cómo le había estrechado una mano y cómo le había sonreído-. Ya no podemos estar lejos -añadió, obligando a su montura a pasar a un medio galope torpe y deslizante.
Pero Bob había llegado antes, y también Jack, y ambos detuvieron a las mujeres cuando éstas iban a recorrer el último trecho hasta el lugar donde había empezado el fuego.
– No sigas, mamá -le advirtió Bob, al desmontar ella.
Jack se había acercado a Meggie y la sujetaba entre sus brazos.
Los dos pares de ojos grises se volvieron a mirar, con más convencimiento que asombro o miedo, como si no necesitasen ninguna explicación.
– ¿Paddy? -preguntó Fee, en un tono de voz que no era suyo.
– Sí. Y Stu.
Ninguno de sus hijos se atrevió a mirarla.
– ¿Stu? ¡Stu! ¿Qué quieres decir? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado? No los dos… ¡No!
– A papá le alcanzó el fuego; está muerto. Stu debió de asustar a un jabalí, y éste le atacó. Stu disparó contra él, pero el animal le aplastó al morir. También ha muerto, mamá.
Meggie chillaba y se debatía, tratando de librarse de las manos de Jack; en cambio, Fee parecía haber quedado petrificada delante de Bob, y sus ojos empañados parecían bolitas de cristal opaco.
– Es demasiado -dijo al fin, y miró a Bob, mientras la lluvia se deslizaba por su cara y sus cabellos y se enroscaba en su cuello como hebras de oro dis- puestas a asfixiarla-. Deja que vaya a su lado, Bob. Son mi marido y mi hijo. No puedes, no tienes derecho a impedírmelo. Déjame acercarme.
Meggie se había calmado y permanecía abrazada a Jack, apoyando la cabeza sobre su hombro. Mientras Fee avanzaba entre las ruinas, sostenida por la cintura por un brazo de Bob, Meggie les miró, pero no hizo ningún movimiento para seguirles. Hughie apareció entre la lluvia gris; Jack señaló con la cabeza a su madre y a Bob.
– Acompáñales, Hughie, y quédate con ellos. Meggie y yo volveremos a Drogheda y traeremos la carreta. -Soltó a Meggie y la ayudó a montar en la yegua castaña-. Vamos, Meggie; pronto anochecerá. No podemos dejarles ahí toda la noche, y no se marcharán hasta que volvamos.
Era imposible llevar la carreta o cualquier otro vehículo con ruedas por aquel barrizal; por fin, Jack y Tom decidieron enganchar una plancha de hierro acanalada a dos caballos de tiro, y Tom los condujo montado en un caballo de labor mientras Jack cabalgaba en vanguardia con la lámpara más potente que había en Drogheda.
Meggie se quedó en la casa y se sentó frente a la chimenea del salón, mientras la señora Smith se esforzaba en persuadirla de que comiese algo y lloraba al ver el callado dolor de la joven, su manera de sufrir sin llorar. Al oír el picaporte, se volvió y fue a abrir la puerta, preguntándose quién podía ser, con este tiempo y este barro, y asombrándose de la rapidez con que circulaban las noticias entre unas casas separadas por tantos kilómetros.
El padre Ralph estaba en la galería, mojado y lleno de barro, en traje de montar e impermeable.
– ¿Puedo pasar, señora Smith?
– ¡Oh, padre, padre! -exclamó ella, arrojándose en sus asombrados brazos-. ¿Cómo lo ha sabido?
– La señora Cleary me telegrafió, una delicadeza que aprecié muchísimo. El arzobispo Di Contini-Verchese me concedió licencia para venir. ¡Menudo trago! ¿Me creerá si le c'igo que me repetí esto cien veces al día? Tomé el avión. Éste capotó al aterrizar e hincó de morro en el suelo, de modo que conocí lo que era éste antes de apearme. ¡Y cómo estaba Gilly! Dejé mi maleta al padre Wathy, en la casa rectoral, y le alquilé un caballo al posadero, el cual pensó que. estaba loco y apostó una botella de «Johnnie Walker», etiqueta negra, a que no podría llegar aquí a causa del barro. ¡Oh, señora Smith, no llore usted! El mundo no se vendrá abajo por un incendio, por muy fuerte que haya sido -dijo, sonriendo y dándole unas palmadas en los encorvados hombros-. Aquí me tiene usted, y ya ve que lo tomo a la ligera. Por consiguiente, haga usted lo mismo. ¡Y no llore, por favor!
– Entonces, ¿no lo sabe usted? -sollozó la mujer.
– ¿Qué? ¿Qué es lo que no sé? ¿Qué… ha sucedido?
– El señor Cleary y Stuart han muerto.
El sacerdote palideció; empujó al ama de llaves.
– ¿Dónde está Meggie? -gritó.
– En el salón. La señora Cleary está todavía en la dehesa con los cadáveres. Jack y Tom han ido a buscarlos. ¡Oh, padre! A veces, a pesar de mi fe, no puedo dejar de pensar que Dios es demasiado cruel. ¿Por qué tenía que llevarse a los dos?
Pero el padre Ralph sólo había esperado lo necesario para saber dónde estaba Meggie, y se dirigía ya al salón, arrastrando el impermeable y dejando un reguero de agua fangosa.
– ¡Meggie! -dijo, arrodillándose a un lado del sillón y asiendo las manos frías de la joven con las suyas mojadas.
Ella resbaló del sillón y se arrojó en sus brazos, apoyando la cabeza en la empapada camisa del sacerdote y cerrando los ojos, tan feliz en medio de su dolor que habría querido que este momento no acabase nunca. Él había venido; una demostración del poder que tenía ella sobre él, de que no había fracasado.
– Estoy chorreando, querida Meggie; te vas a mojar -murmuró él, sintiendo el roce de los cabellos de Meggie en su mejilla.
– No importa. Ha venido.
– Sí, he venido. Quería asegurarme de que estabais bien; tenía la impresión de que me necesitabais, y debía comprobarlo. ¡Oh, Meggie! Lo de tu padre y Stu… ¿Cómo ocurrió?
– A papá le atrapó el fuego, y Stu fue muerto por un jabalí, que cayó encima de él después de recibir un disparo. Jack y Tom han ido a buscarles.
Él no dijo más, sino que siguió sosteniéndola y meciéndola como a una niña pequeña, hasta que el calor del fuego secó en parte su camisa y sus cabellos, y notó que la rigidez de Meggie cedía un poco. Después, colocó una mano debajo del mentón de la chica, la obligó a levantar la cabeza y, sin pensarlo, la besó. Fue un impulso confuso, no nacido del deseo; más bien un ofrecimiento instintivo al ver lo que había en aquellos ojos grises; algo distinto de todo, como un nuevo ritual. Ella deslizó los brazos por debajo de los de él y cruzó las manos sobre su espalj da y él no pudo evitar un estremecimiento y ahogó una exclamación de dolor.
Ella retrocedió un poco.
– ¿Qué le pasa?
Con dedos firmes desabrochó la camisa húmeda del sacerdote y tiró de las mangas. Bajo la superficie de la lisa piel morena, una fea moradura se extendía entre ambos costados, por debajo de la caja torácica; ella contuvo el aliento.
– ¡Oh, Ralph! ¿Y ha cabalgado desde Gilly en este estado? ¡Cuánto debió dolerle! ¿Se encuentra bien? ¿No siente vahídos? ¡Tal vez se ha roto algo! -No; estoy bien y no me duele, de verdad. Estaba tan ansioso por llegar, de asegurarme de que todos estabais bien, que supongo que borré el dolor de mi.mente. Creo que, si hubiese hemorragia interna, me habría dado cuenta hace ya rato. Por Dios, Meggie, ¡no hagas eso!
Meggie había bajado la cabeza y pasaba delicadamente los labios por la lesión, mientras deslizaba sus manos hasta los hombros de él con una sensualidad deliberada que le asustó. Fascinado, horrorizado, queriendo liberarse a toda costa, él apartó la cabeza, pero lo único que consiguió fue que la joven volviese a sus brazos, como una serpiente enroscada que asfixiara su voluntad. Se olvidó del dolor, de la Iglesia y de Dios. Buscó su boca, forzó sus labios, estrechándola, incapaz de dominar el horrible impulso que crecía dentro de él. Ella le ofrecía el cuello, los hombros, donde la piel era fresca, suave y finísima como la seda. La condición humana gravitaba sobre él, como un peso enorme que le aplastaba el alma y liberaba el vino negro y amargo de los sentidos. Sintió ganas de llorar; la última pizca de deseo se extinguió bajo la carga del remordimiento que le embargaba, y desprendió los brazos de la joven de su desdichado cuerpo; entonces ella se sentó sobre los talones, con la cabeza agachada, mirando absorta las manos del sacerdote, que temblaban ahora apoyadas sobre las rodillas. Meggie, ¿qué me has hecho, qué me habrías hecho si te hubiese dejado?
– Meggie, yo te quiero y siempre te querré. Pero soy sacerdote, no puedo… Sencillamente, ¡no puedo!
Ella se levantó rápidamente, se arregló la blusa y se le quedó mirando, torcidos los labios en una sonrisa que sólo acentuaba el fracasado dolor que se reflejaba en sus ojos.
– Está bien, Ralph. Voy a ver si la señora Smith puede prepararle algo de comer; después, le traeré linimento del que empleamos en los caballos; es maravilloso para las contusiones; yo diría que calma el dolor mucho más que los besos.
– ¿Funciona el teléfono? -consiguió preguntar él.
– Sí. Han tendido una línea provisional, aprovechando los árboles, y la han conectado hace un par de horas.
Pero sólo después de unos minutos de haberse ma-chado Meggie, pudo serenarse lo bastante para sentarse al escritorio de Fee.
– Una conferencia, por favor. Soy el padre De Bricassart y llamo desde Drogheda… ¡Oh! Hola, Do-reen, veo que todavía sigue en su puesto. Me alegro de oír su voz. En Sydney, uno nunca sabe quién le contesta; es siempre la misma voz monótona y cansada. Deseo hablar urgentemente con el Excelentísimo Señor Legado Pontificio en Sydney. Su número es XX-2324. Y, mientras espero la conferencia con Sydney, póngame con Bugela, Doreen.
Apenas si tuvo tiempo de contarle lo ocurrido a Martin King, antes de que le pusieran en comunicación con Sydney, pero una sola frase era suficiente. Gracias a sus palabras y a los curiosos que las habrían escuchado a lo largo de la línea, pronto se sabría todo en Gilly, y los que se aventurasen a cabalgar sobre el barrizal estarían presentes en el entierro.
– ¿Excelencia? Soy el padre De Bricassart… Sí, gracias; llegué bien, pero el avión se hundió en el barro hasta el fuselaje, y tendré que volver en tren… Barro, Excelencia, ¡ba-rro! No, Excelencia; aquí, cuando llueve, se interrumpen todas las comunicaciones. Tuve que hacer a caballo el trayecto de Gillanbone a Drogheda; es la única manera de viajar, cuando llueve… Por esto le he llamado, Eminencia. Mi presencia era necesaria aquí. Tal vez fue un presentimiento… Sí, han ocurrido cosas terribles. Padraic Cleary y su hijo Stuart han muerto; el primero pereció en el incendio, y el segundo fue atacado por un jabalí… Un ja-ba-lí, Excelencia, un puerco salvaje…
Pudo oír una serie de exclamaciones ahogadas de los que escuchaban a lo largo de la línea, y sonrió sin ganas. Uno no podía gritarles que colgasen sus aparatos -era la única diversión informativa que podía ofrecer Gilly a sus ciudadanos ansiosos de noticias-, pero, si hubiesen dejado de entremeterse, Su Excelencia Reverendísima habría podido oírle mucho mejor.
– Si me lo permite, Eminencia, me quedaré para presidir el entierro y asegurarme de que la viuda y los demás hijos están bien… Sí, Eminencia, muchas gracias. Regresaré a Sydney lo antes que pueda.
La telefonista escuchaba también; él apretó la palanca y volvió a hablar inmediatamente.
– Doreen, póngame de nuevo con Bugela, por favor.
Habló unos minutos con Martin King y decidieron que el entierro se celebraría al cabo de dos días ya que estaban en agosto y el frío era intenso. Muchas personas querrían asistir, a pesar del barro, y acudirían a caballo, pero la empresa era larga y pesada. Meggie volvió con el linimento, pero no se ofreció para darle la friega, sino que le entregó el frasco sin pronunciar palabra. Después le dijo secamente que la señora Smith le serviría una cena caliente, en el comedor pequeño, dentro de una hora; por consiguiente, tenía tiempo de tomar un baño. Él advirtió, con disgusto, que Meggie se sentía en cierto modo defraudada, pero no comprendía cómo podía pensar así, ni cómo le había juzgado. Ella sabia lo que era él. ¿A qué venía su enojo?
Amanecía el día gris cuando la pequeña cabalgata llegó al torrente y se detuvo. Aunque el agua no rebasaba sus márgenes, el Gillan se había convertido en un verdadero río, de rápida corriente y casi diez metros de profundidad. El padre Ralph, montado en su yegua castaña, hizo que ésta lo cruzase a nado, y se reunió con la comitiva. Llevaba la estola al cuello y los instrumentos de su sagrada misión en una alforja. Mientras Fee, Bob, Jack, Hughie y Tom, permanecían de pie a su alrededor, levantó la lona y se dispuso a ungir los cadáveres. Después de haber visto a Mary Carson, nada podía impresionarle; sin embargo, no vio nada repugnante en Paddy y en Stu. Ambos aparecían negros, cada cual a su manera; Paddy, a causa del fuego, y Stu, de la asfixia. Pero el sacerdote los besó con amor y respeto.
Durante más de veinticinco kilómetros, la plancha de hierro, tirada por los caballos, se había arrastrado y saltado sobre el suelo, dejando profundas huellas en el barro que serían aún visibles años más tarde, incluso después de brotar la hierba nueva. Pero parecía que no podían seguir adelante; el turbulento torrente les cerraba el camino de Drogheda, que sólo estaba a un kilómetro y medio de allí. Contemplaron las copas de los eucaliptos, claramente visibles a pesar de la lluvia.
– Tengo una idea -dijo Bob, volviéndose al padre Ralph-. Usted es el único que tiene un caballo en buenas condiciones, padre; debería hacerlo usted. Los nuestros sólo podrían cruzar una vez el torrente, pues están agotados por el barro y el frío. Vaya a buscar unos cuantos bidones vacíos de cuarenta y cuatro galones, y cierre bien las tapas, para que no haya ninguna filtración. Suéldelas, si es necesario. Necesitaremos doce bidones, aunque, si no encuentra tantos, podemos pasar con diez. Átelos y cruce de nuevo el torrente, remolcándolos. Después, los sujetaremos debajo de la plancha de hierro, y ésta flotará como una balsa.
El padre Ralph obedeció sin replicar; por su parte, no habría podido ofrecer una idea mejor. Dominic O'Rourke, de Dibban-Dibban, había llegado con dos de sus hijos; dadas las distancias, era un vecino bastante próximo. Cuando el padre Ralph les explicó lo que había que hacer, pusieron todos manos a la obra, buscando bidones vacíos en los cobertizos; vaciando los que, consumido ya el petróleo, habían sido llenados de avena y de salvado para las reses; buscando tapaderas y soldando a los bidones las que no estaban oxidadas y parecía que resistirían los embates de las aguas. La lluvia seguía cayendo sin cesar. Todavía continuaría un par de días.
– Siento tener que pedirle esto, Dominic, pero cuando lleguen los del grupo, estarán medio muertos de fatiga. El entierro será mañana, y, aunque el empresario de pompas fúnebres de Gilly tuviese tiempo de hacer los ataúdes, no podrían transportarlos sobre el barrizal. ¿Podría construirlos alguno de ustedes? Yo sólo necesito un hombre que me acompañe para cruzar el torrente.
Los hijos de O'Rourke asintieron con la cabeza; no querían ver lo que el fuego le había hecho a Paddy, ni lo que el jabalí le había hecho a Stu.
– Nosotros lo haremos, papá -se ofreció Liam.
Arrastrando los bidones detrás de sus caballos, el padre Ralph y Dominic O'Rourke llegaron al torrente y lo cruzaron.
– ¡Voy a decirle una cosa, padre! -gritó Dominic-. jNo tendremos que cavar fosas en el barrizal! Yo solía pensar que la vieja Mary se había pasado de la raya al construir un panteón de mármol en su cementerio para Michael; pero, si estuviese aquí en este momento, ¡le daría un beso!
– Tiene usted toda la razón -le gritó el padre Ralph.
Ataron los bidones debajo de la plancha de hierro, seis a cada lado, sujetaron firmemente la lona y condujeron los agotados caballos de tiro a través del torrente, arrastrando la cuerda que serviría para remolcar la balsa. Dominic y Tom iban montados a horcajadas sobre los grandes animales y, al llegar a lo alto de la margen del lado de Drogheda, se detuvieron a mirar atrás; los que se habían quedado en la otra orilla engancharon la almadía improvisada y la empujaron hacia el torrente. Cuando empezó a flotar la balsa, los caballos de tiro echaron a andar, arengados por Tom y Dominic. La balsa osciló y saltó peligrosamente, pero flotó lo bastante para ser izada al otro lado; y, en vez de perder tiempo en desmontar los bidones, los dos postillones de ocasión espolearon sus monturas camino arriba, en dirección a la casa grande, ya que la plancha de hierro se deslizaba mejor sobre aquéllos que sin ellos.
Una rampa subía hasta las grandes puertas de la nave destinada al esquileo de las reses; por consiguiente, subieron por ella y depositaron la almadía y su carga en el gran edificio vacío, que olía a alquitrán, a sudor, a lana y a estiércol. Envueltas en sendos impermeables, Minnie y Cat bajaron de la casa grande para el primer velatorio y se arrodillaron a uno y otro lado de la almadía, haciendo repicar las cuentas de sus rosarios y elevando y bajando la voz en cadencias demasiado conocidas para tener que esforzar la memoria.
La casa se estaba llenando de gente. Duncan Gordon había llegado de Each-Uisge; Gareth Davies, de Narrengang; Horry Hopeton, de Beel-Beel; Edén Car-michael, de Barcoola. El viejo Angus MacQueen había detenido uno de los renqueantes trenes de mercancías locales y había viajado junto al maquinista hasta Gilly, donde había pedido prestado un' caballo a Harry Gough y cabalgado en él hasta Drogheda. En total, había hecho más de trescientos kiiómetros sobre suelo embarrado.
– Estoy hecho cisco, padre -dijo Horry al sacerdote, más tarde, cuando los siete estaban sentados en el comedor pequeño, ante unas empanadas de carne y de ríñones-. El fuego atravesó mi finca de un extremo a otro, y apenas si dejó un cordero vivo o un árbol en pie. Afortunadamente, los últimos años fueron buenos y podré comprar nuevos rebaños, y, si sigue lloviendo, la hierba volverá a crecer rápidamente. Pero que Dios nos libre de otro desastre en los diez próximos años, porque entonces ya no tendría reservas para hacerle frente.
– No creas que me ha ido a rní mucho mejor, Horry -dijo Gareth Davies, cortando un buen pedazo de la ligera y esponjosa empanada de la señora Smith, con visible satisfacción; porque ningún desastre era capaz de cortar por mucho tiempo el apetito de un ganadero de las tierras negras, y él necesitaba comer para enfrentarse con el presente-. Calculo que he perdido la mitad de mis pastizales y tal vez dos tercios de mis corderos; mala suerte. Padre, necesitamos sus oraciones.
– Sí -dijo el viejo Angus-. Yo no he perdido tanto como Horry y Garry, padre, pero tampoco he salido muy bien librado. Sesenta mil acres y la mitad de mis corderitos. Son estas cosas, padre, las que hacen que me arrepienta de haberme marchado de Skye cuando era joven.
El padre Ralph sonrió.
– Es un arrepentimiento pasajero, Angus, y usted lo sabe. Salió de Skye por la misma razón que yo salí de Clunamara. Era demasiado pequeño para usted.
– A que sí. El brezo no arde tan bien como el eucalipto, ¿verdad, padre?
Sería un entierro extraño, pensó el padre Ralph, mirando a su alrededor; las únicas mujeres presentes serían las de Drogheda, porque todos los que habían venido eran varones. Él había preparado una buena dosis de láudano para Fee, cuando la señora Smith la hubo desnudado, secado y depositado en la cama grande que había compartido con Paddy, y, al negarse ella a tomarlo, llorando histéricamente, le había sujetado la nariz y se lo había hecho engullir a viva fuerza. Era curioso: no había pensado que Fee se derrumbase de este modo. La droga actuó de prisa, porque Fee no había comido nada en veinticuatro horas. Al ver que dormía profundamente, se sintió más tranquilo. Meggie podía esperar; en aquel momento, estaba en la cocina, ayudando a la señora Smith a preparar comida. Todos los muchachos se habían acostado, tan rendidos que apenas si habían podido quitarse la ropa mojada antes de caer exhaustos en el lecho. Cuando Minnie y Cat terminaron su turno en el velatorio exigido por la costumbre, dado que los cadáveres yacían en lugar profano, Gareth Davies y su hijo Enoch las remplazaron; los otros harían turnos sucesivos de una hora y, mientras tanto, comían y charlaban entre ellos.
Ninguno de los jóvenes se había reunido con los mayores en el comedor. Estaban todos en la cocina, con la aparente intención de ayudar a la señora Smith, pero, en realidad, para ver a Meggie. Y el padre Ralph, al advertirlo, se sintió disgustado y aliviado al mismo tiempo. En resumidas cuentas, Meggie debería escoger entre ellos su marido; era algo inevitable. Enoch Davies tenía veintinueve años, era un «gales negro», lo cual quería decir que tenía los cabellos y los ojos muy negros, y era además muy guapo; Liam O'Rourke tenía veintiséis años, y su cabello era rubio claro y sus ojos azules, como los de su hermano Rory, de veinticinco; Connor Carmichael parecía calcado de su hermana, aunque arrogante; el preferido del padre Ralph era Alastair, nieto del viejo Angus, y que era el que más se acercaba a Meggie por su edad, pues tenía veinticuatro años, y era dulce y amable; tenía los hermosos ojos azules escoceses de su abuelo y los cabellos prematuramente grises, característicos de su familia. Ojalá se enamorase Meggie de uno de ellos se casara con él y tuviese los hijos que tan desesperadamente deseaba. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! Si me hiciese esta gracia, sufriría de.buen grado el dolor de amarla como la amo; sí, lo sufriría de buen grado…
No había flores sobre los ataúdes, y los jarrones de la capilla estaban vacíos. Los capullos que habían sobrevivido al terrible calor de dos noches atrás habían sucumbido a la lluvia y yacían en el barro como mariposas muertas. Ni una flor de centaurea, ni una rosa temprana. Y todos estaban cansados, cansadísimos. Lo estaban los que habían cabalgado muchos kilómetros -«ara demostrar el afecto que sentían por Paddy, y los que habían traído los cadáveres, y las que no habían cesado un instante de cocinar y de limpiar. Y también lo estaba el padre Ralph, que parecía moverse en sueños, mirando alternativamente el rostro contraído y desesperado de Fee, y el de Meggie, cuya expresión era una mezcla de dolor y de ira, y el duelo colectivo de Bob, Jack y Hughie…
No hizo ningún panegírico; Martin King dirigió unas breves y conmovedoras palabras a los reunidos, y el sacerdote dijo inmediatamente la misa de difuntos. Había traído el cáliz, las formas y la estola, pues todos los sacerdotes los llevaban consigo cuando iban a consolar o a auxiliar a alguien, pero no había traído sus ornamentos, ni los había en la casa. Pero el viejo Angus se había detenido en la casa rectoral de Gilly, al pasar por allí, y traído los negros ornamentos para la misa de réquiem envueltos en un impermeable sobre la silla de su caballo. Por consiguiente, estaba debidamente revestido, mientras la lluvia tamborileaba en los cristales de las ventanas y repicaba sobre las planchas de hierro del tejado, a una altura de dos pisos.
Después salieron de allí bajo la triste lluvia, cruzaron el prado tostado y chamuscado por el calor del incendio, y llegaron al cementerio de muros blancos. Esta vez había voluntarios dispuestos a cargar con las vulgares cajas rectangulares, patinando y resbalando en el barro, tratando de ver adonde iban entre la lluvia que golpeaba sus ojos. Y las campanitas de la tumba del cocinero chino repicaban tristemente: Hi-Sing, Hi-Sing, Hi-Sing.
Pronto hubo terminado todo. Los visitantes partieron a lomos de sus caballos, con las espaldas encorvadas bajo los impermeables, algunos contemplando afligidos la perspectiva de su ruina, otros dando gracias a Dios por haberles librado del fuego y de la muerte. Y el padre Ralph empaquetó sus cosas, sabiendo que debía marcharse antes de que fuese demasiado tarde.
Fue a ver a Fee, que estaba sentada delante de su escritorio, contemplando sus manos en silencio.
– ¿Podrá soportarlo, Fee? -le preguntó, sentándose de modo que pudiese verla bien.
Ella se volvió, tan tranquila y encerrada dentro de sí misma, que el sacerdote sintió miedo y cerró los ojos.
– Sí, padre, aguantaré. Tengo que llevar los libros, y me quedan cinco hijos…, seis, si contamos a Frank, aunque supongo que no debemos contarlo, ¿verdad? Gracias por esto; se lo agradezco más de lo que puedo expresar. Es un consuelo muy grande saber que hay alguien que vela por él, que procura hacerle más fácil la vida. ¡Oh! ¡Si pudiese verle, aunque sólo fuese una vez!
Era como un faro, pensó él. Destellos de dolor cada vez que su mente llega a un punto de emoción incontenible. Un gran resplandor y, después, un largo período de oscuridad.
– Quisiera decirle algo, Fee.
– Sí. ¿Qué?
Había vuelto la sombra.
– ¿Me escucha? -preguntó vivamente él, preocupado y, de pronto, más asustado que antes.
Durante un largo momento, pensó que ella se había recluido en un lugar tan recóndito de sí misma que no había podido oír su dura voz, pero volvió a brillar el faro, y los labios de ella se entreabrieron.
– ¡Pobre Paddy! ¡Pobre Stuart! ¡Pobre Frank!- gimió, y se impuso de nuevo su férreo control, como resuelta a prolongar los períodos de oscuridad hasta que no volviese a brillar la luz en toda su vida.
Su mirada recorrió la estancia, sin parecer reconocerla.
– Sí, padre, le escucho -dijo.
– Fee, ¿qué me dice de su hija? ¿Recuerda alguna vez que tiene una hija?
Los ojos grises le miraron a la cara, se detuvieron en ella, casi compasivos.
– ¿Lo hace alguna mujer? ¿Qué es una hija? Sólo un recordatorio doloroso, una versión más joven de una misma, que hace lo mismo que una hizo y que vierte lágrimas idénticas. No, padre. Procuro olvidar que tengo una hija… y, si pienso en ella, lo hago como si fuese un hijo más. Las madres sólo recuerdan a sus hijos varones.
– ¿Llora usted, Fee? Sólo la he visto hacerlo una vez.
– Y no vojverá a verlo, pues mis lágrimas se agotaron para siempre. -Un temblor recorrió todo su cuerpo-. ¿Sabe usted una cosa, padre? Hace dos días, descubrí lo mucho que quería a Paddy; pero, como siempre en mi vida, fue demasiado tarde… Demasiado tarde para él y demasiado tarde para mí. ¡Si supiese usted cuánto deseé abrazarle, decirle que le amaba! ¡Oh, Dios mío! ¡Ojalá ningún otro ser humano tenga que sentir nunca mi dolor!
Él desvió la mirada de aquella cara súbitamente descompuesta, para darle tiempo a recobrar la calma, y para dárselo a sí mismo a fin de tratar de comprender el enigma que era Fee.
– Nadie podrá sentir nunca su dolor -le dijo al fin.
Ella torció la boca en una áspera sonrisa. -Sí. Eso es un consuelo, ¿no? Puedo no ser envidiable, pero mi dolor es mío.
– ¿Quiere prometerme algo, Fee? -Lo que usted quiera.
– Cuide a Meggie, no la olvide. Haga que vaya a los bailes locales, que conozca a unos cuantos jóvenes, y anímela a pensar en el matrimonio y en fundar un hogar propio. Yo vi cómo la miraban hoy todos los jóvenes. Dele la oportunidad de reunirse de nuevo con ellos, en circunstancias más alegres que ésta. -Lo que usted diga, padre.
Él suspiró y la dejó sumida en la contemplación de sus finas y pálidas manos.
Meggie le acompañó a la caballeriza, donde el capón bayo del posadero se había estado atracando de heno y de salvado, viviendo en una especie de cielo, equino durante dos días. Él le puso la raída silla y se inclinó para sujetar la cincha, mientras Meggie le observaba, apoyada en una bala de paja.
– Mire lo que he encontrado, padre -dijo, cuando él hubo terminado y se irguió. Extendió la mano, mostrando una rosa pálida, de un rojo grisáceo-. Es la única que ha quedado. La encontré en un matorral debajo de los depósitos de agua. Supongo que estuvo resguardada del calor del fuego y al amparo de la lluvia. Y la corté para usted. Para que le sirva de recordatorio.
Él tomó la flor a medio abrir, con mano no muy firme, y se la quedó mirando.
– No necesito ningún recordatorio tuyo, Meggie, ni ahora, ni nunca. Te llevo en mi corazón, bien lo sabes. No puedo ocultártelo, ¿verdad?
– Pero, a veces, no está de más un recordatorio -insistió ella-. Se le puede mirar de vez en cuando, y entonces se recuerdan cosas que, de otro modo, se habrían olvidado. Llévesela, padre; por favor.
– Me llamo Ralph -dijo él.
Abrió su maletín y sacó su voluminoso breviario, encuadernado con ricas tapas de madreperla. Su difunto padre se lo había regalado el día de su ordenación, hacía trece años. Las páginas se abrieron en el sitio marcado por una ancha cinta blanca; volvió unas hojas más, depositó la rosa y cerró el libro.
– Ahora quieres un recuerdo mío, ¿verdad, Meggie?
– Sí.
– Pues no te lo daré. Quiero que me olvides, quiero que mires a tu alrededor y encuentres un hombre bueno, te cases con él y tengas los hijos que tanto deseas. Tú has nacido para ser madre. No debes aficionarte a mí, porque sería mala cosa. Yo no puedo dejar la Iglesia, y voy a serte completamente franco, por tu bien. No quiero dejar la Iglesia, porque no te amo como te amaría un marido, ¿comprendes? ¡Olvídame, Meggie!
– ¿No me dará un beso de despedida?
Por toda respuesta, el sacerdote montó en el caballo del posadero y se dirigió a la puerta antes de calarse el viejo sombrero de fieltro. Sus ojos azules Brillaron un momento; después, el caballo salió bajo la lluvia y emprendió de mala gana el camino de regreso a Gilly. Ella no intentó seguirle, sino que permaneció en la penumbra del húmedo establo, respirando el olor a heno y a estiércol; le recordaba el henil de Nueva Zelanda, y Frank.
Treinta horas más tarde, el padre Ralph entró en el despacho del legado pontificio, cruzó la estancia para besar el anillo de su superior, y se dejó caer cansadamente en un sillón. Sólo al sentir la mirada de aquellos ojos amables y omniscientes, se dio cuenta de lo raro que debía de ser su aspecto y comprendió por qué la gente le había mirado extrañada al apearse del tren en la estación central. Sin acordarse de la maleta que le guardaba eJ padre Watty Thomas en la casa rectoral, había tomado el correo de la noche en el último minuto y había viajado casi mil kilómetros en un tren helado, sin más ropa que la camisa, el pantalón y las botas de montar, calado hasta los huesos, pero sin sentir el frío. Ahora se contempló a sí mismo, con burlona sonrisa, y miró después al arzobispo.
– Lo siento, Eminencia. Pero han ocurrido tantas cosas que ni siquiera he pensado en el extraño aspecto que debo tener.
– No se disculpe, Ralph. -A diferencia de su predecesor, prefería llamar a su secretario por su nombre de pila-. Su aspecto es romántico y audaz. Aunque tal vez demasiado secular, ¿no cree?
– Conforme en lo de secular. En cuanto a romántico y audaz, Eminencia, se ye que no está usted acostumbrado a lo que es corriente en Gillanbone.
– Mi querido Ralph, supongo que aunque se vistiese de estameña y se cubriese la cabeza de ceniza, parecería romántico e intrépido. Sin embargo, e! traje de montar le sienta bien. Casi tan bien como la sotana, y no me diga que no se ha dado cuenta de que le está mejor que el traje negro clerical. Tiene una manera peculiar y atractiva de moverse, y conserva su buena figura; creo que siempre la conservará. Y también creo que, cuando me llamen de nuevo a Roma, le llevaré conmigo. Me gustará ver el efecto que produce en nuestros bajos y gordos prelados italianos. Un gato reluciente entre los gordos y asustados palomos.
¡Roma! El padre Ralph se incorporó en su sillón.
– ¿Fue muy grave lo ocurrido allí, Ralph? -preguntó ahora el arzobispo,, pasando rítmicamente la ensortijada y blanca mano sobre el sedoso lomo de su satisfecha gata abisinia.
– Terrible, Eminencia.
– Aprecia usted mucho a aquella gente, ¿no?
– Sí.
– ¿Y a todos por igual? ¿0 aprecia a algunos más que a otros?
Pero el padre Ralph era al menos tan astuto como su superior, y llevaba con él tiempo más que suficiente para saber cómo funcionaba su cerebro. Por consiguiente, respondió a la delicada pregunta con engañosa sinceridad, truco que, según había descubierto, apagaba inmediatamente los recelos de Su Excelencia. Porque la sutil mentalidad de éste no había llegado a comprender que la franqueza declarada podía ser más mendaz que cualquier evasiva.
– Les quiero a todos, pero, como usted dice, a algunos más que a otros. Y, sobre todo, a la joven Meg-gie. Siempre me sentí especialmente obligado con ella, pues su familia está tan dominada por los varones que fácilmente se olvidan de su existencia.
– ¿Cuántos años tiene esa Meggie?
– No lo sé exactamente. Supongo que alrededor de los veinte. Le hice prometer a su madre que descuidara un poco sus libros a fin de acompañar a su hija a algún baile y de hacer que conozca a algunos jóvenes. De no hacerlo así, Meggie malgastaría su vida en Drogheda, y sería una lástima.
Sólo había dicho la verdad, y el inefable y sensible olfato del arzobispo lo comprendió inmediatamente. Aunque sólo tenía tres años más que su secretario, su carrera dentro de la Iglesia no había tropezado con los obstáculos de la de Ralph, y, en muchos aspectos, se sentía infinitamente más viejo de lo que nunca sería éste; el Vaticano le extraía a uno parte de su esencia vital, si uno se exponía a ello muy temprano, y Ralph poseía esencia vital en abundancia.
Aflojando un poco su vigilancia, siguió observando a su secretario y reanudó el interesante juego de averiguar exactamente cuál era el punto flaco del padre Ralph de Bricassart. Al principio, había estado seguro de que era la carne, en una u otra dirección. La asombrosa belleza de su rostro y de su cuerpo tenían que hacerle forzosamente blanco de muchos deseos, demasiados para permitirle conservar su inocencia o su ignorancia. Y, con el paso del tiempo, había descubierto o.ue había acertado a medias; el hombre estaba alerta, esto era indudable; pero, al mismo tiempo, empezó a convencerse de que su inocencia era auténtica. Por consiguiente, no era la carne lo que inquietaba al padre Ralph. Había puesto al sacerdote en contacto con homosexuales hábiles e irresistibles para cualquier nomosexuai, y el resultado había sido nulo. Le había observado en compañía de las mujeres más hermosas del país, y el resultado había sido el mismo. Ni una pizca de interés o de deseo, incluso cuando no podía advertir que le observaban. Pues el arzobispo no vigilaba siempre personalmente, y, cuando empleaba delegados, éstos no pertenecían a su secretaría.
Había empezado a pensar que la debilidad del padre Ralph era el orgullo como sacerdote y la ambición; unas facetas de la personalidad que comprendía bien, como lo tenían todas las grandes instituciones perpetuas. Circulaban rumores en el sentido de que el padre Ralph había robado su herencia a aquellos mismos Cleary a los que decía querer tanto. Si esto era así, la cosa había valido la pena. ¡Y cómo habían brillado sus maravillosos ojos azules cuando él había mencionado Roma! Tal vez había llegado el momento de probar otro gambito. Adelantó perezosamente un peón convencional, pero sus ojos tenían una expresión astuta bajo sus párpados entornados.
– Mientras estaba usted ausente, tuve noticias del Vaticano, Ralph -dijo, moviendo ligeramente a la gata-. Eres egoísta, Saba; haces que se me entumezcan las piernas.
– ¿Sí? -dijo el padre Ralph, hundiéndose en su sillón y esforzandose en mantener los ojos abiertos.
– Podrá acostarse en seguida, pero no antes de oír mis noticias. Hace algún tiempo, envié una comunicación personal y privada al Santo Padre, y hoy he recibido una respuesta de mi amigo el cardenal Monte-verdi… Me pregunto si será descendiente del músico del Renacimiento. Nunca me acuerdo de preguntárselo, cuando le veo. ¡Oh, Saba! ¿Por qué te empeñas en clavar las uñas cuando estás contenta?
– Le escucho. Eminencia; todavía no me he dormido -dijo, sonriendo, el padre Ralph-. No es extraño que le gusten tanto los gatos. También disfruta usted jugando con su presa. -Chasqueó los dedos-. ¡Saba! ¡Déjale y ven conmigo! Es un antipático.
La gata saltó inmediatamente de la falda morada, cruzó la alfombra y saltó delicadamente sobre las rodillas del cura, meneando la cola y oliendo, entusiasmada, aquel extraño olor a caballo y a barro. Los ojos azules de Ralph sonrieron a los castaños del arzobispo, y ambos los tenían medio cerrados, pero absolutamente alerta.
– ¿Cómo lo consigue? -preguntó el arzobispo-. Los gatos no suelen hacer caso a las llamadas; sin embargo, Saba le obedece como si le diese usted caviar y valeriana. Es un animal ingrato.
– Le escucho. Eminencia.
– Y me castiga por hacerle esperar, quitándome el gato. Está bien, usted gana. ¿Acaso pierde alguna vez? He aquí una pregunta interesante. Bueno, tengo que felicitarle, mi querido Ralph. En el futuro, llevará usted mitra y báculo, y le llamarán su Ilustrísima el obispo De Bricassart.
¡Sus ojos se han abierto de par en par!, observó el arzobispo, satisfecho. Y es que, por una vez, el padre Ralph no había tratado de ocultar o disimular sus verdaderos sentimientos. Estaba entusiasmado.