38040.fb2 El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino) - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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LUKE

10

Era sorprendente lo de prisa que se recobraba la tierra; al cabo de una semana, verdes brotes de hierba asomaban ya sobre el pegajoso cenagal, y a los dos meses, los árboles quemados echaban hojas. Si la gente era dura y resistente, era porque la tierra no les permitía ser de otra manera; los débiles de corazón o los que carecían" de paciente fanatismo no duraban mucho tiempo en el Gran Noroeste. Pero i›a-sarían años antes de que se borrasen las cicatrices. Muchas capas de corteza tendrían que crecer y caer en jirones antes de que los troncos volviesen a ser blancos o rojos o grises, y algunos árboles no se regenerarían en absoluto, sino que permanecerían negros y muertos. Y, durante años, esqueletos en desintegración salpicarían la llanura, hasta que, con el paso del tiempo, quedaran gradualmente cubiertos por el polvo y enterrados por nuevas y pequeñas pezuñas. Y, cruzando Drogheda hacia el Oeste, permanecerían los profundos surcos que conocían la historia los mostrarían a otros caminantes que la ignoraban, hasta que al fin el relato quedaría incorporado al folklore de las llanuras negras.

Drogheda perdió tal vez una quinta parte de sus pastos y unos 25.000 corderos, poca cosa para una explotación que, en los recientes años buenos, había contado con unas 125.000 cabezas. De nada servía echarle la culpa a un destino cruel o a la ira de Dios, según quisieran llamar los afectados a aquel desastre natural. Lo único que podía hacerse era evitar más pérdidas y empezar de nuevo. En todo caso, no había sido ésta la primera vez, ni nadie pensaba que sería la última.

Pero ver los jardines de la mansión de Drogheda tostados y yermos en primavera, resultaba sumamente doloroso. Habrían podido sobrevivir en la sequía, gracias a los depósitos de agua de Michael Carson; pero en un incendio no sobrevivía nada. Ni siquiera florecieron las wistarias, cuyos capullos empezaban a formarse cuando se produjo el incendio. Los rosales estaban calcinados, y los pensamientos, muertos; las plantas de mostaza tenían un color sepia pajizo; las fucsias de los rincones sombreados se habían marchitado irremediablemente; los jacintos y los olorosos guisantes estaban secos y habían perdido su aroma. El agua de los depósitos que se había gastado durante el incendio fue compensada por la fuerte lluvia subsiguiente, y todos los moradores de Drogheda dedicaron sus problemáticos ratos de ocio a ayudar al viejo Tom a replantar los jardines.

Bob decidió continuar la política de Paddy de aumentar el personal en Drogheda, y contrató otros tres mozos para cuidar del ganado. Mary Carson había preferido no tener trabajadores fijos, aparte de los Cleary, y tomar obreros eventuales para ¡as épocas en que había que marcar los corderos, esquilarlos o cuidar de las crías; pero Paddy pensaba que los hombres rendían mucho más si sabían que tenían un empleo permanente, y, a la larga, venía a ser lo mismo. La mayoría de aquellos trabajadores tenían los pies inquietos y no permanecían mucho tiempo en el mismo lugar.

Las nuevas casas, construidas más lejos del torrente, estaban habitadas por hombres casados, y el viejo Tom tenía una nueva vivienda de tres habitaciones, a la sombra de un pimentero, detrás de las caballerizas, y cloqueaba gozoso, con orgullo de propietario, cada vez que entraba en ella. Meggie seguía cuidando de algunas dehesas interiores, y su madre continuaba con los libros.

Fee continuaba la tarea de Paddy de comunicar con el ahora obispo Ralph, y, fiel a su manera de ser, sólo le informaba de lo referente a la administración de la hacienda. Meggie deseaba ardientemente ver sus cartas, leerlas con anhelo, pero Fee no le daba oportunidad de hacerlo, pues las guardaba en una caja de acero en cuánto se había enterado a fondo de su contenido. Desaparecidos Paddy y Stu, no había manera de llegar hasta Fee. En cuanto a Meggie, Fee olvidó la promesa que le había hecho al padre Ralph, apenas éste hubo vuelto la espalda. Meggie respondía a las invitaciones a bailes o fiestas con corteses excusas, y Fee, que lo advertía, nunca la reprendió ni le dijo lo que debía hacer. Liam O'Rourke aprovechaba la más mínima oportunidad para presentarse en Drog-heda, y Enoch Davies, telefoneaba constantemente, lo mismo que Connor Carmichael y Alastair MacQueen. Pero Meggie los despachaba siempre rápidamente, hasta el punto de que todos llegaron a desesperar de atraer su interés.

El verano fue muy lluvioso, pero sin que los aguaceros provocasen desbordamientos; sólo mantenían el suelo perpetuamente enfangado y hacían que el largo Brawon-Darling bajase muy ancho, profundo y caudaloso. Cuando llegó el invierno, siguió lloviendo esporádicamente; las nubes pardas eran de agua, no de polvo. Y la marcha de los vagabundos, provocada por la depresión, se interrumpió, porque era sumamente difícil caminar por las tierras negras en tiempo lluvioso, y el frío, añadido a la humedad, hacía que menudeasen las pulmonías entre los que no podían dormir a cubierto.

Bob estaba preocupado, y empezó a decir que, si el tiempo continuaba así, podía producirse una epidemia de glosopeda en el ganado; los merinos sometidos a una humedad excesiva del suelo eran propensos a enfermar de las pezuñas. El esquileo había sido casi imposible, pues los esquiladores no querían tocar lana mojada, y, a menos que el barro se secase antes de la época de parir las ovejas, muchos corderillos morirían a causa de la humedad y del frío.

El teléfono dio dos timbrazos largos y uno corto, que era la señal correspondiente a Drogheda; Fee contestó y se volvió.

– Bob, es de AML y F, para ti.

– Hola, Jimmy, soy Bob… Sí, muy bien… ¡Oh, bravo! ¿Buenas referencias…? Bien, que venga a verme… Si es tan bueno como dices, puedes anunciarle que probablemente tendrá el empleo; pero tengo que verle; no compro nada sin ver antes la muestra, y no me fío de las referencias… Bueno, gracias. Adiós.

Bob se sentó de nuevo.

– Va a venir un nuevo ganadero; un buen tipo, según Jimmy. Ha estado trabajando en el oeste de.los llanos de Queensland, por Longreach y Charleville. Cuidando ganado. Buenas referencias y todo lo demás.

Excelente jinete, acostumbrado a desfogar caballos. Fue anteriormente esquilador, y bueno, según Jimmy, sacaba más de doscientas cincuenta al día. Pero esto me da que pensar. ¿Por qué quiere un buen esquilador trabajar por el sueldo de un conductor de ganado? No es corriente cambiar las tijeras por la silla de montar. Pero tal vez le guste la dehesa, ¿no?

En el transcurso de los años, Bob había adquirido acento australiano y arrastraba las palabras, pero lo compensaba abreviando sus frases. Rayaba ya en la treintena, y, para disgusto de Meggie, no daba señales de haberse encaprichado de ninguna de las chicas casaderas que había conocido en las pocas fiestas a las que había asistido por pura cortesía. En primer lugar, era sumamente tímido, y, además, parecía entregado por completo a la tierra, la cual amaba, por lo visto, con exclusión de todo lo demás. Jack y Hughie se parecían cada día más a él; en realidad, habrían podido pasar por trillizos, cuando se sentaban juntos en uno de los duros bancos de mármol, que eran los que encontraban más cómodos para relajarse en casa. Lo cierto es que preferían acampar en la dehesa, y, cuando dormían en casa, se tumbaban en el suelo de.sus habitaciones, temerosos de ablandarse en le cama. El sol, el viento y el ambiente seco, habían curtido su piel blanca y pecosa, dándole un aspecto de caoba moteada, sobre la que brillaban pálidos y tranquilos sus ojos azules, cercados de profundas arrugas que delataban su costumbre de mirar a lo lejos con los párpados entornados, sobre la hierba amarillenta y plateada. Era casi imposible adivinar la edad que tenían y quién era el más viejo o el más joven de los tres. Todos tenían la nariz romana y el rostro amable y simpático de Paddy, pero su complexión era superior a la de éste, que andaba encorvado y tenía los brazos demasiado largos, después de tantos años de trabajar como esquilador. Ellos, en cambio, tenían la apostura elegante y desenvuelta de los hombres acostumbrados a montar a caballo. Pero ni las mujeres, ni las comodidades y placeres de la vida, parecían interesarles.

– ¿Es cacado el nuevo mozo? -preguntó Fee, trazando unas pulcras líneas con una regla y una pluma mojada en tinta roja.

– No lo he preguntado. Lo sabré mañana cuando venga.

– ¿Cómo llegará hasta aquí?

– Lo traerá Jimmy; éste va a ver aquellos viejos carneros de Tankstand.

– Bueno, esperemos que se quede algún tiempo. Aunque, si no está casado, supongo que se marchará dentro de unas semanas. Esos ganaderos son un desastre -comentó Fee.

Jims y Patsy estudiaban en el internado de River-view, y confiaban en que, cuando cumpliesen los catorce años reglamentarios, no permanecerían un minuto más en el colegio. Esperaban ansiosamente el día en que podrían salir a la dehesa con Bob, Jack y Hughie; entonces, la familia se bastaría para cuidar de Drogheda, y los forasteros podrían llegar y marcharse cuando quisieran. La pasión familiar por la lectura no hacía que sintiesen más afición por el colegio; un libro podía llevarse también en la silla de montar o en un bolsillo de la chaqueta, y su lectura era mucho más agradable a la sombra de un winga, al mediodía, que en una clase de los padres jesuítas. El pensionado había sido para ellos un cambio muy duro. Las aulas de grandes ventanales, los espaciosos y verdes campos de juego, los espléndidos jardines y las comodidades del lugar, significaban muy poco para ellos, lo mismo que Sydney con sus museos, sus salas de conciertos y sus galerías de arte. Habían intimado con los hijos de otros ganaderos, y se pasaban las horas de ocio añorando su casa o jactándose de la extensión y del esplendor de Drogheda ante unos crédulos oídos; todo el mundo, al oeste de Burren Junction, había oído hablar de la poderosa Drogheda.

Pasaron varias semanas antes de que Meggie viese al nuevo ganadero. Su nombre había sido debidamente registrado en los libros: Luke O'Neill; y ya se hablaba mucho más de él de lo que solía hablarse de sus semejantes en la casa grande. Por ejemplo, se había negado a dormir en los barracones de los mozos y se había instalado en la última casa vacía cercana al torrente. Por otra parte, se había presentado él mismo a la señora Smith y se había granjeado la simpatía de la dama, a pesar de que no solían gustarle los ganaderos. Meggie sentía curiosidad por él, mucho antes de conocerle.

Como ella guardaba la yegua castaña y el capón negro en la caballeriza, y no en los corrales de los caballos de labor, y como salía por las mañanas más tarde que los hombres, pasaba mucho tiempo sin que tropezase con ninguno de los obreros contratados. Pero al fin se encontró con Luke O'Neill una tarde de verano, cuando el sol brillaba rojo sobre los árboles y las sombras avanzaban en busca del amable olvido de la noche. Ella volvía de Bo-rehead y se dirigía al vado del torrente, mientras que él venía del Sudeste y más allá, y también se encaminaba al vado.

A él le daba el sol en los ojos, y por eso le vio ella primero; observó que montaba un bayo grande y resabiado, de crin y cola negros, con manchas blancas. Conocía bien al animal, porque una de sus funciones era distribuir los caballos de labor, y precisamente le había extrañado ver muy poco a aquel caballo en los últimos días. No le gustaba a ninguno de los hombres, y éstos evitaban montarlo siempre que podían. Por lo visto, no le ocurría lo mismo al nuevo mozo, y esto indicaba que era buen jinete, pues el animal era de cuidado y tenía la costumbre de morder al jinete en cuanto éste se apeaba.

Era difícil calcular la estatura de un hombre montado a caballo, pues los ganaderos australianos empleaban pequeñas sillas inglesas, desprovistas del alto borrén y de la perilla de las sillas americanas, y, además, montaban con las rodillas dobladas y el cuerpo muy erguido. El nuevo trabajador parecía alto, pero como, a veces, la altura residía en el tronco y las piernas eran desproporcionadamente cortas, Meg-gie prefirió no hacer juicios prematuros. En todo caso, y a diferencia de la mayoría de los ganaderos, el hombre prefería la camisa blanca y el pantalón blanco de algodón a la camisa de franela gris y ei pantalón del mismo color; un poco dandy, pensó, divertida. Mejor para él, si no le importaba lavar y planchar con frecuencia.

– ¡Buenos días, señora! -gritó él, al acercarse, quitándose el viejo y raído sombrero gris y poniéndoselo de nuevo sobre la coronilla, con aire de truhán.

Al llegar junto a Meggie, sus alegres ojos azules la miraron sin disimular su admiración.

– Bueno, ya veo que no es la señora; por consiguiente, debe de ser su hija

– dijo-. Yo soy Luke O'Neill.

Meggie murmuró algo, pero se resistió a mirarle de nuevo, confusa e irritada hasta el punto de no poder pensar una adecuada contestación superficial. ¡Oh, no había derecho! ¿Cómo podía alguien atreverse a tener una cara y unos ojos tan parecidos a los del padre Ralph? En cambio, su manera de mirarla era distinta; había en ella diversión, pero no amor. Desde aquel primer día en que había visto al padre Ralph arrodillándose en el polvo del patio de la estación de Gilly, Meggie había descubierto amor en sus ojos. Y ahora miraba sus ojos, ¡y no le veía a el!. Era una broma cruel, un castigo.

Ignorando los pensamientos de la joven, Luke O'Neill mantuvo su bayo junto a la mansa yegua de Meggie, mientras vadeaban el torrente, que todavía bajaba caudaloso a causa de la lluvia. Desde luego, ¡la chica era una belleza! ¡Y qué cabellos! Lo que no era más que barbas de mazorca de maíz en las cabezas de los varones Cleary, era un adorno precioso en este pimpollo. ¡Si al menos le dejase ver mejor su cara! Y entonces pudo verla, y su mirada, bajo las cejas juntas, tenía una expresión extraña; no precisamente de desagrado, como si tratase dé ver en él algo que no podía ver, o como si hubiese visto algo que habría preferido no ver. Vete a saber lo que sería. Pero, de todos modos, parecía inquietarla. Luke no estaba acostumbrado a verse sopesado por una mujer, y esto representó una novedad para él. Pillado naturalmente en una trampa de cabellos de oro crepuscular y de ojos dulces, mostró un interés que no hizo más que aumentar la inquietud y el disgusto de la joven. Sin embargo, seguía observándole, ligeramente abierta la roja boca, con unas diminutas gotas de sudor sobre el labio superior y sobre la frente, pues el calor apretaba, y con las rojizas cejas arqueadas en una muda interrogación.

Él sonrió y mostró los grandes dientes blancos del padre Ralph; y sin embargo, no era la sonrisa del padre Ralph.

– ¿Sabe que parece usted una niña pequeña, boquiabierta y asombrada?

Ella desvió la mirada.

– Lo siento. No quena ser impertinente. Me ha recordado usted a alguien; esto es todo.

– Mire cuanto quiera. Prefiero su cara a su cabellera, por bonita que ésta sea. ¿A quién le recuerdo?

– No tiene importancia. Lo extraño es que se parece mucho y, al mismo tiempo, es completamente distinto.

– ¿Cómo se llama usted, señorita Cleary?

– Meggie.

– Meggie… Un nombre poco digno, que no le cae nada bien. Habría preferido que se llamase Belinda o Madeleine; pero, si Meggie es todo lo que tiene que ofrecer, tendré que resignarme. ¿Qué significa? ¿Tal vez Margaret?

– No; Meghann.

– ¡Ah! ¡Eso está mejor! La llamaré Meghann.

– No, ¡no lo haga! -saltó ella-. ¡Detesto este nombre!

Pero él se echó a reír.

– Está usted demasiado acostumbrada a hacer su voluntad, señorita Meghann. Si' quiero llamarla Eus-taquia Sofronia Augusta, lo haré; conque, ¡ya lo sabe!

Habían llegado a los corrales; él se apeó de su bayo, levantó un puño amenazador ante el belfo del rocín, y éste bajó sumisamente la cabeza. Después, el hombre esperó a que ella le tendiese las manos, para ayudarla a bajar. Pero ella tocó las ijadas de la yegua con los tacones de sus botas y siguió camino adelante.

– No va a dejar a la elegante dama al cuidado de los vulgares ganaderos, ¿eh?

– le gritó él.

– ¡Claro que no! -respondió ella, sin volverse.

¡Oh! ¡No había derecho! Incluso cuando estaba de pie se parecía al padre Ralph; alto, ancho de hombros y estrecho de caderas, incluso con algo de su prestancia, pero empleada de un modo diferente. El padre Ralph se movía como un bailarín; Luke O'Neill, como un atleta. Sus cabellos eran igualmente tupidos, negros y ondulados; sus ojos, asimismo azules; su nariz, igualmente fina y recta, y su boca, también bien dibujada. Y sin embargo, no se parecía al padre Ralph más que… que un falso eucalipto a un eucalipto auténtico, ambos igualmente altos y pálidos y espléndidos.

Después de aquel encuentro casual, Meggie mantuvo los oídos abiertos a los rumores y chismes sobre Luke O'Neill. Bob y los chicos estaban contentos de su trabajo y parecían llevarse bien con él; según Bob, no sabía lo que era la pereza. Incluso Fee sacó una noche su nombre a relucir, declarando que era un hombre muy guapo.

– ¿No te recuerda a alguien? -preguntó casualmente Meggie, que estaba tendida sobre la alfombra, leyendo un libro.

Fee pensó un momento.

– Bueno, creo que se parece un poco al padre De Bricassart. La misma complexión, el mismo color de la piel. Pero no es un gran parecido; son demasiado diferentes como hombres. -Hizo una pausa y añadió-: Meggie, ¿no puedes sentarte en una silla, como una señorita, para leer? El hecho de que lleves pantalones no debe hacerte olvidar del todo la modestia.

– ¡Bah! -dijo Meggie-. ¡Como si alguien se fijara!

Y así quedó la cosa. Había un parecido; pero detrás de las caras había dos hombres muy distintos, y esto fastidiaba a Meggie, porque estaba enamorada de uno de ellos y sentía remordimiento de encontrar atractivo al otro. En la cocina, descubrió que era el favorito, y también descubrió la causa de que llevase camisa y pantalón blanco para ir a la dehesa; la señora Smith le lavaba y planchaba la ropa, cediendo a su natural hechizo.

– ¡Oh! ¡Es un irlandés guapísimo! -suspiró Min-nie, extasiada.

– Es australiano -dijo Meggie, para provocarla.

– Tal vez ha nacido aquí, señorita Meggie, pero, con un apellido como O'Neill, es tan irlandés como los cerdos de Paddy, dicho sea con todo el respeto para su santo padre, señorita Meggie, que en gloria esté y cantando con los ángeles. ¿Y cómo no puede ser irlandés, con unos cabellos tan negros y unos ojos tan azules? En los viejos tiempos, los O'Neill eran reyes de Irlanda.

– Pensaba que eran los Connor -replicó taimadamente Meggie.

Los ojillos redondos de Minnie pestañearon.

– ¡Ya! Bueno, señorita Meggie, ¡Irlanda era un gran país!

– ¡Vaya! ¡Tiene aproximadamente la extensión de Drogheda! Y en todo caso, O'Neill es un apellido de Orange; no puedes engañarme.

– Aunque sea así, es un gran nombre irlandés, que ya existía mucho antes de que nadie pensara en los hombres de Orange. Es un nombre de las regiones del Ulster; por tanto, es natural que lo llevasen algunos Orange, ¿no? Pero antes estuvieron los O'Neill de Clandeboy y los O'Neill Mor, señorita Meggie.

Meggie se rindió; Minnie había renunciado hacía tiempo a cualquier tendencia feniana que hubiese podido tener, y podía pronunciar la palabia «Orange» sin que le diese un ataque.

Una semana más tarde, Meggie volvió a tropezarse con Luke O'Neill a orilla del torrente. Sospechó que él la había estado esperando, pero no supo que hacer, si había sido así.

– Buenas tardes, Meghann.

– Buenas tardes -contestó ella, mirando al frente, entre las orejas de la yegua castaña.

– El próximo sábado por la noche, hay un baile en Braich y Pwll. ¿Quiere venir conmigo?

– Gracias por invitarme, pero no sé bailar. Sería inútil.

– Yo le enseñaré a bailar en menos que canta un gallo; eso no es ningún obstáculo. Y, ya que voy a llevar a la hermana del patrón*, ¿cree que Bob me prestaría el viejo «Rolls», ya que no el nuevo?

– Ya le he dicho que no voy a ir -replicó ella, apretando los dientes.

– Usted ha dicho que no sabe bailar, y yo le he contestado que la enseñaría. No ha dicho que no iría conmigo, aunque supiese bailar, y por eso pensé que lo que la disgustaba era el baile, no yo. Bueno, ¿lo pensará mejor?

Ella le miró irritada, furiosa, pero él se echó a reír.

– Es usted una niña mimada a más no poder, pequena Meghann; ya es hora de que dé su brazo a torcer.

– ¡No soy una niña mimada!

– ¡A otro con ese cuento! Hija única, con todos sus hermanos desviviéndose por usted, sobrada de tierras y dinero, con una casa preciosa y criadas a su servicio. Ya sé que todo es propiedad de la Iglesia católica, pero a los Cleary no les falta un penique.

«!Esta era la gran diferencia entre ellos!», pensó triunfalmente Meggie. Hasta ahora no se había dado cuenta. El padre Ralph no se habría dejado nunca seducir por los oropeles externos, pero Luke carecía de su sensibilidad, no tenía unas antenas innatas que le decían lo que había debajo de la superficie. Pasaba por la vida sin tener la menor idea de su complejidad o de sus sufrimientos.

Bob, muy asombrado, tendió las llaves del nuevo «Rolls» sin murmurar siquiera; miró fijamente a Luke unos momentos, sin hablar, y después, sonrió.

– Nunca pensé que Meggie iría a un baile, pero llévela en buena hora, Luke. Supongo que a ella le gustará, pues tiene pocas ocasiones de divertirse. Quizá deberíamos llevarla nosotros alguna vez, pero siempre hay algo que lo impide.

– ¿Por qué no venís también tú y Jack y Hughie? -preguntó Luke, por lo visto nada reacio a tener compañía.

Bob meneó la cabeza, horrorizado.

– No, gracias. No somos buenos bailarines.

Meggie se puso su vestido de color de ceniza de rosas, pues no tenía otra cosa que ponerse; no se le había ocurrido emplear parte del dinero que el padre Ralph había depositado a su nombre en el Banco, para comprarse vestidos para fiestas y bailes. Hasta ahora se había librado de todas las invitaciones, pues los tipos como Enoch Davies y Alastair MacOueen eran fáciles de convencer con un rotundo no. No tenían el descaro de Luke O'Neill.

Pero, mientras se contemplaba en el espejo, pensó que podría ir a Gilly la próxima semana, cuando mamá hiciera el viaje acostumbrado, para visitar a la vieja Gert y encargarle unos cuantos vestidos nuevos.

Porque odiaba llevar este vestido; si hubiese tenido otro sólo un poquitín adecuado, se lo habría quitado en un segundo. Habían sido otros tiempos, otro hombre de cabellos negros, pero diferente, y el vestido estaba tan ligado a los sueños y al amor, a las lágrimas y a la soledad, que llevarlo para un hombre como Luke O'Neill le parecía casi una profanación. Pero se había acostumbrado a disimular lo que sentía, a aparecer siempre tranquila y exterior-mente feliz. Su autodominio la envolvía en una capa más gruesa que la corteza de un árbol, y a veces, por la noche, pensaba en su madre y se echaba a temblar.

¿Terminaría como mamá, privada de todo sentimiento? ¿Había empezado así mamá, en los tiempos del padre de Frank? ¿Y qué haría mamá, qué diría, si supiese que Meggie conocía la verdad sobre Frank? ¡Oh, aquella escena en la casa rectoral! Parecía que había sucedido ayer; la pelea entre Paddy y Frank, y Ralph agarrándola a ella con tanta fuerza que le hacía daño, y aquellas cosas horribles, pronunciadas a gritos. Todo coincidía. Meggie, cuando lo Supo, pensó que habría debido adivinarlo. Era ya lo bastante mayor para darse cuenta de que el hecho de tener hijos requería algo más de lo que solía pensar; alguna especie de contacto físico absolutamente prohibido a los que no estaban casados. ¡Qué vergüenza y que humillación debió sentir la pobre mamá por culpa de Frank! No era extraño que fuese como era. Si le hubiese ocurrido a ella, pensó Meggie, habría querido morir. En los libros, sólo las mujeres más bajas y ruines tenían hijos fuera del matrimonio; y sin embargo, mamá no era ruin, ni podía haberlo sido nunca. Meggie deseó con todo su corazón que su madre le hablara alguna vez de ello, o que ella pudiese reunir el valor suficiente para atreverse a preguntarle. Tal vez, de alguna manera, habría podido ayudarla. Pero no era fácil abordar a mamá, y ésta no daría nunca el primer paso. Meggie suspiró mirándose al espejo, esperando no verse jamás en un trance semejante.

Sin embargo, era joven, y en ocasiones como ésta, mientras se contemplaba con su vestido de cenizas de rosas, deseaba sentir, deseaba que la emoción la agitase como un viento fuerte y cálido. No quería andar atareada como un autómata durante el resto de su vida; necesitaba un cambio, y vitalidad y amor. Amor, y un marido y unos hijos. ¿De qué le servía suspirar por un hombre que nunca sería suyo? Él no la quería, no la querría nunca. Decía que la amaba, pero no como la amaría un marido. Porque estaba casado con la Iglesia. ¿Eran todos los hombres capaces de amar a una cosa inanimada, más de lo que podían amar a una mujer? No; no todos los hombres podían ser así. Tal vez los difíciles, los complicados, los que se debatían en mares de dudas y objeciones y argumentos. Pero tenía que haber hom bres más sencillos, hombres que pudiesen amar a una mujer más que a todo lo demás. Hombres como Luke O'Neill, por ejemplo.

– Creo que eres la chica más hermosa que jamás había visto -dijo Luke, poniendo el «Rolls» en marcha.

Meggie no estaba acostumbrada a los cumplidos; le miró de reojo, sorprendida, y no replicó.

– ¿No es estupendo? -preguntó Luke, sin acusar la falta de entusiasmo de ella-. Das vuelta a una llave, aprietas un botón del tablero, y el coche se pone en marcha. Sin tener que darle a la manivela y quedar rendido antes de que el motor le dé la gana de arrancar. Esto es vida, Meghann; no cabe la menor duda.

– ¿Quieres dejarme en paz? -dijo ella.

– ¡Por Dios que no! Has venido conmigo, ¿no? Esto quiere decir que eres mía para toda la noche, y no permitiré que nadie lo discuta.

– ¿Cuántos años tienes, Luke?

– Treinta. ¿Y tú?

– Casi veintitrés.

– ¿Tantos? ¡Si pareces una niña!

– Pues no lo soy.

– ¡Ya! ¿Te has enamorado alguna vez?

– Una.

– ¿Sólo una? ¿A tus veintitrés años? ¡Señor! A tu edad, yo me había enamorado al menos una docena de veces.

– Quizá yo habría hecho lo mismo, pero en Dro-gheda hay muy pocos hombres de los que enamorarse. Creo que tú fuiste el primer ganadero que me dijo algo más que «hola».

– Bueno, si no querías ir a los bailes, porque no sabes bailar, estabas fuera de órbita. Pero eso lo arreglaremos en un periquete. Antes de que termine la velada, sabrás bailar, y, dentro de unas semanas, tendremos una campeona. -Le echó una rápida mirada-. Pero no me digas que ninguno de los hacendados de por ahí te invitó nunca a un baile. Comprendo lo de los ovejeros, porque tú estás por encima de sus inclinaciones, pero algún joven patrono debe haberte mirado con ojos tiernos.

– Si estoy por encima de los ovejeros, ¿por qué me lo preguntas?

– Porque tengo la cara más dura del mundo -rió él-. Bueno, no cambies de tema. Más de un patán de Gilly te lo habrá pedido, ¿eh?

– Alguno -confesó ella-. Pero, en realidad, nunca tuve ganas de ir. Tú casi me has obligado.

– Entonces, los demás son idiotas perdidos -dijo él-. Yo aprecio las cosas buenas al primer vistazo.

No estaba segura de que le gustase demasiado el tono de Luke, pero lo malo era que nunca daba su brazo a torcer.

En el baile, había gente de toda clase, desde hijos e hijas de los hacendados hasta peones con sus mujeres, los que las tenian; criadas y amas de llaves, y habitantes del pueblo, de ambos sexos y de todas las edades. Las maestras de escuela, por ejemplo, aprovechaban estas oportunidades para confraternizar con los aprendices de ganaderos, los empleados de Banco y los verdaderos hombres de la dehesa.

El lujo reservado a otras fiestas más formales brillaba en éstas por su ausencia. El viejo Mickey O'Brien venía de Gilly para tocar el violín, y siempre había algunos mozos dispuestos a tocar el acordeón, turnándose en el acompañamiento de Mickey, mientras el viejo violinista permanecía horas enteras sentado en un barril o en una paca de lana, tocando sin descanso y babeando del colgante labio inferior, porque tenía pereza de tragar la saliva, cosa que tal vez le habría hecho perder el ritmo.

Tampoco eran los bailes que había visto en la fiesta de cumpleaños de Mary Carson. Éstos eran más enérgicos: bailes en corro, gigas, polcas, cuadrillas, contradanzas, mazurcas, Sir Roger de Coverleys, en que sólo se tocaban ligeramente las manos de la pareja o se giraba vertiginosamente. Faltaban el sentido de intimidad, de ensoñación. Todo el mundo parecía considerar aquellos bailes como un simple medio de evasión de sus frustraciones; las intrigas románticas se desarrollaban mejor al aire libre, lejos del ruido y del jaleo.

Meggie tardo poco en descubrir que era muy envidiada a causa de su arrogante pareja. El era blanco de tantas miradas lánguidas y seductoras como lo había sido antaño el padre Ralph, sólo que éstas eran más descaradas. Como lo había sido antaño el padre Ralph. Como lo había sido… ¡Qué terrible, tener que pensar en él empleando el más remoto de los tiempos del verbo!

Fiel a su palabra, Luke sólo la dejó una vez, el tiempo preciso para ir al lavabo. Enoch Davies y Liam O'Rourke estaban también allí, ansiosos por rempla-zarle junto a Meggie. Pero él no les dio la menor oportunidad de hacerlo, y la propia Meggie parecía demasiado aturrullada para saber que tenía perfecto derecho a aceptar invitaciones a bailar por parte de personas distintas de su acompañante. Ella no oyó los comentarios; Luke sí que los oyó, y se rió para sus adentros. ¡Qué desfachatez la de aquel tipo! Un simple ovejero, ¡y les birlaba la chica ante sus propias narices! Pero las censuras no significaban nada para Luke. Ellos habían tenido su oportunidad; si la habían desperdiciado, ¡tanto peor para ellos!

El último baile era un vals. Luke asió a Meggie de la mano, ciñó su cintura con el otro brazo y la atrajo hacia sí. Era un excelente bailarín. Y ella descubrió para su sorpresa, que no tenía que hacer nada, salvo dejarse llevar. Por otra parte, el hecho de ser abrazada por un hombre, de sentir los músculos de su pecho y de sus muslos, de absorber su calor corporal, le producía una sensación extraordinaria. Sus breves contactos con el padre Ralph habían sido tan efímeros que no había tenido tiempo de percibir pequeñas cosas, y había pensado sinceramente que lo que sentía en sus brazos no volvería a sentirlo en los de nadie más. Pero lo de ahora, aunque completamente distinto, era excitante; su pulso se había acelerado, y ella comprendió que él lo había advertido, pues la estrechó de pronto con más fuerza y apoyó la mejilla en sus cabellos.

Mientras volvían a casa en el «Rolls», iluminando el accidentado camino y lo que a veces ni siquiera era camino, hablaron muy poco. Braich y Pwll estaba a más de cien kilómetros de Drogheda, y todo eran dehesas, sin casas ni luces a la vista, sin rastro de humanidad. La elevación que cruzaba Drogheda sólo era unos treinta metros más alta que la llanura, pero, en aquellas tierras negras, subir a la cresta era como alcanzar la cima de un monte en Suiza. Luke detuvo el coche, se apeó y fue a abrir la portezuela del lado de Meggie. Ésta se apeó a su vez, temblando un poco. ¿Iba a estropearlo todo, tratando de besarla? ¡Era un lugar tan tranquilo, tan apartado del mundo!

Había una valla medio podrida a un lado, y sosteniendo delicadamente a Meggie de un codo, para que no tropezase con sus frivolos zapatos, Luke la condujo por el desigual terreno, lleno de madrigueras de conejos. Meggie se asió con fuerza a la valla, contempló la llanura y perdió el habla; primero, de mie: do, y después, de asombro, al ver que él no hacía ningún movimiento para tocarla.

Casi tan claramente como habría podido hacerlo el sol, la pálida luz de la luna descubría inmensas extensiones, donde la hierba, plateada, blanca y gris, rielaba y oscilaba como un suspiro inquieto. Las hojas de los árboles brillaban súbitamente como chispas de fuego al agitar el viento las frondosas copas, y grandes golfos de sombra se abrían misteriosamente al pie de los troncos como bocas del mundo subterráneo. Ella levantó la cabeza, quiso contar las estrellas y no pudo; delicados como gotas de rocío en una tela de araña, los luceros parecían encenderse y apagarse, en un ritmo tan eterno como Dios. Parecían suspendidos sobre ella como una red, bellos, silenciosos, como observando y escrutando el alma, como ojos de insectos que brillaran bajo la luz de un faro, ciegos por su expresión, infinitos por su poder visual. Los únicos sonidos eran el susurro del viento sobre la hierba o entre los árboles, algún chasquido del «Rolls» al enfriarse y la queja de algún pájaro adormilado y enojado al ver interrumpido su descanso, y el único olor, el fragante e indefinible aroma de la dehesa.

Luke volvió la espalda a la noche, sacó una bolsa de tabaco y un librito de papel de fumar, y empezó a liar un cigarrillo.

– ¿Naciste aquí, Meggie? -preguntó, frotando perezosamente las hebras de tabaco sobre la palma de la mano.

– No; nací en Nueva Zelanda. Vinimos a Droghe-da hace trece años.

Él puso el tabaco sobre la hoja de papel, enrolló hábilmente ésta entre el índice y el pulgar, pasó la lengua por la goma, cerrando acto seguido el pequeño cilindro. Después apretó las puntas con una cerilla, frotó ésta y encendió el cigarrillo.

– Esta noche te has divertido, ¿no?

– ¡Oh, sí!

– Me gustaría llevarte a todos los bailes.

– Gracias.

Él volvió a guardar silencio, fumando despacio y mirando, por encima del «Rolls», hacia el bosquecillo donde el irritado pájaro seguía piando furiosamente. Cuando el cigarrillo quedó reducido a una colilla entre sus dedos manchados, la dejó caer al suelo y la aplastó repetidas veces con el tacón de la bota, hasta tener la seguridad de que se había apagado. Nadie tiene tanto cuidado en apagar un cigarrillo como un ganadero australiano.

Meggie suspiró y apartó la vista de la luna, y él la condujo al coche. Era demasiado prudente para intentar besarla tan pronto, ya que lo que pretendía era casarse con ella; tenía que esperar a que ella desease que la besara.

Pero hubo otros bailes, mientras el verano desgranaba su furioso y polvoriento esplendor; gradualmente, la gente de la casa se acostumbró al hecho de que Meggie había encontrado un guapo acompañante. Sus hermanos se abstuvieron de gastarle bromas, porque la querían y apreciaban también bastante a aquel hombre. Luke O'Neill era el mejor trabajador que habían tenido, y ésta era la mejor recomendación. Como, en el fondo, tenían más de obreros que de patronos, nunca se les ocurrió juzgarle por carecer de bienes. Fee, que habría debido pesarle en una balanza más selectiva, no tenía ganas de hacerlo. En todo caso, la tranquila presunción de Luke de que era diferente de los ganaderos corrientes dio su fruto, y, por esta causa, fue tratado por los de la casa como uno de ellos.

Tomó por costumbre visitar la casa grande cuando no tenía que pernoctar en la dehesa, y, al cabo de un tiempo, Bob declaró que era una tontería que comiese solo cuando había comida de sobra en la mesa de los Cleary, y entonces empezó a comer con ellos. Después de lo cual, pareció bastante injusto enviarle a dormir a más de un kilómetro de allí, cuando él era tan amable de quedarse a charlar con Meggie hasta bien avanzada la noche; en vista de lo cual, le invitaron a trasladarse a una de las casitas destinadas a los invitados y que se hallaba detrás de la casa grande.

Por quel entonces, Meggie había empezado ya a pensar mucho en él, y menos desdeñosamente que al principio, cuando no hacía más que compararle con el padre Ralph. La vieja herida estaba cicatrizando. Al cabo de un tiempo, olvidó que el padre Ralph sonreía de otra manera con su boca igual a la de Luke, y que los vividos ojos azules del padre Ralph estaban llenos de serenidad, mientras que los de Luke brillaban de inquieta pasión. Ella era joven, y nunca había saboreado plenamente el amor, sino que sólo lo había probado fugazmente en un par de momentos. Deseaba paladearlo bien, llenarse los pulmones de su aroma, sentir su vértigo en su cerebro. El padre Ralph se había convertido en el obispo Ralph; nunca, nunca volvería a ella. La había vendido por trece millones de monedas de plata, y esto dolía. Si él no hubiese empleado esta frase aquella noche, junto al manantial, ella no le habría dado vueltas al asunto; pero la había empleado, y, desde entonces, ella había yacido despierta muchas noches, preguntándose lo que habría querido decir.

Cuando bailaba con Luke, sentía inquietas las manos sobre la espalda de él; su contacto y su fuerte vitalidad le producían una fuerte excitación. Cierto que no sentía por él aquel fuego oscuro y líquido en la médula de sus huesos, y no pensaba que, si dejase de verle, se marchitaría hasta morir, ni se estremecía y temblaba por una mirada de él. Pero, al llevarla Luke a las fiestas del ditsrito, había conocido mejor a Enoch Davies, a Liam O'Rourke y a Alastair MacQueen, y ninguno de ellos la emocionaba como Luke O'Neill. Si eran lo bastante altos para obligarle a levantar la cabeza para mirarles, no tenían, en cambio, los ojos de Luke, y, si alguno tenía la misma clase de ojos, no tenía los cabellos como él. Siempre carecían de algo que no faltaba en Luke, aunque ella no sabía lo que realmente poseía Luke. Es decir, aparte de que le recordaba al padre Ralph, aunque se negaba a admitir que sólo la atrajese por esto.

Hablaban mucho, pero siempre de temas generales: el esquileo, la tierra, los corderos, o lo que él buscaba en la vida, o tal vez de lugares que había visitado o de algún acontecimiento político. Luke leía algún libro de vez en cuando, pero no era un lector inveterado como Meggie, y ésta, por más que se esforzase, no conseguían nunca hacerle leer un libro por el mero hecho de que ella lo había encontrado interesante. Tampoco llevaba nunca la conversación hacia profundidades intelectuales; y lo más curioso e irritante era que no mostraba el menor interés por la vida de ella, ni le preguntaba lo que pretendía obtener de ésta. A veces, ella deseaba hablar de materias más relacionadas con su corazón que los corderos o la lluvia, pero, si apuntaba algo en este sentido, él era experto en desviar la conversación por cauces más impersonales.

Luke O'Neill era listo, vanidoso, muy trabajador y con un gran afán de hacerse rico. Había nacido en una mísera cabana, exactamente sobre el trópico de Capricornio, en las afueras de la ciudad de Longreach, en Queensland occidental. Su padre era la oveja negra de una familia irlandesa acomodada, pero incapaz de perdonar, y su madre era hija de un alemán, carnicero de Wiston; cuando se empeñó en casarse con el padre de Luke, fue también desheredada. Había diez niños en aquella choza, y ninguno de ellos tenía unos zapatos que ponerse, aunque esto importaba poco en la tórrida Longreach. Luke, padre, que se ganaba la vida esquilando corderos cuando le apetecía (por lo general, le apetecía más beber ron OP), murió en un incendio de la taberna de Blackall, cuando el joven Luke tenía doce años. Por consiguiente, éste se largó en cuanto pudo para trabajar de ayudante de esquilador, encargado de embadurnar las heridas de las reses con pez fundido, cuando a un esquilador se le escapaba la mano y cortaba carne además de lana.

Había una cosa que nunca espantó a Luke, y era el trabajo duro; lo deseaba tanto como otros deseaban lo contrario, aunque nadie se había preocupado de averiguar si esto se debía a que su padre había sido un borrachín y el hazmerreír del pueblo, o a que había heredado el amor al trabajo de su madre.

Al hacerse mayor ascendió en el oficio y pasó a ser mozo de establo, en cuya condición corría arriba y abajo recogiendo los grandes vellones grises que volaban de una pieza, hinchados como cometas, para llevarlos a la mesa para ser descadillado. Allí aprendió a descadillar, limpiando la lana de pajillas y otras cosas, y pasándola a unos recipientes para ser examinada por el clasificador, que era el aristócrata del esquiladero, el hombre que, como el catador de vinos, no puede aprender el oficio a menos que tenga una predisposición instintiva para él. Y Luke no tenía instinto de catador; si quería ganar dinero, como era el caso, tenía que dedicarse a la prensa o al esquileo. Tenía fuerza para manejar la prensa, para formar macizas balas con los vellones clasificados, pero un buen esquilador podía ganar más dinero.

Como era muy conocido en Queensland occidental como buen trabajador, no tuvo dificultad para conseguir un puesto de aprendiz. Con habilidad, coordinación, fuerza y resistencia, cualidades que afortunadamente poseía Luke, un hombre podía convertirse en esquilador de primera. Pronto esquiló Luke doscientas y pico ovejas al día, seis días a la semana, y una libra cada cien; y esto con las finas tijeras llamadas boggi, por su semejanza con los lagartos de esta clase. Las grandes herramientas de Nueva Zelanda, de peines y hojas anchos y toscos, eran ilegales en Australia, a pesar de que, con ellas, un esquilador podía doblar su producción.

Era un trabajo muy pesado; tenía que estar siempre encorvado, con un cordero apretado entre las piernas, pasando su boggi a lo largo del cuerpo del animal para cortar la lana de una pieza y dejar la menor cantidad posible para un segundo corte, y haciéndolo al rape para complacer al jefe de la explotación, siempre dispuesto a echarle una bronca al esquilador que no atendiese sus rigurosas instrucciones. No le importaban el calor ni el sudor ni la sed, que le obligaban a beber más de tres galones de agua al día, y ni siquiera las irritantes hordas de moscas, pues había nacido en un país de moscas. Tampoco le importaba las muchas variedades de corderos, pesadilla de los esquiladores, ni que todos ellos fuesen merinos, lo cual quería decir que tenían lana desde el morro hasta las pezuñas y cuya piel era frágil y móvil como un papel resbaladizo.

No; el trabajo no importaba a Luke, porque, cuanto más duro trabajaba, mejor se sentía; lo que le irritaba era el ruido, el encierro, el hedor. Ningún lugar del mundo era tan infernal como un esquiladero. Por esto decidió convertirse en capataz, en el hombre que recorría las filas de encorvados esquiladores y observaba cómo cortaban los vellones con sus suaves y perfectos movimientos.

Y al fondo de la era, en su sillón de mimbre, Se sienta el capataz que mira a todas partes.

Así decía la vieja canción da los esquiladores, y esto era lo que Luke O'Neill había resuelto ser. El gallardo capataz, el jefe, el ganadero, el colono. Hl perpetuo encorvamiento, los brazos alargados del esquilador, no se habían hecho para él; prefería trabajar al aire libre, mientras entraba el dinero en sus bolsillos. Sólo la perspectiva de ser un esquilador de pri-merísima categoría, uno de esos raros hombres capaces de esquilar más de trescientos merinos al día, según las normas y empleando boggis, habría mantenido a Luke dentro de los corrales. Aquéllos ganaban, además, mucho dinero con las apuestas. Pero, desgraciadamente, él era demasiado alto, y los segundos que perdía encorvándose y estirándose, le impedían alcanzar aquella cima a pesar de ser un buen esquilador.

Entonces, dentro de sus limitaciones, pensó en otra manera de lograr lo que anhelaba; al llegar a este momento de su vida, descubrió que las mujeres lo encontraban muy atractivo. Había realizado su primer intento cuando trabajaba cuidando ganado en Gnarlunga, la heredera de cuya hacienda era una mujer muy joven y muy bonita. Pero quiso su mala suerte que ella prefiriese a un mozo cuyas chocantes hazañas se estaban haciendo legendarias en la región. Desde Gnarlunga pasó a Bingelly, donde obtuvo un empleo de desbravador de caballos, pero sin perder de vista la casa solariega, donde la ya entrada en años y nada atractiva heredera vivía en compañía de su padre viudo. Había estado a punto de conquistar a la pobre Dot, pero ésta había acabado sometiéndose a los deseos de su padre y casándose con el astuto sexagenario que poseía la hacienda vecina.

Estos dos ensayos le hicieron perder más de tres años de su vida, y decidió que veinte meses por heredera era demasiado tiempo y resultaba muy aburrido. Le convenía más viajar durante una temporada, cambiando con frecuencia de sitio, hasta que sus correrías le permitiesen descubrir otras perspectivas adecuadas. Divirtiéndose enormemente, empezó a recorrer los caminos ganaderos de Queensland, bajando hasta el Cooper y la Diamantina, el Barcoo y el Bulloo Over-flow, en el rincón más alejado de la Nueva Gales del Sur Occidental. Tenía treinta años, y ya era hora de que encontrase la gallina que pusiese al menos algunos huevos de oro.

Todo el mundo había oído hablar de Drogheda, pero Luke aguzó los oídos cuando se enteró de que había allí una hija única. No podía esperar que ésta heredase, pero tal vez estarían dispuestos a dotarla con unos modestos 100.000 acres de terreno alrededor de Kynuna o de Winton. Había buenas tierras en los alrededores de Gilly, pero aquello era demasiado selvático y boscoso para él. Luke ansiaba la enormidad del lejano oeste de Queensland, donde la hierba se extendía hasta el infinito y los árboles eran, sobre todo, algo que el hombre recordaba como vagamente existente hacia el Este. Sólo un herbazal continuo, sin principio ni fin, donde era afortunado el hombre que apacentaba un cordero por cada diez acres que poseía. Porque a veces no había hierba, sino sólo un desierto de suelo negro, resquebrajado y jadeante. La hierba, el sol, el calor y las moscas; cada hombre tiene su cielo, y éste era el de Luke O'Neill.

Se había enterado del resto de la historia de Dro-gheda por Jimmy Strong, el agente de ganado de «AMI & F» que le había llevado el primer día, y había sido un rudo golpe para él el descubrir que la Iglesia católica era la propietaria de Drogheda. Sin embargo, sabía por experiencia que las herederas de propiedades escaseaban mucho, y, por consiguiente, cuando Jimmy Strong siguió diciendo que aquella hija única tenía una buena suma de dinero propio y muchos hermanos que la adoraban, decidió llevar adelante sus planes.

Pues, aunque hacía tiempo que Luke había decidido que el objetivo de su vida era 100.000 acres de tierra en los alrededores de Kynuna o de Winton, y había perseguido tercamente este fin, lo cierto era que, en el fondo, prefería el dinero efectivo a los medios que eventualmente podían proporcionárselo; más que la posesión de tierras y el poder inherente a ella, le atraía la perspectiva de largas hileras de cifras en una cuenta bancaria a su nombre. No había sido Gnar-lunga ni Bingelly lo que había ambicionado desesperadamente, sino su valor en dinero efectivo. Un hombre que hubiese querido de verdad ser el amo de un lugar no le habría echado el ojo a Meggie Cleary, que no poseía tierra alguna. Ni habría amado tanto el duro trabajo físico como lo amaba Luke O'Neill.

El baile del salón de la Santa Cruz de Gilly era el que hacía tres entre los bailes a que Luke había llevado a Meggie en otras tantas semanas. Meggie era demasiado ingenua para sospechar las maniobras de él y cómo había conseguido algunas de las invitaciones, pero, regularmente, al llegar el sábado, él pedía las llaves del «Rolls» a Bob y llevaba a Meggie a algún lugar en un radio de doscientos cincuenta kilómetros.

Aquella noche hacía frío, y ella estaba de pie junto a una valla, contemplando un paisaje sin luna y sintiendo crujir la escarcha bajo sus pies. Se acercaba el invierno. Luke le rodeó la "cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.

– Tienes frío -dijo-. Será mejor que te lleve a casa.

– No; me siento bien. Estoy entrando en calor -respondió ella, jadeando.

Sentía algo diferente en él, algo diferente en el brazo que le ceñía la espalda sin fuerza y de un modo impersonal. Pero era agradable apoyarse en él, sentir el calor que irradiaba su cuerpo, la diferente construcción de su estructura. A través de su gruesa chaqueta de punto, percibía la mano de él, que se movía en pequeños círculos cariñosos, como un masaje de prueba, interrogador. Si, llegados a este punto, ella decía que tenía frío, él se detendría; si no decía nada, él lo interpretaría como un permiso tácito para seguir adelante. Meggie era joven, y ansiaba saborear debidamente el amor. Éste era el único hombre que le interesaba, aparte de Ralph; luego, ¿por qué no averiguar cómo sabían sus besos? Sólo pedía que fuesen diferentes, ¡que no fuesen como los de Ralph!

Interpretando el silencio como muestra de conformidad, Luke apoyó la otra mano en el hombro de ella, la volvió de cara a él e inclinó la cabeza. ¿Era éste el sabor de una boca? ¡No era más que una especie de presión! ¿Qué debía hacer ella para indicar que le gustaba? Movió los labios bajo los de él, e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. La presión aumentó; él abrió la boca, le obligó a abrir los labios con los dientes y la lengua y pasó ésta por el interior de su boca. Algo repugnante. ¿Por qué había sido tan distinto cuando Ralph la había besado? Entonces no había percibido nada nauseabundo; no había pensado nada, sólo se había abierto a él como una caja al ser pulsado un resorte secreto por una mano amiga. ¿Qué diablos estaba haciendo ahora él? ¿Por qué sentía este estremecimiento y se apretaba a él, cuando su mente deseaba furiosamente apartarse?

Luke había encontrado un punto sensible en su costado, y mantenía los dedos allí obligándola a retorcerse; hasta ahora, la cosa no la entusiasmaba. Entonces, él interrumpió su beso y aplicó los labios a un lado de su cuello. Esto pareció gustarle un poco más; le abrazó y jadeó; pero, cuando él deslizó los labios por su cuello y, al mismo tiempo, trató de descubrirle el hombro con la mano, ella le empujó con brusquedad y se echó rápidamente atrás.

– ¡Basta, Luke!

El episodio le había trastornado, le había producido cierta repulsión. Luke lo comprendió perfectamente al ayudarla a subir al coche, y lió un cigarrillo que le hacía mucha falta. Se consideraba un buen galán; hasta ahora, ninguna chica le había rechazado…, pero no eran damitas como Meggie. Incluso Dot MacPher-son, la hededera de Bingelly, mucho más arisca que Meggie, era tosca a más no poder, carecía de la elegancia de los internados de Sydney y de todas esas monsergas. A pesar de su buen aspecto, Luke estaba aproximadamente al mismo nivel del obrero corriente del campo en lo tocante a experiencia sexual; sabía poco de la mecánica del amor, aparte de su propio gusto, y nada de su teoría. Las numerosas muchachas con las que se había acostado no se habían mostrado reacias, dándole así la seguridad de que les gustaba; pero esto significaba que tenía que confiar en cierta cantidad de información personal, no siempre sincera. Una joven aceptaba la aventura amorosa con esperanza de casarse, cuando el hombre era tan atractivo y trabajador como Luke, pero no era probable que perdiese la cabeza sólo por complacerle. Y lo que más gustaba a un hombre era que le dijesen que él era el mejor de todos. Luke nunca había sospechado cuántos hombres, aparte de él mismo, se habían dejado engañar por esto.

Pensando todavía en la vieja Dot, que había cedido y hecho lo que quería su padre, después de que éste la tuviese encerrada una semana en el esquiladero con una res muerta y llena de moscas, Luke se encogió mentalmente de hombres. Meggie sería un hueso duro de roer, y no tenía que asustarla ni disgustarla. Los juegos y la diversión tendrían que esperar; esto era todo. La cortejaría, tal como ella evidentemente quería, con flores y atenciones, y sin demasiados juegos de manos.

Durante un rato permanecieron en silencio; después, Meggie suspiró y se retrepó en el asiento.

– Lo siento, Luke.

– Yo también lo siento. No quise ofenderte.

– ¡Oh, no! No me ofendiste, ¡de veras! Supongo que no estoy acostumbrada a esto… Me asusté, no me ofendí.

– ¡Oh, Meghann! -Él quitó una mano del volante y la apoyó en las de ella-. Mira, no te preocupes. Todavía eres una niña, y yo me precipité. Olvidémoslo.

– Sí -dijo ella.

– ¿No te besó nunca él? -preguntó Luke, con curiosidad.

– ¿Quién?

¿Había miedo en su voz? Pero, ¿por qué había de haberlo?

– Me dijiste que, una vez, habías estado enamorada; por consiguiente, pensé que conocías el asunto. Lo siento, Meghann. Hubiese debido comprender que, estando siempre tan ligada a una familia como la tuya, debió de tratarse de unos amores de colegiala por algún zoquete que ni siquiera se fijaría en ti.

¡Sí, sí, sí! ¡Que lo creyese así!

– Tienes toda la razón, Luke; no fue más que un capricho de colegiala.

Delante de la casa, él la atrajo de nuevo y le dio un beso suave y ligero, sin más complicaciones. Ella no le correspondió exactamente, pero dio a entender que le había gustado; y él se dirigió a la casa de los invitados muy contento de no haber estropeado sus planes.

Meggie se metió en la cama y contempló la suave aureola proyectada por la lámpara en el techo. Bueno, una cosa había quedado demostrada: no había nada en los besos de Luke que le recordasen los de Ralph. Y una o dos veces, hacia el final, había sentido un temblor de desmayada excitación, cuando él había hundido los dedos en su costado y cuando la había besado en el cuello. Era inútil comparar a Luke con Ralph, y ya no estaba segura de querer hacerlo. Era mejor olvidar a Ralph; no podía ser su marido. Y Luke sí que podía.

La segunda vez que Luke la besó, Meggie se comportó de un modo completamente distinto. Habían ido a una fiesta maravillosa en Rudna Hunish, límite te rritorial fijado por Bob a sus excursiones, y la velada se había desarrollado bien desde el principio. Luke estaba en su mejor forma, tan chistoso que la hacía desternillarse de risa, y se había mostrado cariñoso y atento durante toda la fiesta. ¡Y la señorita Carmichael, empeñada en quitárselo! Poniéndose en un plan en el que Alastair MacQueen y Enoch Davies no se atrevían a entrar, se había pegado a éstos y había coqueteado descaradamente con Luke, obligándole a sacarla a bailar para no pecar de descortés. Fue una cuestión de puro compromiso, un baile de salón, y precisamente un vals lento. Pero, en cuanto terminó la música, Luke volvió en seguida junto a Meggie y no dijo nada; sólo miró al techo con una expresión que reveló a las claras que la señorita Carmichael le aburría terriblemente. Y ella se lo agradeció; desde aquel día en que se había entremetido en la fiesta de Gilly, Meggie le tenía antipatía a la señorita Carmichacl. Nunca había olvidado cómo la había desdeñado el padre Ralph para ayudar a una niña a pasar un charco; y esta noche, Luke había adoptado la misma actitud. ¡Bravo! ¡Eres estupendo, Luke!

El trayecto de regreso a casa era muy largo, y hacía frío. Luke le había sacado un paquete de bocadillos y una botella de champaña al viejo Angus MacQueen, y, cuando habían recorrido unos dos tercios del camino de regreso, él detuvo el coche. La calefacción en los automóviles era entonces tan rara como hora en Australia, pero el «Rolls» la tenía; buena cosa para aquella noche, en que la escarcha tenía un grueso de cinco centímetros sobre el suelo.

– ¡Oh! ¿No es estupendo poder estar sentado aquí sin abrigo, en una noche como ésta? -dijo Meggie, sonriendo, tomando el vasito de plata plegable Heno de champaña, que le ofrecía Luke, y mordiendo un bocadillo de jamón.

– ¡Vaya si lo es! ¡Y qué bonita estás esta noche, Meghann!

¿Qué había en el color de sus ojos? A él no le gustaba normalmente el gris, por demasiado anémico, pero, al mirar ahora sus ojos grises, habría jurado que tenían todos los tonos de la parte azul del arco iris, violeta y añil, y el azul de un día claro, sobre un verde de musgo, con un atisbo de amarillo leonado. Y brillaban como lisas joyas medio opacas, encuadradas por unas pestañas largas y curvas que relucían como si hubiese recibido un baño de oro. Alargó una mano, pasó con delicadeza un dedo por una de las pestañas y luego contempló solemnemente la yema del dedo.

– ¿Qué haces, Luke? ¿Qué pasa?

– No he podido resistir la tentación de averiguar si tienes un bote de polvos de oro en tu tocador. ¿Sabes que eres la primera chica que he visto con oro de verdad en las pestañas?

– ¡Oh! -Se tocó un ojo, miró el dedo y se echó a reír-. ¿De veras? Pues no se cae.

El champaña le hacía cosquillas en la nariz y calentaba su estómago. Se sentía estupendamente.

– Tus cejas son también de oro y tienen la misma forma que una bóveda de iglesia, y tus cabellos parecen de oro verdadero… Siempre me imagino que serán duros como el metal, y después resultan suaves como los de un niño… Y también debes ponerte polvos de oro en la piel, por lo que brilla… Y tienes la boca más bella del mundo, hecha para besar…

Ella se le quedó mirando, ligeramente entreabierta la boca fresca y rosada, como el día de su primer encuentro; él alargó una mano y asió su copa vacía.

– Creo que necesitas un poco más de champaña -dijo, llenándola.

– Debo confesar que ha sido una buena idea detenernos y descansar un poco del viaje. Y gracias por haberle pedido los bocadillos y el vino al señor Mac-Queen.

El motor del gran «Rolls» zumbaba suavemente en el silencio, mientras salía el aire caliente por las aberturas, casi sin hacer ruido; dos rumores distintos y adormecedores. Luke se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Sus abrigos estaban en el asiento de atrás, pues les habrían dado demasiado calor dentro del coche.

– ¡Oh! ¡Así está mejor! No sé quién inventó la corbata y dijo que había que llevarla para vestir bien; pero, si algún día me lo encuentro, lo estrangularé con su propio invento.

Se volvió bruscamente, bajó la cara sobre la de ella, y pareció que las curvas de sus labios se adaptaban exactamente, como piezas de un rompecabezas; aunque no la abrazaba ni la tocaba en ninguna otra parte, ella se sintió sujeta a él y su cabeza le siguió al echarse él atrás, como atrayéndola sobre su pecho. Él levantó ¡as manos y le sujetó la cabeza, para trabajar mejor en aquella boca enloquecedora, asombrosamente dócil. Suspiró y se abandonó a este único sentimiento, dueño al fin de aquellos labios de niña que tan bien se adaptaban a los suyos. Ella le rodeó el cuello con un brazo y hundió los temblorosos dedos en sus cabellos, mientras la palma de su otra mano descansaba sobre la suave y morena piel de la base del cuello. Esta vez, él no se apresuró, aunque antes de darle el segundo vaso de champaña, se había enardecido con sólo mirarla. Sin soltar la cabeza, le besó las mejillas, los ojos cerrados, el curvo hueso de las órbitas debajo de las cejas, y de nuevo las mejillas, porque eran sedosas, y de nuevo la boca, porque su forma infantil le volvía loco, le había enloquecido ya el primer día que la había visto.

Y el cuello, el hoyuelo de su base, y la piel del hombro, tan delicada y fresca y seca… Incapaz de detenerse, casi fuera de sí por el miedo a que ella le contuviese, apartó una mano de su cabeza y desabrochó la larga hilera de botones de la espalda del vestido, deslizó éste por sus brazos sumisos y después le bajó los tirantes de satén. Enterrando la cara entre su cuello y su hombro, apretó las yemas de los dedos sobre su espalda desnuda, y sintió sus pequeños temblores y las duras puntas de sus senos. Bajó la cara en una búqueda ciega y convulsiva de la blanda superficie, con los labios entreabiertos, apretándolos, hasta cerrarlos sobre la carne tensa… El viejo y eterno impulso, su preferencia particular, que nunca fallaba. Era bueno, bueno, bueno, ¡bueeeeeeno! No gritó, pero se estremeció un momento y tragó saliva para desatar un nudo en su garganta.

Soltó el pecho, como un bebé ahito, puso un beso de infinito amor y gratitud en el costado del seno, y permaneció inmóvil, salvo por el jadeo de su respiración. Sintió la boca de ella en sus cabellos y la mano debajo de su camisa, y de pronto pareció volver en sí y abrió los ojos. Se incorporó vivamente, subió los tirantes sobre los brazos de Meggie; después, el vestido, y por último, abrochó hábilmente los botones.

– Deberías casarte conmigo, Meghann -dijo, y su mirada era dulce y sonriente-. No creo que tus hermanos aprobasen lo que acabamos de hacer.

– Sí; creo que es lo mejor -convino ella, bajando los párpados y con un delicioso rubor en sus mejillas.

– Se lo diremos mañana por la mañana.

– ¿Por qué no? Cuanto antes, mejor.

– El domingo próximo te llevaré a Gilly. Veremos al padre Thomas, porque supongo que querrás casarte por la Iglesia, y arreglaremos lo de las amonestaciones y compraremos el anillo de boda.

– Gracias, Luke.

Bueno, esto fue todo. Ella había dado su palabra; no podía desdecirse. Dentro de unas semanas, el tiem po necesario para las amonestaciones, se casaría con Luke O'Neill. Sería… ¡la señora de Luke O'Neill! ¡Qué extraño! ¿Por qué había dicho sí? Porque él me dijo que debía hacerlo, él dijo que debía hacerlo. Pero, ¿por qué? ¿Para librarse él del peligro? ¿Para protegerse él, o para protegerme a mí? Ralph de Bricassart, a veces creo que te odio…

El incidente de! coche había sido sorprendente y turbador. En nada parecido a la primera vez. Tantas sensaciones buenas y terribles… ¡Oh, el contacto de sus manos! Aquel apretón electrizante de su pecho, que enviaba grandes ondas por todo su cuerpo. Y él lo había hecho precisamente en el momento en que su conciencia había echado la cabeza atrás, había avisado a la niña insensata que él le estaba quitando el vestido, que debía gritar, pegarle, echar a correr. Ya no amodorrada ni medio inconsciente por el champaña, por el calor y por el descubrimiento de que los besos eran deliciosos cuando se daban bien, su primer apretón en el pecho la había anonadado, había anulado el sentido común, la conciencia y toda idea de huida. Se había apretado contra el pecho de él, que la había estrechado contra su cuerpo con manos que parecían estrujarla, y ella sólo había sentido el deseo de permanecer así por el resto de sus días, sacudida hasta el fondo de su alma, esperando… Esperando, ¿qué? No lo sabía. En el momento en que él la había apartado, ella no había querido hacerlo, había estado casi a punto de arrojarse sobre éf como una salvaje. Pero esto había fortalecido su decisión de casarse con Luke O'Neill. Por no hablar de que estaba convencida de que lo que él le había hecho era lo que daba origen a los niños.

A nadie sorprendió mucho la noticia, y nadie pensó en oponerse. Lo único que les extrañó fue la rotunda negativa de Meggie a escribir al obispo Ralph para decírselo, su casi histérico rechazamiento de la idea de Bob de invitar al obispo Ralph a Drogheda y de celebrar una boda por todo lo alto. ¡No, no, no! Meggie, que nunca había levantado la voz, ahora les había gritado. Por lo visto, estaba enfadada porque él no había vuelto a visitarles, y sostenía que su casamiento sólo le incumbía a ella y que, si él no se había dignado venir a Drogheda por su gusto, no iba ella a obligarle a hacerlo por una razón que no podría desoír.

Por consiguiente, Fee prometió no decir una palabra de ello en sus cartas; parecía que esto no la preocupaba, y tampoco parecía interesarle la elección de marido hecha por Meggie. El llevar los libros de una explotación tan importante como Drogheda le ocupaba todo su tiempo. Además, no se limitaba a anotar cifras en los libros, sino que redactaba datos que muy bien habrían podido servir a un historiador para describir a la perfección la vida en.una hacienda de ganado lanar. Consignaba escrupulosamente todos los movimientos del ganado, los cambios de las estaciones, el tiempo que hacía cada día e incluso lo que les servía la señora Smith para comer. La anotación en el Diario, correspondiente al domingo, 22 de julio de 1934, rezaba así: Cielo despejado, sin nubes, temperatura al amanecer 34° F. Hoy no hemos oído misa. Bob está en casa; Jack ha ido a Murrimbah con 2 mozos; Hughie, a West Dam, con 1 mozo; Beerbarrel lleva carneros castrados de 3 años de Budgin a Winnemurra. La temperatura ha subido a 85° F, a las 3. Barómetro invariable, 30,6 pulgadas. Viento dirección oeste. Menú de la comida: buey en conserva, patatas hervidas, zanahorias y col, y pastel de ciruelas. Meghann Cleary se casará con el señor Luke O'Neill, ganadero, el sábado 25 de agosto en la iglesia de la Santa Cruz, de Gillanbone. Son las 9 de la noche, temperatura 45° F, luna en cuarto creciente.

11

Luke compró a Meggie una sortija de compromiso, modesta pero muy bonita, con dos brillantes de un cuarto de quilate engastados en sendos corazones de platino. Se publicaron las amonestaciones para el sábado 25 de agosto, en la iglesia de la Santa Cruz. La ceremonia iría seguida de un banquete familiar en el «Hotel Imperial», al que, naturalmente, fueron invitados la señora Smith, Minnie y Cat; en cambio, Jims y Patsy se quedarían en Sydney, pues Meggie había declarado enérgicamente que era una tontería obligarles a hacer un viaje de mil kilómetros para asistir a una ceremonia de la que nada comprenderían en realidad. Había recibido sus cartas de felicitación; la de Jims, escrita con largos y desgarbados caracteres infantiles; la de Patsy consistía en tres palabras: «Montañas de suerte.» Desde luego, conocían a Luke, porque habían cabalgado con él en las dehesas de Drogheda durante las vacaciones.

La señora Smith estaba dolida por la insistencia de Meggie en quitarle importancia al asunto; a ella le habría gustado ver a la hija única casarse en Drogheda entre flamear de banderas y tañidos de címbalos, en una fiesta grande. Pero Meggie era tan contraria a la ostentación que incluso se había negado a llevar galas nupciales; se casaría vestida de diario y con un sombrero corriente, que podría emplear después como atuendo de viaje.

– Querida, ya sé adonde vamos a ir para nuestra luna de miel -dijo Luke, dejándose caer en un sillón frente al de ella, el domingo siguiente al día en que habían hecho los planes para su boda.

– ¿Adonde?

– A North Queensland. Mientras tú estabas en la peluquería, estuve hablando con algunos muchachos en el bar del «Imperial» y me dijeron que puede ganarse mucho dinero en el país de la caña, si uno es fuerte y no le teme al trabajo duro.

– Pero, Luke, ¡tienes un buen empleo aquí!

– Un hombre se siente a disgusto dependiendo de sus parientes. Yo quiero ganar el dinero suficiente para comprar una finca en Queensland occidental, y deseo hacerlo antes de que sea demasiado viejo para ganarlo. A un hombre sin instrucción le resulta difícil conseguir un trabajo bien pagado en la actual situación de depresión; pero, en North Queensland, hay escasez de hombres, y la paga es al menos diez veces mayor de la que puedo tener en Drogheda como ganadero.

– Haciendo, ¿qué?

– Cortando caña de azúcar.

– ¿Cortando caña de azúcar? ¡Es un trabajo de chino!

– No; te equivocas. Los peones chinos no son lo bastante robustos para hacerlo como los cortadores blancos, y además, sabes tan bien como yo que la ley australiana prohibe la importación de hombres negros o amarillos para un trabajo de esclavos o para trabajar por salarios inferiores a los de los blancos, quitando así el pan de la boca de los australianos. Hay escasez de cortadores de caña, y el sueldo es muy elevado. Pocos tipos son lo bastante altos y vigorosos para cortar caña. Pero yo lo soy. ¡La caña no podrá conmigo!

– ¿Significa esto que piensas establecer nuestro hogar en North Queensland, Luke?

– Sí.

Ella miró por encima del hombro de él a la hilera de ventanas de Drogheda: los eucaliptos, el Home Paddock, la arboleda del fondo. ¡No vivir en Drogheda! Estar en un lugar donde nunca podría encontrarla el obispo Ralph, vivir sin volver a verle jamás, aferrarse al extraño que se sentaba delante de ella tan irrevocablemente que nunca podría volverse atrás… Los ojos grises se posaron en el rostro animado e impaciente de Luke y se hicieron más hermosos, pero inconfundiblemente más tristes. Él sólo vio esto; ella no lloraba, ni cerraba los párpados, ni fruncía las comisuras de los labios. A él no le preocupaba los pesares de Meggie, porque no quería que llegase a ser tan importante para él como para inquietarse por ella. La consideraba como una especie de seguro para un hombre que había tratado de casarse con Dot Mac-Pherson, de Bingley; pero su atractivo físico y su carácter amable sólo servían para aumentar la vigilancia de Luke sobre su propio corazón. Ninguna mujer, aunque fuese tan dulce y hermosa como Meggie Clea-ry, adquiriría nunca sobre él el poder suficiente para decirle lo que tenía que hacer.

Por consiguiente, fiel a sí mismo, se lanzó de cabeza al principal objeto de sus pensamientos. Había momentos en que el disimulo era.necesario, pero, en esta cuestión, le serviría menos que la audacia.

– Meghann, soy un hombre anticuado -dijo.

Ella le miró fijamente, intrigada.

– ¿De veras? -le preguntó, como diciendo: ¿Y qué importa esto?

– Sí -replicó él-. Yo creo que, cuando un hombre y una mujer se casan, todas las propiedades de la mujer deben pasar al hombre. Viene a ser como lo que llamaban la dote en los viejos tiempos. Sé que tú tienes un poco de dinero, y ahora debo decirte que, cuando nos casemos, tendrás que traspasármelo. Es justo que sepas lo que pienso mientras estás aún soltera y puedes decidir si quieres hacerlo.

Meggie no había pensado nunca que podría conservar su dinero; siempre había presumido que, si se casaba, sería de Luke y no de ella. Todas las mujeres australianas, salvo las más educadas y refinadas, recibían una crianza según la cual se convertían, al casarse, en una especie de propiedad del marido, y esto era especialmente cierto en el caso de Meggie. Papá había mandado siempre en Fee y en sus hijos, y, cuando había muerto, Fee había reconocido a Bob como su sucesor. El hombre era dueño del dinero, de la casa, de la mujer y de los hijos. Meggie nunca había puesto en duda este derecho.

. -¡Oh! -exclamó-. No creía que fuese necesario firmar ningún documento, Luke. Pensaba que lo mío se convertía automáticamente en tuyo al casarnos.

– Así solía ser, pero esos estúpidos tipos de Canberra terminaron con ello cuando dieron el voto a la mujer. Yo quiero que todo quede claro entre nosotros, Meghann, y por eso te digo cómo han de ser las cosas.

Ella se echó a reír.

– Está bien, Luke; eso no me interesa.

Lo había tomado como una buena y anticuada esposa; Dot no habría cedido tan fácilmente.

– ¿Cuánto tienes? -preguntó él.

– En este momento, catorce mil libras. Todos los años cobro otras dos mil.

El lanzó un silbido.

– ¡Catorce mil libras! ¡Uy! Es mucho dinero, Me-ghann. Será mejor que yo cuide de él en interés tuyo. La semana próxima veremos al director del Banco, y recuérdame que hay que decirle que todo lo que llegue en lo sucesivo hay que ponerlo a mi nombre. Ya sabes que no tocaré un solo penique. Será para comprar nuestra finca cuando llegue el momento. En los próximos años, los dos trabajaremos de firme y ahorraremos todo lo que ganemos. ¿De acuerdo?

Ella asintió con la cabeza.

– Sí, Luke..

Un simple descuido por parte de Luke estuvo a punto de dar al traste con la boda. Él no era católico. Cuando el padre Watty lo descubrió, levantó las manos horrorizado.

– ¡Dios mío, Luke! ¿Por qué no me lo dijo antes? ¡Menudo trabajo vamos a tener para convertirle y bautizarle antes de la boda!

Luke miró asombrado al padre Watty.

– ¿Quién ha hablado de convertirse, padre? Estoy muy contento no siendo nada; pero, si esto le preocupa, ponga que soy calathumpian o holy roller, o de la secta que quiera. Pero no me inscriba como católico.

Discutieron en vano; Luke se negó a pensar un momento en la conversión.

– No tengo nada contra el catolicismo ni contra el Eire, y creo que los católicos del Ulster lo pasan muy mal. Pero yo soy Orange, y no cambio de chaqueta. Si fuese católico y usted quisiera convertirme al me-todismo, reaccionaría de la misma manera. No censuro el hecho de ser católico, sino el cambiar de bando. Por consiguiente, tendrá que prescindir de mí en su rebaño, padre. Es mi última palabra.

– Entonces, ¡no puedo casarle!

– ¿Y por qué no? Si usted no quiere casarnos, veré si tampoco quieren hacerlo el reverendo de la Iglesia de Inglaterra o Harry Gough, el juez de paz.

Fee sonrió amargamente, recordando sus dificultades con Paddy y un sacerdote, pero ella había triunfado en aquella lucha.

– Pero, Luke, ¡yo tengo que casarme en la iglesia! -protestó Meggie, temerosa-. Si no lo hiciese, ¡viviría en pecado!

– Bueno, por lo que a mí atañe, vivir en pecado es mucho mejor que cambiar de chaqueta -replicó Luke, que a veces era curiosamente contradictorio; por mucho que deseara el dinero de Meggie, su terquedad no le permitía echarse atrás.

– ¡Oh, basta de tonterías! -dijo Fee, no a Luke, sino al sacerdote-. ¡Haced lo que hicimos Paddy y yo, y no discutamos más! El padre Thomas puede casaros en el presbiterio, si no quiere mancillar su iglesia.

Todos la miraron asombrados, pero sus palabras produjeron el efecto deseado; el padre Watty cedió y se avino a casarlos en el presbiterio, aunque se negó a bendecir el anillo.

La aprobación a medias de la Iglesia dejó a Meggie con el sentimiento de que estaba en pecado, pero no lo bastante para ir al infierno, y la vieja Annie, el ama de llaves de la rectoría, hizo todo lo posible para dar al despacho del padre Watty el aspecto de una capilla, con grandes jarrones de flores y muchos can-deleros de bronce. Pero la ceremonia fue incómoda, con el disgustado sacerdote dando a todos la impresión de que, si hacía aquello, era sólo para evitar el mal mayor de un matrimonio civil en otra parte. Ni misa nupcial, ni bendiciones.

Sin embargo, se celebró la boda. Cuando emprendieron el viaje a North Queensland, para una luna de miel un tanto retrasada por el tiempo que tardarían en llegar allí, Meggie era la señora de Luke O'Neill. Luke se negó a pasar la noche de. aquel sábado en el «Imperial», pues el tren para Goondiwindi salía únicamente una vez cada semana, el sábado por la noche, para enlazar con el correo de Goondiwindi a Brisbane el domingo. Éste les dejaría en Bris el lunes, a tiempo para tomar el expreso de Cairns.

El tren de Goondiwindi iba abarrotado. No había la menor posibilidad de intimidad, y permanecieron sentados toda la noche, porque el tren no llevaba coches camas. Hora tras hora, traqueteó el convoy en su errático recorrido hacia el Nordeste, deteniéndose interminablemente cada vez que el maquinista tenía ganas de tomar una taza de té, o un rebaño de corderos cruzaba la vía férrea, o le daba a aquél por charlar con un ganadero.

– Me pregunto por qué pronunciarán Guindiwindi en vez de Goondiwindi, si lo escriben de esta manera -comentó distraídamente mientras esperaba en el único lugar abierto de Goondiwindi en domingo, la horrible sala de espera pintada de verde de la estación, con sus duros bancos negros de madera.

La pobre Meggie estaba nerviosa e incómoda.

– ¡Qué sé yo! -suspiró Luke, que no tenía ganas de hablar y estaba muerto de hambre.

Como al día siguiente era domingo, no podían tomar siquiera una taza de té; así que tuvieron que esperar al domingo por la mañana, cuando el correo de Brisbane se detuvo a la hora del desayuno, para poder llenar sus vacíos estómagos y calmar su sed. Después, Brisbane, la estación de South Bris y el recorrido a través de la ciudad para llegar a la estación de Roma Street y tomar el tren de Cairns. Aquí descubrió Meggie que Luke había tomado dos asientos de segunda clase.

– ¡No andamos escasos de dinero, Luke! -dijo ella, cansada y afligida-. Si te olvidaste de ir al Banco, yo tengo en el bolso cien libras que me dio Bob. ¿Por qué no tomamos un compartimiento de primera clase con camas?

Él la miró, asombrado.

– ¡Pero si sólo son tres días y tres noches de viaje hasta Dungloe! ¿Por qué gastar dinero en un compartimiento de coche-cama, si somos jóvenes y vigorosos y no estamos enfermos? ¡No te morirás por ir sentada en un tren, Meghann! ¡Debías darte cuenta de que te casabas con un obrero vulgar y no con un maldito patrón!

Por consiguiente, Meggie se dejó caer en el asiento junto a la ventanilla que Luke le había reservado, y apoyó la barbilla temblorosa en la mano y miró por la ventanilla, para que él no advirtiese sus lágrimas. Él le había hablado como se habla a una niña irresponsable, y ahora empezaba a preguntarse si era realmente así como la consideraba. La rebelión empezó a agitarse en su interior, pero era un sentimiento débil y su orgullo le impedía rebajarse a una discusión. En vez de esto, se dijo que era la esposa de aquel hombre, y que esto era algo nuevo para él. Había que darle tiempo para acostumbrarse. Vivirían juntos, ella haría la comida, le remendaría la ropa, cuidaría de él, tendría hijos, sería una buena esposa. Recordó lo mucho que papá había apreciado a mamá, cuánto la había adorado. Había que darle tiempo a Luke.

Se dirigían a una población llamada Dungloe, a ochenta kilómetros escasos de Cairns, que era donde terminaba por el Norte la línea que recorría la costa de Queensland. Más de mil seiscientos kilómetros de vía estrecha, sobre la que avanzaba traqueteando el convoy, con todos los asientos ocupados, sin la menor posibilidad de echarse o estirarse. Aunque el campo estaba mucho más densamente poblado que Gilly y tenía mucho más colorido, no despertaba en Meggie ningún interés.

A la joven le dolía la cabeza, no tenía ganas de comer, y el calor era mucho más sofocante de lo que jamás hubiera sido en Gilly. El lindo vestido de novia, de seda rosa, estaba sucio del hollín que entraba por las ventanillas; su piel estaba empapada en un sudor que no quería evaporarse, y, peor que todas sus incomodidades físicas, tenía, el horrible sentimiento de que estaba a punto de odiar a Luke. Sin que, por lo visto, le cansara el viaje en absoluto, él seguía tranquilamente sentado,- charlando con dos hombres que se dirigían a Cardwell. Las únicas veces que miró en su dirección, fue para levantarse, inclinarse sobre ella con tan poco cuidado que Meggie tuvo que echarse atrás, y arrojar un periódico enrollado por la ventanilla a unos grupos hambrientos de hombres desharrapados que, alineados junto a la vía y empuñando martillos de acero, les gritaban:

– ¡Paip! ¡Paip!

– Obreros que cuidan de la vía -le explicó la primera vez, al volver a sentarse.

Parecía dar por descontado que ella se sentía tan satisfecha y tan cómoda como él, y que la llanura costera por la que pasaban la fascinaba. En realidad, ella miraba sin ver, odiando aquella tierra antes de haberla pisado.

En Cardwell; los dos hombres se apearon y Luke fue a la tienda de pescado frito del otro lado de la carretera, frente a la estación, y volvió con un paquete envuelto en papel de periódico.

– Dicen que hay que probar el pescado de Cardwell para saber lo que es bueno, amor mío. El mejor pescado del mundo. Toma, pruébalo. Es tu primer bocado de auténtica comida de Bananaland. Te aseguro que no hay lugar mejor que Queensland.

Meggie contempló los grasientos trozos de pescado, se llevó el pañuelo a la boca y salió corriendo hacia el retrete. Cuando salió de allí, pálida y temblorosa, él la estaba esperando en el pasillo.

– ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?

– No me he encontrado bien desde que salimos de Goondiwindi.

– ¡Dios mío! ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Por qué no te diste cuenta?

– Me pareció que estabas perfectamente.

– ¿Cuánto falta? -preguntó ella, cambiando de tema.

– De tres a seis horas, más o menos. Aquí, los horarios no son muy exactos. Ahora que se han ido esos patanes, tenemos sitio de sobra; échate y apoya los piececitos en mi falda.

– ¡Oh, no me hables como a una niña pequeña! -saltó ella, agriamente-. Habría sido mucho mejor que se apeasen en Bundaberg, ¡hace dos días!

– Vamos, Meghann, debes ser valiente. Ya falta poco. Sólo Tully e Innisfail, y después, Dungloe.

Estaba muy avanzada la tarde cuando se apearon del tren, y Meggie se agarró desesperadamente al brazo de Luke, demasiado orgullosa para confesar que era incapaz de andar debidamente. Él le preguntó al jefe de estación por un hotel barato, recogió los bultos y salió a la calle, seguido de Meggie, que se tambaleaba como si estuviese borracha.

– Está al final de la manzana, al otro lado de la calle -la consoló él-. Aquella casa blanca de dos pisos.

Aunque su habitación era pequeña y estaba llena a rebosar de grandes muebles Victorianos, a Meggie le pareció la gloria, al caer rendida sobre un lado de la cama de matrimonio.

– Descansa un rato antes de comer, cariño. Yo voy a orientarme un poco -dijo él, saliendo de la habitación tan fresco y tan tranquilo como la mañana de su boda.

Ésta se había celebrado el sábado, y ahora era jueves por la tarde; cinco días sentada en trenes atestados, sofocada por el humo de los cigarrillos y el hollín.

La cama oscilaba con monotonía y parecía seguir el ritmo y el traqueteo de las ruedas de acero al pasar sobre las juntas de los raíles; pero Meggie reclinó complacida la cabeza en la almohada y durmió, durmió.

Alguien le había quitado los zapatos y las medias y la había cubierto con una sábana; Meggie se agitó, abrió los ojos y miró a su alrededor. Luke estaba sentado en la ventana, con una rodilla encogida, fumando. Al moverse ella, se volvió a mirarla y sonrió.

– ¡Vaya una novia que estás hecha! Yo, esperando mi luna de miel, ¡y mi esposa durmiendo casi dos días seguidos! Me asusté un poco al no poder despertarte, pero el hotelero me dijo que el viaje en tren y la humedad suelen producirles esto a las mujeres. Dijo que te dejase dormir. ¿Cómo te sientes ahora?

Ella se incorporó, envarada, se estiró y bostezó.

– Me encuentro mucho mejor, gracias. ¡Oh, Luke! ¡Sé que soy joven y fuerte, pero soy una mujer! Físicamente, no puedo soportar el cansancio tanto como tú.

Él se sentó en el borde de la cama y le acarició un brazo, en simpático ademán de contricción.

– Lo siento; Meggie, lo siento de veras. No pensé en ti como mujer. No estoy acostumbrado a la compañía de una esposa; eso es todo. ¿Tienes apetito, querida?

– Estoy muerta de hambre. ¿Te das cuenta de que he estado casi una semana sin comer?

– Entonces, ¿por qué no tomas un baño, te pones un vestido limpio y vamos a echarle un vistazo a Dun-gloe?

Había un restaurante chino en la casa contigua al hotel, y allí llevó Luke a Meggie, para que probase por primera vez la comida oriental. Ella estaba tan hambrienta que cualquier cosa le habría parecido bueno, pero aquella comida era estupenda. Tampoco le importaba que la comida fuese a base de colas de rata, aletas de tiburón y tripas de gallina, como se rumoreaba en Gillanbone, que sólo tenía un restaurante dirigido por griegos que servían bistecs con patata? fritas. Luke había traído dos botellas de cerveza del hotel e insistió, en que ella bebiese un vaso, a pesar de que no le gustaba la cerveza.

– Al principio, debes- tener cuidado con el agua -le aconsejó-. La cerveza no te hará daño.

Después, la tomó del brazo y la llevó a dar un paseo por Dungloe, orgullosamente, como si fuese el dueño de la población. Y es que Luke había nacido en Queensland. ¡Y qué lugar era Dungloe! Tenía un aspecto y un carácter muy distintos de los de las poblaciones occidentales. Por su extensión, era probablemente como Gilly, pero, en vez de extenderse a lo largo de la calle mayor, había sido construida en ordenadas manzanas cuadradas y sus tiendas y sus casas estaban pintadas de blanco, no de color castaño. Las ventanas eran verticales, con ventilación en la parte superior, sin duda para captar mejor la brisa, y, siempre que era posible, los edificios eran descubiertos, como el cine, que tenía una pantalla, paredes con ventilación e hileras de sillas de lona, pero carecía de techo.

Alrededor de la ciudad, se extendía i'na verdadera selva. Las enredaderas y plantas trepadoras crecían por todas partes, en los postes, en los tejados, a lo largo de las paredes. Los árboles crecían en mitad de la calle, o tenían casas levantadas a su alrededor, o quizás habían crecido atravesando las casas. Era imposible saber qué había sido primero, si los árboles o las viviendas humanas, pues todo daba una impresión abrumadora de crecimiento vegetal loco y desordenado. Cocoteros más altos y más rectos que los eucaliptos de Drogheda agitaban su fronda sobre un profundo cielo azul; dondequiera que mirase Meggie, había una llamarada de color. Nada de tierra parda y gris. Todos los árboles parecían estar en flor: flores purpúrea, anaranjadas, escarlata, rosadas, azules, blancas.

Se veían muchos chinos con pantalones de seda negros, pequeños zapatos blancos y negros, calcetines blancos, camisa blanca con cuello de mandarín, y coleta colgando sobre la espalda. Los varones y las hembras se parecían tanto que a Meggie le costaba distinguirlos. Casi todo el comercio de la población parecía estar en manos de los chinos; unos grandes almacenes, mucho más opulentos que cualquier establecimiento de Gilly, llevaban un nombre chino: ah wong's, rezaba el rótulo.

Todas las casas estaban construidas sobre altos pilares, como la vieja residencia del mayoral en Drogheda. Con ello se pretendía conseguir la máxima circulación del aire, explicó Luke, e impedir que las termitas las derribasen al cabo de un año de su construcción. En la parte superior de cada pilar había una lámina de metal con los bordes vueltos hacia abajo; las termitas no podían doblar el cuerpo sobre estos bordes y, así, les resultaba imposible salvar el Obstáculo metálico e introducirse en la madera de la casa. Desde luego, se hartaban en los pilares; pero, cuando uno de éstos se pudría, era remplazado por otro nuevo. Mucho más fácil y más barato que levantar una nueva casa. La mayor parte de los jardines parecían selváticos… de bambúes y palmeras, como si los habitantes hubiesen renunciado a mantener un orden floral.

Los hombres y las mujeres la impresionaron desagradablemente. Para ir a comer con Luke se había vestido como requería la costumbre, con zapatos de tacón alto, medias de seda, vestido holgado de seda con mangas hasta los codos y cinturón. Llevaba un gran sombrero de paja y se había puesto guantes. Y precisamente lo que más la irritaba era que se sentía incómoda, porque la gente la miraba como si fuese ella la que iba mal vestida.

Los hombres iban descalzos, con las piernas descubiertas y el pecho desnudo la mayoría de ellos, que sólo llevaban pantalón corto de tela caqui; los pocos que se cubrían el pecho, lo hacían con camisetas de deporte, no con camisas. Las mujeres eran peores. Unas pocas llevaban cortos vestidos de algodón, visiblemente sin nada debajo, e iban sin medias y calzaban sandalias mugrientas. Pero la mayoría llevaban pantalón corto, iban descalzas y se cubrían el pecho con unas indecentes blusitas sin mangas. Dungloe era una población civilizada, no una playa. Pero sus indígenas blancos andaban por ahí descaradamente ligeros de ropa; los chinos vestían mejor.

Había bicicletas por todas partes, cientos de ellas; unos cuantos automóviles, y ningún caballo. Sí, muy diferente de Giliy. Y hacía calor, muchísimo calor. Pasaron ante un termómetro que, increíblemente, sólo indicaba treinta y dos grados; en Gilly, con cuarenta y seis grados, parecía hacer más fresco. Meggie tuvo la impresión de que se movía ra través de un aire sólido, que tenía que cortar con su cuerpo como -si fuese de mantequilla húmeda y vaporosa, y, cuando respiraba, sus pulmones se llenaban de agua.

– ¡No puedo soportarlo, Luke! ¿No podemos volver?-jadeó, después de andar menos de un kilómetro.

– Como quieras. Sientes la humedad. Raras veces baja del noventa por ciento, en invierno o en verano, y la temperatura no suele bajar de treinta grados ni pasar de treinta y cinco. Hay pocos cambios en las estaciones, pero, en verano, el monzón eleva la humedad al cien por cien durante el período más tórrido.

– ¿Llueve en verano y no en invierno?

– Llueve todo el año. El monzón sopla muy a menudo, y, cuando no es el monzón, son los vientos del Sudeste. También éstos traen mucha lluvia. El índice anual oscila entre doscientos cuarenta y cuatro y setecientos sesenta centímetros.

¡Setecientos sesenta centímetros de lluvia al año! Los de Gilly se entusiasmaban cuando tenían cinco, y aquí, a tres mil kilómetros de Gilly, caían nada menos que setecientos sesenta.

– ¿Refresca por. la noche? -preguntó Meggie al llegar al hotel, pues las noches cálidas de Gilly eran soportables contempladas con este baño de vapor.

– No mucho. Pero ya te acostumbrarás. -Abrió la puerta de su habitación y se echó atrás para dejarla pasar primero-. Voy al bar a tomar una cerveza, pero volveré dentro de media hora. Creo que será suficiente para ti.

Ella le miró, asustada.

– Sí, Luke.

Dungloe estaba a diecisiete grados al sur del Ecuador, y por esto la noche llegaba de pronto; parecía que el sol empezaba a ponerse y, un minuto después, unas sombras negras como la pez se extendían sobre todo, espesas y cálidas, como una triaca. Cuando Luke volvió, Meggie había apagado la luz y yacía en la cama con la sábana subida hasta la barbilla. Él estiró la sábana, riendo, y la arrojó al suelo.

– ¡Ya hace bastante calor, querida! No necesitamos sábana.

Ella le oyó andar de un lado a otro y vio su débil sombra despojándose de la ropa.

– He puesto tu pijama en el tocador -murmuro ella.

– ¿El pijama? ¿Con este tiempo? Sé que en Gilly les daría un ataque de sólo pensar que un hombre puede acostarse sin pijama, ¡pero aquí estamos en Dungloe! ¿Acaso llevas tú camisón? Sí.

– Entonces, quítatelo. A fin de cuentas, solamente nos serviría de estorbo.

Con desgana, Meggié consiguió deslizarse fuera del largo camisón que la señora Smith había bordado amorosamente para su noche de bodas, y se alegró de que él no pudiese verla en la oscuridad. Luke tenía razón; así estaba mucho más fresca, acariciada suavemente por la brisa que entraba por la ventana abierta. Pero la idea de otro cuerpo cálido en la cama, a su lado, resultaba deprimente.

Los muelles crujieron; Meggie sintió el contacto de una piel húmeda en su brazo y dio un respingo. Él se volvió de lado, la rodeó con sus brazos y la besó.

Al principio, Meggie yació pasivamente, tratando de no pensar en pquella boca abierta y en aquella lengua obscena; pero, después, empezó a debatirse, no queriendo estar cerca de él con aquel calor, no queriendo que la besara, no deseando a Luke. Esto no se parecía en nada a lo de aquella noche, en el «Rolls», al volver de Rudna Hunish. Tenía la impresión de que él sólo pensaba en sí mismo, mientras una parte de él pugnaba insistentemente entre sus muslos y una mano de uñas cuadradas se hincaba en sus nalgas. Entonces, el miedo que sentía se convirtió en terror; se sentía abrumada, y no sólo físicamente, por su fuerza y su determinación, por su absoluta falta de consideración hacia ella. De pronto, él la soltó, se sentó y pareció ponerse algo.

– Será inejor que tengamos cuidado -dijo-. Échate de espaldas. ¡No, así no, por lo que más quieras! ¿Acaso no sabes nada de esto?

¡No, no, Luke, no lo sé!, hubiese querido gritar ella. Esto es horrible, obsceno; ¡lo que me estás haciendo no puede 'estar permitido por las leyes de la Iglesia ni por las de los hombres! Él se tendió al fin encima de ella, enlazándola con un brazo y asiéndole los cabellos firmemente con la otra mano, para que no se pudiese mover. Retorciéndose y temblando, trató ella de hacer lo que él quería, pero los músculos del bajo vientre se contrajeron en calambres debido al peso de él y a la posición desacostumbrada. Incluso a través de la ofuscante niebla del miedo y del agotamiento, tuvo la impresión de una fuerza poderosa entrando en ella, y un grito agudo y prolongado brotó de entre sus labios.

– ¡Cállate! -gruñó él, apartando la mano de sus cabellos y tapándole la boca con ella, en ademán defensivo-. ¿Quieres que todos los del maldito bar se imaginen que te estoy asesinando? Estáte quieta y te dolerá menos. Quieta, ¡quieta!

Ella luchó como una loca por librarse de aquella cosa horrible y dolorosa, pero él la tenía inmovilizada con el peso de su cuerpo, y su mano ahogaba sus gritos, y la tortura continuaba. El seco preservativo rascaba más y más sus también secos tejidos, mientras él aceleraba el ritmo y su respiración empezaba a volverse sibilante; entonces, algún cambio se produjo en él, que se detuvo y se estremeció, tragando con fuerza. El dolor agudo de ella se convirtió en un dolor sordo y, por fortuna, él rodó hacia un lado y yació de espaldas, jadeando.

– La próxima vez lo pasarás mejor -consiguió decir él-. La primera siempre resulta dolorosa para la mujer.

Entonces, ¿por qué no tuviste la bondad de avisarme?, quiso gritarle ella, pero no le quedaba energía, para hablar; sólo quería morir. No sólo a causa del dolor, sino también del descubrimiento de que ella no había sido una persona para él, sino sólo un instrumento.

La segunda vez, le dolió igual, y la tercera; desesperado, porque había confiado (porque así le convenía) en que el dolor desaparecería mágicamente después de la primera vez, y no comprendiendo por qué seguía ella resistiéndose y gritando, Luke se enfadó, le volvió la espalda y se durmió. Las lágrimas resbalaban de los ojos de Meggie sobre sus cabellos, mientras yacía boca arriba, deseando la muerte, o, al menos, poder volver a su antigua vida en Drogheda.

¿Era esto lo que había querido decir el padre Ralph, hacía años, cuando le había hablado de un pasadizo oculto que tenía algo que ver con los hijos? ¡Bonita manera de descubrir el significado de sus palabras! No era extraño que no hubiese querido explicarse con mayor claridad. En cambio, parecía haberle gustado a Luke, hasta el punto de hacerlo tres veces seguidas. Por lo visto, a él no le dolía. Y por esto ella le odiaba, le odiaba.

Agotada, tan dolorida que moverse era un tormento, Meggie se apartó poco a poco hacia su lado de la cama, dando la espalda a Luke, y lloró sobre la almohada. El sueño huía de ella, mientras Luke dormía tan profundamente que los pequeños y tímidos movimientos de su esposa no provocaban siquiera un cambio en el ritmo de su respiración. El tenía un sueño pausado y tranquilo, no roncaba ni daba vueltas en la cama, y ella pensó, mientras esperaba la llegada de la tardía aurora, que, si sólo se hubiese tratado de yacer juntos en el lecho, no le habría disgustado su compañía. Y la aurora llegó, tan brusca y tristemente, como había llegado la noche; parecía extraño no oír el canto de los gallos, ni los otros ruidos que hacían, al despertar en Drogheda, los corderos y los caballos, los cerdos y los perros.

Luke se despertó y dio media vuelta; ella sintió que la besaba en el hombro, pero estaba tan cansada, se añoraba tanto, que olvidó el recato y no se preocupó de cubrirse.

– Vamos, Meghann, deja que te eche una mirada -ordenó él, apoyando una mano en su cadera- Vuélvete, como una niña buena.

Nada importaba esta mañana; Meggie se volvió, de mala gana, y le miró con ojos inexpresivos.

– No me gusta el nombre de Meghann -dijo, como única forma de protesta que se le ocurrió- Quiero que me llames Meggie.

– A mí no me gusta Meggie. Pero, si de veras te disgusta Meghann, te/llamaré Meg. -Recorrió su cuerpo con mirada soñadora-. Tienes buenas formas. -Le tocó un seno, liso y tranquilo-. Especialmente éstas. -Doblando la\almohada, se apoyó en ella y sonrió-. Vamos, Meg, bésame. Ahora te toca a ti hacerme el amor. Tal vez te gustará más así, ¿eh?

«No quiero volver a besarte en mi vida», pensó ella, mirando el largo y musculoso cuerpo, la capa de vello negro sobre el pecho, que se extendía en una fina línea sobre el vientre y terminaba en un matorral, entre el que aparecía, engañosamente pequeño e inofensivo, aquello que tanto dolor le había causado. ¡Qué velludas eran sus piernas! Meggie se había criado entre hombres que nunca se quitaban una prenda de ropa en presencia de las mujeres, pero cuyas camisas desabrochadas en el cuello dejaban ver pechos hirsutos en el cálido verano. Todos eran rubios y nada repelentes para ella; en cambio, este hombre moreno era extraño, repulsivo. Ralph tenía el cabello igualmente negro, pero su pecho moreno era liso y lampiño.

– Haz lo que te digo, Meg. ¡Bésame!

Ella se inclinó y lo besó, y él la asió con fuerza, excitándose de nuevo. Asustada, Meggie apartó sus labios de los de él.

– ¡Por favor, Luke, ahora no! -exclamó-. Por favor, ¡ahora no! Por favor, ¡por favor!

Los ojos azules de Luke la miraron reflexivamente.

– ¿Tanto te duele? Está bien, haremos algo diferente, pero, por lo que más quieras, ¡anímate un poco!

Hizo que ella se echara encima de él, le levantó los hombros y se aplicó a su pecho, tal como había hecho en el coche aquella noche en que ella le había dado palabra de matrimonio. Con el pensamiento ausente, ella le dejó hacer; al menos, al no penetrarla, no sentía ya aquel dolor horrible. ¡Qué criaturas más extrañas eran los hombres! Entretenerse así, como si fuese la cosa más deliciosa del mundo. Era repugnante; una burla del amor. Si no hubiese sido por la esperanza de tener un hijo, Meggie se habría negado a tener más relaciones de esta clase con él.

– Te he conseguido un trabajo -dijo Luke, después de desayunar en el comedor del hotel.

– ¿Qué? ¿Antes de que haya podido arreglar nuestro hogar, Luke? ¿Incluso antes de que tengamos un hogar?

– Ahora sería una tontería alquilar una casa, Meg. Voy a cortar caña; todo está arreglado. El mejor equipo de cortadores de caña de Queensland lo forma un grupo de suecos, polacos e irlandeses, al mando de un tipo llamado Arne Swenson, y, mientras tú dormías después del viaje, fui a visitarle. Está dispuesto a darme una oportunidad. Esto quiere decir que tendré que vivir en los barracones con ellos. Cortaremos caña seis días a la semana, desde la salida hasta la puesta del sol. No sólo esto, sino que recorreremos la costa, iremos donde haya trabajo. Lo que yo gane dependerá de la caña que corte, y, si lo hago bien, podré embolsarme más de veinte libras a la semana. ¡Veinte libras semanales! ¿Te lo imaginas?

– ¿Tratas de decirme que no viviremos juntos, Luke?

– ¡No podemos, Meg! Esos hombres no quieren mujeres en los barracones, y, ¿de qué te serviría vivir sola en una casa? Es mejor que trabajes también; así tendremos más dinero para nuestra finca.

– Pero, ¿dónde viviré? ¿Qué clase de trabajo puedo hacer? Aquí no hay ganado al que pueda cuidar.

– No, y es una lástima. Por eso te he buscado un trabajo doméstico, Meg. Tendrás alojamiento y comida de balde, y así no tendré yo que mantenerte. Trabajarás como doncella en Himmelhoch, en la casa de Ludwig Mueller. Es el mayor plantador de caña de azúcar del distrito, y su mujer es una inválida que no puede llevar la casa por sí sola. Te llevaré allí mañana por la mañana.

– Pero, ¿cuándo nos veremos, Luke?

– Los domingos. Luddie sabe que eres una mujer casada; no le importa que salgas los domingos.

– ¡Bien! Has arreglado las cosas a tu satisfacción, ¿eh?

– Supongo que sí. ¡Oh, Meg, seremos ricos! Trabajaremos de firme y ahorraremos hasta el último penique, y, dentro de poco, podremos comprar la mejor hacienda de Queensland occidental. Tenemos catorce mil libras en el Banco de Gilly, una renta de dos mil al año y las mil trescientas o más que podemos ganar entre los dos. No tardaremos mucho, amor mío, te lo prometo. ¿Por qué contentarnos con una casa alquilada, si, trabajando duro, pronto podrás trabajar en una cocina propia?

– Sea como quieres. -Ella miró su bolso-. ¿Cogiste mis cien libras, Luke?

– Las he ingresado en el Banco. No puedes llevar tanto dinero encima, Meg.

– ¡Pero te lo has llevado todo! ¡No tengo un penique! ¿Cómo haré para mis gastos?

– ¿Y por qué diablos, has de gastar dinero? Mañana estarás en Himmellhoch, y allí no tendrás que gastar nada. Yo pagaré la cuenta del hotel. Debes darte cuenta de que te has casado con un trabajador, Meg, de que ya no eres la hija mimada de un patrón, con dinero para derrochar. Mueller ingresará directamente tu salario en mi cuenta del Banco, y yo haré lo mismo con el mío. Sabes muy bien que yo no gasto nada para mí, Meg. Ninguno de los dos tocará este dinero; es para nuestro futuro, para nuestra finca.

– Sí, lo comprendo. Eres muy previsor, Luke. Pero, ¿qué pasará si tengo un hijo?

Por un |momento, él estuvo a punto de decirle la verdad, de decirle que no habría ningún hijo mientras la finca no fuese una realidad, pero algo que vio en la cara de ella le decidió a no hacerlo.

– Bueno, ya nos arreglaremos cuando llegue el caso, ¿eh? Yo preferiría no tenerlo hasta que hayamos comprado la finca; por consiguiente, esperemos que así sea.

Ni hogar, ni dinero, ni hijos. En realidad, ni marido. Meggie se echó a reír. Luke le hizo coro y levantó la taza de té para brindar.

– ¡Por nosotros! -dijo.

Por la mañana, fueron a Himmelhoch en el autobús local, un viejo «Ford» sin cristales en las ventanillas y con capacidad para doce personas. Meggie se sentía mejor, pues Luke la había dejado en paz y, aunque ella deseaba ardientemente tener hijos, le faltaba valor para buscarlos. El primer domingo que no sienta dolor, lo intentaré de nuevo, se dijo. Aunque tal vez el pequeño estaba ya en camino, y no tendría que preocuparse más, salvo que deseara otros. Bri-llándole un poco más los ojos, miró a su alrededor con interés, mientras el autobús renqueaba a lo largo del camino de tierra roja.

Era un paisaje sobrecogedor, muy diferente del de Gilly; tenía que admitir que había aquí una grandiosidad y una belleza de las que Gilly carecía. Resultaba evidente que nunca escaseaba el agua. El suelo tenía color de sangre recién derramada, escarlata brillante, y los frondosos campos de caña ofrecían un contraste perfecto con el suelo: largas hojas de un verde brillante oscilaban a cinco o siete metros por encima de unos tallos de color vino tinto, tan gruesos como el brazo de Luke. En ningún lugar del mundo, soñaba Luke, crecían cañas tan altas y tan ricas en azúcar; su cosecha era la más abundante que se conocía. El suelo rojo y brillante tenía más de treinta metros de profundidad y poseía los elementos nutritivos adecuados, de modo que la caña tenía que ser perfecta, y más teniendo en cuenta la lluvia que caía. Y en ningún otro lugar del mundo era cortada por hombres blancos, al ritmo de un hombre blanco ansioso de dinero.

– Estarías muy bien en una tribuna -dijo irónicamente Meggie.

Él la miró de reojo, receloso, pero no hizo ningún comentario porque el autobús acababa de pararse al lado de!a carretera para dejarles bajar.

Himmelhoch era una casa grande y blanca, en la cima de una colina, rodeada de cocoteros, plátanos y unas hermosas palmeras más bajas cuyas hojas formaban grandes abanicos como colas de pavo real. Un bosquecillo de bambúes de doce metros de altura resguardaba la casa de los embates de los vientos monzónicos del Noroeste; la vivienda, además de su elevada situación, estaba montada sobre pilares de cinco metros de altura.

Luke llevaba la maleta de Meggie, y ésta caminaba fatigosamente a su lado, todavía con los zapatos nuevos y las medias, y el sombrero inclinado sobre la cara. El magnate de la caña de azúcar no estaba en casa, pero su esposa, apoyándose en dos bastones, salió a la galería al subir ellos la escalera. Sonreía; Meggie se sintió inmediatamente mejor, al observar su rostro amable.

– ¡Adelante, adelante! -invitó, con fuerte acento australiano.

Como había esperado oír una voz alemana, Meggie se alegró muchísimo. Luke dejó la maleta de su mujer, estrechó la diestra de la dama al separarla ésta del bastón, y echó a correr escalera abajo, para alcanzar el autobús de regreso. Arne Swenson tenía que recogerle a las diez delante del bar.

– ¿Cuál es su nombre de pila, señora O'Neill?

– Meggie.

– ¡Oh! Me gusta. Yo me llamo Anne, y le pido que me llame así. Me he encontrado muv sola desde que se marchó la chica que tenía hace un mes; pero no es fácil encontrar buenas asistentas, y por eso me he arreglado como he podido. Sólo tendrá que cuidar de Luddie y de mí, pues no tenemos hijos. Espero que se encuentre bien con nosotros, Meggie.

– Estoy segura de que sí, señora Mueller…, Anne.

– Voy a enseñarle su habitación. ¿Podrá llevar la maleta? Por desgracia, yo no sirvo para transportar cosas.

La habitación se hallaba amueblada austeramente, como el resto de la casa, pero daba al único lado de ésta que permitía libremente que le llegara el aire, aparte de que compartía la galería del cuarto de estar, que pareció muy desnudo a Meggie, con sus muebles de caña y la falta absoluta de tapicería.

– Aquí hace demasiado calor para el terciopelo y la tela de algodón -explicó Anne-. Preferimos el mimbre, y llevar la menor cantidad de ropa que permite la decencia. Tendré que instruirla, o se morirá aquí. Va demasiado abrigada.

Ella llevaba una blusa escotada y sin mangas, y pantalones cortos, de los que emergían, vacilantes, sus pobres piernas torcidas. En un abrir y cerrar de ojos, Meggie se encontró vestida de manera parecida, con ropa prestada por Anne, hasta que pudiera convencer a Luke de que le comprase prendas nuevas. Era humillante tener que explicar que no tenü» dinero alguno, pero esta humillación atenuaba un poco su turbación por ir tan mal vestida.

– Bueno, sin duda mis shorts le están mejor que a mí -dijo Anne, y continuó su jovial conversación-: Luddie le traerá la leña; usted no tendrá que cortarla ni subirla por la escalera. Ojalá tuviésemos electricidad, como las casas más próximas a Dunny; pero el Gobierno es más lento de lo que puede imaginarse. Tal vez el año próximo llegará la línea a Him-melhoch, pero, hasta entonces, tendremos que emplear la vieja y horrible cocina de leña. ¡Pero espere, Meggie! En cuanto nos den corriente, dispondremos de cocina eléctrica, luz eléctrica y frigorífico.

– Estoy acostumbrada a pasar sin estas comodidades.

– Sí; pero usted viene de un lugar donde el calor es seco. Esto es peor, mucho peor. Temo que su salud se resienta. Les ocurre a'menudo a las mujeres que no han nacido y se han criado aquí; algo que tiene que ver con la sangre. Estamos, en el Sur, a la misma latitud de Bombay y Rangún en el Norte, ¿sabe? Mal país para los nombres y para los animales, a menos que hayan nacido en él.

– Sonrió-. ¡Oh! Me alegra mucho tenerla conmigo. ¡Vamos a pasarlo muy bien! ¿Le gusta leer? A Luddie y a mí nos apasiona.

La cara de Meggie se iluminó.

– ¡Oh, sí!

– ¡Espléndido! Así no echará tanto de menos a su guapo marido.

Meggie no respondió. ¿Echar en falta a Luke? ¿Era éste guapo? Pensó que, si no volvía a verle, se sentiría absolutamente dichosa. Pero era su marido, y la ley decía que tenía que vivir con él. Se había casado sabiendo lo que hacía; sólo podía culparse a sí misma. Y tal vez cuando tuviesen el dinero y se hiciese realidad la finca de Queensland, Luke y ella podrían vivir juntos, instalarse, conocerse, ir tirando.

Él no era malo, ni antipático; lo que pasaba era que había estado solo tanto tiempo que no sabía compartir su vida con otra persona. Y era un hombre sencillo, implacable en sus propósitos, sin complicaciones. Deseaba una cosa concreta, aunque fuese un sueño; era una recompensa positiva que sin duda llegaría como resultado de un trabajo esforzado, de un enorme sacrificio. En este aspecto, ella le respetaba. Ni por un momento se le ocurrió pensar que emplearía el dinero para darse buena vida; lo había dicho en serio: el dinero permanecería en el Banco.

Lo malo era que no tenía tiempo ni aptitud para comprender a una mujer; parecía no saber que las mujeres eran diferentes, que necesitaban cosas que él no necesitaba, como él necesitaba cosas que no necesitaban ellas. Bueno, habría podido ser peor. Habría podido ponerla a trabajar para alguien mucho más frío y menos considerado que Anne Mueller. En la cima de esta colina, nada malo podía ocurrirle. Pero, ¡ay!, ¡estaba tan lejos de Drogheda!

Esta última idea volvió a su mente cuando acabaron de ver la casa y permanecieron juntas en la galería del cuarto de estar, contemplando Himmel-hoch. Los grandes campos de caña (no se Jes podía llamar Taddocks, porque podían abarcarse con la mirada) ondeaban lozanos bajo el viento, como un inquieto manto verde centelleante y pulido por la lluvia, que se extendía sobre una larga ladera hasta las orillas, flanqueadas de plantas selváticas, de un río muy grande, mucho más ancho que el Barwon. Más allá del río, se elevaban de nuevo los campos de caña, cuadrados, de un verde venenoso salpicado de barbechos de^color sangre, hasta que, al pie de la gran montaña, cesaba el cultivo e imperaba la selva. Detrás del cono montañoso, mucho más lejos, otros picos se elevaban y se extinguían, rojizos, en el horizonte. El cielo tenía un azul más rico y más fuerte que el de Gilly, con blancos vellones de gruesas nubes, y el color de todo el conjunto era vivido, intenso.

– Aquél es el monte Bartle Frere -indicó Anne, señalando el pico aislado-. Casi dos mil metros de altura sobre el nivel del mar. Dicen que es de estaño macizo, pero no hay manera de explotarlo a causa de la jungla.

En el pesado y calmoso viento flotaba un olor fuerte y mareante que Meggie había tratado en vano de quitarse de la nariz/desde que se había apeado del tren. Como a podrido, pero diferente. Un olor insoportablemente dulzón, que lo invadía todo, como una presencia tangible que nunca parecía menguar, por muy fuerte que soplase la brisa.

– Está oliendo la melaza -dijo Anne, al advertir el funcionamiento de nariz de Meggie, mientras encendía un cigarrillo «Ardath». -Es repugnante.

– Lo sé. Por eso fumo. Pero, hasta cierto punto, uno se acostumbra a ello, aunque, a diferencia de casi todos los olores, nunca desaparece del todo. La melaza está siempre presente.

– ¿Qué son aquellos edificios de chimeneas negras, de la orilla del río?

– Es el molino. Allí se transforma la caña en azúcar bruto. Lo que queda, el resto seco de la caña, una vez extraído el azúcar, se llama bagazo. Tanto el azúcar bruto como el bagazo se envían al Sur, a Sydney, para su ulterior refinación. Del azúcar bruto hacen melaza, triaca, jarabe dorado, azúcar moreno, azúcar blanco y glucosa líquida. El bagazo sirve para hacer tableros fibrosos, como masonite. No se desperdicia nada, absolutamente nada. Por eso el negocio de la caña de azúcar sigue siendo muy provechoso, incluso en estos días de depresión.

Arne Swenson medía un metro ochenta y cinco de estatura, exactamente igual que Luke, y era tan guapo como éste. La piel de su cuerpo aparecía fuertemente tostada por la continua exposición al sol, y su mata de brillantes cabellos rubios, casi amarillos, cubría de rizos toda su cabeza; sus finas facciones suecas eran de un tipo tan parecido al de las de Luke que revelaban fácilmente la gran cantidad de sangre escandinava que fluía por las venas de los escoceses y los irlandeses.

Luke había trocado sus gruesos pantalones de algodón y su camisa blanca por unos calzones cortos. Subió con Arne a un viejo y renqueante camión modelo T, y fueron a reunirse con el equipo que cortaba caña por Goondy. La bicicleta de segunda mano que había comprado yacía en la parte trasera del vehículo, junto a su maleta, y Luke estaba ansioso por empezar a trabajar.

Los otros homares habían estado cortando caña desde el amanecer y ni siquiera levantaron la cabeza cuando apareció Arne, procedente de los barracones y seguido de Luke. El uniforme de los cortadores se componía de calzón corto, botas, gruesos calcetines de lana y sombrero de lona. Luke frunció los párpados y contempló a los que trabajaban, que ofrecían un aspecto muy particular. Un tizne negro como el carbón los cubría de la cabeza a los pies, mientras el sudor trazaba brillantes surcos rosados en sus pechos, brazos y espaldas.

– Es el hollín y la porquería de la caña -explicó Arne-. Tenemos que quemarla para poder cortarla.

Se agachó y recogió dos herramientas, tendiendo una a Luke y guardándose la otra.

– Esto es un cuchillo de cortar caña -dijo, empuñando el suyo-. Muy fácil, si sabes manejarlo.

Sonrió y le hizo una demostración, haciendo que pareciese mucho más fácil de lo que probablemente era.

Luke miró el peligroso objeto que tenía en la mano y que no se parecía en nada a los machetes de las Indias Occidentales. Se ensanchaba para formar un eran triángulo, en vez de acabar en punta, y tenía un gancho de aspecto amenazador, parecido al espolón de un gallo, en uno de los extremos de la hoja.

– El machete es demasiado pequeño para la caña del norte de Queensland -dijo Arne, acabando su demostración-. Éste es el juguete adecuado, ya lo verás. Tenlo siempre afilado, y buena suerte.

Y se fue a su propia sección, apartándose de Luke, que permaneció un momento indeciso. Después, éste se encogió de hombros y puso manos a la obra. A los diez minutos, comprendía ya por qué se reservaba este trabajo a los esclavos y a las razas no lo bastante refinadas para saber que había maneras más fáciles de ganarse la vida; como esquilar corderos, pensó, con triste ironía. Agacharse, cortar, levantarse, agarrar con mano firme el rígido ramo, deslizar el tallo entre las manos, deshojarlo, dejarlo caer en un pulcro montón, pasar a las plantas siguientes, agacharse, cortar, levantarse, deshojar, arrojarlo al montón…

El campo estaba lleno de sabandijas: ratas, gusanos, cucarachas, sapos, arañas, serpientes, avispas, moscas y abejas. Todos los bichos capaces de morder con furia o de picar insoportablemente estaban representados allí. Por eso los cortadores quemaban primero la caña, prefiriendo la suciedad del vegetal chamuscado a los estragos de la caña verde y viva. A pesar de lo cual, sufrían mordeduras, picaduras y cortes. Si no hubiese sido por las botas, los pies de Luke habrían quedado más malparados que sus manos, pero ningún cortador se ponía guantes jamás. Éstos retrasaban el ritmo, y el tiempo era oro en este trabajo. Además, los guantes resultaban afeminados.

Al ponerse el sol, Arríe dio la voz de alto v fue a ver qué tal le había id(/a Luke.

– ¡Vamos, hombre, /no está mal! -gritó, dándole una palmada en la espalda-. Cinco toneladas no están mal, para ser el primer día.

Los barracones no estaban lejos, pero la noche tropical caía tan rápidamente que estaba completamente oscuro cuando llegaron. Antes de entrar, se reunieron desnudos en la ducha común, y después, con una toalla ceñida a la cintura, entraron en los pabellones, donde los cortadores que hacían de cocineros aquella semana habían colocado ya sobre la mesa montañas de lo que era su especialidad. Hoy había bistecs con patatas, pan y bollos con confitura; los hombres se lanzaban sobre todo ello y despacharon, hambrientos, hasta la última partícula.

Las dos hileras de catres de hierro se hallaban frente a frente, a ambos lados de una larga habitación de planchas de hierro onduladas; suspirando v maldiciendo la caña con una originalidad que habría envidiado el carretero más pintado, los hombres se echaron desnudos sobre las sábanas de hilo crudo, bajaron los mosquiteros y se durmieron a los pocos momentos, sombras vagas en tiendas de gasa.

Ame detuvo a Luke.

– Déjame ver tus manos. -Observó los sangrantes, las ampollas las picaduras-. Véndatelas y ponte este ungüento. Y, si quieres seguir mi consejo, frótalas todas las noches con aceite de coco. Tienes las manos grandes; por consiguiente, si tu espalda resiste, serás un buen cortador de caña. Dentro de una semana, te habrás acostumbrado y estarán menos doloridas.

Cada músculo del robusto cuerpo de Luke sufría dolores por su cuenta; él sólo advertía un vasto y lacerante dolor. Después de vendarse y untarse las manos con el ungüento, se tumbó en la cama que le habían destinado, bajó el mosquitero y cerró los ojos a un mundo de pequeños agujeros sofocantes. Si hubiese pensado lo que le esperaba, no habría gastado sus energías con Meggie, ésta se había convertido en una idea mustia, importuna, desagradable, latente en lo más recóndito de su mente. Sabía que no guardaría nada para ella mientras cortase caña.

Necesitó la semana prevista para endurecerse y alcanzar el mínimo de ocho toneladas al día que exigía Ame a los miembros de su equipo. Entonces, se empeñó en llegar a ser mejor que Ame. Quería conseguir la paga más elevada, tal vez un derecho como socio. Pero, sobre todo, deseaba que todos le mirasen como miraban ahora a Ame; éste era como un dios, pues era el mejor cortador de caña de Queensland, lo cual quería decir que era, probablemente, el mejor del mundo. Cuando iban a un pueblo el sábado por la noche, los hombres de la localidad no cesaban de invitar a Ame a cerveza y a ron, y las mujeres revoloteaban a su alrededor como colibríes. Ame y Luke se parecían en muchas cosas. Ambos eran vanidosos y les gustaba provocar la admiración femenina, pero no pasaban de aquí. No tenían nada que dar a las mujeres; lo entregaban todo a la caña.

Paia Luke, aquel trabajo tenía la belleza y la crueldad que parecía haber estado esperando toda su vida. Doblarse y erguirse y volverse a doblar, siguiendo aquel ritmo ritual, era como participar en algún misterio fuera del alcance de los hombres corrientes. Pues, como le dijo el vigilante Ame, hacer bien esta tarea era ser miembro distinguido del mejor grupo de trabajadores del mundo, pues uno podía sentirse orgulloso en cualquier parte, sabiendo que casi ninguno de los hombres con quienes se encontraba duraría más de un día en un campo de caña de,azúcar. El rey de Inglaterra no era mejor que él, y el rey de Inglaterra le admiraría si le conociese. Podía mirar con desdén y compasión a los médicos, abogados, escribientes, patronos. Cortar caña de azúcar como lo hacían los blancos ansiosos de dinero: no había hazaña mayor que ésta.

Luke se sentaba en el borde del catre, viendo hincharse los nervudos y nudosos músculos del brazo, mirando las callosas palmas de las manos, llenas de cicatrices, y el color tostado de sus largas y bien formadas piernas. Y sonreía. Quien podía hacer esto y sobrevivir, y además hacerlo a gusto, era todo un hombre. Se peguntaba si el rey de Inglaterra podría decir otro tanto.

Pasaron cuatro semanas antes de que Meggie volviese a ver a Luke. Cada domingo, se empolvaba la sudorosa nariz, se ponía un lindo vestido de seda

– aunque había renunciado al purgatorio de la combinación y de las medias- y esperaba a su marido. Pero éste no venía. Anne y Luddie Mueller no decían nada; sólo observaban cómo se desvanecía su animación al caer dramáticamente la noche del domingo, como un telón sobre un escenario brillantemente iluminado, pero vacío. Y no era exactamente que sintiese necesidad de él; sino tan sólo que él era suyo, o ella era de él, o como mejor pudiese describirse esto. Imaginar que él no se acordaba de ella, mientras ella pasaba días y semanas esperándole, teniéndole en su pensamiento/la llenaba de rabia, de frustración, de amargura,/de humillación, de pena. Por mucho que hubiese aborrecido aquellas dos noches en el hotel de Dunny, al menos entonces había estado con él, y ahora lamentaba no haberse cortado la lengua de un mordisco antes que expresar a gritos su dolor. Desde luego, era esto. El sufrimiento manifestado había hecho que Luke se cansara de ella, viendo arruinado su placer. El enojo que sentía contra él, por su indiferencia al dolor sufrido por ella se trocó en remordimiento, y éste hizo que se echara la culpa de todo.

El cuarto domingo, no se tomó el trabajo de arreglarse, y anduvo descalza y en shorts y blusa por la cocina, preparando un desayuno caliente para Luddie y Anne, que se permitían este lujo una vez a la semana. Al oír pisadas en la escalera de atrás, se volvió, mientras el tocino chirriaba en la sartén; de momento, se quedó mirando a aquel tipo alto y de espesos cabellos plantado en el umbral. ¿Luke? ¿Era Luke? Parecía de piedra, inhumano. Pero la efigie cruzó la cocina, le dio un sonoro beso y se sentó a la mesa. Ella echo huevos y más tocino en la sartén.

Anne Mueller entró y sonrió cortésmente, aunque echaba chispas por dentro. ¿Cómo podía aquel miserable tener tanto tiempo olvidada a su mujer?

– Celebro que se haya acordado de que tiene esposa -dijo-. Vengan a la galería y desayunarán con Luddie y conmigo. Luke, ayude a Meggie a servir los huevos y el tocino. Yo llevaré las tostadas.

Ludwig Mueller había nacido en Australia, pero conservaba claramente su herenoia alemana: la tez colorada, acentuada por la cerveza y el sol; la cabeza cuadrada y gris; los pálidos ojos azules bálticos. Él y su esposa querían mucho a Meggie y se consideraban afortunados de contar con sus servicios. Luddie le estaba especialmente agradecido, porque veía que Anne estaba mucho más contenta desde que aquella cabeza de oro resplandecía en la casa.

– ¿Cómo va el corte de la caña, Luke? -preguntó, sirviéndose huevos y tocino.

– ¿Me creerá si le digo que me gusta el trabajo? -rió Luke, sirviéndose a su vez.

Luddie le miró fijamente, con sus ojos astutos y asintió con la cabeza.

– ¡Oh, sí! Creo que tiene usted el temperamento y la complexión adecuados. Esto le hace sentirse mejor que los otros hombres, superior a ellos.

Prisionero en los heredados campos de caña de azúcar, lejos de la academia y sin posibilidad de cambiar aquéllos por ésta, Luddie era muy aficionado a estudiar la naturaleza humana; leía gruesos' volúmenes encuadernados en piel y que llevaban en los lomos nombres tales como Freud y Jung, Huxley y Rousel.

– Empezaba a creer que nunca volvería a ver a Meggie -dijo Anne, untando su tostada con aceite de manteca refinado.

Aquí no había verdadera mantequilla, pero más valía esto que nada.

– Bueno, Arne y yo decidimos trabajar también los domingos durante una temporada. Mañana salimos para Ingham.

– Lo cual quiere decir que la pobre Meggie no le verá muy a menudo.

– Meg lo comprende. Esto no durará más de un par de años, y tendremos el verano para descansar. ¿Vrne dice que entonces conseguirá un trabajo para mí en la CSR de Sydney, y tal vez lleve a Meg conmigo.

– ¿Por qué tiene que trabajar tanto, Luke? -preguntó Anne.

– Tengo que reunir dinero para comprar una finca en el Oeste, cerca de Kynuna. ¿No se lo ha contado Meg?

– Creo que a Meg no le gusta mucho hablar de sus asuntos personales. Cuéntenoslo usted, Luke.

Los tres oyentes observaron la expresión de aquel rostro curtido y enérgico, el brillo de sus ojos intensamente azules; desde que había llegado él, antes del desayuno, Meggie no había dicho una palabra. Él habló y habló sobre el maravilloso país lejano, los grandes y grises pájaros ibrolga que picoteaban delicadamente en el polvo de la única carretera de Kynuna, los miles y miles de veloces canguros, el sol ardiente y seco.

– Y un día, a no tardar, un buen pedazo de aquello será mío. Meg ha puesto un puñado de dinero, y, si seguimos trabajando así, sólo necesitaremos cuatro o cinco años. Podrían ser menos, si me contentase con un trozo más modesto, pero, sabiendo lo que puedo ganar cortando caña, prefiero esperar un poco más y comprar un trozo de tierra realmente importante. -Se inclinó hacia delante, sujetando la taza con sus manos llenas de cicatrices-. ¿Saben que casi batí la marca de Arne el otro día? Corté once toneladas, ¡en un solo día!

Luddie lanzó un silbido de auténtica admiración, y ambos se enzarzaron en una discusión sobre las marcas. Meggie sorbía su té oscuro, fuerte y sin leche. ¡Oh, Luke! Primero había sido upr'par de años; ahora, eran cuatro o cinco; ¿cuántos/Serían la próxima vez que mencionase un período de tiempo? A Luke le gustaba su trabajo; esto era indiscutible. ¿Lo dejaría cuando llegase el momento? ¿Lo haría? Y, a propósito de esto, ¿estaba dispuesta a esperar para saberlo? Los Mueller eran muy amables y el trabajo no era pesado en absoluto, pero, si tenía que vivir sin marido, Drog-heda era el mejor lugar. Durante el mes que llevaba en Himmelhoch, no se había sentido un solo día bien; no tenía ganas de comer, sufría ataques de dolorosa diarrea, estaba como aletargada y no podía sacudirse la modorra. Como siempre se había sentido perfectamente, este vago malestar le asustaba.

Después del desayuno, Luke la ayudó a lavar los platos y la llevó a dar un paseo hasta el campo de caña más próximo, hablando continuamente del azúcar y lo que era cortar caña, de lo hermosa que era la vida al aire libre, de lo estupendos que eran los muchachos del equipo de Arne, de que esto era muy distinto y mucho mejor que esquilar ganado.

Dieron media vuelta y subieron de nuevo colina arriba; entraron en la cueva exquisitamente fresca de debajo de la casa. Anne la había convertido en una especie de invernáculo, hincando en el suelo trozos de tubo de tierra cocida, de diferentes longitudes y diámetros, llenándolos de tierra y plantando en ellos diferentes cosas: orquídeas de todas las clases y colores, heléchos, enredaderas y arbustos exóticos. El suelo era blando y tenía fragancia de astillas, de leña; grandes cestas de alambre pendían de las vigas, y hsbía en ellas heléchos, orquídeas o tuberosas; otras plantas brotaban de nidos en los pilares; docenas de magníficas begonias de brillantes colores, habían sido plantadas alrededor de las bases de los tubos. Era el lugar de retiro predilecto de Meggie, lo único de Him-melhoch que prefería a cualquier cosa de Drogheda. Pues en Drogheda nunca podrían criarse tantas plantas en un lugar tan pequeño; no había bastante humedad en el aire.

– ¿No es delicioso, Luke? ¿Crees que dentro de un par de años podremos alquilar una casa para que viva yo en ella? Estoy ansiosa por hacer algo como esto.

– ¿Por qué diablos quieres vivir sola en una casa? Esto no es Gilly, Meg; en estos parajes, la mujer que vive sola no está segura. Estás mucho mejor aquí, créeme. ¿No te sientes feliz?

– Soy todo lo feliz que se puede ser en una casa ajena.

– Escucha, Meg, tienes que contentarte con lo que tienes, hasta que podamos trasladarnos al Oeste. No podemos gastar dinero alquilando casas y dándote buena vida, y seguir ahorrando. ¿Me oyes?

– Sí, Luke.

Estaba tan agitado que se le quitaron las ganas de hacer lo que había pensado al meterse-allí; besarla. En vez de esto, le dio una palmada en las nalgas, demasiado fuerte para ser cariñosa, y echó a andar camino abajo, hasta el lugar donde había dejado su bicicleta apoyada en un árbol. Había pedaleado más de treinta kilómetros para venir a verla, en vez de gastar dinero en el tren y el autobús, y esto quería decir que tendría que pedalear una distancia igual para el regreso.

– ¡Pobrecilla! -dijo Anne a Luddie-. ¡Mataría a ese hombre!

Llegó enero y transcurrió sin pena ni gloria; era el mes más flojo del año para los cortadores de caña, pero Luke no dio señales de vida. Había murmurado algo sobre llevar a Meggie a Sydney, pero prefirió ir a Sydney con Arne y sin ella. Arne era soltero y tenía una tía con casa en Rozelle, a poca distancia andando (no gastes en tranvía; ahorra dinero) de la CSR, la «Colonial Sugar Refineries». Dentro de sus enormes muros de cemento, que eran como una fortaleza en la cima de un monte, un cortador de caña con buenas relaciones podía conseguir trabajo. Luke y Arne se mantuvieron en forma, apilando sacos de azúcar y nadando o chapaleando en la rompiente en sus ratos libres.

Meggie, sola con los Mueller en Dungloe, pasó sudando The Wet, como llamaban a la estación de los monzones. The Dry (el tiempo seco) duraba desde marzo hasta noviembre, y, en esta parte del continente, no era exactamente seco, pero sí delicioso comparado con The Wet. Durante éste, los cielos se abrían y vomitaban agua, no todo el día, sino a ráfagas y chaparrones; después de cada diluvio, la tierra desprendía vapor y grandes nubes blancas se elevaban de los cañaverales, del suelo, de la jungla y de los montes.

Con el paso del tiempo, aumentaba la añoranza de Meggie de su tierra. Ahora sabía que North Queens-land no podría ser nunca un hogar para ella. En primer lugar, el clima le sentaba mal, tal vez porque había pasado la mayor parte de su vida en un lugar seco. Y odiaba la soledad, el país inhóspito, la impresión de un letargo implacable. Odiaba la prolífica vida de los insectos y los reptiles, que convertían cada no-cha en una ordalía de sapos gigantes, de tarántulas, de cucarachas y de ratas; parecía que no había manera de impedir su entrada en la casa, y a ella le aterrorizaban. Eran enormes, agresivos, hambrientos. Pero lo que más odiaba era el dunny, que, en la jerga local, no sólo significaba el retrete, sino que era también el diminutivo de Dungloe, para regocijo del populacho local, que siempre hacía chistes sobre ello. Pero un dunny de Dunny le revolvía a uno el estómago, pues, en aquel tórrido clima, no había que pensar en agujeros en el suelo, debido a la tifoidea y a otras clases de fiebres. En vez de un agujero en el suelo, el dunny de Dunny era un cubo de metal embreado que apestaba, y, al llenarse, se convertía en un hervidero de gorgojos y gusanos. Una vez a la semana, el cubo era cambiado por otro vacío, pero una semana era mucho tiempo.

El espíritu de Meggie se rebelaba contra la indiferente aceptación local de estas cosas como norma les; ni viviendo hasta el fin de sus días en North Queensland podría ella perdonárselo. Y ahora pensaba, con terror, que lo más probable era que sí, que tuviese que vivir aquí toda la vida, o, al menos, hasta que Luke fuera demasiado viejo para cortar caña de azúcar. Pero por mucho que añorase y soñara en Drogheda, era demasiado orgullosa para confesar a su familia que su marido la tenía olvidada; antes que confesarlo, estaba dispuesta a cumplir su sentencia de cadena perpetua, se decía, orgullosamente.

Pasaron los meses, un año, y el tiempo corrió hacia el final del segundo año. Sólo la amabilidad constante de los Mueller retuvo a Meggie en Himmelhoch, mientras trataba de resolver su dilema. Si hubiese escrito a Bob pidiéndole dinero para el viaje a casa, se lo habría enviado en seguida por giro telegráfico; pero la pobre Meggie no tenía valor para decir a su familia que Luke la había dejado sin un penique en el bolsillo. Si un día se lo decía, sería para abandonar a Luke y no volver nunca a su lado, y todavía no estaba decidida a dar este paso. Todos los principios en que había sido educada se confabulaban para impedir que dejase a Luke: el carácter sagrado de su matrimonio, la esperanza de que un día podría tener un hijo, la posición que ocupaba Luke como marido y como dueño de su destino. Además, estaban las cosas nacidas de su propio carácter: su orgullo digno y terco, y la hiriente convicción de que la culpa de la situación no era sólo de Luke, sino también de ella. Si no hubiese cometido algún error, tal vez Luke se habría comportado de un modo diferente,

Le había visto seis veces en los dieciocho meses de su destierro, y a menudo pensaba, ignorando la existencia de cosas tales como el homosexualismo, que Luke habría debido casarse con Arne, ya que en realidad vivía con éste y sin duda prefería su compañía. Se habían hecho socios y recorrían arriba y abajo las mil millas de costa, siguiendo las cosechas de la caña, viviendo, al parecer, sólo para el trabajo. Cuando Luke venía a verla, no intentaba la menor intimidad; se limitaba a charlar una hora o dos con Luddie y Anne; después, llevaba a su esposa a dar un paseo, le daba un beso amistoso y se marchaba de nuevo.

Luddie, Anne y Meggie pasaban leyendo todos sus ratos de ocio. Himmelhoch tenía una bibloteca mucho más extensa que Drogheda, más erudita y mucho más salaz, y Meggie aprendió muchas cosas con su lectura.

Un domingo del mes de junio de 1936, Luke y Ame se presentaron juntos, muy satisfechos. Habían venido, dijeron, para obsequiar a Meggie, pues iban a llevarla a un ceilidh.

A diferencia de la tendencia general de los grupos étnicos de Australia a deshacerse y convertirse puramente en australianos, las diversas nacionalidades de la península de North Queensland tendían a conservar tenazmente sus tradiciones: chinos, italianos, alemanes y escoseses-irlandeses, formaban cuatro grupos que representaban la mayoría de la población. Y, cuando los escoceses celebraran un ceilidh, asistían todos sus hermanos de raza en muchos kilómetros a la redonda. Para asombro de Meggie. Luke y Arne vestían kilts y estaban -pensó, cuando; se hubo recobrado de la sorpresa- realmente magníficos. Nada más masculino que un kilt, en un hombre masculino, pues oscila al compás de los largos pasos con un revuelo de pliegues por detrás, mientras que la parte delantera permanece completamente inmóvil, con el bolso colgado sobre la ingle, y, por debajo del dobladillo, a media rodilla, los calcetines a rombos cubriendo las firmes piernas, y los zapatos con hebillas. Hacía demasiado calor para el plaid y la chaqueta, y ellos se habían contentado con ponerse una camisa blanca, desabrochada hasta la mitad del pecho y con las mangas arremangadas por encima de los codos.

– Bueno, ¿qué es un ceilidh? -preguntó ella cuando se pusieron en marcha.

– En gaélico, quiere decir reunión, fiesta.

– ¿Y por qué lleváis kilts?

– Porque no nos dejarían entrar si no los llevásemos, y, además, somos muy populares en todos \jos ceilidhs, desde Bris hasta Cairns.

– ¿De verdad? Bueno, supongo que debéis ir a muchos, pues, si no, no comprendería que Luke se hubiese gastado dinero en un kilt. ¿No es así, Arne?

– Uno tiene que distraerse un poco -alegó Luke, un poco a la defensiva.

El ceilidh se celebraba en una especie de henil desvencijado y arruinado, en medio de un barrizal poblado de mangles cerca de la desembocadura del río Dungloe. «¡Oh, qué país éste, por sus olores!», pensó desatentadamente Meggie, frunciendo la nariz ante el nuevo, indescriptible y repugnante aroma. Melaza, moho, dunnies y, ahora, los mangles. Todos los efluvios podridos de la costa confusos en un solo olor.

Desde luego, todos los hombres que iban llegando vestían kilt, y, al verlos entrar y mirar ella a su alre-dedor/Meggie comprendió cómo debe sentirse la tosca pava real, deslumbrada por la brillante magnificencia de su compañero. Las mujeres quedaban casi anuladas, impresión que se agudizó a medida que transcurría la velada.

Dos gaiteros, luciendo el complicado tartán Ander-son de fondo azul claro, se hallaban de pie sobre un desvencijado tablado en el fondo del salón, tocando una animada contradanza en perfecta sincronía, con los rubios cabellos erizados y las rubicundas caras cubiertas de sudor.

Había unas cuantas parejas que bailaban, pero la actividad más ruidosa parecía centrarse alrededor de un grupo de hombres que trasegaban vasos de lo que seguramente era whisky escocés. Meggie se vio empujada a un rincón con otras mujeres, y se alegró de poder observar, fascinada, desde allí. Ninguna mujer llevaba el tartán de clan, pues las "escocesas no llevan nunca el kilt, sino sólo el plaid, y allí hacía demasiado calor para envolverse los hombros con aquel grueso material. Por consiguiente, las mujeres llevaban sus desaliñados vestidos de algodón de North Queensland, que no lucían en absoluto al lado de los kilts de los hombres. Había el resplandeciente rojo y blanco del clan Menzies, el alegre negro y amarillo del clan Mac-Leod de Lewis, el cristalino azul con cuadros rojos del clan Skene, la vivida mezcla del clan Ogilvy, el adorable rojo, gris y negro del clan MacPherson. Luke lucía los colores del clan MacNeil, y Ame, el tartán jacobeo de Sassenach. ¡Magnífico!

Por lo que podía verse, Luke y Arne eran muy conocidos y apreciados. Entonces, ¿cuántas veces habrían venido a esta fiesta sin ella? ¿Y qué les había inducido a traerla esta noche? Suspiró y se apoyó en la pared. Las otras mujeres la observaban con curiosidad, fijándose especialmente en su anillo de casada; Luke y Arne eran objeto de gran admiración por parte de las mujeres, y Meggie, de mucha envidia. «Me pregunto lo que dirían -pensó-, si supiesen que mi marido, aquel guapo mozo moreno, sólo me ha visto dos veces en los ocho últimos meses, y sin pensar en acostarse conmigo. ¡Miradlos! ¡Dos engreídos petimetres de las Highlands! Y ninguno de los dos tiene nada de escocés, sino que hacen comedia porque los kilts les sientan estupendamente y les gusta llamar la atención. ¡Menudo par de tramposos! Estáis demasiado enamorados de vosotros mismos para querer o necesitar el amor de nadie más.»

A medianoche, las mujeres se vieron relegadas a permanecer junto a las paredes; los gaiteros tocaron Caber Feidh y empezó e! verdadero baile. Durante el resto de su vida, Meggie recordaría aquel local siempre que oyese el sonido de una gaita. O siempre que viese revolotear un kilt. Porque era una mezcla tan fantástica de color y de sonido, de vida y de brillante vitalidad, que nunca se desvanecería su intenso y asombrado recuerdo.

Un agudo grito rasgó el aire, ahogando el sonido de las gaitas, y empezó la tonada All the Blue Bon-nets over de Border: Los sables se levantaron, y todos los hombres presentes empezaron a bailar, asiéndose los brazos y desasiéndolos, y haciendo revolotear los kilts. Reels, stranthspeys, flings: todos los bailaban, y el ruido de sus pies contra las tablas del suelo resonaba entre las vigas, y brillaban las hebillas de los zapatos y cada vez que cambiaba una figura de danza, alguien echaba la cabeza atrás y lanzaba un alarido agudo, ululante, coreado en seguida por los gritos de otras gargantas exuberantes. Mientras tanto, las mujeres observaban, olvidadas.

Eran casi las cuatro de la mañana cuando terminó el ceilidh; fuera, no reinaba el aire crudo seco de Blair Atholl o de Skye, sino la modorra de la noche tropical, con una luna grande y pesada arrastrándose sobre la sábana estrellada del cielo, e, invadiéndolo todo, los hediondos miasmas de los mangles. Sin embargo, cuando Arne se los llevó de allí en el renqueante «Ford», todavía oyó Meggie el desgarrado y tembloroso lamento de Flowers o' the Forest, despidiendo a los juerguistas que volvían al hogar. Al hogar. ¿Dónde estaba el hogar?

– ¿Qué? ¿Te has divertido? -preguntó Luke.

– Me habría divertido más si hubiese bailado más -respondió ella.

– ¿En un ceilidh? ¡Baja de las nubes, Meg! En estas fiestas, sólo bailan los hombres; por\tanto, somos muy bondadosos si dejamos bailar un poco a las mujeres.

– Parece que aquí sólo los hombres pueden hacer muchas cosas, sobre todo si son buenas y divertidas.

– Bueno, ¡perdóname! -replicó secamente Luke-. Supuse que te gustaría cambiar un poco de ambiente, y por eso te traje. No tenía por qué hacerlo, ¿sabes? Y, ya que no me lo agradeces, no volveré a traerte.

– Probablemente tampoco lo habrías hecho -dijo Meggie-.No te interesa que me entrometa en tu vida. Estas últimas horas, he aprendido mucho, aunque no creo que sea lo que tú pretendías enseñarme. Cada vez es más difícil engañarme, Luke. En realidad, estoy harta de ti, de la vida que llevo, ¡de todo!

– ¡Ssshhh! -silbó él, escandalizado-. ¡No estamos solos!

– Entonces, ¡ven tú solo! -saltó ella-. ¿Cuándo puedo ahora verte a solas más de unos minutos?

Arne detuvo el vehículo al pie de la colina de Him-melhoch, sonriendo a Luke, comprensivo.

– Adelante, amigo -dijo-. Acompáñala a casa. Te esperaré aquí. No hay prisa.

– ¡Lo he dicho en serio, Luke! -repitió Meggie, cuando Arne no podía oírles- Ya no soy la que era, ¿oyes? Sé que prometí obedecerte, pero tú prometiste amarme y cuidarme; por consiguiente, ¡los dos mentimos! ¡Quiero volver a mi casa, a Drogheda!

Él pensó en las dos mil libras anuales, que ya no serían depositadas a su nombre.

– ¡Oh, Meg! -declaró, muy compungido-. Escucha, querida, ¡te prometo que esto no durará siempre! Y este verano voy a llevarte a Sydney conmigo, ¡palabra de O'Neill! La tía de Arne tiene un piso en su casa que quedará desocupado; podremos vivir tres meses allí, ¡y ya verás lo bien que lo pasaremos! Dame otro año para trabajar en los cañaverales, y después compraremos nuestra propiedad y nos estableceremos en ella, ¿eh?

La luna iluminaba su cara, parecía sincero, confuso, ansioso, contrito. Y se parecía mucho a Ralph de Bricassart.

Meggie cedió, porque aún quería tener hijos.

– Está bien -dijo-. Un año más. Pero has prometido llevarme a Sydney, Luke, ¡no lo olvides!

12

Meggie escribía una vez al mes a Fee, Bob y los chicos, y sus cartas, llenas de descripciones de North Queensland, eran deliberadamente alegres, sin revelar las disensiones existentes entre ella y Luke. Siempre el orgullo. En Drogheda creían que los Mueller eran amigos de Luke, y que ella estaba a pensión en su casa, porque Luke viajaba mucho. El sincero afecto que sentía por el matrimonio se traslucía en cada palabra que escribía acerca de ellos, y por eso, nadie se preocupaba en Drogheda. Lo único que lamentaban era que no fuese nunca a visitarles. Pero, ¿cómo podía ella decirles que no tenía dinero para el viaje, sin revelarles lo desgraciado que era su matrimonio con Luke O'Neill?

De vez en cuando, se atrevía a incluir una pregunta casual sobre el obispo Ralph, y, de tarde en tarde, Bob le transmitía lo poco que Fee le decía del obispo. Pero un día llegó una carta que hablaba mucho de él.

«Llegó cuando menos lo esperábamos, Meggie -decía la carta de Bob-, y parecía un poco nreocupado y macilento. Debo decir que tuvo un disgusto al no encontrarte aquí. Se enfadó mucho porque no le habíamos dicho lo de Luke y tú; pero, cuando mamá le informó que habías sido tú quien se había empeñado en que no se lo dijésemos, se calló y no volvió a hablar del asunto. Pero creo que te encontró a faltar más de lo que nos habría encontrado a cualquiera de nosotros, y supongo que es natural que así fuese, pues tú pasabas mucho más tiempo con él que todos los demás, y afeo que siempre te había considerado como a una hermana pequeña. El pobre andaba de un lado a otro, como si no- pudiese creer que tú no aparecerías de pronto. No teníamos ninguna foto para enseñársela, y sólo cuando preguntó por ella pensé que era extraño que no hubiésemos tomado ninguna de la boda. Preguntó si tenías algún hijo, y yo Te. respondí que creía que no. No lo tienes, ¿verdad, Meggie? ¿Cuánto tiempo hace que os casasteis? Va para dos años, ¿no? Sí; ya que estamos en julio. El tiempo vuela, ¿eh? Espero que pronto tengas hijos, y creo que al obispo le gustaría saberlo. Le ofrecí facilitarle tu dirección, pero no quiso. Dijo que no valía la pena, ya que se marchaba a Atenas, Grecia, por una temporada, con el arzobispo para quien trabaja. Un dago cuyo apellido no puedo recordar. ¿Te imaginas, Meggie?, ¡van z. ir en avión! ¡De veras! En todo caso, al no estar tú en Drogheda para poder acompañarle, se quedó poco tiempo; sólo fue a dar un par de paseos a caballo, dijo misa diariamente para nosotros y se marchó a los seis días de su llegada.»

Meggie dejó la carta sobre la mesa. El lo sabía, ¡él lo sabía! ¿Qué había pensado? ¿Lo habría sentido mucho? ¿Y por qué la había empujado a hacer esto? No había mejorado las cosas. Ella no amaba a Luke, nunca le amaría. Éste no era más que un sustituto, un hombre que le daría hijos de un tipo parecido a los que^habría podido tener con Ralph de Bricassart. ¡Dios mío! ¡Qué confusión la suya!

El arzobispo Di Contini-Verchese prefirió alojarse en un hotel a residir en las habitaciones que le habían ofrecido en un convento ortodoxo de Atenas. Su misión era muy delicada e importante; desde hacía tiempo, había ciertas cuestiones que discutir con los principales prelados de la Iglesia ortodoxa griega, por la cual, así como por la rusa, sentía el Vaticano un aprecio que no podía sentir por el protestantismo. A fin de cuentas, los ortodoxos eran cismáticos, no herejes, y sus obispos, como el de Roma, se remontaban en línea ininterrumpida hasta san Pedro.

El arzobispo sabía que su designación para esta misión era una prueba diplomática, un paso previo para cosas más grandes en Roma. De nuevo le había sido muy útil su facilidad para los idiomas, pues había sido su griego fluido lo que había inclinado la balanza en su favor. Habían ido a buscarle a Australia y se lo habían llevado en avión.

Y habría sido inconcebible ir a Atenas sin el obispo De Bricassart, pues, con el paso de los años, el arzobispo había confiado cada vez más en aquel hombre extraordinario. Un Mazarino, un verdadero Maza-rino. Su Eminencia admiraba al cardenal Mazarino mucho más que al cardenal Richelieu; por consiguiente, la comparación no podía ser más halagadora. Ralph poseía todo lo que la Iglesia quería que tuviesen sus altos funcionarios. Su teología era conservadora, lo mismo que su ética; su cerebro era rápido y sutil, su cara no traslucía nada de lo que había detrás de ella; y tenía un tacto exquisito para agradar a las personas que estaban con él, tanto si le eran simpáticas como antipáticas, tanto si estaba de acuerdo como si discrepaba de ellas. No era adulador, pero sí diplomático. Si se hacía que las jerarquías del Vaticano reparasen repetidamente en él, su ascenso a los más altos puestos era cosa segura. Y esto complacería mucho a Su Eminencia el arzobispo Di Contini-Verchese, porque no quería perder contacto con el obispo Ralph de Bricassart.

Hacía muchísimo calor, pero al obispo Ralph no le disgustaba el aire seco de Atenas después de la humedad de Sydney. Con paso rápido, llevando como de costumbre botas y pantalón de montar, debajo de la sotana, subió la empinada cuesta de la Acrópolis, cruzó el severo Propileo, pasó por delante del Erecteón, siguió subiendo sobre las resbaladizas losas hasta el Partenón, y bajó a la muralla del otro lado.

Allí, con el viento agitando sus negros rizos, ahora un poco grises sobre las orejas, contempló, por encima de la blanca ciudad, las brillantes colinas y la clara y asombrosa aguamarina del Egeo. A sus pies estaba Plaka, con sus cafés en los terrados, sus colonias de bohemios y, a un lado, un gran teatro excavado en la roca. A lo lejos, había columnas romanas, fuertes de cruzados y palacios venecianos, pero ni rastro de los turcos. ¡Curiosa gente, los griegos! Odiaban tanto a la raza que les había gobernado durante setecientos años que, cuando se habían liberado, no habían dejado una mezquita ni un minarete en pie. ¡Y tan antiguos y tan conservadores de su rica herencia! Los normandos eran bárbaros vestidos de pieles, y Roma era una tosca aldea, cuando Pericles revestía de mármol la cima rocosa.

Sólo ahora, a once mil millas de distancia, podía pensar en Meggie sin sentir ganas de llorar. Pero, aun así, los lejanos montes se borraron un momento de su vista antes de que le dominase la emoción.:

¿Cómo podía culparla, si él mismo le había dicho lo que tenía que hacer? En seguida había comprendido por qué no había querida ella decírselo; no quería que conociese a su marido, ni que participase en su nueva vida. Desde luego, había presumido que, fuera quien fuese el hombre con el que se casara, ella lo llevaría a Gillanbone, si no a la propia Drogheda, seguiría viviendo donde él sabía que estaría segura, libre de preocupaciones y peligros. Pero, pensándolo bien, comprendía que esto era lo último que ella podía desear. No; se había visto obligada a marcharse lejos, y, mientras ella y ese Luke O Neill permaneciesen juntos, no regresaría. Bob había dicho oue estaban ahorrando dinero para comprar una propiedad en Queensland occidental, y esta noticia había sido como una campana tocando a muerto. Meggie no pensaba volver nunca. Quería estar muerta para él.

Pero, ¿eres feliz, Meggie? ¿Se porta bien contigo? ¿Amas a ese Luke O'Neill? ¿Qué clase de hombre es, que me olvidaste para entregarte a él? ¿Qué tenía el vulgar ganadero para que lo prefirieses a Enoch Da-vies, a Liam O'Rourke o a Alastair MacQueen? ¿Fue porque yo no le conocía, y no podía establecer comparaciones? ¿Lo hiciste para torturarme, Meggie, para pagarme con mi misma moneda? Pero, ¿por qué no tenéis hijos? ¿Qué le pasa a ese hombre que recorre el Estado como un vagabundo y te hace vivir con unos amigos? No es extraño que no tengáis hijos; no está contigo el tiempo necesario. ¿Por qué, Meggie? ¿Por qué te casaste con ese Luke O'Neill?

Dio media vuelta, bajó de la Acrópolis y echó a andar porcias bulliciosas calles de Atenas. Se demoró en los mercados al aire libre de los alrededores de la calle de Evripidou, fascinado por la gente, por las enormes cestas de kalamaria y de pescado tostándose al sol, por las verduras y las zapatillas con borlas, colgadas unas al lado de otras. Le divertían las mujeres, que le observaban y coqueteaban con sumo descaro, legado de una cultura básicamente diferente de la suya puritana. Si su descarada admiración hubiese sido libidinosa (no se le ocurría una oalabra mejor), se habría sentido sumamente molesto, pero lo aceptaba como lo que sin duda era, como un homenaje a la extraordinaria belleza física.

El hotel estaba situado en la plaza de Omonia, v era muy lujoso y caro. El arzobispo Di Contini-Ver-chese estaba sentado en un sillón junto al balcón, reflexionando en silencio. Al entrar el obispo Ralph, volvió la cabeza y sonrió.

– Llega en momento oportuno, Ralph. Quisiera rezar.

– Creía que todo estaba arreglado. ¿Ha habido complicaciones imprevistas, Eminencia?

– No de esta clase. Hoy he recibido una carta del cardenal Monteverdi, expresando los deseos del Santo Padre.

El obispo Ralph sintió que sus hombros se ponían tensos, y también un curioso cosquilleo alrededor de las orejas.

– Cuénteme.

– En cuanto terminen las conversaciones, y prácticamente han terminado ya, debo ir a Roma. Allí me será otorgado el capelo cardenalicio, y seguiré mi trabajo en Roma, bajo la intervención directa de Su Santidad.

– ¿Y qué será de mí?

– Usted se convertirá en el arzobispo De Bricassart y volverá a Australia, a ocupar mi puesto como legado pontificio.

La piel de sus orejas adquirió un color rojo intenso, y empezó a darle vueltas la cabeza. Él, que no era italiano, ¡honrado con la legación papal! ¡Algo inaudito! ¡Oh! Podía estar tranquilo, ¡todavía sería el cardenal De Bricassart!

– Naturalmente, habrá de recibir primero instrucción en Roma. Esto le llevará unos seis meses, durante los cuales le presentaré a todos mis amigos. Quiero que le conozcan, pues llegará un día en que le mandaré a buscar, Ralph, para que me ayude en mi trabajo en el Vaticano.

– No sé cómo darle las gracias, Eminencia. Sólo a usted debo esta gran oportunidad.

– Gracias a Dios, soy lo bastante inteligente para ver cuándo un hombre es demasiado valioso para dejarlo en la oscuridad, Ralph. Y ahora, pongámonos de rodillas y recemos. Dios es muy bueno.

El rosario y el breviario del obispo Ralph estaban sobre una mesa próxima; al alargar su mano temblorosa y asir el rosario, hizo caer el breviario al suelo. El arzobispo, que estaba más cerca del libro, lo recogió y miró con curiosidad una forma de color castaño y fina como el papel, que había sido antaño una rosa.

– ¡Qué extraordinario! ¿Por qué conserva esto? ¿Es un recuerdo de su casa, tal vez de su madre?

Aquellos ojos, avezados a descubrir culpas y disimulos, le miraban fijamente, y él no tenía tiempo de ocultar su emoción… o su temor.

– No -replicó, con una mueca-. No quiero recuerdos de mi madre.

– Pero debe significar mucho para usted» ya que lo guarda con tanto cuidado entre las páginas de su libro más querido. ¿De qué se trata?

– De un amor tan puro como el que siento por Dios, Vittorio. Es un honor para el libro.

– Eso he pensado, ya que le conozco bien. Pero ese amor, ¿no pone en peligro su amor a la Iglesia?

– No. Por amor a la Iglesia lo rechacé, y lo rechazaré siempre. Lo dejé muy atrás, y nunca volveré a él.

– ¡Por fin comprendo su tristeza! Querido Ralph, esto no es tan malo como piensa, de veras que no. Usted vivirá para hacer el bien a mucha gente, y será amado por muchos. Y ella, al tener el amor contenido en un recuerdo tan viejo y tan fragante como éste, nunca lo echará en falta. Porque usted conserva el amor junto con la rosa.

– No creo que ella lo comprenda en absoluto.

– ¡Oh, sí! Si usted la amó tanto, es que es una mujer capaz de comprender. De no ser así, usted la habría olvidado y habría tirado esta reliquia hace ya tiempo.

– Hubo días en que sólo muchas horas pasadas de rodillas impidieron que abandonase mi puesto para acudir a su lado.

El arzobispo se levantó del sillón y fue a arrodillarse al lado de su amigo, aquel hombre excelente al que quería como a pocas cosas en el mundo, aparte de su Dios y de su Iglesia, que eran para él inseparables.

– No lo abandonará, Ralph, y usted lo sabe. Pertenece a la Iglesia, siempre le ha pertenecido y siempre le pertenecerá. Su vocación es auténtica. Recemos ahora, y yo añadiré la Rosa a mis oraciones durante el resto de mi vida. Nuestro Señor nos manda muchas aflicciones! y muchos dolores en nuestro camino hacia la vida eterna. Debemos aprender a soportarlo, yo tanto como usted.

A finales de agosto, Meggie recibió una carta de Luke diciéndole que éste se hallaba en el hospital de Townsville, aquejado de la enfermedad de Weil, pero que no había peligro y pronto sería dado de alta.

Parece, pues, que no tendremos que esperar a que termine el año para nuestras vacaciones, Meg. No puedo volver a los campos de caña hasta que esté totalmente recuperado, y la mejor manera de conseguirlo es disfrutar de unas vacaciones decentes. Por consiguiente, iré a recogerte dentro de una semana. Iremos al lago Eacham, en la altiplanicie de Atherton, y pasaremos allí un par de semanas, hasta que esté en condiciones de volver al trabajo.

Meggie casi no podía dar crédito a sus ojos, y, ahora que se le ofrecía la oportunidad, no sabía si quería o no estar con él. Aunque el dolor de su mente había tardado mucho más en curarse que el dolor corporal, el recuerdo de la ordalía de su luna de miel en el hotel de Dunny había quedado tan atrás que ya no la aterrorizaba, y, después de lo que había leído, comprendía que mucho de ello se había debido a ignorancia, tanto de ella como de Luke. ¡Quisiera Dios que estas vacaciones le trajesen un hijo! Con un hijo a quien amar, todo sería mucho más fácil. A Anne no le importaría, antes al contrario, tener un niño en la casa. Y lo mismo podía decirse de Luddie. Se lo habían dicho cientos de veces, confiando en que Luke viniese una vez con tiempo suficiente para rectificar la estéril existencia privada de cariño hacia su esposa.

Cuando les contó lo que decía la carta, se alegraron, pero, interiormente, permanecieron escépticos.

– Seguro como el sol que nos alumbra que ese malvado encontrará alguna excusa para largarse sin ella -dijo Anne a Luddie.

Pero Luke había pedido prestado un coche en alguna parte y recogió a Meggie una mañana temprano. Estaba delgado, arrugado y amarillo, como si le hubiesen puesto en escabeche. Meggie, impresionada, le dio su maleta y subió al coche, a su lado.

– ¿Qué es la enfermedad de Weil, Luke? Dijiste que no era peligrosa, pero tienes aspecto de haber estado muy enfermo.

– ¡Oh! Es una especie de ictericia que suele atacar a la mayoría de los cortadores de caña, más pronto o más tarde. La llevan las ratas, y nosotros la contraemos a través de un corte o de una llaga. Yo soy fuerte, y por esto estuve poco enfermo, en comparación con oíros. Los «matasanos» dicen que volveré a estar en forma dentro de pocos días.

La carretera trepaba por una garganta llena de plantas selváticas que se internaba tierra adentro; un caudaloso río rugía en el fondo, y había un lugar en que una preciosa cascada vertía en él sus aguas desde lo alto, saltando sobre la carretera. Pasaron entre el risco y la cortina de agua, que formaba un arco resplandeciente y fantástico de luces y de sombras. Y al subir, el aire se hizo más fresco, deliciosamente fresco; Meggie había olvidado ya lo bien que le hacía sentirse un buen aire fresco. La jungla parecía venírsele encima, tan impenetrable que nadie se atrevía a entrar en ella. Resultaba por completo invisible en su mayor parte, bajo las frondosas enredaderas que pendían entre las copas de los árboles, continuas e infinitas, como una enorme cortina de terciopelo verde tendida sobre el bosque. Bajo la fronda, podía atisbar Meggie maravillosas flores y mariposas, espesas telarañas con grandes y elegantes arañas moteadas inmóviles en el centro, fabulosos hongos en los musgosos troncos de los árboles, y pájaros que arrastraban sus colas largas, rojas o amarillas.

El lago Eacham se hallaba sobre la altiplanicie, idílico en su emplazamiento inmaculado. Antes de caer la noche, salieron a la galería de la posada donde se alojaban, para contemplar las tranquilas aguas. Meggie quería ver los enormes murciélagos llamados zorros voladores, que revoloteaban a miles, como aves agoreras, buscando los lugares donde hallaban su alimento. Eran monstruosos y repulsivos, pero demasiado tímidos y absolutamente inofensivos. Verles surcar el cielo plomizo en la oscuridad, como un lienzo pulsátil, resultaba algo sobrecogedor; Meggie nunca dejaba de observarlos desde la galería de Himmelhoch.

Y era estupendo hundirse en una cama blanda y fresca, y no tener que permanecer inmóvil hasta que el sitio quedaba saturado de sudor y trasladarse cuidadosamente a otro punto, sabiendo que el primero no se secaría. Luke sacó un envoltorio plano de su maleta, extrajo un puñado de pequeños objetos redondos y lo puso en hilera sobre la mesita de noche.

Meggie alargó una mano, cogió uno y lo examinó.

– ¿Qué es esto? -preguntó, con curiosidad.

– Un preservativo. -Había olvidado que, dos años atrás, había tomado la decisión de no informarla de sus prácticas anticonceptivas-. Me lo pongo antes de penetrar en/ ti. De no hacerlo, nos expondríamos a te-per un hij)a, y no podemos permitirnos ese lujo hasta que tengamos nuestra finca. -Estaba sentado desnudo en borde de la cama, y se veía muy delgado, se podían contar sus costillas y sus huesos de las caderas. Pero brillaban sus ojos azules, y alargó una mano para asir la de ella-. Ya falta poco, Meg, ¡ya falta poco! Creo que, con cinco mil libras más, podremos comprar la mejor propiedad existente al oeste de Charters Towers.

– Entonces, cuenta con ellas -dijo Meggie, con absoluta tranquilidad-. Puedo escribir a! obispo De Bricassart y pedirle que nos preste el dinero. No nos cobrará intereses.

– ¡No lo harás! -saltó él-. Por amor de Dios, Meg, ¿dónde está tu orgullo? Trabajaremos todo lo que sea necesario, ¡pero no pediremos dinero prestado! Nunca he rebido un penique en mi vida, y no voy a empezar ahora.

Ella casi no le oyó; le mirada echando chispas por los ojos y lo veía todo rojo. ¡Jamás en su vida había estado tan enojada. ¡Estafador, embustero, egoísta! ¿Coma se atrevía a hacerle una cosa así, a engañarla para privarla de un hijo, a tratar de hacerle creer que tenía intención de convertirse en ganadero? ¡Él tenía ya lo que quería, con Ame Swenson y el azúcar!

Disimulando su furor, hasta el punto de sorprenderse a sí misma, volvió su atención al pequeño aro de goma que tenía en la mano.

– Dime lo que significan estas cosas. ¿Cómo pueden impedir que tenga un hijo?

Él se situó detrás de ella, y ella se estremeció al contacto de sus cuerpos: de ekcitación, pensó él; de asco, pensó ella.

– ¿No sabes nada, Meg?

– No -mintió ella, aunque era verdad que no recordaba haber leído nada sobre aquellos objetos.

Él la acarició y dijo:

– Mira, si cuando estoy dentro de ti no llevo nada, toda la…, no sé cómo decirlo…, toda la cosa se queda dentro. Y si está allí el tiempo suficiente, o demasiado a menudo, viene un hijo.

¡Con que era esto! Él llevaba esa cosa, como la piel de una morcilla. ¡Tramposo!

Él apagó la luz y la empujó sobre la cama, y, al poco rato, buscó a tientas el aparato anticonceptivo; ella oyó que repetía lo mismo que había hecho en el dormitorio del hotel de Dunny, pero ahora supo lo que estaba haciendo. ¡Tramposo! Pero, ¿cómo evitarlo?

Tratando de disimular su dolor, lo soportó. ¿Por qué había de doler tanto, si era una cosa natural?

– No te gusta, ¿verdad, Meg? -preguntó él después-. Es extraño que siga doliéndote después de la primera vez. Bueno, no volveré a hacerlo. A ti no te importará que lo haga de otra manera, ¿verdad?

– ¡Oh, me da lo mismo! -dijo ella, cansadamente,-. Si no vas a hacerme daño, ¡haz lo que quieras!

– Deberías ser más cariñosa, Meg.

– ¿Para qué?

Él se excitaba de nuevo; hacía dos años que no había tenido tiempo ni energía para ello. ¡Oh! Era agradable estar con una mujer, excitante y prohibida. En realidad, no se sentía casado con Meg; era lo mismo que darse un revolcón en la dehesa, detrás de la taberna de Kynuna, o sujetar a la vigorosa señorita Carmichael contra la pared del esquiladero. Y Meg-gie tenía hermosos senos, firmes gracias a su ejercicio ecuestre, tal como a él le gustaban, y prefería la sensación de su pene desnudo entre los vientres de los dos. Los preservativos reducían mucho la sensibilidad del hombre, pero, el hecho de no ponérselo, podía provocar contratiempos.

Como él observaba una actitud pasiva, tenía tiempo para pensar. Y entonces a Meggie se le ocurrió una idea. Despacio y con el mayor disimulo posible, se colocó de manera que él se encontrase en su parte más dolorosa, y, respirando profundamente para cobrar valor, forzó la entrada del miembro, apretando los dientes. Y, aunque le dolió, fue menos que las otras veces. Sin la funda de goma, era más fácil de soportar.

Luke abrió los ojos. Trató de empujarla, pero, ¡ay!, nunca lo había hecho de esta manera, y la diferencia era increíble. Estaban tan unidos, y él tan excitado, que no pudo rechazarla. Después, la besó cariñosamente.

– ¿Luke?

– ¿Qué?

– ¿Por qué no podemos hacerlo siempre así? Entonces, no tendrías que ponerte eso..

– No deberíamos haberlo hecho, Meg. (Estaba encima de ti en el momento preciso.

Ella se inclinó sobre él y le acarició el pecho.

– Pero, ¿no lo ves? Estoy sentada, y todo saldrá igual que entró. ¡Oh, Luke, por favor! Así es mucho más agradable y duele mucho menos. Estoy segura de que no pasará nada. ¡Por favor!

¿Qué ser humano habría podido resistir la repetición de un placer tan perfecto, ofrecido de un modo tan plausible? Luke asintió con la cabeza, como Adán, pues, en aquel momento, estaba mucho menos informado que Meggie.

– Supongo que es verdad lo que dices, y es mucho más agradable para mí cuando no te resistes. Está bien, Meg, en adelante lo haremos de esta manera.

Y ella sonrió satisfecha en la oscuridad. Porque no había salido todo, sino que, cuando él se había apartado, había contraído todos sus músculos internos, como haciendo un nudo, y había cruzado las rodillas casualmente, pero con toda la determinación de que era capaz. Bueno, mi bravo caballero, ¡ahora será la mía! Espera a ver, Luke O'Neill! ¡Voy a tener un hijo, aunque me cueste la vida!

Lejos del calor y de la humedad de la llanura costera, Luke se reponía rápidamente. Como se alimentaba bien, empezó a recobrar el peso que necesitaba, y su piel perdió el enfermizo color amarillo y volvió a ser morena como de costumbre. Con el señuelo de una Meggie ansiosa y complaciente en la cama, no fue demasiado difícil convencerle de alargar las dos semanas proyectadas hasta tres y, después, hasta cuatro. Pero, al cabo de un mes, él se rebeló.

– Ya no hay excusa, Meg. Estoy mejor que nunca. Y aquí seguimos como unos reyes, gastando dinero. Ame me necesita.

– ¿Por qué no lo piensas, Luke? Si lo quisieras de veras, podrías comprar la finca ahora mismo.

– Esperemos un poco más, Meg.

Desde luego, no quería confesarlo, pero llevaba el cebo del azúcar en la sangre, la extraña fascinación que sienten algunos hombres por los trabajos más duros. Mientras el joven marido conservase su vigor, permanecería fiel a la caña de azúcar. Lo único que Meggie podía esperar era obligarle a cambiar de idea dándole un hijo, un heredero de la propiedad de los alrededores de Kynuna.

Y así volvió ella a Himmelhoch, a esperar a ver lo que pasaba. ¡Señor, que tenga un hijo! Un hijo lo resolvería todo. ¡Haz que lo tenga, Señor! Y, en efecto, lo llevaba en su seno. Cuando se lo dijo a Añne y a Luddie, éstos se alegraron muchísimo. Luddie, en particular, resultó ser un tesoro. Era maestro en el arte del fruncido y el bordado, dos labores que Meggie no había tenido nunca tiempo' de aprender, y así, mientras él introducía la fina aguja en la delicada tela, con sus callosas y mágicas manos, Meggie ayudaba a Anne a preparar la canastilla.

Lo único malo era que el niño no se presentaba bien, ya fuese a causa del calor o de la infelicidad de la madre; Meggie no habría sabido decirlo. Los mareos de la mañana se prolongaban durante todo el día, y continuaron mucho después del tiempo en que normalmente hubiesen tenido que cesar. A pesar de un ligero aumento de peso, ella empezó a sufrir de un exceso de fluidos en el cuerpo, y la presión sanguínea aumentaba hasta el punto de que el doctor Smith se alarmó. Al principio, habló de trasladarla al hospital de Cairns para que pasara allí el resto de su embarazo, pero, después de reflexionar largamente sobre su situación, sin marido y sin amigos, resolvió que era mejor que se quedase con Luddie y Anne, que cuidarían de ella. Sin embargo, debería pasar en Cairns las tres últimas semanas de embarazo.

– ¡Y procure que su marido venga a verla! -le gritó a Luddie.

Meggie había escrito en seguida a Luke, para decirle que estaba embarazada, con el normal convencimiento femenino de que, sabiendo que la cosa no tenía remedio, Luke acabaría por sentirse entusiasmado. La carta de contestación apagó estas ilusiones. Luke se hallaba furioso. Para él, el hecho de ser padre sólo significaba que tendría dos seres improductivos a los que alimentar, en vez de no tener ninguno. Fue una pildora amarga para Meggie, pero se la tragó, porque no tenía más remedio. "Ahora, el hijo que esperaba la ataba a él con tanta fuerza como su orgullo.

Pero se sentía enferma, desvalida, abandonada; como si el propio hijo no la amase, no quisiera haber sido concebido, no deseara nacer. Podía sentir en su interior las débiles protestas de la diminuta criatura que no quería llegar a ser. Si hubiese podido soportar el viaje de tres mil kilómetros en ferrocarril, se habría marchado a casa, pero el doctor Smith sacudió enérgicamente la cabeza en ademán negativo. Un viaje en tren de una semana o más, aunque fuese por etapas, significaría el fin para la criatura. Por rnuy afligida y desesperada que estuviese, Meggie no haría conscientemente nada que pudiera perjudicar a su hijo. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, su entusiasmo y su afán de tener a alguien a quien amar, se marchitaba en su interior; aquel diablillo era cada día más pesado, más ingrato.

El doctor Smith volvió a hablar de su traslado a Cairns; no estaba seguro de que Meggie pudiese sobrevivir al parto en Dungloe, donde sólo contaban con un dispensario de pueblo. La presión sanguínea era rebelde, y el exceso de líquidos seguía aumentando; habló de toxemia y de eclampsia, y pronunció otras largas palabras médicas que asustaron a Anne y a Luddie, obligándoles a acceder, por mucho que anhelasen ver nacer un niño en Himmelholch.

A fines de mayo, sólo faltaban cuatro semanas, cuatro semanas para que Meggie pudiese librarse de su intolerable carga, de aquel hijo desagradecido. Empezaba a odiarle, a odiar ai propio ser que tanto había deseado antes de descubrir las complicaciones que traería consigo. ¿Por qué había presumido que Luke miraría con ilusión a su hijo, cuando su existencia fuese una realidad? Nada en su actitud ni en su conducta, desde su matrimonio, indicaba que sería así.

Ya era hora de que admitiese que todo había sido un desastre, de que renunciara a su orgullo y tratara de salvar lo que pudiese de la ruina. Se habían casado por razones indignas: él, por su dinero; ella, para huir de Ralph de Bricassart, pero tratando, al mismo tiempo, de retener a Ralph de Bricassart. Nunca habían estado enamorados, y el amor era lo único que habría podido ayudarles, a ella y a Luke, a superar las enormes dificultades creadas por sus diferentes objetivos y deseos.

Aunque parezca extraño, ella no parecía ser capaz de odiar verdaderamente a Lu.ke, mientras que odiaba cada vez con más frecuencia a Ralph de Bricassart. Sin embargo, a fin de cuentas, Ralph había sido mucho más amable y noble con ella que Luke. Ni una vez la había incitado a soñar en él, como no fuese como sacerdote y amigo, pues, incluso en las dos ocasiones en que la había besado, había sido ella quien había iniciado la acción.

Entonces, ¿a qué venía su enojo contra él? ¿Por qué odiaba a Ralph, y no a Luke? Su grande y ofendido resentimiento, porque él la había rechazado con firmeza cuando ella le amaba y le necesitaba tanto, debía achacarlo a sus propios temores y a su torpeza. Y nadie más que ella tenía la culpa del estúpido impulso que la había llevado a casarse con Luke O'Neill. Una traición a sí misma y a Ralph. No importaba que no hubiese podido nunca casarse con él, acostarse con él, tener un hijo suyo. No importaba que él no la quisiera, como no la quería. Lo cierto era que ella sí que le quería y que nunca habría debido conformarse con menos.

Pero el conocimiento de sus errores no podía remediarlos. Ella se había casado con Luke O'Neill, y el hijo que llevaba en sus entrañas era de Luke O'Neill. ¿Cómo podía hacerla feliz el hijo de Luke O'Neill, si ni éste lo quería? ¡Pobrecillo! Al menos, cuando naciera, sería un trozo que… ¿Qué no habría dado por un hijo de Ralph de Bricassart? Lo imposible, lo que no sería nunca. Él servía a una institución que se lo exigía todo, incluso aquello que no le servía para nada, su virilidad. La madre Iglesia se lo exigía como sacrificio a su autoridad como institución, y así le destruía, le impedía ser lo que era, se había asegurado de que, al detenerse él, se había detenido para siempre. Pero algún día tendría que pagar por su codicia. Un día se acabarían los Ralph de Bricassart, porque valorarían lo bastante su virilidad como para ver que aquella exigencia era un sacrificio inútil, sin sentido…

De pronto se levantó y se dirigió tambaleándose al cuarto de estar, donde se encontraba Anne, leyendo un ejemplar clandestino de la novela condenada de Norman Lindsay, Redheap, y disfrutando ostensiblemente con cada una de sus palabras prohibidas.

– Anne, creo que va a salirse con la suya.

Anne le dirigió una mirada ausente.

– ¿Qué pasa, querida?

– Telefonee en seguida al doctor Smith. Voy a tener ese pobre hijo aquí y ahora.

– ¡Oh, Dios mío! Corre a la habitación y acuéstate… A tu habitación no, ¡a la nuestra!

Maldiciendo los antojos del destino y las ocurrencias de los niños, el doctor Smith salió a toda prisa de Dungloe en su destartalado coche, con la comadrona local y todo el instrumental que pudo llevar de su pequeño hospital pueblerino. Era inútil traerla a éste, pues podía atenderla igualmente en Himmelhoch. En realidad, hubiese debido estar en Cairns.

– ¿Han avisado al marido? -preguntó, mientras subía la escalera de la entrada, seguido de la comadrona.

– Le he enviado un telegrama. Ella está en mi habitación; pensé que allí estaría usted más desahogado.

Anne entró en el dormitorio detrás de ellos. Meggie yacía en el lecho, con los ojos muy abiertos y sin mostrar señales de dolor, salvo alguna contracción ocasional de las manos y un encogimiento de su cuerpo. Volvió la cabeza para sonreír a Anne, y ésta leyó en sus ojos que estaba muy asustada.

– Me alegro de no haber ido a Cairns -y-dijo-. Mi madre no tuvo nunca sus hijos en el hospital, y papá decía que lo había pasado malísimamente con Hal. Pero sobrevivió, y yo sobreviviré también. Las mujeres de la familia Cleary somos duras de pelar.

Horas más tarde, el médico se reunió con Anne en la galería.

– Es un parto largo y difícil el de esa mujercita. El primer hijo raras veces es fácil, pero éste, además, esta mal colocado, y ella lucha y no consigue nada. Si estuviese en Cairns, podrían hacerle una cesárea, pero aquí es imposible. Tendrá que hacerlo todo ella.

– ¿Está consciente?

– ¡Oh, sí! Y es valiente; no chilla ni se queja. Yo siempre digo que las mejores son las que lo pasan peor. No cesaba de preguntarme si Ralph había llegado ya, y tuve que engañarla, diciéndole que el Johnstone se ha desbordado. Creía que su marido se llamaba Luke.

– Así es.

– ¡Hum! Bueno, tal vez por eso pregunta por ese Ralph, quienquiera que sea. Luke no le sirve de mucho, ¿verdad?

– ¡Luke es un bastardo!

Anne se asomó al exterior, apoyando las manos en la barandilla de la galería. Venía un taxi por la carretera de Dunny, y giró para subir la cuesta de Himmelhoch. Con su excelente vista distinguió a un hombre de cabellos negros en el asiento de atrás, y la mujer sonrió, aliviada y gozosa.

– No doy crédito a mis ojos, ¡pero creo que Luke sa ha acordado al fin de que tiene una esposa!

– Será mejor que yo vuelva junto a ella y que usted se las entienda con él, Anr s. No le dirá nada, para el caso de que no fuese él. Si lo es, dele una taza de té y reserve la bebida fuerte para más tarde. La necesitará.

El taxi se detuvo y, para sorpresa de Anne, el chófer se apeó y fue a abrir la portezuela de atrás. Joe Castiglione, conductor del único taxi de Dunny, no solía mostrar tanta cortesía.

– Himmelhoch, Ilustrísimo Señor -dijo, haciendo una profunda reverencia.

Un hombre de larga y holgada sotana negra se apeó del coche; una faja de seda púrpura ceñía su cintura. Cuando se volvió, Anne pensó, durante un momento de ofuscación, que Luke O'Neili quería gastarles una broma pesada. Pero en seguida vio que era otro hombre, al menos diez años mayor que Luke. ¡Dios mío! pensó, mientras el gallardo personaje su? bía los escalones de dos en dos. ¡El hombre más guapo que jamás he visto! ¡Y nada menos que arzobispo! ¿Qué querrá un arzobispo católico de un par de luteranos como Luddie y yo?

– ¿La señora Mueller? -preguntó él, sonriéndole con sus amables y distantes ojos azules, los ojos de un hombre que había visto muchas cosas, que no habría querido ver y que había logrado acallar sus sentimientos hacía mucho tiempo.

– Sí; soy Anne Mueller.

– Yo soy el arzobispo Ralph de Bricassart, legado de Su Santidad en Australia. Tengo entendido que vive con ustedes una tal señora de Luke O'Neili.

– Sí, señor.

¿Ralph? ¿Ralph? ¿Sería este Ralph?

– Soy un viejo amigo suyo. ¿Podría verla?

– Bueno, estoy segura de que le encantaría, arzobispo -no, no se decía arzobispo, sino Ilustrísimo Señor, como había hecho Joe Castiglione-, en circunstancias normales. Pero, en este momento, Meggie está dando a luz, y el parto se presenta muy difícil.

Entonces vio que él no había conseguido destruir sus sentimientos, sino que sólo los había aherrojado en el fondo de su mente reflexiva. Sus ojos eran tan azules que ella tuvo la impresión de ahogarse en ellos, y lo que vio en ellos hizo que se preguntara qué era Meggie para él y qué era él para Meggie.

– ¡Sabía que algo andaba mal! Desde hace mucho tiempo, tenía la impresión de que algo no marchaba bien, pero, últimamente, mi inquietud llegó a ser una obsesión. Tenía que venir a ver lo que pasaba. Por favor, permítame verla. Aunque sólo sea en mi calidad de sacerdote.

Arme no había pensado en impedírselo.

– Venga conmigo, Ilustrísimo Señor; por aquí.

Y echó a andar despacio entre sus dos bastones, mientras pensaba: ¿Está la casa limpia y aseada? ¿He quitado el polvo? ¿Me acordé de tirar aquella pata maloliente de cordero, o sigue aún en el mismo sitio? ¡Vaya unas horas de venir un hombre tan importante! Luddie, ¿es que no vas a levantar el culo del tractor y venir de una vez? ¡El mozo debió de encontrarte hace horas!

Ralph pasó por delante del médico y de la comadrona, como si no existiesen, se arrodilló junto al lecho y alargó una mano para asir las de la joven.

– ¡Meggie! -musitó.

Ella salió del sueño horrible en que se hallaba sumida, olvidó su sufrimiento y vio aquella cara tan querida muy cerca de la suya, los tupidos cabellos negros plateados en las sienes, las finas facciones aristocráticas ahora un poco más arrugadas, más resignadas si cabía, y los ojos azules que la miraban con amor y añoranza. ¿Cómo había podido confundir a Luke con él? No había nadie como él, no lo habría nunca para ella, y ella había traicionado lo que sentía por él. Luke era el lado oscuro del espejo; Ralph era magnífico como el sol, y tan remoto como éste. ¡Oh, qué dicha poder mirarle!

– Ralph, ayúdeme -pidió.

Él le besó cariñosamente la mano y la apoyó en su mejilla.

– Siempre te ayudaré, Meggie, lo sabes bien.

– Rece por mí y por mi hijo. Usted es el único que puede salvarnos. Está mucho más cerca de Dios que nosotros. A nosotros, nadie nos quiere, nadie nos ha querido nunca, ni siquiera usted.

– ¿Dónde está Luke?

– No lo sé, ni me importa.

Cerró los ojos y volvió la cabeza sobre la almohada, pero sus dedos apretaban con fuerza su mano, no querían soltarla.

Entonces, el doctor Smith le tocó en un hombro.

– Creo que debería salir, Ilustrísimo Señor.

– Si su vida corre peligro, ¿me llamará?

– Inmediatamente.

Por fin había llegado Luddie del campo de caña, y estaba frenético porque no veía a nadie y tampoco se atrevía a entrar en el dormitorio.

– ¿Cómo está, Anne? -preguntó a su mujer, al salir ésta con el arzobispo.

– Así, así. El médico no quiere arriesgar un pronóstico, pero creo que todo irá bien. Tenemos un visitante, Luddie. El arzobispo Ralph de Bricassart, antiguo amigo de Meggie.

Más versado que su esposa, Luddie hizo una genuflexión y besó el anillo de la mano que el hombre le tendía.

:-Siéntese, Ilustrísimo Señor. Anne le acompañará, mientras yo preparo un poco de té.

– Conque es usted Ralph -dijo Anne, apoyando los bastones en una mesa de bambú, mientras el sacerdote se sentaba delante de ella, con los pliegues de su sotana cayendo a su alrededor y dejando ver las relucientes botas negras dé montar, porque el hombre había cruzado las piernas.

Una actitud un poco afeminada para un hombre, aunque, como era sacerdote, esto no importaba. Sin embargo, había algo en él muy masculino, tanto si cruzaba las piernas como si no. Probablemente no era tan viejo como le había parecido en el primer momento; poco más de cuarenta, quizá. ¡Lástima que un hombre tan apuesto…!

– Sí, soy Ralph.

– Desde que empezaron los dolores del parto, Meggie no ha cesado de preguntar por alguien llamado Ralph. Debo confesar que esto me intrigó. No recuerdo habérselo oído mencionar con anterioridad.

– No lo hizo.

– ¿De qué conoce a Meggie, Ilustrísimo Señor? ¿Desde cuándo?

El sacerdote sonrió forzadamente y juntó las finas y bellas manos, dándoles la forma de un techo agudo de iglesia.

– Conocí a Meggie cuando ella tenía diez años, a los pocos días de desembarcar del vapor que la trajo de Nueva Zelanda. Puede usted decir, sin miedo a equivocarse, que he conocido a Meggie a través de todas las tormentas emocionales, y a través de la vida y de la muerte. De todo lo que el hombre tiene que soportar. Meggie es el espejo en el que me veo obligado a ver mi condición mortal.

– ¡La quiere usted! -dijo Anne, en torno sorprendido.

– Siempre la he querido.

– Una tragedia para los dos.

– Yo había confiado en que sólo lo sería para mí. Hábleme de ella, de lo que ha pasado desde que se casó. Hacía muchos años que no la veía, pero siempre estuve inquieto por ella.

– Se lo diré, pero sólo cuando usted me haya hablado de Meggie. ¡Oh! No me refiero a cosas personales; sólo a la vida que hacía antes de venir a Dunny. Luddie y yo no sabemos absolutamente nada de ella, salvo que vivía en algún lugar cerca de Gillan-bone. Quisiéramos saber más, porque la queremos mucho. Pero ella nunca cuenta nada… Por orgullo, supongo.

Luddie entró una bandeja con el té y comida, y se sentó, mientras el sacerdote hacía una breve descripción de la vida de Meggie antes de casarse con Luke.

– ¡No lo habría adivinado en un millón de años! ¡Pensar que Luke O'Neill tuvo la audacia de privarla de todo y de ponerla a trabajar como doncella! ¡Y la desfachatez de exigir que el salario fuese ingresado en su cuenta del Banco! ¿Sabe usted que, desde que está aquí, la pobre criatura no ha dispuesto de un solo penique para gastar en sus cosas? Yo hice que Luddie le diese un aguinaldo la última Navidad, pero necesitaba tantas cosas que se lo gastó en uní día, y desde entonces, no quiso aceptar nada más de nosotros.

– No compadezcan a Meggie -dijo el arzobispo Ralph, con voz un poco dura-. Creo que ella no se compadece de sí misma, y menos por parecer de dinero. A fin de cuentas, éste le ha traído pocas alegrías, ¿no creen? Y, si un día lo necesita, sabe adonde dirigirse. Yo diría que la visible indiferencia de Luke la ha herido mucho más que la falta de dinero. ¡Pobre Meggie!

Anne y Luddie hicieron un esbozo de la vida que llevaba Meggie, mientras el arzobispo De Bricassart escuchaba, todavía juntas las manos, v contemplaba el bello abanico de una palmera del exterior. Ni una sola vez contrajo un músculo de su cara, ni se produjo el menor cambio en sus hermosos ojos inexpresivos. Había aprendido mucho, desde que estuviera al servicio de Vittorio Scarbanza, cardenal Di Conti-ni-Verchese.

Cuando terminó el relato, suspiró y trasladó la mirada a sus caras ansiosas.

– Bueno, parece que tenemos que ayudarla, ya que no lo hace Luke. Si Luke realmente no la quiere, lo mejor que podría hacer sería volver a Drogheda. Sé que ustedes no quisieran perderla, pero, por su bien, procuren convencerla de que vuelva a casa. Les enviaré un cheque para ella desde Sydney, para evitarle la vergüenza de pedirle dinero a su hermano. Después, cuando vuelva a estar en casa, podrá decirles lo que quiera. -Miró hacia la puerta de la habitación y rebulló inquieto-. ¡Dios mío, haz que nazca el niño!

Pero la criatura no nació hasta casi veinticuatro horas después, y Meggie estuvo a punto de morir de agotamiento y de dolor. El doctor Smith le había dado una generosa dosis de láudano, que, en su anticuada opinión, seguía siendo lo mejpr, y ella tenía la impresión de girar en una espiral de pesadillas, en la que cosas de fuera y de dentro rompían y rasgaban, arañaban y escupían, aullaban y gemían y rugían. A veces, enfocaba un breve instante la cara de Ralph, y después, ésta se desvanecía de nuevo en una oleada de dolor, pero el recuerdo persistía, y, mientras él estuviese allí, sabía que ni ella ni la criatura morirían.

El doctor Smith hizo una pausa, dejando que la comadrona se arreglase sola, para comer un bocado y tomar un buen trago de ron, y comprobar que ninguno de sus otros pacientes tenían la desfachatez de pensar en morirse. Mientras tanto, escuchó la parte de la historia que Anne y Luddie creyeron prudente contarle.

– Tiene usted razón, Anne -dijo-. El hecho de haber montado tanto a caballo es probablemente una de las causas de que ahora se encuentre en dificultades. Cuando se acabaron las sillas en que las mujeres montaban de lado, fue mala cosa para las que debían eabalgar mucho. El montar a horcajadas desarrolla defectuosamente ciertos músculos.

– Me habían dicho que esto era un cuento de viejas -declaró suavemente el arzobispo.

El doctor Smith le miró maliciosamente. No le gustaban los curas católicos, a los que consideraba como una pandilla de tontos mojigatos.

– Puede pensar lo que quiera --dijo-. Pero dígame una cosa, Ilustrísimo Señor: si tuviese que elegir entre la vida de Meggie y la de su hijo, ¿cuál elegiría en conciencia?

– La Iglesia se ha pronunciado rotundamente sobre esta cuestión. No se puede elegir. Ni se puede condenar a muerte al hijo para salvar a la madre, ni se puede condenar a la madre para salvar al hijo. -Sonrió al doctor Smith, con la misma malicia que éste-. Pero, si se plantease ahora este dilema, doctor, no vacilaría en aconsejarle que salvase a Meggie y que no se preocupara del pequeño.

El doctor Smith se quedó boquiabierto, rió y le dio una palmada en la espalda.

– ¡Bravo! -dijo-. Quede tranquilo, pues no difundiré lo que acaba de decir. Sin embargo, mientras el niño siga con vida, no cieo que convenga liquidarlo.

Pero Anne pensaba para sus adentros: ¿Qué habrías respondido, arzobispo, si el hijo hubiese sido tuyo?

Unas tres horas más tarde, cuando el sol se hundía tristemente en dirección a la brumosa mole del monte Bartle Frere, el doctor Smith salió de la habitación.

– Bueno, ya está -declaró, bastante satisfecho-. Meggie tardará en reponerse, pero, si Dios quiere, se pondrá bien. Y la criatura es una niña de dos kilos trescientos gramos, pellejuda y lunática, cabezuda y con un mal genio que nunca había visto en un recién nacido pelirrojo. Un bicho al que no matarían de un hachazo, y lo sé muy bien, porque yo mismo estuve a punto de intentarlo.

Luddie, entusiasmado, descorchó la botella de champaña que tenía reservada para la ocasión, y ios cinco se pusieron en pie y levantaron sus copas. El sacerdote, el médico, la comadrona, el agricultor y su mujer tullida, brindaron por la salud y la suerte de la madre y de su llorona y revoltosa hija. Era el primero de junio, el primer día del verano australiano.

Había llegado una enfermera para sustituir a la comadrona, y se quedaría hasta que Meggie fuese declarada fuera de peligro. El médico y la comadrona se marcharon, y Anne, Luddie y el arzobispo entraron a ver a Meggie.

Ésta parecía tan menuda y derrengada en aquella cama de matrimonio que el arzobispo Ralph se vio obligado a guardar otro dolor independiente en el fondo de su memoria, para sacarlo, estudiarlo y soportarlo más tarde. «Meggie, mi desgarrada y apaleada Meggie, yo te amaré siempre, pero no puedo darte lo que te dio Luke O'Neill, aunque fuese de mala gana.»

El trocito de humanidad responsable de todo esto yacía en una cuna de mimbre junto a la pared del fondo, completamente indiferente a su atención, mientras todos se agrupaban a su alrededor para mirarlo. Chillaba, muy enfadada, y no cesaba en sus gritos. Por fin, la enfermera la levantó, junto con la cuna, y la depositó en la habitación que le había sido destinada.

– Desde luego, sus pulmones están sanos -dijo el arzobispo Ralph, sonriendo, y se sentó en el borde de la cama y asió la pálida mano de Meggie.

– No creo que la guste mucho la vida -dijo Meggie, correspondiendo'a su sonrisa. ¡Qué viejo parecía! Esbelto y apuesto como siempre, pero inconmensurablemente más viejo. Volvió la cabeza en dirección a Anne y Luddie, y les tendió la otra mano-. ¡Mis queridos y buenos amigos! ¿Qué habría hecho sin ustedes? ¿Hay noticias de Luke?

– He recibido un telegrama diciendo que su trabajo le impide venir, pero que te desea suerte.

– ¡Qué amable! -exclamó Meggie.

Anne se inclinó rápidamente para besarla en la mejilla.

– La dejaremos sola, para que pueda hablar con el arzobispo, querida. Estoy segura de que tienen muchas cosas que decirse. -Asió a Luddie de un brazo e hizo una seña con el dedo a la enfermera, que se había quedado mirando boquiabierta al sacerdote, como si no pudiese dar crédito a sus ojos-. Venga, Nettie, a tornar una taza de té con nosotros. Si Meggie la necesita, Su Ilustrísima la llamará.

– ¿Qué nombre vas a ponerle a tu hija?-preguntó él, cuando los otros hubieron salido y cerrado la puerta.

– Justine.

– Un nombre muy bonito. Pero, ¿por qué lo elegiste?

– Lo leí en alguna parte, y me gusta.

– ¿No la quieres, Meggie?

La cara de ella se había encogido, y parecía toda ojos; unos ojos dulces y llenos de una luz velada, sin odio, pero sin amor.

– Supongo que sí. Sí, la quiero. Hice cuanto pude para tenerla. Pero, cuando la llevaba en mi seno, no podía sentir nada por ella, salvo que ella no me quería. No creo que Justine sea nunca mía, ni de Luke, ni de nadie. Creo que sólo se pertenecerá a sí misma.

– Tengo que marcharme, Meggie -deGlaró él suavemente.

Y ahora, los ojos de la joven se endurecieron, brillaron más; su boca se torció en un gesto desagradable.

– ¡Lo esperaba! Es curioso que todos los hombres que ha habido en mi vida escurrieron el bulto, ¿verdad?

Él se estremeció.

– No seas cruel, Meggie. Me entristece dejarte pensando de este modo. A pesar de cuanto te ha ocurrido en el pasado, has conservado siempre tu dulzura, y ésta ha sido, para mí, tu cualidad más estimable. No cambies, no te endurezcas a causa de esto. Sé que debe de ser terrible para ti pensar que Luke no se ha tornado la molestia de venir, pero no cambies. Si lo hicieses, dejarías de ser mi Meggie.

Pero ella siguió mirándole casi como si le odiara.

– ¡Oh, vamos, Ralph! ¡Yo no soy su Meggie, ni lo fui nunca! Usted no me quería, usted me envió a él, a Luke. ¿Qué se imagina que soy? ¿Una santita, o una monja? Pues no lo soy. Soy un ser humano corriente, ¡y usted destrozó mi vida! Siempre le amé, ni quise a nadie más, le esperé… Luego traté de olvidarle con todas mis fuerzas, pero me casé con un hombre que pensé que se le parecía un poco, y é¡ tampoco me amaba ni me necesita. Ser necesitada por un hombre, ser amada por él, ¿es pedir demasiado?

Empezó a sollozar, pero se dominó; había en su rostro unas finas arrugas de dolor que él no había visto antes de ahora, y comprendió que no' eran de las que se borraban con el descanso y la recuperación de la salud.

– Luke no es malo, ni siquiera antipático -siguió diciendo ella-. Sólo es un hombre. Todos los hombres son iguales: mariposas grandes y velludas, que se destruyeron corriendo tras una llama tonta que brilla detrás de un cristal tan fino que sus ojos no lo ven. Y, si consiguen atravesar el cristal y volar hasta la llama, se queman y caen muertos. Mientras tanto, fuera, en la noche fresca, hay comida y amor y mariposas pequeñas a su alcance. Pero, ¿lo ven ustedes? ¿Lo quieren? ¡No! Hay que volver a la llama, revolotear como insensatos, ¡hasta que se queman y mueren!

Él no supo qué decirle, pues era éste un aspecto de ella que jamás había visto. ¿Había estado siempre allí, o se había desarrollado a causa de su aflicción y su abandono? ¿Era Meggie quien decía estas cosas? Casi no oía lo que decía, tan trastornado estaba de que lo dijese, sin comprender que todo procedía de su soledad… y de su sentimiento de culpa.

– ¿Recuerdas la rosa que me diste la noche en que me marché de Drogheda?

– preguntó tiernamente.

– Sí, la recuerdo.

La vida había huido de su voz, y el fuerte brillo, de sus ojos. Ahora le miraba como un alma sin esperanza, tan inexpresiva y fría como su madre.

– Todavía la llevo en mi breviario. Y cada vez que veo una rosa de aquel color, pienso en ti. Te quiero, Meggie. Tú eres mi rosa, la imagen humana y la idea más hermosa de mi vida.

Ella frunció de nuevo las comisuras de los labios, y de nuevo brilló aquel orgullo tenso, chispeante, que tenía cierto matiz de odio.

– ¡Una imagen! ¡Una idea! ¡Una imagen y una idea humanas! Sí, es verdad, ¡esto es lo que soy para usted! ¡Usted no es más que un tonto romántico y soñador, Ralph de Bricassart! No tiene más idea de lo – que es la vida que la mariposa con la que le comparé. ¡No es extraño que se hiciera sacerdote! Si fuese un hombre corriente, no podría vivir en la vulgaridad de la vida, como no puede hacerlo un hom Ere vulgar como Luke.

»Dice que me quiere, pero no tiene la menor idea de lo que es el amor; pronuncia palabras que se ha aprendido de memoria, ¡porque piensa que suenan bien! Lo que me asombra es por qué no se las han ingeniado los hombres para prescindir totalmente de las mujeres, que es lo que les gustaría hacer, ¿no? Si encontrasen la manera de casarse entre ustedes, ¡su felicidad sería divina!

– ¡Calla, Meggie! ¡Calla, por favor!

– ¡Oh, vayase! ¡No quiero verle! Y ha olvidado una cosa sobre sus preciosas rosas, Ralph… ¡Ha olvidado que tienen feas y punzantes espinas!

Él salió de la habitación sin mirar atrás.

Luke no se molestó en contestar el telegrama Informándole de que era el afortunado padre de una niña llamada Justine. Meggie se repuso poco a poco, y la criatura empezó a desarrollarse. Tal vez si Meggie hubiese podido amamantarla, se habría sentido más unida a aquella cosita flaca y malhumorada, pero aquellos senos que tanto gustaban a Luke carecían absolutamente de leche. Un irónico castigo, pensó ella. Por consiguiente, empezó a alimentar con biberón a la colorada y acalorada criaturita, tal como exigía la costumbre, esperando que surgiese alguna maravillosa emoción en su alma. Pero ésta no surgió nunca; no sentía el menor deseo de acariciar y besar aquella carita diminuta, ni de morderle los deditos, ni de hacer ninguna de las mil tonterías que suelen hacer las madres a sus pequeños. No íe parecía que fuese hija suya, y no la quería y necesitaba más de lo que «aquello» parecía quererla o necesitarla a ella. Aquello, aquello. Incluso le costaba llamarle «ella».

Luddie y Anne nunca sospecharon que Meggie no adoraba a Justine, de que sentía por ella menos de lo que había sentido por cualquiera de sus hermanos pequeños. Si Justine lloraba, Meggie se apresuraba a cogerla en brazos, a arrullarla, a mecerla, y nunca hubo una criatura más limpia y bien cuidada. Lo raro era que Justine no parecía querer que la cogiesen y la mimasen; callaba mucho antes si la dejaban sola.

Con el paso del tiempo, mejoró de aspecto. Su piel infantil perdió la característica rojez, y adquirió la fina transparencia surcada de venitas que suele acompañar a los cabellos rojos, y sus bracitos y sus piernas se llenaron y se volvieron agradablemente rollizos. Los cabellos empezaron a rizarse y hacer se más espesos, y a adquirir el violento color rojo i que habían tenido los de su abuelo Paddy. Todos esperaban ansiosamente a ver qué color tendrían sus ojos; Luddie apostaba por el azul de los del padre; Anne, por el gris de los de la madre, y Meggie no opinaba nada. Pero los ojos de Justine fueron algo singular, propio de ella; unos ojos enervantes, por decirlo en términos sencillos. A las seis semanas, empezaron a cambiar, y, a las nueve, habían tomado su forma y su color definitivos. Nadie había visto jamás unos ojos parecidos. Alrededor del borde externo del iris, había un círculo de un gris muy oscuro, pero el iris propiamente dicho era muy pálido y no podía decirse que fuese gris o azul; la descripción más aproximada de aquel color era la de un blanco oscuro. Eran unos ojos que parecían remachados, inquietos, inhumanos, y más bien cegatos, mas, con el tiempo, se hizo evidente que Justine veía muy bien con ellos.

Aunque no había dicho nada, el doctor Smith se había sentido preocupado por el tamaño de la cabeza, al nacer la criatura, y por eso la tuvo en observación durante los primeros seis meses; se había preguntado, especialmente después de ver aquellos extraños ojos, si no tendría lo que él seguía llamando agua en la cabeza, aunque los libros de texto de la época lo llamaban ya hidrocefalia. Pero resultó que Justine no padecía ningún defecto o mala conformación del cerebro; sólo tenía la cabeza grande, y, al crecer la niña, el resto de su cuerpo fue adquiriendo un volumen más o menos proporcionado a aquélla.

Luke continuaba ausente. Meggie le había escrito repetidas veces, pero él no había contestado ni había venido a ver a su hija. En cierto modo, ella se alegraba; no habría sabido qué decirle, v no creía que él se hubiese entusiasmado mucho con aquella extraña criaturita que era su hija. Si Justine hubiese sido un gallardo varón, tal vez él se habría ablandado, pero Meggie se alegraba de que no lo fuese. Era una prueba viva de que el gran Luke O'Neill no era perfecto, pues, si lo hubiese sido, seguro que sólo habría engendrado varones.

La niña progresó más que Meggie y se recobró más de prisa de las dificultades del parto. A tos cuatro meses, lloró mucho menos y empezó a divertirse en la cuna, manipulando las ristras de abalorios de colores colgados a su alcance. Pero nunca sonreía a nadie, ni siquiera cuando hacía gestos al eructar.

La temporada de lluvias llegó muy pronto, en octubre, y la humedad fue tremenda. Subió al cien porcien, y así quedó; todos los días llovía a mares durante horas, y la lluvia azotaba Himmelhoch, fundía el suelo rojizo, empapaba las cañas y llenaba el ancho y profundo río Dungloe, pero sin que éste se desbordase, pues su curso era tan corto que el agua se vertía rápidamente en el mar. Mientras Justine yacía en su cuna, contemplando su mundo con aquellos ojos extraños, Meggie permanecía abnegadamente sentada a su lado, observando cómo el Bartle Frere desaparecía detrás de la espesa cortina de lluvia, para reaparecer de nuevo.

El sol salía de vez en cuando; velos ondulantes de vapor surgían del suelo, las cañas mojadas brillaban como prismas diamantinos y el río parecía una enorme serpiente de oro. Entonces, en lo alto, cruzando toda la bóveda celeste, se materializaba un doble arco iris, perfecto en toda la longitud de sus dos arcos, tan rico de colorido sobre el opaco azul oscuro de las nubes que cualquier cosa que no hubiese sido el paisaje de North Queensland habría parecido desvaído en contraste con su etéreo brillo. Pero en North Queensland no era así, y Meggie pensó que ahora sabía por qué el paisaje de Gillanbone era tan pardo y gris: Noríh Queensland había usurpado también los colores de la paleta que le correspondían.

Un día, a primeros de diciembre, Anne salió a la galería, se sentó junto a Meggie y la observó. ¡Oh! ¡Qué delgada y marchita estaba! ¡Incluso los preciosos cabellos de oro habían perdido su brillo!

– Meggie, no sé si he procedido mal, pero he hecho algo, y quiero que al menos me escuches antes de decir que no.

Meggie dejó de mirar el arco iris y sonrió.

– ¡Qué solemnidad la tuya, Anne! ¿Qué es lo que debo escuchar?

– Luddie y yo estamos preocupados por ti. No te has recobrado como era de esperar desde que nació Justine, y ahora, con la humedad, tienes aún peor aspecto. No comes y estás perdiendo peso. Nunca pensé que este clima te sentara bien; pero, mientras no ocurrió nada que te perjudicase, pudiste soportarlo. Ahora creo que estás delicada, y, a menos que hagamos algo, te pondrás realmente enferma.

Suspiró profundamente y prosiguió;

– Por eso, hace un par de semanas, escribí a una amiga mía de la oficina de turismo y concerté unas vacaciones para ti. No, no protestes por el gasto, pues esto no disminuirá los recursos de Luke ni los nuestros. El arzobispo nos envió un cheque por una cantidad elevada para ti, y tu hermano nos mandó otro para ti y la pequeña; creo que fue una insinuación, por parte de todos, para que fueses a pasar una temporada a Drogheda. Pero no creo que ir a Drog-heda sean las vacaciones que te convienen. Luddie y yo pensamos que lo que más necesitas es tiempo para reflexionar. Sin Justine, sin nosotros, sin Luke, sin Drogheda. ¿Has sido independiente alguna vez, Meggie? Ya es hora de que lo seas. Por consiguiente, te hemos reservado una casita de campo en Matlock Island por dos meses, desde el primero de enero hasta el primero de marzo. Luddie y yo cuidaremos de Justine. Sabes que nada malo puede pasarle, petfo, a la menor señal de alarma, te damos nuestra palabra de que te avisaríamos inmediatamente, y, como la isla tiene teléfono, podrías volver sin pérdida de tiempo.

El arco iris había desaparecido, y también el sol; pronto llovería de nuevo.

– Anne, si no hubiese sido por ti y por Luddie, en estos tres años me habría vuelto loca. Tú lo sabes. A veces, me despierto por la noche y me pregunto lo que habría sido de mí si Luke me hubiese confiado a unas personas menos amables. Vosotros os habéis preocupado de mí más que Luke.

– ¡Tonterías! Si Luke te hubiese dejado con gente antipática, habrías regresado a Drogheda y, ¿quién sabe? Tal vez esto hubiese sido lo mejor.

– No. Esta experiencia con Luke no fue nada agradable, pero hice bien en quedarme y salirme con la mía.

La lluvia avanzaba sobre el cada vez más oscuro cañaveral, borrándolo todo detrás de su filo, como un hacha gris.

– Tienes razón; no estoy bien -dijo Meggie-. No he estado bien desde que me quedé embarazada. He tratado de sobreponerme, pero creo que se llega a un punto en que no hay energía para hacerlo. ¡Oh., Anne! ¡Estoy tan cansada, tan desanimada! Ni siquiera soy una buena madre para Justine, y debería serlo. Fui yo quien hice que viniera al mundo; ella no lo pidió. Pero, sobre todo, estoy desanimada porque Luke no me da una sola oportunidad de hacerle feliz. No quiere vivir conmigo, ni me deja construir un hogar para él; no quería que tuviésemos hijos. Yo no le amo…, nunca le amé como debe amar una mujer al hombre con quien se casa, y quizás él se dio cuenta. Tal vez si yo le hubiese amado, se habría portado de un modo diferente. ¿Cómo puedo culparle? Creo que toda la culpa es mía.

– Quieres al arzobispo, ¿no?

– Sí, ¡desde que era pequeña! Cuando vino a visitarme, fui muy dura con él. ¡Pobre Ralph! No tenía derecho a decirle lo que le dije, porque él nunca me animó a quererle, ¿sabes? Confío en que haya comprendido que yo sufría, estaba agotada y me sentía terriblemente desgraciada. Yo sólo podía pensar que lo justo habría sido que la criatura fuese suya, y que no podía ser, nunca podría ser. ¡No es justo! Los sacerdotes protestantes pueden casarse, ¿por qué no pueden hacerlo los católicos? Y no me diga que los pastores cuidan menos de su rebaño que los curas, porque no la creeré. He conocido curas malos y pastores maravillosos. Pero, por culpa del celibato de los curas, tuve que renunciar a Ralph, construir mi familia y mi vida con otro hombre, tener mi hija con otro hombre. Y, ¿sabes una cosa, Anne? Eso es un pecado tan grave como si Ralph hubiese roto sus votos, o quizá peor. ¡No puedo creer a la Iglesia, cuando dice que mi amor por Ralph es pecado!

– Márchate una temporada, Meggie. Descansa, come y duerme y deja de inquietarte. Tal vez, cuando vuelvas, podrás persuadir de algún modo a Luke para que compre la finca, en vez de hablar tanto de ella. Sé que no le quieres, pero creo que, si él te diese una pequeña oportunidad, todavía podrías ser feliz con él.

Los ojos grises tenían el mismo color de la lluvia que caía a ráfagas alrededor de la casa; sus voces se habían elevado hasta convertirse en gritos, para hacerse oír sobre el increíble ruido del tejado metálico.

– ¡Pero es precisamente eso, Anne! Cuando Luke y yo fuimos a Atherton, comprendí al fin que él nunca dejará la caña de azúcar mientras tenga fuerzas para cortarla. Le gusta esa vida, le gusta de veras. Le agrada estar con hombres tan fuertes y tan independientes como él mismo; le gusta vagar de un sitio a otro. Pensándolo bien, siempre fue un vagabundo. En cuanto a necesitar una mujer, aunque solo sea para divertirse, está demasiado agotado por la caña. ¿Y qué puedo hacer yo? Luke es de esos hombres a quienes les importa un bledo comer la comida fría y dormir en el suelo. ¿No lo comprendes? Yo no puedo atraerle con cosas buenas y agradables, porque no le importan. Incluso creo que desprecia las cosas buenas, las cosas bonitas. Son blandas, y podrían ablandarle. Carezco de seducciones lo bastante poderosas para arrancarle de su actual estilo de vida.

Miró con impaciencia el tejado de la galería, como cansada de gritar.

– No sé si tendré fuerzas para soportar la soledad de una vida sin hogar durante los próximos diez o quince años, Anne, ni cuánto tiempo tardará Luke en agotarse. Estoy muy bien con vosotros; no creas que soy una desagradecida. ¡Pero quiero un hogart Quiero que Justine tenga hermanos y hermanas, deseo quitar el polvo a mis muebles, quiero hacer cortinas para mis ventanas, cocinar en mi fogón para mi hombre. ¡Oh, Anne! Yo soy una mujer vulgar; no soy ambiciosa ni inteligente, ni culta, ya lo sabes. Lo único que anhelo es un marido, hijos, y una casa que sea mía. ¡Y un poco de amor de alguien!

Anne sacó su pañuelo, se enjugó los ojos y trató de reír.

– ¡Qué par de lloronas somos! Pero te comprendo, Meggie, de verdad que sí. Yo llevo diez años casada con Luddie, los únicos años verdaderamente felices de mi vida. Sufrí parálisis infantil cuando tenía cinco, y me quedé así. Estaba convencida de que ningún hombre me miraría nunca. Y sabe Dios que era así. Cuando conocí a Luddie, tenía treinta años y me ganaba la vida enseñando. Él tenía diez años menos que yo, y por eso no lo tomé en serio cuando me dijo que me amaba y que quería casarse conmigo. ¡Es terrible arruinar la vida de un hombre joven, Meggie! Durante cinco años, le traté lo peor que puedas imaginarte, pero él volvía siempre. Al fin, me casé con él, y he sido feliz. Luddie dice que él también lo es, aunque no estoy segura. Ha tenido que renunciar a muchas cosas, incluso a tener hijos, y ahora parece más viejo que yo, el pobrecillo.

– Es por esta vida, Anne, y por el clima.

La lluvia cesó tan de repente como había empezado; salió el sol, el arco iris desplegó toda su gloria sobre el cielo vaporoso, y el monte Bartle Frere asomó, morado, entre las nubes que corrían por el firmamento.

Meggie volvió a hablar.

– Iré. Os agradezco mucho que hayáis pensado en esto; probablemente es lo que necesito. Pero, ¿estás segura de que Justine no será un engorro demasiado grande?

– ¡No, por Dios! Luddie lo ha previsto todo. Anna María, que trabajó para mí antes de venir tú, tiene una hermana menor, Annunziata, que quiere trabajar de enfermera en Townsville. Pero no cumple los dieciséis años hasta marzo, y termina sus estudios dentro de unos días. Por consiguiente, vendrá aquí mientras estés fuera. Y es buena cuidadora de niños. Hay hordas de niños en el clan Tesoriero.

– ¿Dónde está Matlock Island?

– Muy cerca del estrecho de Whitsunday, en la Gran Barrera. Es un lugar muy tranquilo, supongo que frecuentado sobre todo por recién casados en luna de miel. Ya sabes: casitas aisladas, en vez de un gran hotel central. No tendrás que vestirte para cenar en un comedor lleno de gente, ni hacer cumplidos a una serie de personas con las que preferirías no tener que hablar. Y, en esta época del año, está casi desierto, debido al peligro de los ciclones de verano. La estación húmeda no es problema, pero nadie parece querer ir allí en verano. Probablemente porque la mayoría de los que van allí proceden de Sydney o de Melbourne, y el verano es bastante bueno en sus ciudades y no necesitan salir de ellas. En junio, julio y agosto, todas las plazas están reservadas con tres años de anticipación para los meridionales.

13

El último día de 1937, Meggie tomó el tren para Tonwsville. Aunque sus vacaciones no hacían más que empezar, se sentía ya mucho mejor, pues había dejado atrás el olor a melaza de Dunny. Tonwsville, la población más grande de North Queensland, era una floreciente ciudad de varios miles de habitantes que vivían en casas de madera sobre pilares. Como el barco enlazaba con el tren con tiempo muy justo, Meggie no tuvo ocasión de visitarla; pero, en cierto modo, no lamentaba tener que ir corriendo al puerto, pues así no tenía oportunidad para pensar; después de aquella horrible travesía del mar de Tasmania, dieciséis años atrás, no eran muy halagüeñas las treinta y seis horas de viaje que la esperaban en un barco mucho más pequeño que el Wahine.

Pero ahora fue muy diferente; el barco se deslizaba susurrante en un mar como un espejo, y ella tenía veintiséis años en vez de diez. El aire estaba en calma entre dos ciclones, y el mar parecía fatigado, aunque sólo era mediodía, Meggie se acostó y durmió sin pesadillas hasta que el camarero la despertó a las seis de la mañana, trayéndole una taza de té y una fuente de bizcochos dulces.

Subió a cubierta y se encontró con una nueva Australia, diferente una vez más. En un cielo alto y claro, delicadamente descolorido, un resplandor blanco rosado surgió lentamente del borde oriental del océano, hasta que el sol se elevó sobre el horizonte y la luz perdió su color rojo, y se hizo de día. El barco se deslizaba silencioso sobre un agua incolora, tan transparente, mirada desde la borda, que uno podía ver a gran profundidad las grutas purpúreas y distinguir las formas de los peces que pasaban a gran velocidad. Más lejos, el mar era como un aguamarina de tono verdoso, salpicada de manchas de color de heces de vino en los sitios donde las algas o el coral cubrían el fondo, y, por todos lados, parecían surgir islas con palmeras en las playas de brillante y blanca arena, que se habría dicho que habían brotado espontáneamente como cristales de sílice: islas selváticas, montañosas o planas, islas frondosas a poca altura sobre el nivel del agua.

– Las planas son verdaderas islas de coral -explicó un tripulante-. Si tienen forma de anillo y hay una laguna en su centro, se llaman atolones, pero si no son más que un peñasco que sobresale del mar, se llaman cayos. Las islas mas altas son cimas de montañas, pero también están rodeadas de arrecifes de coral y tienen lagunas.

– ¿Dónde está Matlock Island? -preguntó Meggie.

El hombre la miró con curiosidad; una mujer sola, dirigiéndose a una isla como Matlock, frecuentada por parejas de recién casados, era en sí misma una contradicción.

– Ahora estamos navegando por el estrecho de Whitsunday; después, nos dirigiremos al lado del acantilado correspondiente al Pacífico. La costa oceánica de Matlock está batida por grandes olas que llegan después de recorrer cien millas de océano Pacífico, rugiendo como trenes expresos, hasta el punto de que uno no puede oír sus propios pensamientos. ¿Se imagina lo que es correr cien millas sobre la misma ola? -Suspiró reflexivamente-. Estaremos en Matlock antes de ponerse el sol, señora.

Y una hora antes de la puesta del sol, el barquito se abrió paso en la resaca, mientras la espuma de la rompiente se elevaba como un muro de niebla en el cielo de Oriente. Un muelle sobre delgados pilotes se adentraba media milla en el mar a través de un arrecife que quedaba al descubierto en marea baja, y, detrás de él, se veía una escabrosa línea costera que nada tenía que ver con la frondosidad tropical que esperaba Meggie. Un viejo que estaba esperando la ayudó a pasar del barco al muelle y tomó su equipaje de manos de un tripulante.

– ¿Cómo está usted, señora O'Neill? -saludó-. Me llamo Rob Walter. Espero que su marido pueda venir a fin de cuentas. En esta época del año, hay poca gente en Matlock; en realidad, es una estación de invierno.

Caminaron juntos sobre las inseguras tablas; el coral descubierto parecía fundirse bajo el sol agonizante, y el mar, terrible, reflejaba el esplendor tumultuoso de una espuma escarlata.

– La marea está baja; en otro caso, su viaje habría sido mucho peor. ¿Ve usted aquella bruma, en el Este? Es el borde de la Gran Barrera. Aquí, en Matlock, estamos prendidos a ella por las puntas de los dientes; se siente temblar continuamente la isla por los embates de allá fuera. -La ayudó a subir a un coche-. Éste es el lado de barlovento de Matlock; un poco salvaje y desagradable a la vista, ¿en? Pero espere a ver el lado de sotavento. ¡Ah! Es completamente distinto.

Avanzaron a la despreocupada velocidad propia del único coche de Matlock por una angosta carretera de crujientes huesos de coral, entre palmeras y espesos matorrales; a uno de los lados, se veía una alta moru taña, tal vez a unos seis kilómetros, cruzando la espina dorsal de la isla.

– ¡Oh! ¡Qué preciosidad! -exclamó Meggie.

Habían salido a otra carretera, que seguía la ondulada y arenosa playa del lado de la laguna, poco profunda y en forma de media luna. Más lejos, se veía más espuma blanca, en el lugar donde el océano rompía en encajes resplandecientes sobre los bordes del arrecife de la laguna; pero, dentro del abrazo del coral, el agua estaba serena y tranquila cómo un pulido espejo de plata teñido de bronce.

– La isla tiene unos siete kilómetros de anchura por doce de larga -le explicó su guía. Pasaron por delante de un sorprendente edificio blanco, provisto de una ancha terraza y de unas ventanas que parecían escaparates-. El almacén general -indicó, con orgullo de propietario-. Yo vivo allí con mi señora, y debo confesarle que a ella no le gustó mucho que llegase una mujer sola. Tiene miedo de que me deje seducir; así lo dijo. Menos mal que los de la oficina dijeron que quería usted una paz y una soledad absoluta, y mi señora se apaciguó un poco cuando le destiné la casita más alejada que tenemos. No hay un alma en su dirección; las únicas personas que tenemos ahora son una pareja que está en el otro lado. Puede pasear desnuda, sin temor a que la vea nadie. Y mi esposa no me perderá de vista, mientras esté usted aquí. Cuando necesite algo, llame por teléfono y yo le llevaré lo que sea. No hace falta que entre en la casa. Y, diga lo que diga mi esposa, iré a hacerle una visita cada día, al ponerse el sol, para asegurarme de que está perfectamente. Será mejor que se encuentre usted en casa y que vaya vestida como es debido…, para el caso de que a mi esposa se le ocurriese acompañarme.

La casita, de un solo piso y con tres habitaciones, tenía su propia playa particular/entre dos puntas del monte que se hundían en el agua; y allí terminaba la carretera. La isla producía su propia electricidad; por consiguiente, contaba con un pequeño frigorífico, luz eléctrica, el teléfono prometido e incluso un aparato de radio. El retrete disponía de agua corriente, y el baño, de agua dulce; «más comodidades modernas que Drogheda o Hirnmelhoch», pensó Meggie, divertida. Fácilmente se veía que la mayoría de los clientes procedían de Sydney o de Melbourne, y habían impuesto una civilización de la que no podían prescindir.

Una vez sola, cuando Rob se hubo marchado a toda prisa para volver junto a su celosa mujer, Meggie deshizo el equipaje e inspeccionó sus dominios. La gran cama de matrimonio era muchísimo más cómoda de lo que había sido su propio lecho nupcial. Pero esto era natural en un paraíso de luna de miel, donde lo único que exigirían los clientes sería una buena cama, mientras que los parroquianos del hotelucho de Dunny estaban generalmente demasiado borrachos para poner reparos a unos muelles capaces de her-niar al más pintado. Tanto el frigorífico como las alacenas estaban bien provistos de comida, y. sobre el mostrador, había una gran cesta de bananas, ñames, pinas y mangos. Nada impediría que comiese bien y durmiera bien.

Durante la primera semana, Meggie pareció no hacer nada más que comer y dormir; hasta ahora no se había dado cuenta de lo fatigada que estaba y de que el clima de Dungloe era lo que le quitaba el apetito. En aquella hermosa cama, se quedaba dormida en cuanto se tumbaba en ella, y dormía diez y doce horas seguidas, y la comida tenía un atractivo para ella que no había poseído desde los tiempos de Drogheda. Habríase dicho que no paraba de comer mientras estaba despierta, llevándose incluso mangos al agua. La verdad es que aquél era el lugar más cómodo para comer mangos, después de una bañera, pues sólo tenían zumo. Como su playita estaba dentro de la laguna, el mar era un espejo tranquilo, sin corrientes y muy poco profundo. Todo lo cual la complacía mucho, ya que j\o sabía dar una brazada. Pero, en un agua tan salada que casi la sostenía, empezó a hacer algunas tentativas, y se entusiasmó cuando pudo flotar diez segundos seguidos. La sensación de librarse de la atracción de la tierra le hacía desear moverse con la facilidad de un pez.

Y así, si echaba de menos una compañía, era solamente porque le habría gustado que alguien la enseñara a nadar. Aparte de esto, era maravilloso campar por sus respetos. ¡Cuánta razón había tenido Anne! Toda su vida había estado con otra gente en casa. No tener a nadie era un alivio, una paz completa. No se sentía sola; no añoraba a Anne, ni a Luddie, ni a Justine, ni a Luke, y, por primera vez desde hacía tres años, no añoraba Drogheda. El viejo Rob no turbaba nunca su soledad; cada día, al ponerse el sol, se detenía en la carretera a distancia suficiente para ver que el saludo de ella desde la galería no era una señal de alarma, y entonces, daba media vuelta en su coche y se alejaba de nuevo, para no incurrir en las iras de su señora, que era sorprendentemente linda. Un día le telefoneó para decirle que llevaría a la pareja de residentes a dar un paseo en un bote con el fondo de cristal, y le preguntó si quería acompañarles.

Aquello fue como si le diesen una entrada para un planeta completamente nuevo. Al mirar a través del cristal, veía un mundo prolífico y exquisitamente frágil, donde formas delicadas eran sostenidas e impulsadas por la cariñosa intimidad del agua. Descubrió que los corales vivos no tenían los colores chillones de los expuestos en la vitrina de souvenirs del almacén. Eran de un rosa pálido o de un azul grisáceo, y alrededor de cada nudo y de cada rama, oscilaba un maravilloso arco iris, como una aureola. Grandes anémonas de un palmo y medio de anchura agitaban flecos de tentáculos azules o rojos o anaranjados o purpúreos; blancas almejas estriadas, grandes como piedras, invitaban a los incautos exploradores a echar un vistazo a su interior, con el señuelo de algo inquieto y de vivos colores entre unos labios plumosos; rojos abanicos de blonda se movían al impulso de vientos acuáticos; algas como cintas verdes y brillantes bailaban flojamente, dejándose arrastrar por el agua. Ninguno de los cuatro que iban en el bote se habría sorprendido si hubiese visto una sirena, de pecho liso y pulido, cola oscilante y ensortijados cabellos como nubes flotantes, y la boca sonriente y cantarína que atraía antaño a los marineros. Pero, ¿y los peces? Como joyas vivas, surcaban a miles el agua, redondos como farolillos chinos o finos como balas, ataviados de colores brillantes de vida, con esa calidad luminosa que sólo el agua confiere; algunos, de fuego con escamas de oro y le plata; otros, de un azul frío y metálico; otros, como sacos flotantes y de colores más chillones que los loros. Había belonas de morro afilado como una aguja, peces de cabeza grande y nariz aplastada, barracudas de largos colmillos, un ser cavernoso y de hinchada vejiga medio oculto en una gruta, y, en una ocasión, un esbelto tiburón gris que pareció tardar una eternidad en pasar silenciosamente por debajo de ellos.

– Pero no tema -dijo Rob-. Las verdaderas fieras marinas no bajan tan al sur; si algo es capaz de matarla aquí, son más bien los escorpiones. No ande nunca descalza sobre el coral.

Sí; Meggie se alegró de haber ido. Pero no deseaba volver, ni entablar amistad con la pareja que había traído Rob. Prefería sumergirse en el mar, pasear y tumbarse al sol. Aunque parezca extraño, ni siquiera echaba en falta los libros para leer, pues siempre había algo interesante que observar.

Había seguido el consejo de Rob y dejado de llevar ropa. Al principio, se comportaba como un conejo que captase en el viento el olor de un perro, y corría a esconderse cuando crujía una rama y caía un coco al suelo con estruendo. Pero, al cabo de unos días de evidente soledad, empezó a creer que nadie se acercaría a ella, que, como había dicho Rob, aquello era un dominio absolutamente privado. Sobraba la timidez. Y, caminando por los senderos, yaciendo en la arena, chapoteando en la tibia agua salada, empezó a sentirse como el animal nacido y criado en una jaula que, de pronto, se encuentra en un mundo libre, soleado, espacioso y amable.

Lejos de Fee, de sus hermanos, de Luke, del inconsciente e implacable dominio de toda su vida, Meggie descubrió el ocio puro; todo un calidoscopio de formas de pensamiento tejían y destejían nuevos dibujos en su mente. Por primera vez en su vida, su ser consciente no permanecía absorto en concepto de trabajo, de la clase que fuesen. Se daba cuenta, con sorpresa, de que el continuo ejercicio físico es la barrera más eficaz que puede levantar el ser humano contra la actividad totalmente mental.

Hacía años, el padre Ralph le había preguntado en qué pensaba, y ella le había respondido: en papá y mamá, en Bob, Jack, Hughie y Stu, en los chicos pequeños y en Frank, en Drogheda, en la casa, en el trabajo, en la lluvia. No había dicho en él, aunque ocupaba el primer lugar de la lista, como siempre. Ahora debía añadir Justine, Luke, Luddie y Anne, la caña de azúcar, la añoranza del hogar, y más lluvia. Y siempre, desde luego, el saludable alivio que encontraba en los libros. Pero todo había llegado y pasado en una maraña tan enredada e inconexa, que no había tenido oportunidad ni instrucción suficiente para sentarse tranquilamente y pensar sobre quién era en realidad Meggie Cleary, Meggie O'Neill. ¿Qué quería? ¿Cuál creía que era su objetivo enaste mundo? Lamentaba su falta de instrucción, pues ésta era una omisión de las que no se rectificaban con el tiempo. Sin embargo, aquí gozaba de tiempo, paz, ociosidad y bienestar físico; podía tumbarse en la arena e intentarlo.

Bueno, estaba Ralph. Una risa sarcástica y desesperada. Mala cosa para empezar, pero, en cierto sentido, Ralph era como Dios: principio y fin de todas las cosas. Desde el día en que él se había arrodillado en el polvo del patio de la estación de Gilly, para tomarla entre sus manos, Ralph había estado presente, y, aunque nunca volviese a verle en su vida, lo más probable era que su último pensamiento, en este lado de la tumba, sería para él. Era terrible que una persona pudiese significar tanto, tantas cosas.

¿Qué le había dicho a Anne? Que sus deseos y necesidades eran completamente normales: un marido, hijos, una casa propia. Alguien a quien amar. No era mucho pedir; al fin y al cabo, la mayoría de las mujeres lo tenían. Pero, ¿cuántas mujeres que tenían esto estaban realmente satisfechas? Meggie pensaba que ella lo estaría, porque, para ella, era muy costoso de obtener.

Resígnate, Meggie Cleary, Meggie O'Neill. Ese alguien al que necesitas es Ralph de Bricassart, y no puedes tenerlo. Sin embargo, como hombre, parece haberte arruinado para cualquier otro. Está bien. Supongamos que no puedes amar a ningún hombre. Puedes tener hijos a quienes amar, y recibir amor de estos hijos. Lo cual significa Luke, y los hijos de Luke.

¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡No Dios mío! ¿Qué ha hecho Dios por mí, salvo privarme de Ralph? Dios y yo no nos llevamos bien. ¿Y sabes una cosa, oh Dios? Ya no te temo como antes. ¡Cuánto temía Tu castigo! Toda mi vida anduve por el camino angosto, porque te temía. ¿Y qué he conseguido? Ni una pizca más que si hubiese quebrantado todas las normas de Tu libro. Nos tratas como a chiquillos, con amenazas. Por esto no debería odiar a Ralph. ¡Pobre Ralph! Él también Te teme, siempre Te ha temido. No comprendo cómo puede amarte.

Sin embargo, ¿cómo puedo yo dejar de querer a un hombre que ama a Dios? Por mucho que me esfuerce, no puedo lograrlo. Él es la luna, v no puedo alcanzarla. Entonces, no llores más por ella, Meggie O'Neill; eso es todo. Tendrás que contentarte con Luke v con los hijos de Luke. Tienes que valerte de todas las artimañas para arrancar a Luke de la maldita caña de azúcar, y vivir con él donde ni siquiera hay árboles. Le dirás al director del Banco de Gilly que ponga tus futuros ingresos a tu propio nombre, y los emplearás para tener, en tu casa sin árboles, unas comodidades que Luke no pensaría nunca en darte. Y también para educar como es debido a los hijos de Luke y para asegurarte de que nunca carecerán de nada.

Y no hay más que decir, Meggie O'Neill. Soy Meggie O'Neill, no Meggie de Bricassart. Meggie de Bri-cassart suena incluso tontamente. Tendría que ser Meghann de Bricassart, y nunca me ha gustado el nombre de Meghann. ¡Oh! ¿Dejaré algún día de lamentar que mis hijos no sean de Ralph? Ésta es la cuestión, ¿verdad? Pues bien, repite una y otra vez: Tu vida es sólo tuya, Meggie O'Neill, y no vas a echarla a perder soñando con un hombre y con unos hijos que no podrás tener jamás.

¡Ya está! ¡Esto es lo que debes decirte! Es inútil pensar en lo que ha pasado, en lo que debe ser enterrado. Lo que importa es el futuro y el futuro pertenece a Luke, a los hijos de Luke. No pertenece a Ralph de Bricassart. Éste es el pasado.

Meggie se volvió sobre la arena y lloró como no lo había hecho desde que tenía tres años: gemidos ruidosos, y sólo los cangrejos y los pájaros como testigos de su desolación.

Anne Mueller había elegido deliberadamente Mat-lock Island, con la intención de enviar allí a Luke lo antes posible. En cuanto Meggie hubo emprendido su viaje, envió un telegrama a Luke, diciéndole que Meggie le necesitaba urgentemente y que hiciese el favor de venir. Por su carácter, era enemiga de entremeterse en las vidas ajenas, pero quería a Meggie y se compadecía de ella, y adoraba a aquel difícil y caprichoso renacuajo parido por Meggie y engendrado por Luke. Justine debía tener un hogar y tener sus dos padres. Anne lametaría verla marchar, pero esto era mejor que la situación actual.

Luke llegó dos días después. Se dirigía a la CSR de Sydney y, por consiguiente, no perdió mucho tiem-do al desviarse de su ruta. Ya era hora de que viese a su hija; si hubiera sido un chico, habría venido en el momento de nacer éste, pero la noticia de que había sido niña le había contrariado terriblemente. Si Meggie se empeñaba en tener hijos, al menos éstos debían ser capaces de dirigir un día la hacienda de Kynuna. Las chicas no servían para nada; se comían vivo al hombre y su casa y, cuando eran mayores, se marchaban a trabajar para otros, en vez de quedarse como los chicos a ayudar a su viejo padre en sus últimos años.

– ¿Cómo está Meg? -preguntó, mientras subía a la galería principal-. Confío en que no estará enferma.

– Confía, ¿eh? No, no está enferma. Ya le contaré. Pero primero entre a ver a su preciosa hija.

Él miró fijamente a la pequeña, «divertido e interesado, pero no emocionalmente conmovido», pensó Anne.

– Tiene los ojos más raros que jamás he visto -comentó-. Me pregunto a quién habrá salido.

– Meggie dice que no sabe que los haya habido iguales en su familia.

– Ni en la mía. Tal vez un caso curioso de atavismo. No parece muy contenta, ¿verdad?

– ¿Cómo podría estarlo? -saltó Anne, dejándose llevar por su genio-. Todavía no había visto a su padre, no tiene un verdadero hogar, y no es probable oue lo tenga hasta que sea mayor, si sigue usted como hasta ahora.

– ¡Estoy ahorrando, Anne! -protestó él.

– ¡Tonterías! Yo sé el dinero que tiene, unos amigos míos de Charters Towers me mandan el periódico local de vez en cuando, y he visto anuncios de fincas en venta en el Oeste, mucho más cerca que Kynuna y mucho más fértiles. ¡Estamos en plena depresión, Luke! Se puede comprar una finca magnífica por mucho menos dinero del que tiene usted en el Banco, y usted lo sabe.

– ¡Precisamenie es ésta la cuestión! Hay gran depresión, y, al oeste de la cordillera, reina una terrible sequía que se extiende desde Junee hasta el Isa. Éste es el segundo año sin llover, sin caer una sola gota. Apuesto a que ahora lo están pasando mal en Drogheda. ¿Cómo será en Winton y en Blackall? No; creo que tengo que esperar.

– ¿Esperar á que suba el precio de la tierra, cuando llegue una buena estación lluviosa? ¡Vamos, Luke! ¡Ahora es el momento de comprar! Con las dos mil libras anuales de Meggie, ¡pueden aguantar diez años de sequía! Basta con no poner ganado en k. finca, de momento; vivir con las dos mil libras de renta de Meggie hasta que vengan las lluvias, y comprar entonces el ganado.

– Todavía no estoy dispuesto a dejar la caña de azúcar -insistió tercamente Luke, sin dejar de mirar los extraños ojos de su hija.

– Por fin salió a relucir la verdad, ¿eh? ¿Por qué no lo confiesa, Luke? Usted no quiere hacer vida de casado; prefiere vivir como lo está haciendo ahora, duramente, entre hombres, echando los bofes, como la mitad de los varones australianos que conozco desde siempre. ¿Qué tendrá este maldito país, que los hombres prefieren estar con otros hombres a vivir en su casa con la mujer y los hijos? Si lo que realmente les gusta es la vida de soltero, ¿por qué diablos se casan? ¿Sabe usted cuántas esposas abandonadas hay en Dunny, ganándose a duras penas la vida y tratando de criar a sus hijos lejos de sus padres? ¡Oh! Éi sólo ha ido a los cañaverales, volverá, ¿sabe?, sólo es cuestión de una temporadita. ¡Ay! Y cada vez que llega el correo, se plantan en la puerta, esperando que el muy bastardo les mande un poco de dinero. Pero la mayoría no lo hacen, y, si lo hacen alguna vez, es en cantidad insuficiente, ¡sólo algo para ir tirando!

Estaba temblando de furia, echando chispas por sus amables ojos castaños.

– ¿Sabe que leí en el Brisbane Mail que Australia tiene el porcentaje de esposas abandonadas más elevado del mundo civilizado? Es en lo único en que superamos a cualquier otro país… ¡y no es una marca para enorgullecemos de ella!

– ¡Tranquilícese, Anne! Yo no he abandonado a Meg; Meg está segura y no pasa hambre. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué le pasa?

– ¡Me pasa que estoy asqueada de la manera en que trata usted a su esposa! Por el amor de Dios, Luke, sea hombre, ¡cargue con su responsabilidad durante un tiempo! ¡Tiene una mujer y una hija! Debería construir un hogar para ellas, ser un marido y un padre, ¡no un maldito extraño!

– ¡Lo haré, lo haré! Pero todavía no puedo; tengo que seguir trabajando en el azúcar un par de años más, para estar seguro. No quiero que se diga que vivo a costa de Meg, que sería lo que haría hasta que mejorasen las cosas.

Anne frunció los labios, desdeñosamente.

– ¡Tonterías! Usted se casó con ella por su dinero, ¿no?

La cara morena del hombre se tiñó de un rojo oscuro. Respondió, sin mirarla:

– Confieso que el dinero influyó algo, pero me casé con ella porque me gustaba más que cualquier otra mujer.

– ¡Le gustaba! ¿Y la amaba también?

– ¡Amarla! ¿Qué es el amor? Sólo una invención de la imaginación de las mujeres; nada más. -Se apartó de la cuna y de aquellos ojos inquietantes, no muy seguro de que una criatura con unos ojos semejantes no pudiese entender lo que estaban diciendo-. Y, si ha terminado su lección, ¿quiere decirme dónde está Meg?

– No se encontraba bien. La envié de vacaciones una temporada. ¡Oh, no se asuste! No fue con su dinero. Confiaba en que podría convencerle de reunirse con ella, pero ya veo que esto es imposible.

– ¡Ni hablar! Arne y yo salimos para Sydney esta noche.

– ¿Qué debo decirle a Meggie cuando vuelva?

El se encogió de hombros, deseando desaparecer cuanto antes.

– Dígale lo que quiera. Bueno, dígale que resista un poco más. Ahora que se ha salido con la suya de tener familia, no me importaría que me diese un hijo varón.

Apoyándose en la pared para no caerse, Anne se inclinó sobre la cuna de mimbre, levantó la criatura y, trabajosamente, se acercó a la cama y se sentó. Luke no hizo ningún movimiento para ayudarla, ni para coger a la niña; más bien parecía asustado de su hija.

– ¡Vayase, Luke! No se merece lo que tiene. Me repugna mirarle. Vuelva con su maldito Arne, al flamante azúcar… ¡y a romperse la espalda!

Él se detuvo en la puerta.

– ¿Cómo se llama? He olvidado el nombre.

– Justine, Justine, ¡Justine!

– ¡Qué nombre tan estúpido! -replicó Luke, y salió de la casa.

Anne dejó a Justine sobre la cama y se echó a llorar. ¡Malditos sean todos los hombres, menos Lud-die! Malditos sean! ¿Acaso era aquel matiz suave, sentimental, casi femenino, de Luddie, lo que le daba su capacidad de amar? ¿Tenía Luke razón? ¿Era el amor un mero invento dé la imaginación femenina? ¿O era algo que sólo las mujeres eran capaces de sentir, o los hombres que tenían alma de mujer? Ninguna mujer podría retener jamás a Luke. Ninguna mujer podía darle lo que él quería.

Pero al día siguiente se calmó y ya no tuvo la impresión de que su esfuerzo había sido vano. Por la mañana, había llegado una postal de Meggie, y ésta hablaba entusiasmada de Matlock Island y de lo bien que se encontraba allí. Algo bueno se había conseguido. Meggie estaba mejor. Volvería cuando amainase el monzón y pudiese hacer frente a su vida. Pero Anne resolvió no decirle nada de Luke.

Nancy, abreviatura de Annunziata, sacó a Justine a la galería, mientras Anne renqueaba detrás de ella, sosteniendo con los dientes una cestita con las cosas de la criatura: pañales limpios, el bote de los polvos, juegúeles. Se acomodó en un sillón de mimbre, tomó la niña de manos de Nancy y se puso a alimentarla con una botella de «Lactogen» previamente calentada por Nancy. Era muy agradable; la vida era agradable. Ella había hecho todo lo posible para hacer entrar en vereda a Luke, y, si había fracasado, esto quería decir que Meggie y Justine se quedarían en Himmelhoch un poco más de tiempo. Estaba segura de que, en definitiva, Meggie se daría cuenta de que no había esperanza de salvar su relación con Luke, y volvería a Drogheda. Y Anne temía que llegase este día.

Un automóvil deportivo inglés, de color rojo, zumbó en la carretera de Dunny y empezó a subir la larga cuesta de la colina; era un coche nuevo y caro, con el capó sujeto con cintas de cuero, y los tubos de escape y la roja pintura lanzando destellos. De momento, no reconoció al hombre que saltó sobre la baja portezuela, porque llevaba el uniforme de North Queensland: pantalón corto, y nada más. ¡Un guapo tipo!, pensó ella, observándole con admiración y como si le recordase remotamente a alguien, mientras él subía los peldaños de dos en dos. Ojalá comiese Lud-die un poco más; no le vendría mal la musculatura de aquel joven. Bueno, ahora veo que no es tan joven, a juzgar por sus sienes plateadas. Pero nunca había visto un cortador de caña tan bien plantado.

Sólo cuando los ojos tranquilos y serenos se fijaron en los suyos, Anne le reconoció.

– ¡Dios mío! -dijo, soltando el biberón de la niña.

Él lo recogió, se lo entregó y luego se apoyó en la barandilla de la galería, de cara a ella.

– No se preocupe. La tetina no ha tocado el suelo; puede continuar con ella.

La niña empezaba a agitarse. Anne le introdujo la goma en la boca y recobró el aliento necesario para hablar.

– Bueno, ¡qué sorpresa me ha dado Su Ilustrísima! -Le resiguió con la mirada, divertida-. La verdad es que no tiene el menor aspecto de arzobispo. Aunque nunca lo tuvo, ni siquiera en traje talar. Yo siempre me imagino que los arzobispos de todas las confesiones deben ser gordos y poner cara de satisfacción.

– En este momento, no soy arzobispo, sino sólo un sacerdote que goza de unas vacaciones bien ganadas; por consiguiente, puede llamarme Ralph. ¿Es esa cosita la que causó tantos trastornos a Meggie la última vez que estuve aquí? ¿Me la deja? Creo que sabré mantener el biberón con la inclinación debida.

Se sentó en un sillón junto al de Anne, tomó la criatura y el biberón y siguió alimentándola, sobre sus piernas cruzadas negligentemente.

– ¿Le puso Meggie el nombre de Justine?

– Sí.

– Me gusta. ¡Santo Dios! ¡Qué color tienen sus cabellos! Exactamente el mismo que los de su abuelo.

– Eso es lo que dice Meggie. Ojalá no le salgan más tarde millones de pecas, aunque mucho me temo que suceda así.

– Bueno, Meggie también es algo pelirroja, y no tiene pecas. Pero la piel de Meggie tiene un color y una textura diferentes, es más opaca. -Dejó el biberón vacío en el suelo, sentó a la niña erguida sobre su rodilla, la inclinó hacia delante, como en una reverencia, y empezó a frotarle rítmicamente la espalda-. Entre mis funciones, está la de visitar los orfanatos católicos; por consiguiente, entiendo bastante de niños. La madre Gonzaga, que trabaja en mi hogar infantil predilecto, siempre dice que ésta es la única manera de hacer eructar a un pequeñín. Sosteniéndole encima del hombro, su cuerpo no se dobla lo bastante, el aire no puede escapar tan fácilmente, y, cuando lo hace, suele arrastrar gran cantidad de leche. De esta manera, el niño se dobla por la mitad, y esto retiene la leche y deja escapar el gas. -Como queriendo confirmar su aserto, Justine soltó varios fuertes eructos, pero sin arrojar una gota de leche. Él se echó a reír, volvió a frotarle la espalda y, al ver aue no ocurría nada más, la acunó cómodamente en la curva de su brazo-. ¡Qué ojos tan fabulosamente exóticos! Preciosos, ¿no? Había que pensar que un hijo de Meggie se saldría de lo corriente.

– No lo digo por cambiar de tema, pero usted habría sido un padre estupendo.

– Me gustan los niños; siempre me han gustado. Y yo puedo disfrutar más fácilmente con ellos, puesto que no tengo ninguno de los deberes desagradables de los padres.

– No; es porque usted es como Luddie. Ambos tienen algo femenino en su carácter.

Por lo visto, Justine, de ordinario tan arisca, correspondía a su simpatía, pues se durmió inmediatamente. Ralph la acomodó mejor y sacó un paquete de «Capstan» del bolsillo de su pantalón.

– Démelo. Yo se lo encenderé.

– ¿Dónde está Meggie? -preguntó él, tomando el cigarrillo encendido-. Gracias. Perdone, tome uno para usted.

– No está aquí. En realidad, nunca se repuso del mal rato que pasó al tener a Justine, y la estación húmeda parecía colmar la medida de su resistencia.

Por consiguiente, Luddie y yo la enviamos dos meses de vacaciones. Volverá alrededor del primero de mar zo; dentro de siete semanas.

En cuanto pronunció estas palabras, Anne se dio cuenta del cambio que se operaba en él; como si toda su determinación se evaporase de súbito, así como la promesa de una satisfacción muy especial. Él suspiró profundamente.

– Es ésta la segunda vez que vengo a despedirme de ella y no la encuentro… Cuando me marché a Atenas, y ahora. Entonces estuve ausente un año, y habría podido ser mucho más, pero entonces no lo sabía. No había visitado Drogheda desde la muerte de Paddy y de Stu; sin embargo, cuando llegó el momento, comprendí que no podía marcharme de Australia sin ver a Meggie. Pero ella se había casado y se había ido. Tuve deseos de seguirla, pero sabía que no debía hacerlo, por ella y por Luke. Esta vez he venido porque sabía que no podía hacerle ningún daño.

– ¿Adonde va usted?

– A Roma, al Vaticano. El cardenal Di Contini-Ver-chese ha ocupado el puesto del cardenal Monteverdi, que murió no hace mucho tiempo. Y me ha llamado, tal como pensaba que haría. Es un gran honor, pero hay algo más. No puedo negarme a ir.

– ¿Cuánto tiempo estará ausente?

– ¡Oh! Creo que muchísimo tiempo. Hay presagio de guerra en Europa, aunque, desde aquí, todo parece muy remoto. La Iglesia de Roma necesita todos sus diplomáticos, y, gracias al cardenal Di Contini-Verchese, yo figuro como diplomático. Mussolini es un seguro aliado de Hitler, ambos son pájaros del mismo plumaje, y, de alguna manera, el Vaticano tiene que conciliar dos ideologías opuestas: el catolicismo y el fascismo. No será fácil. Yo hablo perfectamente el alemán, aprendí el griego cuando estuve en Atenas y el italiano cuando estuve en Roma. También hablo francés y español con fluidez. -Suspiró-. Siempre he tenido facilidad para los idiomas, y la cultivé deliberadamente. Mi traslado era inevitable.

– Bueno, Ilustrísimo Señor, si embarcase usted mañana, todavía podría ver a Meggie.

Anne dijo estas palabras sin pensarlo. ¿Por qué no había de verle Meggie una vez, antes de marcharse él, especialmente si, como él pensaba, había de estar ausente muchísimo tiempo?

Él se volvió a mirarla. Aquellos ojos azules, hermosos y distantes, eran muy inteligentes, no se dejaban engañar. ¡Sí, era un diplomático nato! Sabía exactamente lo que ella estaba diciendo, y todas las razones escondidas en el fondo de su mente. Anne esperó su respuesta con el alma en un hilo, pero él no dijo nada durante un largo rato; permanecía sentado, contemplando el cañaveral esmeralda limitado por el río, y con la niña olvidada en el hueco de su brazo. Observó fascinada su perfil: la curva del párpado, la nariz recta, la boca reservada, el mentón voluntarioso. ¿Con qué fuerzas se estaba debatiendo, mientras contemplaba el paisaje? ¿Qué complicados factores de amor, deseo, deber, conveniencia, ambición de poder, añoranza, comparaba en su mente, y cuáles contra cuáles? Él se llevó el cigarrillo a ios labios; Anne vio que sus dedos temblaban, y respiró sin ruido. Ahora sabía que él no era indiferente.

Ralph guardó silencio, quizá durante diez minutos; Anne encendió otro «Capstan» y se lo dio, en sustitución de la colilla del otro. También éste lo fumo sin descanso, sin apartar la mirada de los montes lejanos y de las nubes monzónicas que bajaban el cielo.

– ¿Dónde está? -preguntó al fin, con voz perfectamente normal, arrojando la segunda colilla por encima de la baranda de la galería.

Su decisión dependería de lo que ella respondiese; ahora le tocaba a ella el turno de pensar. ¿Era justo empujar a otros seres humanos por un camino que no se sabía adonde o a qué conducía? Toda su lealtad era para Meggie; sinceramente, le importaba un bledo lo que le ocurriese al hombre. A su manera, no era mejor que Luke. Perseguía un objetivo masculino, sin tiempo ni deseos de posponerlo a una mujer, corriendo y agarrándose a un sueño que probablemente sólo existía en su cabeza huera. Algo tan insustancial como el humo del molino que se disipa en el aire denso y cargado de melaza. Pero era lo que él quería, y estaba dispuesto a arruinarse y a arruinar su vida en la persecución.

"Él no había perdido su buen sentido, por mucho que Meggie significara para él. Ni siquiera por ella -y Anne empezaba a creer que amaba a Meggie más que a nada, salvo su extraño ideal- pondría en peligro la posibilidad de conseguir un día lo que ambicionaba. No; ni siquiera por ella. Por consiguiente, si le decía que Meggie estaba en un hotel concurrido donde podían reconocerle, él no iría. Sabía perfectamente que no podía pasar inadvertido entre una multitud. Anne se humedeció los labios y dijo:

– Meggie está en una casita de Matlock Island.

– ¿Dónde?

– Matlock Island. Es un lugar de veraneo cerca del estrecho de Witsunday, especialmente proyectado para la intimidad. Además, en esta época del año, casi no hay nadie. -No pudo evitar el añadir-: No tema, ¡nadie le verá!

– Muy tranquilizador. -Con suma delicadeza, tendió la niña dormida a Anne-. Gracias -dijo, y se dirigió a la escalera. Entonces, volvió atrás, y había en sus ojos una súplica más bien patética-. Está por completo equivocada -dijo-. Sólo quiero verla, nada más. Nunca complicaré a Meg«ie en algo que pueda poner en peligro su alma inmortal.

– O la de usted, ¿en? Entonces, será mejor que vaya como Luke O'Neill; le están esperando. Así podrá estar seguro de no provocar escándalo, ni para Meg-gie ni para usted.

– ¿Y si Luke se presenta?

– No hay peligro. Ha ido a Sydney y no volverá hasta marzo. Sólo por mí podría saber que Meggie está en Matloek, y yo no se lo dije, Ilustrísimo Señor.

– ¿Espera Meggie a Luke?

Anne sonrió taimadamente.

– ¡No, por Dios!

– No la perjudicaré en nada -insistió él-. Sólo quiero verla un rato; esto es todo.

– Lo comprendo, Ilustrísimo Señor. Pero lo cierto es que le haría menos daño si quisiera más -dijo Anne.

Cuando el coche del viejo Rob llegó resoplando por la carretera, Meggie estaba de guardia en la galería de la casita, con la mano levantada en señal de que todo iba bien y de que no necesitaba nada. Rob se detuvo en el lugar acostumbrado, para volver el coche, pero, antes de que así lo hiciera, un hombre con pantalón corto, camisa y sandalias, saltó del automóvil, con una maleta en la mano.

– ¡Abur, señor O'Neill! -gritó Rob, al alejarse.

Pero Meggie ya no volvería a confundir a Luke O'Neill y Ralph de Bricassart. Éste no era Luke; ni siquiera la distancia y la luz rápidamente menguante podían engañarla. Permaneció como obnubilada y esperó, mientras Ralph de Bricassart avanzaba por la carretera en su dirección. Sin duda había decidido que, a pesar de todo, la necesitaba. No podía haber otra razón para que fuese a reunirse con ella en un lugar como éste, haciéndose llamar Luke O'Neill.

Nada en ella parecía funcionar: ni sus piernas, ni su mente, ni su corazón. Era Ralph, que venía a reclamarla: ¿por qué no podía sentir nada? ¿Por qué no corría a echarse en sus brazos, tan feliz al verle que nada más importaba? Ralph era cuanto ella había deseado en su vida. ¿Acaso no había pasado una semana tratando de borrar este hecho de su mente? ¡Maldita sea! ¿Por qué diablos tenía que venir ahora, cuando ella empezaba a quitárselo del pensamiento, ya que no del corazón? ¡Oh! ¡Todo volvería a empezar! Atolondrada, sudorosa, irritada, esperó inmóvil, viendo acercarse aquella gallarda figura.

– Hola, Ralph -dijo, con los dientes apretados y sin mirarle.

– Hola, Meggie.

– Traiga su maleta. ¿Quiere tomar una taza de té? -preguntó, guiándole hacia el cuarto de estar y todavía sin mirarle.

– Me vendrá muy bien -declaró él, tan turbado como ella.

La siguió a la cocina y observó, mientras ella conectaba la tetera eléctrica, la llenaba de agua caliente y cogía las tazas y los platitos de una alacena. Después, ella le tendió una lata de bizcochos «Arnotts», y él cogió un puñado y los puso en el plato. Cuando estuvo hirviendo, Meggie vertió el agua de la tetera, echó té suelto en ésta y volvió a llenarla de agua burbujeante. Después, llevó el plato de las pastas y la tetera al cuarto de estar, y él la siguió con las tazas y los platitos en la mano.

Las tres habitaciones habían sido dispuestas en hilera, con el dormitorio a un lado del cuarto de estar, la cocina al otro lado, y, más allá, el cuarto de baño. Esto quería decir que la casa tenía dos galerías, una que daba a la carretera, y otra, a la playa. Lo cual significaba, a su vez, que cada uno de ellos tenía una cosa que mirar, sin tener que mirarse el uno al otro. Se había hecho súbitamente una oscuridad total, como ocurría en el trópico, pero el aire que entraba por las puertas correderas abiertas traía el murmullo del agua, el lejano bramido de las rompientes y unas ráfagas cálidas que entraban y salían.

Tomaron el té en silencio, sin comer ningún bizcocho, y el silencio se prolongó cuando hubieron terminado, mientras él desviaba hacia ella su mirada, y ésta la mantenía fija en las caprichosas oscilaciones de una palmera enana frente a la galería que daba a la carretera.

– ¿Qué te ocurre, Meggie? -preguntó él, con tanta amabilidad y ternura que el corazón de la joven empezó a latir frenéticamente y pareció que iba a pararse a causa del dolor que sentía.

Porque era la pregunta de un hombre maduro a una niña pequeña. El no había venido a Matlock a ver a la mujer. Había venido a ver a la niña. El amaba a la niña, no a la mujer. A la mujer, la había odiado siempre.

Ella fijó en él sus ojos redondos, asombrada, ofendida, furiosa; incluso ahora, ¡incluso ahora! Suspendido el tiempo, ella le miraba fijamente, y él tenía que ver, sorprendido y conteniendo el aliento, a la mujer mayor en aquellos ojos claros como el cristal. Los ojos de Meggie. ¡Dios mío, los ojos de Meggie!

Había sido sincero al hablar con Anne Mueller; sólo quería verla, y nada más. Aunque la amaba, no había venido para convertirse en su amante. Sólo para verla, para hablar con ella, para dormir en el diván del cuarto de estar, mientras trataba, una vez más, de desenterrar la raíz de aquella eterna fascinación que le poseía, pensando que, si podía verla expuesta a la luz del día, encontraría los medios espirituales para destruirla.

Había sido duro adaptarse a una Meggie con senos, cintura y caderas, pero lo había hecho porque, al mirarla a los ojos, brillaba en ellos su Meggie como un charquito de luz en una lámpara de santuario. Una mente y un espíritu que le había arrastrado desde su primer encuentro, que no había cambiado dentro de aquel cuerpo desgraciadamente tan distinto, pero, mientras viese la prueba de su continuada existencia en ¿Sus ojos, podría aceptar el cuerpo alterado, vencer la atracción de éste.

Y, proyectando en ella sus propios sueños y deseos, nunca había dudado de que ella se proponía lo mismo, hasta que se había vuelto contra él, como una gata enfurecida, el día del nacimiento de Justine. Pero incluso entonces, cuando se hubieron calmado sus propias irritación y congoja, había atribuido su comportamiento a los dolores que había padecido, más espirituales que físicos. Ahora, al verla al fin tal como era, podía precisar exactamente el momento en que ella se había quitado las lentes de niña y se había puesto las de mujer: aquel interludio en el cementerio de Drogheda, después de la fiesta de cumpleaños de Mary Carson. Cuando él le había explicado por qué no podía prestarle una atención especial, para que la gente no pensara que se interesaba por ella como nombre, ella le había mirado con algo en los ojos que él no había comprendido, y después, había desviado la mirada y, al volverse de nuevo, había desaparecido aquella expresión. Ahora veía que, desde aquella vez, ella le había mirado bajo una luz diferente; cuando le había besado, no había sido cediendo a una debilidad pasajera, para volver a pensar en él como antes, como él pensaba en ella. Y él había perpetuado sus ilusiones, las había alimentado, adaptándolas lo mejor posible a su modo de vida no cambiado, llevándolas como una prenda de vestir. Mientras tanto, ella había fomentado su amor por él con objetivos de mujer.

Tenía que admitirlo: la había deseado físicamente desde el día de su primer beso, pero el deseo no le había hostigado de la misma manera que su amor por ella; los había visto como dos cosas separadas y distintas, no como facetas de-la misma cosa. Ella, pobre criatura incomprendida,' no había sucumbido nunca a esta singular locura.

En este momento, si hubiese tenido manera de hacerlo, habría huido de Matlock Island, habría huido de Meggie como Orestes de Jas Euménides. Pero no podía salir de la isla, y tenía el valor suficiente para permanecer en su presencia, en vez de pasar la noche vagando estúpidamente. ¿Qué puedo hacer, cómo puedo reparar el mal. ¡Yo la amo! Y, si la amo, tiene que ser por lo que ella es ahora, no por una breve etapa juvenil en el camino. Es la feminidad lo que siempre amé en ella; el peso de la carga. Por consiguiente, Ralph de Bricassart, quítate la venda de los ojos, mírala como realmente es, no como era hace mucho tiempo. Hace dieciséis años, dieciséis largos e increíbles años… Tengo cuarenta y cuatro, y ella, veintiséis; ninguno de los dos es un chiquillo, pero yo soy mucho más inmaduro que ella.

Lo diste por cosa hecha en el momento en que me apeé del coche de Rob, ¿no es verdad, Meggie? Pensaste que al fin había cedido. Y, antes de que pudiese recobrar el aliento, tuve que mostrarte lo equivocada que estabas. Rasgué el velo de tu falsa ilusión como si fuese un trapo sucio y viejo. ¡Oh, Meggie, ¿Qué te he hecho? ¿Cómo pude estar tan ciego, tan centrado en mí mismo? Nada he conseguido viniendo a verte, salvo destrozarte. Todos estos años, hemos estado amando cosas contradictorias.

Él seguía mirándola a los ojos, llenos los suyos de vergüenza y de humillación; pero, cuando la expresión de su cara se trocó en definitiva, en desesperada compasión, ella pareció advertir la magnitud de su error y lo horrible que era éste. Y más aún: el hecho de que él conocía su error.

¡Vamos, corre! ¡Corre, Meggie, y aléjate de aquí con el resto de orgullo que te queda! Nada más pensarlo, se levantó y echó a correr.

Él la alcanzó antes de que pudiese llegar a la galería, y el ímpetu de la huida hizo que ella girase en redondo y chocase con él, haciéndole tambalear. De nada servía ya la terrible batalla emprendida por él para conservar la integridad de su alma, la larga presión de la voluntad sobre el deseo; en unos momentos, todo había quedado infinitamente atrás. Y surgía la fuerza latente, dormida, que sólo necesitaba la chispa de un contacto para provocar un caos en el que la mente estaba sometida a la pasión, y la voluntad de la mente se extinguía en la voluntad del cuerpo.

Él ciñó los brazos de la joven alrededor de su propio cuello, y cruzó los suyos en su espalda; inclinó la cabeza, buscó la boca, y la encontró. Su boca, no ya un recuerdo ingrato, reprimido, sino una realidad; los brazos de ella le asían como si no pudiese resignarse a dejarle marchar; parecía haber perdido completamente el sentido; era oscura como la noche, una maraña de recuerdo y de deseo, un recuerdo y un deseo que él no había querido sentir. ¡Cuántos años debía haber ansiado este momento, deseándola y negando su poder, luchando contra la idea de que era una mujer!

¿La llevó él al lecho, o fueron los dos andando? Él pensó después que debió llevarla, pero no estaba seguro; sólo sabía que estaban allí los dos, y que la piel de ella estaba bajo los manos de él, v la piel de él bajo las manos de ella. ¡Oh, Dios mío! ¡Meggie, mi Meggie! ¿Cómo pudieron educarme desde mi infancia a considerarte como una profanación?

El tiempo interrumpió su curso y empezó a fluir, pasando sobre él hasta que perdió su significado, dejando sólo una profundidad de dimensión más real que el propio tiempo. Él podía sentirla y, sin embargo, no lo sentía, no como un ente separado; quería hacer de ella, definitivamente y para siempre, una parte de sí mismo, un injerto que era é! mismo, no una simbiosis que la reconociese como algo distinto. Toda ella estaría siempre en él. Ciertamente, estaba hecha para él, porque él la había hecho; durante dieciséis años, la había formado y moldeado sin saber lo que estaba haciendo, ni por qué lo estaba hacien do. Y olvidó que la había abandonado, que otro hombre le había enseñado el fin de lo que había empezado para él, de lo que había querido siempre para sí mismo, pues ella era su caída, su rosa, su creación. Era un sueño del que nunca despertaría ya, mientras fuese un hombre con un cuerpo de hombre. ¡Oh, Dios mío! ¡Lo sé! ¡Lo sé! Sé por qué la conservé como una idea y como una niña dentro de mí, mucho tiempo después de dejar de ser ella ambas cusas, pero, ¿por qué tenía que aprenderlo de este modo?

Porque al fin comprendía que lo que había pretendido era no ser un hombre. No un hombre, nunca un hombre, sino algo más grande, algo más encumbrado que el destino de un hombre vulgar. Y sin embargo, su destino estaba aquí, bajo sus manos, tembloroso y vivo con él, su hombre. Un hombre, un hombre para siempre. Dios mío, ¿no podías alejar esto de mí? Soy un hombre, no puedo ser Dios; mi vida en busca de la divinidad fue una ilusión. ¿Es que todos los sacerdotes ansiamos convertirnos en dioses? Para ello, renegamos del único acto que prueba irrefutablemente que somos hombres.

La rodeó con sus brazos y contempló, con los ojos llenos de lágrimas, aquella cara inmóvil y débilmente iluminada, y vio abrirse el capullo de su boca, convertida en una O de asombrada dicha. Los brazos de ella se cerraron sobre él, cuerdas vivas que le ataban a ella, sedosas y resbaladizas, y le atormentaban. Él apoyó el mentón en el hombro de Meggie, y la mejilla sobre la de ella, tan suave, y se abandonó al enloquecedor y desesperante impulso del hombre que se debate en manos del destino. Su mente vaciló, resbaló, se produjo en ella una oscuridad absoluta y un brillo cegador; por un momento, estuvo dentro del sol, y después, el brillo disminuyó, se hizo gris, y se extinguió. Esto era ser un hombre. No podía ser más. Pero ésta no era la fuente del dolor. El dolor estaba en el momento final, en el momento finito, en la realización vacía, desolada: el éxtasis es fugaz. Ahora que la tenía, no podía soportar dejarla; la había hecho para sí. Por eso se aferraba a ella como un náufrago a una tabla en un mar solitario, y pronto, al flotar, al elevarse de nuevo sobre una ola que le había hecho rápidamente familiar, sucumbió al inescrutable destino propio del hombre.

«¿Qué era el sueño? -se preguntó Meggie-. ¿Una bendición,, una tregua de la vida, un eco de la muerte, un mal necesario?» Fuera lo que fuese, Ralph había cedido a él, y yacía con un brazo sobre ella y la cabeza junto a su hombro, posesivo incluso cuando dormía. Ella también estaba cansada, pero se negaba a dormir. Tenía la impresión de que, si se soltaba de su abrazo antes de dormirse, él no estaría ya allí cuando despertara de nuevo. Ya dormiría más tarde, cuando él se hubiese despertado y hubieran brotado las primeras palabras de su boca reservada y soberbia. ¿Qué le diría? ¿Lamentaría lo que había pasado? ¿Habría compensado ella su renunciación? Él había luchado muchos años contra esto, y había hecho que ella luchase con él contra lo mismo; apenas podía creer que él se hubiese rendido al fin, pero había dicho cosas en la noche y en las brumas de su dolor que borraban su prolongada negación de ella.

Se sentía sumamente feliz, más de lo que recordaba haber sido nunca. Desde el momento en que él la había hecho volver de la puerta, había sido un poema de carne, un poema de brazos y manos y piel y placer exquisito. Fui hecha para él y sólo para él… ¡Por eso sentía tan poco con Luke! Llevada más allá de los límites de resistencia por la oleada surgida en su interior, sólo podía pensar que el hecho de darle a él cuanto pudiese era para ella más necesario que su propia vida. Él no debía lamentarlo nunca, nunca. ¡Oh, su dolor! Hubo momentos en que ella lo sintió como si fuese propio. Y esto contribuía a su felicidad; había algo de justicia en su dolor.

El estaba despierto. Ella le miró a los ojos y vio en su profundidad azul el mismo amor que la había arrebatado, que había fijado su objetivo desde la infancia; y, junto a esto, una grande y disimulada fatiga. No un cansancio del cuerpo, sino un cansancio del alma.

Él estaba pensando que en su vida se había despertado en la cama con otra persona; era, en cierto modo, algo más íntimo que el acto sexual que lo había precedido, una indicación deliberada de lazos emocionales, una adhesión a ella. Ligero y vacío como el aire tan naturalmente lleno del olor del mar y de la vegetación empapada de sol, anduvo un rato a la deriva en alas de una clase diferente de libertad: el alivio de desobedecer su propia orden, de luchar contra ella, la paz de perder una larga e increíblemente sangrienta guerra y de descubrir que la rendición era mucho más dulce que el combate. ¡Ah, pero luché bravamente contra ti, mi Meggie! Sin embargo, al final, no debo pegar tus fragmentos, sino mi propio cuerpo descuartizado.

Entraste en mi vida para demostrarme lo falso, lo presuntuoso que es el orgullo de un sacerdote de mi clase; como Lucifer, aspiré a lo que sólo es de Dios, y como Lucifer, caí. Fui casto, obediente, incluso pobre, antes de Mary Carson. Pero, hasta esta mañana, nunca había conocido la humildad. ¡Señor! Si ella no significase nada para mí, sería más fácil de soportar, pero a veces creo que la amo mucho más que a Ti, y esto también es parte de Tu castigo. No dudo de ella. ¿Y de Ti? Una ilusión, un fantasma, un juego. ¿Cómo puedo amar un juego? Y, sin embargo, lo amo.

– Si pudiese reunir mis energías, creo que iría a tornar un baño y prepararía después el desayuno -dijo, por romper el silencio, y sintió la sonrisa de ella sobre su pecho.

– Ve a tomar un baño, y yo haré el desayuno. Y no hace falta que te vistas. No viene nadie por aquí.

– ¡Un verdadero paraíso! -Sacó las piernas de la cama, se sentó y se estiró-. Hace una mañana espléndida. Me pregunto si será un presagio.

Ya sintió el dolor de la separación, en el momento de saltar él de la cama; le observó mientras se dirigía a la puerta corredera que daba a la playa, la cruzaba y se detenía. Él se volvió y le tendió una mano.

– ¿Vienes conmigo? Después prepararemos juntos el desayuno.

La marea estaba alta, cubriendo el arrecife; el sol tempranero calentaba, pero era fresco el viento inquieto del verano; toscas hierbas estiraban sus tentáculos sobre una arena desmigajada que no parecía arena, entre la que se deslizaban cangrejos e insectos en busca del yantar cotidiano.

– Siento como si no hubiese visto el mundo hasta ahora -dijo él, mirándola fijamente.

Meggie le asió la mano; se sentía extraña, y esta mañana de sol le parecía más incomprensible que la fantástica realidad de la noche. Le miró, con expresión doliente. El tiempo se había detenido; el mundo era distinto.

Por consiguiente, dijo:

– No este mundo. ¿Cómo podías verlo? Éste es nuestro mundo, mientras dure.

Mientras desayunaban, él le preguntó:

– ¿Cómo es Luke?

Ella ladeó la cabeza, reflexionando.

– Físicamente, no se parece tanto a ti como yo me había imaginado, porque, en aquellos tiempos, te echaba más en falta y no me había acostumbrado a vivir lejos de ti. Creo que me casé con él porque me recordaba a ti. De todos modos, había resuelto casarme, y él estaba muy por encima de todos los demás. No me refiero a su valía, ni a su amabilidad, ni a ninguna de las cosas que se presumen deseables en un marido. Era algo que no puedo definir exactamente. Salvo, quizá, que es como tú. Y tampoco necesita a las mujeres.

Él torció el gesto.

– ¿Es así como me ves, Meggie?

– ¿Sinceramente? Creo que sí. Nunca sabré por qué, pero esto es lo que pienso. Algo, en ti y en Luke, os hace pensar que necesitar a una mujer es signo de debilidad. No me refiero a dormir con ella, sino a necesitarla, a necesitarla de verdad.

– Y, aceptando esto, ¿todavía nos quieres?

Ella se encogió de hombros y sonrió, con un matiz de compasión.

– ¡Oh, Ralph! Yo no digo que eso no sea importante, y ciertamente me causó mucha aflicción, pero así son las cosas. Sería una tonta si me matase para eliminarlo, Cuando no se puede eliminar. Lo mejor que puedo hacer es explotar la debilidad, no ignorar su existencia. Porque yo también quiero y necesito. Y, por lo visto, quiero y necesito a gente como tú y Luke, o no me habría arruinado por Tos dos tal como he hecho. Me habría casado con un hombre bueno, amable y sencillo como mi padre, con alguien que me quisiera y que me necesitara. Creo que todo hombre tiene algo de Sansón. Pero, en hombres como tú y Luke, esta cualidad es más pronunciada.

El no pareció ofendido; sonreía.

– ¡Mi sabia Meggie!

– Esto no es sabiduría, Ralph. Sólo sentido común. No tengo nada de inteligente, lo sabes muy bien. Pero mira a mis hermanos. Dudo de que los mayores lleguen a casarse, o incluso que tengan alguna amigui-ta. Son sumamente tímidos, les espanta el poder que una mujer podría tener sobre ellos, y se refugian entre las faldas de mamá.

Se sucedieron los días y las noches. Incluso la fuerte lluvia era hermosa, para andar debajo de ella y oírla repiquetear sobre el tejado metálico, tan cálida y acariciadora como el sol. Y, cuando salía éste, paseaban también, se tendían en la playa, nadaban, porque él la estaba enseñando a nadar.

A veces, cuando él no sabía que era observado, Meggie le miraba y trataba desesperadamente de imprimir su cara en el centro de su mente, recordando que, a pesar de lo mucho que había querido a Frank, la imagen de éste se había vuelto borrosa con el paso de los años. Estaban los ojos, la nariz, la boca, la asombrosa plata de las sienes destacando de ¡os cabellos negros, y el cuerpo largo y duro que había conservado ja esbeltez y la tensión de la juventud, pero que, sin embargo, había perdido un poco de elasticidad. Él se volvía y la sorprendía observándole, y le respondía con una mirada de dolor pasmado, una mirada agorera. Ella comprendía el mensaje implícito, o creía comprenderlo: él tenía que marcharse, volver a la Iglesia y a sus deberes. Tal vez nunca con el mismo espíritu, pero quizá más apto para el servicio. Pues sólo los que han resbalado y caído conocen las vicisitudes del camino.

Un día, cuando el sol se había hundido lo bastante para ensangrentar el mar y teñir de un vago amarillo la arena coralina, él se volvió a ella mientras yacían en la playa.

– Meggie, nunca he sido tan feliz, ni tan desgraciado.

– Lo sé, Ralph.

– Creo que lo sabes. ¿Te amo por esto? No te sales mucho de lo corriente, Meggie, y, sin embargo, no eres una mujer corriente, en absoluto. ¿Me di cuenta de esto hace años? Supongo que sí. ¡Mi pasión por los cabellos que pintaba Tiziano! Poco sabía adonde me llevaría. Te quiero, Meggie.

– ¿Te vas?

– Mañana. Debo hacerlo. Mi barco zarpa para Genova antes de una semana.

– ¿Genova?

– En realidad, voy a Roma. Para mucho tiempo, tal vez para el resto de mi vida. No lo sé.

– No te preocupes, Ralph; dejaré que te marches sin armar jaleo. También mi tiempo se está acabando. Voy a separarme de Luke; volveré a Drogheda.

– ¡Oh, querida! ¿Es a causa de esto, por culpa mía?

– No, claro que no -mintió ella-. Lo había decidido antes de que tú llegases. Luke no me quiere ni me necesita, no me echará de menos en absoluto. Pero yo necesito una casa, algo propio, y ahora creo que Drogheda será siempre este algo para mí. No es justo que la pobre Justine se críe en una casa de la que soy sirvienta, aunque sé que Anne y Luddie no me consideran como una criada. Pero yo sí que me considero como tal, y sé lo que Justine pensaría de mí cuando fuese lo bastante mayor para comprender que su hogar no era normal. En cierto modo, nunca lo tendrá; pero debo hacer todo lo que pueda por ella. Por eso volveré a Drogheda.

– Te escribiré, Meggie.

– No; no lo hagas. ¿Crees que necesito cartas, después de esto? No quiero que haya nada entre nosotros que pueda perjudicarte, que pueda caer en manos de personas poco escrupulosas. Por consiguiente, nada de cartas. Si volvieses alguna vez a.Australia, sería natural y normal que visitaras Drogheda, aunque te pido, Ralph, que lo pienses antes de hacerlo. Sólo hay dos lugares en el mundo donde me perteneces más que a Dios: éste, Matlock, y Drogheda.

Él la atrajo a sus brazos y la estrechó, acariciando sus cabellos.

– Meggie, quisiera con todo mi corazón poder casarme contigo, no volver a apartarme de ti. No quiero dejarte… Y, en cierto modo, siempre estaré unido a ti. Ojalá no hubiese venido a Matlock. Pero no podemos cambiar lo que somos, y tal vez sea mejor así. Ahora sé cosas acerca de mí mismo que nunca habría sabido ni considerado, si no hubiese venido. Es mejor enfrentarse con lo conocido que con lo ignorado. Te amo. Siempre te he amado y siempre te amaré. Recuérdalo.

El día siguiente, Rob apareció por primera vez desde que había acompañado a Ralph, y esperó pacientemente a que se despidiesen. Por lo visto, no eran recién casados, porque él había llegado después de ella y se marchaba antes. Tampoco era una pareja irregular. Estaban casados; lo llevaban escrito en la cara. Pero se querían mucho; esto era indudable. Como él y su esposa; la diferencia de edad era garantía de matrimonio feliz.

– Adiós, Meggie.

– Adiós, Ralph. Cuídate mucho.

– Lo haré. Haz tú lo mismo.

El se inclinó para darle un beso; a pesar de su resolución, ella le abrazó con fuerza, pero, cuando él le desprendió las manos de su cuello, las cruzó detrás de la espalda y las mantuvo allí.

Él subió al coche y se sentó, mientras Rob maniobraba; después, miró fijamente a través del parabrisas, sin volver ni una sola vez la cabeza atrás. «Era raro que un hombre hiciese esto», pensó Rob, que nunca había oído hablar de Orfeo. Cruzaron en silencio los bosques lluviosos y al fin llegaron al mar y al largo muelle. Mientras se estrechaban la mano, Rob le miró a la cara, extrañado. Nunca había visto unos ojos tan humanos… o tan tristes. La altivez se había borrado para siempre de la mirada del arzobispo Ralph.

Cuando Meggie volvió a Himmelhoch, Anne supo en seguida que la perdería. Sí; era la misma Meggie…, pero algo más. Por muchas cosas que se hubiese prometido el arzobispo Ralph antes de ir a Matlock, una vez allí, Meggie se había salido al fin con la suya. Ya era hora.

Meggie tomó a Justine en brazos, como si sólo ahora comprendiese lo que significaba tenerla, y meció a la criaturita, mientras miraba sonriendo a su alrededor. Su mirada tropezó con la de Anne, tan viva, tan emocionada, y Anne sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas de alegría.

– Nunca te lo agradeceré bastante, Anne.

– ¡Bah! ¿A qué te refieres?

– A enviar a Ralph. Debiste saber que esto significaría mi separación de Luke, por lo que mi agradecimiento es aún mayor. ¡Oh! ¡No sabes el bien que me hiciste! Yo había resuelto quedarme con Luke, ¿sabes? Ahora volveré a Drogheda y me quedaré allí para siempre.

– Siento que te marches y, en especial, que te lleves a Justine, pero me alegro por las dos, Meggie. Luke no te daría más que disgustos.

– ¿Sabes dónde está?

– Ha vuelto de la CSR. Está cortando caña cerca de Ingham.

– Tendré que ir a verle para decírselo. Y, por mucho que aborrezca la idea, para dormir con él.

– ¿Qué?

Los ojos de Meggie brillaron.

– Llevo dos semanas de retraso en el período, y nunca me retraso un solo día. La única vez que me ocurrió esto, fue cuando concebí a Justine. Estoy embarazada, Anne, \sé que lo estoy!

– ¡Dios mío! -Anne se quedó mirando boquiabierta a Meggie, como si no la conociese, y tal vez era así. Se humedeció los labios y balbució-: Puede ser una falsa alarma.

Pero Meggie sacudió rotundamente la cabeza.

– ¡Oh, no! Estoy embarazada. Hay cosas en las que una no se engaña nunca.

– ¡Menudo lío, si lo estás! -murmuró Anne.

– ¡Oh, Anne! ¿No lo comprendes? ¿No ves lo que esto significa? Nunca podré tener a Ralph, siempre supe que no podía ser mío. Y, sin embargo, lo ha sido, ¡lo ha sido! -Rió, estrechando a Justine con tanta fuerza que Anne temió que la niña empezara a chillar; pero, cosa extraña, no lo hizo-. Tuve la parte de Ralph que nunca podrá tener la Iglesia, la parte de él que se conserva de generación en generación. Él seguirá viviendo a través de mí, ¡porque sé que será un varón! Y este hijo tendrá hijos, v éstos tendrán hijos… Quiero a Ralph desde que yo tenía diez años, y creo que seguiré amándole hasta el fin, aunque viva cien años. Pero él no es mío, mientras que su hijo lo será. Mío, Anne, ¡mió!

– ¡Oh, Meggie! -dijo Anne, desalentada.

La pasión y el entusiasmo se fueron apagando en los ojos de Meggie, y volvió a ser la Meggie de siempre, dulce y tranquila, pero con una fibra de hierro, que era la capacidad de aguantar mucho. Pero, ahora, Anne se puso en guardia, preguntándose qué había hecho al enviar a Ralph a Matlock Island. ¿Era posible que alguien cambiase tanto? Anne no lo creía. Tenía que haber algo en Meggie que había estado siempre allí, tan disimulado que su presencia no podía sospecharse.

Había más que una fibra de hierro en Meggie; ésta era puro acero.

– Meggie, si me aprecias un poco, ¿recordarás lo que voy a decirte?

Las comisuras de los párpados se fruncieron sobre los ojos grises.

– ¡Lo intentaré!

– En todos estos años, he leído la mayor parte de los libros de Luddie, además de los míos. Especialmente los antiguos relatos griegos, porque me fascinan. Dicen que los griegos tienen una palabra para todo y que no hay situación humana que los griegos no describiesen.

– Lo sé. También yo he leído algunos de los libros de Luddie.

– Entonces, ¿recuerdas esto? Los griegos dicen que amar a alguien locamente es un pecado contra los dioses. ¿Y recuerdas que dicen que, cuando alguien es amado de este modo, los dioses se ponen celosos y lo destruyen en la flor de su existencia? Hay una moraleja en esto, Meggie. Es impío amar demasiado.

– Impío. ¡Ésta es la palabra clave, Anne! Yo no amaré de un modo impío al hijo de Ralph, sino con toda la pureza que puede amar una madre.

Había tristeza en los ojos castaños de Anne.

– ¿Y qué importa eso? El ser más amado por la Santísima Virgen fue destruido en Su plenitud, ¿no es cierto?

Meggie puso a Justine en su cuna.

– Lo que tiene que ser, tiene que ser. Yo no puedo tener a Ralph, pero sí a su hijo. Siento… ¡oh!, como si, después de todo, ¡mi vida tuviese ahora un objetivo! Después de los últimos tres años y medio, empezaba a pensar que mi vida no tenía ningún objeto, y esto era lo peor de todo. -Sonrió en seguida, decisivamente-. Voy a proteger a este hijo con todos mis medios, por mucho que me cueste. Y lo primero es que nadie, incluido Luke, debe sospechar jamás que no tiene derecho a llevar el único apellido que puedo darle legalmente. La mera idea de acostarme con Luke me pone enferma, pero lo haré. Dormiría con el mismísimo diablo, si esto había de beneficiar el futuro de mi hijo. Después, me marcharé a Drog-heda, y confío en que nunca volveré a ver a Luke. -Se apartó de la cuna-. ¿Vendréis a vernos tú y Luddie? En Drogheda hay siempre un sitio para los amigos.

– Una vez al año, mientras lo permitáis. Luddie y yo queremos ver crecer a Justine.

Sólo el futuro del hijo de Ralph sostenía el valor vacilante de Meggie, mientras el pequeño tren recorría dando bandazos el largo trayecto hasta Ingham. Si no hubiese sido por la nueva vida que estaba segura de llevar en su seno, habría considerado el hecho de acostarse con Luke como el mayor pecado contra sí misma; pero, por el hijo de Ralph, habría sido capaz, tal como había dicho, de sostener relaciones con el propio diablo.

Desde un punto de vista práctico, sabía también que la cosa no sería fácil. Pero había trazado sus planes con la posible previsión y, aunque parezca extraño, con ayuda de Luddie. No se le había podido ocultar gran cosa; era demasiado astuto, y Anne tenía excesiva confianza en él. Había mirado tristemente a Meggie, meneando la cabeza, y, después, le había dado algunos consejos excelentes. Desde luego, no se había mencionado el verdadero objeto del viaje, pero Luddie sabía que dos y dos son cuatro, como la mayoría de los aficionados a la lectura de gruesos libros.

– No debes decirle a Luke que vas a dejarle, cuando esté agotado a causa de su trabajo -advirtió delicadamente Luddie-. Es mejor que le pilles de buen humor, ¿eh? Convendría que le vieses un sábado por la noche o un domingo, después de su semana de servicio en la cocina. Según rumores, Luke es el mejor cocinero del gremio de los cortadores de caña; aprendió a cocinar cuando hacía su aprendizaje con los esquiladores, y los esquiladores dan mucha más importancia a la comida que los cortadores de caña. Esto quiere decir que la cocina no tiene dificultades para él. Probablemente, le resujta más fácil cocinar que cortar un leño. Entonces será el momento, Meggie. Dale la noticia cuando se encuentre satisfecho, después de una semana en la cocina de los barracones.

Desde hacía algún tiempo, Meggie tenía la impresión de Tjue podía dominar su rubor; miró fijamente a Luddie, sin ponerse en absoluto colorada.

– ¿Podrías enterarte de la semana en que estará Luke en la cocina? Y, si no, ¿puedo yo averiguarlo de algún modo?

– No te preocupes -contestó él alegremente-. Tengo buenos enlaces en el campo de la información. Lo averiguaré.

Era media tarde del sábado cuando Meggie tomó una habitación en la posada de Ingham que le pareció más respetable. Todas las poblaciones de North Queensland tenían fama por una cosa: había una posada en cada esquina. Dejó su pequeña maleta en la habitación y volvió al nada acogedor vestíbulo en busca del teléfono. En la población había un equipo de la Liga de Rugby que había ido a jugar un partido de entrenamiento antes de comenzar la temporada, y los pasillos estaban llenos de jugadores medio desnudos y completamente borrachos, que saludaron su presencia con aclamaciones y con cariñosas palmadas en la espalda. Cuando llegó al teléfono, estaba temblando de miedo; su misión parecía ser un calvario en todos los aspectos. Pero, entre el alboroto y los rostros ebrios, consiguió llamar a la hacienda de Braun, donde el equipo de Luke estaba cortando caña, y dejarle recado de que su esposa estaba en Ingham y deseaba verle. El dueño de la fonda advirtió su miedo, la acompañó a su habitación y esperó a que hubiese cerrado la puerta con llave.

Meggie apoyó en la puerta, respirando aliviada; aunque tuviese que abstenerse de comer hasta volver a Dunny, no se arriesgaría a ir al comedor. Afortunadamente, el posadero le había dado la habitación contigua al cuarto de baño de las mujeres, y podría ir a éste siempre que lo necesitase. En cuanto pensó que sus piernas la sostendrían, se dirigió a la cama y se sentó en ella, con la cabeza inclinada, mirándose las temblorosas manos.

Durante todo el viaje, había estado pensando en la mejor manera de enfocar la cuestión, y todo, en su interior, le había dicho: Tienes que actuar de prisa, ¡de prisa! Antes de ir a vivir a Himmelhoch, no había leído nada sobre el arte de la seducción, e incluso ahora, que estaba mejor informada, no confiaba mucho en su habilidad en tal aspecto. Pero tenía que hacerlo, pues sabía que, en cuanto empezara a hablarle a Luke, todo habría terminado. Su lengua ardía en deseos de decirle todo lo que pensaba de él. Pero, más que esto, la consumía el deseo de volver a Drog-heda habiendo asegurado el futuro del hijo de Ralph.

Temblando bajo aquel aire sofocante y dulzón, se quitó la ropa y se tendió en la cama, con los ojos cerrados, sin querer pensar en nada que no fuese la seguridad del hijo de Ralph.

Los jugadores de rugby no molestaron a Luke, cuando éste entró solo en la fonda a las nueve de la noche; en su mayoría, estaban inconscientes, y los que aún se tenían en pie estaban demasiado aturdidos para fijarse en algo que no fuese sus vasos de cerveza.

Luddie había tenido razón; después de su semana en la cocina, Luke estaba tranquilo, deseoso de un cambio y rezumando buena voluntad. Cuando el hijo menor de Braun le había llevado el mensaje de Meggie al barracón, estaba acabando de lavar los últimos platos de la cena y pensando en ir en bicicleta a Ingham, para reunirse con Ame y los amigos y correrse la acostumbrada juerga de los sábados. La presencia de Meggie era una alternativa muy satisfactoria; desde aquellas vacaciones en Atherton, había descubierto ocasionalmente que la deseaba, a pesar de su agotamiento físico. Sólo el miedo de que ella empezase de nuevo con sus lamentos de «quiero-que-tengamos-un-hogar-para-nosotros» le había mantenido alejado de Himmelhoch cuando había estado cerca de Dunny. Pero, ahora, ella venía a él, y no le pesaba en absoluto la idea de pasar una noche con su mujer. Por consiguiente, acabó de fregar los platos rápidamente, y tuvo la suerte de que un camión le recogiese cuando había pedaleado menos de un kilómetro. Pero, al recorrer en bicicleta las tres manzanas que separaban el lugar donde le había dejado el camión de la fonda donde estaba Meggie, su entusiasmo se enfrió un tanto. Todas las farmacias estaban cerradas, y no tenía ninguna goma. Se detuvo, contempló fijamente un escaparate lleno de bombones apolillados y medio derretidos por el calor, y de moscardas muertas, y se encogió de hombros. Bueno, tendría que arriesgarse. Sólo sería esta noche, y, si ella quedaba embarazada, tal vez, con un poco de suerte, sería un varón.

Meggie se sobresaltó al oír su llamada, saltó de la cama y se dirigió a la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Luke -contestó él.

Ella hizo girar la llave, entreabrió la puerta y se colocó detrás de ésta al abrirla Luke de par en par Cuando estuvo dentro, ella la cerró de golpe y se le quedó mirando. Él la miró a su vez; sus formas más llenas, más redondas, más atractivas que nunca. Si hubiese necesitado algún estímulo, éste habría sido más que suficiente; alargó los brazos, la levantó y la llevó a la cama.

Al amanecer, ella no había dicho aún una palabra, aunque su contacto había despertado en él un deseo febril que nunca había experimentado antes de ahora. Pero ahora ella yacía apartada de él, curiosamente divorciada de él.

Luke se estiró satisfecho, bostezó y carraspeó.

– ¿Qué te ha traído a Ingham, Meg? -preguntó.

Ella volvió la cabeza; le miró con ojos muy abiertos, despectivos.

– Bueno, ¿a qué has venido? -insistió él, un poco confuso.

Silencio; sólo aquella mirada fija, punzante, como si ella no quisiera molestarse en responder. Lo cual era ridículo, después de esta noche.

Por fin, ella abrió los labios, sonriendo.

– He venido a decirte que me marcho a casa, a Drogheda -dijo.

De momento, él no la creyó; después, observó su cara más de cerca y vio que había hablado en serio.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Ya te dije lo que pasaría si no me llevabas a Sydney -dijo ella.

El asombro de Luke era absolutamente sincero.

– ¡Pero, Meg! ¡Esto fue hace dieciocho meses! ¡Y te di unas vacaciones! Cuatro semanas en Atherton, ¡que me costaron muy caras! ¡No podía llevarte a Sydney, después de aquello!

– Desde entonces has estado dos veces en Sydney, y las dos sin mí -insistió ella tercamente-. Comprendo que fuese así la primera vez, pues esperaba a Jus-tine. Pero sabe Dios cuánto necesitaba unas vacaciones en el pasado enero.

– ¡Jesús!

– Eres muy avaro, Luke -siguió diciendo ella, con voz suave-. Tienes veinte mil libras mías, un dinero que legalmente es mío, y me regateas el puñado de libras que te habría costado llevarme a Sydney. ¡Tú y tu dinero! ¡Me dais asco!

– No lo he tocado -declaró él débilmente-. Todo está allí, hasta el último penique, y lo he aumentado.

– Sí, eso es verdad. Está en el Banco, y allí estará siempre. Porque no tienes intención de gastarlo, ¿verdad? Quieres adorarlo, como a un becerro de oro. Confiésalo, Luke: eres tacaño. Y, además, ¡un idiota imperdonable! Tratas a tu mujer y a tu hija como no tratarías nunca a un par de perros; prescindes de su existencia, ¡por no hablar de sus necesidades! ¡Eres un satisfecho, orgulloso y egoísta bastardo!.

Pálido, tembloroso, Luke buscó en vano las palabras para hacerle frente. Que Meggie se volviese contra él, sobre todo después de esta noche, era como ser mordido mor taimen te por una mariposa. La injusticia de sus acusaciones le horrorizaba, pero, por lo visto, no había manera de hacerle comprender la pureza de sus motivos. Como mujer que era, sólo veía lo que saltaba a la vista; no podía apreciar el gran proyecto que se ocultaba detrás de esto.

Por consiguiente, dijo, en tono de asombro, desesperanza y resignación:

– ¡Oh, Meg! -Y añadió-: Yo nunca te he maltratado. No, ¡seguro que no! No hay nadie que pueda decir que he sido cruel contigo. ¡Nadie! No te ha faltado comida, ni un techo bajo el que cobijarte; has tenido calor…

– ¡Oh, sí! -le interrumpió ella-. Esto sí que es cierto. Jamás había pasado tanto calor en mi vida. -Meneó la cabeza y se echó a reír-. Pero es inútil. Es como hablarle a una pared.

– ¡Lo mismo podría decir yo!

– Pues dilo -repuso Meggie, con voz helada, saltando de la cama y empezando a vestirse-. No voy a divorciarme de ti -dijo-. No quiero casarme otra vez. Si tú quieres el divorcio, ya sabes dónde encontrarme. Técnicamente hablando, yo soy la culpable, ¿no? Yo soy quien te abandona… o, al menos, así lo considerarían los tribunales de este país. Tú y el juez podréis lamentaros juntos de la perfidia y la ingratitud de las mujeres.

– Yo nunca te abandoné -afirmó él.

– Puedes quedarte con mis veinte mil libras, Luke. Pero no obtendrás de mí un penique más. Mis futuras rentas servirán para la manutención de Justine… y tal vez de otro hijo, si la suerte me acompaña.

– ¡Conque era eso! -dijo él-. Todo lo que buscabas era otro maldito hijo, ¿eh? Por eso viniste aquí…, para el canto del cisne y para llevarte a Drogheda otro regalito mío. Otro hijo, ¡no yo! Yo nunca te importé, ¿verdad? ¡Para ti, no soy más que un semental! ¡Vaya un papel, Dios mío!

– Eso es lo que son la mayoría de los hombres para las mujeres -replicó ella, irónicamente-. Tú me incitas a lo peor, de un modo que nunca comprenderás. Pero, ¡alégrate! En los últimos tres años y medio, te he dado más dinero que la caña de azúcar. Si viene otro hijo, no tienes por qué preocuparte. A partir de este momento, no quiero volver a verte en mi vida.

Había acabado de vestirse. Recogió su bolso y su pequeña maleta y, al llegar a la puerta, se volvió, con la mano apoyada en el tirador.

– Deja que te dé un pequeño consejo, Luke. Para el caso de que tengas otra mujer, cuando seas demasiado viejo gestes demasiado cansado para seguir dedicándote a la caña de azúcar. No beses como un bruto. Abres demasiado la boca, como si fueses a tragarte de un bocado a la mujer. La saliva es buena, pero no a raudales. -Se frotó los labios con la mano-. Me das asco, Luke O'Neill, ¡el engreído! ¡No eres nada!

Cuando se hubo marchado, él se sentó en el borde de la cama y permaneció largo rato mirando la puerta cerrada. Después, se encogió de hombros y empezó a vestirse. Una rápida operación, en North Oueensland. Sólo unos pantalones cortos. Si se daba prisa, podría volver a los barracones con Arne y los muchachos. El bueno y viejo Arne. El viejo amigo. Los hombres eran tontos. El sexo era una cosa, pero los amigos eran algo muy distinto para un hombre.