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PRIMERA PARTE

AMSTERDAM

CAPITULO I

JUEVES 21 DE MAYO

17.00

Como todos los días, exactamente a la misma hora, Kees van de Wijn se disponía a abandonar su edificio de oficinas. Como todos los jueves, recorrería andando la distancia que le separaba de la pequeña casa de Kerkstraat, en la que pasaría las dos horas siguientes consumiendo su turno semanal de lujuria. Dos años antes había instalado en ella a su nueva amante. Hombre eminentemente sensato, Van de Wijn no se hacía ilusiones sobre la fidelidad extraconyugal de su joven compañera; comprendía que un sólido ciudadano que se aproximaba con rapidez a los sesenta años tenía bastante con exigir que una joven espléndida de treinta como Anneke le esperara los jueves a las cinco de la tarde y estuviera dispuesta a satisfacer sus discretas fantasías eróticas durante dos horas. A cambio de ello, Van de Wijn financiaba con generosidad las lujosas apetencias de Anneke y las necesidades de la casa, un maravilloso y diminuto edificio de tres plantas con acceso directo al canal desde la cocina posterior. La verdad es que se lo podía permitir.

Hacía treinta años que Kees van de Wijn había heredado el próspero negocio de pinturas industriales creado por su padre. El mundo sin Wijnacrilic es como una foto en blanco y negro. El lema publicitario siempre le había parecido una estupidez, pero a fuerza de no cambiarlo se había convertido en una de las frases más familiares del argot holandés. Y si el estilo de la empresa era tradicional, su forma de operar, sus finanzas y su política comercial no tenían nada del conservadurismo romántico de una pequeña sociedad familiar. El respeto a las antiguas prácticas había sido mantenido para esconder un estilo empresarial agresivo y ágil. En treinta años, la compañía se había convertido en un gigante industrial y financiero, añadiendo a las pinturas divisiones de construcción, construcción naval, transportes y supermercados. Kees van de Wijn era un hombre rico y, con él, sus cinco hijos y sus dos hermanos menores, todos varones.

De todos ellos, Kees era el único que había mantenido un estilo sobrio de vida y orden meticuloso en cuanto hacía. Y fue precisamente esa forma de ser la que le jugó la peor pasada posible.

Había dejado de llover en Amsterdam y el sol lucía espléndido en el cielo azul entreverado de nubes. Por el canal circulaban los bateaux-mouche repletos de turistas. Bien valía la pena el paseo por entre las nobles casas dieciochescas y por debajo de los puentecillos estrechos, sobre cuyas calzadas vagueaban mil gentes de edad indefinida y vestimenta las más de las veces estrafalaria. Circulaban ciclistas a gran velocidad sorteando con sus viejas máquinas tranvías amarillos que, sin detenerse, hacían sonar un impertinente timbrazo antes de dar un aceleren.

De pie en la acera, en la misma puerta de los establecimientos que llevaban su nombre, Kees van de Wijn, balanceándose con discreción sobre la punta de los pies, se permitió una breve y amable mirada al mundo apacible del espectáculo urbano flamenco en primavera. A su espalda, haciendo chaflán en la esquina del Kaisergracht con Vijzelstraat, quedaba el acceso al pesado edificio de mármol rosa construido a finales del siglo xix para albergar uno de los bancos más importantes de Holanda. El viejo Van de Wijn lo había comprado después de la guerra.

Kees respiró hondo el incierto perfume de la primavera, mezcla de jazmines y barro, tulipanes y gasolina, que es tan típico de Amsterdam. Sonrió con benevolencia a unos jóvenes flacos y desarrapados que, vestidos de negro y arrastrando extraños botines de punta retorcida y despellejada, pasaban ensimismados hacia el Singel discurriendo nebulosos silogismos. En el interior del potente Mercedes aparcado con el motor en marcha a veinticinco metros de la esquina en la que se encontraba Van de Wijn, Hank Kalverstat resopló con disgusto.

– Hippies de mierda -dijo-. Nos han estropeado la ciudad y encima pretenden que les financiemos la vagancia.

Los otros tres ocupantes guardaron silencio.

Una de las últimas personas que vio a Van de Wijn aquella tarde fue el anticuario Waterman. Lo saludó con la cordialidad calurosa que reservaba a los excelentes clientes, levantando el sombrero y sonriendo con genuino calor.

– Buenas tardes, Kees. Preciosa primavera.

– Adiós, Hendrik -contestó el millonario, alzándose con un movimiento breve sobre la punta de los pies-. Una tarde preciosa, sí, señor.

– Vamos -dijo con impaciencia Hank Kalverstat desde el interior del automóvil-. ¡Vamos!

Como si lo hubiera oído, Waterman no se detuvo. Le hubiera gustado hacerlo para comentar con Kees que había recibido un maravilloso objeto aquella misma mañana; lo había comprado a un marchante de Dresde. Se trataba de un delicado medallón pintado por Holbein, el retrato de una niña apenas adolescente, de doce o trece años de edad, que miraba fijamente al pintor desde ojos achinados y abultados párpados; tenía el pelo enrollado en una gruesa trenza de hilos de oro tapada por un pañuelo de blonda y encaje; un modesto escote sugería el amanecer de dos pechos pequeños y blanquísimos. Waterman sabía que se lo acabaría vendiendo, pero también sabía que debía armarse de paciencia y esperar a que su cliente lo visitara el siguiente martes (como lo venía haciendo cada semana desde hacía años), iniciando así un complicado ritual de consultas, dudas y discusiones que eran para el industrial millonario parte del placer de adquirir una espectacular obra de arte. Van de Wijn se hacía de este modo la ilusión de que le costaba trabajo encontrar el dinero para pagar el precio del cuadro. «Tengo que visitar a Waterman pronto -se dijo, dando con distracción un paso hacia el bordillo de la acera-. Tal vez el martes.»

Sonrió para sus adentros, satisfecho de su propia broma.

Todo ocurrió en muy pocos segundos, en dieciocho para ser exactos. Un ciclista que rodaba a gran velocidad y del que, no habiendo vuelto a ser visto después del incidente, los testigos hicieron las más variadas y pintorescas descripciones, dio al pasar un golpe a Van de Wijn. El empujón fue lo bastante fuerte como para hacerle girar sobre sí mismo con sorprendido aturdimiento. Al ver llegar al ciclista, Kalverstat había dado una ligera palmada en el hombro de su hermano Nick que estaba al volante del Mercedes. Al tiempo que Kees perdía el equilibrio, Nick apretó con suavidad el acelerador y en tres o cuatro segundos el coche llegó a la esquina de la calle. Las portezuelas de la derecha se abrieron y los dos gorilas de Kalverstat que completaban el número de ocupantes del vehículo se bajaron del automóvil. Casi con el mismo movimiento, agarraron a Van de Wijn por debajo de los brazos y lo obligaron a sentarse en el asiento trasero.

– Vamos, vamos, ¡vamos! -dijo Hank con intensidad.

Mientras uno de los guardaespaldas se sentaba de nuevo al lado del conductor, el otro empujaba a Kees hacia el centro del asiento, apretándolo contra Kalverstat. El Mercedes arrancó despacio en dirección a la Stathouderskade y al Rijksmuseum.

– ¡Pero qué es esto! -exclamó Kees-. ¿Qué quieren ustedes?

– ¿A usted qué le parece? -preguntó riendo Nick.

– Cállate -dijo Hank y mirando a Kees añadió con voz pausada-: No se mueva, no haga nada, no dé un grito, no abra la boca.

Van de Wijn tragó saliva y guardó silencio.

Mientras el Mercedes, confundido en el intenso tráfico del final de la jornada, atravesaba la gran explanada que separa al Rijksmuseum del teatro de la Música, Van de Wijn se dijo que pronto se darían cuenta de su ausencia. Pero ¿quién? Anneke, claro. Sólo que Anneke no diría nada. ¿A quién le iba a decir nada? Y en su propia casa no se le esperaba hasta por lo menos las ocho de la tarde. Dios sabía dónde andarían para entonces. Carraspeó. El que se sentaba a su izquierda, el que le había mandado callar, que era sin lugar a dudas el jefe, lo miró con curiosidad. Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo rubio muy fino, con grandes entradas en la frente y unos ojos azules muy claros, casi blancos. Tenía la boca de labios delgados y cuando hablaba enseñaba unos dientes irregulares y manchados de nicotina. Sonrió.

– ¿Me está usted estudiando para describirme mejor a la policía? -preguntó. El conductor rió; su risa era más un cacareo histérico que otra cosa.

Kees enrojeció y bajó la mirada.

– No -dijo y hablando muy despacio, como el que maneja una bomba, añadió-: ¿Cuánto?

El jefe sonrió de nuevo.

– Estas cosas no funcionan así. Es lamentable, pero no funcionan así.

– ¿Cuánto dinero quiere usted por mi rescate?

– Cállese.

Kees se dijo que el gorila de su derecha olía a sudor. Resultaba muy desagradable.

Llegaron a la autopista y el Mercedes empezó a ganar velocidad, y aun cuando nunca pasara del límite legal de 120 kilómetros por hora, pronto dejaron atrás la desviación hacia Laren, el barrio residencial en el que los Van de Wijn tenían su mansión, y siguieron en dirección al este del país. Kees pensó que tal vez lo estaban llevando a Alemania. No parecía sin embargo muy lógico que fueran a arriesgarse a cruzar una frontera por inexistentes que fueran los trámites de aduana y en seguida se puso a mirar a los coches que rodaban a su lado o a los que ellos adelantaban, por ver si conocía a algún conductor; a lo mejor podría pedir socorro haciendo gestos antes de que se lo impidieran sus captores. Pero, aparte de alguna mirada de curiosidad distraída que les dirigían los ocupantes de otros automóviles, no daban la sensación de reconocer nada alarmante en la expresión de controlada histeria que le parecía a Van de Wijn estar poniendo. Se le antojaba imposible no conocer a nadie o que nadie lo reconociera. Al fin y al cabo, él era un hombre famoso. Tenía que ser reconocido. Intentó inclinarse hacia delante por si fuera necesario levantar los brazos y gesticular. Pero el hombre de su derecha lo empujó con firmeza hacia atrás. Todo ocurrió en unos segundos. El jefe volvió a mirarlo con curiosidad plácida y sonrió.

– Puedo darle mucho dinero. Más del que usted imagina siquiera.

El jefe asintió con lentitud comprensiva. Luego suspiró.

– Cállese -repitió.

Durante una hora rodaron en casi total silencio.

Kees era una persona pragmática y sabía bien que irritar al prójimo no servía de nada, sobre todo cuando el prójimo iba animado de aviesas intenciones. A medida que pasaba el tiempo, sin embargo, sentía más miedo. Sudaba. Una vez se pasó el dedo índice por la frente; lo hizo con mucho cuidado para que no se enfadara el animal que iba sentado a su derecha. Una gota de sudor rodó hacia el cuello de su camisa. Una vez, el jefe sacó del bolsillo una caja de puritos Winterman's y le ofreció uno. Kees lo tomó no sin alivio, porque le pareció que eso denotaba una cierta buena voluntad por parte de sus secuestradores, y el jefe le dio lumbre con un encendedor de oro. Era un Dupont, como el suyo.

– Tengo uno igual -murmuró.

El jefe asintió amablemente como si estuviera al tanto de ello y entreabrió la ventanilla para que no les molestara el humo.

Al cabo de un largo rato, pasada la salida de Apeldorn, el coche redujo velocidad. Recorrieron despacio unos kilómetros más y acabaron abandonando la autopista por una pequeña carretera secundaria en dirección a Lochem. El paisaje había dejado de ser completamente llano: a medida que se acercaban a Alemania, el terreno había empezado a ondularse y los bosques a un lado y otro de la carretera habían perdido su estructura ordenada de crianza de invernadero para hacerse más frondosos, más silvestres. Llenos de sombras y silencio, daban la impresión de aislamiento y lejanía, de penumbra salvaje cubierta de maleza marrón y de agujas de pino. Sólo de vez en cuando un camino forestal rompía la línea de árboles. La luz del atardecer, aún clara pero tamizada ya por el crepúsculo índigo de la primavera, acentuaba la soledad.

El Mercedes se detuvo durante unos segundos frente a uno de los caminos y el conductor miró hacia él inclinando la cabeza con concentración. Cuando pareció satisfecho de que se trataba de la salida que estaba buscando, asintió sin decir nada e hizo girar el volante hacia la derecha al tiempo que pisaba el acelerador con suavidad. Despacio, el automóvil se adentró en el bosque. A los pocos segundos había dejado de ser visible desde la carretera. Siguieron avanzando por el camino por unos centenares de metros y, por fin, se pararon.

Kees van de Wijn carraspeó.

– ¿Me permite que le pregunte qué estamos haciendo?-dijo al jefe.

El jefe suspiró.

– No -dijo-. No se lo permito. Pero no se alarme. Bájese, por favor.

Los cuatro secuestradores habían abierto las portezuelas del Mercedes. Se bajaron. Kees deslizó su ligera anatomía por el asiento trasero y abandonó el coche por la parte izquierda. Le parecía la menos peligrosa porque de este modo salía detrás del jefe, que era con claridad el individuo más civilizado de cuantos le habían traído hasta allá. Al menos le parecía a él que habían entablado un diálogo, seco pero carente de amenazas a su integridad física. Por un momento pensó que se iba a entrevistar con alguna otra persona de mayor autoridad a la que podría ofrecer dinero a cambio de su libertad. Ni por un instante quiso recordar que les había visto la cara a todos y que eso no podía querer decir más que una cosa obvia: corría considerable peligro.

– Sígame, por favor -dijo el jefe.

A Kees le sorprendió que fuera más corpulento de lo que le había parecido en el interior del coche. Andaba con lentitud por entre la maleza, escogiendo con cuidado el lugar en el que ponía cada paso. Kees echó a andar tras él. Cerraban la marcha los tres restantes secuestradores. Cuarenta o cincuenta metros más allá el jefe se detuvo ante lo que parecía un montón de tierra recién excavada. Se volvió hacia Kees con aire resignado.

– ¿Qué…? -preguntó éste con franca alarma. Pero nunca supo cuál sería la contestación a su pregunta. Detrás de él, Nick Kalverstat había extraído una pistola Magnum que parecía doblemente gigantesca por el silenciador que llevaba atornillado al cañón. Sin decir una palabra, se acercó al empresario, le apoyó la pistola contra la coronilla e hizo un solo disparo. Como tenía la punta limada en cruz, la bala se abrió al perforar el cráneo y, arrastrando parte de la masa encefálica, arrancó la frente y el arco de la nariz de Van de Wijn, rompiéndole la cabeza como si fuera un melón maduro.

El gorila de la derecha eructó con violencia y le cayó un poco de saliva por la comisura de los labios. Nick rió con su graznido histérico.

– Vamos -dijo Hank Kalverstat con sequedad.

El segundo gorila sacó un gran cuchillo de monte de una funda que llevaba sujeta a la cintura. Se aproximó al árbol que quedaba a su derecha e, inclinándose, cogió una piedra lisa que estaba apoyada contra el tronco. Giró sobre sí mismo y con dos pasos se puso al lado del cuerpo de Kees, que estaba caído de bruces frente al montón de tierra excavado. Poniéndose en cuclillas, agarró con firmeza la mano izquierda del muerto, colocó la piedra debajo de ella y con un golpe seco del cuchillo de monte le cortó cuatro dedos. Con su propio pulgar e índice, cogió el anular seccionado en el que lucía un pequeño anillo de brillantes. Alargó el brazo como si quisiera apartar de sí el dedo de Kees y se incorporó.

Hank, mientras tanto, había extraído unos guantes de látex del bolsillo izquierdo de su chaqueta y se los había puesto. Luego, del derecho, había sacado un pequeño sobre acolchado y forrado de plástico transparente. Sin una palabra se acercó al gorila que sujetaba el dedo de Kees y presionó sobre los lados del sobre para que se abriera la embocadura. El gorila dejó caer el dedo dentro. Hank cerró primero el plástico que había sido encolado con anterioridad y después hizo lo propio con el sobre. Se lo metió en el bolsillo y se quitó los guantes. Los tiró a la fosa y se volvió a mirar a sus tres cómplices. Bajó la vista y escogiendo con cuidado el camino por donde colocaba cada pie empezó a andar en dirección a donde había quedado el Mercedes.

Acercándose a la improvisada fosa, Nick y los dos gorilas tiraron a ella sin miramiento el cadáver de Kees, la piedra ensangrentada y los tres dedos que habían quedado cortados sobre ella. Con mayor cuidado, llenaron la fosa de tierra y. acabaron tapando el túmulo con hojarasca y maleza. Cuando hubieron terminado, hicieron una última comprobación muy minuciosa para cerciorarse de que no quedaba rastro reconocible de su paso y emprendieron el regreso hacia el automóvil.

– Ha salido de miedo -dijo Nick cuando volvió a estar sentado detrás del volante.

– Cállate y conduce -contestó con sequedad su hermano.

Con gran prudencia y muy despacio salieron del bosque y desandaron el camino hecho por la carretera secundaria. Dos kilómetros más allá, en una parada de autobús interurbano, había una cabina telefónica. El Mercedes se detuvo. Hank bajó de él, entró en la cabina, descolgó el auricular, introdujo unas monedas y marcó un número. Al tercer timbrazo, oyó que le contestaban:

– Colombia.

Hank dijo «ya está» y colgó.

Treinta kilómetros al sur, en una cabina telefónica en las afueras de Nimega, Christiaan Kalverstat sonrió y colgó. Esperó un minuto y descolgó el auricular de nuevo. Introdujo varias monedas de dos florines y medio y marcó el número de teléfono de la residencia de los Van de Wijn en Laren.

– Van de Wijn -contestó una voz de hombre.

– Quisiera hablar con Piet van de Wijn, por favor -dijo Christiaan.

– Al aparato. ¿Quién es?

– Eso no tiene importancia. Atienda con atención, por favor -dijo con voz pausada y amable-. Su hermano Kees ha sido secuestrado…

– ¡Cómo… cómo! ¿Cómo dice?

– No me interrumpa, por favor, porque no voy a repetir nada de lo que diga. Su hermano se encuentra bien y nos dice que es usted quien llevará mejor que nadie las negociaciones para el rescate…

– Pero ¡oiga! Por favor…, por favor, por Dios, dígame quién es usted…, qué es lo que quiere…

– Si me vuelve usted a interrumpir, su hermano correrá serio peligro -dijo Christiaan sin alterar el tono-. Para que ustedes sepan que realmente lo hemos secuestrado, por correo les mandamos una prueba con la que comprobarán que se trata en efecto de él. Con ello comprobarán que hablamos muy seriamente. Aunque les tiente la idea, no hagan tonterías y no acudan a la policía. Kees sería ejecutado sin contemplaciones. Mañana, exactamente a las nueve y media de la mañana, llamaremos de nuevo y les daremos instrucciones precisas para el pago del rescate, cuyo montante no será negociable. Sean prudentes, por favor.

Colgó.

CAPITULO II

VIERNES 22 DE MAYO

Madrid-Amsterdam, 4.30

– ¿Aló?

– Está en marcha.

– Tenéis poco tiempo. Al jefe le urge y no va a esperar más.

– Está ya hecho. ¿Está la mercancía ahí?

– ¿A ti qué te parece? Tú preocúpate de cumplir vuestra parte del trato. Tenéis seis días. Seis días.

– No te preocupes. Estaremos preparados.

Amsterdam, 9.31

– Van de Wijn -dijo Piet, hablando despacio y con la voz alterada.

Tenía agarrado el auricular con las dos manos y miraba sin parpadear al comandante Baumann. A su derecha, sentado en una antigua silla de Java pesadamente labrada en caoba, un técnico en comunicaciones escuchaba con atención por un pequeño auricular. De éste salía un arco de metal ligero en cuyo extremo un diminuto micrófono permitía que el técnico hablara sin necesidad de utilizar las manos. Frente a él, encima de la mesa, había un magnetófono y un pequeño ordenador Toshiba a través del cual pasaban los cables del teléfono y cuyo teclado manejaba el técnico a gran velocidad y con dedos ágiles.

– ¿Piet van de Wijn? -preguntó Christiaan Kalverstat con su tono pausado.

Estaba en el interior de una cabina telefónica al pie de la estatua ecuestre de Guillermo el Taciturno en el centro de La Haya. Sobre la repisa de plástico que había debajo del teléfono, tenía un papel con unas cuantas indicaciones escritas a máquina.

– Soy yo. ¿Con quién hablo?

– Vamos, Piet -dijo Kalverstat con ironía. Se dio la vuelta en la cabina y mirando hacia el Mercedes en el que esperaban sus hermanos asintió con la cabeza; sonreía.

– Han avisado a la policía -dijo Hank desde el asiento trasero.

– Escuche con atención, Van de Wijn, y cumpla al pie de la letra las instrucciones que le voy a dar. Si no lo hacen, no volverán a ver vivo a su hermano.

En la casa de Laren, Piet palideció. Era un hombre grande, de tez por lo general florida y sonrisa siempre dispuesta. Esa mañana se lo veía encogido y le brillaba la piel de un color casi azul, casi mortecino. Miraba con tristeza hacia Saskia, la mujer de su hermano Kees.

El comandante Baumann apartó la vista de Piet y del teléfono y la fijó en la señora Van de Wijn. Tuvo la visión de esta familia apacible y rica, cuya existencia transcurría sin sobresalto alguno y que de golpe había sentido cómo todo su mundo se venía abajo. Baumann era un veterano en casos de secuestro y sabía que aunque la angustia de la incertidumbre, la esperanza y la desesperanza, las interminables horas de espera eran capaces de destrozar los nervios más templados, para los familiares lo más inmediatamente aterrador era con seguridad la rapidez y facilidad con que había sido violada su existencia. En un instante, sin esfuerzo aparente, sin alterarse la vida del entorno, unos salvajes habían alargado la mano y habían llenado un hogar del miedo incierto que produce lo desconocido.

Sentada rígidamente en un sillón, agarrando con fuerza un pañuelo que de vez en cuando se llevaba a las comisuras de la boca, Saskia van de Wijn, una mujer de más de cincuenta años de serena belleza, había perdido gran parte de la compostura. Dos grandes círculos violáceos enmarcaban sus ojos, y su pelo, que siempre llevaba pulcro y bien peinado, estaba en desorden. Tres de sus cinco hijos se sentaban en el suelo formando un semicírculo en torno a ella.

Baumann sacudió la cabeza con irritación.

– Usted dirá -dijo Piet en el teléfono.

– En el correo del mediodía recibirán la prueba de que su hermano está en nuestro poder.

– ¿Cómo sabemos que Kees se encuentra bien?

– Van ustedes a tener que confiar en mi palabra. Hasta ahora está bien. Ha pasado la noche tranquilamente -añadió Christiaan con amabilidad. Después, endureciendo el tono de voz, siguió hablando-. Su hermano será liberado tras el pago de cinco millones de dólares…

– ¡Cinco millones de dólares! -Piet se atragantó y tosió-. ¡Está usted loco! No tenemos ese dinero…

En la habitación de la casa de Laren, todos se enderezaron al oír la cifra. Baumann hizo un gesto apaciguador, pidiendo calma en silencio.

– Lo tienen ustedes -dijo Kalverstat con sequedad y colgó.

Piet levantó la mirada hacia Baumann. Había en sus ojos sorpresa. Sin saber bien qué hacer, se quedó quieto con el auricular en la mano.

– La Haya -dijo el técnico con voz alterada, pegándose una palmada en el muslo-. Aj, demasiado tarde.

– ¿Cómo dice? -preguntó Piet.

– Llamaban desde una cabina telefónica de La Haya -contestó el técnico sin levantar la vista de los diales de sus aparatos. Alargó el brazo derecho, bajó una clavija y repitió la información, esta vez por el micrófono, dando con precisión el número de teléfono que se trataba de localizar.

12.30

– Sobre todo, no pierda usted la calma -dijo el comandante Baumann-. Sabemos que van en serio de veras, pero… esto… este envío tan… tan macabro -carraspeo- quiere decir que su hermano está vivo… Aunque no le voy a esconder que corre grave peligro.

Piet van de Wijn se sentía muy mal. Unos minutos antes, casi con toda exactitud a las doce del mediodía, un policía de uniforme (de los que por discreción permanecían siempre en el interior de la casa) había entregado el sobre de papel de estraza al comandante. Le pareció una humorada macabra que fuera de papel re-ciclado. El sobre tenía la parte superior rasgada: los artificieros, en un siniestro instante de ironía objetiva, habían comprobado su contenido para evitar sorpresas desagradables. Baumann lo había entreabierto y, palideciendo, lo había devuelto al policía.

– Que lo examine el forense -había dicho en voz baja.

Después, pese a explicarle Baumann su contenido, Piet había insistido en verlo.

El teléfono sonó a las doce y media. Piet lo descolgó.

– Van de Wijn -dijo.

– ¿Piet?

– ¡Son ustedes unos miserables!

– Cállese -dijo Christiaan interrumpiéndole-. La vida es dura, ya lo ve usted -añadió con tono más amable-. Así comprobarán que no estamos de broma y se ahorrarán la tentación de hacer tonterías inútiles que harían peligrar la vida de Kees. Paguen rápidamente el rescate y la vida de su hermano correrá menos peligro.

– Pero…

– No me interrumpa más. -De pronto, la voz del secuestrador se hizo más distante y su timbre, más metálico; Baumann, que escuchaba la conversación por un auricular supletorio, levantó la cabeza y miró al técnico; éste hizo un gesto negativo-. Usted y yo sabemos que la familia Van de Wijn tiene fondos sobrados para hacer frente al rescate. No hay banco en Holanda que les niegue lo que ustedes pidan, Piet. -Kalverstat hablaba con mesura pausada, como si se tratara de acordar una transacción comercial-. La mitad de la cantidad que exigimos, es decir, dos millones y medio de dólares, será reunida en diamantes, cada uno de los cuales tendrá un peso máximo de ocho quilates. La otra mitad…

– Está en Alkmaar -dijo el técnico, hablando en voz baja por el micrófono-. Una cabina telefónica, como siempre…

– … es decir, otros dos millones y medio de dólares, estará compuesta por 72 kilos de heroína turca del 82 por ciento de pureza…

Piet van de Wijn exhaló con violencia.

– ¡Pero es imposible! -exclamó.

– Un coche está llegando a la cabina… -dijo el técnico sin alterar su tono monocorde.

– … Tiene exactamente cuarenta y ocho horas para reunir los diamantes. Le llamaré pasado mañana a esta misma hora para darle las instrucciones de entrega de esta primera mitad…

– … Tienen la cabina a la vista… Han entrado en sentido contrario para que no escapen…, pero, un momento, no hay nadie…

– … En cuanto a la otra mitad, vaya usted obteniendo… Oiga, oiga… -Otra voz distinta empezó a hablar-: ¿Comandante Baumann? Soy el oficial Kerdal de la patrulla móvil…

Baumann le quitó el auricular a Van de Wijn.

– Diga, dígame, Kerdal.

– Estamos a la salida de Alkmaar, señor, a cuatro kilómetros del comienzo de la autopista A9, en la primera área de descanso. Hay una cabina telefónica. Tenemos un magnetófono que estaba funcionando cuando llegamos.

– ¿No había nadie?

– Nadie, señor. El aparcamiento estaba completamente desierto.

Baumann dio un gruñido.

– Está bien -dijo-. Tráiganme la cinta a toda velocidad.

16.30

El comandante Baumann miró fijamente a Anneke. Era de verdad una espléndida criatura, de trazos delicados y piernas finas y largas. El pelo, una cascada de oro que le caía sobre el hombro derecho, le tapaba casi por completo un ojo muy azul. Pero tenía las facciones pálidas y miedo en la mirada. Baumann había visto esa expresión de susto muchas veces en su vida: un interrogatorio policial siempre produce miedo, incluso al más inocente, porque el mero hecho de enfrentarse a unas preguntas relacionadas con un crimen desasosiega y angustia. Nunca da tiempo a simultanear una respuesta que se pretende coherente con la busca acelerada de las razones que parece tener la policía para conectar al interrogado con el delito. Al interrogado la da la sensación de que para convencer de la propia inocencia toda respuesta debe ser clara y concisa y debe situarle a uno a cuatrocientos kilómetros del crimen.

El comandante sabía que, a menos que apareciera alguna contradicción escandalosa en lo que estaba contando Anneke, era imposible deducir su culpabilidad o su inocencia. Imposible. Esto era lo que más le disgustaba de su profesión: pasarse la vida moviéndose entre incógnitas, teniendo que dar palos de ciego para anticiparse al siguiente movimiento del delincuente. Imposible.

Asintió despacio.

– Y usted, aparte de ver al señor Van de Wijn una vez a la semana, ¿qué más hace?

Anneke abrió mucho los ojos y se mordió el labio inferior.

– La verdad es que poca cosa. Termino mi licenciatura en la universidad…, ya sabe, aquí al lado.

– ¿Licenciatura?

– Sí. De español…, de lengua y literatura española.

– ¿Ah?

Anneke se encogió nerviosamente de hombros.

– Quiero que me comprenda usted, señorita Frils. No estoy juzgando su vida privada. Lo que usted haga con ella es asunto suyo. Sólo me veo en la obligación de averiguar todo lo que pueda sobre usted porque está íntimamente comprometida con una persona que ha sido secuestrada y por la que unos desaprensivos piden un elevadísimo rescate.

Baumann hizo un gesto de disgusto y resopló. Miró una vez más a su alrededor. Se encontraban en el diminuto salón de la casa de Kerkstraat, una habitación amueblada con exquisito gusto, un refinamiento que compaginaba mobiliario moderno con maravillosas piezas antiguas. Dos únicos muebles sobresalían de entre los cómodos sofás tapizados en chintz de flores y las dos mesas de hierro y cristal: una silla Chippendale de caoba rubia, colocada entre dos ventanas, y una delicada mesilla Queen Anne sobre la que en un jarrón panzudo de plata sin labrar había un gran ramo de flores de mil colores primaverales. Una lámpara Tizio daba luz a un pequeño cuadro de Albert Cuyp que representaba una escena de invierno en un canal helado de Dordrecht. Baumann suspiró.

– ¿Existe en su vida alguna otra persona a la que esté sentimentalmente ligada?

Anneke dudó un instante.

– No -dijo por fin.

Me está mintiendo, pensó el comandante; mira que si por una vez resolvemos un caso en poco tiempo.

– Quiero decir cualquier persona que no tenga nada que ver con nada de todo esto pero a la que usted trate de forma regular.

– No -repitió Anneke-. Bueno, tengo compañeros de la universidad, algunos amigos…, ya sabe…, gente así. Pero no…

– Entiendo. Yo… señorita Frils…, ¿le importaría que registráramos la casa?

– ¿Ahora?

– Pues sí, ahora.

– ¿Para qué? ¿Está usted sospechando de mí?

– ¡No, no! -contestó Baumann sonriendo y levantando las manos con las palmas hacia afuera, como si la mera idea de sospechar de tan adorable jovencita le pareciera ridícula-. No, no, no. Pero, qué sé yo, puede que encontremos algo que revele alguna cosa, alguna razón por la que los secuestradores se decidieron por Kees van de Wijn y no por otra persona… No sé. Es urgente que encontremos alguna pista, algo. -Se quedó pensativo-. ¿Sabe usted que los secuestradores han enviado un dedo cortado de Kees a su familia?

Anneke palideció y se llevó una mano a la boca. Luego, sin poder articular palabra alguna, se levantó de golpe y salió corriendo hacia el cuarto de baño.

En el pequeño vestíbulo de la casa, el inspector Jongman dijo al comandante:

– Qué bárbara, ¿no? Se lo ha tomado muy mal.

– Claro, ¿cómo se lo va a tomar, hombre de Dios? Le hemos dado un susto de muerte. En fin, no creo que vayamos a encontrar nada, si es que hay algo que encontrar en la casa. De todos modos, le voy a volver a pedir permiso para que usted se dé un paseo por las ciones de arriba.

– Sí, señor.

– Y no me la pierdan de vista.

– No, señor.

17.05

La Bolsa de Diamantes es un gran edificio de ladrillo en la Weesperstraat, la arteria que cruza el barrio judío de Amsterdam y que corre paralela al río Amstel. Parece una sinagoga. Sus instalaciones, pasadas de moda, siguen en pie por respeto a la tradición, pero las grandes transacciones comerciales se llevan a cabo en un edificio contiguo más pequeño y bastante más moderno, que ofrece unas condiciones de seguridad más ajustadas a las necesidades del mundo de finales del siglo XX.

En uno de los despachos de la quinta planta del edificio nuevo estaban reunidos Piet van de Wijn y el joyero Aaron Leontieff.

Nada en aquel despacho resultaba superfluo: cuatro paredes enteladas de gris, moqueta gris perla en el suelo y un gran ventanal, ahora tapado por unas venecianas blancas, que daba sobre la Weesperstraat. En la pared de la derecha, una gran fotografía enmarcada de un artesano cortador de diamantes en el momento de asestar con su escoplo el golpe seco que partirá la piedra preciosa en dos; se apreciaba en sus ojos, magnificados por la ampliación, la absoluta concentración del que sabe que un error destruirá sin remedio centenares de miles de dólares.

En el centro de la habitación había una mesa cuadrada de dimensiones regulares enteramente tapizada de terciopelo negro. Sobre ella, luciendo desde el techo, un potente haz de luz halógena creaba una circunferencia luminosa de unos cincuenta centímetros de diámetro. En una esquina de la mesa sobre un cenicero de cristal de roca humeaba un delgado puro holandés dejado minutos antes por Piet. Se consumía con lentitud mientras la ceniza se deslizaba como un gusano de arandelas grises por las paredes transparentes.

Los únicos dos ocupantes del despacho estaban sentados frente a la mesa y miraban fijamente la circunferencia iluminada sobre la que refulgían, separados en tres montones iguales, un centenar de brillantes de tamaño bastante homogéneo. Ninguno pesaba más de cuatro quilates y menos de uno. Despedían un resplandor intenso hecho de mil chispas blancas, amarillas y azules.

– Aquí los tiene -dijo Aaron Leontieff-. Doscientos veinte quilates. Treinta diamantes de cuatro quilates, treinta de dos, cuarenta de uno. Todas las piedras son originarias de Kimberley y son de primera calidad. En su mayoría son River, es decir, blanco-azul e internamente perfectas.

Piet alzó la cabeza y miró a Leontieff. El joyero llevaba gruesas gafas de concha. Sobre el cristal derecho estaba atornillada una pequeña lente cilíndrica de aumento que Leontieff hacía girar hacia abajo para examinar las piedras y alzaba hacia las cejas para hablar coa su cliente. El reflejo de los diamantes en los cristales de las gafas era tan vivo que no podían distinguirse sus ojos.

– En una transacción tan grande naturalmente destinada a fines especulativos -dijo, mirando a Piet sin asomo de curiosidad-, las piezas excesivamente grandes tienden a estropear el mercado. Como usted sabe, el precio del quilate varía dependiendo del tamaño de la piedra. Dicho en otras palabras, un diamante de cinco quilates no vale lo que cinco de un quilate, sino más o menos el equivalente de diez o doce.

Leontieff abrió un pequeño cajón que estaba en el costado de la mesa más próximo a él y extrajo un rectángulo de terciopelo marrón, que dejó en una esquina, y varias hojas de papel de seda. Con rapidez preparó diez pequeños paquetes rectangulares de papel de seda. Cada uno contenía diez brillantes. Terminada esta operación, arrastró el rectángulo de terciopelo hacia el centro de la mesa, lo alisó y dispuso sobre él los envoltorios. Cerró el rectángulo como si se tratara de un sobre.

– Esto es todo -dijo. Empujó el paquete hacia Piet-. Son dos millones y medio de dólares.

18.00

A Anneke le parecía que el calor era insoportable en el interior de la cabina telefónica. Se encontraba en el vestíbulo del hotel Hyatt, a pocos metros del Rijksmuseum, y llevaba diez minutos esperando con impaciencia a que el teléfono al que llamaba dejara de comunicar.

El inspector Jongman, sentado en un pequeño automóvil aparcado unos metros más atrás de la entrada principal del hotel, observaba a Anneke a través del gran ventanal del vestíbulo. Había encendido su segundo cigarrillo y, con el índice de la mano izquierda, golpeaba rítmicamente en el volante, con mal contenida frustración.

– ¡Ah, qué tonta! -exclamó.

Haciendo palanca con los dedos corazón y pulgar, lanzó el cigarrillo hacia el centro de la calle por la ventanilla abierta.

Dentro del hotel, Anneke colgó por sexta vez el teléfono, se volvió y dio unos cuantos pasos rápidos hacia el quiosco de los periódicos. Se detuvo de golpe y dirigiendo una distraída sonrisa a un botones que la miraba sin disimular su admiración, terminó de recorrer la distancia que la separaba del quiosco forzándose a andar despacio. Cogió una revista de modas y la hojeó sin mirarla. Al cabo de un momento, dejó la revista en el estante del que la había cogido y regresó a la cabina telefónica.

El inspector Jongman hinchó los carrillos y se cuadró en el asiento del coche. Anneke descolgó el auricular y marcó nuevamente el número.

– Diga -respondió una voz masculina cautelosamente.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó precipitadamente Anneke-. ¡Por fin, Dios mío!… Necesito…

– Se ha equivocado de número -le contestaron.

La línea quedó muda. Anneke bajó la cabeza con desánimo, hasta que recordó que tenía que utilizar una contraseña para indicar que estaba sola y nadie escuchaba la conversación. Volvió a marcar.

– Soy Nekele. No cuelgues, por favor.

– Tranquilízate, anda -dijo Christiaan Kalverstat-. Tranquilízate. Ydime qué te pasa…

– ¡Dios mío, Chris! -dijo Anneke con tono histérico-. Ha estado la policía en casa… Yo… ¿Qué le habéis hecho a Kees?

– Cálmate, Nekele, anda. Cálmate… Sabíamos que la policía iba a visitarte, ¿no?

– Sí, sí, pero…, seguro…, seguro que me han visto en la cara…

– ¡Tonterías! ¿Desde dónde me llamas?

– Desde el Hyatt.

– No te han seguido. -Un tono ligeramente más seco.

– No, claro que no… De verdad…, me he fijado. Pero, Chris…, tengo miedo… Por Dios, dime lo que le habéis hecho a Kees.

– No te preocupes de nada, anda. No le hemos hecho nada a Kees. Está bien. ¿Por qué?

– … Es que los policías me han dicho que le habéis cortado un dedo. -Anneke respiró hondo-. ¿Por qué?

Kalverstat rió con suavidad.

– ¡Qué tontería! Son cosas que dicen los policías para desconcertar…, a ver si te pillan en algún renuncio. No hagas ni caso. No es verdad, mujer. -Rió nuevamente-. ¿Cómo vamos a hacerle semejante salvajada a nadie? Ya sabes que a Hank la sangre le pone enfermo… y, además, mira, Kees es nuestra inversión para el futuro. ¿Para qué diablos vamos a tirarla por la borda? ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dijo Anneke en voz baja.

– Bueno. Te han visitado los policías, ¿no? -Kalverstat guardó silencio un instante y, al ver que Anneke no contestaba, dijo-: ¿Estás ahí?

– Sí, sí. Sí, me han visitado los policías… Me han hecho preguntas, y yo…

– … les has contestado lo que acordamos.

– Sí. Pero me da miedo. -Se llevó la mano a la mejilla. Jongman, desde el coche, frunció el ceño-. Chris…, yo…, ¿cómo está Kees?

– No te preocupes por él, anda. Está perfectamente. Mira, Nekele, te tienes que tranquilizar. ¿Necesitas algo?

– No, no. Tengo, de verdad. -Pensando en la jeringuilla y la pequeña botella de polvo blanco escondidas en el compartimento de verduras de la nevera, Anneke respiró profundamente-. Tengo.

– Pues tienes que tirar todo lo que tengas al canal. Sería catastrófico que encontraran algo. Yo te daré más después.

– Chris, por Dios… Estoy asustada.

Hablaba entrecortadamente.

De pronto, se le hizo muy viva la imagen de la jeringuilla, esperándola con sus promesas de escalofríos y orgasmos en los pechos y en los hombros y en los muslos, con la subida de la savia por los costados de la garganta. Quiso colgar y salir corriendo. Sacudió la cabeza, haciendo un esfuerzo para concentrarse.

– Chris, yo… Me pidieron permiso para registrar la casa.

– También sabíamos que te lo iban a pedir, ¿no? Cálmate, de veras, que no hay por qué alarmarse…

– Me da miedo. ¿No…, no podríamos…, no podría irme contigo? -suplicaba-. Sólo por esta noche. Me sentiría tan bien…

Kalverstat guardó silencio durante unos instantes.

– Está bien -dijo por fin-, está bien. Pero, por si acaso te sigue la policía, tenemos que hacerlo bien, ¿eh? -Sonrió-. A las nueve, te vas a ir al hotel Krasnapolski, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Como sabes, se puede llegar al aparcamiento subterráneo del hotel desde el mismo vestíbulo. Al entrar, haz como si fueras al lavabo. Vete de prisa y, al pasar por delante del tocador de señoras, sigue sin detenerte hasta el fondo del pasillo. Tuerces a la derecha y en seguida te topas con la puerta del aparcamiento. Da tres golpes con los nudillos. Yo estaré esperando detrás de la puerta y te abriré. Como para abrirla desde el hotel hace falta tarjeta del aparcamiento o una llave de habitación, si te sigue alguien, no podrá pasar, porque yo cerraré en cuanto tú hayas pasado. Nick mantendrá abierta la puerta de la calle para que salgamos con el coche. La policía tendría que dar toda la vuelta a la manzana. Ni en un millón de años les daría tiempo…

Rió con suavidad.

A Anneke, ese horizonte, que incluía una inyección a los pocos minutos y una noche a salvo en los brazos de Kalverstat, la calmó de golpe. Respiró profundamente.

– A las nueve -prometió.

No se le ocurrió pensar que su desaparición sería la confesión implícita de su culpabilidad… y de la de Kalverstat, si ella regresaba y la policía conseguía establecer alguna conexión entre ambos.

Al inspector Jongman, viéndola colgar el teléfono, darse la vuelta con aire relajado y dirigirse hacia la salida del Hyatt con paso lánguido, no se le ocurrió preguntarse qué contenido podía haber tenido la conversación telefónica para haber conseguido calmarla de modo tan completo. Dejando que su mirada acariciara los largos muslos de Anneke, pensó, más bien, en que le gustaría desnudarla y cubrirla de caricias en la bañera que había visto en la pequeña casa de Kerkstraat. Se inclinó un poco para verla mejor. Tal vez la secaría después con una toalla rosa muy grande y le apilaría la melena sobre la cabeza y haría un lazo para que no se escapara más que algún mechón rebelde a rozarle las clavículas. Sacudió la cabeza y, saliendo del coche para seguir a Anneke, se frotó el estómago con viveza y exhaló dos o tres veces para que le amainara la ola de sensualidad que lo tenía agarrado por la garganta.

21.00

Anneke se bajó del taxi con cierta placidez lánguida. Se encontraba bien y tenía la sensación de que si se empeñaba sería capaz de echar a volar. Rió y luego, como le pareció escandaloso reír sola, se tapó la boca con una mano. Miró con ojos traviesos y sensuales al portero del Krasnapolski, que, abierta la puerta del automóvil, la contemplaba con una sonrisa expectante. Puso un pie en la acera con gran cuidado.

– Buenas noches -dijo saliendo por fin del taxi.

– Buenas noches, señorita -contestó el portero.

Con galantería, le había ofrecido una mano para ayudarla a incorporarse. Casi al mismo tiempo, el inspector Jongman, con la cabeza girada hacia atrás para no perderse la escena, se bajó del coche de la policía. Su conductor se había detenido veinte metros más allá de la entrada del hotel, en el costado derecho de la plaza, frente a los almacenes De Bijenkorff.

Anneke, sonriendo aún, subió los tres o cuatro peldaños de la entrada del Krasnapolski, esperó a que se abrieran las puertas automáticas, las franqueó y sin detenerse atravesó el vestíbulo, dejando los mostradores de la recepción a su derecha.

En la plaza, Jongman dio paso a dos coches con urgentes gestos de su mano derecha y se coló delante de un autobús de turistas, justo a tiempo de ver cómo en el interior del edificio Anneke se dirigía hacia el pequeño bar que queda a la izquierda del vestíbulo. No se detuvo allí, sin embargo, sino que siguió pasillo adelante hacia los servicios de la planta baja. Jongman alcanzó a verla desaparecer por el pasillo. Se detuvo sin decidirse a seguirla. Se rascó la oreja y dio un par de pasos titubeantes. «Bah», murmuró. Si la estrategia consistía en poner nerviosa a Anneke Frils y forzarla a hacer alguna tontería que la delatara, igual daba que se percatara ahora que más tarde de que la estaban siguiendo.

Se encaminó hacia el pasillo con decisión, pero cuando llegó a la puerta de los servicios de señoras se detuvo y resopló sin saber qué hacer.

Unos metros más allá, oculta por el recodo del pasadizo, Anneke dio con los nudillos en la puerta de salida al aparcamiento del hotel. Como le había dicho Christiaan, para acceder al aparcamiento desde el interior del Krasnapolski es necesario tener una llave de habitación del hotel o la tarjeta del aparcamiento mismo. Dentro del garaje, las puertas de acceso a la calle son pesadas persianas metálicas que sólo se levantan cuando se introduce la tarjeta en la máquina de control, tras haberse pagado el tiempo de aparcamiento. Mientras dura la operación de apertura, el cajero vigila por un circuito interior de televisión. El aparcamiento del Krasnapolski es sin duda el más seguro de todo Amsterdam, una ciudad en la que la afición por la propiedad ajena, en especial cuando la propiedad ajena está depositada en el interior de un automóvil, es incluso superior a la de los merodeadores madrileños.

Las condiciones de seguridad del Krasnapolski le jugaron la peor pasada posible a Anneke. Un garaje menos hermético hubiera permitido al inspector Jongman seguirla hasta su interior y tal vez salvarle la vida. Aunque, para ello, el policía habría tenido que ser de reflejos más rápidos que de los que hizo gala durante toda la operación. Durante unos minutos, Jongman estuvo detenido frente a la puerta de los servicios de señoras sin decidirse a hacer nada. Mirando por fin a derecha e izquierda, se decidió a seguir pasillo adelante. Cuando llegó al recodo y vio la puerta del aparcamiento, brillantemente pintada de amarillo y rojo e iluminada por un pequeño foco, se acercó a ella e intentó empujarla. La puerta no cedió.

Jongman se mordió los labios, la empujó una vez más sin éxito, se dio la vuelta y regresó con rapidez a los servicios.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó en voz alta.

Como nadie le contestaba, abrió la puerta por completo, miró a su alrededor, se dio un manotazo en el muslo y salió corriendo hacia la entrada principal del hotel. Su coche estaba detenido frente a la entrada y el conductor, sentado sobre la aleta izquierda, fumaba tranquilamente un cigarrillo.

– ¡Rápido, rápido, rápido! -gritó el inspector-¡Vamos! A la parte de atrás. Vamos.

Mientras tanto, Christiaan Kalverstat, que esperaba en el interior del aparcamiento, había abierto la puerta para que Anneke pasara. Tras cerrarla, dejó que Anneke se refugiara en sus brazos riendo con alivio. Christiaan, un hombre joven, alto y rubio, tenía los ojos muy azules y una sonrisa candida y alegre.

– ¡Oh Chris! Gracias a Dios -exclamó Anneke.

– Vamos, Nekele. No te entretengas -dijo Christiaan, arrastrándola cariñosamente hacia el Mercedes, que con el motor en marcha esperaba en el carril de salida. Se sentó al volante mientras Anneke ocupaba la otra plaza delantera.

Al mismo tiempo, Nick Kalverstat, que esperaba junto a la máquina de control, introdujo en ella la tarjeta. También sonreía. La persiana metálica empezó a subir y Christiaan apretó el acelerador con suavidad. Sólo se detuvo un instante para que Nick subiera al coche.

– Nekele, tápate la cara si puedes… La policía… -Anneke lo miró con sorpresa-. Sí, sí… Te venían siguiendo… No creo que les haya dado tiempo a dar la vuelta al hotel, pero es mejor que seamos precavidos.

Muy despacio, el Mercedes se asomó al Voorburgwal, la estrecha calle que bordea el canal. A esa hora de la noche estaba llena de gente que paseaba, de coches, camionetas y motos que, apretujados contra las paredes de las casas, avanzaban con lentitud, despidiendo destellos rojos, azules, verdes y amarillos, reflejo de los neones de bares, escaparates y casas de mala nota. Sonriendo y levantando la mano para agradecer a quienes lo dejaban pasar, Christiaan deslizó el Mercedes entre una camioneta Volkswagen y un Toyota. Cincuenta metros más allá torció a la derecha por Damstraat y volvió al Dam.

– No te muevas -dijo.

En aquel mismo instante, el inspector Jongman salía corriendo del hotel y se montaba en un Volvo cuyo conductor, sobresaltado, tiraba a la calzada el cigarrillo que estaba fumando, abría la portezuela y tras poner el motor en marcha, arrancaba en dirección contraria.

– Bueno -dijo Christiaan-, ya está.

Nick rió su cacareo histérico y Anneke se sobresaltó. Nick no le gustaba nada. Le inspiraba repugnancia y algo de miedo, con su nariz afilada y las mejillas picadas de antiguo acné juvenil; tenía las manos grandes y huesudas, toscas, con las uñas comidas y los nudillos rojos por la mala circulación. Le parecía imposible que pudiera ser hermano de Christiaan.

– Cállate, Nick -dijo Christiaan con tono paciente-, anda, que pareces una gallina. -Miró a Anneke y se encogió de hombros levantando las cejas con resignación, como quien sufre una lata que no tiene más remedio que aguantar con resignación cristiana-. Qué quieres que te diga. Es un pesado, ya sabes, pero es buen chico.

El Mercedes enfiló el Rokin en dirección al hotel Europa y a Vijzelstraat. La noche era clara y estrellada. Por primera vez desde el comienzo de la primavera traía consigo aromas de verano que aquietaban el aire apacible de los viejos canales casi sombríos.

CAPITULO III

SÁBADO 23 DE MAYO

10.00

Entre Gouda y Oudewater, cruzan el campo holandés un sinfín de canales que discurren con ritmo lento por entre orillas de hierba y maleza. Hay docenas de caminos y carreteras comarcales que, al contrario de lo que ocurre con las vías más importantes, casi siempre construidas en la cresta de los diques, siguen la rasante del agua. Más que canales, son riachuelos artificiales que bordean diminutos pueblos de nombres sonoros, como Ijsselstein, que quiere decir piedra de hielo, o Zeven-huizen, que quiere decir siete casas, o interminables hileras de chalés, todos iguales o, detrás de setos y muros de ladrillo, castillos neogóticos, con almenas y tejadillos puntiagudos, hechos de madera y pintados de rojo. Hay tramos de pronto sombreados por enormes sauces y, en la revuelta de un canal, sobre una pradera abombada sembrada de jacintos y tulipanes, se yergue un belvedere romántico, desde cuyas cristaleras puede mirarse a lo lejos en una tarde de aguacero en primavera.

En alguno de los canales, el agua se remansa en un recodo o en el reflujo de un pequeño dique y se cubre de vegetación y musgo. Frente a cada casa, amarrado a un diminuto embarcadero, siempre hay un bote de remos. En ocasiones, delante del embarcadero hay una verja, que de vez en cuando es de elaborada forja; sirve de portón y, entonces, la barca es amarrada detrás de él. Puentecillos de diversa hechura cruzan el canal desde la carretera para permitir el acceso de coches a las casas.

Como cada sábado y cada domingo de primavera, con las mañanas claras y el rocío aún reciente, los hermanos Leuk, dos gemelos de once años, subidos en un pequeño bote de remos, recorrían lentamente el canal, intentando pescar cualquier cosa para el almuerzo. Jugaban su juego con concentración, lanzando el sedal con parsimonia y esperando que su paciencia fuera recompensada. Siempre pescaban algún bicho incomestible y sólo muy de tarde en tarde caía un barbo perezoso. La del barbo, sin embargo, era una operación complicada porque, para que picara, los gemelos tenían que recorrer remando la mayor parte del pequeño canal, siguiéndolo hasta su desembocadura en la laguna que hay al otro lado de las casas y adentrándose en ella en pos de la corriente más fresca. Las lagunas, tan extensas que a veces parecen lagos, nunca son demasiado hondas; pocas veces rebasan el metro de profundidad. Como casi todas las vías de agua en Holanda, son producto de la industria humana dedicada, en este caso, a la excavación de turba, el secular combustible de las poblaciones rurales pobres.

Para llegar hasta la laguna, los gemelos tenían que doblar un recodo en el que el agua, casi pantanosa, se había recubierto de una capa que se hubiera dicho espesa de musgo. Pura ilusión óptica, porque la vegetación era tan superficial que la mera inmersión de un dedo la apartaba y alborotaba, aunque, extraída la mano, se volviera a cerrar de inmediato sobre sí misma, recobrando su aspecto denso y consistente.

– Espera -dijo Jan Leuk-. Se me ha enganchado el sedal y… -añadió con esfuerzo, poniéndose de pie en la barca para tirar mejor-: no puedo…

Su hermano, Cristóbal, dejó de remar y miró hacia donde desaparecía el sedal.

– Pero ¿qué es, Janny?

– Y yo qué sé… Será… un cartón, porque parece como blando…

– Y el capitán Akab -entonó Cristóbal-, agarrado al cable que sostenía el arpón, tiraba con todas sus fuerzas, empeñado en una lucha a muerte con la bestia mar… -Había ido hablando cada vez más despacio hasta que se calló. Con los ojos muy abiertos, levantó la mano y señaló hacia el agua-. Janny -dijo por fin en voz baja.

El sedal había cedido y, por entre el musgo de la superficie del agua, de repente había aflorado, flotando como si fuera un corcho, una mano muy blanca. El pequeño anzuelo había atravesado el dedo meñique por su costado exterior.

Jan Leuk dio un gemido y de golpe tiró toda la bobina del sedal al agua, mientras Cristóbal, con un empujón incierto sobre los remos, acostaba la barca a la orilla.

Sin amarrarla, muertos de miedo, ambos chicos saltaron a la hierba y salieron corriendo en dirección a su casa.

Entraron en tromba en la cocina, en donde, de espaldas a la puerta, su madre preparaba la comida. Cristóbal sollozaba, incapaz de hablar, mientras Jan, muy pálido, no dejaba de gemir, señalando hacia el canal.

– Pero ¿qué os pasa, niños?

La madre esbozó una sonrisa.

– Estáis como si hubierais visto un fantasma. -Pero, comprendiendo que algo iba muy mal, dejó de sonreír-. ¿Qué ha pasado? -preguntó levantando la voz con angustia.

Como los dos niños sollozaban cada vez con más apuro y miedo, dejó sobre la repisa el cuchillo y la patata que estaba pelando, volvió a fruncir el ceño, miró alternativamente a uno y otro y, con voz ya tranquila, dijo:

– Vamos.

Tres minutos más tarde regresaba corriendo a la cocina. En la mano llevaba un pañuelo que apretaba firmemente contra la boca. Estaba muy pálida. Se acercó al teléfono de pared, lo descolgó, marcó tres números y esperó. Jadeaba.

– Oiga, ¿oiga? ¿Policía?

Se pasó el pañuelo por la frente y se secó el sudor como si utilizara un tampón.

– ¿Quiere usted hablar con la policía? -preguntó una voz tranquila.

– Sí, sí, por favor, póngame con la policía. Es urgente…, muy urgente…

– Un momento, por favor.

Se oyó cómo, al otro lado del hilo, marcaban otro número y, al momento, una señal de llamada.

– Policía. ¿En qué podemos ayudarle?

– Oiga, policía, por favor, necesito ayuda…

– Dígame.

– En el canal enfrente de casa hay un muerto… Qué horror… No sé… Vamos, es una mano…

– Por favor, tranquilícese y dígame cómo se llama y dónde vive.

– ¿El muerto? -preguntó titubeando-. Yo…, la verdad, no sé.

– No, señora. Quiero decir que cómo se llama usted, claro.

– Ah bueno, qué tonta soy, ¿no? Madelein Leuk… Quiero decir que me llamo Madelein Leuk…Vivimos en Dijkstraat 80, Haastrecht. Por Dios…

– Dígame lo que ha pasado, por favor.

– Mire, yo creo que hay una persona muerta en el canal, enfrente de casa. Sólo se ve una mano flotando, pero me parece que…, me parece que debe de estar muerta.

– ¿Sólo se ve una mano? ¿Está usted segura?

– Sí, sí, ¡cómo no voy a estar segura! La he visto con mis propios ojos.

– ¿Lo ha descubierto usted?

– No, no. Han sido los niños.

– Muy bien. Por favor, no toquen nada… Creo que será mejor que se queden ustedes en casa. En seguida mandamos un coche.

La agitación carga el aire de electricidad y la tensión de un drama incipiente se respira como si las gentes, con un repentino sexto sentido, fueran capaces de husmear el cambio en la rutina diaria. A lo largo del canal, en los últimos minutos, se habían ido abriendo puertas y los vecinos habían empezado a asomarse, preguntándose extrañados qué podría estar causando tanto silencioso alboroto y tanta alteración de la paz en una mañana de sábado. Inmóviles en el quicio de la puerta de entrada a sus casas o asomados al canal o acercándose a pasitos hacia la casa de los Leuk, los habitantes de Dijkstraat en el pequeño pueblo de Haastrecht, en el mismo centro de Holanda, empezaban a participar sin saberlo en una tragedia de mucho mayores proporciones que el desafortunado e infrecuente descubrimiento de un cadáver. Luego, con un repentino golpe de orientación colectiva, los más se arremolinaron en torno al recodo del canal por entre cuya vegetación asomaba muy blanca, muy inmóvil y terriblemente siniestra, la mano frágil del cadáver. Parecía un molde de yeso solitario, enganchado por el dedo meñique a un anzuelo y posado con delicadeza sobre una alfombra de terciopelo verde.

De golpe, como si se tratara de una representación teatral bien ensayada, del grupo de veinte o veinticinco personas apretujadas en torno al recodo del canal se elevó un coro de exclamaciones de horror o de repugnancia o de miedo y poco después la mayoría de las mujeres empezó a apartarse con espanto del lugar, arrastrando tras de sí a hijos y en algún caso a maridos. Una anciana voluminosa, vestida a la antigua usanza campesina, con traje largo, blusa de encaje y un elaborado pañuelo almidonado puesto sobre el moño, tenía las dos manos apretadas contra las mejillas y, sin parar, repetía:

– Oh Gott, oh Gott.

Muy poco después, apenas unos minutos más tarde, un coche de la policía se detuvo sin ruido frente a la casa de los Leuk, al otro lado del canal. Sus ocupantes, dos hombres de uniforme, se bajaron de él. Las ventanillas del automóvil estaban abiertas. De su interior procedía el ruido característico de la carga estática de la radio y, de vez en cuando, la voz monocorde de la operadora recitando instrucciones como una letanía.

Uno de los policías dio dos o tres pasos sobre el puentecillo. Desde el otro lado de la cancela, Madelein Leuk lo miraba fijamente. Aún llevaba el pequeño pañuelo blanco apretado contra la boca.

– ¿Señora Leuk? -dijo el policía-. ¿Puede dejarme pasar, por favor?

– Sí, sí, claro -contestó Madelein Leuk, quitándose el pañuelo de la cara y dirigiéndose a abrir con premura la cancela-. Pase, por favor… Es… allí -añadió señalando con dedo incierto hacia el recodo del pequeño canal.

Los policías se dirigieron rápidamente hacia el lugar. Viendo la mano que asomaba por encima del agua, se miraron y uno de ellos dio un silbido.

– Apártense de aquí, por favor -dijo después con voz firme a cuantos presenciaban la escena-. Por favor, retírense y vuelvan a sus casas. Será mejor… Y, por favor, hagan que sus hijos permanezcan en casa.

Su compañero, mientras tanto, había vuelto al automóvil y, micrófono en mano, hablaba con su central, describiendo la escena y pidiendo que le enviaran unidades de refuerzo, una ambulancia, buceadores, camilleros, todo cuanto se le iba ocurriendo para hacer frente a esta emergencia desacostumbrada.

– Vaya mañanita -dijo en voz baja.

– ¿Cómo dice, 174? Hable más alto, por favor.

– No, no es nada, control… Perdón.

Como única respuesta, el altavoz del coche crujió con estrépito.

Cuarenta minutos más tarde, los buceadores de la policía habían extraído del canal el cuerpo de Anneke Frils. Había sido necesario desenredarle de la cintura una gruesa cuerda que, a su vez, sujetaba la pesada piedra que retenía el cadáver en el fondo del canal. Anneke iba vestida como la noche anterior y sus facciones, aunque reconocibles, estaban ya grotescamente deformadas por efecto de la prolongada inmersión.

14.00

– Aquí están, comandante -dijo el joven policía de uniforme y entregó al comandante de la policía de Utrecht un grueso sobre de papel de estraza.

Sin decir palabra, el comandante cogió el sobre y se dirigió a su despacho. Una vez allí, lo abrió y extrajo de él un montón de fotografías. En todas aparecía, retratado desde distintos ángulos, el cadáver de Anneke.

– ¿Quién eres? -murmuró el comandante-. En algún sitio te están echando de menos, ¿eh? -Luego, levantando la voz, preguntó-: ¿Sabemos algo más de ella…? ¿Hermann?

– No, comandante -contestó el sargento de guardia asomándose a la puerta del despacho de su superior-. Absolutamente nada.

– ¿Desaparecidos?

– Ninguno que concuerde con su descripción… Debe de haber sido una guapa mujer y digo yo que no pasaría desapercibida… Claro que si es persona que vive sola, quiero decir, vivía sola o viajaba mucho o algo así, puede ocurrir que nadie la eche en falta hasta dentro de bastante tiempo.

– Hmmm…, o hasta el lunes en su oficina, por lo menos.

– Sí, señor.

– Y además, depende de por qué la mataron… Un marido engañado, un amante despechado. Para mí, que esto es un crimen pasional. -Dio un gruñido-. ¿Causa de la muerte? -preguntó, acercándose mucho una de las fotos a la cara.

– Nada, hasta que no tengamos los resultados de la autopsia. Caramba, supongo que, con esa piedra alrededor de la cintura, se ahogó, ¿no?

– Eso pienso yo también. Vamos, que no hay señales de violencia previa. Pero ¿por qué…? Quiero decir, ¿por qué te van a acabar tirando a un canal perdido en el centro de Holanda? ¿Por qué no al Rin o al puerto de Rotterdam? Casi parece como si el asesino hubiera querido que la encontraran en seguida, como si quisieran dar un escarmiento a alguien, ¿eh…? Como nadie la reconoce ahí…, en Haastrecht, vamos, supongo que la trajeron desde otro sitio alejado. Además -murmuró-, una ropa así. Medias de seda…, me parece que serán de seda…, sólo las lleva alguien de la capital, ¿eh? ¿Amsterdam, Rotterdam? -Suspiró-. No sé, Hermann…, parece una chica bien, ¿eh…? Difícil pensar en un ajuste de cuentas o cosa así. No -añadió con convicción-, no. Esto es crimen pasional.

– Habrá que ver si estaba embarazada…

– Sí. Pero… vaya manera de quitarse un problema de encima, ¿no?

El sargento asintió.

– ¿Nadie ha preguntado por una persona así en los hospitales o a la policía?

– No, señor.

– ¿Huellas dactilares?

El sargento hizo gestos negativos con la cabeza.

– No está fichada en ningún sitio.

– Vaya. Pues tendremos que esperar.

Cincuenta kilómetros más al norte, en las oficinas centrales de la policía en Amsterdam, el comandante Baumann resopló con cansancio. Miró al inspector Jongman y frunció el ceño.

– Se ha volatilizado, ¿eh? ¿Cómo diablos se la dejó usted escapar? Aj, ¡qué cosa más inconveniente! Ya sé que se lo he preguntado muchas veces, Jongman…, ya lo sé. -Jongman bajó la cabeza con resignación-. ¿Hemos circulado ya su fotografía?

– ¿La de Anneke Frils?

– No, Jongman -contestó el comandante Baumann con tono paciente-. La de mi abuelita.

Jongman enrojeció.

– Perdone, señor, es que estoy tan…, tan frustrado con esta historia, que no me fijo en lo que me dice. No, no, señor, no hemos circulado aún la foto de Anneke Frils porque no hemos conseguido una hasta hace una hora, que es cuando entré en su casa con la autorización del juez. La están acabando de reproducir y, en cuanto esté, la distribuiremos por todo el país…

– Para lo que nos va a servir… ¡Aj! ¿Se habrá dado cuenta esta chica de que, al desaparecer, presumiblemente con el secuestrador de Van de Wijn, se acusa a sí misma con tanta seguridad como si la hubiéramos pescado con las manos en la masa? Me da mala espina todo esto, Jongman.

– No sé qué decirle, comandante… La verdad es que me preocupa Frils. Por lo que se ve, este secuestrador no se anda con chiquitas. ¿Usted cree que Van de Wijn está vivo?

– ¿Van de Wijn? ¿Por qué lo pregunta, Jongman?

– No sé… Por el dedo que nos mandaron, supongo. Supongo que quiero decir que, si está vivo él, estará viva Frils.

– No tengo ni idea. Cualquier suposición es válida. En realidad, bien pensado…, tienen más motivos para matarla a ella que a él. ¿Para qué lo iban a matar? Tienen aterrada a la familia. Saben que les van a pagar el primer rescate. Además, saben que los Van de Wijn nos han llamado, pero tienen que hacer como si creyeran lo contrario y, entonces, tienen que exagerar sus amenazas… De ahí el dedo cortado… Qué bestias. -Cogió un bolígrafo de encima de su mesa y, con gran cuidado, se hurgó en la oreja con la punta. Suspiró-. Qué bárbaros. Son como los secuestradores sardos… No, pero ésos cortan orejas, más bien. ¿Se acuerda usted del hijo del millonario aquel del petróleo… Getty? Mandaron su oreja por correo. Pero, bestias y todo, no lo mataron. No -asintió con firmeza-, no lo han matado. Mi impresión es que, por lo menos hasta que intenten cobrar el rescate, Van de Wijn está seguro. Luego…

– No sé.

– Efectivamente -dijo Baumann con tono reflexivo-, no sabemos. Sólo me preocupa una cosa: el modus operandi de esta gente no es usual. Me parece mucho más firme, más seguro que el de otros secuestros nuestros, ¿verdad, Jongman? -Jongman asintió-. Desde luego, son delincuentes habituales, pero, a ver si me entiende, no me parece que se dediquen habitualmente al secuestro… Detrás de este secuestro hay algo más que una pura operación de dinero -añadió, dándose con el dedo índice de la mano derecha repetidos golpes en la nariz-. Me lo dice mi olfato.

– Pero ¿y qué vamos a hacer con las drogas?

– ¿Con las drogas? ¿Qué drogas?

– Con los setenta kilos de heroína que exigen como segunda parte del rescate.

– ¡Ah! Por encima de mi cadáver, Jongman, por encima de mi cadáver. Me pregunto si ése es el verdadero objetivo de todo el secuestro… ¡Qué idiotez! -Se enderezó en su asiento-. ¡Claro! No puede ser otro. ¿Se imagina usted la moda que inauguraríamos? De ahora en adelante, cualquier secuestro llevaría aparejado un rescate en drogas pagadero por el Estado. No podemos ni considerarlo. Setenta y dos kilos de heroína pura, Jongman. Pura… ¿Se ha detenido usted a considerar cuántos millones de dólares vale esa cantidad una vez cortada, distribuida en papelinas y vendida en el mercado…? No quiero ni pensarlo.

– Pero, comandante, ¿le ha dicho ya al ministro del Interior lo que piden los secuestradores?

Baumann sonrió.

– No. No se lo he dicho, no. Mire, Jongman, la familia Van de Wijn tiene una capacidad de presión enorme… Quiero decir que seguro que van a presionar al Gobierno todo lo que puedan para que les faciliten la heroína. Justo por eso, no quiero anticiparme, oponerme desde ahora a la entrega de la heroína. A ver si me entiende: el ministro de Justicia, el del Interior, son políticos, Jongman, gente que necesita votos, dinero para las campañas… ¿Me entiende? Si empezamos a hablar de droga ahora, aunque sea para decir que no, es probable que la primera reacción de los ministros sea también negativa, pero luego tendrían más tiempo para pensárselo. No, Jongman, cuando un político tiene tiempo para pensarse las cosas, por lo general acaba haciendo una tontería.

El inspector rió.

– Espero que no le oiga el ministro de Justicia, comandante. Pero ¿qué impide a la familia Van de Wijn hablar con el Gobierno?

– Nada. Sólo que, por el momento, no piensan más que en el primer rescate y… -Baumann levantó la cabeza bruscamente y se quedó callado-. ¡Claro! -exclamó por fin-. Claro. Lo que los secuestradores quieren es que todos pensemos en el segundo rescate, preparemos nuestros planes para ese momento… Ya sabe, qué sé yo, un engaño…, ¿eh?, un kilo de heroína y el resto de harina, o lo que sea… Pensemos en engañarlos y, mientras tanto, nos parezca irrelevante el primer rescate. No, no, Jongman. Ellos no esperan que paguemos el segundo; sólo quieren distraer nuestra atención para que no dificultemos el primero.

– ¡Qué barbaridad!

– Sí, señor. Me parece que esta gente es más lista y más peligrosa de lo que pensábamos… -Se rascó la frente con el bolígrafo y, sobre la ceja, quedó una pequeña bolita de cerumen-. No. Ni hablar. Vamos a impedir que se pague el primer rescate. Sí, señor.

– ¿Y Van de Wijn?

Baumann sacudió la cabeza.

– El eterno problema, ¿eh? El eterno problema. ¿Para qué estamos? Dígame, Jongman, ¿para impedir el crimen o para rescatar al secuestrado? En el primer caso, le cuesta la vida y en el segundo, el crimen paga… Dígame, dígame. No sabe, ¿eh? Pues se lo voy a decir yo -afirmó el comandante dando sobre la mesa un golpe seco con el índice de su mano derecha-. El comandante Baumann se ha cansado de condenar delitos. Palabrería. Estoy harto, sí, señor…, harto de que se sepa que en Holanda el secuestro paga, porque somos tan humanitarios que dejamos a los criminales que se salgan con la suya, con tal de que no les pase nada a los secuestrados. ¡Pues se acabó! El viejo Baumann va a capturar a los raptores y, con un poco de suerte, encontraremos a Van de Wijn con vida.

Jogman tragó saliva.

– ¿Y Frils?

– ¡Ah, la bella Anneke! Me parece que la vida le ha jugado una mala pasada. -Baumann se puso muy serio-. Lo cierto es que lo siento mucho por ella.

15.00

– ¿Comandante Baumann?

– Le oigo mal -dijo Baumann apretando fuertemente el auricular-. ¿Quién es?

– Debemos de tener una mala línea. ¿Comandante? Soy el comandante Slagter, de Utrecht.

– ¡Hombre, Slagter! Cuánto tiempo sin hablar con usted. ¿Y qué hace un jefe de policía en su oficina a las tres de la tarde de un sábado? Si es conocido que los policías no trabajamos nunca.

Slagter rió de buena gana.

– Me tienen encerrado aquí. Pero es culpa de sus chicas.

– ¿De qué chicas?

– De las de usted, Baumann.

De repente, Baumann se quedó callado. Cerró los ojos y dejó de tamborilear con su mano izquierda sobre su mesa de despacho. Ya la hemos encontrado, pensó. Dios mío, qué deprisa.

– ¿Baumann?

– Sí, sí, aquí estoy… Perdone.

– Acabo de recibir la fotografía de…, sí…, Anneke Frils. Nos la acaban ustedes de hacer llegar. Supongo que la habrán distribuido a todo el país. Pues no busque más. Me temo -carraspeó- que la hemos encontrado esta mañana.

– ¿La han encontrado?

– Sí. Encontrado, sí. Muerta. Ahogada. Sí… Quiero decir, asesinada.

– Válgame. ¿Asesinada? -Baumann se pasó la mano por la frente.

– Sí, claro. Tenía una piedra atada a la cintura. Más asesinada, imposible.

– Sí. Naturalmente. ¿Cómo iban ustedes a encontrarla si no? -preguntó, más para sí que para su interlocutor-. ¿Slagter? Voy para allá ahora mismo. -Colgó-. ¡Jongman!

– ¿Señor?

– Frils.

– ¿Frils?

– Jongman, hay días en que está usted especialmente espeso. Utrecht ha encontrado el cadáver de Anneke Frils. -Lo dijo espaciando las palabras, como si hablara con un niño pequeño-. Estos secuestradores… no se andan con chiquitas a la hora de borrar pistas. Válgame el Señor.

Jongman se había quedado completamente inmóvil. De pie, como estaba, con la cabeza inclinada, parecía un alumno al que el director del colegio estuviera regañando por alguna pillería.

Baumann suspiró.

– ¿Dónde va a acabar esto? -Hinchando los carrillos, apoyó las manos en el borde de su mesa de trabajo; tomó impulso y se levantó-. Vamos -dijo.

CAPITULO IV

DOMINGO 24 DE MAYO

12.30

– Tenga usted mucho cuidado, Piet -dijo Christiaan Kalverstat-, porque, como en las anteriores ocasiones, no repetiré ninguna de las instrucciones que le vaya dando. Si no me escucha atentamente, si no hace usted exactamente lo que le digo, si veo un solo coche de policía y no digamos un helicóptero, interrumpiremos toda comunicación con ustedes y no volverán a ver a su hermano con vida. Sólo si el rescate sale bien, pondremos en libertad a Kees. ¿Está claro?

– Sí -dijo Piet van de Wijn con cierta irritación.

El comandante Baumann, que estaba a su lado, lo miró con preocupación y levantó una mano para aplacarle la ira. Pero no había que preocuparse: la brusquedad de Piet era puro nerviosismo.

– ¿Tiene usted los diamantes de la primera parte del rescate?

– Sí.

– Bien. Dispóngase a moverse con rapidez, utilizando un automóvil. Dentro de un cuarto de hora, recibirá usted nuevas instrucciones. Y, Piet…

– Diga.

– No haga usted tonterías.

La comunicación se cortó.

– ¡Aj! -exclamó el técnico de la policía-. Nada. No he podido siquiera aproximarme. Va a ser imposible.

Baumann apretó los labios.

– Humm. No cometen un solo error. Vamos a tener que mover a los equipos con rapidez. -Se volvió hacia Jongman-. ¿Está todo listo?

– Sí, señor.

– ¿El helicóptero?

– Dispuesto a despegar en el momento en que sea necesario.

– Perdonen ustedes -dijo Piet van de Wijn con inusitada firmeza. Baumann y Jongman lo miraron como si lo vieran por primera vez-. No va a despegar helicóptero alguno, ni se va a hacer operación de nada. No puedo permitir que todo esto parezca una operación militar… No puedo arriesgar la vida de mi hermano… El comandante Baumann se mordió los labios.

– Ya hemos hablado de ello, señor Van de Wijn. Nada de esto va a parecer una operación militar. Nada será detectable. Además, la vida de su hermano no corre más peligro con… Mire usted, en primer lugar, los secuestradores cuentan con que ustedes hayan avisado a la policía…

– No lo saben.

– ¡Claro que lo saben! Hágame usted caso…

– ¡Pero si nada ha salido en los periódicos! Nadie sabe nada. No tienen por qué suponer que hemos avisado a la policía.

Baumann cerró los ojos. Luego, como si quisiera deletrear la palabra, dijo:

– S-a-b-e-n que han avisado a la policía. Lo saben, señor Van de Wijn. Éste es el juego del secuestro. Los secuestradores tienen que inventar un método que no les falle a la hora de cobrar el rescate, contando siempre con que la policía va a intentar impedírselo…

– ¡La vida de mi hermano no es un juego!

– Naturalmente que no -se apresuró a decir el comandante-. Naturalmente que no… Perdóneme… Lo siento. Ha sido una expresión poco afortunada. Lo que quiero decirle es que nuestra intervención, al contrario de lo que pudiera parecer, no hace más agudo el peligro. Ni más ni menos peligroso. Un rescate es siempre peligroso, entre otras cosas, porque los secuestradores mismos están nerviosos. Aunque éstos… Por eso creo, además, que debe usted conocer nuestros planes. Es usted una persona responsable y debe estar al tanto de los peligros reales e imaginarios, ¿eh?, que una situación de este tipo encierra. Pero el hecho mismo de que usted lleve una radio disimulada en su ropa para que, en todo momento, sepamos lo que hace y qué instrucciones recibe de los secuestradores…, bueno…, indica que nos lo tomamos en serio. No debe usted preocuparse -añadió en tono conciliador-. Los efectivos que van a intervenir en la operación son verdaderos expertos. Nadie los va a detectar. Ningún helicóptero sobrevolará la zona y, cuando se utilice uno para seguir a los secuestradores, irá tan alto que no será detectable. -A Baumann, sus palabras se le antojaron muy poco convincentes. Pero era todo lo que estaba dispuesto a hacer para tranquilizar a Van de Wijn. Se encogió de hombros-. Esperemos la llamada.

Miró a Van de Wijn, esperando su desacuerdo, pero Piet no dijo nada.

Zandvoort, 12.40

Nick Kalverstat había detenido su camioneta Opel en uno de los extremos de la gran explanada de Zandvoort, en el sector de ésta que se encuentra circunscrito, a un lado, por la carretera que corre paralela a la playa y al mar y, al otro, por la verja que encierra las tribunas del famoso circuito de carreras. En días de carreras, la explanada se utiliza como aparcamiento suplementario. Ese día estaba vacía. Un único vigilante custodiaba la cancela de acceso al recinto. Tal como habían acordado temprano aquella misma mañana tras exhibirle Nick el oportuno permiso municipal (falso, claro está), el vigilante le franqueó la entrada.

Hacía un día espléndido. Algunas nubes distantes se desflecaban en el horizonte, hacia la costa de Inglaterra, en el cielo limpio del mediodía de primavera. El viento estaba en calma y, por una vez, el mar del Norte, completamente sereno, había perdido su tonalidad grisácea habitual y estaba de color azul, casi turquesa. Miles de turistas llegados desde Alemania para pasar el fin de semana tomaban el sol tumbados sobre la arena. En algunos quioscos móviles se vendían hamburguesas, perritos calientes y patatas fritas. Despedían un fuerte olor a aceite refrito y a sebo. Desde otras carretas motorizadas, vendedores de sólida tripa y fiero bigote ofrecían arenques crudos, sazonados con cebolla. Grandes triciclos con una nevera al frente prometían helados de vainilla y chocolate o crema.

Con solemnidad parsimoniosa y ante la mirada intrigada del vigilante, Nick se puso a desatar las cuerdas y desenganchar los pulpos que sujetaban las grandes alas dobladas del avión superligero al techo de la camioneta. Las alas eran livianas armazones de aluminio recubiertas de tela de seda y, por lo tanto, resultaban muy manejables. Una vez que las hubo liberado de sus ataduras, las descargó con cuidado una a una y las puso sobre el asfalto. Algunos curiosos empezaron a congregarse alrededor de Nick, que levantó la cabeza y les dirigió una sonrisa, esperando fervorosamente que ninguno fuera el dueño del vehículo. Lo había robado aquella misma mañana en Amsterdam y, aunque le había puesto una matrícula falsa, nunca se sabía qué casualidades podían llegar a complicar las cosas.

Cuando tuvo las alas en el suelo, Nick se dirigió hacia la parte trasera de la camioneta y abrió la portezuela. Los asientos habían sido abatidos hacia adelante y, sobre el revestimiento de caucho negro que los cubría, había sido colocada una armazón de tubos de aluminio que se apoyaba sobre cuatro pequeñas ruedas de goma. Constituían una especie de jaula, en medio de la cual había un asiento metálico soldado al tubo transversal anterior. Sin excesivo esfuerzo, porque la estructura pesaba muy poco, Nick extrajo la carlinga y la colocó al lado de las alas.

Para terminar, sacó de la camioneta un diminuto motor de dos tiempos equipado con una hélice de madera, de cuyo eje sobresalía una barra de aluminio de un metro y medio, rematada por una uve. Los brazos de la uve apuntaban hacia adelante y cada uno tenía una longitud de cuarenta centímetros. Colocando el motor sobre la armazón, Nick lo atornilló, apretando ocho palomillas de enganche.

El público empezaba a ser numeroso.

– ¿Es fácil de montar? -preguntó uno de los espectadores.

– Ahora mismo lo verá usted -dijo Nick-. Es sencillísimo. Si quiere echarme una mano, iremos aún más de prisa.

– ¿Qué hay que hacer?

– Agarre usted esta ala por este extremo, por favor… Así. Eso es. Y ahora sepárese hacia allá. Yo -dijo Nick, levantando un poco la voz- cogeré el otro extremo, ¿ve?, y… lo encajo… aquí. -Dos tubos que sobresalían del ala fueron encajados en la carlinga y atornillados con sendas palomillas. Un tercer tubo salía en ángulo del centro del ala. Nick lo enganchó a la base de la carlinga y lo atornilló-. Y ahora, si desdoblamos el ala hacia usted, la tendremos extendida en toda su longitud. Así. Eso es… Atornillamos aquí y… listo. Y una. ¿Ve qué sencillo?

Su colaborador eventual rió, encantado. Me pregunto, pensó Nick, si esto hace a este tío cómplice de un crimen. Se le escapó un graznido de risa.

– ¿Quiere ayudarme alguien más? -preguntó. Un niño de unos doce años se adelantó-. ¿Tú? Estupendo. Ya has visto lo que hay que hacer, ¿eh?

Repitieron la operación y, unos minutos más tarde, el ultraligero estaba listo para arrancar.

12.45

– ¿Está usted preparado, Piet? -preguntó Christiaan Kalverstat.

Piet apretó el auricular del teléfono con fuerza.

– Sí -dijo.

– Hágale hablar -dijo el comandante Baumann en voz baja.

– Una cosa.

– ¿Qué? No me entretenga.

– ¿Puede acompañarme mi chófer?

– No. No me vuelva a interrumpir -añadió Christiaan secamente-. Y, ahora, preste atención. Salga de su casa. Tome su automóvil. Arranque, salga de Laren, suba hacia Hilversum y, desde allí, por la autopista, vaya a Utrecht. Rodee la ciudad y vaya al edificio Jahrbeurs. Espere en la entrada principal. No se separe de la puerta. Tiene treinta y cinco minutos.

La línea enmudeció.

– Utrecht. Jahrbeurs. Entrada principal -dijo el técnico de la policía hablando en su micrófono. Después levantó la mirada hacia Baumann-. Lo siento, comandante, pero no habla el tiempo suficiente… Lo siento.

El comandante sacudió la cabeza.

Piet van de Wijn miró a los policías con preocupación.

– Me voy -dijo.

– No se preocupe. No tema. Le tenemos perfectamente cubierto… Todo saldrá bien -dijo Baumann-. Y no olvide que, ahora, los secuestradores ya están comprometidos a seguir. Quiero decir que, si han iniciado la operación, ya no se van a detener, aunque usted llegue tarde a los sitios y no pueda hacer lo que le exigen en los plazos que le ponen. Recuerde: no se ponga nervioso. Tiene tiempo. Por unos minutos, los secuestradores no van a dejar de querer cobrar el rescate.

Piet corrió una vez más la cremallera de la cartera flexible de Louis Vuitton que llevaba en la mano, comprobó que en su interior se encontraban los pequeños envoltorios con los diamantes, la cerró y, sin decir nada más, se dirigió hacia el salón contiguo. La esposa de Kees, más demacrada que nunca, estaba sentada en uno de los sofás.

– Saskia -dijo Piet-. Me tengo que ir ya.

– Que Dios te bendiga, Piet, que Dios te bendiga. Nunca olvidaré lo que haces.

Inclinándose, Piet besó a su cuñada en la frente. Suspiró y, con la mano derecha, le apretó el hombro con cariño.

– En seguida vuelvo -dijo.

Se incorporó, giró en redondo y se dirigió hacia la puerta de la casa. Un policía de uniforme, cuidando de no ser visto desde el exterior, abrió la puerta y lo dejó salir.

Piet se montó en su Mercedes, puso el motor en marcha y arrancó, encaminándose con lentitud hacia la cancela de salida del jardín.

Treinta y seis minutos más tarde estaba en la entrada del Jahrbeurs, el gran palacio de exposiciones de Utrecht. La acera estaba desierta. Aparcó con dos ruedas sobre el bordillo, se bajó del automóvil y, sujetando con firmeza la cartera que contenía las piedras preciosas, dio unos pasos hacia la puerta. Miró a derecha e izquierda con indecisión. No ocurrió nada. Nadie le interpeló, nadie se acercó a él. También estaba desierto el vestíbulo del edificio. Desde la calle, a través de las cristaleras de la fachada, podía verse, al fondo, un mostrador de guardarropía, cerca de los ascensores y de la escalera mecánica. A un lado de la puerta, había tres cabinas de teléfonos. Por enésima vez, Piet consultó la hora en su reloj.

Durante varios minutos más no ocurrió nada. Olvidando los buenos consejos que le había dado el comandante Baumann, Piet empezó a agitarse. En la distancia, se oyó el timbre de un teléfono que sonaba insistentemente sin que nadie atendiera la llamada. Van de Wijn tardó un buen rato en darse cuenta de que era uno de los que estaba en las cabinas públicas y de que no podía sonar sino para él. Comprendiendo por fin de qué se trataba, dio un gemido agitado y se precipitó hacia el vestíbulo. Acercándose a una de las cabinas, descolgó el auricular. Jadeaba.

– Diga…, diga -exclamó con voz entrecortada.

– Seis minutos de retraso, Piet. No lo vuelva a hacer.

– No, no… Es que había mucho tráfico.

A unos kilómetros de Utrecht, sentado en el potente automóvil que hacía las veces de cuartel general, Baumann dio un gruñido al percibir la angustia de Piet, tan clara incluso a través del filtro del sonido metálico y deficiente de la radio con la que se mantenía en mudo contacto con él.

– Diríjase a La Haya por la autopista -dijo Christiaan Kalverstat-. Una vez allí, aparque frente a la estación de ferrocarril. Entre en ella por la puerta en la que está la floristería, acceda a la zona de andenes. Inmediatamente a la izquierda, hay unas cabinas telefónicas. Espere allí. Tiene sesenta minutos.

– ¿Qué hacemos con el helicóptero? -preguntó Jongman.

– Que se dirija a La Haya, pero que se quede lejos -Jongman dio unas instrucciones por radio-. Aún estamos dando rodeos, Jongman. Van de Wijn nos irá llevando de sitio en sitio. -Señaló un monitor de pantalla cuadriculada, en cuyo centro se encendía y apagaba alternativamente una luz roja-. Mientras siga funcionando nuestro pequeño chivato del maletero, podremos seguirlo bien, ¿verdad? -Hizo un mínimo gesto de duda-. Me pregunto cuándo va a intentar despistarnos.

– ¿Quién?

Baumann puso los ojos en blanco. Suspiró.

– El secuestrador, hijo, el secuestrador.

En el gran vestíbulo de la estación de La Haya, Piet se acercó a las cabinas telefónicas y se detuvo. Rígido, sin moverse, se puso a esperar. Llevaba la cartera que contenía los diamantes agarrada con fuerza en la mano izquierda. Al cabo de un momento, sintió que le daban unos golpecitos en el brazo. Sobresaltado, se dio la vuelta, exclamando:

– ¿Qué…?

Un hombre de edad, sucio y mal trajeado, le miraba con curiosidad.

– ¿Es usted Van Wijn? -preguntó.

– Sí.

– Tome. Esto es para usted.

Le entregó un sobre, giró sobre sí mismo y se fue.

– ¡Eh, un momento! -dijo Piet al ver que el anciano desaparecía rápidamente.

Durante un instante, siguió mirando con fijeza al lugar por el que se había ido el desconocido y, después, se encogió de hombros. Bajó la vista al sobre que tenía en la mano, lo rasgó y extrajo de él una hoja escrita a máquina y una llave.

«Vaya a los armarios de la consigna y abra el número 76.»

Corriendo, Piet se dirigió al banco de armarios de la consigna de la estación y abrió el 76. En su interior había un mono azul, unas zapatillas de deporte y una nueva hoja mecanografiada.

«Vaya a los retretes que tiene enfrente. Quítese toda la ropa, póngase el mono y las zapatillas y deje absolutamente todos los objetos que lleve encima de la banqueta. Cartera, reloj, pulseras, radios, micrófonos, todo. RECUERDE: LE VA EN ELLO LA VIDA DE SU HERMANO. Cuando lo haya hecho, vuelva al lugar de los teléfonos. Tiene 4 minutos.»

Fueron los cuatro minutos más cortos y angustiosos de su vida. Y cuando por fin, endosado su ridículo atuendo, salía corriendo de los servicios públicos de la estación, se cruzó con seis hombres que, aunque de paisano, no podían disimular su condición de policías. Entraron en tromba en los servicios. Mientras tanto había empezado a sonar uno de los teléfonos. Corrió hasta él y lo descolgó. Jadeaba.

– Le estamos vigilando, no lo olvide. Diríjase en coche hacia Katwijk, pasando por el interior de Wassenar. Cuando llegue a la playa de Katwijk, aparque y vaya a pie por ella en dirección a Noordwijk. Hay dos casetas a los cien metros de entrar en la playa. Rebasada la segunda, tuerza a la derecha e intérnese por la duna en línea recta. Deténgase en el segundo poste de la electricidad. No haga tonterías.

Piet se puso a escudriñar a cuanta gente pasaba por el vestíbulo de la estación. Al cabo de un momento, como nadie parecía hacerle caso, salió a la calle.

Apenas un kilómetro más allá, el comandante Baumann se dio una fuerte palmada en el muslo.

– ¡Ya está! ¡Ya está! -dijo con excitación-. Vamos…, vamos… Le han hecho cambiarse de ropa para que se quite cualquier micrófono a través del que nos pudiera estar hablando. Ahora va en serio… Sobre todo, no le perdamos de vista en este monitor. -Rió-. El pez es listo -se frotó las manos-, pero el pescador es más listo y más paciente.

Jongman lo miró con curiosidad sorprendida, pero no se atrevió a preguntarle nada. Sonó un teléfono móvil.

– Sí -dijo Jongman y escuchó con atención. Cortó la comunicación y añadió-: Comandante, los hombres que han entrado en los lavabos de la estación no han encontrado a nadie… Han recogido objetos personales y ropa de Van de Wijn. Nada más.

– Claro, lo que yo decía.

Hank Kalverstat, desde su coche, observó cómo Van de Wijn salía de la estación, se subía a su Mercedes y arrancaba en dirección a Wassenar.

– Un momento -dijo al guardaespaldas que conducía.

Esperaron dos minutos y vieron cómo pasaba a toda velocidad el automóvil del comandante Baumann. Kalverstat sonrió.

– Vamos -dijo.

Mientras arrancaban en dirección contraria a la tomada por los otros dos vehículos y se dirigían hacia la playa de Scheveningen, Hank cogió un teléfono móvil que había dejado en el asiento de al lado suyo. Marcó un número.

– ¿Me oyes?

– Te escucho… -dijo su hermano Christiaan.

– Va para allá.

– OK…

Christiaan se encontraba instalado en una tumbona de la playa de Katwijk. Personificación misma de la inocencia, parecía un turista nórdico disfrutando de un día de sol. Para tener mayor libertad de movimientos y para que, en cualquier caso, no existiera riesgo de que alguien le oyera cuando sus hermanos o él usaran los teléfonos, se había colocado lejos del agua, para así estar más aislado.

Respiró con profundidad dos veces. Sólo relajándose conseguiría que se le pasaran los nervios. La noche anterior casi no había dormido: repasaba una y otra vez el catálogo de cosas que podían salirles mal y de casualidades malhadadas que podían coincidir aquella tarde en aquel sitio. Nada de ello había contribuido a tranquilizarlo. Y durante la mañana, mientras comprobaba que todo estaba bien preparado y que nada había sido dejado al azar o, más tarde, al hacer las llamadas de teléfono, la tensión había ido aumentando. Pese a la calma que aparentaba, apaciblemente sentado en la playa como si fuera un bañista más, tenía un apretado nudo en la boca del estómago. Decidió beber un poco de agua, pero al acercarse la cantimplora a la boca le tembló tanto la mano que sujetaba el recipiente que tuvo que ayudarse con la otra.

Carraspeó. Miró a su alrededor con aparente indiferencia y, luego, consultó su reloj. Eran exactamente las dos y media de la tarde. En ese mismo momento, Nick, instalado en el asiento de su avión ultraligero, debía de estar encendiendo su móvil.

Christiaan tenía un saco de deportes sobre las rodillas. Dejó la cantimplora a un lado y, tomando la bolsa con ambas manos, se la acercó a la cara. Había hecho lo mismo unos minutos antes, al hablar con Hank. Abrió el saco y se inclinó hacia su interior, como si buscara alguna cosa. En esa misma posición, cogió una vez más su teléfono y marcó un número.

– Nick…-dijo.

– Ya -dijo Nick al cabo de un segundo.

– Buena suerte -dijo Christiaan y el receptor le devolvió un graznido. Esperó con la comunicación abierta.

Durante unos minutos, no pasó nada. Hasta donde estaba Christiaan llegaban amortiguados los gritos y risas de los turistas que jugaban sobre la arena o que entraban y salían del agua. Un domingo de mayo del todo normal.

A las tres menos cuarto, Piet van de Wijn llegó al aparcamiento de la playa. Detuvo el automóvil y, sin moverse de su asiento, bajó la cabeza y tragó saliva. Luego, despacio, se bajó del Mercedes, lo cerró y empezó a andar. Firmemente sujeta bajo el brazo llevaba la cartera con los diamantes.

– Madrecita mía -dijo Christiaan en voz baja, sin perder de vista el botín que sería suyo dentro de poco. Sin sacarlo de la bolsa, se acercó nuevamente el teléfono a la boca-. Vamos -dijo.

Una treintena de kilómetros más al norte, Nick levantó una mano para despedirse del público y pulsó el botón de arranque del motor del superligero. Funcionó a la primera. Protegido por un doble seto que delimitaba una improvisada pista de aterrizaje en el interior de la explanada (en realidad, se trataba de un pequeño espacio en el que, en los días en que se celebraban carreras de aficionados, los pilotos de las motocicletas más o menos preparadas calentaban sus motores), Nick hizo rodar el diminuto avión unos cincuenta metros, hasta el extremo sur de la pista. Allí, giró en redondo y, sin esperar, aceleró de golpe. Treinta segundos después, el aparato estaba en el aire y se elevaba con lentitud.

Rebasada la segunda de las casetas que había en la playa, Piet giró hacia su derecha como le había sido ordenado para internarse por la duna y alejarse del mar. Andaba despacio y con incomodidad: las zapatillas deportivas le estaban algo grandes y dejaban que le entrara arena que le oprimía los dedos de los pies. Cuando por fin alcanzó la maleza, se limpió las zapatillas dando pequeños saltos sobre cada pierna. Luego pudo acelerar su ritmo de marcha hacia el segundo poste eléctrico situado a un centenar de metros de donde se encontraba.

Christiaan Kalverstat, mientras tanto, se había levantado de su tumbona y, tras ponerse un chándal y meter todas sus pertenencias en la bolsa, se dirigió con lentitud hacia el aparcamiento. Una vez allí se montó en un pequeño BMW, arrancó el coche y lo encaminó hacia la autopista de Rotterdam y el sur.

Cuando Piet van de Wijn llegó al segundo poste del tendido eléctrico, miró con sorpresa a su alrededor. No había nadie. Tampoco había cabina telefónica ni aparente medio de comunicación con el exterior. En Holanda, el acceso a las dunas suele estar prohibido a la población civil y aunque desde donde estaba Piet podía oír los ruidos de los turistas en la playa, de algún altavoz y de los coches que pasaban por la carretera cercana, el lugar en el que se encontraba estaba desierto. Giró en redondo.

– No hay nadie -murmuró. Y después, levantando la cabeza, exclamó-: ¡Eh, no hay nadie! ¿Qué diablos…?

Dos kilómetros más allá, el comandante Baumann gritó:

– ¡Debe de estar ahí! ¡Vamos…, vamos! Jongman, esta gente va a aparecer desde detrás de cualquier sitio… ¡Vamos! ¡Los tenemos! -Bajó la voz-. Jongman! ¡Déme ese micrófono! -Se lo arrebató con impaciencia-. A todas las unidades… Estamos en la carretera sin salida que va hacia la playa de Katwijk. Diríjanse todos inmediatamente allá y sellen todas las salidas. ¡Sin sirenas!… Helicóptero, ¿me oye?

– Le oigo, señor.

– Acerqúese un poco a Katwijk…, pero no demasiado. Quédese a altura suficiente para que no lo vean.

– Comprendido.

– ¿Por qué no le dice que se ponga encima? -preguntó Jongman.

– Porque es nuestra última baza, hijo, si todo falla y por alguna razón que ignoro los secuestradores se nos escapan… -Se inclinó hacia el conductor y le dio dos golpecitos en el hombro-. Más de prisa. No comprende usted, Jongman, que los secuestradores no pueden ser tan idiotas como para meterse en un callejón sin salida. Han demostrado justo que son lo contrario. Lo han hecho todo bien hasta ahora ¿y ahora se van a equivocar? No, hombre, no.

El potente automóvil de la policía avanzaba a toda velocidad por la estrecha carretera, entre la duna y los campos de flores, perfectos rectángulos de tulipanes, jacintos y gladiolos de todos los colores, que desfilaban, aparecían y desaparecían del campo de visión de los pasajeros como en un caleidoscopio, exhalaciones de rojo, azul, amarillo y naranja. Por fin, al franquear una última curva y coronar una última pendiente, pudo verse el aparcamiento lleno de vehículos. Baumann dio un gruñido de impaciencia.

– ¿Comandante?… Aquí el helicóptero.

– Adelante.

– Por la línea de la costa se acerca un ultraligero.

– ¿Un qué?

– Un avión ultraligero, señor.

– Son avioncitos de juguete con un motor de dos tiempos, comandante -dijo el conductor de Baumann-. Puede volar una persona, despacio y a baja altura…

– Ya sé lo que es un ultraligero… No soy idiota…

– … en dirección al sur. Si mantiene la trayectoria, acabará pasando por toda la playa. ¿Bajo y le hago dar la vuelta?

– ¿No puede usted darle instrucciones por radio?

– No, señor, no llevan radio.

– No. Negativo -dijo Baumann, encantado de poder utilizar un término que le parecía el paradigma de la eficacia verbal americana-. Negativo -sonrió-, no baje. No queremos ser vistos.

– OK.

Van de Wijn dio una última vuelta alrededor del poste eléctrico y, por último, se detuvo desconsolado. Pensó en darle una patada a un pequeño cilindro que había en el suelo, medio disimulado debajo de un matorral. Dio un paso hacia él, empezó a empujarlo con el pie y repentinamente el cilindro, forzado por el desnivel, rodó una corta distancia.

Piet frunció el ceño y se agachó a mirarlo más de cerca. Con una exclamación de sorpresa, se puso en cuclillas. El cilindro tenía una longitud de unos cuarenta centímetros por un diámetro de diez y estaba envuelto en una gruesa tela de camuflaje militar. Tenía unas agarraderas hechas de algodón trenzado, como el de las asas de las bolsas de viaje, y de ellas colgaban unas hebillas de latón. A todo lo largo aparecía en negro la inscripción PAL 90, Personnel Air-Lift, Personal Arrned Forces Liberating Unit 90, series no. 05-881-208345-bh. US made, property of the US Defence Dpt.

– ¿Y esto? -se preguntó Piet frunciendo el ceño.

De una de las abrazaderas colgaba una pequeña bolsa de caucho negro reforzado. Enrollada a su alrededor, había una cuerda de nailon. En el centro del cilindro había una hebilla de plástico de unos cinco centímetros de diámetro. Al tomar la bolsa de caucho entre los dedos de la mano izquierda, Piet vio que había una hoja doblada y sujeta a ella con papel celo. Con gran cuidado, se incorporó. Le dolían las rodillas y se sentía un poco mareado por el esfuerzo. Alzó la barbilla para respirar mejor. Dejó que transcurrieran quince o veinte segundos mientras respiraba profundamente por la nariz. Después se agachó de nuevo y arrancó el papel.

En ese mismo momento, en el aparcamiento de coches de la playa, Baumann daba instrucciones al numeroso grupo de agentes que lo rodeaba.

– Ábranse en abanico… Ya saben lo que tienen que hacer. Rápido pero con cautela… No sabemos cuántos son ni si Van de Wijn corre peligro inmediato. Adelante. Buena suerte.

El papel, una nota escrita en lo que más tarde se comprobó que era la misma máquina de escribir que la utilizada para las anteriores instrucciones, decía:

Coloque los diamantes en la bolsa de caucho negro y ciérrela con la cinta aislante que encontrará en su interior. Con la parte más redonda apuntando hacia arriba, sostenga el cilindro verticalmente, apártese diez pasos del poste y tire de la anilla de plástico con la otra mano.

En la distancia se oía el motor de un pequeño avión, cuyo zumbido, como si se tratara del vuelo de un moscardón, aumentaba y disminuía de volumen con las corrientes de aire y las reverberaciones producidas por las irregularidades del terreno.

Piet hizo lo que le ordenaban, y al coger el cilindro, se sorprendió de su peso. La bolsa de caucho, ahora llena con el botín del rescate, colgaba de una fina y resistente cuerda de nailon de unos dos metros de largo.

Se apartó del poste los diez pasos requeridos, agarró la anilla con dos dedos y cerrando los ojos tiró de ella con fuerza.

– Dios mío -dijo.

Con un violento tirón que desplazó a Piet y lo dejó, primero, tambaleándose y, luego, sentado en el suelo, el cilindro, haciendo un ruido neumático como si absorbiera aire con fuerza por una bocana muy estrecha, empezó a hincharse como un globo y a elevarse con rapidez. Colgando dos metros por debajo de él, la bolsa de caucho se balanceaba apacible y, le pareció a Piet, majestuosamente.

Todos, Piet, desde el suelo, y el comandante Baumann y Jongman y la miríada de agentes que se encontraban a unos cincuenta metros del poste de la electricidad, fueron alzando la cabeza, boquiabiertos, siguiendo con la mirada el fantástico vuelo de los diamantes.

Quinientos metros más al norte, Nick dio un graznido de entusiasmo y, sin apartar la vista del cilindro que se elevaba delante de él, corrigió mínimamente la dirección de vuelo del ultraligero. Había ensayado la maniobra muchas veces y sabía lo que debía hacer, casi con los ojos cerrados. Tantos PAL 90 robados de la base de Woensdrecht habían servido para perfeccionar la maniobra hasta alcanzar la precisión más absoluta.

Vio que el PAL 90 volaba más despacio que los que había utilizado para las pruebas e inclinó un poco el morro del avión. Pensó que tenía suerte de que no hubiera viento, aunque, en tal caso, Hank habría retrasado el pago del rescate. Hank lo había previsto todo. Siempre lo preveía todo.

Y, en seguida, Nick se había colocado con gran exactitud entre el cilindro y la bolsa de caucho negro que colgaba debajo de él. La cuerda fue a encajarse más o menos por su mitad en la uve del extremo de la barra de aluminio instalada en el frente de la hélice del ultraligero. Habían comprobado que si la cuerda se cortaba más o menos por la mitad, quedaba con una longitud de un metro que, añadido a los veinte centímetros de la bolsa de caucho negro, no alcanzaba a sobrepasar el metro y medio de la barra, con lo que no provocaba la destrucción del paquete por la hélice. Nick se había entrenado a cortarla por más abajo de su mitad.

Al entrar en contacto con la cuerda, la uve metálica se cerró cortando a aquélla en dos. Se trataba de un instrumento muy sencillo y preciso: en su parte inferior era una pinza muy ancha, capaz de sujetar el extremo de la cuerda y la bolsa y resistir la presión del viento. Por su parte superior, era simplemente una tijera.

El PAL 90 siguió su lenta ascensión.

Nick, echando la cabeza hacia atrás, dio un grito gutural, casi primitivo, de triunfo. Inclinó el avión hacia la izquierda y, reduciendo su altura, se dirigió por encima de la duna, hacia los campos de flores rodeados de árboles que había en el interior.

– ¡Santo…! -exclamó Baumann.

Todos estaban petrificados. El comandante se llevó a la boca el transmisor portátil.

– Helicóptero -dijo.

– Le oigo.

– ¿Han visto eso?

– Afirmativo, señor. Le tenemos. ¿Bajamos a por él?

– No, no…, en absoluto, no… Esto… ¿Él no los puede ver a ustedes?

– Lo dudo, señor…, quiero decir… negativo. No nos puede ver. Estamos muy alto.

– Entonces, no lo pierdan de vista. Síganlo.

– OK.

– ¿Hacia dónde va?

– Hacia el este. Está aproximadamente a dos kilómetros en línea recta… No, señor… ahora vuelve a girar hacia el sur… a retomar la línea de la playa… Sí. Va en dirección a Scheveningen.

– ¡A los coches! -dijo Baumann. Y alzando la voz-: Señor Van de Wijn. Venga aquí, por favor. Nos vamos.

– Pero…, pero -dijo Piet, aún paralizado por la rapidez con que se habían sucedido los acontecimientos.

Baumann extendió un brazo hacia él.

– Vamos -dijo.

El conductor de Hank Kalverstat hizo girar el automóvil y, marchando muy despacio, lo acercó hasta la barrera del aparcamiento subterráneo. Bajó la ventanilla, alargó el brazo y tomó el billete que escupía la máquina.

La barrera se levantó y el Mercedes entró en el garaje. Se encontraban debajo del inmenso hotel Kurhaus de la playa de Scheveningen.

El hotel, en la parte que da a la playa, tiene una gran terraza. Frente a ella existe una enorme explanada, llena de bares, cafeterías, orquestinas y una gran piscina pública. Casi sin solución de continuidad, la playa se extiende a derecha e izquierda de la explanada. Adentrándose en el mar desde su centro, como si se tratara de una prolongación del hotel Kurhaus, un ancho muelle parte la playa en dos. Varios edificios rodean al Kurhaus y, al nivel de la calle, los recorren en todos los sentidos decenas de galerías comerciales, llenas de gente a todas horas. Scheveningen es un sitio ideal para que un delincuente confunda a la policía y le haga perder su rastro.

El ultraligero empezó a perder altura, no mucha, claro, puesto que no volaba a más de treinta o treinta y cinco metros sobre el nivel de la playa. Dado su poco peso y la reducida velocidad a la que vuela, un avión ultraligero apenas si necesita unos veinticinco metros de superficie lisa para aterrizar. Volando ya cerca del muelle, Nick se inclinó para buscar un sitio apropiado en un sector de playa que, como el norte de la de Scheveningen, tiene siempre poca gente. Bajando su ala derecha, se adentró en el mar y siguió girando en redondo hasta encararse de frente con la playa.

– Va a aterrizar -dijo el copiloto del helicóptero-. ¿Señor?

– Diga, helicóptero -contestó Baumann desde el interior de su automóvil.

– Se dispone a aterrizar en la playa de Scheveningen, al lado del Kurhaus…

– ¡Está loco! Va a matar a alguien.

– No, señor, la gente se está apartando.

– ¡Diablo! Se nos va a escapar… Helicóptero… ¡Baje a por él! ¡Baje, baje!

El piloto del helicóptero de la policía giró bruscamente el aparato e inició un rápido descenso.

Nick había apagado el motor y se deslizaba planeando hacia la playa. Levantó un poco el morro de la avioneta y se posó limpiamente. Se detuvo a los pocos metros de rodar.

Se soltó el cinturón de seguridad, se apeó de su asiento, levantó la vista hacia un niño que le miraba con asombro y le sonrió.

– Hola -dijo-. En seguida vuelvo.

Un perro se acercó a olisquearle los zapatos. Nick sacó una pequeña navaja de su bolsillo, se aproximó a la barra de aluminio que sobresalía del motor y cortó la cuerda que sujetaba la bolsa de caucho. La recogió del suelo, la lanzó una vez al aire, se la metió después en un bolsillo y se dirigió rápidamente hacia las galerías del frente marino del Kurhaus.

Cuando habían planeado la operación del rescate, Christiaan había dicho que era imposible aterrizar en el Kurhaus sin armar un pandemónium y sin que a Nick lo detuviera la policía.

– Ni hablar -había contestado Hank-. Tú te crees que están siempre preparados para todo y que todos los días les cae una avioneta del cielo. Mira, se van a quedar tan pasmados que no se va a mover nadie. Y, cuando quieran reaccionar, será demasiado tarde. No. Ni hablar. A Nick le dará tiempo a bajarse del trasto, cortar la bolsa y llegar a las galerías, antes de que a un policía se le ocurra siquiera preguntarle lo que está haciendo. No habrá ni policía, hombre.

Después habían pasado cuatro domingos comprobando la teoría de Hank; y, en efecto, sólo una pareja de policías paseaba de modo habitual por la zona. Solían quedarse más bien en el extremo sur de la playa y, cuando regresaban hacia el centro, nunca alcanzaban el muelle. Por otra parte, mientras qué en el sector sur de la playa, una carretera separaba la arena de los edificios y ahí sí circulaban con frecuencia coches de la policía, en el sector norte, la arena llegaba hasta los edificios mismos, con lo cual los coches-patrulla no tenían modo de acceder a la playa.

Una vez dentro de la galería comercial, Nick se dirigió hacia la escalera mecánica de bajada al sótano. Descendió por ella, torció a la derecha y entró en el aparcamiento. Diez metros más allá, lo esperaba el Mercedes de Hank. Se abrió la portezuela trasera y Nick se subió al coche, que se puso en marcha.

– Lo hemos perdido, señor -dijo lacónicamente el copiloto del helicóptero.

19.10

– No, no -dijo el comandante Baumann-. Ahora va a ser necesario esperar a que los secuestradores vuelvan a llamar para la segunda parte del rescate. Sin embargo…

– Dios mío -dijo Saskia.

– Si llaman, comandante -interrumpió Piet-, si llaman. No olvide usted que, contra lo que se les prometió, la policía intentó cazarlos cuando cobraban el rescate.

– Nunca nos vieron, señor Van de Wijn… No. De hecho, podemos decir que por el momento han cumplido… -Baumann se calló bruscamente-. Nos han tomado el pelo desde el principio.

– ¿Qué dice usted? ¿Qué ha pasado? ¿Está bien mi hermano?

Baumann sonrió.

– Desde luego. No deben ustedes preocuparse. Su hermano regresará pronto sano y salvo. Miren ustedes. Desde el principio sospechábamos que la segunda parte del rescate era una estratagema. Nadie en su sano juicio puede esperar que unos ciudadanos respetuosos con la ley la infrinjan obteniendo y entregando a unos secuestradores una cantidad enorme de droga. ¿Setenta y cuántos kilos? -preguntó, volviéndose hacia Jongman.

– Setenta y un kilos y cuatrocientos gramos, señor.

– Ridículo. Ridículo porque ustedes no hubieran tenido más remedio que acudir a las autoridades para que les suministraran esa cantidad de droga. A menos de que ustedes mismos sean traficantes, cosa que no me parece ser el caso -añadió sonriendo-. No. Y el Gobierno no se va a poner a venderles a ustedes droga, ¡una droga, además, tasada por los propios delincuentes!, porque acabaría siendo el cuento de nunca acabar. ¿Se lo imaginan ustedes? Habría cola para secuestrar a gente. -Rió.

– ¿Y entonces? -preguntó Piet.

Baumann se puso serio.

– ¿Cómo dice?

– Digo que entonces, ¿qué pasa?

– Ah, sí, perdone… No, claro. Una broma de mal gusto, claro está. Desde el principio pensamos que era una estratagema. Teníamos razón: los secuestradores querían preocuparnos con la segunda parte del rescate, puesto que la primera, con ser cara, era sencilla de resolver. Así, hacían que bajáramos la guardia. Sabían de antemano que no podía ser, claro. Pero es que, además, hemos tenido la prueba de ello todo el rato y no la hemos visto. -Levantó una mano para que no lo interrumpieran-. Le decían a usted, ¡no acuda a la policía!, ¡cuidado, su hermano corre peligro!, ¡que no se enteren las autoridades de que ha sido raptado!, y durante todo este tiempo, se suponía que tenían que comprar droga, ¿de quién?, de las autoridades… -concluyó triunfalmente-. Una cortina de humo que no se cree ni un niño de pecho, quiero decir, ¿verdad?

– Perdone, comandante Baumann -dijo Piet.

– ¿Eh?

– A nosotros es normal, pero, por lo que dice usted mismo, les han engañado como a inocentes damiselas -dijo con severidad.

– ¿Cómo? -preguntó Baumann.

Roissy, 21.00

Habían rodado a buen ritmo, sin detenerse, pero sin sobrepasar el límite de velocidad de las autopistas holandesas, belgas y francesas. Un poco más lejos, a la izquierda, se distinguía la mole redonda e inconfundible de la terminal del aeropuerto Charles de Gaulle de París.

El gorila que conducía puso la flecha para indicar que abandonaba la autopista por la salida de Roissy, para acceder al hotel Sofitel.

En el aparcamiento del hotel estaba el BMW de Christiaan, con el motor aún caliente y haciendo el ruido clásico, ping, ping, del metal al enfriarse. Acababa de llegar.

– Está Chris aquí -dijo Nick, dando un graznido-. Oye, Hank, ¿tú crees que nos podríamos acercar a París a divertirnos un poco? Ya sabes…

– No. No puedes.

– Me llevaría a Bernhardt -imploró Nick, señalando al conductor.

– No, Nick, sabes que no. Vamos con el tiempo muy justo, tenemos que llegar a Madrid mañana por la tarde y no quiero arriesgar nada. No.