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A la luz neblinosa de aquel día húmedo y caluroso de mayo, los perfiles de los grabados y las gárgolas del refugio secreto de la Chowbar Society semejaban figuras de cera talladas a cuchillo por manos furtivas. El Sol se había ocultado tras un espeso manto de nubes de color ceniza y una asfixiante calima que se coagulaba en las calles de la ciu-dad negra ascendía desde el río Hooghly emulando los vapores letales de un pantano envenenado.
Ben y Sheere conversaban tras dos columnas derribadas en la sala central del caserón, mientras los demás esperaban a una docena de metros de allí, dedicando ocasionales miradas furtivas y recelosas a la pareja.
– No sé si he hecho bien ocultando esto a mis compañeros -confesó Ben a Sheere-. Sé que les disgustará y que va en contra de los principios de la Chowbar Society, pero si existe una remota posibilidad de que haya un asesino en las calles que pretende matarme, cosa que dudo, no tengo intención de complicarles en ello. Tampoco quiero involucrarte a ti, Sheere. No puedo imaginar qué relación guarda tu abuela con todo esto, y hasta que no lo averigüe, lo mejor será mantener este secreto entre tú y yo.
Sheere asintió. Le disgustaba comprender que de algún modo aquel secreto que com-partía con Ben se interponía entre el muchacho y sus compañeros, pero al mismo tiempo, consciente de que la gravedad del asunto podía ser mayor de la que contemplaban en aquel momento, saboreaba complacida la proximidad que aquel vínculo le procuraba con Ben.
– También yo debo decirte algo, Ben -empezó Sheere-. Esta mañana, cuando vine a despedirme de vosotros, no pensé que tuviese importancia, pero ahora las cosas han cambiado. Anoche, mientras volvíamos hacia la casa donde nos alojamos, mí abuela me hizo jurar que nunca más hablaría contigo. Me dijo que debía olvidarte y que cualquier intento por mi parte de acercarme a ti podría acabar en tragedia.
Ben suspiró ante la velocidad que aquel torrente de amenazas veladas, que florecían en todos los labios en relación a su persona, estaba adquiriendo. Todos, excepto él, aparentaban conocer algún secreto indecible que le convertía en una carta marcada y por-tadora de desgracias. Lo que al principio había sido incredulidad y más tarde inquietud empezaba a transformarse en abierta irritación e ira ante el secretismo que parecía mover-se a sus espaldas.
– ¿Qué razones dio para decir algo así? -preguntó Ben-. Jamás me había visto an-tes de anoche y no creo que mi comportamiento justificase semejantes barbaridades.
– No creo que tuviese que ver con eso -apuntó Sheere-. Estaba asustada. No había rabia en sus palabras, sólo miedo.
– Pues vamos a tener que encontrar algo más que miedo si pretendemos averiguar qué es lo que está pasando -replicó Ben-. Vamos a ir a verla ahora.
Ben se dirigió hasta donde esperaban los demás miembros de la Chowbar Society. Sus rostros evidenciaban que habían estado discutiendo internamente el tema y que ha-bían llegado a alguna resolución. Ben apostó por quién sería el portavoz de la inevitable protesta. Todos miraron a Ian y éste, al descubrir la conspiración, puso los ojos en blanco y suspiró.
– Ian tiene algo que decirte-puntualizó Isobel-. Y habla por todos nosotros
Ben se encaró a sus compañeros y sonrió.
– Escucho.
– Bueno -empezó Ian-, la esencia de lo que queremos decir…
– Ve al grano, Ian- cortó Seth.
Ian se volvió, con toda la serena furia contenida que su flemático carácter le permitía.
– Si lo explico yo, lo haré como me dé la gana. ¿Está claro?
Nadie osó objetar más matices a su oratoria. Ian reemprendió su tarea.
– Como decía, lo esencial es que creemos que hay algo que no cuadra. Nos has dicho que Mr. Carter te ha explicado que hay un criminal que ronda el orfanato y que le ha ata-cado. Criminal que nadie ha visto y cuyos motivos, según tus explicaciones, no entende-mos. Como tampoco entendemos por qué ha pedido hablar contigo específicamente o por qué has estado hablando con Bankim y no nos has dicho de qué. Suponemos que tienes tus razones para guardar el secreto y compartirlo sólo con Sheere, o mejor dicho, crees que las tienes. Pero, en honor a la verdad, si en algo valoras esta sociedad y su propósito, de-berías confiar en nosotros y no ocultarnos nada.
Ben consideró las palabras de Ian y repasó los rostros del resto de sus compañeros, que asintieron al discurso de su portavoz.
– Si he ocultado algo es porque pienso que de lo contrario podía poner en peligro la vida de los demás -explicó Ben.
– El principio básico de esta sociedad es ayudarnos unos a otros hasta el fin y no simplemente escuchar historias de fantasías y desaparecer a las primeras de cambio en cuanto huele a chamusquina -Protestó Seth airadamente.
– Esto es una sociedad, no una orquesta de señoritas -añadió Siraj.
Isobel le propinó un cachete en el cogote.
– Tú calla -recriminó Isobel.
– De acuerdo -dictaminó Ben-. Todos para uno y uno para todos. ¿Eso es lo que queréis? ¿Los Tres Mosqueteros?
Todos le observaron intensamente y, lentamente, uno a uno, asintieron.
– Muy bien. Os diré todo lo que sé, que no es mucho -dijo Ben.
Durante los diez minutos siguientes la Chowbar Society escuchó su relato en versión íntegra, incluyendo la conversación con Bankim y los temores de la abuela de Sheere. Finalizada la exposición, se abrió el turno de preguntas.
– ¿Alguien ha oído hablar de ese tal Jawahal alguna vez? -preguntó Seth-. ¿Siraj?
El hombre enciclopedia no ofreció más respuesta que una negativa absoluta.
– ¿Sabemos si Mr. Carter podía tener negocios con alguien así? ¿Tal vez haya en sus archivos algo al respecto? -preguntó Isobel.
– Podemos averiguarlo -dijo Ian. Ahora lo fundamental es hablar con tu abuela, Sheere, y desentrañar este embrollo.
– Estoy de acuerdo -dijo Roshan-. Vayamos a verla y después decidiremos un plan de acción.
– ¿Hay alguna objeción a la propuesta de Roshan? -preguntó Ian.
Una negativa general inundó los muros ruinosos del Palacio de la Medianoche.
– Bien, en marcha.
– Un momento -dijo Michael.
Los muchachos se volvieron a escuchar al perennemente taciturno virtuoso del lápiz y cronista grafico de la historia de la Chowbar Society.
¿Se te ha ocurrido pensar que todo esto podría tener relación con la historia que nos has explicado esta mañana, Ben? -preguntó Michael.
Ben tragó saliva. Llevaba media hora haciéndose esa misma pregunta, pero era inca-paz de hallar un nexo de conexión entre ambos sucesos.
– No veo la relación, Michael -dijo Seth. Los demás meditaron sobre el tema, pero ninguno de ellos parecía inclinado a disentir del parecer de Seth.
– No creo que exista esa relación -corroboró Ben finalmente-. Supongo que lo so-ñé.
Michael le miró directamente a los ojos, algo que no solía hacer prácticamente nunca, y le mostró un pequeño dibujo que sostenía entre los dedos. Ben lo examinó e identificó la silueta de un tren cruzando una llanura devastada de chabolas y barracas. Una majestuosa locomotora acabada en cuña y coronada por grandes chimeneas que escupían vapor y humo lo arrastraba bajo un cielo sembrado de estrellas negras. El tren aparecía envuelto en llamas y a través de las ventanillas de los vagones se intuían cientos de rostros espectrales extendiendo los brazos y aullando en el fuego. Michael había traducido sus palabras al papel con absoluta fidelidad. Ben sintió que un escalofrío le recorría la espalda y miró a su amigo Michael.
– No entiendo, Michael -murmuró Ben-. ¿A dónde quieres ir a parar?
Sheere se acercó a ellos y su rostro palideció al contemplar el dibujo e intuir el nexo de unión entre la visión de Ben y el incidente en el St. Patricks que michael había puesto al descubierto.
– El fuego -murmuro la muchacha-. Es el fuego.
La morada de Aryami Bose había permanecido clausurada durante años y el fantas-ma de miles de recuerdos prisioneros entre los muros impregnaba todavía el ambiente de aquella casa habitada por libros y cuadros.
De camino habían acordado unánimemente que lo más procedente era permitir que Sheere entrase primero en la casa, pusiera a Aryami al corriente de los hechos y le manifestara la voluntad de los muchachos de hablar con ella. Una vez asumida esa primera fase, los miembros de la Chowbar Society estimaron igualmente oportuno limitar el numero de sus representantes en la reunión con la anciana, en la creencia de que la visión de siete adolescentes desconocidos ralentizaría su lengua ostensiblemente. Por ello, además de Sheere y Ben, se decidió que Ian también estuviera presente durante la conversación. Ian aceptó de nuevo el papel de embajador en funciones de la sociedad, no sin sospechar que la frecuencia con que le correspondía asumir tal papel estaba menos relacionada con la confianza de sus compañeros en su ingenio y templanza que con su aspecto inofensivo e idóneo para granjearse la aprobación de adultos y funcionarios públicos. En cualquier caso, tras recorrer las calles de la ciudad negra y esperar durante unos minutos en el patio de carácter selvático que rodeaba la casa de Aryami Bosé, Ian se unió a Ben y ambos entraron en la casa a la señal de Sheere, mientras los demás aguar-daban su regreso.
Sheere les condujo hasta una sala pobremente iluminada por una docena de velas situadas en el interior de vasijas con agua. Sobre ellas, las gotas de cera derramada forma-ban flores congeladas y empañaban el reflejo de la llama. Los tres jóvenes tomaron asiento frente a la anciana, que los observaba silenciosamente desde su butaca, y examinaron la penumbra que velaba las paredes cubiertas de telas y los estantes sepultados bajo el polvo de años.
Aryami esperó a que los ojos de los tres jóvenes se posaran sobre los suyos y se inclinó hacia ellos, en actitud confidencial.
– Mi nieta me ha explicado lo sucedido -dijo Aryami-. Y no puedo decir que me sorprenda. He vivido durante años con el temor de que algo semejante ocurriera, pero nunca llegué a pensar que sería así, de esta manera. Antes que nada, sabed que lo que hoy habéis presenciado no es más que el principio y que, tras escucharme, en vuestras manos estará dejar que siga su curso o evitarlo. Yo ya soy vieja y me faltan ánimos y salud para combatir fuerzas que me sobrepasan y que cada día me resultan más difíciles de com-prender.
Sheere tomó la mano apergaminada de su abuela y la acarició suavemente. Ian observó cómo Ben mordisqueaba sus uñas y le propinó un discreto codazo.
– Hubo un tiempo en mi vida en que creí que nada tenía más fuerza que el amor. Y es cierto que la tiene, pero su fuerza es minúscula y palidece frente al fuego del odio – explicó Aryami-. Sé que estas revelaciones no son precisamente un regalo idóneo para vuestro decimosexto cumpleaños; normalmente se permite a los muchachos vivir en la ignorancia del verdadero rostro del mundo hasta bien entrada la juventud, pero temo que vosotros no tendréis ese dudoso privilegio. Sé también que, por el simple hecho de venir de una anciana, dudaréis de mis palabras y de mis juicios. He aprendido a reconocer esa mirada en los ojos de mi propia nieta durante todos estos años. Y es que nada es tan difícil de creer como la verdad y, por contra, nada tan seductor como la fuerza de la mentira cuanto mayor es su peso. Es ley de vida y a vuestro juicio quedará encontrar el equilibrio justo. Dicho esto, permitidme explicaros que, además de años, esta vieja ha coleccionado historias y que nunca conoció una historia tan triste y terrible como la que voy a relataros y de la que, sin saberlo, habéis sido protagonistas por omisión hasta el día de hoy…
«Hubo un tiempo en que yo también fui joven y en el que hice todo aquello que se espera que hagan los jóvenes: casarse, tener hijos, contraer deudas, decepcionarse y re-nunciar a los sueños y principios que uno siempre juró respetar. Envejecer, en una pala-bra. Aún así, la fortuna fue generosa conmigo, al menos así me lo pareció en un principio, unió mi vida a la de un hombre del que lo mejor y lo peor que podía decirse es que era bueno. Nunca fue un joven apuesto, para qué mentir. Recuerdo que, cuando venía a casa, mis hermanas se reían de él por lo bajo. Era un tanto torpe, tímido y tenía el aspecto de haberse pasado los últimos diez años de su vida encerrado en una biblioteca: el sueño de cualquier jovencita de tu edad, Sheere.
Mi galán trabajaba como maestro en una escuela pública del Sur de Calcuta. Su sueldo era miserable y su vestuario no desmerecía de su paga. Cada sábado venía a bus-carme ataviado con el mismo traje, el único que tenía y que reservaba para sus reuniones en la escuela y para cortejarme. Tardó seis años en poder comprarse otro, pero nunca le sentaron bien los trajes, no tenía la hechura necesaria.
Mis otras dos hermanas contrajeron matrimonio con dos relucientes y bien plantados galanes que trataban con displicencia a tu abuelo y que, a sus espaldas, me dirigían tórri-das miradas que se suponía yo debía interpretar como la oportunidad de disfrutar de un hombre de verdad aunque fuera por unos minutos en mi vida.
Con el tiempo, aquellos holgazanes habrían de vivir de la caridad de mi hombre y de sus favores, pero eso es otra historia. Pues él, aunque podía leer a través de aquellas san-guijuelas, porque siempre supo ver el alma de las personas a las que trataba, no les negó su apoyo y fingió olvidar las burlas y el desprecio con que había sido tratado en su juven-tud. Yo no lo hubiera hecho, pero mi hombre, como os digo, siempre fue bueno. Quizá demasiado.
Su salud, lamentablemente, era frágil y me dejó pronto, al año de nacer nuestra única hija, Kylian. Tuve que criarla yo sola y tratar de enseñarle todo aquello que su padre hubiera querido que aprendiese. Kylian fue la luz que iluminó mi vida después de la muerte de tu abuelo. De él heredó su naturaleza bondadosa y su instinto para ver a través del corazón de los demás. Pero, donde su padre reunía torpeza y timidez, ella rezumaba luminosidad y elegancia. Su belleza empezaba en sus gestos, en su voz, en sus movi-mientos. De niña, sus palabras embrujaban a los visitantes y a las gentes de la calle con la magia de un encantamiento. Recuerdo que, al contemplarla coquetear con los comer-ciantes de los bazares con apenas diez años, solía imaginar que aquella niña era como el cisne salido de las aguas de la memoria de mi hombre, un pato feo y torpe. Su espíritu vivía en ella, en sus gestos más insignificantes y en el modo en que, a veces, en silencio, se detenía a observar a las gentes desde el porche de esta casa y me miraba, toda ella serie-dad, para preguntarme por qué había tantas personas desgraciadas en el mundo.
Pronto todas las gentes de la ciudad negra empezaron a referirse a ella empleando el apodo con que un fotógrafo de Bombay la bautizó: la princesa de luz. Y, para tal princesa, no tardaron en aparecer de hasta debajo de las piedras los candidatos a príncipe. Fueron tiempos maravillosos, en que ella compartía conmigo las ridículas confidencias que sus engalanados pretendientes le hacían, los horripilantes poemas que le escribían y toda una galería de anécdotas que, de haberse prolongado, nos hubiera llevado a creer que todos los jóvenes de esta ciudad no eran más que unos pobres cretinos. Pero, como siempre, a-pareció en la escena alguien que habría de cambiarlo todo: tu padre, el hombre más inteligente y más extraño de cuantos he conocido en esta vida.
En aquella época, como hoy, la inmensa mayoría de los matrimonios que se celebraban, se acordaban entre las familias como un simple acuerdo comercial, donde la voluntad de los futuros esposos no tenía valor alguno. La mayoría de las tradiciones no son más que las enfermedades de una sociedad. Durante toda mi vida, me había jurado a mí misma que el día en que Kylian se casara lo haría con la persona que ella hubiese elegi-do libremente.
Cuando tu padre llegó a esta puerta, encarnaba todo lo contrario a las docenas de moscones pavoneantes que rondaban a tu madre sin cesar. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus palabras eran afiladas como un cuchillo y no invitaban a la réplica. Era amable y, cuando lo deseaba, poseedor de un extraño encanto que seducía lenta pero inexorable-mente. Con todo, tu padre mantenía siempre un trato distante y frío con casi todos. Excep-to con tu madre. En su compañía, se transformaba en otra persona, vulnerable y casi in-fantil. Nunca llegué a saber cuál de los dos era él en realidad y supongo que tu madre se llevó ese secreto a la tumba.
Tu padre, en las pocas ocasiones en que se dignaba hablar conmigo, daba pocas explicaciones. Cuando por fin se decidió a solicitar mi consentimiento para contraer matrimonio con tu madre, le pregunté cómo pensaba mantenerla y cuál era su posición. Mis años al borde de la pobreza con tu abuelo me habían enseñado a proteger a mi hija de una experiencia como aquélla y me habían llevado al convencimiento de que no hay nada como un estómago vacío para desenmascarar el mito del efecto ennoblecedor del hambre de espíritu.
Tu padre me miró guardando para sí sus verdaderos pensamientos, como hacía siempre, y respondió que su profesión era la de ingeniero y escritor. Dijo que estaba inten-tando conseguir una plaza en una compañía británica de construcción y que un editor de Delhi le había adelantado una suma por un manuscrito que él le había entregado. Todo aquello, desbrozado de la literatura con que tu padre aderezaba sus discursos cuando le convenía, me olía a miseria y privaciones. Así se lo expuse. Sonrió y, tomando dulcemente mi mano entre las suyas, me murmuró unas palabras que no olvidaré jamás: “Madre, ésta es la primera y la última vez que se lo diré. Mi futuro y el de su hija están ahora en nues-tras manos, como lo está el sacarla adelante y el labrarme mi camino en la vida. Nadie, vivo o muerto, va a poder nunca interferir en ello. Duerma tranquila a ese respecto y confíe en el amor que profeso a su hija. Pero si las preocupaciones no la dejan conciliar el sueño, guárdese de manchar con una sola palabra, gesto o acción el vínculo que, con o sin su consentimiento, nos unirá a ella y a mí para siempre, porque faltarán años en la eterni-dad para que se arrepienta de ello.”
Tres meses después se casaron y jamás volví a hablar a solas con tu padre. El futuro le dio a él la razón y pronto fue haciéndose un nombre como ingeniero, sin abandonar su pasión por la literatura. Se trasladaron a una casa no muy alejada de aquí, que ya fue derribada hace años, mientras él diseñaba lo que había de ser su hogar de ensueño, un verdadero palacio que concibió milímetro a milímetro para retirarse a él con tu madre. Nadie imaginaba entonces lo que se avecinaba.
Nunca llegué a conocerle en realidad. Él nunca me dio esa oportunidad, ni pareció sentir ningún interés en abrir sus puertas a nadie que no fuera tu madre. A mí su persona-lidad me intimidaba y en su presencia me sentía incapaz de abordarle o intentar congra-ciarme con él. Era imposible saber lo que pensaba. Solía leer sus libros, que tu madre me traía cuando acudía a visitarme, y los estudiaba con detalle tratando de encontrar en ellos las claves ocultas para internarme en el laberinto de su mente.
Nunca conseguí penetrar en él.
Tu padre fue un hombre misterioso que jamás hablaba de su familia o de su pasado. Tal vez por eso nunca fui capaz de intuir la amenaza que se cernía sobre él y sobre mi hija, una amenaza nacida de ese pasado oscuro e insondable. Nunca me dio la oportunidad de ayudarle y, en la hora de la desgracia, estuvo tan solo como lo había estado durante toda su vida, en su fortaleza de soledad libremente elegida, cuyas llaves sólo sostuvo en sus manos una persona durante los años que compartió con él: Kylian.
Pero tu padre, como todos nosotros, tenía un pasado y desde él emergió la figura que iba a traer la oscuridad y la tragedia a nuestra familia.
Cuando tu padre era joven y recorría hambriento las calles de Calcuta soñando con números y fórmulas matemáticas, conoció a otro muchacho, un chico de su misma edad, huérfano y solo. Por aquel entonces tu padre vivía en la pobreza y, como tantísimos niños de esta ciudad, cayó víctima de las fiebres que cada año segaban miles de vidas. Durante la época de las lluvias, el monzón descargaba con fuerza sus tormentas en la península de Bengala y todo el delta del Ganges experimentaba una crecida que inundaba el país. Cada año, el lago de sal que aún se encuentra al Este de la ciudad se desbordaba; al pasar las lluvias, los cadáveres de los peces muertos expuestos al sol, tras bajar de nuevo las aguas, producían una nube de vapores envenenados que, arrastrados por los vientos de las montañas del Norte, arrasaban la ciudad y sembraban la enfermedad y la muerte como una plaga infernal.
Aquel año tu padre fue víctima de los aires de muerte y habría estado a punto de perecer, de no haber sido por un compañero, Jawahal, que cuidó de él durante veinte días en una barraca de adobe y maderos quemados al borde del Hooghly. Tu padre, al recupe-rarse, juró que siempre protegería a Jawahal y que compartiría con él todo lo que el futuro le deparase, porque ahora su vida también le pertenecía. Fue un juramento de niños. Un pacto de sangre y honor. Pero había algo que tu padre no sabía: Jawahal, aquel ángel salvador de apenas once años, llevaba en las venas una enfermedad mucho más terrible que la que había estado a punto de acabar con él. Una enfermedad que empezaría a mani-festarse mucho después, primero de un modo casi imperceptible, más tarde con la fatali-dad de una condena: la locura.
Años más tarde, tu padre supo que la madre de Jawahal se había prendido en llamas frente a los ojos de su hijo en un sacrificio a la diosa Kali y que la madre de su madre había acabado sus días en una celda miserable de un manicomio de Bombay. No eran más que eslabones en una larga cadena de sucesos que convertían la historia de aquella familia en un sendero de horror y desgracia. Pero tu padre era un hombre fuerte, incluso de muchacho, y asumió la responsabilidad de proteger a su amigo fuera cual fuera su terrible herencia.
Todo fue sencillo hasta que, al cumplir los dieciocho años, Jawahal asesinó a sangre fría a un rico comerciante en el bazar porque se había negado a venderle un medallón que deseaba adquirir, aludiendo a su aspecto y dudando de su solvencia. Tu padre le ocultó en su casa durante meses y puso en peligro su vida y su futuro al protegerle de la justicia que le buscaba por toda la ciudad. Lo consiguió, pero aquél sólo había sido el primer paso. Un año después, en la noche del año nuevo hindú, Jawahal incendió una casa donde vi-vían una docena de ancianas y se sentó en la calle a ver las llamas hasta que las vigas cayeron convertidas en brasas. Esta vez ni las artes de tu padre pudieron salvarle de la justicia.
Hubo un juicio, largo y terrible, donde Jawahal fue condenado por sus crímenes a cadena perpetua. Tu padre hizo cuanto pudo por ayudarle, gastó sus ahorros en pagarle abogados, enviarle ropa limpia a la cárcel donde le tenían preso y sobornar a sus guardianes para que no le atormentasen. El único agradecimiento que recibió de Jawahal fueron palabras de odio. Le acusó de haberle delatado, abandonado, y de haber querido deshacerse de él. Le recriminó el haber roto el juramento que ambos habían hecho años atrás y juró venganza porque, como le gritó airadamente desde el estrado cuando se leyó su sentencia condenatoria, la mitad de su vida le pertenecía.
Tu padre enterró ese secreto en lo más profundo de su corazón y nunca quiso que tu madre supiera de ello. Los años borraron los signos externos de aquel recuerdo. Tras la boda y los primeros años de matrimonio y éxitos de tu padre, todo aquello no parecía más que un episodio enterrado en un pasado lejano.
Me acuerdo de la época en que tu madre se quedó embarazada. Tu padre parecía otra persona, un desconocido. Compró un cachorro de perro guardián al que afirmó estar dispuesto a entrenar para que se convirtiera en la mejor de las niñeras para su futuro hijo y no cesaba de hablar de la casa que iba a construir, de los planes que tenía para el futuro, de un nuevo libro…
Un mes después, el teniente Michael Peake, uno de los antiguos pretendientes de tu madre, llamó a su puerta con una noticia que iba a sembrar de terror sus vidas: Jawahal había incendiado un pabellón de la prisión de criminales peligrosos en la que estaba confinado y había huido, no sin antes escribir en los muros de su celda, con la sangre de su compañero degollado, la palabra venganza.
Peake se comprometió personalmente a buscar a Jawahal y a protegerlos de cual-quier posible amenaza. Pasaron dos meses sin novedades ni indicios de la presencia de Jawahal. Hasta el día del cumpleaños de tu padre.
Al amanecer llegó un paquete entregado a su nombre por un mendigo. Contenía un medallón, la joya por la que había cometido su primer asesinato, y una nota. En ella, Jawahal explicaba que tras varias semanas de espiarlos en secreto y de comprobar que ahora era un hombre de éxito y que tenía una esposa radiante, quería desearles lo mejor y, tal vez, realizar alguna visita próxima para, como él decía, volver a compartir como her-manos lo que les pertenecía a ambos.
Los días siguientes estuvieron sembrados de pánico. Uno de los centinelas que Peake había puesto a custodiar la casa por la noche apareció muerto. El perro de tu padre fue hallado en el fondo del pozo del patio. Y cada noche, ante la impotencia de Peake y sus hombres, los muros de la casa amanecían con nuevas amenazas pintadas en sangre.
Aquéllos fueron días difíciles para tu padre. Se acababa de construir su máxima obra, la estación de Jheeter’s Gate en la orilla Este del Hooghly. Era una estructura de acero im-presionante y revolucionaria y constituía la culminación del proyecto largamente ansiado de tu padre de establecer una red de ferrocarril en todo el país que permitiese desarrollar el comercio propio y modernizar las provincias hasta llegar a superar el dominio británi-co. Aquélla siempre fue una de sus obsesiones, sobre la que podía hablar con vehemencia durante horas, como si se tratase de una misión divina que le hubiese sido encomendada.
La inauguración oficial de Jheeter's Gate tuvo lugar al final de aquella semana y, para celebrar la ocasión, se decidió fletar simbólicamente un tren que iba a transportar a 360 niños huérfanos a su nuevo hogar en el Este del país. Eran hijos de los estratos más castigados por la pobreza, y el proyecto de tu padre significaba para ellos una nueva vida. Era un empeño en el que tu padre había estado comprometido desde el primer día y, que constituía la ilusión de su vida. Tu madre insistió hasta la desesperación en acudir duran-te unas horas al acto y le aseguró que la protección del teniente Peake y sus hombres bas-taba para mantenerla segura.
Cuando tu padre subió al tren y puso en marcha la máquina que debía conducir a los niños a su nuevo hogar, sucedió algo imprevisto y para lo cual nadie estaba preparado. El fuego. Un terrible incendio se propagó por varios niveles de la estación y a lo largo de los vagones del tren que se internaba en el túnel convertido en un verdadero infierno rodante, una tumba de hierro candente para los niños que viajaban en su interior. Tu padre murió aquella noche intentando salvar inútilmente a los niños mientras sus sueños se desvane-cían entre las llamas para siempre.
Cuando tu madre recibió la noticia, estuvo a punto de perderte. Pero la fortuna, cansada de enviar desgracias a la familia, quiso salvarte. Tres días más tarde, cuando apenas le faltaban unos días para dar a luz, Jawahal y sus hombres irrumpieron en la casa y se llevaron a tu madre, no sin antes proclamar que la tragedia de Jheeter"s Gate había sido obra suya.
El teniente Peake logró sobrevivir y seguirlos hasta las entrañas de la estación de Jheeter's Gate, que ahora se había convertido en un lugar abandonado y maldito donde nadie había vuelto a entrar desde la noche de la tragedia. Jawahal dejó una nota en la casa jurando matar a tu madre y al niño que iba a dar a luz. Pero había algo que ni él mismo había previsto. No era un niño. Eran dos. Dos gemelos. Un niño y una niña. Vosotros dos…»
Aryami Bosé siguió relatando el resto de la historia: cómo Peake había conseguido salvarlos y llevarlos hasta su casa, cómo ella había decidido separarlos y ocultarlos del asesino de sus padres… Ni Sheere ni Ben la escuchaban ya. Ian observó en silencio el rostro blanco de su mejor amigo y el de Sheere. Apenas parpadeaban; las revelaciones que habían oído de labios de la anciana parecían haberlos transformado en estatuas. Ian suspiró profundamente y deseó no haber sido él el elegido para asistir a aquella extraña sesión familiar. Se sentía profundamente incómodo al encarnar el papel de intruso en el drama de sus amigos.
Con todo, Ian se tragó su propia consternación por cuanto había averiguado y sus pensamientos se concentraron en Ben. Trataba de imaginar la tormenta interna que la historia de Aryami debía de haber desatado en él y maldecía la brusquedad con que el miedo y el cansancio habían llevado a la anciana a desvelar acontecimientos cuya trascen-dencia iba probablemente mucho más allá de lo aparente. Trató de apartar de su mente por el momento el suceso que Ben había explicado aquella misma mañana sobre su visión de un tren en llamas. Las piezas de aquel rompecabezas se multiplicaban con una veloci-dad escalofriante.
No podía olvidar las decenas de veces en que Ben había afirmado que ellos, los miembros de la Chowbar Society, eran personas sin pasado. Ian temía que el encuentro de Ben con su pasado en las penumbras de aquel caserón hubiera desgarrado su interior sin remedio. Se conocían desde niños e Ian sabía de las largas e impenetrables melancolías de Ben, de cómo era mejor apoyarle sin formular preguntas o tratar de leer sus pensamientos. Por lo que sabía de su amigo, la fachada altanera y arrolladora con que Ben solía escudar-se habitualmente había encajado aquel golpe como una puñalada fatal, una herida de la que el propio Ben no querría hablar jamás.
Ian posó su mano suavemente sobre el hombro de Ben, pero su amigo no pareció advertirlo.
Ben y Sheere, que apenas unas horas antes se habían sentido unidos por un nexo de simpatía y afecto crecientes, parecían ahora incapaces de mirarse el uno al otro, como si las nuevas cartas que se habían repartido en el juego les hubiesen hecho conscientes de un extraño pudor, o de un temor elemental a intercambiar un simple gesto.
Aryami miró a Ian, inquieta. El silencio reinaba en la sala. Los ojos de la anciana parecían suplicar una disculpa, el perdón del mensajero portador de malas noticias. Ian ladeó la cabeza ligeramente, indicando a Aryanmi que abandonasen la sala. La anciana dudó unos instantes, e Ian se incorporó y le ofreció su mano. La anciana aceptó su ayuda y le siguió hasta la estancia contigua, dejando a Ben y a Sheere a solas. Ian se detuvo en el umbral y se volvió a mirar a su amigo.
– Estaremos fuera -murmuró. Ben, sin alzar la mirada, asintió.
Los miembros de la Chowbar Society languidecían bajo el calor aplastante en el patio cuando comprobaron que Ian asomaba al portón de la casa acompañado de la anciana. Ambos intercambiaron unas palabras. Aryami asintió débilmente y buscó el resguardo de la sombra que facilitaba una vieja marquesina de piedra labrada. Ian, con el semblante pétreo y adusto, que sus compañeros interpretaron como presagio de malas noticias, se aproximó al grupo de muchachos y aceptó el espacio de sombra que los demás abrieron para él. Las miradas se precipitaron sobre él como las moscas a la miel. Aryami les obser-vaba a pocos metros abatida.
– ¿Y bien? -preguntó Isobel, dando voz al pensamiento generalizado de la asam-blea.
– No sé por dónde empezar -respondió Ian.
– Empieza por lo peor- sugirió Seth.
Lo peor es todo -repuso Ian. Los demás le observaron en silencio. Ian contempló a sus compañeros y sonrió débilmente.
– Diez orejas te escuchan -dijo Isobel.
Ian repitió fielmente cuanto Aryami acababa de revelarles en el interior de la casa, sin omitir detalle y dejando para el final de su relato un epílogo especialmente dedicado a Ben y Sheere, que seguían solos en la sala, y a la terrible espada que acababan de descu-brir pendiendo sobre sus cabezas.
Cuando hubo finalizado, el pleno de la Chowbar Society ya había olvidado el calor sofocante que caía del cielo como un castigo infernal.
– ¿Cómo se lo ha tomado Ben? -preguntó Roshan.
Ian se encogió de hombros y frunció el ceño.
– Supongo que no muy bien -aventuró-. ¿Cómo te lo hubieras tomado tú?
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Siraj.
– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Ian.
– Mucho -cortó Isobel-. Cualquier cosa menos dejar freír nuestros traseros al sol mientras un asesino trata de acabar con Ben. Y con Sheere.
– ¿Alguien se opone? -preguntó Seth. Todos negaron al unísono.
– Bien, coronel -dijo Ian dirigiéndose directamente a Isobel-. ¿Cuáles son las órde-nes?
– En primer lugar, alguien debería averiguar todo lo posible sobre la historia de ese accidente de Jheeter's Gate y sobre el ingeniero -indicó Isobel.
– Yo puedo hacerlo -se ofreció Seth-. Debe de haber recortes de prensa de la épo-ca en la biblioteca del museo indio. Y libros, probablemente.
– Seth tiene razón -dijo Siraj-. El incendio de Jheeter"s Gate fue sonado en su día. Mucha gente todavía lo recuerda. Existirá documentación al respecto. El cielo sabrá dón-de, pero existirá.
– Pues habrá que buscarla -puntualizó Isobel- Puede ser un punto de partida.
– Yo le ayudaré -añadió Michael.
Isobel asintió firmemente.
– Queremos saberlo todo sobre ese hombre, su vida, y sobre esa casa maravillosa que se supone está en algún lugar cerca de aquí -dijo Isobel-. Tal vez su rastro nos lleve hasta el de ese asesino.
– Nosotros buscaremos la casa -dijo Siraj señalándose a sí mismo y a Roshan.
– Si existe, es nuestra -añadió Roshan.
– De acuerdo, pero no entréis en ella -advirtió Isobel.
– No hay problema -la tranquilizó Roshan mostrando las palmas abiertas.
– Y yo, ¿qué es lo que se supone que debo hacer? -preguntó Ian, a quien no se le ocurrían tareas acordes a sus habilidades con la misma facilidad que parecían disfrutar sus colegas.
– Tú quédate con Ben y con Sheere -Indicó Isobel-. Por lo que sabemos, antes de que nos demos cuenta, Ben empezará a tener ideas disparatadas cada diez minutos. Qué-date a su lado y vigila que no haga locuras. No es una buena idea que ande por las calles con Sheere.
Ian asintió, consciente de que su tarea era la más difícil del lote que Isobel había repartido.
– Nos encontraremos en el Palacio de la Medianoche antes del anochecer -concluyó Isobel-. ¿A alguien le ha quedado alguna duda?
Los muchachos se miraron entre ellos y negaron repetidamente.
– Bien, andando -dijo Isobel. Seth, Michael, Roshan y Siraj partieron sin más dilación rumbo a sus respectivos deberes. Isobel permaneció junto a Ian, observando su marcha en silencio, entre el espejismo que ascendía de las polvorientas calles ardientes bajo el sol.
– ¿Qué piensas hacer tú, Isobel? -preguntó Ian. Isobel se volvió hacia él y le sonrió enigmáticamente.
– Tengo una intuición -dijo la muchacha.
– Temo tus intuiciones como temería a un terremoto -replicó Ian-. ¿Qué estás tra-mando?
– No debes preocuparte. Ian -murmuró Isobel.
– Cuando dices eso, es cuando más me preocupo -respondió Ian.
– Tal vez no esté al anochecer en el Palacio -explicó Isobel-. Si todavía no he vuel-to, haz lo que debas. Tú siempre sabes lo que hay que hacer, Ian.
Ian suspiró, inquieto. Le disgustaba tanto misterio y el extraño brillo que advertía en la mirada de su amiga.
– Isobel, mírame -ordenó Ian; la muchacha le obedeció-. Sea lo que sea, quítatelo de la cabeza.
– Sé cuidarme, Ian -repuso Isobel, sonriente. Los labios de Ian, sin embargo, fueron incapaces de emular a los de la muchacha.
– No hagas nada que yo no hiciera -suplicó Ian. Isobel rió.
– Haré sólo una cosa que tú no te atreverías a hacer nunca -murmuró Isobel.
Ian la observó perplejo y sin comprender. Luego, sin borrar de su mirada aquella chispa enigmática, Isobel se acercó a Ian y le besó suavemente sobre los labios, apenas rozándolos.
– Cuídate, Ian -le susurró al oído-. Y no te hagas ilusiones.
Aquella era la primera vez que Isobel le había besado y, al verla partir entre la maleza del patio, Ian no pudo apartar de su mente un súbito e inexplicable temor a que tal vez también fuese la última.
Transcurrida casi una hora, Ben y Sheere emergieron a la luz del día con el semblante impenetrable y luciendo una extraña calma. Sheere se acercó a Aryami, que había permanecido todo aquel espacio de tiempo sola bajo la marquesina de la casa, ajena a los intentos de diálogo de Ian, y se sentó junto a ella. Ben caminó directamente en direc-ción a Ian.
– ¿Dónde están todos? -preguntó Ben.
– Pensamos que sería útil tratar de hacer algunas averiguaciones respecto a ese individuo, Jawahal -respondió Ian.
– ¿Y tú te has quedado de niñera? -bromeó Ben, aunque su tono pretendidamente jocoso no engañaba a ninguno de los dos.
– Algo así. ¿Estás bien? – repuso Ian, señalando a Sheere con la cabeza. Ben asintió.
– Confundido, supongo -dijo finalmente-. Odio las sorpresas.
– Isobel dice que no es buena idea que tú y Sheere andéis por ahí. Y creo que tiene razón.
– Isobel siempre tiene razón, menos cuando discute conmigo -dijo Ben-. Pero tam-poco creo que éste sea un lugar seguro para nosotros. Aunque haya estado cerrada más de quince años, ésta sigue siendo la casa familiar. Y el St. Patricks tampoco lo es, a la vista está.
– Creo que lo mejor será ir al Palacio y esperar a los demás -sugirió Ian.
– ¿Ése es el plan de Isobel? -sonrió Ben.
– Adivínalo.
– ¿A dónde ha ido ella?
– No ha querido decírmelo.
– ¿Uno de sus presentimientos? -apuntó Ben, alarmado.
Ian asintió y Ben suspiró abatido.
– Dios nos ayude -dijo Ben, palmeando la espalda de Ian-. Voy a ir a hablar con las damas.
Ian se volvió a mirar a Sheere y a Aryami Bosé. La anciana parecía discutir acalora-damente con su nieta. Ben e Ian intercambiaron una mirada.
– Sospecho que la anciana mantiene sus planes de partir mañana hacia Bombay -comentó Ben.
– ¿Vas a ir con ellas?
– No pienso irme de esta ciudad nunca. Y menos ahora.
Los dos amigos observaron cómo se desarrollaba la discusión entre abuela y nieta durante un par de minutos más y finalmente Ben se dirigió hacia ellas.
– Espérame aquí -murmuró pausadamente.
Aryami Bosé entró de nuevo en la casa y dejó a solas a Ben y a Sheere en el umbral de su puerta. Sheere mostraba un rostro encendido de ira y Ben aguardó a que fuese ella misma quien eligiese su momento para empezar a hablar. Cuando lo hizo, su voz tembló de rabia e impotencia y sus manos se entrelazaron en un nudo tenso y férreo.
– Dice que partiremos mañana y que no quiere hablar más del asunto -explicó Sheere-. Dice también que tú deberías venir con nosotras, pero que no puede obligarte.
– Supongo que cree que eso es lo mejor para ti -apuntó Ben.
– ¿Tu no piensas eso, Ben?
– Mentiría si dijera que lo pienso -admitió Ben.
– Yo he pasado toda mi vida huyendo de pueblo en pueblo, en trenes, en barcos y carromatos, sin tener una casa propia, amigos o un lugar que pudiera recordar como mío -dijo Sheere-. Estoy cansada, Ben. No puedo seguir huyendo toda la vida de alguien a quien ni siquiera conozco.
Los dos hermanos se miraron, en silencio.
– Ella es una mujer anciana, Ben. Tiene miedo, porque su vida se acaba y se siente incapaz de protegernos durante más tiempo -añadió Sheere-.
Lo hace de corazón, pero huir ya no sirve de nada. ¿De qué serviría tomar mañana ese tren a Bombay? ¿Para tener que apearnos en cualquier estación, con otro nombre? ¿Para mendigar un techo en cualquier pueblo sabiendo que al día siguiente tendríamos que salir huyendo otra vez?
– ¿Le has dicho eso a Aryami? -preguntó Ben.
– No quiere escucharme. Pero esta vez no pienso huir de nuevo. Ésta es mi casa, ésta es la ciudad de mi padre y aquí es donde pienso permanecer. Y si ese hombre viene a por mí, le plantaré cara. Si ha de matarme, que lo haga. Pero si he de vivir, no estoy dispuesta a hacerlo como una fugitiva que da gracias cada día por poder ver el Sol. ¿Me ayudarás, Ben?
– Por supuesto -repuso el muchacho. Sheere le abrazó y se secó los ojos con un extremo del manto blanco que la cubría.
– ¿Sabes, Ben? -dijo ella-. Anoche, con tus amigos en aquella vieja casa abando-nada, vuestro Palacio de la Medianoche, mientras os explicaba mi historia, pensé que nun-ca tuve la oportunidad de ser una niña como las demás. Crecí entre viejos, entre miedos y mentiras. Con mendigos y viajeros sin nombre como única compañía. Me acordé de cómo inventaba compañeros invisibles y hablaba con ellos durante horas en las salas de las esta-ciones, en los carromatos. Los adultos me miraban y sonreían. A sus ojos, una niña hablando sola era una visión adorable. Pero no lo es, Ben. No es adorable estar solo, ni de niño, ni de viejo. Durante años me he preguntado cómo eran los demás niños, si tenían las mismas pesadillas que yo, si se sentían tan desgraciados como yo. Quien diga que la infancia es la época más feliz de la vida es un mentiroso o un estúpido.
Ben observó a su hermana y le sonrió.
– O ambas cosas -bromeó Ben-. Suelen ir unidas.
Sheere se sonrojó.
– Lo siento -dijo-. Hablo por los codos, ¿verdad?
– No -negó Ben-. Me gusta escucharte. Además, creo que tenemos más en común de lo que piensas.
– Somos hermanos -rió Sheere nerviosa-. ¿Te parece poco? ¡Gemelos! ¡Suena tan raro!
– Bueno, como suele decirse, sólo puedes escoger a tus amigos -bromeó Ben- la familia viene de propina.
– Entonces prefiero que seas mi amigo -dijo Sheere.
Ian se aproximó hasta ellos y comprobó aliviado que ambos hermanos parecían estar de buen humor e incluso se permitían el lujo de intercambiar algunas bromas, lo cual, dada la coyuntura, no era poco.
– Tú sabrás lo que haces. Ian, esta dama quiere ser mi amiga.
– Yo no te lo aconsejaría -siguió la broma Ian-. Yo lo soy desde hace años y así me va. ¿Habéis tomado una decisión?
Ben asintió.
– ¿Es lo que me imagino? -preguntó Ian.
Ben asintió de nuevo y esta vez Sheere se sumó a su gesto afirmativo.
– ¿Qué es lo que habéis decidido? -preguntó amargamente la voz de Aryami Bosé a sus espaldas.
Los tres muchachos se volvieron y descubrieron la silueta de la anciana, inmóvil en las sombras tras el umbral. Un tenso silencio medió entre ellos.
– No tomaremos ese tren mañana, abuela -respondió serenamente Sheere-. Ni Ben, ni yo.
Los ojos de la anciana les recorrieron uno a uno, abrasadores.
– ¿Las palabras de unos mocosos inconscientes te han hecho olvidar en unos minutos todo lo que te he enseñado en años? -recriminó Aryami.
– No, abuela. Es mi propia decisión. Y nada en el mundo la va a cambiar.
– Tú harás lo que yo diga -cortó Aryami, aunque el olor de la derrota impregnaba cada una de sus palabras.
– Señora… -empezó Ian cortésmente.
– Cállate, hijo -espetó Aryami con renovada frialdad.
Ian reprimió sus deseos de replicar y bajó la mirada.
– Abuela, no cogeré ese tren -dijo Sheere-. Y lo sabes.
Aryami contempló a su nieta desde las sombras, sin pronunciar una sola palabra.
– Os estaré esperando en la estación de Howrah, al amanecer -dijo finalmente la anciana.
Sheere suspiró y Ben advirtió como su semblante se encendía de nuevo. Ben le sujetó un brazo y le indicó que no continuase la discusión. Aryami se volvió y lentamente sus pasos se perdieron en el interior de la casa.
– No puedo dejar que se quede así -murmuró Sheere.
Ben asintió y soltó el brazo de su hermana, que siguió a Aryami hasta la sala, donde la anciana se había sentado frente a la lumbre de las velas. Aryami no se volvió y perma-neció inmóvil, ignorando la presencia de su nieta. Sheere se acercó a ella y la rodeó suave-mente con sus brazos.
– Pase lo que pase, abuela -dijo-. Yo te quiero. Aryami acató en silencio y escuchó los pasos de Sheere, alejarse de nuevo hacia el patio, mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. En el exterior, Ben e Ian aguardaron la vuelta de Sheere y la recibieron con el semblante más optimista que lograron componer.
– ¿A dónde vamos ahora? -preguntó Sheere, sus ojos empañados por las lágrimas y las manos temblorosas.
– Al mejor rincón de Calcuta -respondió Ben- el Palacio de la Medianoche.
Las últimas luces de la tarde empezaban a palidecer cuando Isobel vislumbró la estructura fantasmal y angulosa de la antigua estación de Jheeter’s Gate emergiendo entre las brumas del río como el espejismo de una siniestra catedral que hubiera perecido pasto de las llamas. La muchacha contuvo la respiración y se detuvo a contemplar la escalofriante visión del denso entramado de cientos de vigas de acero, arcos y bóvedas superpuestas, en un laberinto insondable de metal y cristal astillado por el fuego. Un antiguo puente en ruinas y totalmente en desuso cruzaba el río hasta el pórtico de la estación, en la otra orilla, abierto igual que las negras fauces de un dragón inmóvil y expectante, cuyas infinitas hileras de colmillos largos y afilados se desvanecían en las tinieblas de su interior.
Isobel caminó hacia el puente que conducía hasta Jheeter’s Gate y sorteó los antiguos raíles que lo surcaban trazando una vía muerta hacia aquel mausoleo estigio. Los maderos que formaban el tendido de la vieja estación estaban ahora podridos y ennegrecidos, y la maleza salvaje avanzaba entre ellos. La estructura oxidada del puente crujía a su paso e Isobel no tardó en advertir la presencia de carteles que prohibían la entrada y advertían del peligro de derribo que se cernía sobre él. Ningún tren había vuelto a cruzar el río sobre aquel puente y, a juzgar por su aspecto desolado y degradado, Isobel supuso que nadie había vuelto a repararlo o ni siquiera a recorrerlo a pie.
A medida que la orilla Este de Calcuta iba quedando a su espalda y el fantas-magórico rompecabezas de acero y sombras de Jheeter’s Gate se alzaba frente a ella bajo el manto escarlata del crepúsculo, Isobel empezó a barajar la idea de que tal vez su propósito de acudir a aquel lugar no fuera tan atinado como había estimado en un principio. Una cosa era representar el papel de aventurera indómita y resuelta ante las adversidades, y otra muy diferente, sumergirse en aquel escenario sobrecogedor sin conocer ni una sola página del tercer acto.
Un aliento vaporoso e impregnado de ceniza y carbonilla que exhalaban a bocanadas los túneles ocultos en las entrañas de la estación llegó hasta su rostro. Era un hedor ácido y penetrante, un olor que sin motivo aparente Isobel asociaba con una vieja fábrica enterrada en gases letales y capas de suciedad y óxido. Isobel concentró la mirada en las primeras luces lejanas de las barcazas que surcaban el Hooghly y trató de conjurar la compañía de sus anónimos navegantes, mientras recorría el tramo del puente que restaba hasta la entrada de la estación. Cuando llegó al extremo opuesto, se detuvo entre los raíles que se adentraban en la negrura y contempló el gran frontón de acero. Sobre él empañadas por las manchas infligidas por las llamas, podían apreciarse las letras labradas que anunciaban el nombre de la estación; recordaba la entrada de un gran monumento funerario: JHEETER’S GATE. Isobel respiró profundamente y se dispuso a cometer el acto que menos había deseado realizar en sus dieciséis años de vida: penetrar en aquel lugar.
Seth y, Michael exhibieron su beatífica sonrisa de alumnos ejemplares ante los escrutadores ojos de Mr. De Rozio, bibliotecario jefe de la sala principal del museo indio, y soportaron su inmisericorde análisis durante varios segundos.
Es la petición más absurda que he oído en mi vida -sentenció De Rozio-. Al menos desde la última vez que estuviste aquí, Seth.
– Verá, Mr. De Rozio -improvisó Seth-, sabemos que el horario es sólo de mañanas y que lo que mi amigo y yo le pedimos puede parecer un poco extravagante…
– Viniendo de ti, nada es extravagante, jovencito -cortó De Rozio…
Seth reprimió una sonrisa. En Mr. De Rozio, las ironías pretendidamente punzantes eran signo inequívoco de debilidad e interés. Su nombre de pila era ignorado por la totalidad de la humanidad, con las posibles excepciones de su madre y su esposa, si es que había en la India mujer con agallas suficientes para desposarse con semejante ejemplar, estandarte de lo variopinto que podía llegar a resultar el género humano. Bajo su aspecto de cancerbero bibliófilo, De Rozio poseía un terrible talón de Aquiles: una curiosidad y una propensión al cotilleo de corte académico, que relegaba a las mujeronas del bazar a la condición de simples aficionadas.
Seth y Michael se miraron por el rabillo del ojo y decidieron soltar toda la carnaza.
– Mr. De Rozio -empezó Seth en tono melodramático-, no debiera decir esto, pero me veo obligado a confiar en su reconocida discreción: hay varios crímenes involucrados en este asunto y mucho nos tememos que puedan acontecer más si no ponemos coto a ello.
Los ojos diminutos y penetrantes del bibliotecario parecieron crecer por unos segundos.
– ¿Estáis seguros de que Mr. Thomas Carter está al corriente de esto? -inquirió con severidad.
– Él nos envía -repuso Seth-. De Rozio los observó de nuevo, en busca de fisuras en su semblante que delatasen algún turbio tejemaneje.
– Y tu amigo -soltó De Rozio señalando a Michael-, ¿por qué no habla nunca?
– Es muy tímido, señor -explicó Seth. Michael asintió débilmente, como si quisiera confirmar ese extremo. De Rozio carraspeó, dubitativo.
– ¿Dices que hay crímenes de por medio? -dejó caer con estudiado desinterés.
Asesinatos, señor -confirmó Seth-. Varios. De Rozio miró su reloj y, tras meditar unos segundos y dirigir miradas alternativas a los muchachos y a la esfera, se encogió de hombros.
Está bien -concedió-. Pero será la última vez. ¿Cómo se llama ese hombre del que queréis saber?
– Lahawaj Chandra Chatterghee, señor -se apresuró a responder Seth.
– ¿El ingeniero? -preguntó De Rozio-. ¿No murió en el incendio de Jheeter’s Gate?
– Sí, señor -explicó Seth-. Pero había alguien con él que no murió. Alguien muy peligroso. Alguien que provocó el incendio. Alguien que sigue ahí, dispuesto a cometer nuevos crímenes…
De Rozio sonrió con malicia.
– Suena interesante -murmuró. Repentinamente una sombra de alarma asaltó al bibliotecario. De Rozio inclinó su considerable masa hacia los dos muchachos y les señaló con gesto terminante.
– ¿Todo esto no será un invento de ese amigo vuestro, no? -inquirió-. ¿Cómo se llama?
– Ben no sabe nada de esto, Mr. De Rozio le tranquilizó Seth-. Hace meses que no le vemos.
– Mejor así -sentenció De Rozio-. Seguidme.
Isobel se introdujo con pasos temerosos en el interior de la estación y dejó que sus pupilas se aclimatasen a la tiniebla que enmascaraba el lugar. Sobre ella, a decenas de metros, se abría la bóveda principal, formada por largas arcadas de acero y cristal. La gran mayoría de las láminas de vidrio se había fundido bajo las llamas o sencillamente había estallado pulverizando una lluvia de fragmentos ardientes sobre toda la estación. La luz del atardecer se filtraba entre las rendijas de metal oscurecido y las astillas de cristal que habían sobrevivido a la tragedia. Los andenes se perdían en la oscuridad dibujando una suave curva bajo la gran bóveda, su superficie cubierta con los restos de los bancos quemados y las vigas desprendidas de la techumbre.
El gran reloj que un día se había alzado en el andén central al igual que un faro en la bocana de un puerto se erguía ahora como un centinela sombrío y mudo. Isobel cruzó bajo la esfera del reloj y advirtió que las agujas se habían doblegado gelatinosamente hacia el suelo y formaban lenguas de chocolate fundido que indicaban para siempre la hora del horror que había devorado la estación.
Nada parecía haber cambiado en aquel lugar, excepto por la huella de los años de suciedad y el efecto de las lluvias que el manto torrencial del monzón había filtrado a través de los respiraderos y las grietas de la bóveda.
Isobel se detuvo a contemplar la gran estación desde el centro y creyó estar en el interior de un gran templo sumergido, infinito e insondable.
Una nueva bocanada de aire caliente y húmedo cruzó la estación y agitó sus cabellos en el aire al tiempo que arrastraba pequeñas briznas de suciedad sobre los andenes. Isobel sintió un escalofrío y escrutó las negras bocas de los túneles que se adentraban en la tierra en el extremo de la estación. Hubiera deseado tener a los demás miembros de la Chowbar Society junto a ella ahora, justo cuando los acontecimientos adquirían un cariz poco recomendable y excesivamente parecido a las historias que Ben se complacía en inventar para sus veladas en el Palacio de la Medianoche. Isobel palpó en su bolsillo y extrajo el dibujo que Michael había realizado de todos los miembros de la Chowbar Society, posando ante un estanque donde sus rostros se reflejaban. Isobel sonrió al verse retratada por el lápiz de Michael y se preguntó si era así como él la veía en realidad. Los echaba de menos.
Entonces lo escuchó por primera vez, distante y enterrado en el murmullo de las corrientes de aire que recorrían aquellos túneles. Era el sonido de voces lejanas, semejante al que recordaba haber oído de la algarabía de una multitud cuando se había sumergido en el Hooghly años atrás, el día en que Ben la enseñó a bucear. Pero esta vez, Isobel tuvo la certeza de que no eran las voces de los peregrinos las que parecían acercarse desde lo más profundo de los túneles. Eran las voces de niños, cientos de ellos. Y aullaban de terror.
De Rozio acarició con precisión los tres rollos consecutivos que constituían su regia papada y examinó de nuevo la pila de documentos, recortes y papeles inclasificables que había reunido en varias expediciones al tracto digestivo de la alejandrina biblioteca del museo indio. Seth y Michael le observaban ansiosos y expectantes.
– Bien -empezó el bibliotecario-. Esto es más complicado de lo que parece. Hay mucha información respecto a ese tal Lahawaj Chandra Chatterghee bajo diferentes entra-das. La mayoría de la documentación que he visto parecía reiterativa y poco significativa, pero haría falta por lo menos una semana para poner un poco de orden en los papeles de ese sujeto.
– ¿Qué ha encontrado, señor? -preguntó Seth.
– De todo un poco, la verdad -explicó De Rozio-. Mr. Chandra era un brillante ingeniero, ligeramente adelantado a su tiempo, idealista y obsesionado por dejar a este país un legado que compensara a las gentes pobres de las desgracias que él atribuía al dominio y explotación británicos. No muy original, francamente. En resumen: reunía todos los requisitos para convertirse en un auténtico desgraciado. Aun así, parece que sorteó el mar de envidias, complots y maniobras para acabar con su carrera y consiguió llegar a convencer al gobierno de que financiase lo que era su sueño dorado: la construcción de la línea de ferrocarril que uniría las principales capitales de la nación con el resto del continente. Chandra creía que, de este modo, el monopolio comercial y político que se había iniciado en tiempos de Lord Clive y la compañía, con el tráfico fluvial y marítimo, tendría los días contados y que serían las gentes de la India las que lentamente recuperarían el control sobre la riqueza de su propio país. Lo cierto es que no hacía falta ser ingeniero para comprender que eso no iba a ser así.
– ¿Hay algo respecto a un personaje llamado Jawahal? -preguntó Seth-. Era un amigo de juventud del ingeniero. Se celebraron varios juicios contra él. Casos sonados, creo.
– Debe de estar en algún lugar, hijo, pero hay un mar de documentos por clasificar. ¿Por qué no volvéis de aquí a un par de semanas? Para entonces habré tenido la oportu-nidad de poner algo de orden en todo este galimatías.
– No podemos esperar dos semanas, señor -dijo Michael.
De Rozio observó sorprendido al muchacho. – ¿Una semana? -ofreció De Rozio.
– Señor -dijo Michael-, es un asunto de vida o muerte. La vida de dos personas corre peligro.
De Rozio contempló la intensa mirada de Michael y asintió, vagamente aturdido. Seth no dejó escapar un segundo.
– Nosotros le ayudaremos a buscar y ordenar, señor -se ofreció.
– ¿Vosotros? -preguntó-. No sé… ¿Cuándo?
– Ahora mismo -replicó Michael.
– ¿Conocéis el código de cifrado de las fichas de la biblioteca? -Interrogó De Rozio.
– Como el abecedario -mintió Seth.
El Sol se sumergió como un gran globo sangrante tras las vidrieras destruidas del panel este de Jheeter’s Gate y en pocos segundos Isobel asistió al hipnótico espectáculo de cientos de cuchillas horizontales de luz escarlata taladrando la penumbra de la estación. El sonido de aquellas voces aullantes fue creciendo, y pronto Isobel las escuchó resonar.en el eco de la gran bóveda. El suelo empezó a vibrar bajo sus pies y la muchacha advirtió que algunas astillas de cristal se precipitaban desde la techumbre. Isobel sintió una punzada en el antebrazo izquierdo y se llevó la mano al punto donde había recibido el impacto. Su sangre tibia le resbaló entre los dedos. Corrió hacia el extremo de la estación, protegién-dose el rostro con las manos.
Una vez bajo el abrigo de una escalinata que ascendía a los niveles superiores, descubrió ante sí una amplia sala de espera cuyos bancos de madera quemada yacían abatidos sobre el suelo. Los muros estaban recubiertos por extrañas pinturas trazadas crudamente con las manos, figuras que parecían querer representar formas humanas deformadas y demoníacas que alzaban largas garras lobunas y poseían una mirada desorbitada. La vibración bajo sus pies era ahora muy intensa e Isobel se aproximó a la entrada del túnel. Una intensa bocanada de aire ardiente le abrasó el rostro y se frotó los ojos, incapaz de creer lo que estaba viendo.
Una locomotora de luz envuelta en llamas emergía de lo más profundo del túnel y escupía con furia círculos de fuego que lo recorrían como balas de cañón y estallaban en aros de gas incandescente. Isobel se lanzó al suelo y el tren de fuego cruzó la estación con un estruendo ensordecedor del metal contra el metal y de los alaridos de cientos de niños que gritaban atrapados entre las llamas. Se mantuvo tendida, con los Ojos cerrados, paralizada por el terror, hasta que el sonido del tren se desvaneció en el aire.
Alzó la cabeza y miró a su alrededor. La estación estaba desierta y cubierta de una nube de vapor que ascendía lentamente y prendía en el color rojo intenso de las últimas luces del día. Frente a ella, a dos palmos escasos, se extendía un charco de una sustancia oscura y viscosa que brillaba a la lumbre del crepúsculo. Por un momento, la muchacha creyó ver sobre su superficie el reflejo del rostro luminoso y triste de una dama envuelta en luz que la llamaba. Alargó una mano hasta ella e impregnó la yema de sus dedos en aquel fluido espeso y cálido. Sangre. Retiró la mano repentinamente y se limpió los dedos sobre su propio vestido, mientras la visión de aquel rostro espectral se desvanecía. Jadeando, se arrastró hasta la pared y se recostó contra ella para recuperar el aliento.
Transcurrido un minuto, Isobel se incorporó y examinó la estación. Las luces del atardecer se estaban extinguiendo y pronto se abatiría la noche cerrada. En aquel preciso instante sólo había un pensamiento claro en su mente: no quería esperar aquel momento en el interior de Jheeter’s Gate. Empezó a caminar nerviosamente hacia el pórtico de salida y sólo entonces descubrió a una silueta fantasmal que avanzaba hacia ella entre la neblina que cubría los andenes de la estación. La figura alzó una mano e Isobel vio que sus dedos se prendían en llamas, iluminando su paso. En aquel momento comprendió que no iba a salir de allí tan fácilmente como había entrado.
A través del tejado caído del Palacio de la Medianoche podía contemplarse el cielo nocturno sembrado de estrellas, un mar infinito de pequeñas velas blancas. El anochecer se había llevado consigo parte del calor abrasador que había castigado la ciudad desde el amanecer, pero la brisa que acariciaba tímidamente las calles de la ciudad negra era apenas un suspiro tibio e impregnado de la humedad nocturna que exhalaba el río Hooghly.
Mientras esperaban la llegada de los restantes miembros de la Chowbar Society, Ian, Ben y Sheere aniquilaban los minutos lánguidamente, entre las ruinas del viejo caserón, cada cual perdido en sus propios pensamientos.
Ben había optado por auparse a su retiro predilecto, una viga desnuda que cruzaba horizontalmente el frontón delantero de la estructura del Palacio. Sentado en el centro exacto de su recorrido, con las piernas colgando, Ben acostumbraba a subir hasta su atalaya solitaria a contemplar las luces de la ciudad y las siluetas de los palacios y los cementerios que flanqueaban el sinuoso recorrido del Hooghly a través de Calcuta. Solía pasar horas allí arriba, sin hablar o molestarse en volver la vista a tierra firme apenas por un segundo. Los miembros de la Chowbar Society respetaban este hábito, uno más en la peregrina colección de rarezas con que Ben aderezaba su conducta, y habían aprendido a convivir con las prolongadas melancolías que venían asociadas inequívocamente a su descenso de los cielos.
Ian observó de refilón a su amigo desde el patio del Palacio y decidió permitirle disfrutar de uno de sus últimos retiros espirituales; mientras, él regresó a la tarea con la que había estado ocupando su tiempo y el de Sheere durante la última hora: tratar de explicarle a la muchacha los rudimentos del ajedrez haciendo uso de un tablero del que la Chowbar Society disponía en su sede central. Las piezas estaban reservadas a los campeo-natos anuales que se celebraban en diciembre, los cuales, invariablemente, ganaba Isobel, haciendo gala de una superioridad rayana en lo insultante.
– Hay dos teorías respecto a la estrategia del ajedrez -explicó Ian-. En realidad hay miles, pero sólo hay un par que realmente cuenten. La primera dice que la clave del juego está en la segunda hilera de piezas: rey, caballo, torre, reina, etc. Según esta teoría, los peones no son más que piezas que se han de sacrificar mientras se desarrolla la táctica. La segunda teoría, en cambio, defiende que los peones pueden y deben ser las más letales piezas de ataque y que una estrategia inteligente debe emplearlos como tales si quiere salir victoriosa. A mí, la verdad. No me funciona ninguna de las dos teorías, pero Isobel es una ardiente defensora de la segunda.
La mención a su compañera trajo de nuevo a su pensamiento la inquietud respecto a su paradero. Sheere advirtió su expresión perdida y le rescató con una nueva cuestión respecto al Juego.
– ¿Cuál es la diferencia entre táctica y estrategia? -preguntó-. -¿Es una cuestión puramente técnica?
Ian calibró la pregunta de Sheere y sospechó que no tenía respuesta.
– Es una diferencia literaria, no real -afirmó la voz de Ben desde las alturas-. La táctica es el conjunto de pequeños pasos que das para llegar a algún sitio. La estrategia son los pasos que das cuando ya no hay ningún lugar al que ir.
Sheere alzó la vista y sonrió a Ben. -¿Juegas al ajedrez, Ben? -preguntó Sheere. Ben no respondió.
– Ben deplora el ajedrez -explicó Ian-. Según él, es la segunda forma más inútil de desperdiciar la inteligencia humana.
– ¿Y cuál es la primera? -preguntó Sheere, divertida.
– La filosofía -respondió Ben desde su atalaya.
– Ben dixit -sentenció Ian-. ¿Por qué no bajas ya, Ben? Los demás deben de estar al llegar.
– Esperaré -dijo Ben, regresando a su lugar entre las nubes.
Ben no descendió hasta media hora más tarde, cuando Ian estaba enfrascado en la explicación del salto del caballo y Roshan y Siraj aparecieron por el umbral del patio del Palacio de la Medianoche. Poco después, Seth y Michael hicieron lo propio y todos se reunieron en círculo a la lumbre de una pequeña hoguera que improvisó Ian con los últimos restos de leña seca que guardaban en una nave cubierta y protegida de las lluvias en la parte trasera del Palacio. Los rostros de los siete muchachos adquirieron un tinte cobrizo al fuego mientras Ben pasaba una botella con agua que, si no estaba fresca, al menos no era portadora de fiebres letales.
– ¿No esperamos a Isobel? -preguntó Siraj, visiblemente inquieto por la ausencia del objeto de su encandilamiento unidireccional.
– Tal vez no venga -dijo Ian.
Todos le miraron al unísono, perplejos. Ian explicó sucintamente su conversación con Isobel aquella misma tarde y comprobó que los rostros de sus amigos se iban ensombreciendo. Cuando hubo finalizado, les recordó que Isobel había indicado que, con o sin su presencia, debían poner en común sus averiguaciones y pasó a ofrecer el primer turno a quien deseara hacer uso de él.
– Está bien -dijo Siraj nervioso-. Explicaré lo que nosotros hemos averiguado y un segundo después saldré a buscar a Isobel. Sólo a esa cabezota se le podría ocurrir salir de excursión nocturna esta noche, sola y sin decir a dónde iba. -¿Cómo has podido dejarla, Ian? Roshan salió en ayuda de Ian y colocó su mano sobre el hombro de Siraj. No se discute con Isobel -recordó Roshan-. Se escucha. Explica lo del jeroglífico y luego nos vamos los dos a por ella.
– ¿Jeroglífico? -preguntó Sheere. Roshan asintió. -Hemos encontrado la casa, Sheere- explicó Siraj-. Mejor dicho, sabemos dónde está
El rostro de Sheere se iluminó súbitamente y su corazón empezó a latir con fuerza. Los muchachos se acercaron al fuego y Siraj extrajo una hoja de papel en la que aparecían copiados unos versos en la inconfundible caligrafía del endeble muchacho.
– ¿Y eso? -preguntó Seth.
– Un poema -repuso Siraj.
– Léelo -Indicó Roshan.
«La ciudad que amo es oscura y profunda.
Casa de miserias, hogar de espíritus malditos a quien nadie abre sus puertas ni corazón.
La ciudad que amo vive en el crepúsculo, sombra de maldad y glorias olvidadas de fortunas vendidas y almas en penuria.
La ciudad que amo no ama a nadie ni conoce reposo, torre izada al infierno incierto de nuestro destino, del embrujo de una condenación escrita en sangre, gran baile de engaños e infamias, bazar de mi tristeza…»
Los siete muchachos guardaron silencio tras la lectura del poema y por un segundo sólo el sonido del fuego y la voz lejana de la ciudad silbaron en el viento.
– Conozco esos versos -murmuró Sheere-. Pertenecen a uno de los libros de mi padre. Vienen al final de mi cuento favorito, la historia de las lágrimas de Shiva.
– Exacto -corroboró Siraj-. Hemos pasado la tarde entera en el Instituto Bengalí de Industria. Es un edificio increíble, casi en ruinas, que apila pisos y pisos de archivos y salas enterradas en polvo y basura. Había ratas y estoy seguro de que si fuésemos de noche podríamos averiguar que algo, se esconde…
– Ciñámonos a lo esencial, Siraj -cortó Ben-. Por favor.
– De acuerdo -convino Siraj dejando para otro momento su entusiasmo por el misterioso lugar-. En esencia, tras horas de investigación (que no voy a contar, visto el clima), hemos dado con un legajo de documentos que perteneció a tu padre y que estaba bajo la custodia del Instituto desde 1916, fecha del accidente de Jheeter’s Gate. Entre ellos había un libro autografiado por él y, aunque no nos han permitido llevárnoslo, sí hemos podido examinarlo. Y hemos tenido suerte.
– No veo en qué -objetó Ben. -Tú deberías ser quien antes lo viese. Junto al poe-ma, alguien, supongo que el padre de Sheere, había dibujado a pluma una casa -replicó Siraj con una sonrisa misteriosa mientras le tendía el papel con el poema-.
Ben examinó los versos y se encogió de hombros.
– No veo más que palabras -dijo finalmente.
– Estás perdiendo facultades, Ben. Lástima que Isobel no este aquí para verlo -bromeó Siraj-. Lee de nuevo. Con atención.
Ben siguió las instrucciones y frunció el ceño. -Me rindo. Estos versos no tienen cuadratura o estructura aparente. Es sólo prosa cortada a capricho.
– Exacto -corroboró Siraj. ¿Y cuál es la norma de ese capricho? Dicho de otro modo, ¿Por qué corta los versos en el punto en que lo hace si podría elegir cualquier otro?
– ¿Para separar palabras? -aventuró Sheere. -O para unirlas… -murmuró Ben para sí.
– Toma la primera palabra de cada verso y construye una frase -Indicó Roshan.
Ben observó de nuevo el poema y miró a sus compañeros.
– Lee -Indicó Siraj- sólo la primera palabra.
– «La casa a la sombra de la torre del gran bazar»-leyó Ben.
– Existen por lo menos seis bazares sólo en el Norte de Calcuta -Indicó Ian.
– ¿Cuántos de ellos tienen una torre capaz de proyectar una sombra que llegue hasta las casas edificadas alrededor? -preguntó Siraj.
– No lo sé -respondió Ian. -Yo sí -repuso Siraj-. Dos: el Syambazaar y el Machuabazaar, al Norte de la ciudad negra.
– Aun así -Indicó Ben-, la sombra que una torre puede dibujar durante un día se esparciría a lo largo de un abanico de un mínimo de 180 grados, cambiando a cada minuto. Esa casa podría estar en cualquier lugar del Norte de Calcuta, que es lo mismo que decir en cualquier lugar de la India.
– Un momento -interrumpió Sheere-. El poema habla del crepúsculo. Dice textualmente «La ciudad que amo vive al crepúsculo».
– ¿Habéis comprobado eso? -preguntó Ben. -Por supuesto -respondió Roshan-. Siraj fue al Syambazaar y yo, al Machuabazaar, unos minutos antes de que se pusiera el Sol.
– ¿Y bien? -apremiaron todos.
– La sombra de la torre del Machuabazaar se pierde en un antiguo almacén abandonado -explicó Siraj.
– ¿Roshan? -preguntó Ian.
El muchacho sonrió, tomó un palo a medio quemar de la hoguera y trazó la silueta de una torre sobre los restos de ceniza.
– Como la aguja de un reloj, la sombra de la torre del Syambazaar acaba a las puertas de una amplia verja metálica tras la que hay un espeso patio de palmeras y maleza. Sobre las copas de las palmeras pude entrever la atalaya de una casa.
– ¡Eso es fantástico! -exclamó Sheere.
Ben, sin embargo, no dejó de advertir la expresión inquieta que parecía haberse apoderado del rostro de Roshan.
– ¿Cuál es el problema, Roshan? -preguntó Ben
Roshan negó lentamente y se encogió de hombros.
– No lo sé -respondió-. Había algo en esa casa que no me gustó.
– ¿Viste algo? -preguntó Seth. Roshan negó. Ian y Ben se miraron a un tiempo, sin pronunciar palabra.
– ¿Se le ha ocurrido a alguien pensar que todo esto podría no ser más que una trampa? -preguntó Roshan.
Ian y Ben intercambiaron de nuevo una mirada tácita y asintieron. Ambos estaban pensando lo mismo.
– Nos arriesgaremos -dijo Ben, vistiendo su voz con todo el convencimiento que fue capaz de fingir.
Aryami Bosé encendió de nuevo el fósforo y lo aproximó al extremo de la vela blanca que yacía frente a ella. La luz parpadeante de la llama tiñó de contornos inciertos la oscura sala mientras sus manos temblorosas la acercaban al cirio. La vela prendió lentamente y un aura de claridad se esparció en torno a ella. La anciana sopló sobre el fósforo y la pequeña vara de madera se extinguió desprendiendo un espectro de humo azulado que ascendió lentamente hacia la penumbra. El suave roce de una corriente de aire le acarició los cabellos de la nuca y Aryami se volvió. Una bocanada de aire, fría e impregnada de un hedor ácido y penetrante, agitó su manto y extinguió la llama de la vela. La oscuridad la envolvió de nuevo y la anciana escuchó dos golpes secos sobre la puerta de la casa. Aryami apretó los puños y observó que los contornos del umbral filtraban una tenue claridad rojiza. La llamada se repitió, esta vez con más fuerza. La anciana sintió cómo una película de sudor frío afloraba a los poros de su frente.
– ¿Sheere? -llamó débilmente.
El sonido de su voz se extravió en un eco mortecino en la oscuridad de la casa. No hubo respuesta y, segundos después, los dos golpes se repitieron una vez más.
Aryami tanteó a ciegas la repisa sobre el hogar en el que los restos moribundos de algunas brasas desprendían la única claridad que le servía de guía. Derribó varios objetos hasta que sus dedos palparon la larga funda metálica del puñal que guardaba allí. Extrajo el arma y observó el brillo dorado de la hoja serpenteante a la lumbre de las brasas. Una cuchilla de luz asomó bajo la puerta de la casa. Aryami inspiró profundamente y se dirigió lentamente hacia allí. Se detuvo frente a la puerta y escuchó el sonido del viento entre las hojas de la maleza del patio en el exterior.
– ¿Sheere? -susurró de nuevo, sin obtener respuesta.
Aferró con fuerza el mango del puñal y, suavemente, posó su mano izquierda sobre el pomo de la puerta haciéndolo girar hacia abajo. Los quejidos herrumbrosos del mecanismo de la cerradura despertaron después de años de letargo. La puerta se abrió lentamente y la claridad azulada del cielo nocturno dibujó un abanico de luz en el interior de la casa. No había nadie allí afuera. La maleza se agitaba en un mar de cientos de pequeñas hojas secas, emitiendo un murmullo hipnótico. Aryami se asomó lentamente a mirar a uno y otro lado de la puerta, pero el patio estaba desierto. Fue entonces cuando sus piernas toparon con algo y la anciana bajo su mirada, para descubrir un pequeño cesto a sus pies. Examinó el cesto, cubierto con un velo opaco que, sin embargo, permitía observar la claridad que emanaba de su interior.
Aryami se arrodilló junto a él y apartó suavemente el velo que lo cubría.
En su interior encontró dos pequeñas figuras de cera que representaban los cuerpos desnudos de dos bebés. De sus cabezas emergía la punta de un filamento de tela encendido y ambas efigies se fundían al igual que velas en un templo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aryami empujó el cesto y lo dejó caer por los escalones de piedra quebrada. Se incorporó y se dispuso a entrar de nuevo en la casa cuando advirtió que, desde el largo corredor que conducía al otro extremo de su morada, pisadas invisibles en llamas se acercaban a ella. La anciana sintió que el puñal se le escapaba de entre los dedos y cerró la puerta con fuerza.
Descendió los escalones atropelladamente, sin atreverse a dar la espalda a la puerta, y tropezó con el cesto que segundos antes había lanzado. Abatida en el suelo, Aryami contempló boquiabierta que una lengua de llamas emergía bajo el umbral de la puerta y la madera envejecida prendía como un pergamino. La anciana se arrastró unos metros hasta la maleza y se incorporó trabajosamente, mientras observaba impotente que las llamas iban asomando por las ventanas de la casa y envolvían la estructura en un lazo letal.
Aryami corrió hacia la calle y no se detuvo a mirar atrás hasta que se encontró a un centenar de metros de la que había sido su casa. Una pira de llamas se alzaba, escupiendo al cielo brasas y cenizas candentes con furia. Lentamente, las gentes del barrio se asomaron a sus ventanas y salieron a las calles, alarmados, para contemplar la magnitud del incendio que en apenas unos segundos había cobrado vida. Aryami escuchó el estruendo de la techumbre al colapsarse y caer, pasto del fuego. Los rostros del gentío congregado se iluminaron con la fuerza de un relámpago escarlata mientras se miraban atónitos unos a otros, sin comprender qué había sucedido.
Aryami Bosé derramó lágrimas de amargura por el que había sido su hogar de juventud, el hogar donde había dado a luz a su hija y, perdiéndose en la confusión de las calles de Calcuta, le dijo adiós para siempre.
Determinar la localización exacta de la casa no resultó complicado siguiendo las instrucciones que ofrecía el criptograma que Siraj había descifrado.
Según tales indicaciones, convenientemente cotejadas con la observación de campo que Roshan había procedido a efectuar, la casa del ingeniero handra Chatterghee estaba situada en una tranquila calle que unía Jatindra Mohan Avenue y Acharya Profullya Road, aproximadamente una milla al Norte del Palacio de la Medianoche.
Tan pronto como Siraj hubo comprobado que el fruto de sus investigaciones había sido correctamente asimilado por sus compañeros, manifestó su urgente deseo de no perder un minuto más y salir en busca de Isobel. Los intentos que todos hicieron por tranquilizarle y sugerirle que esperase a la segura vuelta de la muchacha no surtieron efecto alguno y, finalmente, cumpliendo su promesa, Roshan se ofreció a acompañarle. Ambos partieron en la noche tras haber acordado encontrarse de nuevo en la casa del ingeniero Chandra Chatterghee en cuanto tuviesen noticias de Isobel.
– .¿Qué habéis podido averiguar vosotros dos? -preguntó Ian dirigiéndose a Seth y Michael.
– Me gustaría poder ofrecer resultados tan espectaculares como Siraj, pero lo cierto es que nos hemos encontrado con un auténtico mar de cabos por atar -respondió Seth, y procedió a explicar su visita a Mr. De Rozio, a quien habían dejado investigando en el museo bajo la promesa de volver en un par de horas para continuar ayudándole.
– Lo que hemos averiguado hasta ahora no hace más que confirmar la historia que la abuela de Sheere, perdón, vuestra abuela, explicó. Al menos en parte -explicó Seth.
– Hay algunas lagunas en la historia del ingeniero que no será fácil cubrir-.dijo Michael.
– Exacto -corroboró Seth- Es más, creo que lo más interesante no es lo que hemos averiguado, sino lo que no hemos podido averiguar.
– Explícate -solicitó Ben. -Veréis -continuó Seth frotándose las manos frente al fuego-. La historia del ingeniero Chandra empieza a estar documentada con su ingreso en el Instituto Oficial de Industria. Hay documentos que confirman que rechazó varias ofertas del gobierno británico para trabajar al servicio del ejército en la construcción de puentes militares y de una línea de ferrocarril que había de unir Bombay y Delhi para uso exclusivo de la armada.
– Aryami explicó la aversión que sentía hacia los británicos -comentó Ben-. Les culpaba de buena parte de los males que asolaban el país.
– Así es -confirmó Seth-. Pero lo curioso es que, pese a su abierta antipatía, de la que no faltan manifestaciones públicas, Chandra Chatterghee participó en un extraño proyecto del gobierno militar británico entre los años 1914 y 1915, un año antes de morir en la tragedia de Jheeter’s Gate. Se trataba de un asunto oscuro que respondía a un nombre curioso: el Pájaro de Fuego.
Sheere enarcó las cejas y se aproximó a Seth con gesto consternado.
– ¿Qué era el Pájaro de Fuego? -preguntó. -Es difícil determinarlo -respondió Seth-. Mr. De Rozio opina que tal vez podría tratarse de un experimento militar. Parte de la correspondencia oficial que aparecía en los documentos del ingeniero, venía firmada por un tal Coronel Sir Arthur Hewelyn que, según De Rozio, ostentó el dudoso honor de ser el jefe de las fuerzas responsables de reprimir las movilizaciones pacíficas en demanda de independencia en el período de 1905 a 1915.
– ¿Ostentó? -intervino Ben.
– Eso es lo más curioso -aclaró Seth-. Sir Arthur Hewelyn, carnicero oficial de Su Majestad, pereció en el incendio de Jheeter’s Gate. Qué es lo que hacía allí es un misterio.
Los cinco muchachos se miraron entre ellos perdidos en un mar de confusión.
– Tratemos de poner algo de orden -sugirió Ben-. Tenemos por un lado a un brillante ingeniero que rechaza repetidamente generosas ofertas del gobierno británico para trabajar a su servicio en obras públicas, debido a su manifiesto odio hacia el dominio colonial. Hasta ahí todo tiene sentido. Pero de pronto aparece este misterioso coronel y lo involucra en una operación que, a todas luces, debería haberle revuelto las entrañas de asco: un arma secreta, un experimento para reprimir multitudes. Y él acepta. No encaja. A menos…
– A menos que el tal Hewelyn poseyera un poder persuasivo fuera de lo común -completó Ian.
Sheere alzó las manos en señal de protesta.
– Es imposible que mi padre aceptase participar en un proyecto militar de ninguna clase. Ni al servicio de los británicos ni al servicio de los bengalíes. Mi padre detestaba a los militares y los consideraba meros matones a sueldo de gobiernos corruptos. Nunca hubiese prestado su talento a algo dirigido a matar en masa a su propia gente.
Seth la observó en silencio y calibró cuidadosamente sus palabras.
– Sin embargo, Sheere, hay documentos que acreditan que de algún modo participó -dijo Seth.
– Debe de haber otra explicación -replicó Sheere-. Mi padre construía cosas y escribía libros, no era un asesino de inocentes.
– Idealismos aparte, seguro que hay otra explicación -matizó Ben- y eso es lo que estamos intentando encontrar. Volvamos al tema de los poderes persuasivos de Hewelyn. ¿Qué podría haber hecho él para obligar al ingeniero a colaborar?
– Probablemente su fuerza no estaba en lo que podía hacer -explicó Seth, sino en lo que podía dejar de hacer.
– No comprendo -dijo Ian. -Ésta es mi teoría -expuso Seth-. En todo el historial del ingeniero no hemos encontrado una sola mención a Jawahal, su amigo de juventud, excepto en una carta del coronel Hewelyn dirigida al ingeniero Chandra y sellada en noviembre de 1911. En ella nuestro amigo el coronel añade una posdata en la que sucintamente sugiere que, si Chandra declina la invitación a participar en el proyecto, se verá obligado a ofrecerle el puesto a su viejo amigo Jawahal. Lo que yo pienso es lo siguiente: el ingeniero había conseguido ocultar su relación de juventud con Jawahal, ahora encarcelado, y desarrollar su carrera sin que nadie supiese del encubrimiento que él le había ofrecido. Pero supongamos que el tal Hewelyn se hubiera encontrado con Jawahal en la prisión y éste le hubiese revelado la verdadera naturaleza de su relación. Esto le pondría en una excelente situación para chantajearle y obligarle a colaborar.
– ¿Cómo sabemos que Hewelyn y Jawahal se conocían? -cuestionó Ian.
– Es solamente una suposición, pero no muy aventurada -sugirió Seth-. Sir Arthur Hewelyn, coronel del ejército británico, decide recabar la ayuda de un brillante ingeniero. Éste se niega. Hewelyn le investiga y descubre un turbio juicio en el pasado que le involucra. Decide ir a visitar a Jawahal y éste le explica lo que desea oír. Es sencillo.
– No puedo creerlo -dijo Sheere.
– A veces la verdad es lo más difícil de creer. Recuerda lo que dijo Aryami -comentó Ben-. Pero no nos precipitemos. ¿Sigue De Rozio investigando el tema?
– En este mismo momento sí -replicó Seth-. La cantidad de papeles es tal que se necesitaría un ejército de ratas de biblioteca para sacar algo en claro.
– Os habéis defendido bastante bien -ofreció Ian.
– No esperábamos menos -Indicó Ben-. Volved con el bibliotecario y no lo perdáis de vista ni un segundo. Hay algo en todo esto que se nos escapa.
– ¿Qué vais a hacer vosotros? -preguntó Michael conociendo la respuesta de antemano.
– Iremos a la casa del ingeniero -repuso Ben-. Tal vez lo que buscamos esté allí.
– Tal vez haya otra cosa… -apuntó Michael. Ben sonrió. -Como dije, correremos el riesgo.
Sheere, Ian y Ben llegaron al pie de la verja que custodiaba la casa del ingeniero Chandra Chatterghee poco antes de la medianoche. Mirando hacia el Este, la silueta angulosa de la estrecha torre del Syambazaar se recortaba en la esfera de la Luna y proyectaba su sombra dibujando una aguja negra y afilada hacia el insondable jardín de palmeras y arbustos salvajes que ocultaba aquella enigmática estructura.
Ben se apoyó sobre las lanzas metálicas que tejían la verja y examinó las puntas afiladas y amenazadoras.
– Habrá que saltar -comentó-. Y no parece fácil.
– No será necesario -dijo Sheere junto a él-. Nuestro padre describió cada milímetro de esta casa en su libro antes de construirla y yo he pasado años memorizando cada rincón de ella. Si lo que escribió es cierto, y no tengo duda alguna al respecto, tras esos arbustos hay una pequeña laguna y, más allá, se alza la casa.
¿Y qué me dices de estas lanzas? Inquirió Ben-. ¿Hablaba también de ellas? No quisiera acabar la noche con un zurcido.
– Hay otro modo de entrar en esta casa sin necesidad de salvar esta verja -dijo Sheere.
– ¿A qué estamos esperando? -preguntaron Ian y Ben al mismo tiempo.
Sheere los condujo a través de un estrecho callejón, apenas una brecha entre la verja de la casa y los muros de un edificio de aspecto colindante, hasta una abertura circular que parecía servir de desagüe o colector principal de las tuberías de la casa. Un hedor agrio y mordiente exhalaba del interior.
– ¿Por ahí? -preguntó Ben. incrédulo.
– ¿Qué esperabas? -espetó Sheere-. ¿Alfombras persas?
Ben oteó el interior del túnel de alcantarillado y lo olfateó de nuevo.
– Divino -concluyó dirigiéndose a Sheere-. Tú primero.