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SEGUNDA PARTE

MADRID

CAPITULO V

JUEVES 21 DE MAYO

Madrid, 13.30

– Es un adelanto de la tecnología japonesa -dijo Carlos con gran firmeza.

– Es un Santana, no me jodas -contestó el Gera.

– Es un supremo logro de la tecnología japonesa -insistió Carlos, apoyando el codo sobre la barra de mármol-. Andrés, ponme otra caña. Y además, no hay más que verlo. ¿Dónde encontrar otro acabado mejor, otra chapa más oxidada?

– Pues más a mi favor. Es un Santana. Oye, que lo compró mi cuñado hace ocho años en la casa aquí mismo en Madrid.

– Lo compraría donde quisiera, majo, pero sigue siendo un Suzuki japonés. No hay más que mirarle los embellecedores para ver que es un Suzuki auténtico. -Se rascó la barba-. Y además, ¿a ti qué más te da? Con tal de que ande…

– ¡Claro que me da, coñe! Oye, Carlos, que no es lo mismo un Santana de Córdoba o de donde los hagan que un Suzuki de Tokio. El Santana es nacional y estamos en la década del ensalzamiento de las cosas patrias, ¿no?

Carlos sonrió y levantó una mano. -Andrés, hombre, no seas rata, ponnos unas aceitunas. No es lo mismo, Gera, no. El de Tokio anda -rió-. La técnica japonesa al servicio de los pueblos. Domo arigató. Oye, si en la factoría Santana de Córdoba hay un japonés que todas las mañanas, antes de tirarse al tajo, pone a todos los currantes a hacer gimnasia oriental… De modo que da lo mismo. Japonés por japonés, tú me dirás. Además, no sé por qué te pones así. ¿Desdeñas acaso las inmensas y profundas virtudes de la reflexión al modo del sol naciente?

Andrés, desde detrás de la barra, dijo:

– Tío, es que hablas que esculpes, que pareces un libro abierto.

– Déjale, que, con esto de lo cultural, se pone lírico -dijo el Gera.

– ¿Quién se pone lírico? -preguntó desde la puerta del bar José Luis Álvarez-. ¡No me lo digáis, no me lo digáis! Estáis hablando del inspector más culto de la brigada, qué digo de la brigada, de la policía entera. Llegaré hasta sugerir que de España. El inspector Carlos José de Juan, aquí presente… -Dio un paso hacia el interior del local-. ¿Dan ustedes su permiso?

– ¡Anda! -dijo Andrés-. ¿Ya te han soltado?

– Sí, con tu madre esta mañana -rió con estrépito.

– Pasa, anda, José Luis, que tenéis más coña… -dijo Carlos-. Dice éste que prefiere un Suzuki Santana a un Suzuki de verdad, de los que hacen en Japón. Porque no tengo coche, pero, de comprarme uno, me tiraría al de la tecnología extranjera, ¿eh? Nos ha salido nacional el Gera, qué le vamos a hacer.

– Porque tengo un suegro -dijo el Gera- que es más facha que el valle de los Caídos y, si le llevo un coche chino, capaz que le dé una apoplejía. Es un Santana. -Rieron-. Además, los únicos repuestos que encuentras son Santana, españoles, ¿te enteras? Lo que yo te diga, te vas al cementerio de coches que hay en Canillejas y sacas todas las piezas de Santana que quieras.

– Oye -dijo José Luis Álvarez-, ¿y no habrá en ese cementerio un renol cinco apañadito? Me anda la parienta dando el turre.

– De todo hay allí. Lo que quieras, José Luis. Es cuestión de buscar… No, no quiero más, que tengo que comer. Ponle un vermú a éste -dijo el Gera señalando a José Luis Álvarez con el pulgar-. ¿Habéis oído que trasladan al jefe?

– ¡Venga! -exclamó José Luis.

– Lo que yo te diga. A mí me huele fatal. Después del lío aquel de los colombianos. A mí me parece que se pasó -dijo el Gera y meneó la cabeza.

– Nada, tío, ellos sabrán -dijo Carlos-. Yo creo que hizo una idiotez, pero, ya sabes, allí en las alturas, se protegen entre ellos. Además, si a mí me hace el colombiano lo que le hizo al jefe, no le doy en los cataplines; lo despellejo. ¿Tú conoces, José Luis…? Coño, pero si tú estabas cuando lo del colombiano, ¿a qué te haces de nuevas ahora?

José Luis se encogió de hombros.

– No, si digo venga porque no es que me sorprenda lo que le hizo al colombiano, que ya lo vi, sino porque me sorprende que lo trasladen. Andan todos compinchados y se protegen unos a otros. ¿Para qué coño le trasladan? Mira, esta mañana he estado en las Salesas en la coña esta del juicio de Marey… Bueno, tío, se oyen unas cosas… Que si lo sacaron de casa de noche y se equivocaron de tío, que si el ministro Barrionuevo lo sabía y dijo que lo retuvieran para presionar a los franceses… Bueno, bueno.

– Mira -dijo Carlos-, están todos viendo cómo se sacuden el mochuelo de encima y van a acabar pagando justos por pecadores.

– No te lo crees ni tú -dijo el Gera-. Venga, hombre, los que paguen serán todos pecadores. ¿O no? Vamos, que me vas a decir ahora que nadie se había enterado realmente de lo que hacían secuestrando a un tipo en Francia…, de lo que era el GAL… Igual que cuando lo del Nani hace años: nadie sabía lo de la mafia policial de las pelotas ¿eh? Son pistonudos. Les decían a los cacos dónde tenían que robar y luego los desvalijaban. ¿Eh, tío?

– Cien años de perdón -dijo José Luis Alvarez riendo.

Carlos rió.

– ¡Qué tíos! Y ahora, con esto del GAL, encima se buscan al más tonto del barrio, al chulo del comisario Amedo, que va por ahí comprando mercenarios corsos con la Visa oro…

– Porque ningún otro quería -dijo el Gera.

– Venga ya, Gera -dijo Carlos.

– Que es verdad. ¿Quién va a querer meterse en un berenjenal de muertes y represalias y secuestros y tal? Nadie. Oye, que aquí respetamos la ley.

Carlos levantó una ceja.

– ¿Sí? No me digas que no se habría apuntado una legión a hacer la guerra sucia si les hubieran dado garantías… ¿Con lo que hemos pasado tú y yo, por ejemplo? ¿Sabes lo que te digo? Nada de esto habría pasado si no lo hubieran descubierto. Hay que hacer bien las cosas.

– No me fastidies. ¿Cómo puedes tú decir eso?

– ¿Cómo? Pues que el crimen de Estado lo puedes cometer si nadie te pilla después, eso es lo que digo. Como los alemanes con la banda Baader Meinhoff, que se les suicidaron todos en la cárcel…

– Sí, hombre… O sea, que el crimen es menos crimen si no te pillan.

– Tú y yo hemos estado allá arriba pasándolas putas. -Carlos sacudió la cabeza-. ¿Te lo tengo que recordar? No me digas que no habrías participado en el secuestro de Marey y en las otras cosas -rió-, si te hubieran garantizado que no intervenía Amedo, el poli más tonto…

– No, ni hablar. Nunca. Yo no infrinjo la ley.

– Ya -dijo Carlos-, y si mi abuela tuviera ruedas sería una bicicleta. -Levantó la voz-. ¿No? ¿No infringes? ¿Y no entiendes que otros compañeros lo hagan?

– Pues no, qué quieres que te diga.

– Hombre, jopé, tío, alguna vez pasa. Mira el Nani.

Pues sí, pues vale, oye, que se les muriera un quinqui. Oye, porque el Nani era un quinqui, coño. Y de la peor ralea, caramba. Que los vemos tú y yo por docenas todos los días.

– Ya. ¿Y? Tan malo es matar para defenderse de ETA como cepillarse a un tipo porque es un quinqui…

– Pues será. Pero a veces es necesario. Y además es distinto. Una cosa es que se me quede el tío en las manos porque, en vez de estarle preguntando por la última perrería que ha hecho, le estoy interrogando para ver dónde ha metido el botín y luego quedármelo yo. Pero, oye, porque sea un quinqui de mierda… Oye tú, un quinqui menos.

– ¡Hale, qué bestia, Carlos! -dijo Andrés-. Joder, tío, cualquiera diría que eres el Destripador de Vallecas.

– No, hombre, no digo eso. No digo que torturo a un tío hasta que se muera, no, hombre, carambas. Sólo digo que se te puede quedar y que si es un quinqui, oye, pues…

– Ya, y si te pillan, el que acaba en el chiquero eres tú.

– No te pillan.

– Ya me lo contarás cuando acabe la broma esta de Marey -dijo José Luis.

– ¡No, hombre, no! No les va a pasar nada. Estaría bueno. ¿Sabes lo que te digo? Si a mí mañana me dicen que para acabar con el crimen este tengo que meterme en el fango con guantes de cabritilla y luego sacarlos de la mierda como una patena… Oye, que se lo cuenten a otro.

– Y dale, Carlos. Que estos tíos del GAL son tan quinquis como el Nani…

– Ya. Bueno… eso no tiene nada que ver. Ya sabemos que en la policía hay mucha porquería. Vale. Dicho lo cual, que me dejen hacer mi trabajo. Y además, ¿se han quedado con el dinero?

– Pues sí.

– Vaya, bueno, pero es que son unos sinvergüenzas.

– O sea, que para lo de un quinqui el fin justifica los medios. Jopé, oyéndote cualquiera diría que te los cepillas por pares, Carlos.

– No, oye, no me tergiverses las cosas, que yo sé lo que me digo.

– Sí, hombre, tienes una empanada mental que no te aclaras.

– No, Gera. Si a mí se me quedara un quinqui entre las manos, ten por seguro que habría sido por una desgracia intentando hacer cumplir la ley. No se me queda, claro, porque soy un tío normal, pero así son las cosas. A mí lo que me estorba sobremanera es que se me vaya a quedar un quinqui entre las manos… o un etarra, vamos, y yo acabe pagando el pato por todos. Y mientras tanto nuestros jefes sonriendo en las Cortes…

– … Dando la cara en los tribunales…

– Vale, vale, poniendo la carita donde quieras, pero librándose del lío porque ellos son excelsos servidores del Estado con e mayúscula y no se habían enterado. -Hizo un gesto negativo con la cabeza-. Ni hablar, Gera. Si yo me pringo y presto mi servicio a la comunidad, los demás que también apechuguen con lo suyo.

Otrosí digo. Y si no les gusta, lo que tienen que hacer es dedicarse a las grandes finanzas…

– Sí -dijo José Luis riendo-, como el director de la Guardia Civil.

– No, hombre, no seas idiota. Como el Javier Montero ese, que lo que hace es comprarse bancos, bailar sevillanas e ir de fino por la vida. También habrá que ver ése lo que no habrá hecho para estar allí arriba. Y por la tarde, cierra el chiringuito, se coge el Ferrari, se monta a una tía y a otra cosa. -Se comió una aceituna y, volviéndose hacia José Luis Álvarez, dijo-: Oye, ¿tú conoces mi teoría sobre las mujeres?

– No conozco tu teoría sobre las mujeres. Pero espera un momentito, que antes de que me la cuentes, porque me la vas a contar, quiero que el Gera… Oye, Gera, ¿dónde está el cementerio de coches ese de Canillejas?

– ¡Ah! No se trata sólo de saber dónde está, querido, a ver si me entiendes. Hay que ser colega del gitano que anda suelto por ahí. -Lo miró con curiosidad; apuró su vaso de cerveza de un trago-. ¿De verdad que quieres buscarle un renol cinco desvencijado a tu mujer? Tú sabrás, tío. Bueno, tú te las compones con el gitano -añadió, encogiéndose de hombros; cuando el Gera se encogía de hombros, se le movía toda la gigantesca anatomía-. Detrás de un vertedero, al final de la calle Maratón, ahí está. Encontrarás de todo. Mejor te llevas una hoja pericial, a ver si me entiendes, ¿sabes lo que te digo? Ayer hasta vi una furgoneta blindada de esas de transportar dinero. Hombre, desconchada y tal, pero no me pareció que estuviera tan mal, ya ves… Oye, Carlos, antes de que les cuentes a éstos tu teoría sobre la conquista de las mujeres, yo me voy a comer. Te veo en la brigada a las cuatro y media. Agur, camaradas.

Alzó la mano, dio una palmada en el hombro de Carlos y se marchó.

– ¿Sabíais que el hermano del Gera juega por fin el domingo con el Madrid? Están todos como flanes, empezando por el propio Pepillo…

– El Marca da la alineación esta mañana -dijo Andrés desde detrás de la barra-. El chaval está inmenso. ¿Viste los dos goles que metió el domingo con el Madrid B?

– Ya -dijo Carlos-, mientras no se eche a perder… Lo que yo os diga, colegas: no hay sensación en este mundo como la que se lleva en el estómago cuando por fin vas subiendo despacio por la escalera de casa con la señora dos escalones más arriba, sabiendo que la vas mirando, porque lo sabe, y pensando dentro de cinco minutos estaremos en el catre… Acabas de darle de cenar, has jugado a mirar y a insinuar, le has acariciado un hombro y todo ese tiempo ella sabía a por lo que ibas y no se te ha echado para atrás.

– Yo le dije al jefe -interrumpió José Luis- que el colombiano aquel era mal bicho y que, además, con la pasta que manejan, tienen comprada a media España.

Carlos, con su teoría de la conquista de la mujer a medio explicar, se volvió hacia Andrés y le susurró confidencialmente:

– A mí me parece que aquí el camarada Álvarez es más maricón que un pato: le interesa más el kilo de coca que le metieron al jefe en la maleta cuando volvió de Bogotá que el método infalible para llevarse a una señora al tálamo…

– ¿Tálamo? -preguntó Andrés arrugando el entrecejo. Alargó la mano, cogió una botella de rioja y se sirvió un vaso.

– Lecho, catre, piltra, altar en el que se consuma la suprema suerte…

– Suerte, la que tendrás tú si algún día te tiras a una tía, chaval.

– Pues mira, hombre, José Luis, como no lo remedie la divina providencia, que no lo va a remediar, sin ir más lejos, esta noche, mira tú por dónde. -Y le guiñó un ojo muy azul.

CAPITULO VI

VIERNES 22 DE MAYO

2.30

– Qué va -dijo Carlos, incorporándose sobre un codo-. Lo que pasa es que en la brigada nos obligan a mantenernos en forma y uno, que es fuerte de natural, se trabaja el músculo.

A su lado, tapada por almohadas y arrebujada en las sábanas, Paloma dio un gruñido.

– ¿Cómo dices? -preguntó Carlos.

– Digo que… -Y el resto se perdió en un murmullo vago e ininteligible.

– No te entiendo una palabra, chica.

De un golpe, Paloma se apartó las sábanas de la cara y, resoplando para quitarse el pelo que le tapaba la boca, dijo con paciencia:

– Digo que sólo me interesa que te trabajes un músculo que yo me sé.

Y se volvió a tapar. Al cabo de un momento, del montón de ropa escapó una risa. Carlos se inclinó hacia atrás y alargando el brazo cogió un cigarrillo de la mesilla de noche. Lo encendió.

– No sé para qué fumas -dijo Paloma desde debajo de las sábanas-. Te huele el aliento a tabacazo y no me gusta nada.

– Pues no se te nota.

– Oye, poli -dijo Paloma incorporándose de un salto y sentándose con las piernas cruzadas-. ¿Cómo os llaman ahora? ¿Polis, pasma, maderos o qué? -Carlos se encogió de hombros-. Como eres el primero con el que ligo… Oye, tú, no seas impertinente. Deja ya de mirarme -dijo doblando una pierna para taparse. Su rodilla quedó a la altura de la cara de Carlos, que se inclinó y le dio un beso-. Quita, no seas plasta… ¿Qué tienes ahí?

Con el dedo índice le tocó suavemente la cicatriz que tenía en la boca del estómago. Carlos cerró los ojos.

– Nada. Una cicatriz.

– No me digas. Eso ya lo veo yo. Pero ¿de qué es? -insistió Paloma, pasándole el dorso de la mano por la rugosidad de la piel.

– ¿Eh?

– Seguro que de un tiroteo con los malos en vuestra incesante guerra contra el crimen, ¿no? -Carlos, con los ojos cerrados, sonrió-. Oye, dime una cosa. ¿Tú pegas bofetadas?

– ¿Cómo?

– Que sí, hombre, que si pegas bofetadas. Ya sabes, a los quinquis… en las comisarías y tal. Ya sabes, en los interrogatorios. ¡Confiesa! ¿Dónde has puesto la pasta? ¡Zas! -Ladeó la cabeza-. Ya sabes. Porque vosotros pegáis ¿eh?

– De eso nada -contestó con indignación-. Yo no pego… ni mis compañeros. Estamos un poquito hasta las bolas de que la gente lo diga, la verdad.

– O sea, que todos los años salís en el cuadro de honor de Amnistía Internacional como los más pegones de los países civilizados y me dices que no rompéis un plato…, ¿eh, tío? -Lo empujó con un dedo.

– Ni hablar…, eso son chorradas.

– ¿Chorradas? ¿Tú crees que soy imbécil o qué? A ti, o sea, a ti no se te escapa una galleta en cumplimiento del deber en tu vida, ¿no? -Carlos negó con la cabeza-. Ni siquiera cuando el tío ha violado a una niña. -Carlos volvió a hacer un gesto negativo-. O si se acaba de llevar a un compañero tuyo por delante. Pues yo lo haría…

– Hombre… -murmuró Carlos encogiéndose una vez más de hombros-, hay veces que… -alzó las cejas-. Bueno… qué quieres que te diga, somos humanos, ¿no?

– ¡Aha! Y así, cuando estás convencido de que un quinqui sabe dónde hay un alijo de cocaína pero no lo quiere decir…

– … se le interroga sin violencia.

– … se le cose a tortas hasta que canta y luego vosotros, los celadores del orden, os quedáis con la coca por hacerle un bien a vuestros semejantes. Ya.

– No digas bobadas, mujer. Hombre, bueno -añadió al cabo de un momento Carlos con resignación-, la verdad es que hay veces en que se necesita saber la verdad muy de prisa para que no se te escapen los demás de la banda…

– Vamos, que tú le forras al detenido la cara a guantazos por prestarle un servicio a la Sociedad con ese mayúscula.

Carlos finalmente se impacientó.

– Oye, chiquita, vamos a ver: aquí vivimos en un mundo sórdido, sucio y lleno de hijos de puta que a poco que puedan dejan a esta Sociedad con ese mayúscula, como tú la llamas, para el arrastre…

– No me grites -dijo Paloma en voz baja.

– Si no te grito…, de verdad, perdona, no te grito. Pero es que hay veces en que se me llevan los demonios. Verás. El mundo de cuento de hadas en el que vives tiene por debajo otro que es un infierno. Ése es el que yo vivo, ése es el que me ha tocado vivir para proteger el tuyo…

– ¿Sí? Mi mundo, Carlos guapito, es uno en el que yo y mis hermanas trabajamos diez horas diarias porque mi padre está en una silla de ruedas y mi madre se murió en el mismo accidente. Mi cuento de hadas…, qué sabrás tú de cuentos de hadas… -Sacudió la cabeza-. A ver si despertáis, chico, que está una hasta aquí de que me defendáis y luego no encontráis a un secuestrado de ETA así os aspen, espíritu de Ermua os iba yo a dar, y luego salgo a la calle a ver qué colgao me arranca el bolso y eso que, como estoy buena, tengo suerte si además no me viola… Anda, anda, que os ponéis como el Cid Campeador con esto de la campaña de la virtud… -dijo virtud con sorna exagerada.

– Paloma, Paloma, verás. Que no me pongo nada ni pretendo nada. Lo único que te digo es que, con lo mal que lo pasas tú, lo mal que lo pasa tu viejo, todavía estáis en el paraíso comparado con la mierda que yo como todos los días… Y cuando mis colegas y yo estamos de vuelta de madrugada habiendo trincado a un camello que probablemente tiene el sida y que se lo ha contagiado a Dios sabe quién… ese tío no merece ni vivir, no te quiero contar llevarse unas cuantas bofetadas para que nos diga dónde le suministran la droga…

– Ya. Y un día se os calientan las bolas a unos cuantos y adiós Nani…

– No, Paloma. Ésos fueron unos bestias criminales…

– ¿Y en qué se diferenciaban de vosotros?

– En que, me cago en la mar, ellos se pringaban o se pringan, qué sé yo, el bolsillo y yo no me pringo nada de nada. Lo único que intento es hacer cumplir la ley, pero no para que se salve un quinqui, que me da lo mismo, sino para que no joda al prójimo…

– Muy fino.

– Bueno, perdona. ¿Qué haces?

– Ya lo ves: me visto.

– Pero ¿por qué?

– Porque me voy a casa, anda éste. Me voy al cuento de hadas. ¡No me toques! Mira que si se te escapa una galleta…

– No hay quien os entienda -dijo Carlos, levantando las dos manos a la altura de los hombros.

Paloma rió.

– Supermán -dijo-. Que pareces el guerrero del antifaz.

4.35

– Gera…

– Oye, Gera… Ya sé que es tarde. Gera…

– Carlos. -El Gera tosió, bostezó de forma interminable y se rascó la coronilla. Luego alargó el brazo buscando el interruptor de la mesilla de noche-. Cago en diez, Carmen, vamos a poner la dichosa lámpara en un sitio donde lleguemos todos.

Por fin encontró el cable eléctrico. Encendió la luz e hizo girar el despertador hasta que consiguió ver la esfera.

– Carlos. Me cago en tu padre… Carlos, jopé, las cinco menos veinticinco de la madrugada.

Carmen, arrebujada en las sábanas, se dio la vuelta y empujó la frente contra el estómago del Gera. «Macizo», murmuró.

– Gera, tío, espera un momento, hombre. Que nos llama el jefe…

– ¿Ahora? ¿Qué quiere? ¿Que le hagamos el zumo de naranja?

– Venga, tío, que estoy abajo esperando. Llevo diez minutos llamando…

– Como te pille el móvil, lo pateo.

– Jopé, que es que dormís como elefantes.

– Hombre, Carlos, usted perdone. Lo siento. Mira que ocurrírseme dormir por las noches…

Colgó el teléfono. Se volvió hacia la izquierda y se tapó con las sábanas.

– ¿Qué pasa? -preguntó Carmen.

– Las cinco menos veinticinco, eso es lo que pasa, que parece que estamos en las películas. Aquí no se trabaja más que por las noches, hala, para la cosa del misterio y del riesgo -contestó el Gera. Y se quedó dormido.

– ¿Qué tripa se os ha roto? -le preguntó a Carlos cuando bajó al portal diez minutos más tarde-. Oye, que aquí abajo hace un gris que afeita.

– Claro, es que son las cinco…

– Menos veinticinco, no me lo recuerdes más. Venga, vámonos. ¿Dónde nos espera el jefe?

Carlos carraspeó.

– Bueno, la verdad es que en ningún sitio. -Y dio con rapidez un paso atrás para evitar que el Gera lo agarrara por las solapas y lo zarandeara; conciliador, levantó una mano-. Espera, hombre, espera un momento, que para ser tan grande tienes la mano más ligera… Gera, me ca…, es que te tengo que hablar…

El Gera resopló y levantando la vista al cielo se apoyó contra el quicio del portal. Se metió las manos en los bolsillos.

– ¿Qué has hecho ahora?

– Me he enamorado. -El Gera sacó el llavín de su bolsillo, se dio la vuelta y lo metió en la cerradura-. Espera, hombre, tío, no te vayas. A alguien se lo tengo que contar, caray, que la tía no me hace ni caso.

– Menos mal que aún queda gente sensata por el mundo. ¿Es la tía buena que te esperaba a la puerta de la brigada?

– Ya ves…

– Pues está para untarle pan. No me sorprende que te pongas malo. ¿Te la has tirado o es sólo dolor de huevos?

– No, de veras, Gera, no te rías. Cuando la tenía en los brazos en casa, te juro que me daba la risa. Me parecía ridículo estar a solas con una tía tan buena…

Bajando por la calle de Diego de León se encaminaron despacio hacia Serrano. Carlos encendió un cigarrillo. La luz de las farolas se reflejaba en el pavimento mojado: acababan de pasar los regadores y aún se los oía tres calles más arriba dirigiendo el potente chorro de sus mangueras contra los bordillos de las aceras para que el agua desalojara hojas, bolsas de plástico, colillas y polvo acumulado durante las horas de sol. Olía a humedad de primavera y a asfalto encharcado. A lo lejos se divisaban las siluetas de los rascacielos de la Castellana en el claroscuro apenas intuido e incierto de los momentos que preceden al amanecer. Al otro lado de la calle, unos trasnochadores que acababan de salir de un bar que está en la esquina de Velázquez con Diego de León iban riendo. A uno le dio un ataque de tos.

– Es que fumas que es demasié, tío -le dijo su compañero dándole un empujón.

Se acercaron a un automóvil blanco aparcado frente a ellos. El que había tosido se subió por el lado del conductor y se inclinó para abrir desde dentro la portezuela del pasajero. Su acompañante se instaló a su lado y en seguida el coche arrancó en dirección a Serrano. Carlos y el Gera, andando despacio y medio distraídos, habían seguido toda la escena desde la acera de enfrente.

– Por ahí tiene su nido una pareja de cernícalos -murmuró por fin el Gera-. Los veo por las mañanas temprano, planeando, buscando ratones. Son preciosos, amarillo dorado. Oye, Carlos, ¿tú sabes quién es ese que va con el tío que tose? Esos que acaban de salir del bar aquel… -Se paró-. ¿A ti qué te recuerda esa medio chepa?

– Jacinto Horcajo -dijo Carlos-. Mierda, Gera, que es Jacinto Horcajo.

Los dos echaron a correr hacia la esquina, pero el coche iba ya lejos y sólo se le divisaban las luces traseras, que se encendían con mayor intensidad cuando el conductor frenaba al llegar a algún cruce.

– ¿Qué coche era? ¿Tú lo has visto? -preguntó Carlos jadeando.

El Gera entrecerró los ojos para intentar ver mejor y luego, encogiéndose de hombros, apretó los labios.

– Blanco…, blanco…, dos puertas…, podría ser un Opel Corsa -dijo al cabo de unos segundos.

– Somos más lentos… Puede, Gera. Opel Corsa, matrícula de Madrid… ¿Qué más?

– ¿Qué más quieres, macho? Me cago en la mar, Horcajo, Carlos. Conque ya no volvía de Colombia, ¿eh? Se había ido ¿hace qué?…, ¿dos, tres años? ¿Eh?

– Casi tres -murmuró Carlos.

– … y no volvía porque le arrancaban la piel a tiras los holandeses y los americanos y los del cártel de Cali y la madre que los parió… Al jefe le da una apoplejía, me cago en la mar, Carlos.

– Vamonos a la brigada, tú. ¡Corre!

Y alzando una mano llamó a un taxi que pasaba en. aquel momento.

– ¿Qué me decías de que te habías enamorado? -preguntó el Gera en voz baja al sentarse en el taxi. Se inclinó hacia Carlos como quien espera una confidencia.

10.15

Al inspector José Luis Alvarez que, junto con Carlos de Juan y el Gera, estaba destinado en el Grupo 4.° (Cocaína) de la sección operativa de la Brigada Central de Estupefacientes, le aburría sobremanera tener que acudir a desayunar a casa de su suegro, Julio Galán Torrent, el rey del mueble de oficina. No le caía bien su suegro; es más, no le divertía en absoluto. Pero no le quedaba más remedio que aguantarse.

Nacido setenta y cuatro años antes en Chiloeches, Galán había fundado su primera fábrica en 1945 y se había organizado una saneada fortuna gracias a la buena amistad que le había unido al gobernador civil de Toledo. En su momento, el gobernador le había facilitado el amueblamiento del nuevo Ministerio de Obras Públicas en Madrid. A partir de aquel golpe de fortuna, el mueble de oficina Gato había enriquecido a su creador y sólo le había jugado una mala pasada durante la estabilización económica de 1959. Pero mal que bien don Julio había logrado capear el temporal: con unos créditos aquí y unas ayudas allá se había mantenido más o menos sobreviviendo hasta que llegó el boom de los años setenta. Fue su gran salto económico. Lo malo fue que la riqueza hizo ambicioso a Galán. «El secreto está en la diversificación», solía decir. Al principio de la década de los noventa, Gato, como se le empezó a conocer en imitación de su marca de muebles en más de un ambiente no demasiado recomendable, decidió que el camino de la diversificación pasaba por el movimiento rápido de capitales.

Se metió en el tráfico de heroína por pura casualidad, casi sin saber de lo que se trataba.

En julio de 1992, hartos de los fastos del quinto centenario, Galán, su mujer y la niña soltera de ambos, Tere (la menor de cuatro hermanos), decidieron tomarse un bien ganado descanso y darse un paseo por la Europa septentrional. «Amsterdam, los canales, la Venecia del norte», decía don Julio al examinar los prospectos de Viajes Melií; se ponía lírico con cualquier cosa. Y fueron hasta Holanda en coche, parando en París a la ida y a la vuelta. Un viaje memorable. «Yo, de Chiloeches», decía don Julio sonriendo encantado. Era un hombre bajo y regordete, con el incierto aspecto del nuevo rico a quien aún no se le han borrado las arrugas esculpidas en la cara por horas de sol en una era de Toledo. En realidad nunca había estado en una era sino que había viajado muy joven a Madrid. Al principio se había ganado la vida haciendo del medio enano que se lleva todas las bofetadas en una compañía de revistas en el teatro Martín.

El caso es que en Amsterdam se alojaron en el hotel Krasnapolski, en el mismísimo centro de la ciudad. Hotel cuyo nombre don Julio era incapaz de pronunciar (Cranalosqui, lo llamaba) y que a Tere, una madrileñita pizpireta y vivaracha, se le antojaba misterioso y como de película de espías. El Krasnapolski tiene su fachada noble orientada hacia el Dam, al otro lado del cual se yergue la mole del palacio real. Entre uno y otro edificio, un gran monumento no muy imaginativo conmemora a los héroes caídos durante la guerra y da cobijo a otros héroes, acudidos a la capital holandesa para comprar y consumir droga barata.

Pero es a la espalda del hotel donde Amsterdam cobra su fama de Sodoma y Gomorra y fue a la espalda del hotel donde empezó la carrera delictiva de don Julio Galán Torrent, rey del mueble de oficina. El célebre barrio rojo de Amsterdam, en el que es posible encontrar de todo mientras no se sea exigente en exceso, desde la prostituta sentada detrás de la ventana que le hace de escaparate hasta el bar de homosexuales, pasando por los camellos y los borrachos, los artistas, los museos y las iglesias del xvii. Todo está en el Voorburgwal, el pequeño y pintoresco canal de bellas construcciones burguesas y sucias aguas. Hasta les es posible a las turistas pasear y horrorizarse con cuanto ven, sin que nadie las moleste o les recrimine la malsana curiosidad. Tere y su madre tuvieron ocasión de divertirse de lo lindo. «Jesús», exclamaba doña Hipólita viendo cuanto veía, mientras don Julio lamentaba sinceramente no haber hecho el viaje a solas.

La última tarde de su estancia en Holanda, cayendo ya el crepúsculo, paseaban por vez postrera don Julio y su familia por Warmoesstraat mirando sin mirar los escaparates de las tiendas de pornografía, andando con lentitud hacia la vieja iglesia que asoma al canal, cuando fueron interpelados desde la acera de enfrente.

– Pero, don Julio, caramba -exclamó risueño un hombre tanto más pequeño que Galán que sí parecía un enano de verdad.

– Es Pepe González -dijo don Julio a doña Hipólita mientras esperaban a cruzar de acera-. Está forrado. Le he montado su oficina. Tiene un montón de taxis en Madrid y en Guadalajara. ¡Pero, hombre, don Pepe! ¡Pero qué gusto verlo! ¿Qué hace usted por aquí?

– Ya ve usted. A sus pies, señora, y esta preciosidad es la hija de ustedes, ¿eh? Mejor será que la escondan, porque aquí…

– Ya, ya, esto es terrible, ¿verdad? ¿Dónde está usted alojado, don Pepe?

– Aquí, en el hotel este de la esquina.

– ¿En el Cranalosqui?

– Eso.

– Nosotros también.

– Pero, hombre, los invito a tomar una copa en el bar. ¿Hasta cuándo se quedan?

– Huy, ya nos vamos mañana -terció doña Hipólita.

Fueron andando con parsimonia hacia el hotel y, cuando hubieron llegado, se instalaron en el bar. Los dos hombres pidieron cerveza, doña Hipólita nada y Tere, un zumo natural. Charlaron durante un buen rato con animación y después decidieron que cenarían juntos. Fue una velada tan simpática y relajada que bien podría haber tenido lugar en el Casino de Madrid. Después de los cafés, mientras ambos señores encendían sendos puros, doña Hipólita anunció que subía a hacer las maletas y que Tere la acompañaba.

Hubo un momento de silencio satisfecho y apacible.

– Galán -dijo don Pepe al fin-, me pregunto si me puede usted hacer un favor.

– Faltaría más, lo que usted me diga, compadre -contestó don Julio.

– Verá usted. Viajo muy ligero, lo estrictamente necesario, y he comprado unos recuerdos para la familia y ya no me caben en la maleta. Me pregunto…, bueno, como ustedes van en coche… -Guiñó un ojo-. Hombre, la verdad es que son cosas de bastante valor y no quisiera tener que enseñárselas a la policía en Barajas…

– ¡Sí, hombre! Eso está hecho. Ya sabe que en coche y por Hendaya…

Y así fue cómo don Julio Galán Torrent, el rey del mueble de oficina, hizo su primer transporte de heroína a España, aunque, cuando lo hizo, iba convencido de llevar un aparato de vídeo o una buena máquina de fotos que don Pepe quisiera meter de extranjis. Galán le estaba muy agradecido: había ganado mucho dinero con él. De haber sabido lo que llevaba se habría llevado un buen susto, pero como no era ningún tonto y sabía que tanto su aspecto como el de su familia jamás despertarían sospechas en la policía española, hizo el viaje con toda tranquilidad.

Cuando llegaron a Madrid, don Julio llamó a don Pepe y le entregó el paquete, a cambio del cual, y en prueba del efusivo agradecimiento del recipiendario, recibió la friolera de un millón de pesetas.

El siguiente transporte lo hizo don Julio como socio a partes iguales con don Pepe. Y el tercero, ya como industrial independiente.

Aunque la distribución en Madrid no era problema, un hombre tan poco experimentado en ella como Galán cometió al principio uno o dos errores. Tal vez quiso que su negocio creciera demasiado de prisa. El caso fue que, por ese preciso motivo, el inspector José Luis Alvarez, su futuro yerno, lo pescó una noche con las manos en la masa, cosa de principiantes. Y allí mismo, sin andarse por las ramas, don Julio le ofreció tal cantidad de dinero que José Luis no dudó un instante en aceptar.

Años después, desayunaban juntos, pero al inspector Alvarez no le caía nada bien su suegro: lo encontraba aburrido además de rata. En aquella familia se vivía bien pero no se hacía ostentación de riqueza, «porque luego las preguntas las carga el diablo, ¿verdad, José Luis?», decía siempre Gato.

– Bueno -dijo don Julio, después de apurar su taza de café-, me alegro de que hayas podido venir, José Luis. Estaba yo algo preocupado con nuestras cosas y… ¿Qué tal va todo?

– Bueno, don Julio, me parece que tenemos poco tiempo para resolver este asunto y, sobre todo, para resolver la cuestión del transporte… No sé.

– El tiempo apremia -dijo don Julio-. No necesito recordarte el volumen de la operación, ¿eh?

– Ya, ya lo sé, ya.

– Seis días.

– Seis días, sí, el tiempo apremia, pero a mí me lo ha contado usted muy tarde, no me ha dado usted tiempo para preparar todo esto con cuidado, a ver si me entiende.

– Hombre, José Luis, estoy convencido de que, contigo al mando, no vamos a tener problemas, ¿eh?

– Ya.

10.30

– Oye, hijo de tu madre, no te quedes conmigo, que te rompo el alma -dijo Carlos en voz baja.

Con la mano derecha tenía agarrado al Pitri por el cuello y lo había empujado contra el rincón del sucio retrete. Casi ni cabían en él. Carlos tenía apoyada la cadera contra el descascarillado lavabo y la pantorrilla contra la taza del retrete. Olía poderosamente a orín y alcantarilla.

– ¡Que yo no me quedo con nadie, tío, jopé! -exclamó el Pitri con voz asustada.

Con la boca hacía un gesto de exagerada inocencia, curvando las comisuras de los labios hacia abajo, intentando aparentar absoluta ignorancia. Pero tenía miedo y sudaba. La camisa por la que le agarraba Carlos había sido blanca; ahora era marrón-gris y estaba pegajosa de suciedad.

– Tú te me llevas escaqueando desde hace una semana y ya no me vas a escurrir el bulto más -dijo Carlos.

Y lo empujó con violencia contra la esquina del cuchitril. Al mismo tiempo, le pegó un puñetazo seco en la boca del estómago. Cortada la respiración, el Pitri abrió mucho la boca e intentó doblarse en dos. Pero Carlos no le dejó y al Pitri se le llenaron los ojos de lágrimas. Bajó la cabeza y de su boca abierta escapó un reguero de saliva.

– ¿Por qué no me has dicho que está Horcajo en Madrid, tío mierda? ¡No me escupas encima, cabrón!

El Pitri se quedó callado. Jadeaba y movía los labios como si, aun queriendo hablar, se lo impidiera el dolor.

– ¿Eh? -dijo Carlos, zarandeándolo.

– ¡Que no lo sabía, jopé, tío!

– Pero te enteraste, ¿eh? ¿Cuándo?

– Ayer…, sólo ayer…

– Oye, hijo de perra, cuando uno se entera de una cosa así, se me llama al instante, ¿te enteras? ¿Eh, te enteras?

La puerta del estrecho retrete se abrió y asomó por el quicio la cara afilada y triste de un yonqui llamado Lo-lín al que todo el mundo conocía en la calle de la Ballesta. Carlos volvió la cabeza, lo miró y dijo «largo». Luego alargó la pierna derecha hacia atrás y cerró la puerta de un golpe.

– ¿Qué pasa? -preguntó el Pitri sacudiendo la cabeza-. ¿Nos sale la fiebre equina? -Y en seguida levantó ambos brazos para indicar la inocencia de la broma; cuando vio la mirada de Carlos, añadió sin bravuconería-: Ya, ya no me pegues más, jopé, tío.

– Pitri -dijo Carlos con paciencia-, te voy a tener que acabar partiendo en dos. Pero te lo voy a decir despacio porque a ti el caballo te tiene ablandado el seso y no te enteras: Pitri, cuando un tipo como Jacinto Horcajo vuelve a Madrid, me tengo que enterar a los dos minutos, qué digo, al minuto, Pitri, ¿te enteras? -El Pitri asintió con vigor-. Cuando Jacinto Horcajo está en Madrid y yo no lo sé, me asusto. Y si me asusto yo, no te quiero decir cómo tienes que ponerte tú.

– Vale, tío, vale. Oye, que es muy peligroso decir nada de Horcajo. Le va a uno la vida en ello, Carlos. ¡Espera!

Carlos lo zarandeó de nuevo.

– No haberte metido en esta vida de rata… Tú me vas a encontrar a Horcajo y me vas a decir dónde está, Pitri, ¿me oyes?, porque algo malo está tramando.

– Vale, pero no sé si se esconde…, no sé nada… Vale, vale…

Carlos lo soltó con un empujón, con asco de tenerlo tan cerca. Se dio la vuelta y salió del retrete ajustándose la chaqueta. Doblando las rodillas, el Pitri fue encogiéndose despacio hacia el suelo. Se quedó en cuclillas, apoyó los codos en los muslos y se tapó la cara con las manos. Dio un gemido.

– Mierda -exclamó en voz baja y se le escapó un sollozo.

Al pasar por el bar, completamente desierto a esa hora (a excepción del camarero, que se entretenía leyendo el As), Carlos levantó una mano en señal de saludo y sin pronunciar palabra salió a la calle. Empezó a andar hacia la Gran Vía. Al llegar a la esquina, se detuvo frente a una cabina telefónica; apoyó una mano contra su puerta y estuvo quieto un momento. Luego, decidiéndose, entró en la cabina. Intentó hacer caso omiso del poderoso olor a vómito que había en ella y descolgó el auricular medio roto. Puso una moneda de cien pesetas en la ranura y marcó un número.

– Diga.

– ¿Está Paloma?

– ¡Paloma!

Al cabo de unos segundos, Carlos oyó que decían «es para ti».

– ¿Quién es?

– El mago de Oz.

– Estás tú bueno -dijo Paloma riendo.

– Oye, ¿nos vemos luego?

– No. Te suena rara la voz. ¿Te has acatarrado?

– No. Es que me tapo la nariz porque en esta cabina huele fatal -dijo Carlos soltándose la nariz y poniendo cara de asco-. ¿Por qué no?

– ¿Por qué no qué?

– ¿Por qué no me quieres ver luego?

– Porque no. No puedo… No… Vamos, que no quiero.

– Te voy a dar la lata hasta que te canses.

– Te cansarás tú antes.

– Yo de ti no me voy a cansar.

Paloma rió.

– Bueno… -Guardó silencio un momento y luego dijo-: La perseverancia es una buena virtud.

Colgó. Carlos se quedó mirando el auricular.

– Coño de veinte duros -dijo.

A lo lejos, en la puerta del bar apareció el Pitri. Se pasó la mano por el pelo; lo tenía mojado y le brillaba. Después alzó la cabeza y escupió con abundancia. Se volvió hacia donde estaba Carlos e hizo un corte de mangas.

13.00

– Oiga, De Juan -dijo el subcomisario asomándose a la puerta del despacho que Carlos compartía con el Gera.

– Diga, jefe.

– Ricardo nos manda este fax desde La Haya. Se me encarga usted de esto, ¿verdad?

– Sí, señor. Oiga, jefe -dijo Carlos y levantó una mano-. Me parece… esto… vamos, que Horcajo está en Madrid.

– Venga ya. Está usted de coña.

– No, señor, no -terció el Gera-. Lo vimos anoche por Diego de León.

– ¿Me están ustedes diciendo que anoche, a una hora no determinada, cuando transitaban por la calle de Diego de León, seguramente rascándose los cataplines, avistaron a Jacinto Horcajo, un peligroso asesino buscado por la policía de siete continentes, y no lo detuvieron?

Abandonando el quicio de la puerta del despacho de Carlos desde el que había hablado, el subcomisario se acercó a la mesa. El Gera, que estaba sentado frente a ella en una butaquita de madera empequeñecida por la mole de su ocupante, se puso de pie y carraspeó.

– Sí, señor -dijo-. Lo que ocurre es que no lo pudimos detener porque no lo reconocimos así de pronto. Se ha dejado barba y ha debido de perder unos diez o doce kilos. Para cuando nos dimos cuenta de quién era, ya se había metido en un coche…

– Sólo por la chepa… Pero descuide, jefe, que ya hemos dado el queo y lo encontraremos corriendo… -añadió Carlos.

– Pero ¿será posible? ¿Los vio él a ustedes?

– No. Yo creo que no. Verá usted, jefe, íbamos muy despacio…

– Como pensando en otra cosa, ¿sabe?, y era aún muy de noche.

– No me cuente usted la historia de su vida. -El subcomisario apretó los labios, se dio media vuelta y salió del despacho. Carlos y el Gera se miraron. El Gera estiró la boca hacia abajo y Carlos se encogió de hombros. Desde el pasillo, el subcomisario añadió-: Me lo encuentran y me lo sirven en bandeja, previamente asado en su jugo.

– Creo que el jefe es de los que no perdonan -dijo el Gera en voz baja.

– No quedan virtudes cristianas en este mundo. ¿Has visto cómo se ha puesto?

– Ya, jolín.

– ¿Y tu hermano?

– ¿Pepillo? -Esta vez fue el Gera el que se encogió de hombros-. Como un flan. Después de comer se van a la concentración. ¿Qué dice el fax ese? Ya tengo las entradas. Le he dicho a Pepillo que como no meta al menos un gol, lo despellejo.

– Claro, hombre, le va a meter un gol a Molina. Dice… -Carlos se calló mientras leía el fax de la embajada-. Oye, tú, que en Holanda han secuestrado a un tío que es el dueño de una de las mayores empresas allá. Tiene más millones que pulgas el perro de un gitano. Que estemos al loro, porque a Ricardo le huele a cosa del tráfico de droga…

– ¿Has visto Ricardo, qué señorito? Hale, allí como el embajador. La vida padre, los coches, seguro que tiene chófer el tío. El señor agregado a la embajada en representación del Ministerio del Interior para la colaboración en la represión del tráfico de drogas. Jopé, suena de miedo. El día menos pensado pido el traslado yo también. A ver, ¿me dejas el papel?

Alargó la mano y Carlos le entregó el fax.

– ¿Qué papel es ése? -preguntó José Luis Alvarez desde la puerta.

El Gera puso los ojos en blanco.

– José Luis -dijo Carlos-, eres más pesado que un saco de martillos. Siempre andas metiendo la nariz. Nada, un tío que han secuestrado en Holanda.

– Por aquí se dice que anoche estuvisteis de copas con Horcajo y vosotros sin enteraros.

Rió y cerró la puerta desde fuera.

– José Luis -dijo Carlos-, vete a la mierda.

Alargó la mano hacia el teléfono que había encima de la mesa, descolgó el auricular y marcó el número de Paloma. Mientras esperaba, con un bolígrafo pintarrajeaba distraídamente sobre el secante verde.

– ¿Puedo hablar con Paloma, por favor?

El Gera, que estaba releyendo el fax, alzó la mirada y la fijó en Carlos. Meneó la cabeza varias veces.

– Oye -dijo Carlos-. ¿Cenamos esta noche?… Hombre, hay que intentarlo, ¿no? Está bien…, está bien. Te invito al fútbol el domingo… Espera, espera, verás. Juega el hermano de un amigo mío con el Madrid… Sí, por primera vez… Estamos todos como flanes… Hombre, hay que arropar a mi compi… Sí -dijo con resignación-, también los animales tenemos sentimientos. Vale, chica, vale. Cómo te pones. -Y colgó.

– Te va a traer por la calle de la amargura -dijo el Gera.

– Oye, Gera. ¿Sabes cómo deberíamos llamar a Ricardo el de La Haya? -Inclinó la cabeza, mirando al secante.

– ¡Otro mote no, por Dios!

– Eseopeelea -dijo Carlos, deletreando-. Servicio oficial… no, obsequioso… Servidor obsequioso para la lucha antidroga. El Sopla.

13.20

– Ha sido fácil -dijo Jacinto Horcajo-. Además, hace tres años que no volvía por España y me parece que no me reconocen ni las ratas.

– Así, bueno -dijo Julio Galán, Gato-, pero por si las moscas sería mejor que no te pasearas hasta dentro de una semana. Luego me importa un pimiento lo que hagas.

Horcajo rió. Cuando reía, Jacinto Horcajo enseñaba lo único aceptable de toda su anatomía, una dentadura espléndida, muy blanca, de dientes grandes y bien distribuidos. Era una risa que parecía falsa porque iluminaba una cara renegrida y picada de viruela que más debería de ser amenazadora que risueña. Una barba muy negra y espesa le salía casi desde debajo de las profundas ojeras. Un aspecto patibulario detrás del que no se escondía una personalidad especialmente cruel o sádica. Sólo expeditiva.

– Nada, hombre, no te asustes, Galán. Nadie nos va a estropear el negocio, ¿eh?, toca madera. Bueno -se frotó las manos-, ¿dónde quieres que cerremos el trato?

– Aquí, desde luego. Este negocio se hace en Madrid, Horcajo.

– Hombre, eso ya lo sé. Lo que quiero decir…

El teléfono que estaba encima del velador de al lado de la ventana empezó a sonar. Don Julio hizo una mueca de que qué se le iba a hacer, se levantó de la butaca y lo contestó. De golpe, tras escuchar en silencio durante unos segundos, se puso muy serio. Suspiró y colgó sin decir palabra.

– Era mi yerno -dijo-. Sus compañeros te vieron anoche por Diego de León.

– ¡Mierda! -exclamó Horcajo-. ¿Quiénes me vieron?

– Dos que son compañeros de José Luis.

– Sí, pero ¿quiénes?

– Ni idea.

– Apuesto a que uno era el Gera -dijo Horcajo mordiendo las palabras con rabia-. A ése no se le despinta nunca una cara. ¿Y por qué se le iba a despintar la mía si me conoce mejor que mi madre? ¡Aj! Soy idiota.

– Sí, pero ¿qué vas a hacer?

– Salir a la calle y cepillármelo. Qué voy a hacer, qué voy a hacer. Nada, eso es lo que voy a hacer. ¿Qué quieres? Mira tú éste. No nos podemos permitir lujos hasta dentro de una semana.

Galán puso un gesto de alivio.

– Pues entonces lo mejor es que te quedes aquí y no enseñes la cara por ningún sitio. Otra cosa: no te lo preguntaría si no hubiera surgido esto, pero ¿está la mercancía en lugar seguro?

– ¡Qué coño me voy a quedar aquí! ¡Claro que está en lugar seguro la mercancía! -Rió-. Está en el lugar más seguro de Madrid.

– ¿Dónde?

Horcajo no dejó de reír y apuntando a Gato con un dedo dijo:

– Ah, pillín, ya te gustaría. En las cajas de seguridad de cuatro bancos.

A Gato le hubiera gustado preguntar qué bancos, pero era hombre prudente y se guardó la curiosidad para el coleto.

– ¿Dónde te vas a esconder? -dijo en cambio.

– En mi madriguera. No te preocupes, que no me van a encontrar. Luego, dentro de una semana, saldré y me llevaré por delante al Gera.

14.00

– ¿Qué pasa, te han prestado un coche? -preguntó Paloma.

– ¿Por qué? -contestó Carlos.

– No sé. Como dices que no tienes…

– Me lo ha prestado el Gera. -Y antes de que pudiera preguntarle quién era el Gera, se apresuró a añadir-: Es mi colega en esto de la lucha contra el crimen.

Paloma rió de buena gana.

– Idiota -dijo-. Vaya nombre tonto. El Gera…

– El Gera es el Gera. De toda la vida, ya sabes.

– Por como hablas de él, parece que debe de ser chiquitito. Seguro que es grande.

– Mide un metro noventa y pesa cien kilos.

– Angelito. -Paloma se incorporó en el asiento y se volvió a mirar a Carlos. Alargó la mano y con el dedo índice le acarició el mentón por debajo de la barba. Luego, con toda la mano, tiró de ella y acercó su cabeza. Lo miró despacio, sin sombra de sonrisa. Sólo asomaba por entre sus labios la punta rosa de la lengua-. No me vengas a buscar más al trabajo, ¿me oyes? -Le sacudió la cabeza-. Nunca me vengas a buscar si no me lo pides antes, ¿vale?

– Es que si te pido permiso, no me dejas.

– Claro. -Luego añadió-: Te huele el aliento a tabacazo.

– Si quieres, lo dejo.

– Quiero.

– Ya, pero ¿qué me das a cambio?

Paloma sonrió. Le soltó la barba y, poniéndole las manos a ambos lados de la cara, lo besó.

– Un beso -dijo en voz baja-. Pero no vengas más sin mi permiso.

– Te llevo al fútbol el domingo, te llevo a las Seychelles el lunes o te casas conmigo ahora. A mí me da lo mismo -dijo Carlos.

– Pues… -Paloma miró hacia el techo del coche, reflexionando-. Me caso contigo… un rato sólo, ¿eh? ¿Por qué le llamas Gera?

– Yo no le llamo Gera. Todos le llamamos Gera.

– Bueno. No seas idiota. Se llamará Gerardo.

– Se llama Epifanio. No te rías. Es verdad. Se llama Epifanio.

– ¿Entonces por qué le llamáis Gera?

– Nada. Por una chorrada.

– Será gay, una flor, y por eso lo llamáis Gera, por geranio.

– Que no.

– Si no me dices por qué, me bajo del coche y ni rato de boda ni nada.

– ¿Por qué no me quieres ver?

– Sois todos iguales. Tenéis que preguntar, preguntar, preguntar. Déjalo, anda, no te vaya a contestar… Anda, Carlos, confórmate con un trocito de cielo. Huy, ¿seré cursi?

15.00

– Oye, tú -dijo José Luis Álvarez-. Me manda el Gera.

Dio un paso cuidando de no pisar en el montón de basura que se extendía, como una pústula, a la derecha de la verja de entrada. Llamar verja de entrada al trenzado de alambre de gallinas que hacía las veces de cancela era una verdadera exageración, pensó José Luis, pero bueno.

Una vez, no hacía mucho, Madrid se acababa en aquel descampado. Luego, con los años, Canillejas había crecido poco a poco de forma más o menos ordenada. Viejos talleres, antiguas empresas familiares habían sido derruidos (aunque, aquí y allá, aún podían verse los esqueletos de alguna nave y los sarmientos retorcidos y resecos de alguna vid enroscándose en alguna verja herrumbrosa) para ceder el lugar a grandes industrias, a periódicos, a transportistas. Las cosas habían ido creciendo de forma más bien anárquica, como setas, siempre en el sector sur de la avenida de Aragón (en el norte, todo lo invadían ya elegantes urbanizaciones; «un día de éstos voy a dar un pelotazo y me voy a venir a vivir a un adosado de estos finos del parque del Conde de Orgaz», decía José Luis). Todavía quedaban huecos grandes de descampado, hechos de montones de tierra y chatarra, acotados por nuevos edificios de cristal y acero.

En uno de esos desmontes, en la calle Maratón, pegado a la tapia de una fábrica de azulejos, estaba el cementerio de coches del Chino. En realidad, era más que un simple cementerio de coches.

Era bien cierto que en él había muchos automóviles. La mayor parte de ellos era chatarra amontonada y sólo de vez en cuando podía verse algún vehículo en lo que se supone es estado de marcha. A la izquierda de la entrada, en una chabola con el tejado de hojalata, tenía su casa-despacho-expendeduría el industrioso comerciante José Rodríguez, más conocido por Chino, apodo que, al contrario de lo que podía suponerse, no le venía de la configuración de sus facciones. El Chino era un gitano renegrido, de pelo castaño muy repeinado hacia atrás con una mezcla de porquería y fijador. Le venía el apodo de que una vez en el puerto de Barcelona a un marinero que lo quiso engañar vendiéndole melaza en lugar de opio, lo rajó de arriba abajo con una navaja barbera que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón. El marinero era de padre chino y madre de Tarrasa.

José Rodríguez, el gitano, vestía traje marrón a rayas blancas, más o menos blancas, de chaqueta cruzada y pantalón de pata de elefante; en la cabeza llevaba un sombrero gris muy sucio, con la orla negra y, por encima de ella, una marca de sudor de un dedo de ancho.

Detrás de su chabola había un cercado hecho de palos, alambre y cajas de cartón, en el que se encontraban, en abigarrados montones, cajas de tornillos y clavos, muebles de madera, algún lavabo de porcelana, tazas de retrete, neumáticos a estrenar (cuando el Gera inquirió del Chino el origen de los neumáticos, le fue explicado que se habían caído de un camión que circulaba a gran velocidad por la autopista de Barajas), máquinas de coser Singer, recipientes de hojalata y una hoguera permanente con un trébede a caballo del fuego. En una cacerola colocada sobre el trébede, siempre hervía una sopa de color marrón. La compañera del Chino, la Cai-rata , salía de vez en cuando de la chabola para remover el guiso con una cuchara de palo. Dos o tres mocosos, en un estado de suciedad indescriptible, jugaban por entre los escombros en un idioma ininteligible.

Al fondo del cercado había una caseta de aire sólido. Hecha de madera y planchas de hierro, en ella guardaba el Chino la mercancía robada que le entregaban los peristas y en ocasiones algún alijo de caballo. El Chino sólo traficaba con heroína, nunca de gran pureza, que compraba a los camioneros turcos llegados de Holanda. Se la suministraban ya cortada varias veces y a buen precio. El Chino sabía que el precio era unas ocho veces lo que se pagaba en la costa turca (más, claro, porque el caballo en la costa turca venía al setenta y cinco por ciento de pureza, mientras que el que le entregaban los camioneros no pasaría del quince o dieciséis por ciento), pero era persona que no quería meterse en berenjenales que le acabaran costando la vida a uno. La avaricia rompe el saco.

El Chino era un reyezuelo en Canillejas.

Miró a José Luis Álvarez y no dijo nada.

– Me manda el Gera -repitió éste.

– ¿Zí? No hay más que te mira, qu'ere dezo. – contestó el Chino mirándolo con fijeza. Sus ojillos parecían dos canicas de cristal marrón-. La mafia polisiá. ¡Quita! No te cabrees, coño, que no te he disho ná…

– Pues déjate de coñas, Chino, y atiende -contestó José Luis, guardándose la pistola en el bolsillo del pantalón por tenerla más a mano. Que un gitano se dirigiera a él tuteándolo sugería un peligroso nivel de seguridad en sí mismo y requería la toma de ciertas precauciones.

– ¿Qué va tú queré?

– Quiero comprarte un transporte -dijo José Luis, mirando por encima del cercado hacia donde estaban los coches-. Pero no veo más que mierda.

El Chino se encogió de hombros.

– Hay mierda y mierda. Depende de lo que quieras paga -masculló.

– Lo que valga el mercado.

– Lo que varga er mercado es lo que varga er traporte, a ver zi m'entiende.

– Nos ha jodido el filósofo. A ti lo que valga el transporte te tiene sin cuidado, Chino, a ver si me entiendes, -contestó José Luis en el mismo tono-. Lo que vale el transporte y lo que lleva es lo que vale tu vida -añadió-. No sé si me explico.

– ¡Hala, jodé! ¡Rambo, coño! Va a vení tú aquí con estallone a quema er patio -dijo el Chino sin alterar la expresión.

– Pues venga, vamos a echar un vistazo.

Saliendo del cercado atravesaron la chabola y se encaminaron hacia los coches. Sin pronunciar palabra, José Luis empezó a andar entre ellos mirándolos despació, uno a uno. Había de todo: antiquísimos Dodge Dart (dogedar, los llamaba el Chino), Simcas 1000, algunos 1430 de Seat, unos cuantos Volkswagen escarabajos (borbajes), un 600 viejísimo que tenía otro encima aplastándole la carrocería pero sin romperle los cristales, un par de Clíos en bastante buen estado, renól cincos, Seat rondas, un Mercedes diesel incunable que aún conservaba la matrícula oficial PMM (lolaflores los llamaban en tiempos, por aquello del tac-tac-tac del motor), una vanette Ford destartalada, un autobús Magirus Deutz prediluviano, una docena de camiones Pegaso en variado estado de destrucción, camionetas, Citroéns DX y, al final del desmonte, un Peugeot 406 marrón y un Opel Corsa inmaculados.

– ¿También se han caído estos dos de un camión? -preguntó José Luis. -Cá, zon de colegas.

– No están en venta -afirmó José Luis levantando las cejas. El Chino se encogió de hombros una vez más. El policía se dio la vuelta con parsimonia, mirando a su alrededor como si estuviera decidiéndose por uno de los vehículos-. Coño, Chino -dijo por fin-, pero si ahí tienes un camión de los de transportar dinero de banco a banco. ¿Está blindado? -El Chino, sin dejar de mirarlo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza-. ¿Qué le pasa?

– Tiene la zu'penzión hecha mierda y el motó reventao. Más ná.

– Oye…, me interesa. -Se quedó pensativo. Nada como deambular por la capital en un camión blindado y contemplar las bellezas municipales desde su interior, pensó-. Ya lo creo que me interesa.

– También tengo un motó perkis que va como dio -sugirió el Chino.

– ¿Cuánto?

El Chino bajó la cabeza, calculando.

– Do kilo por er camión y ochosiento papeles por el motó -dijo por fin.

– A ti te patina la neurona, chico -dijo José Luis.

– Precio jut'to.

– Mira, Chino, te llevas uno por todo y vas que ardes.

El Chino chasqueó la lengua y, moviendo la cabeza de derecha a izquierda, dijo:

– Do y cuarto.

– No quiero discutir, Chino. Me lo llevo todo por uno y medio y salvas la vida, tío… Eso si te callas como una tumba. -El gitano puso cara de asco ante la mención de la tumba, hizo los cuernos con los índices y meñiques de ambas manos y luego se llevó un pulgar muy sucio a los labios. Como si corriera una cremallera, se lo paseó de derecha a izquierda-. Esta noche te mando un camión grande a buscarlo todo.

– Con parné.

– Con la pasta, sí.

16.00

– Tírame un pitillo -dijo el Gera sin levantar la vista. -No fumo -contestó Carlos desde su mesa.

El Gera alzó la cabeza con sorpresa.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace un rato. Tampoco duermo desde hace veinticuatro horas y aquí me tienes. ¿Por qué?

– Nada, colega, por nada. Esta tía va a ser tu perdición. ¿Has visto las instrucciones que nos manda el jefe para la extradición del holandés? A ese que tienen en Carabanchel.

:-Cierran Carabanchel, ¿lo sabías?

– Sí, venga.

– ¿Qué instrucciones? No he visto nada.

– Claro que no las has visto. Son secretas. ¿Cómo las vas a ver?

El Gera se medio incorporó y, apoyando la manaza derecha en el borde exterior de su mesa de trabajo, se inclinó hacia la de Carlos e hizo volar el papel. La hoja planeó hasta Carlos y luego, acelerando su caída, se deslizó hasta la esquina de la habitación.

– ¡Hale! -dijo Carlos.

Se levantó de su silla y la recogió del suelo. Sentándose de nuevo, leyó en silencio.

– ¡Hale! -repitió-. Oye, esto parece como de Los intocables. Chara, chara -entonó empuñando un lápiz como si fuera un micrófono-, la polisía española, en un operativo sin occisos, escamoteó al conosido traficante de sustansias psicotrópicas, extrayéndolo de la cársel en la que se encontraba y braveando a las huestes mañosas que pretendían delibrarlo de las garras justisieras.

– Carlos.

– Qué.

– No te ganarías la vida imitando a portorriqueños.

– De Juan -dijo el subcomisario desde el pasillo-, déjese de coñas.

– Sí, señor. Oiga, jefe, es que esto parece un poco tremendista, ¿no?

El subcomisario se asomó por la puerta.

– De Juan -dijo hablando muy despacio y con aire de infinita paciencia-. Kleutermans es uno de los mayores traficantes de heroína de Europa…

– Sí, señor.

– … y yo no me arriesgo a que sus cómplices me monten un pollo a la puerta de Carabanchel y se lo acaben llevando en un helicóptero.

– No, señor -dijo Carlos.

– Porque tienen el dinero y son capaces. ¿Horcajo?

– Estamos en ello -dijo el Gera desde su mesa.

El subcomisario, que estaba mirando a Carlos, giró la cabeza, dirigió la mirada hacia el Gera y estuvo un rato en silencio. Después suspiró, se dio la vuelta y salió del despacho, cerrando la puerta con cuidado.

– Gera, ¿me quieres decir por qué, si nosotros somos cocaína, nos tenemos que ocupar de este tío que es heroína? ¿Eh?

– Ni idea. Le deberá el jefe un favor al del grupo quinto, qué sé yo. Además -añadió bajando la voz-, de lo que este tío es contrabandista es de porros.

Carlos levantó una ceja.

– No me jodas. Aquí dice que tú y yo nos llevamos al Kleutermans este por carretera y así derrotamos a los malos, subtilizándolo, dice subtilizándolo, porque se espera…, todo el mundo espera, craso error, que nos lo llevemos en avión unos días después rodeados de geos y con los jueces aplaudiendo desde la terraza de observación de Barajas.

– Ya ves.

– Pero bueno, ¿está concedida la extradición?

– Sí.

– Y digo yo: ¿se puede hacer esto de escamotear a un tío como si fuéramos Houdini?

– ¿Quién?

– Judini, Gera.

– Ah, ya, el de la Schiffer. Mira que está buena, la tía. Oye, Carlos, se extradita a un tío a Francia porque los franceses están deseando echarle la vista encima o los holandeses, no sé ya quién. ¿Y a ti qué más te da cómo lo entregas? Vamos, digo yo.

– No sé. Digo que habrá que hacer las cosas por lo legal, ¿no?

– Tú sabrás. Tú eres el abogado, pero me parece que para extraditar a un tío no hace falta sacar los tanques a la calle. Oye, ¿no nos entregan los franceses a etarras todos los días sin pasar por el juez?

– Sí, Gera, cada vez menos y además no es lo mismo. Oye, jopé…, bueno, da igual. A nosotros nos dicen que hay que entregar al Papa en Sarajevo y nosotros a entregarlo aunque sea en fiambrera. Oye, que yo con un traficante de caballo de ésos, como si se le caen los éstos. ¿Cuándo se hace público que mandamos al Kleutermans este en avión?

– No es público todavía. Pero dice el jefe que el 27. -Hojeó el calendario que había encima de su mesa-. El… 27, miércoles.

– ¿Tú crees que va a venir el ejército de liberación a por él? -preguntó Carlos con tono escéptico.

– Hombre, como dice el jefe, con el dinero que manejan estos tíos cualquier cosa es posible. Oye, que a mí no me parece mal que les demos la sorpresa a todos y, que nos lo llevemos en coche el lunes mientras los malos piensan que nos lo vamos a llevar en avión el miércoles.

– Sí, no antes del lunes, que está lo del fútbol y se lo debemos a Pepillo. No me lo pierdo por nada. ¿Has hablado con él?

– Coño, Carlos, pareces su novia. Ha estado comiendo en casa, no se le ha caído nada y le he dicho que, como no le meta un gol a Molina, lo despellejo.

– Eso ya me lo has dicho antes.

– Ya. Eso mismo me dijo Pepillo. Y yo le dije que se lo recordaba para que lo tuviera presente y se fuera enterando de lo que vale un peine. Ná. Está como un flan.

– Eso también me lo has dicho antes.

El Gera bostezó.

– Yo es que soy como los noticiarios de la radio. Cuando no hay noticias nuevas repito las de antes. Me preocupa más bien Jacinto. Horcajo suelto por Madrid sin que sepamos lo que está haciendo, me pone malo. ¿Tú qué crees que está haciendo?

– Mira, Gera, si se ha arriesgado a volver a España sabiendo que, como lo pillemos, lo fileteamos, como no es un chulo, te aseguro que no ha venido de vacaciones. Ha venido a algo muy concreto. Pero a algo gordo, Gera.

– De Colombia ha venido un barco cargadito de…

– Horcajos.

– Eso mismo. Muchos horcajos, bien prietos, envueltos en saquitos de plástico transparente. Oye, tú -añadió Carlos, bajando la voz-. Me parece que es la tía más importante que he conocido en mi vida.

– ¿Qué?

– Que me tiene hecho papilla, Gera, joder. Sí, hombre, sí. A ver si me dejas de mirar como si fueras una institutriz, oye, que no estoy haciendo nada malo, que lo único que he hecho ha sido enamorarme como un idiota de una señora que funde los plomos, qué quieres que te diga…

– Mira, tío, a mí como si te pones un quiosco. Tú dedícate a buscar a Horcajo y si quieres, en tus ratos libres, te enamoras del panda del zoológico. ¡No, hombre! Que has perdido el seso y no piensas en nada más, y en este curro cuando no estás al loro te va la vida, ¿oyes? Y además ¿cuántas van este año? ¿Dos? ¿Tres? Anda, Carlos, venga…

– ¿Sí? ¿Tú sabes lo que he hecho? Le he dado una llave de casa. Yo. Una llave de casa. Me dijo lo mismo que tú, que somos todos iguales, que no pensamos más que en la cama, que sabe Dios cuántas…

– … Eso se lo dirás a todas, chico…

– ¡Eso mismo me dijo! Y con el mismo tono de cachondeo… Y entonces voy yo, me levanto de la cama, voy al cajón de la cómoda, lo abro, saco la llave que tengo de repuesto y se la doy, oye.

El Gera dio un silbido.

– Sí, señor. Así es. Yo.

– ¿Y qué te dijo ella?

– Pues se quedó muda. Me miró con los ojazos muy abiertos y no dijo nada. Se levantó de la cama, se vistió, si vieras Gera cómo se viste, y se fue.

– ¿Y la llave?

– Pues me quedé hecho polvo porque no la cogió.

– No hay quién las entienda -dijo el Gera, que llevaba cinco años enamorado de su mujer y no se le pasaba.

– Ya, porque al cabo de dos minutos sonó el timbre de la puerta, abrí y allí estaba Paloma en el descansillo, con la mano extendida. Le puse la llave en la palma de la mano y se quedó, así, un rato, mirándome sin decir nada, sólo con el aire de coña. ¿Y sabes lo que hizo?

– No sé si lo voy a resistir -dijo el Gera aparentando indiferencia.

– Se la metió en el escote y se fue.

– Pues te has quedado sin llave.

– Sí. Y ahora no quiere salir conmigo.

Carlos alargó la mano hacia el teléfono, descolgó el auricular y marcó el cero.

– Ponme con el parque -dijo y se rebuscó los bolsillos en busca de un cigarrillo. El Gera lo miraba con una sonrisa plácida-. Mierda -dijo-, no, no es a ti -añadió dirigiéndose al auricular. Rió-. Vaya forma de empezar una conversación si no. No, oye, perdona. Quiero que me dejéis un coche rápido, un Opel grande si es posible, para el lunes por la mañana… A devolver el… -miro al Gera, que con el dedo índice hizo un gesto rotatorio hacia adelante-, el martes por la noche… Para ir a Francia. Vale. Esto del tabaco me va a costar una enfermedad.

Inclinó la cabeza y se rascó la barbilla por entre los pelos de la barba.

– Anda que como te pida que te afeites la barba… -dijo el Gera.

– Vamos a por Horcajo -dijo Carlos, poniéndose de pie.

– Vamos, Judini.

18.15

– Date prisa, tío -dijo el Pitri con impaciencia-. Anda, tío.

– Calla, tío…, cuanto más me des el coñazo, más voy a tardar -le contestó el otro-. O hacemos el bisnes bien o te compra la nieve tu madre… ¿Con qué la has cortado?

Respiró profundamente.

Olía mal en el retrete del bar.

– Venga, tío, que nunca te he engañado.

– ¿No? ¿Y la postura de la semana pasada?

– No tuve la culpa yo, tío -contestó el Pitri levantando la cabeza y mirando con rapidez a su alrededor, como si alguien hubiera podido oírle en tan exiguo recinto-. Venga, tío.

– Calla, joder, coño -contestó el otro.

Tenía las facciones huidizas y tal parecía que la nariz se hubiera adelantado dejando atrás al resto de la cara. El pelo pardusco, peinado hacia atrás con fijador y pegado al cráneo a mechones, se le despegaba de la nuca. En la Ballesta se le conocía por Palo, contracción de pájaro loco. Un personaje peligroso.

Palo se inclinó de nuevo sobre el sucio lavabo. En la jabonera había un vaso grande lleno de lejía hasta el borde. En la mano izquierda, Palo tenía una papelina abierta en cuyo centro había un gramo de cocaína. Con la punta de una pequeña navaja cogió una mínima cantidad de polvo blanco y con gran delicadeza la dejó caer sobre la lejía. El Pitri, casi puesto de puntillas, seguía con angustia toda la operación.

Inmediatamente una parte del polvo cayó al fondo del vaso dejando una estela opaca al deslizarse por el líquido. Palo levantó la vista y la fijó en el Pitri, que tragó saliva nerviosamente y volvió a levantar la cabeza hacia el techo. Respiró hondo para que se le pasara la angustia que le oprimía el pecho y el nudo que se le había formado en la garganta, no se le fuera a escapar un sollozo. Siempre tenía miedo cuando concluía un trato así. Y Palo tenía fama de ser mal enemigo. A Pitri le temblaba una rodilla; se apoyó con los riñones contra la pared y al segundo se separó de ella empujándose con los codos. Y luego se volvió a apoyar y se volvió a separar; hinchaba y deshinchaba los carrillos como si le faltara el aire. Cuando Palo bajó la vista, ambos volvieron a mirar el vaso, pero Pitri siguió con su rítmico movimiento.

La mayor parte de la cocaína seguía en la superficie de la lejía. Palo se puso a contar despacio. Al llegar a once, el polvo empezó a bajar flotando con lentitud hacia el fondo del vaso. Arriba quedó una mancha aceitosa. Palo gruñó.

– Manitol, ¿eh?

El Pitri puso cara de circunstancias y asintió.

– ¡Qué manía de cortar el polvo con la mierda esta del manitol! Tío, es que no sabéis ni por dónde andáis.

– Y yo qué, Palo, qué me cuentas. Vale… ¿Y el resto?

– Vale. Vale, sí. ¿Cuánto tienes, tío?

– Dos onzas.

– ¿En gramos?

– Sí, tío, en gramos. Cincuenta y seis gramos. Te van a salir quinientas sesenta papelinas a cuatro mil pelas. Dos millones doscientas cuarenta chuchas, tío. -Tragó saliva.

Palo miró con detenimiento al Pitri.

– ¿Y tu cuartelillo?

– Jopé, tío, ni se va a notar… Medio gramo de cada diez…

Palo se frotó las manos.

– Pitri -dijo-. Como sea más lo que te quedas, mi gente se me va a cabrear y no te digo yo.

– ¡Te juro que no! Que no me quedo con más, tío… -Le dio un ligero golpe en la manga de la camisa-. Te invito a una raya, tío, anda.

Palo sonrió.

– Vamos a terminar el bisnes primero, anda. Dos kilos doscientas cuarenta, ¿eh?… Como éstas -añadió y se sacó del bolsillo un fajo de billetes de cinco y diez mil pesetas. Contó la cantidad exacta y la separó; se metió el sobrante en el bolsillo.

El Pitri mientras tanto había sacado de su chaqueta una bolsa de plástico. La abrió, se puso en cuclillas, sacó las papelinas y las contó con sumo cuidado. Después se incorporó y las volvió a introducir en la bolsa.

Alargó el brazo y entregó la bolsa a Palo mientras éste le daba el dinero.

– Vale, tío, vamos a tomarnos esa raya.

Del bolsillo de la camisa el Pitri sacó un pequeño espejo de los que llevan las mujeres en el bolso. Lo colocó con cuidado en el borde del lavabo. Se incorporó y, mirando a Palo sin dejar de sonreír, sacó dos pajas del mismo bolsillo y se las dio. Después, y utilizando sólo dos dedos, extrajo dos papelinas, las abrió y vertió su contenido sobre el espejo. Con el borde de una de las papelinas hizo dos rayas paralelas de cocaína sobre el espejo.

Rió.

– A tu salud, tío.

Palo entregó una de las dos pajas al Pitri y acercando la otra al espejo inclinó la cabeza, se tapó un orificio nasal con el dedo índice, se colocó el extremo de la cánula en el otro y aspiró. Se enderezó. Se puso en cuclillas y cerró los ojos. El Pitri repitió la operación de idéntica manera, sólo que al final, en lugar de ponerse en cuclillas, se quedó de pie y acabó apoyando la cabeza contra la pared del retrete.

– Oye, Palo, tío -dijo al cabo de un momento-. Antes de que nos dé el colocón vamonos de aquí, que huele a mierda y en la calle hace bueno.

Palo rió de buena gana.

– Te comes el mundo, tío.

Pasaron delante de la barra sonriendo con aire beatífico, pero cuando el Pitri se disponía a franquear el umbral de la puerta del bar se detuvo y se echó hacia atrás. Palo exclamó:

– ¡Eh! Cuidado, coño. ¿Qué te pasa, tío? -Y le dio un empujón.

– ¡Hijo de…!

En la acera de enfrente, Carlos se volvió hacia el Gera.

– Gera -dijo-, la calle de la Ballesta huele a mierda.

– Tú dedícate a olfatear por ahí a ver si encuentras a Horcajo.

– Justo. Debe de andar por ahí. Huele a mierda.

– Cono, siempre haciendo chistes, jopé, que pareces Chiquito de la Calzada.

En el interior del bar, el Pitá se daba golpes en el muslo con la mano derecha y repetía:

– Mierda. Coño, mierda.

Miraba a todos lados buscándose una salida. No tenía miedo. Con una raya en el cuerpo no se tiene miedo. Con una pistola en el bolsillo es probable que hubiera disparado contra Carlos. Lo habría matado. El barman, que lo conocía como si lo hubiera parido, le dijo desde la barra:

– Oye, supermán, subiros por la escalera de atrás, anda, que os vais a meter en un lío. Hay un paso por la azotea.

– ¿Sabías que Horcajo está en Madrid? -le preguntó el Pitri a Palo, mientras subían. Sorbió por la nariz. Miró hacia abajo por el hueco de la escalera. Dio un graznido y, deteniéndose un momento, se inclinó por la barandilla e hizo un corte de mangas.

– Que te den por ahí, inspector -gritó.

– Sí que me lo han dicho, tío. No sabrás dónde anda, ¿eh?

– Como que me ibas a comprar la mierda a mí si pudieras pedírsela a Horcajo.

– O sea, que ésta -Palo se señaló el bolsillo- se la has comprado a él.

Pitri sorbió y guardó silencio. Llegaron al último descansillo.

– Qué va -dijo por fin-. Lo estoy buscando para ver si me meto yo solo en negocios y no tener que depender de mi gente.

En la calle había varios grupos de hombres parados con aire indiferente. Algunos, con las manos en los bolsillos y apoyados contra una farola o el muro de una casa, se hablaban sin mirarse, vigilando cuanto ocurría a su alrededor. Eran por lo general chicos jóvenes; iban sucios y sin afeitar. Había algún senegalés, bastantes marroquíes, muchos portugueses. Más de uno llevaba abrigo y, demacrado en extremo, temblaba de frío y miraba hacia abajo o, puesto de cara a la pared, apoyaba la frente en ella, como si quisiera vomitar.

Al aparecer Carlos y el Gera, varios de estos grupos se deshicieron y sus componentes se separaron apresuradamente. Unos cruzaron de acera y otros echaron a andar hacia la esquina con intención de dar la vuelta a la manzana y regresar al mismo sitio y reagruparse si para entonces los policías se habían ido.

Carlos se detuvo junto a una mujer que estaba apoyada contra el muro de la casa. Había doblado la pierna y tenía cómodamente enganchado el tacón de su zapato en un agujero del muro. Una minifalda muy ceñida le moldeaba el vientre, distendido por tres abortos y años de mala vida.

– ¿Me das fuego, preciosidad? -le dijo a Carlos señalándole el pitillo que le colgaba de los labios.

Mirando con fijeza hacia la entrada del bar al otro lado de la calle, Carlos se rebuscó en los bolsillos. Sacó un bic y, volviéndose hacia la mujer, le dio lumbre.

– Oye, María, preciosa -dijo sin sonreír-, estás tú más guapa que nunca.

– Carlos, coño, que eres un donjuán. Cuando quieras un regalo de verdad, me lo dices. ¿Eh, majete? Convida la casa -dijo María, riendo. Tenía un colmillo de oro.

– Eso es lo que más me gusta -intervino el Gera-Sois un par de románticos.

– Coño, Gera-dijo María-, si tienes celos, también te hago un serviciete a ti. Claro que -añadió riendo- con lo grande que eres y el paquete que paseas… -Le acercó la mano al pantalón. El Gera se apartó con brusquedad-. Ayyy, Gera, que no sé.

– María -dijo Carlos-, ¿has visto a Horcajo?

– Yo a ese señor no lo conozco.

– Déjate de coñas, María.

– ¿Y qué? Te iba yo a decir dónde está si lo supiera. ¿Y a mí quién me protege por las noches? ¿Eh, tío? Ni aunque lo tuviera debajo de la cama. Quita, quita.

Dio media vuelta y empezó a andar.

– María -dijo Carlos. María se detuvo, giró la cabeza e hizo un gesto de interrogación con la barbilla-. Como yo me entere de que sabes dónde está Horcajo y que no me lo dices, te va a pesar.

– Mira, tío. Ni lo sé, ni me importa. No me meto con nadie, doy de comer a mi niña y a mi chulo y hago el trotur, como dicen los franceses. No quiero líos con Horcajo. ¿Y sabes por qué?

– No tengo ni idea.

– Porque no sé cuál de los dos es peor. Si tú o él.

– Oye, Carlos -dijo el Gera-. No quisiera interrumpir la conversación, pero me parece que aquel que sale de ese portal es el Pitri. A lo mejor él sabe más que María, ¿eh?

Y se puso a cruzar la calle a grandes zancadas.

– Tú y yo tenemos que tener una luna de miel un día de éstos -dijo Carlos mirando a María.

Y luego se alejó en pos del Gera.

– Ni aunque el tuyo sea el último rabo que quede en el mundo -dijo María en voz baja.

19.30

– Qué va -dijo Carlos-. Se nos escapó.

– ¿Qué pasa, que por la calle de la Ballesta corre más ese tío que vosotros? -preguntó Paloma.

– No. Es que estaba lejos cuando lo vio el Gera y se escabulló por la calle de la Puebla. A esa hora está el barrio lleno de gente y no es cuestión de andar sacando las armas y armar un cirio.

– Me gustaría que me llevaras una noche. La verdad es que nunca he estado…

– Esta noche, sin ir más lejos…

– No, bobo, calla. ¿Qué os ha hecho el tío ese?

– Él, nada.

– ¿Y por qué no lo dejas en paz? Un tío que lo único que hace es vender papelinas, esnifar y no meterse con nadie… Mejor sería que os dedicarais a encontrar a los etarras esos que se pasan la vida poniendo bombas en El Corte Inglés y matando concejales. Vosotros, siempre a lo fácil. Hale. Un pobre desgraciado.

– Tu pobre desgraciado…, caramba, Paloma. ¿Por qué me tienes que echar una bronca detrás de otra? Ni que yo fuera el salvador de la patria.

– Bueno. Es que te gusta ser salvador de la patria, Pedrito Alcázar.

– No. A mí, lo que me gusta es hacer mi trabajo, como si estuviera en una ventanilla pegando sellos, ¿oyes?, y luego, echar el cierre e irme a ligar contigo, que es lo que de verdad me mola, chica, tía.

– No me decías eso esta madrugada…

– Maciza.

– Calla… Esta madrugada me decías que tú vivías en el inframundo, en la porquería, salvándome a mí la vida de princesita. Dime si eso no es tener vocación de caudillo. Y, por si eres de derechas, te diré que tuve un novio que era del Grapo, me enteré luego, ¿eh?, y que se tiró un año en la cárcel y los tuyos lo cosieron a tortas.

– Y dale. Yo no coso a nadie a nada, Paloma -dijo Carlos con paciencia-. Tus novios no me interesan nada. Y es verdad que anoche me dio un poco nacional. Pero no me hagas caso…

– No te hago caso.

– Era por impresionar. ¿Te casas conmigo?

– No. ¿Qué os ha hecho el tío ese que perseguíais por la Ballesta?

– Nada, pero sabe dónde está un pollo que se llama Horcajo y que es el tío más malo del mundo. Si lo pillo, lo despellejo o, como dice mi jefe, lo fileteo y lo cocino en su jugo.

– ¿Por qué?

– Horcajo, madrileño de Chamberí, es fino. Además de dedicarse a asesinar a gente, es uno de los primeros importadores de cocaína colombiana en España. Ahora ya no vive aquí…

– ¿Por qué?

– Se tuvo que marchar a Bogotá… -Carlos dudó un momento-. Es un tío muy normal…, es hasta simpático. Bueno, bah, se fue. Y ahora ha vuelto…

– ¿Qué hizo?

– Da igual lo que hiciera. Perrerías. El caso es que se tuvo que marchar y ahora ha vuelto. Y si ha vuelto, quiere decir que lo hace por un motivo poderoso. Y cuando Horcajo trae un motivo poderoso, generalmente quiere decir cocaína cantidubi. Y eso quiere decir muchos chavales envenenados. Y quiere decir…

– Oye, aquí el mundo es libre, ¿no? Aquí se envenena cada cual con lo que le da la gana… Entiéndeme. No me tomes por una libertaria anarco…

– Pues no te quiero ni contar cómo suenas.

– Pero tú, por ejemplo, es un decir, te envenenas con tu tabacazo y nadie se mete contigo, ¿no?

– Tú, Paloma, tú te metes conmigo, que debe de ser vocacional. Y, además, ésa no es la cuestión. Jo, no me digas que vamos a tener que hacer filosofía a estas alturas del partido. Uf… Cada cual que esnife lo que quiera, y la droga para el que la esnifa. A mí, lo que me revienta es que Horcajo se forre y, con él, el cártel de Medellín de las bolas, y no den opción a los chavales jóvenes y, además, distribuyan la droga a camellos que se dedican a cortarla con toda clase de porquerías que acaban matando a la gente.

– Oye, oye, que ya estás otra vez como una moto… Te digo que, si quieren, que se envenenen con regaliz, si ése es su rollo…

– Ya. Y para pagarse la porquería, te roban la radio del coche…

– No tengo coche.

– El Gera tiene y, hace tres días, le rompieron la ventanilla y le quitaron la radio. Ya ves. No te rías.

– Que os roben a vosotros la radio del coche es como de risa, ¿no?

– Ya ves, ninguno es perfecto. Y además, jo, qué bárbara, es que no perdonas una. A lo que voy. ¿Y si a ti te asaltan a punta de navaja? ¿Y además te violan?

– Me tendré que aguantar. Son cosas de la vida moderna en las ciudades. No tiene nada que ver con la droga, sino, más bien, con el color de mi sostén. Y oye, que el gobierno distribuya la droga gratis y ya verás cómo se acaban los robos a punta de navaja y la cosa de las radios. Claro que, entonces, los vendedores de radios se quejarán, ¿no?

– No es así de fácil -dijo Carlos.

– A ti lo que te pasa es que no sabes qué contestar a eso.

– Vale, pero mientras tanto, yo, como enganche a Horcajo, lo despellejo.

– Oye, Carlos, ¿por qué se gana tanto dinero en esto de la droga?

– Bueno, en el argot solemos decir que cada kilo de droga hay que multiplicarlo por mil, por cinco y por diez. Y te salen las dosis que le sacas a cada kilo. No es exacto, porque varía según las mezclas que haga el distribuidor o según la demanda del mercado o según la codicia del camello, pero… más o menos.

– No entiendo.

– Mira. Cada kilo tiene mil gramos, ¿no? Esos mil gramos son adulterados de dos maneras. Bueno…, esto…, se adulteran para sacar más droga, ¿no? Vamos a ver. Toma un kilo de cocaína. Primero, reducen su pureza: si el contenido de cocaína que trae el polvo está, pongamos por caso, al ochenta por ciento, lo cortan sucesivamente hasta dejarlo al cuarenta…, con mucha suerte, o al treinta. Vale. Ya tienes multiplicado el polvo por dos y medio. Luego los distribuidores o los traficantes adulteran el polvo con otras sustancias, azúcar, manitol, quinina, harina, qué sé yo… La mierda que se les ocurra. Y así, cada gramo lo convierten en dos y medio, más los dos y medio de antes, cinco. De esos cinco gramos sacan entre cuarenta y cincuenta dosis, más o menos, siempre y cuando los camellos no las corten más aún. Total, que de cada kilo salen cincuenta mil dosis.

– Su padre.

– Sí, señora. ¿Sabes cuánto vale una papelina?

– Ni idea.

– Unas cuatro mil pelas. Depende.

– Coño.

– Sí, señora. Un kilo, dividido en papelinas, vale unos doscientos millones de pesetas en la calle. ¿Sabes lo que costó en Madrid al primer distribuidor?

– ¿Cuánto?

– Dos millones y medio.

Paloma se quedó muda.

– ¿Y sabes lo que Horcajo pagó en Bogotá por él? Te has quedado muy silenciosa. Seguro que estás preciosa cuando no dices nada al teléfono. Pagaría cualquier cosa por verte ahora… Vamos, pagaría lo que Horcajo en Bogotá por su kilo de polvo de ángel… Un millón de pesetas. Está bien, ¿no?

Paloma dio un largo silbido, como si fuera un hombre extasiándose ante cualquier cosa.

– Está bien, sí. Vamos, que no sé para qué te dedicas a la represión del contrabando ese. O sea, que dicho en otras palabras, con todo el dinero que hay que ganarle a este asunto, no me creo que ninguno de vosotros se pringue.

– ¿Quién te dice a ti que ninguno de nosotros se pringa?

– No sé. Como vais de Santiago apóstol por la vida…

– Qué manía, Paloma… No, no. Verás. Aquí se pringan muchos.

– No me vas a decir ahora que Horcajo era poli.

– Y no termina ahí el negocio. ¿Sabes lo que el jefe del cártel de Medellín, el jefe de los malos, el más rico, el de los aviones…, le paga al indio pelón por un kilo de cocaína pura? Cincuenta dólares, lo que, traducido al esperanto, quiere decir unas siete mil pelas mal contadas. Claro que el indio pelón prefiere los cincuenta dólares de Ochoa a los tres pesos de mierda que le da el gobierno para que plante maíz y se aleje de la tentación de la coca…

Carlos rió con ironía.

– ¿Ochoa? Oye, ¿ese tío no es el que tuvimos detenido aquí y luego, en vez de mandarlo a los americanos para que lo emplumaran, se lo dimos a los colombianos?

– … Que lo pusieron en la calle, sí, señora. Eso fue hace un año o dos y además lo acabaron matando. Y, encima, estuvo tan cabreado con los ministros españoles que lo habían detenido y metido en Carabanchel, que les tuvieron que poner una escolta especial a cada uno para que oteara, a ver si venían los de Medellín. Sí -añadió-, ya lo creo. Don Jacinto Horcajo, inspector de policía. El mejor. Don Jacinto Horcajo, me cago en su padre.

– Anda ya.

Carlos suspiró.

– ¿Te veo esta noche?

– No.

– No tienes corazón. Tienes… una válvula impelente-aspirante, construida en acero inoxidable. ¿No te das cuenta de que es viernes y mañana no se trabaja?

– Eso, los común mortales. Vosotros, los salvadores de la patria, nunca descansáis. Que lo sé yo. De modo que, tú, a dormir.

– Me iré a jugar al póquer con el Gera.

– Y, además, juegas al póquer.

– No. No juego al póquer, pero voy a aprender esta noche, ¿sabes?, para no quedarme solo y tener que pensar en ti… Cuando pienso en ti, me duelen los dedos, ¿sabes? Eses… como si les hubieran arrancado tu piel a tiras. ¿Sabes?

Paloma guardó silencio.

– ¿Estás ahí?

– A veces dices unas cosas que me sobrecogen… Y entonces me gustaría dejar que tus dedos me acariciaran. -Carraspeó-. Pero sólo un rato.

– Cuando carraspeas, se te pone la voz más rasposa, casi como la de un tío, y me quiero morir…

Paloma rió, con su risa ronca, sensual, tan dura y afónica que parecía un insulto.

– ¿Vais a encontrar a Horcajo?

Durante un rato, Carlos no dijo nada. Respiró hondo dos o tres veces y Paloma rió de nuevo.

– ¿Entre el Gera y yo? Se sabe todos nuestros trucos de memoria. A lo mejor, no. Pero como le lleguemos a echar la mano encima, pienso obligarle a comerse sus cataplines.

– ¿A ti qué te hizo?

– ¿A mí? Bah…, nada. Nada. Chorradas, qué más da. Se fue con Ochoa, ¿sabes? Cuando le vinieron mal dadas, se fue con Ochoa, bueno, con la gente de Ochoa, qué más da. Claro que, si lo llegamos a pillar el Gera o yo antes de que se hubiera ido…

– … Lo hubieras fileteado, ya sé, pero ¿qué te hizo…?

– Bah…, nada…

– … Y no me digas que chorradas.

– Bueno…, la verdad es que Jacinto y yo, quiero decir, Horcajo y yo estuvimos tiempo metidos en la lucha antiterrorista y…-Se calló.

– ¿Y?

Carlos estuvo en silencio un momento más y luego dijo:

– Es largo para hablarlo por teléfono.

– ¿Qué más da? Anda, que hasta las nueve y media no tengo prisa.

– Pues te voy a buscar y te lo cuento.

– No. Venga, no digas tonterías, anda…

– ¿Y tú qué vas a hacer después de las nueve y media, oye?

– ¿Y a ti qué más te da? ¿Eres mi dueño, o qué?

– Ya me gustaría, ya…

– Venga, supermán, que seguro que no me puedo creer lo malo que es Horcajo… Estuvisteis haciendo el macheras en la lucha antiterrorista. ¿Y qué más?

– Bueno… Te vas a aburrir…

– Si me aburro, ya te lo diré.

– Vale, vale… Ya sabes cómo son esas cosas, ¿no? Te juegas la vida, porque los etarras, como sepan quién eres y dónde andas, a poco que puedan tener a alguien siguiéndote durante un par de semanas, te acaban esperando en un bar o en un teléfono o a la puerta de donde duermes. Ya sabes, lo habrás leído treinta veces en los periódicos. Bueno, pues Horcajo es muy bueno, tiene un olfato de perro de presa y yo también los huelo a la legua, supongo que por eso nos pusieron juntos, y anduvimos por el País Vasco una temporada… -Dejó de hablar y respiró despacio por la nariz. Paloma, al otro lado del teléfono, no dijo nada; escuchaba con atención, con los ojos cerrados, como si quisiera escudriñarle a Carlos el estado de ánimo-. Había noches en que, cuando llegaba el momento de meterse en la cama, nos temblaban las manos… Era del miedo, ¿sabes…? Nos reíamos y decíamos que hacía un frío del carajo y luego encendíamos un pitillo y bebíamos coñac a morro de una botella de 103 que teníamos en el piso… A mí me sudaban los sobacos todo el rato, pero… no sólo debajo del brazo, no; a lo largo de todo el costado, hasta la cadera, ¿sabes? Yo soñaba con un tío, todas las noches…, todas las noches, un tío que se me acercaba por detrás. Era muy grande y llevaba boina y una pistola del nueve color verde… Coño, Paloma, que era de color verde, y no me podía mover… Debía de tener los pies pegados al suelo, no sé, y venía el tío y me ponía la pistola detrás, un poco más debajo de la nuca y… -Carlos, con un sollozo a medio escapársele de la garganta, se limpió el sudor de la frente con la mano. Paloma tragó saliva y no dijo nada-. Bueno, va…, qué quieres… Todas las mañanas teníamos que mirar debajo del coche y dentro del capó, aunque fuera dentro del garaje de la brigada, porque nunca se sabe, ¿sabes?, y si nos habíamos parado en algún sitio…

– Oye, Carlos -dijo de repente Paloma-, si no quieres, no me lo cuentes…

Sorprendido, volviendo del sueño, Carlos, medio ido, preguntó:

– ¿Eh? ¿Qué? Habla más alto, que no te oigo…

– Que digo que, si no quieres, no me lo cuentes, anda.

Carlos se calló. Se encogió de hombros y cerró los ojos, apretándolos.

– No, no. Que da igual. Ya… da igual, ¿no? De veras… O mejor me paro, ¿no?, qué sé yo -dijo, por fin, agarrando el auricular con fuerza.

– No… No sé… Es que da angustia oírte, ¿sabes? Lo siento…

– ¿Por qué?

– Nada. Da igual… Pero, si quieres seguir, sigue, porque muy malo debió de ser lo que te hizo Horcajo, ¿no? Para que te pongas así de disparado. ¿Sabes qué? Me gustaría que estuvieras aquí y tener tu cabeza arrebujada, en mi regazo, sobre mí -dijo Paloma con voz ronca.

Como si no la hubiera oído, Carlos siguió hablando.

– Un día, el tiarrón grande de la boina vino de verdad, ¿sabes? Un minuto que bajamos la guardia, me cago en su padre… Eran tres -dijo a borbotones-.Jacinto se había metido en un bar de Azpeitia a llamar a no sé quién coño, y mira que nos lo habíamos dicho veces, nunca hay que esperar sentados en el coche, yo me quedé sentado al volante, esperando como un pajarito. -Puso los ojos en blanco-. Lo vi por el rabillo del ojo. Pero antes lo había visto Horcajo… y antes que Horcajo a los otros dos los habían visto dos guardias civiles que doblaban la esquina, por pura casualidad, cuando estaban desenfundando las pistolas. Iban hacia el bar a por Horcajo. Eh, me parece que gritó uno de los civiles, y el otro dijo ¡alto! Y se puso a disparar sin encomendarse a Dios ni al diablo. No creas, todo fue cosa de un segundo o dos, pero Jacinto ya estaba detrás del tiarrón de la boina y le tenía puesta el arma en la sien y, delante del coche, vi que uno de los etarras caía mientras el otro ya estaba corriendo…, y el tiarrón puso la pistola suya en el techo de nuestro coche, bajó las manos y dijo «me rindo». Me sudaban las manos y el cuello, ¿sabes?, si vieras cómo tenía la camisa de empapada. Y miré a Jacinto que me acababa de salvar la vida y le vi la mirada y le dije ¡no lo mates! Pero ya era tarde… Le metió un tiro en la sien y lo dejó seco. Y todo el rato, me acuerdo todavía como si fuera ahora, todo el rato no dejé de mirar a Horcajo y ni siquiera parpadeó… ¡Dios! Ni siquiera parpadeó, Paloma, ¿te das cuenta? Y luego me dio un par de palmadas en el brazo, por la ventanilla, sin mirarme. En aquellos días, nadie se iba a fijar si el terrorista tenía un tiro a bocajarro o si se lo habían pegado cuando huía… Los jueces acudían a levantar el cadáver y aquí no ha pasado nada. -Carlos quiso tragar, pero se le había secado la saliva y sólo le chasqueó la lengua contra el paladar. Y todo el rato se rebuscaba los bolsillos por ver de encontrar un cigarrillo-. Luego, que me hablen del GAL… Para entonces había dejado de existir, pero las operaciones eran las operaciones. Mira, porque no estaba en ese rollo, pero, oye, en esta historia…, qué quieres que te diga, ojo por ojo y diente por diente, ¿eh? -Resopló-. Aunque…, bueno, bah…, te lo digo por la rabia que me da que anden sueltos esos tíos, secuestrando y matando gente inocente. Ya ves. La rabia y el miedo, la verdad. Hay veces en que, si pillara a un etarra, lo cosería a tiros… ¡Bueno! ¡Qué va, la verdad…! -Se encogió de hombros y miró hacia arriba-. No me hagas caso. No es verdad… Me parece, yo creo…, vamos, no sé…, que, a lo mejor, ése no es el trabajo de la policía. Aj… Me llamas supermán. Ya. Aquella noche mismo pedimos el traslado a Madrid. El jefe nos dijo que, bueno, que nos trasladarían pero al cabo de unos meses, que había mucho follón en el Norte y que no estaba la cosa para prescindir de gente… Fue cuando nos mandaron al Gera recién casado. Más bien nos iban a mandar de refuerzo a un novato que se llamaba Epifanio García…

– El Gera -dijo Paloma, haciéndole gracia.

– El Gera -dijo Carlos-. Como es muy grande y tiene cara de vasco y había hecho un curso en el Cesid, decidimos mandarlo de jamesbón a infiltrarse en los etarras de Biarritz. Como en San Sebastián no lo conocía ni su padre, pues, hale, nosotros así de generosos con la vida del prójimo. No sé ni cómo me habla todavía. Lo mandaron allá los jefes, ¡hale!, de novato, por recomendación nuestra… Somos la pera.

Carlos se cambió de oreja el auricular y sacudió la cabeza. El Gera se había encogido de hombros, se había puesto una boina y, después de pasarse dos días estudiando cuanto papel le habían llevado Horcajo y Carlos, había metido cuatro cosas en un saco de viaje y se había ido a cruzar clandestinamente la frontera por el monte. Carlos recordaba bien que, en el quicio de la puerta, el Gera se había vuelto y había dicho: «Voy cagado de miedo, colegas.»

– Durante seis semanas no tuvimos noticias de él -dijo Carlos-. Luego, un día, sonó el teléfono, me acuerdo como si fuera ahora, lo cogí yo y el Gera dijo: «Me tengo que cargar a un policía.» Bueno, tuvimos que montar una operación quepaqué, como de película de Hollywood, porque al Gera lo estaban examinando los etarras a ver si era de ley, ya sabes…

– ¿Qué operación?

– Algún día te la contaré. Le pusimos Gera entonces. -Y antes de que Paloma pudiera interrumpir, añadió-: Le debe la vida mucha gente. -Ahora Carlos hablaba relajadamente, como si hubiera salido de la pesadilla-. Me imagino que, para entonces, Horcajo ya estaba metido en la droga hasta las cejas…, quiero decir en el tráfico de drogas. Mucho después supimos que, al cabo de los años, llegó a controlar toda la cocaína que llegaba a Bilbao. Y era mucha… Hombre, una red de distribución no se improvisa y eso lo tuvo que montar en nuestro tiempo en el País Vasco. El caso es que, más o menos entonces, la ETA decidió montar una de verdad sonada y, claro, el Gera se enteró, porque, para entonces, estaba en el ajo de todo lo que se cocinaba al otro lado de la frontera.

«Oíd, colegas -había dicho-, esta operación hay que pararla porque es demasié; pero, como la paréis, el único que os la puede haber contado soy yo. Y estos tíos son muy brutos, pero hasta ahí llegan y, como, cuando lleguen a deducir quién los ha delatado, yo esté todavía aquí, no es que me corten los cataplines, es que me los hacen picadillo a martillazos, y yo me he casado hace poco y me apetece disfrutar de la vida. De modo que a mí me sacáis de aquí enterito. Y como, si queréis pescarlos a todos, no me podéis sacar de aquí antes de que haya empezado la operación, porque para eso ya me voy yo solito, me hacéis el favor de montar un operativo, che, mediante el cual yo salve el pellejo.» Detrás del tono de desenfado madrileño, Carlos, que conocía ya al Gera de toda la vida, había podido detectar el miedo y la histeria.

Carlos se calló.

– ¿Cuál de verdad sonada? -preguntó Paloma.

– Bah, una.

– Venga, ¿cuál? Anda, que me lo vas a decir de todos modos…

– Bueno, una… Se iban a cepillar al Rey en Mallorca…

– ¡Anda! Ya me acuerdo… Unos tíos con un rifle desde un apartamento. Pero no pasó nada…

– Ya. Los pillamos a todos.

– ¿Y Horcajo?

Carlos se pasó la mano por el estómago. La cicatriz del tiro le dolía en los cambios de estación y la piel de alrededor estaba aún casi completamente insensible.

– Cuando tuve que estar al quite para que sacáramos al Gera de Biarritz, porque al Gera lo iban a pillar los etarras, ¿sabes?, no llegó a la cita, el hijo de su madre. Luego nos enteramos de que se había escapado a Madrid a recibir el alijo más grande de coca que había llegado nunca a Barajas hasta entonces. Después se le habían complicado las cosas y había perdido el avión de vuelta a Fuenterrabía. Y, en vez de avisar, diciendo que se le había muerto la madre o qué sé yo, va el tío y se calla. Y desaparece.

Los había dejado solos, a las diez y media de la noche de un 29 de mayo, al lado de la estación de Biarritz. A Carlos, a quien le había dolido el estómago durante todo el día del susto que tenía, lo único que le tranquilizaba, por más que sólo relativamente, era saber que Horcajo sería quien les guardaría las espaldas. Horcajo nunca se andaba con chiquitas y, si había que llevarse a alguien por delante, se llevaba a alguien por delante y santas pascuas. Carlos no se había inquietado nada con su desaparición la noche antes, porque ése era el modo que todos tenían de operar. Lo que le tenía sobre ascuas era pensar en encontrarse de golpe en medio de una ensalada de tiros. Que fue exactamente lo que ocurrió.

Paloma contuvo el aliento.

– ¿Qué pasó? -preguntó, por fin.

– Una catástrofe… Unos cuantos salvamos la vida, ¿sabes?

– ¿Cuántos, cuántos?

– Bueno, ya te lo contaré…

– Oye, pero… si el Gera está vivo… ¿Sabes una cosa? Me gustaría conocer al Gera… ¡No me digas nada! Esta noche, no…, no quiero…, no puedo… Además, el Gera y tú jugáis al póquer y esso ess cossa de hombress.

– Vale, chica. Vale…

– Que me parece que eres tú más largo que la M-30, anda… Oye, si el Gera está vivo, quiere decirse que los de la ETA saben quién es y que, como lo pillen, se lo llevan por delante.

– Bueno, afeitarse la barba hace milagros y, por mucho que quiera ETA, así, una gente que no sea muy sonada fuera del País Vasco no tienen muchas posibilidades de encontrarla, sobre todo si ha cambiado de trabajo… Además, nadie sabe cómo se llama…

– Yo sí.

Carlos se quedó callado. Paloma rió.

– Muy graciosa -dijo Carlos-. Como llegues a…

– Ya -dijo Paloma-, me fileteas. Carnicero.

23.30

Con un poderoso suspiro de sus frenos de aire, el enorme camión Pegaso se detuvo en medio del cementerio de coches del Chino como si hubiera topado contra una pared. De hecho no habría podido moverse ni medio metro más allá de adonde había llegado: le cerraban el paso dos sólidas paredes de chatarra, que se habían ido estrechando a medida que el camión se adentraba en el corazón del descampado, un laberinto de hierros y goma, porcelana, suciedad y cables. Maldiciendo en todos los tonos, el conductor lo había llevado hasta ese punto, marcha atrás y muy despacio.

– De aquí no pasa -dijo y cortó el contacto. José Luis Álvarez se metió las manos en los bolsillos e hinchó los carrillos. Luego exhaló con lentitud y dijo:

– Bueno, Chino, me parece que de ahí no pasa. Tú verás cómo traemos el trasto aquel.

– Z'empuja -dijo el Chino-. Ezo z'empuja y aluego ze jiza. -Se encogió de hombros como si el asunto no fuera con él.

– ¿Sabes por qué a los gitanos no os va mejor? Te lo voy a decir, hombre -sentenció juiciosamente José Luis. El Chino se cambió el palillo de lado y esperó, sin dejar de mirar a la parte trasera del camión-. Os falta espíritu de iniciativa.

En las dos grandes puertas traseras y en los costados del Pegaso, sobre el fondo de pintura blanca, enormes letras azules anunciaban que «sobre el mueble de oficina Gato» se sentaba «el mundo entero». «Fábricas en Chiloeches y San Fernando de Henares, depósito franco: Coslada.» En letras más pequeñas daba el e-mail y la dirección de Internet.

Mientras hablaban José Luis y el Chino, el conductor del camión y sus dos compañeros se bajaron de la cabina. Dando un rodeo por detrás de los montones de chatarra y basura, se dirigieron a la parte trasera.

– Te digo yo lo que te pasa; no tienes un departamento posventa de atención al cliente. -José Luis rió con estrépito-. Eso es lo que te pasa.

El Chino volvió a cambiarse el palillo a la comisura izquierda de la boca.

– ¡Manolo! -dijo José Luis.

El conductor, que miraba el camión con cara de disgusto como si quisiera medir lo que faltaba para que pudiera pasar por entre los escombros, se volvió y con la barbilla hizo un gesto de interrogación.

– Como no te puedes echar más para atrás, me parece que va a haber que empujar el trasto aquel hasta aquí y luego se carga con la polea eléctrica, ¿no?

Manolo se rascó la coronilla y dijo «bueno».

Los tres hombres se dirigieron hacia donde estaba la desvencijada camioneta blindada de transporte, una veintena de metros más allá. Parecía estar algo vencida sobre el costado izquierdo. La rueda delantera de ese lado estaba pinchada y el faro derecho, reventado detrás de su rejilla protectora. Sobre la pintura amarilla, el símbolo de Transmoney tan distintivo y familiar para cualquier transeúnte madrileño, aparecía sucio y medio despintado.

– E'pera -dijo el Chino.

El conductor se volvió a mirarlo. El Chino se acercó a la camioneta.

– Empujan -dijo a los tres hombres, haciéndoles gestos de que empujaran hacia atrás.

Los tres se apoyaron contra el motor de la camioneta y con visible esfuerzo se pusieron a empujar.

– Aguantan -dijo el Chino, poniéndose en cuclillas para mirar debajo de la camioneta por entre las piernas de uno de ellos.

Muy despacio la camioneta se movió, primero, unos centímetros y luego, como si se hubiera vencido un tope, medio metro más rodando con mayor facilidad.

– Vale -dijo el Chino.

Se puso de pie y dio un paso hacia adelante. Una barra de metal, plantada en el suelo e invisible hasta entonces porque la ocultaba la mole de la camioneta, sobresalía de la tierra unos cincuenta centímetros en un ángulo de cuarenta y cinco grados. La barra había actuado de palanca contra el cárter del motor de la camioneta, impidiendo que ésta rodara hacia delante. El Chino la agarró con las dos manos y tiró de ella con todas sus fuerzas. No consiguió moverla.

– Cago en zu padre -dijo jadeando al cabo de unos segundos. Se enderezó y, quitándose el sombrero, con el meñique de la misma mano se rascó la frente. Con gran cuidado volvió a colocarse el fieltro en la cabeza, se dio la vuelta y se adentró por los escombros-. Esperan -dijo.

Manolo el conductor miró a José Luis.

– Y ahora, ¿qué hacemos? -preguntó-. Que esta mierda pesa más que Dios.

– Esperar, hombre -dijo José Luis-; ahora volverá.

El Chino volvió. Al hombro traía una pesada maza de hierro. Cuando hubo llegado hasta donde estaba la barra, puso la maza en el suelo dejando que el mango se le apoyara en el muslo. Se escupió cuidadosa y abundantemente en las manos, se las frotó, volvió a coger la maza y con gran precisión asestó uno tras otro cuatro tremendos mazazos a la barra, que casi desapareció clavada en la tierra.

El gitano se volvió hacia donde había quedado José Luis.

– Cervicio po'venta -dijo.

El policía rió de buena gana.

– Sois la leche -dijo-. Anda, ven, vamos a hacer cuentas. ¿Dónde tienes el motor Perkins?

El Chino hizo un gesto con la cabeza y los dos hombres se encaminaron hacia la chabola, apenas visible a la luz del cuarto menguante lunar. El rescoldo sobre el que hervía la sopa marrón de siempre iluminaba un poco, muy poco, el sendero. Cuando hubieron recorrido unos metros, el Chino puso la mano sobre una carretilla metálica que estaba al lado izquierdo del camino y de cuyas cadenas colgaba un enorme motor diesel. José Luis se detuvo y, volviéndose hacia donde sus hombres se afanaban empujando, gritó:

– ¡Manolo! El motor está aquí, sobre la carretilla amarilla.

– Vale -contestó Manolo.

– Chino -dijo José Luis-, te voy a hacer un favor. Porque te has portado, hombre. Te voy a hacer un favor. -El Chino siguió andando sin decir nada-. ¿Tú has oído hablar de los talleres de la Mercedes, esos que hay al otro lado de la M-30? -El Chino se paró-. Al lado de la carretera de la Playa, ¿eh? Ya sabes dónde te digo. A mí no me gustaría que unos chavalillos que andan por ahí fueran de tu familia, Chino. No por nada, tú me entiendes, que cada cual hace de su capa un sayo, ya sabes, ¿eh? Pero es que esos chicos, como la Mercedes exige que las reparaciones se paguen en dinerito contante y sonante, esperan entre la entrada a los talleres y la parada del autobús, allí escondidos detrás de una valla, y me parece que andan desvalijando a algún imprudente que, por ahorrarse el taxi, va en autobús. Tú me entiendes, ¿eh, Chino? Las cuentas de la Mercedes son la puñeta, ya se sabe. -El Chino, sin decir palabra, reanudó la marcha-. Tú me entiendes. Porque, ¿sabes?, he oído que los de la Mercedes y los vecinos van a montar un pequeño servicio de vigilancia, y como lleguen a enganchar a alguno de los gitanillos esos, lo desloman. ¿Eh, Chino? Yo quisiera ahorrarte el disgusto si esos chicos tienen algo que ver con tu familia. Te lo digo porque, como tienes un trescientos diesel y te lo arreglan allí, igual has podido comentarlo así a la remanguillé con alguno de los tuyos, ¿eh?

José Luis, encantado con la finura de su propia prosa, no dijo más.

– Hale, hodé, maiami vai -dijo el Chino sin inmutarse-. Qué abuchere, colega.

CAPITULO VII

SÁBADO 23 DE MAYO

Madrid, 02.30

Carlos dormía profundamente sobre su costado izquierdo, respirando por la nariz.

Durante un rato muy largo, Paloma estuvo mirándolo en la penumbra, quieta, sin hacer un gesto. La luz de la lámpara del vestíbulo, que había encendido al entrar, apenas si llegaba a iluminar de forma difusa el suelo del dormitorio.

Inmóvil a los pies de la cama, Paloma aún llevaba en la mano derecha la llave del piso, sujeta entre el pulgar y el índice, como si fuera una cerilla. Muy despacio, sin pensar, se puso a juguetear con ella, intentando equilibrarla sobre los dedos extendidos. Luego, inclinó la cabeza y, con un gesto distraído, se abrió el cuello de la blusa de seda. En la base de la garganta le latía el pulso muy despacio, haciendo bailar una sombra furtiva a un lado de la clavícula.

Se quitó los zapatos, uno detrás de otro, empujándolos con los pies. Luego se descolgó el bolso del hombro, lo abrió y metió la llave. Se dio la vuelta buscando una silla sobre la cual dejarlo y, después, tiró también sobre ella la chaqueta. Se volvió de nuevo hacia la cama y, por entre los labios, dejó que asomara la punta muy rosa de su lengua, mientras tiraba de la blusa hacia arriba y la sacaba de la falda. Uno a uno, se desabrochó los botones. «Va por ti, bobo», murmuró. No llevaba sujetador. «Nunca lo llevo, carlosquinto -le había dicho a Carlos la noche antes-; para qué, si casi no tengo tetas.» Y había reído su risa provocativa y ronca. «No es verdad; las tienes como manzanas», había dicho Carlos. Y luego había añadido: «Ya, ya, no me lo digas, que ya lo sé. Son el fruto prohibido.»

Acabó de quitarse toda la ropa, dejando que cayera a sus pies, y desnuda, con la carne de gallina, mitad por el frío, mitad por la excitación, se acercó al costado de la cama. Se inclinó, agarró la sábana, la apartó con suavidad y se deslizó con sigilo por la espalda de Carlos.

Durante un momento, no ocurrió nada. Luego Carlos dejó de respirar. Completamente despierto, había abierto los ojos en la semioscuridad y había dejado que la piel de Paloma le recorriera la espalda. Nunca había tenido una sensación de mayor carga erótica. Sintió que se ahogaba y se dio cuenta de que llevaba un rato sin respirar. Despacio, dejó que escapara el aire de sus pulmones.

– Para que veas, santiagoapóstol. He venido -murmuró Paloma sin asomo de ironía.

Madrid, 11.00

– Oye -dijo Paloma-, este café tuyo no está mal, ¿sabes?

– Hombre…, es una mezcla exprés que hago yo con una cafetera italiana. Uno, para estas cosas, es un genio -dijo Carlos-. Lo empaquetan especialmente para mí en Colombia. Como a James Bond los pitillos. ¿Quieres una tostada?

– No, que engorda -rió Paloma, estirándose sobre la silla de la cocina sin que se le apreciara un átomo de grasa sobre la anatomía. Carlos contorneó la mesa y, poniéndose en cuclillas, le dio un beso en la cadera desnuda. Paloma cerró los ojos-. Estáte quieto -dijo-. Ponte allí, anda -añadió señalando la otra silla.

Carlos resopló.

– ¿Cuántas hermanas sois?

Se incorporó, rodeó la mesa y se sentó en la otra silla.

– Cuatro. Y vosotros, ¿cuántos?

– ¿Estáis todas igual de locas?

– ¡Qué va! -Paloma rió de nuevo-. Qué va. ¿Te crees tú, o sea, que podríamos aguantar un manicomio así? -Chasqueó la lengua-. Na. Con una cabra en la familia, basta.

– Oye, y…

– Apuesto a que eres hijo único.

– ¿Cómo lo sabes?

– Se os huele a la legua. Todos llenos de caprichitos… -Se inclinó y, con la mano derecha, le agarró la barba. Al hacerlo, la mesa le aprisionó un pecho, que quedó forzadamente apoyado sobre la superficie de madera. Al ver la mirada de Carlos, Paloma bajó la suya y se miró. Meneó la cabeza y, echándose un poco para atrás, se separó de la mesa. Sonrió-. Los hijos únicos sois todos iguales, blandorros. Muchos son maricas, que lo sé yo…

– Ya. Maricas. -Carlos asintió con solemnidad-. Lo que pasa es que no sabes reconocer a un hombre equilibrado, ordenado; déjame la barba si no quieres meterte en un lío.

Paloma le soltó la barba como si quemara.

– Chico -dijo.

Se levantó y, con la taza en la mano, se encaminó hacia el dormitorio. Se metió en la cama y se tapó con la sábana.

– Tengo frío.

– ¿Es verdad que trabajáis todas juntas? -preguntó Carlos desde la cocina.

– Sí. ¿Por qué?

Carlos se asomó por el quicio de la puerta del dormitorio.

– Por nada, la verdad. Intentaba imaginaros a todas juntas… Vaya guirigay.

Entró en la habitación y se sentó en la cama.

– Ni hablar. Funcionamos la mar de bien y nos reímos mucho.

– ¿Haciendo qué?

– Ropa.

– Ya. Ya, eso ya lo sé. Pero ¿ropa de qué?

– Hacemos ropa para una boutique. Trabajamos como negras.

– ¡Hale!

– No te rías, idiota, que es verdad. Le echamos un montón de horas diarias. Estáte quieto.

– Si sólo quiero calentarme la mano. ¿A quién se le ocurren los modelitos y eso…?

– A mí. Qué tontería. A mí se me ocurren a millones, pero no los hacemos. Nosotras copiamos los dibujos de los modistos franceses, de los italianos y tal… La verdad es que, luego, les cambiamos algunos detalles y tan frescas…

– Me está dando la impresión de que he descubierto una bolsa de economía sumergida.

– A ver cómo te crees tú que funcionan las boutiques de Madrid. Es todo una cuestión de monis. En Italia, los modelos de Versace, es un decir, cuestan un pastón. Y encima hay que pagar derechos de importación, IVA, deuda pública, los caprichos del alcalde y las licencias fiscales… De modo que te compras el Vogue y a copiar…

– Pero ¿estáis así, ¡hale!, encima de la máquina de coser, como hormiguitas, chas, chas? ¿Todo el puñetero día?

– No, jolines. ¿Tú estás, ¡hale!, así todo el día dirigiendo el tráfico?

– No, hombre. Es distinto.

– Pues eso. Nosotras también somos distintas. Somos industriales. Dos copiamos y hacemos los patrones, dos cortan y luego tenemos cinco chicas que cosen.

– ¡Toma! Pero si lo que tenéis ahí es El Corte Inglés.

– Ahí, franciscofranco, lo que tengo es la cadera y me haces cosquillas -dijo Paloma con severidad. Sacó un brazo de debajo de la sábana, rodeó el cuello de Carlos y tiró de él hacia abajo-. Tú, o sea, tú -dijo en voz baja-, te prohibo que se lo digas a nadie… Ni a mí, ¿eh? Te prohibo que luego me lo recuerdes… Yo contigo me…, me quedaría así hasta el año dosmildiez. -Lo empujó hacia atrás, riendo-. Pero, luego, me visto y se me pasa.

– Vale. Pues te secuestro y te tengo en bolas en la cama hasta el siglo que viene.

– Ya… ¿Sabes lo que se me ocurrió anoche cuando entré aquí? -Rió su risa desde el fondo de la garganta-. Pensé, hala, como en las películas. Ahora, éste, que es como cero cero siete, duerme con la pistola debajo de la almohada y, al oír ruido, se despierta de un salto y me larga tres tiros.

– ¿En serio?

– Sí. De verdad.

– Venga. Me tienes sin dormir desde hace dos noches… No me despertaba ni un elefante…

– Gracias.

– De nada. Oye, tú cuando te ríes, ¿te notas que la risa te sale del estómago o de dónde?

– Me sale de donde me llenas tú… Estáte quieto, te digo.

– Me vas a decir a mí estas cosas impunemente, ¿no?

– Sólo te dejo que te pongas así a mi lado. Pero como en un convento, ¿eh? Nada de tonterías.

– Vale, chica, vale -dijo Carlos y, metiéndose en la cama, se acostó, se apoyó sobre el codo doblado encima de la almohada y colocó una pierna sobre las de Paloma-. ¿Está bien así?

– Mientras no te muevas…

– No me muevo. Y además, las que no se mueven son las inglesas. Que lo sé yo.

– Vas tú a saber… ¿Es verdad que el hermano de un amigo tuyo juega mañana con el Madrid?

– Ss. El hermano del Gera…

– ¡Hombre!

– Sí. Lo tenemos frito porque le hemos dicho que, como no meta un gol, le sacamos del Bernabéu a patadas. ¿Vas a…?

– Como que le va a meter un gol a Molina.

Carlos la miró boquiabierto.

– Anda. ¿Y esta ciencia? ¿También entiendes de fútbol?

– Mi padre me llevaba al fútbol todos los domingos y, ya ves, me hice forofa. Hasta tengo un balón firmado por todo el Madrid…

– Sí, pero seguro que no te lo dieron por forofa, sino por estar tan buena.

– … El pobre. No le gusta otra cosa. Ahora se pasa los días pegado al televisor. Le hubiera gustado que yo fuera chico para haberme hecho jugar al fútbol… El hermano del Gera, ¿eh? A lo mejor voy con vosotros y así lo conozco.

Carlos inclinó la cabeza y, durante unos segundos, miró a Paloma desde muy cerca, bizqueando. Después, la besó.

– ¿Vas a venir de verdad? -preguntó.

– No sé… Ya veré -contestó Paloma, rascándole la barba-. Pinchas.

– ¿Eres la mayor?

Paloma carraspeó.

– Sí. Por eso quería mi padre que hubiera sido chico. Luego se resignó. Ahora le da igual, la verdad.

– Por eso saliste modistilla.

– Ya. Y a mucha honra… Me voy a comprar un coche…, con mis dineros.

– ¿Sí? ¿Cuál?

– Un K4. Es genial.

– Pero ¿sabes conducir?

– ¡Anda, éste! Ya lo creo que sé conducir. Me iba a comprar un coche, si no.

– Oye, pues cuesta una pasta, tú.

– Bien que me lo trabajo.

– Pero vosotras, con las cosas que fabricáis, ¿qué hacéis? Quiero decir, ¿vais de tienda en tienda con el muestrario o qué?

– No, hombre, qué bobo eres. Sólo trabajamos para una boutique. Somoss moda essclussiva. -Carlos rió-. No, jo, no te rías. Medio Madrid lleva mis blusas de seda. -Carlos miró la blusa de Paloma que estaba tirada sobre la silla, a los pies de la cama-. Sí, ésa es de las que me coso yo, bobo. Bien bonita que es. Sólo que tú no entiendes. Es un modelo de Merath.

– Me… ¿quién?

– Merath. Es una boutique que está en Claudio Coello. No te creas. Somos de lo más fino. La dueña es Elisa Montero, la mujer del banquero… ¡huy! Verso…

– ¿El tío más guapo del mundo? ¿Javier Montero?

– Ése. El presidente del Crecom -dijo Paloma-. Pues es un tío muy normal… Te digo yo que está muy bien… Pero ¿qué haces? -preguntó en voz baja. Carlos no dijo nada-. Ay -murmuró Paloma.

12.00

– Oye, tráeme un poco más de café -dijo Jacinto Horcajo desde la cama.

– Ahora mismo va, jefe -dijo el Pitá.

– Coño, Pitri, y abre la ventana, que aquí huele a pocilga.

El Pitri, que se disponía a recalentar el cazo de café sobre el hornillo, se dio la vuelta, se acercó a la ventana y la abrió de par en par. No le parecía que oliera particularmente mal en su casa, un cuarto y medio en el que el cubículo que albergaba la cama quedaba separado del resto por una vieja cortina de descolorida cretona azul.

Las viviendas que ocupaban las partes traseras de los patios de las viejas casas de vecindad de la calle Huertas no habían sido muy respetuosas con las ordenanzas municipales: caseros de no excesivos escrúpulos con los años habían ido añadiendo compartimentos, construcciones en las azoteas, divisiones en los pisos de los que la autoridad competente había perdido la traza tiempo atrás. Estas infraviviendas estaban generalmente ocupadas por familias enteras de inmigrantes marroquíes, por algún taller ilegal de chinos y por ancianos que llevaban allí desde toda la vida. Hacía apenas dos o tres años que el Pitri había conseguido que un fontanero amigo le empalmara una tubería de agua corriente hasta su casa robándosela al vecino que de todas formas había levantado los tabiques que constituían las tres viviendas del piso sin encomendarse a Dios ni al diablo. El Pitri había robado un viejo lavabo de un derribo en el barrio de Salamanca y se había montado lo que a él le parecía un coqueto rincón debajo de la ventana. En el descansillo, el dueño había dejado un retrete y un remedo de cuarto de baño en el que campaba una vieja bañera de porcelana y patas de latón; entre todos habían pagado un calentador de agua y se bañaban o duchaban por turnos sin excesivas disputas.

El hogar del Pitri.

Se asomó a mirar el cielo.

– Hace un día estupendo, jefe -dijo.

– Pitri, déjate de historias y tráeme el café. Y este cuarto de mierda huele a pocilga.

Al Pitri le hubiera gustado decirle a Horcajo que, si no le satisfacía, no tenía más que no haber venido a esconderse a su casa, pero no se atrevió. A Horcajo estas cosas no se le decían.

– Oye, y luego te bajas a comprarme El País, anda.

Jacinto Horcajo había escogido el cuartucho del Pitri porque, aunque, como había ocurrido, alguien llegara a enterarse de que estaba en Madrid, nunca podría sospechar que se rebajaría a esconderse en un sitio tan infecto, teniendo que compartir techo con un gusano semejante. Hacía años, sin embargo, que Horcajo estaba acostumbrado a no pedirle al entorno más de lo que éste pudiera ofrecerle, sobre todo cuando la necesidad aprieta. El lujo quedaba para cuando no hubiera otras consideraciones primordiales, como escapar de Carlos de Juan y del Gera o terminar con bien el contrato madrileño. Horcajo era un hombre prudente: su presencia en Madrid obedecía a una necesidad perentoria; de otro modo, nada le habría hecho meterse en la madriguera de sus peores enemigos.

Había llegado a Madrid desde Colombia con un pasaporte chileno extendido a nombre de Zacarías Mouro (un documento perfectamente válido, comprado al jefe de la policía de Iquique, en el norte del país). Para ser más exactos, había llegado, no desde Bogotá, sino, después de una escala en Berlín, desde Lisboa y por carretera. Horcajo se movía por Europa con extremada prudencia y siempre escogía una ciudad diferente como primera escala al llegar desde América. Y más en esta ocasión, en que lo acompañaba Oswaldo Borrero, el colombiano de Medellín que iba a seguir de cerca la operación.

Mientras Oswaldo se instalaba en el Palace, Horcajo había alquilado un apartamento en el Centro Colón, pagando por adelantado dos meses de renta y anunciando que iba a viajar constantemente.

Inmediatamente después, un taxi, tomado en la puerta del Centro Colón, lo había dejado frente al número 23 de la calle de José Ortega y Gasset, dirección en la que se encontraba la sucursal urbana 14 del Banco Popular. Abrió en ella una cuenta corriente, depositando millón y medio de pesetas; también alquiló una caja de seguridad en esa sucursal y tres más en otros tantos bancos de los alrededores. Como la Embajada de Chile estaba justo enfrente del banco, le pareció a Horcajo que, llegado el caso, la nacionalidad de su pasaporte contribuiría a incrementar la confusión.

Después había entrado en una de las tiendas de telefonía móvil del barrio y, tras comprarse un portátil, había contratado una línea telefónica con el mismo nombre falso, domiciliando el pago de los recibos bimensuales en la cuenta corriente del Banco Popular Español.

Hizo todas estas cosas durante las dos horas siguientes a su llegada a Madrid. A lo largo de tres horas más, mientras Borrero se quedaba en el interior del gran Mercedes alquilado en el que habían llegado desde Lisboa y que ahora estaba estacionado en el interior del aparcamiento de las Cortes, Horcajo hacía un viaje detrás de otro. Alquilando sucesivos taxis, primero había ido a la estación de Chamartín y después, en cuatro viajes separados, a los cuatro bancos.

Luego desapareció por completo. Bueno, casi por completo, porque, tres días más tarde, en lugar de estarse quieto, cometió un error de principiante: ceder a la insistencia de Oswaldo Borrero. Borrero tenía tres manías: las mujeres gordas, el ron con coca-cola y el jazz, del que decía entender más que John Lee Hooker.

Habían ido a tomar una copa al antiguo local de jazz de Diego de León y se encontraron con que hacía tiempo que lo habían cerrado. Pero el bar que lo había sustituido tenía, si no música de Nueva Orleans, un grupo interesante de muchachas de dudosa nota y habían decidido quedarse. Menos mal que, al menos, el Opel Corsa había sido alquilado en Madrid a nombre de Borrero, porque la mala casualidad había querido que lo viera el Gera. «Tiene memoria de elefante -pensó Horcajo. Y sonrió-. Claro que si me han hecho a mí la perrería que yo le hice a él, a mí tampoco se me despinta la cara del tío.»

– Pitri-dijo Jacinto Horcajo cuando el Pitri le trajo el café-, me parece que me debes dinero, ¿eh?

– Sí, sí, claro, jefe. De anoche…, claro.

El Pitri se frotó las manos.

– A ver, ¿cuánto vendiste?

– Diez gramos, jefe, que cortados me dieron…, bueno…, ya sabes…, cincuenta gramos…, lo que me diste para vender, jefe.

– A cuatro mil pelas.

– Eso.

– Dos millones, ¿eh? ¿A quién se lo vendiste?

– A Palo.

– ¡Caramba! ¿Todavía anda ése por ahí?

– Sí.

– Pues yo creí que se lo habrían llevado por delante hace la mar de tiempo, ya ves. Muy malas compañías le recuerdo. Y, ¿sabes, Pitri?, cuando se llevan malas compañías, acaba uno fatal, ¿eh?

– Pues anda todavía por ahí, jefe.

Horcajo encendió un pitillo.

– Pitri, a veces me pregunto qué es lo que me hace ser tan bueno con ratas como tú.

– ¿Yo?

– Me estás engañando. -El Pitri palideció-. Te lo veo en la cara, hombre. Y seguro que me estás engañando por una mierda. ¿Cuánto le vendiste a Palo?

El Pitri carraspeó. Sudaba.

– Bueno…, esto…, jefe… Yo, la verdad, es que creía que tenía derecho a mi cuartelillo…

– ¡Pero qué cuartelillo ni qué ocho cuartos! ¿Te crees tú que me chupo el dedo o qué? No sé yo que el cuartelillo se lo robas al que te lo compra. Pitri -dijo Horcajo con tono paciente-, te voy a acabar rompiendo en dos. ¿De modo que llego aquí como los reyes magos, te traigo cien gramos de la mierda más pura, un regalo de mi corazón, y tú, ingrato de mierda, lo primero que haces es, o sea, robarme? O sea, no te conformas con cortar los cien gramos, lo normal, sino que lo cortas más…

– … Bueno, espera, jefe, espera, hombre, tío, jopé…, que ha sido una equivocación. Verás, tío, jefe, este…, yo, corté la mierda un poquito más…, ya sabes, dos onzas, me salieron dos onzas, o sea, cincuenta y seis gramos, y se los cobré a cuatro mil, o sea dos kilos doscientos cuarenta papeles, jefe, que yo no te habría engañado nunca…

Horcajo meneó la cabeza varias veces.

– ¡Qué tío! -dijo-. Y encima te quedas con una papelina de cada diez… Los clientes acabarán por comprarse papelinas de bicarbonato y a ti, el día menos pensado, el Palo te raja. Me debes un millón ciento veinte mil pesetas, que es la mitad de lo que le cobraste a Palo ayer.

– Sí, sí, aquí las tengo…

– Sólo que por mentirme, Pitri, te voy a poner una multa…

– ¡Hombre, jefe, jopé!

– … Una multa de cincuenta mil por gramo. Poca cosa, chico. Esta vez te va a costar medio millón, ¿eh? O sea, para tener las cuentas claras, me debes un millón seiscientas veinte mil castañas, ¿eh, Pitri?, y me vas a pagar ahora mismo. Es bueno para la salud.

– Hombre, jefe, jopé -repitió el Pitri más débilmente. Horcajo lo miró sin pestañear-. Bueno, vale, vale. Cómo éstas -se apresuró a añadir, sacándose del bolsillo un fajo de billetes y poniéndose a contarlo con premura.

Horcajo suspiró.

– Dime más cosas, Pitri. Me preocupas. ¿Sabes que ayer me enteré de que me había visto el Gera? ¿Te ha dado el coñazo a ti?

El Pitri, que iba amontonando billetes sobre la cama, dejó de contar, levantó la mirada y la fijó en Horcajo. Sabía que no debía desviarla: si Horcajo pensaba que le estaba mintiendo, sería peor que una sesión con el Gera y De Juan juntos.

– Bueno, jefe…, ayer me anduvieron persiguiendo. De Juan me enganchó por la mañana…

– Pero, me cago en la mar, Pitri. Te ven y yo aquí…; Pero ¿cómo no me lo cuentas antes? -preguntó Horcajo sin dejar de mirarlo-. Pitri, si a mí me cazan, el primero que palma eres tú. Te lo juro.

El Pitri tragó saliva.

– No, ya. No te preocupes, que no hay peligro. Descuida, jefe.

– ¿Que no hay peligro? ¿Que no hay peligro? Este idiota no me dice nada y ahora no hay peligro. Me obliga a cambiar de planes -dijo Horcajo mirando a la pared-, y si no me entero yo solito… Y, además, De Juan es duro. Tiene la mano muy ligera, ¿eh?

– Jo, tío, jefe, bah…, ya sabes. -El Pitri bajó la voz-. Me parece que le gusta cascar, sobre todo a mí que no pinto nada y que no voy a andar denunciando a nadie. -Se encogió de hombros-. No soy un chivato…

– Coñe, Pitri, ya viste lo que pasó con el Nani, ¿no?

– Sí… -El Pitri se rascó la cabeza-. Pero hace años de eso… Además, a mí me apetece más seguir viviendo, jefe. Yo denuncio a De Juan por malos tratos y no lo cuento. Y, para que sea mi madre la que tiene que ir al juez a decir que le han matado al hijo, la verdad…, prefiero que el tío me zurre de vez en cuando.

Sorbió, inclinó la cabeza y miró al suelo.

– Claro que si tú, un día, le dices al Gera o a De Juan dónde estoy, el que se te lleva por delante soy yo. -Horcajo rió-. Lo tienes crudísimo, Pitri.

– Ya… Pero no soy un chivato. De verdad. Por la cuenta que me trae… El caso es que deben de creer que yo sé dónde andas o que me puedo enterar. No sé. Pero alguien te ha tenido que ver porque por la Ballesta es vozpopulís que estás en Madrid.

– Nada es perfecto en la vida, Pitri. Tú estáte a lo tuyo y todos saldremos ganando. Ya sabes. En boca cerrada no entran moscas. Dame eso y bájate a por El País, anda. Y luego, me parece que te vas a estar quieto hasta mañana, sin moverte de aquí, ¿eh?

– Jope -dijo Pitri.

– Peor para mí, que te voy a tener que aguantar, ¿eh? Y además, aquí huele a pocilga, Pitri, coño. No te asustes, anda, que mañana me voy.

14.05

– Creo que no venía al Retiro desde pequeña -dijo Paloma-. Te voy a decir una cosa, caudillo. Nadie me ha hecho volver a casa un sábado por la mañana a ponerme unos vaqueros para pasear por el Retiro. Anda, que eres más estirao que la maroma de un trasatlántico. Colega. Tío.

– No ibas a pasear a la hora del aperitivo con una blusa de seda medio transparente y una minifalda de raso, ¿no? Y además, así, estás para untarte pan.

– ¡Quieto! No me toques el trasero, descarado… Pues no eres tú fino ni nada, chico. Al señorito le da vergüenza que se note que su novia ha dormido con él y que no ha vuelto a casa de papá a cambiarse.

– ¿Ya somos novios?

– Es un eufemismo por un rollo de una noche.

– No, no. Estas cosas se dicen en serio o no se dicen.

Paloma se detuvo. Miró seriamente a Carlos.

– Estás de broma, ¿eh?

– Estoy de broma -se apresuró a decir Carlos.

– Pues no lo estropees.

A esa hora temprana de la tarde, el paseo que bordea el estanque del Retiro estaba lleno de gente que paseaba, reía, se interpelaba, andaba cogida de la mano, tomaba el aperitivo o estaba a lo suyo.

Había pequeños artilugios que, cubiertos de raso negro, simulaban estrechos escenarios en los que marionetas de Colombina se defendían de guardias de fiero bigote o Pierrots de trapo peleaban a estacazos los favores de sus amadas; decenas de niños seguían las dramáticas incidencias de los títeres sin perder ripio de cuanto allí ocurría, coreando los encantamientos o animando al que más estacazos daba o advirtiendo a gritos del peligro que acechaba al héroe o aplaudiendo con entusiasmo el triunfo de los buenos. Había mimos de cara blanca y jersey negro, que representaban sus melancólicas historias; unos, por ganarse unas pesetas; otros, por aventar el mensaje de alguna secta de amor más o menos intensamente cristiano. Y al público que, con una media sonrisa, seguía en corro sus evoluciones, se le notaba un cierto deseo de anticiparse a adivinar lo que el mimo quería sugerirle.

Sentados en el borde de piedra que rodea el estanque, unos músicos de rasgos indios, vestidos con ponchos de colores, rasgueaban sus guitarrones y soplaban en sus flautas andinas, interpretando cadenciosos valses peruanos. Jóvenes en mangas de camisa, remando con más entusiasmo que habilidad, perseguían por el estanque a modistillas risueñas, mientras que algún padre aburrido regañaba al niño por arrastrar la mano en el agua sucia.

Hacía calor en el Retiro y los enormes castaños y los setos, los parterres de la rosaleda y los dibujos de los jardines de Cecilio Rodríguez estaban restallantes de color y primavera. El sol brillaba, reflejando su luz en las aguas turbias del estanque y saltando de onda en onda con latigazos de fuego, como si repentinos chispazos eléctricos recorrieran la laguna. Dos muchachos vestidos con chándal y zapatillas de deporte hacían jogging con parsimonia; iban hablando como si tal cosa.

«¡Barquillos, hay barquillos!», gritaba con poco interés un joven flaco y mal vestido. Llevaba su mercancía en una bandeja de mimbre y no, como solía ocurrir años antes, en un tambor con la tapa convertida en rueda de la fortuna.

– Vaya un día para ir a los toros -dijo Carlos.

– Ya -dijo el Gera, dándoles alcance. Paloma se detuvo en seco y se dio la vuelta para mirar a los recién llegados-. Lo que pasa es que se han puesto las entradas por las nubes. Yo soy Gera y ésta es Carmen, mi mujer -añadió.

– Hola -dijo Paloma-. Y yo soy Paloma.

– No, ya, si eso ya me lo imagino -dijo el Gera-. Pues no se pone éste pesado ni nada contigo… -Paloma se volvió hacia Carlos, arqueando una ceja con curiosidad burlona-. Claro que si mi novia fuera como tú, yo también me pondría como Mateo con la guitarra.

– Se dice perdonando lo presente -dijo Carmen.

– Perdonando lo presente.

Paloma rió.

– O sea, que tú -le dijo a Carlos-, o sea que vas por ahí discutiendo de nuestras interioridades, como si yo fuera propiedad del Cuerpo Nacional de Policía.

– No, jopé. Con éste que es amigo, nada más. Es que me traes por la calle de la amargura con tanto voy y vengo.

– Es lo que me faltaba a mí: en boca de los maderos de la nación. ¿Y qué te dice de mí?

El Gera se puso como un tomate.

– ¿A mí? Hombre…, nada. O sea, ya sabes…

– Parece mentira, Gera, un tío tan grande como tú -dijo Carmen-. Te dice lo que cualquiera diría: que está colao y que qué hace, ¿no?

– Eso.

– ¿Y tú qué le contestas? -preguntaron Paloma y Carmen a coro.

Rieron.

– Quiero decir -añadió Carmen- que ya sabemos lo que te dice Carlos, pero lo importante son los consejos que tú le das a él, ¿no?

– Séneca -dijo Paloma.

El Gera puso los ojos en blanco.

– Pues le digo que aguante, que cuando vienen mal dadas vienen mal dadas y que las cosas son como son. -Guardó silencio un momento-. ¿No? Vamos, digo yo.

Paloma dio un silbido. Luego se puso de puntillas y le dio al Gera un sonoro beso en la mejilla. Carlos, desde detrás, la agarró por la cintura con ambas manos.

– Aunque el Gera -dijo Paloma- no ha recibido de la providencia las dotes de oratoria que se requieren para dar consejos sobre un monstruo como tú, el tipo sabe, no creas, y, de una forma algo burda, se las compone para transmitir cierto calor humano que me consuela de tus múltiples maldades.

– Vete a hacer puñetas -dijo el Gera.

– ¿Por qué te llaman, Gera, Gera?

Carmen se puso rígida.

– Nada -dijo el Gera-, por nada. Por una chorrada…

– Ya te lo decía yo -dijo Carlos.

– Es una contracción de Epifanio -dijo Carmen.

Paloma miró a los tres con curiosidad.

– ¿Nos tomamos unas cañas? -preguntó Carlos frotándose las manos.

Paloma se volvió hacia él como si quisiera añadir algo, pero se quedó callada y se limitó a mirarlo. Luego se le acercó con deliberación y, apoyándose contra él, rozó con lentitud un pecho contra su brazo. El Gera carraspeó y miró hacia el estanque. Carmen sonrió y dijo «guau» en voz baja. Y Carlos, apartando el pelo de Paloma con la nariz, acercó la boca a su oreja.

– Tú sigue haciendo eso y ya verás. -Paloma sonrió-. ¿Nos vemos esta noche?

– No.

– ¿Cuándo entonces?

– Ya veremos.

Carlos miró al Gera.

– Oye, Paloma -dijo el Gera-. Mañana vamos al Bernabéu, que juega mi hermano pequeño con el Madrid. -Paloma levantó las cejas-. Sí. Por primera vez… Y digo yo que porque la liga ya está decidida y no hay peligro de que el chaval haga cualquier idiotez…

– Juega como Dios -dijo Carlos.

– Bien majo que es -dijo Carmen.

– ¿Es Pepillo?

– ¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó el Gera mirando a Paloma con curiosidad.

– Oye, ¡bueno! ¿Aquí todos me consideráis idiota o qué? Esta mañana -añadió con tono paciente-, al pasar por casa… -miró a Carlos y sonrió-, al pasar por casa, eché un vistazo al periódico y miré la alineación. Pepillo, ¿eh? Éste jugaba en el Castilla, ¿no? ¿Es ése?

– El mismo… Bueno, pues… ¿te gustaría venir? Tengo unas entradas pistonudas. Viene mi madre también. Y después nos vamos a cenar por ahí con el chico. ¿Eh? ¿Qué os parece?

– A mí me parece bien. -Paloma se volvió hacia Carlos-. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

Carlos levantó las manos para protestar, pero, a medio gesto, puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.

Madrid-La Haya, 19.00

– ¿Ricardo?

– ¿Quién es?

La línea telefónica con la Embajada de España en La Haya era inusitadamente clara.

– Soy Carlos de Juan, Ricardo.

– ¡Coñe, Carlos! Pero, caramba. Cuánto tiempo… Pero ¿dónde estás?

– No, no, aquí en Madrid.

– Oye, pues parece como si estuvieras en el cuarto de al lado… Dime.

– Oye, te llamo…, ya sé que es un coñazo, pero qué quieres que te diga. Dice el jefe dos cosas. Una, que estemos al loro con el secuestro ese de que nos hablabas en el télex…

– Kees van de Wijn…

– Ése… Bueno, porque a él le huele a cosa de tráfico de drogas. Yo no sé de dónde se saca el olfato ese, pero bueno…

– Sí. Ahora te cuento… -dijo Ricardo.

– … Yotra cosa, que… la extradición de Kleutermans.

– Ah, sí -exclamó Ricardo, levantando el tono con interés.

– Bueno, mira…, esto…, ya sabes. Está previsto que lo saquemos en avión el miércoles, pero, no, ¿sabes?

– Sí.

– Verás -dijo Carlos-, aquí hay cierto miedo a que la banda del tío este monte un pollo.

– No me extraña. Estos tíos no se andan con chiquitas y, con el dinero que tienen, son capaces de organizar una operación de guerrilla y, entre Carabanchel y Barajas, os montan la batalla de El Álamo. Con tal de sacar al Kleutermans, hacen lo que sea.

– No me digas -dijo Carlos.

– Sí te digo, Carlos. Andaros con el bolo colgando y ya veréis en qué se os queda. ¿Tú sabes el dinero que manejan? Mira, para que veas de qué van estos tíos, tardaron tanto en cazarlo, entre otras cosas, porque nadie era capaz de seguirle la pista. ¿Y sabes por qué? Porque para cada operación de contrabando, este tío usaba un avión distinto…, nuevo, ¿me oyes?, que luego abandonaba en cualquier aeropuerto. ¿Tú me entiendes?

– Carajo.

– De modo que ríete tú de Pinochet. Este cachondo saca los tanques a la carretera como si fuera Rommel, Carlos.

– Vale, vale… Pues no sé yo si me gusta tanto el plan alternativo, ¿sabes?

– ¿Cuál es el plan alternativo?

– El Gera y yo… como cuando Alí Hassan, sólo que hacia arriba.

Ricardo dio un silbido. Luego preguntó:

– ¿Con la misma antelación y por el mismo sistema?

– Igual.

– Y quiere el jefe que yo esté, ¿no?

– Yes.

– Vale. Comprendido, allí estaré.

– Te lo vamos a agradecer… ¿Cómo lo llevas?

– Bien, bien. Trabajando mucho. Bah, ya sabes, no es fácil. Estos holandeses no te hacen la vida fácil, ¿sabes? En el fondo les apetece poco contarte los secretos que ellos conocen.

– ¡Venga! ¿No te echan una mano?

– Qué va. Aquí, cada cual se las compone como puede. Estos tíos, lo que quieren es que les organicemos las operaciones y les ayudemos a resolverlas, pero sin meternos, ¿eh? Hijos de su madre…

– Te veo algo cabreado -dijo Carlos sin sorna.

– Uf, bueno, mira. Qué quieres que te diga. Estoy aquí más solo que la una, haciendo de todo…

– Pues yo llamaba por comprobar cómo se vive de diplomático por ahí, mientras los demás seguimos pateando el patio y deteniendo a quinquis, ¿sabes?

– Es verdad, hombre. Yo aquí, cobrando en dólares… Me cago en la mar. Oye, por cierto, al Van de Wijn este, no sé muy bien cómo va el tema, pero acabo de ver que han circulado la foto de su amante. Ha desaparecido. Bueno, el asunto está cada vez más embrollado, pero te juro que a mí también me huele a drogas. Qué quieres que te diga.

– Ya nos dirás, ¿no?

– Sí, hombre. Oye… Carlos, esto…, fuera coñas. Tú que estás ahí, cerca de los jefes, a ver si hablas con el comisario y le dices que mi nombramiento suena de miedo…

– ¿Qué es lo que eres?

– Agregado a la Embajada de España en Holanda para Cuestiones de Tráfico de Estupefacientes y Enlace con las Agencias Nacionales.

Carlos soltó una carcajada.

– Cualquier día te van a hacer ministro. ¿Sabes cómo te llamamos aquí?

Ricardo guardó silencio durante un momento.

– Me has puesto un mote -dijo por fin con algo de sequedad.

– Sopla. El Sopla.

– Carlos, vete a la mierda.

– No, si va en serio. Servidor obsequioso para la lucha antidroga.

– Qué marrano… Menos mal que no es como el Gera. ¿Será posible? Bueno, dejémonos de bromas. Dile al jefe, a mi jefe, no al tuyo…, o mejor le dices al tuyo que se lo diga al mío, que esto está muy bien, pero que estaría mucho mejor si, además de tenerme aquí, alguien me pagara el sueldo. Oye, que llevo cuatro meses aquí y todavía no he cobrado ni un céntimo.

– Venga ya.

– Te lo juro.

– Pues debes de ser rico por tu casa, porque si no…

– Quiá. Me estoy gastando los ahorros de mi suegro. Estoy harto de poner oficios pidiendo que alguien me pague algo más que unas miserables dietas. ¿Sabes dónde tengo la oficina? Porque estos de la embajada son buena gente, que si no… Oye, me he instalado en la agregaduría de educación.

Carlos rió de buena gana.

– El Sopla educativo. Mira, hombre, así coges a los chicos desde pequeños y les dices que los porros son malos para la salud.

Madrid, 20.00

Una esquina de la enorme nave de Muebles Gato estaba brillantemente iluminada por luces de arco. Aunque fuera, en el poblado industrial de Coslada, aún era de día y mucha de la superficie de la techumbre de la nave estaba hecha de plástico translúcido reforzado (con lo que la luz en el interior era buena), el taller de camiones, que era lo que ocupaba el cuadrante norte, necesitaba iluminación artificial para que los siete hombres que allí trabajaban pudieran ver lo que estaban haciendo.

Cinco se afanaban en torno al camión Ebro que, pintado de amarillo, había sido transporte de Transmoney. La chapa de acero reforzado que normalmente tapaba el motor había sido desmontada y estaba apoyada contra una de las paredes de la nave: había sido pulida con una lija eléctrica y uno de los hombres, rodeado de la neblina amarilla esparcida por el pulverizador, la pintaba de su color original con una pistola de carrocero. Olía fuertemente a pintura. El taller habría hecho palidecer de envidia a más de un garaje especializado.

Otros dos hombres lijaban el resto de la carrocería y pegaban papel de periódico con cinta aislante en las partes que no debían ser pintadas de amarillo.

Dos mecánicos más terminaban de desmontar el viejo motor del camión. El Perkins de segunda mano que el Chino había vendido el día antes a José Luis Álvarez colgaba de grandes poleas articuladas desde las vigas de acero que sostenían la techumbre de la nave. Brillaba de grasa y aún estaba caliente de las pruebas a que había sido sometido a lo largo del día.

Al lado del camión Ebro, la mole gigantesca de un Pegaso de veinte toneladas empequeñecía cuanto le rodeaba. Toda la caja de su carrocería estaba desmontada y la cabina del conductor colgaba de unas poleas iguales a las que sostenían el motor Perkins. El tráiler también estaba desmontado: su carrocería pendía de las correspondientes poleas, como si fuera un vagón de ganado volante, y el bastidor aparecía desnudo sobre sus doce enormes neumáticos.

Los dos hombres restantes tomaban café, bebiéndolo de grandes tazones, sin dejar de inspeccionar el Pegaso. Uno de ellos dejó la taza sobre la repisa metálica de uno de los tornos y se agachó para ver mejor unas abrazaderas que habían sido soldadas a la camisa del eje de transmisión del poderoso motor.

– Lo que yo te diga, José Luis -dijo-, bastará con embadurnarlo bien con grasa para que no se note.

Sin incorporarse, alargó la mano y, del suelo, cogió el extremo de una sección de tubo metálico, que parecía una reproducción exacta de la camisa del eje de transmisión. En realidad, no era exactamente igual: aunque su longitud era la misma, el diámetro era casi dos centímetros mayor a todo lo largo del tubo. Con visible esfuerzo, el hombre tomó toda la sección del tubo y, sujetándola con ambas manos, se levantó y se acercó al Pegaso. Se inclinó sobre el chasis desnudo y encajó la sección encima del eje de transmisión.

– Coño, lo que pesa esto -dijo-. Pero, ¿ves?, encaja perfectamente y, una vez atornillado, ni se notará que es postizo.

– No está mal, no -dijo José Luis Alvarez y sorbió ruidosamente de su taza.

En el suelo, dispuestos uno al lado del otro, había dos tubos más y una decena de perfiles de largo diferente.

– Irán de miedo -dijo el hombre.

– ¿Habéis probado? -preguntó José Luis.

– Ya lo creo. Lo hemos hecho con saquitos de harina. Va muy bien y ni se nota.

José Luis Alvarez alzó la voz.

– ¡Manolo!

– ¿Qué hay? -preguntó unos de los dos mecánicos.

Metido en el espacio del camión Ebro hasta entonces ocupado por su viejo motor, preparaba con su compañero la instalación del Perkins del Chino. En una mano tenía un martillo y, en la otra, un escoplo. De su alrededor sobresalían tubos y cables sin conectar.

– Anda, que hay que verte. Pareces King-Kong.

Todos rieron.

– La mano del hombre que todo lo puede -dijo Manolo, asestando un martillazo a uno de los amortiguadores delanteros del Ebro. Resonó como una campana sorda. El mecánico tenía la cara negra de grasa y sonreía.

– ¿Cuánto os falta?

– Nada. Poca cosa, José Luis. Nosotros habremos terminado con el motor en cosa de cuatro o cinco horas. Son éstos, con la carrocería y la pintura, los que van más retrasados.

– Pero ¿cuánto?

– Bah. -Miró a sus restantes compañeros, que habían interrumpido el trabajo por un momento-. Yo diría que tu trasmonis estará listo mañana por la noche. Como nuevo, ¿sabes? Listo para el París-Dakar.

– París-Dakar. Ya verás tú el rally que vamos a montar. Ríete tú de los peces de colores.

En el exterior de la nave, apoyado contra el guardabarro delantero de su Mercedes diesel, el Chino se cambió el palillo de lado.

– Vamos a vé si chañamos, Chuchi -le dijo a su cuñado-. El madero me compra un camión blindado dézo pá'trasportá tela, ¿no? A mí me parece un gualtrapa, porque digo yo que zi va a hace un trasporte legal, no me va a vení a compra a mí, ¿eh?

– Ezo -dijo su cuñado.

– Digo yo, ¿eh, Chuchi? O zea, que no va a hace un trasporte legal, zino, en do palabra, i-legá. Luego, ze lleva er camión ar depózito de Julio Pascua, aver zi m'entiende. Lo que yo te diga, colega. Estos tíos van a dá un gorpe y yo esta pingüi no me la quiero perdé. De modo que tú te va a queda por aquí a vé qué guipas.

– Ezo.

– Y pa cuando hayan dao er gorpe, les vamos a caer encima como el pañí, colega y, a lo mejón, er gorpe ze lo damo nosotros. -Ezo.

21.05

– ¿Sabes lo que te digo, Javier? -dijo Elisa Montero, inclinándose hacia su marido-. No me vuelvas a traer a barrera. Prefiero estar en el palco con todos, tomando sandwiches. La verdad. Esto es incomodísimo.

Javier Montero miró a su mujer sonriendo. Impecablemente peinado, vestía un traje de gabardina marrón claro, camisa azul y corbata de seda en tonos rojos, haciendo juego con el clavel que le habían puesto al entrar en la plaza de toros.

– Hoy había que hacerlo -dijo, mirando por detrás de Elisa.

Cinco o seis asientos más allá estaba el Rey, que lo saludó por fin (¡terminando el sexto toro!) con una sonrisa y un movimiento brusco de la barbilla. Montero devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.

– ¿Un whisky, don Javier? -le preguntó desde el callejón un camarero de chaquetilla blanca. A los pies, cerca del burladero, tenía una fresquera con hielo, vasos de cartón y dos botellas de whisky.

Javier Montero hizo un gesto negativo.

– Ya no -dijo-, gracias.

Levantó la mirada y, con la vista, siguió al joven torero, que se alejaba hacia el centro del ruedo, andando con parsimonia, aunque sin dejar de mirar al toro por el rabillo del ojo. Y el pobre animal, con la cabeza humillada y una única banderilla colgándole del pellejo como mudo testigo de una lidia bastante ramplona, jadeaba poderosamente, quieto en los medios, siguiendo con aire derrotado la lenta progresión del diestro por el albero. Cerca de él, dos peones, con los capotes desplegados, parecían dispuestos, por más que sin excesivo entusiasmo, a defender a su maestro en caso de que el toro decidiera embestir. Nada en la interminable lidia previa justificaba tales temores, pero nunca se sabe.

Un murmullo colectivo de indiferencia ponía ruido de fondo al aburrimiento del final de la corrida. Procedentes de la andanada del tendido del siete se oían algunas imitaciones de ladridos, indicación del respeto que merecía a aquel sector del público el tamaño del astado. Todo el mundo sabía que el torero, intentando salvar lo insalvable, se dirigía al centro del ruedo para brindar, desde allí, la muerte del toro al respetable. Mal negocio iba a hacer.

Javier Montero sacudió la cabeza de derecha a izquierda.

– No, hombre, no -dijo en voz baja.

Detrás de él, tres jóvenes pizpiretas, evidentes entusiastas seguidoras del joven torero, miraban airadamente a su alrededor, desafiando a los que estaban cerca a que manifestaran su descontento si se atrevían. Javier no alteró el semblante y, siempre cuidadoso de ofrecer su mejor perfil a los inevitables fotógrafos, volvió la cara hacia Elisa.

– Bueno. El lunes vamos arriba.

Elisa giró la cabeza y miró hacia arriba, hacia el palco en el que estaba su hermana, Carmen, acompañada por una docena de amigos. Carmen la vio en seguida y, sonriendo, levantó una mano..

– Luego vienen todos a casa, a tomar una copa -dijo Elisa.

– ¿Has reservado mesa en algún sitio?

– Huy, sí. En Lucio.

En ese mismo instante, el torero se dispuso a brindar y el murmullo de la plaza se convirtió en un abucheo de desaprobación.

– No, no -gritaban unos.

– Vete a casa -vociferaron otros.

– Anda ya -exclamaban los más.

– Bah -murmuró Javier Montero-, vaya mamarrachada.

No muy seguro de lo que debía hacer ante el evidente disgusto del público, el joven torero bajó la mano en la que llevaba la montera y miró con incertidumbre hacia donde estaban los Montero. Justo delante de ellos, apoyado en el burladero, el apoderado del diestro hizo con la cabeza un brusco gesto negativo. Encogiéndose de hombros, el torero extendió las manos con las palmas hacia arriba, sin por ello soltar la montera, se dio la vuelta y se puso a andar hacia las tablas. Arreció el abucheo. El público ya no iba a contentarse con nada de lo que viera. Un espectador de barrera, claramente borracho, se incorporó y, dándose la vuelta, se dirigió al presidente, apostillándole frases ininteligibles que nadie podía oír, tal era el ensordecedor ruido, y subrayándolas con el dedo índice extendido. Como su indignación era diaria y la manifestaba en cada corrida de la feria de San Isidro, los abonados que lo rodeaban intentaban forzarle a sentarse, tirándole de los faldones de la chaqueta hacia abajo.

– A éste se le van a pone los fardone de la chaqueta como una zotana -dijo un sevillano que se sentaba al lado de los Montero.

Javier sonrió.

En el ruedo, el joven maestro de fina estampa gitana y fieros modales frunció el ceño. De prisa, acabó de acercarse hasta donde estaba su mozo de estoques con la espada de madera preparada. La apartó de un manotazo, diciendo:

– Dame el otro, coño.

El mozo se apresuró a sacar un estoque real de donde lo tenía apoyado contra el burladero y lo entregó al diestro.

– Pobre chico -dijo Elisa.

Sin mayores miramientos, el torero, olvidados, en su mal humor, los gestos y formas que dictan los cánones, se encaró con el agotado animal y, después de darle dos trapazos de mala hechura y peor estilo, se cuadró apresuradamente, levantó el estoque y entró a matar.

– Vaya petardo -le dijo Javier Montero a su mujer.

23.00

– ¿Qué? -preguntó desde detrás de la barra el camarero.

El ruido de la clientela amontonada en el bar de la calle de la Ballesta le forzaba a hablar gritando.

– Que si has visto al Pitri -repitió Carlos.

El barman levantó la cabeza y paseó la mirada por todo el local, en un gesto lento para que se viera lo que le preocupaba la pregunta. Luego hizo un ademán negativo. Frunciendo los labios, Carlos lo miró y suspiró.

– Un día de éstos -dijo en voz baja-, te voy a dar un susto de campeonato, macho.

Salió del bar.

– Nada -le dijo al Gera, que esperaba en la acera-. Este tío se ha esfumado. Me parece que lo vamos a tener que buscar en serio, ¿eh?

– Ya. Es raro que no ande por aquí. En sábado, estos camellos se forran. El Pitri debería estar aquí.

– Tendríamos que mirar en su casa.

– ¿En la calle Huertas?

– Sí.

– No, hombre. Sabe que lo buscamos. No va a ser tan idiota como para meterse en su pocilga a esperar a que lo cacemos como a una rata, ¿no?

– Si tú lo dices… Soy idiota. ¿Por qué no fuimos a buscarlo ayer, cuando se nos escapó?

– Ya estuve yo esperándolo un rato cerca del paseo del Prado. Pero tampoco es tan tonto. Y ahora no está. Acabo de pasar por allí y no está. Nadie lo ha visto en todo el día, Carlos.

CAPITULO VIII

DOMINGO 24 DE MAYO

Madrid, 19.00

– Qué de gente -dijo doña Amparo, madre del Gera.

– El fútbol es siempre así -dijo el Gera-. Como sardinas en lata, ya ve usted.

– ¿Éste es siempre así de respetuoso con su madre? -preguntó Paloma en voz baja.

– ¿Respetuoso?-dijo Carlos.

– La trata de usted.

– Bueno, pero eso es porque es de pueblo.

El Gera, que llevaba a su madre cogida del brazo, volvió la cabeza y se inclinó hacia atrás.

– Me voy a tener que acordar de la tuya -dijo en voz baja.

En el estadio Bernabéu era día de fiesta. Se jugaba el último partido de la temporada de liga, el Real Madrid había ganado el campeonato y, hoy, de lo que se trataba era de celebrar su triunfo asistiendo a un buen espectáculo. Desde las galerías de acceso a las tribunas y graderíos se veía el césped, verdísimo entre el cemento de columnas y cobertizos. Hacía el efecto de una fotografía en color enmarcada por otra en blanco y negro. De las gradas se levantaba ya una neblina gris-azul producto del humo de tabaco. En el fondo sur del estadio, detrás de la portería, miles de jóvenes enarbolaban banderas blancas y blanquimoradas y españolas con el águila franquista, haciéndolas ondear al ritmo de tracas y petardos. También lanzaban al terreno de juego artificios luminosos que despedían una espesa humareda gris de reflejos anaranjados, rollos de papel higiénico y confetis de colores. Una marea de voces rugía con fenomenal sordina, con más fuerza que la del locutor recomendando por los altavoces la compra de aspirinas y alka-seltzers. De vez en cuando, aquí y allá, un sector del público silbaba o abucheaba por algo que se había dicho por los altavoces o porque se sentía molesto con alguna persona que pasaba delante o porque un verso coreado contra alguien requería este tipo de apostilla.

Cuando por los altavoces empezaron a anunciarse las alineaciones de ambos equipos, el nombre de cada jugador fue siendo coreado por un rugido victorioso, ole, ole, seguido cada vez de una ovación.

– Oye -dijo doña Amparo, señalando con el dedo hacia el fondo sur-, creía que las banderas con el águila estaban prohibidas.

– Le llamamos el pajarraco, doña Amparo -gritó Carlos, para hacerse oír.

– ¿Sí? Pues a ver cuándo les quitan el pajarraco a las banderas esas, que bastante los vi durante cuarenta años… y está una harta, ¿sabes?, de tanto sindicato vertical y tanta familia y tanto municipio.

Paloma la miraba boquiabierta.

– Cáspita -dijo-. Vaya cómo se las gasta tu mamá, Gera.

El Gera hizo con las manos un gesto de resignación.

– No te quiero ni contar cuando se juntan ella y mi suegro, que es facha. Ríete tú de la batalla del Ebro… Menos mal que a él no le gusta el fútbol…

– Sí, pero las broncas me las llevo yo -dijo Carmen.

– … Que si le gustara, sería del Atleti seguro y encima tendría que pasarme la vida discutiendo de penaltis.

– Sí, oye -dijo Carlos-, que bastante tienes con no poderle decir que tu coche está hecho en Kioto.

– Pues, a mí, oye -dijo Paloma-, con las banderas, como si se hacen calzoncillos de esparto… Cada cual a lo suyo… Si lo que los erotiza es la gallineja, que se la pongan de sombrero. ¿Qué es eso de Kioto?

– Nada, una chorrada de éste, que se ha comprado un japonés de segunda mano y al suegro le ha tenido que decir que era un Santana.

– Vaya tontería -dijo Paloma-. A mí no me gustan nada los alemanes y, ya ves, haría perrerías por tener un GolfGTI.

– ¿De qué color lo quieres? -preguntó Carlos.

– A ver quién tiene los papelitos -dijo el acomodador.

– Como éstos -dijo el Gera.

El acomodador abrió los billetes en abanico y, tras mirarlos, los cerró de nuevo dándose con ellos un golpe en la mano.

– Vamos a ver -dijo a la gente que se arremolinaba alrededor del estrecho hueco por el que se accedía a la escalera de bajada a las gradas de tribuna-. Se aparten, por favos, para dejar a estos jóvenes alcanzar sus localidades. Como Dios y los apóstoles no venían hoy al furgol, les han regalao las entradas. Pues no son malas ni nada… Oiga, señora -le dijo a doña Amparo-, hoy está prohibida la entrada a menores de dieciocho años. ¿Está usted segura de que da la edad?

– La tengo que dar. Hoy juega mi hijo pequeño con el Real Madrid.

Varios espectadores se volvieron a mirar a doña Amparo.

– ¡No me diga! -dijo el acomodador-. Va a ser Pepillo, como si lo viera. Pues oiga, señora, ese chaval juega como los ángeles, que se lo digo yo.

– Eso dicen éstos -rió-. Porque lo que es yo… La última vez que lo vi jugar…, bueno, la última vez que fui a un partido de fútbol, fue aquella vez en el colegio de Pepillo…, el instituto Lope de Vega.

– … Aunque es más guapa la madre. Pues vamos a ver… Tsst, lo que yo le diga. Que meta por lo menos tres. Ahora le traigo una copa de coñá.

– No, no, si no bebo.

– Una coca, que aquí estamos para todo.

– Bueno. Jesús -añadió-. ¿Habéis visto cuánta gente?

Un rugido poderoso y prolongado se elevó en ese mismo instante de los graderíos. Directamente enfrente de doña Amparo, al otro lado del campo, se apiñaban fotógrafos, cámaras de televisión, empleados del club y policías nacionales. Por la escalera de los vestuarios, entre la nube de gente, aparecieron las figuras inconfundibles de los capitanes de ambos equipos, seguidos del resto de sus compañeros. Pepillo fue el último en salir. Intentaba aparentar tranquilidad y correteaba dando pequeños saltos y doblando las rodillas con exageración. Alguien pegado a la salida del vestuario debió de decirle alguna cosa, porque se volvió y levantó una mano en señal de saludo. Debajo del pantalón deportivo le resaltaban los potentes muslos y las rodillas brillantes de linimento.

Paloma giró la cabeza y miró hacia el palco presidencial, que estaba justo detrás de ellos, unas cuatro o cinco filas más arriba.

– Ese que está allí a la derecha, ¿no es el Javier Montero ese? -preguntó Carlos.

– Sí-dijo Paloma, y carraspeó.

Carlos frunció el ceño.

– Mira para acá, ¿no?

– Aven…, hola… -dijo haciendo un gesto de saludo con la barbilla-. Lo conozco de Merath.

– ¿De dónde?

– De la boutique de su mujer -dijo Paloma, alargando la última sílaba con resignación-. Y tú, oye, Ótelo, ¿de qué vas por la vida, barba azul?

– Atender al acto -dijo el Gera.

– Mira, allí está Pepillo.

– Mírale, hale, sacándole fotos como si fuera Felipe González -dijo doña Amparo. Tenía los ojos brillantes.

– ¿Tiene novia?

– No -dijo el Gera.

– Pues descuidaros, que está, como dice éste, para untarle pan.

– Siéntate, Gera, jopé, que no te va a ver.

– Como nos monte la de Butragueño en la foto aquella con los cataplines al aire -dijo Paloma en voz baja-, os vais a tener que despedir de mí.

– Que sí me va a ver -dijo el Gera.

– Siéntate, jopé, que eres muy grande, anda… Y, además, como Pepillo te vea, se va a poner nervioso y va a ser peor.

El Gera se sentó.

Algunos jugadores estiraban los músculos, dando falsas carreras o amagando cabezazos sin balón. Otros se pasaban una pelota en triángulo. Dos o tres por cada bando chutaban suavemente contra el portero respectivo. Unos cuantos fotógrafos se fueron acercando al centro del campo, donde el árbitro, acompañado por los jueces de línea, se disponía a sortear los terrenos de juego. Otros se quedaron por las bandas, esperando a que los jugadores se dispusieran a posar juntos en equipo. Paloma se volvió una vez más hacia el palco; Carlos la miró y no dijo nada.

Finalmente, en medio del delirante entusiasmo del público, cada equipo se fue colocando para la foto oficial: cinco de pie más el portero suplente, seis en cuclillas. En el lado del Atlético de Madrid, su capitán, el portero Molina, mascando chicle tranquilamente, miraba al frente con indiferencia. En el del Madrid, Fernando Hierro, erguido y sonriendo con confianza, tenía un balón entre las manos y lo hacía girar hacia atrás; se lo pasó a Pepillo, que estaba debajo de él y que tenía la vista firmemente puesta en los graderíos, mientras intentaba tragar saliva. Raúl, el otro joven delantero, se inclinó hacia él y le dijo algo. Doña Amparo se llevó la mano a la boca y Carmen apoyó la cabeza contra el bíceps del Gera. -Espero que juegue como un ángel -dijo en voz baja.

– ¿Qué?

– Nada, da igual -contestó Carmen, agarrando al Gera de una oreja-. No sé para qué la tienes tan grande, chico.

Un niño pequeño, vestido con el uniforme madridista, se acercó al equipo y se colocó a su derecha para salir en la foto.

– Mi padre me puso así un día, cuando tenía diez años -dijo Paloma-. Nunca he pasado más vergüenza… Tenía un complejo horrible de tetas y me parecía que todo el estadio me estaba mirando…

– ¿Y ahora tienes complejo? -preguntó Carlos.

– Ss…, de que son pequeñas. Pero, para ti, bastan y sobran, capitán trueno.

De golpe y casi al mismo tiempo, terminada la sesión de fotos, los dos equipos rompieron su inmovilidad como impulsados por muelles y se dispersaron por la hierba en cortas carreras o a saltos. Desde la banda, un locutor de radio con un micrófono en la mano llamó a Pepillo.

– ¿Quiere usted oírle? -preguntó a doña Amparo a un hombre gordo que estaba sentado justo delante de ellos. Fumaba puro y, en la mano izquierda, llevaba un transistor del que salía una cacofonía de ruido y música y voces que hablaban a toda velocidad.

Doña Amparo puso cara de sorpresa.

– Hombre -dijo, alargando la mano-, gracias… ¿A ver?

«… te joven jugador que hoy viste por primera vez la camiseta madridista… Buenas tardes, Pepillo, ¿qué se siente en estos momentos en que se viste uno de blanco por primera vez? ¿Eh?»

«Ho-hombre -dijo Pepillo; los nervios le jugaron una mala pasada y de la garganta le salió un gallo horroroso. Carraspeó-. La verdad…, mucha…, o sea mucha r-responsabilidad… No es s-sólo v-vestirse de b-blan-co. So-so-sobre t-todo es d-darle al b-balón, ¿n-no?»

«¡Claro que es darle al balón! Y lo vas a hacer de miedo, muchacho. ¿Cuántos goles vas a meter?»

Pepillo rió.

«Hombre, no sé cuántos g-goles se le pueden meter a Mo-molina en un partido. Mi madre me ha dicho que, c-como no meta al menos uno-uno, me da un bastonazo.»

«¿Está aquí tu madre?»

«S-sí.»

«Pues mucha suerte, hombre.»

«Gracias.»

«Han oído ustedes a Pepillo…, a un Pepillo muy nervioso, la verdad, un chico de veinte años recién cumplidos…»

– Sin cumplir -dijo el Gera.

«… madrileño de pura cepa, del que se dice que es el nuevo Buitre de 1998, bueno, ya del 99 será, porque esta liga se acaba…, un fenómeno con el pie izquierdo, pero, sobre todo, un estratega, un delantero con mucha cabeza. El misterio alinea de extremo derecho, aunque en el Castilla había jugado más bien de libero. Veremos lo que pasa. Y, señores, vamos a devolver la conexión con…»

– Muchas gracias -dijo doña Amparo devolviendo el transistor.

– De nada, señora. A ver si hay suerte.

19.41

Probablemente, Pepillo iba a recordar toda su vida el minuto treinta y seis de juego del partido Real Madrid-Atlético de Madrid de aquel domingo en el estadio Bernabéu. Desde detrás, Illgner, el portero madridista, sacó el balón con la mano, dirigiéndolo hacia donde estaba Pepillo, en la parte derecha de la línea de medio campo. Con el rabillo del ojo, éste vio al defensa atlético que se le echaba encima a toda velocidad y le pareció imposible que aquel gigante no lo segara en dos. Sin dejar que cayera al suelo el balón, lo tocó con el empeine, dirigiéndolo hacia Roberto Carlos, que llegaba rapidísimo por el centro. Luego giró en redondo y oyó cómo el defensa pasaba como una locomotora. Se lanzó a correr como un loco y vio cómo Raúl, adelantado (le pareció que estaba en fuera de juego), recibía el balón de Roberto Carlos. Levantó la mirada y, al fondo, vio a Molina que daba unos pasos hacia atrás y se inclinaba confiadamente. Le dio la sensación de que entre la portería y él se interponía un armario con jersey amarillo. Por la izquierda venía otro defensa.

Pepillo levantó un brazo para que Raúl lo viera y siguió corriendo en diagonal hacia la portería de Molina. De pronto, el balón estaba dos metros delante de él.

– ¡Estoy! -le gritó alguien desde detrás.

Pepillo alcanzó el balón, le pasó por encima y, con el mismo movimiento, le dio con el tacón. ¿Había enmudecido el estadio?

Pepillo se fue hacia el centro. En ese momento, Molina cometió un error poco frecuente en él: se inclinó milimétricamente hacia su izquierda, haciendo caso a su instinto, que le decía que Raúl era más peligroso que el pipiólo que venía suelto por el centro.

Pepillo volvió la cabeza para mirar detrás del defensa que corría a su lado. Vio que Raúl pegaba suavemente al balón y que éste se elevaba lentamente por encima de todos. De pronto, lo tuvo delante y, en un acto reflejo, Pepillo soltó su pierna izquierda, empalmando un obús que se coló por la misma escuadra derecha de la portería. Le pareció que no llegaría nunca a la red y se le hincharon las venas del cuello de tanto empujarlo con todo su cuerpo, mientras Molina se tiraba tarde en su busca.

Cayó rodando con los ojos cerrados. Al instante notó que alguien tiraba de su brazo hacia arriba. Abrió los ojos. Raúl le sonreía.

– Coño -gritaba-, coño.

Y, de golpe, el estadio entero estalló en un «goool» interminable. Hierro, el capitán, abrazó a Pepillo y le dijo «bienvenido al fútbol, chico». Unos metros más allá, Molina lo miraba con gran seriedad; al cabo de un momento, levantó una mano en señal de saludo.

21.30

– No -dijo Jacinto Horcajo-, Pitri no me había dicho nada y el día menos pensado me iba yo a encontrar con el Gera y Carlos metidos en la cama.

– Oye -dijo don Julio Galán, alias Gato-, ese teléfono tuyo suena fatal, ¿eh? Se oye como un eco. No te estará escuchando nadie.

– Qué va. Es esta cosa del móvil. Sólo te pillan si te van siguiendo y estás parado. No, ni hagas caso. Es cómodo. A lo que voy: a Pitri lo tienen acorralado el Gera y Carlos y eso me preocupa. No porque el Pitri me vaya a delatar, que no lo va a hacer porque me tiene más miedo a mí que a ellos, sino por el mero hecho de que ellos puedan pensar que tiene algo que ver conmigo. Se les puede ocurrir que estoy escondido en esta pocilga y adiós…

– Pues tienes que salir de ahí.

– Ya. Pero no me voy a ir al Palace, ¿eh? Tengo que meterme en algún sitio seguro hasta el jueves, ¿no? Pero un sitio del que pueda salir y entrar las pocas veces que tenga que hacerlo sin que nadie me dé la lata.

– Pues ya te dije -repitió Galán-. Te vienes aquí a casa, que está por encima de cualquier sospecha, y listo.

Tumbado encima de la cama, Horcajo frunció los labios y suspiró pensativamente. Se cambió el auricular de oreja.

– Bueno -dijo, por fin, rascándose la barbilla por debajo de la espesa barba-, bueno. No va a haber más remedio, Galán.

Colgó.

Volvió a marcar un número de teléfono.

– Hotel Palace, buenas noches.

– Habitación 516, por favor.

Al instante, alguien descolgó el teléfono al otro extremo de la línea.

– Oigo -dijo una voz con evidente acento latinoamericano.

– Oswaldo -dijo Horcajo.

– ¿Sí? -contestó Oswaldo Borrero con prudencia.

– Venga, Oswaldo, que soy yo, Jacinto. ¿Alguna novedad?

– Nada por el momento. Montero empezará a tener noticias de la operación a partir de mañana en la mañana, Jasinto, ¿sí?, y llamará seguro a París en la tarde. Vamos a esperar hasta entonses.

– Bien.

Borrero calló por un momento, como si dudara de si contar o no algún detalle más a Horcajo. Por fin dijo:

– Mañana viene un periodista a verme para haserme un interviú…

– Venga -dijo Horcajo.

– Sí…, pero no te preocupes. No tiene importansia. Quieren saber mi opinión como hijo de famoso sobre el asunto de la droga colombiana.

– No me lo puedo ni creer.

– Sí, sí. No tiene importansia. Vamos, Jasinto, es sólo normal interviuvar al hijo del ministro de Justisia de una nasión amiga, ¿sí?

– Desde luego, a ti te gusta el riesgo más que un lápiz a un tonto. Tú verás lo que haces, majo. Hale, estrella…

– Me disponía a salir a dar una vuelta y a senar. ¿Quieres venir?

Horcajo suspiró.

– Anda, hablamos mañana -dijo.

22.30

– ¿Ya está? -preguntó José Luis Alvarez.

– Más no va a estar -dijo Manolo-. Como nuevo, José Luis. Mírale, amarillito, con neumáticos nuevos, el motor como un reloj suizo… Mira, te lo puedes llevar hasta San Sebastián sin que dé un suspiro.

– No me hace falta tanto, Manolo. A mí, con tal de que se mueva por Madrid con soltura y vuelva hasta aquí después… ¿Están los uniformes?

– Sí.

– Muy bien.

– José Luis…, esto… ¿Qué vamos a hacer con este camión? ¿Eh? Porque un servidor lo va a tener que conducir a este hijo de puta y si nos vamos a meter en algún lío prefiero que me lo cuentes ahora.

– Mira, Manolo, para qué te voy a engañar, no te lo puedo contar. Las carga el diablo, ¿sabes? Tú, o sea, confórmate con llevar el bus y cobrar un millón de pesetas del Banco de España por un par de agradables horas de trabajo.

– Oye, no quisiera parecerte marica ni nada de eso, pero yo el kilo me lo quiero disfrutar este verano con la parienta y si vamos a hacer cualquier perrería tipo los intocables y me voy a encontrar metido en un fregao dándole tabaco a un policía de esos colegas tuyos mientras él me apunta con una parabello y me dice quieto macho no te muevas que te vuelo los huevos, para qué te voy a decir, José Luis, prefiero comer mierda en mi casa durante dos o tres meses, la verdad, ¿sabes?

– No. Mira, Manolo, ésta es una operación privada en la que no vamos a tocar la propiedad del prójimo ni nada que se le parezca. Esto es una transacción comercial, a ver si me entiendes, que se va a llevar a cabo, cómo te diría yo, en tránsito. -Rió.

– No me tomes a coña, José Luis.

– No te tomo a coña, Manolo, anda. Tú no te preocupes, que no va a pasar nada. De veras. Te lo digo yo.

– Me lo dices tú. No te joroba. Hale, como si fueras el ministro de Hacienda, hale con la garantía del Estado. Anda, rodrigo ratos, que no me tranquilizas nada.

– Lo que yo te diga, Manolo, lo que yo te diga… Anda, vamos. Vamos a echarle encima la lona al camión para disimular. Luego te invito a un vino.

– No, que me espera la parienta.

– Uno.

– Bueno, venga.

23.00.

– Pues nuestro padre -dijo el Gera- sólo hizo un negocio en su vida…

– Calla, Epi -dijo doña Amparo-, que no tiene mucha gracia…

– … No, que sí que tiene gracia. -El Gera alargó la mano, agarró la botella de vino y rellenó los vasos de todos. En la mesa había una rosca de pan y Pepillo y Carlos se la estaban comiendo con las aceitunas y el jamón-. Era tan inocente que creo que entraban ganas de tomarle el pelo con verle el careto. El caso es que había heredado unos miles de duros, nada especial, bah, ya se sabe, unos miles de duros, pero que entonces eran una fortunilla, y él tenía un compañero de taller que siempre andaba metido en negocios millonarios, ¿no? Y este tío le dijo un día a mi padre, le dice, Epifanio, tengo un asunto con el que nos vamos a forrar. Tú y yo. Yo no tengo mucha pasta, pero como tú acabas de heredar, pues jopé, igual entramos tú de socio capitalista y yo de socio industrial. Mi padre, que era un bendito pero que no era lelo, le dijo mira, macho, Bernardo, no sé si me explico, pero me suena al timo de la estampita. No, no, le dijo el otro. Nada de timos. Esto es legal, un negocio cabal. Y mi padre dice, mira, para negocio cabal, mi familia, ¿sabes?

– No lo quieras arreglar ahora -interrumpió doña Amparo-. No dijo nada de su familia. -Levantó el vaso de vino con la mano muy firme y bebió un sorbo-. Oye, Carlos, pídeme un poco de gaseosa, que este vino está muy fuerte para mí. -Carlos, mirando hacia atrás, levantó una mano para llamar la atención del camarero-. Ni hablar. El pobre Epifanio picó como un tonto…

– ¿Qué vamos a traer a esta mesa? -preguntó Lucio, el dueño de la casa, acercándose hasta donde estaban sentados.

El comedor principal de Casa Lucio tiene una escalera en medio, mesas por todos lados, mala ventilación, peor acústica y un griterío continuado por culpa del cual es casi imposible seguir una conversación bien hilvanada. Como todo el mundo fuma, además escuecen los ojos. Pero la comida es buena, los camareros son simpáticos y la gente, los de la buena sociedad, los banqueros, los deportistas de fama, los ministros y los nobles, los actores y los turistas, se pegan por conseguir una mesa, comer y ser visto. A los turistas americanos que han oído de qué va, Lucio los manda al piso superior. Doña Amparo, Gera, Pepillo, Carmen, Paloma y Carlos estaban sentados en la mesa de la esquina derecha del comedor principal.

– ¿Qué hay? -preguntó Paloma.

Lucio torció la cabeza y se inclinó hacia Paloma, apoyando una mano sobre el mantel.

– Para las niñas bonitas, salmón y ensalada… -miró a Carmen-, escarola buenísima con un poco de ajo y una merluza que no engorda, como la queráis.

– A la romana.

– Yo también.

Lucio levantó la mirada.

– Para las señoras guapas -añadió mirando a doña Amparo-, un revuelto de trigueros y la misma ensalada. Los futbolistas buenos, eh Gera, tienen que comerse al menos unos huevos estrellados marca de la casa y un chuletón con patatas. Pepillo. Menudo golazo le has metido a Molina, chaval, yo creí que no se lo ibas a meter…

– G-gracias…, bah -dijo Pepillo.

– … Y para los gandules, como vosotros no hacéis nada…

– … Defender aquí a Maradona del asalto de las guapas, si te parece poco…

– Venga, que no os coméis ni una rosca. El revuelto y un solomillo.

– No -dijo el Gera-. A mí me traes unas costillas de cordero, pero muy hechas, ¿eh?

– Muy hechas.

– Como si fueran suelas.

– ¿Vino? -Miró a la mesa-. El que hay…

– Oiga, Lucio.

– Dígame, doña Amparo, hable por su boca la madre del héroe.

– Me trae un poco de gaseosa.

– Viene ya mismo. Está un poco fuerte el rioja para por la noche.

– Bueno, pues nuestro padre picó como un tonto. A su colega le preguntó que de qué era este negocio infalible para forrarse. Y el otro le contestó que se trataba de una industria nueva en España, a base de plásticos, que tenía mucha demanda entre el público. ¿Mucha demanda entre el público?, preguntó mi padre. Sí, le contestó el colega. Se trata de profilácticos producidos con una fórmula americana.

– Condones -dijo Carlos en voz baja.

– No me digas, romanones. -Paloma acercó su boca al oído de Carlos-. Los brasileños, que son más románticos que vosotros, que sois más bastos que una lima sorda, los llaman camisas de Venus.

– ¿Y tú, cómo sabes estas cosas tan finas, chica?

– Ah. Tengo mis fuentes de información y contacto, chico.

– Va a ser el banquero ese de las narices.

– No seas idiota -dijo Paloma, poniéndose seria.

Carlos la miró frunciendo el ceño.

– Bueno, para haceros la historia breve. Mi padre metió los duros en la empresa americana… Lo gracioso era que nadie intentaba engañar a nadie, metió sus duros, la máquina se compró y hasta encontraron a unas chicas que envolvían el producto en bolsitas de celofán.

– Eran de la sección femenina -dijo doña Amparo, riendo por fin-. Entre Epifanio y Bernardo, que eran la mar de rojos, decidieron dañar al régimen de Franco vendiendo los chismes esos. Decían en España que estaban prohibidos por el congreso eucarístico y esas cosas y las madres católicas y tal. Bobadas. Pero Bernardo, que era muy divertido, no creáis, y se le ocurría una tontería detrás de otra, además decidió corromper a las futuras madres españolas. Por eso fueron a la sección femenina de Pilar Primo de Rivera y pidieron unas chicas que quisieran envolver un nuevo producto que se iba a poner a la venta.

– Ya -dijo Pepillo-, y les preguntaron que qué nuevo producto y papá dijo que era un ch-chupete de plástico rev-volucionario.

A Paloma le había dado un ataque de risa; Carlos sacó un pañuelo del bolsillo y se lo dio, sonriendo.

– Así funcionaban las cosas en España entonces -dijo el Gera. Puso una mano en el muslo izquierdo de Carmen y lo acarició con un gesto distraído y cómplice-. Les creyeron y les mandaron tres chicas. Bueno, la verdad es que fue bastante bien. Se vendían a droguerías y a algunas farmacias del extrarradio… Todo fue bien hasta que pasaron tres o cuatro meses y empezaron a aparecer chicas embarazadas.

– Y se acabó el negocio.

– Y la corrupción del régimen…

– Y la libertad de Bernardo.

Paloma se secó las lágrimas.

– Qué de tonterías se os ocurren -dijo doña Amparo.

– Oye, Pepillo -dijo Carlos-, y después del partido, ¿qué te ha dicho el presidente?

– Bueno, estábamos en el vestuario, justo antes de meternos a la piscina, y se acercó, así, como estás tú, ¿no?, y me dijo, Pepillo, y yo le dije, d-diga, don Lorenzo, me da rabia porque siempre t-tartamudeo cuando hablo así con gente así, ¿no?, y me dice el tío, has jugado como Dios. ¿Qué iba yo a decir? Me puse colorado, creo. Gracias, don Lorenzo, le digo yo. Y va el tío y me dice si sigues jugando así, acabarás siendo tan grande como el Buitre, y Hierro, que estaba del otro lado, detrás del presi, me miró y me guiñó un ojo. Es un tío estupendo.

– Yo le dije a Carlos ayer que no me creía que fueras a meterle un gol a Molina -dijo Paloma.

– Ya. Y yo se lo había dicho al Gera antes -dijo Carlos.

– Pero ¿qué se siente?

Pepillo se encogió de hombros.

– No sé…, como…, cómo diría yo…, como una ola, ¿sabes? Es como… -Miró a Paloma y, de repente, se puso colorado. Todos rieron. Paloma se levantó, se inclinó sobre él y le dio un beso en la mejilla-. No, de veras… P-parece como si el balón no fuera a llegar nunca adentro de la portería. Y luego, de golpe, está dentro y no te lo crees.

Levantó las manos al tiempo y las volvió a dejar caer sobre sus piernas.

– Vamos a ver estas ensaladitas -dijo un camarero, poniendo dos platos sobre la mesa-. ¡Falta jamón! -gritó luego, mirando hacia atrás.

En ese mismo instante, Javier Montero, su mujer y cinco o seis amigos más entraron en el comedor, precedidos por Lucio. Iban evidentemente hacia la mesa grande de detrás de la escalera. Javier Montero no pareció darse cuenta de la presencia de Paloma. Fue su mujer, Elisa, la que se detuvo y, sonriendo, dijo:

– Huy, Paloma, ¿qué tal estás?

– Bien -dijo Paloma, con algo de rigidez, sin moverse. Javier Montero sonrió-. ¿Qué tal?

– A cenar con unos amigos -dijo Elisa-. Aunque mañana hay que madrugar. Tenemos una cita, ¿no?, tú y yo.

– Sí. A las once.

Javier Montero se acercó.

– ¿Qué tal, Paloma? ¡Pero si está aquí el héroe del día! Perdón por molestar -añadió, mirando a doña Amparo-, pero es que este fenómeno está hoy en boca de todos. ¿Es su hijo? -Doña Amparo hizo un gesto afirmativo con la cabeza-. Pues enhorabuena, señora. Debe usted de estar orgullosa de él.

– Gracias -dijo doña Amparo.

– G-gracias.

– Faltaría más… Pero estamos molestando. Que aproveche. Buenas noches a todos -añadió sonriendo.

– Gracias. Buenas noches -contestaron a coro Paloma y Carmen.

– Oye -dijo Carmen-, vaya cañón de tío. Está…

– … Ya. Para untarle pan.

Carlos bajó la cabeza, como si se obstinara en algo, y no dijo nada. El Gera lo miró a medio sonreír. Sacudió la cabeza.

– Carajo -dijo.

CAPITULO IX

LUNES 25 DE MAYO

Madrid, 2.30

– ¿Por qué has estado tan serio toda la noche? -preguntó Paloma.

– ¿Yo?

– No. Mi abuela Pascuala.

– Ah, bah, por nada.

– Mira, divinas palabras, de vez en cuando te pones de un intenso que parece que te vas a ir a redimir cautivos, anda. A mí no me la das, ¿eh?

Acababan de salir de Casa Patas, en la calle Cañizares, detrás del teatro Calderón. Después de Lucio, habían decidido ir a escuchar un poco de cante jondo en serio, rodeados de la gente de Lavapiés, fumando y bebiendo licor de manzana o fino o whisky. En el local trasero de Casa Patas, que era donde se atendía al cante, había un cartel que decía «se ruega no fumar mucho».

Pero, mientras todos habían reído, contado historias, dado palmas o escuchado en respetuoso silencio, Carlos se había ido poniendo más y más ceñudo. Y el Gera había encargado una botella de champaña, mientras a Pepillo los hermanos Maya al completo le habían dedicado una soleá. Rojo como una amapola, Pepillo se había tenido que poner de pie para que lo vieran y lo aplaudieran. Una niña monísima de la mesa de al lado se había levantado para darle dos besos y reír con todos cuando la sala estalló en una ovación cerrada.

Doña Amparo, Carmen, el Gera y Pepillo acababan de marcharse. En la calle casi desierta, Paloma se apoyó con sorna contra el quicio de una puerta.

– Chico, estás más rígido que un palo.

– No me pasa nada, anda… Déjame en paz.

Paloma levantó una mano.

– Ahora mismo… Ahí te quedas, mundo amargo. A mí no me das la noche. Me llamas cuando se te pase, ¿eh?

Se puso a andar hacia la calle de Atocha.

– ¿Qué tienes tú con Javier Montero? -dijo Carlos.

Paloma se detuvo y se dio la vuelta.

– Acabáramos -dijo-. Lo que tú tienes es un ataque de celos.

– Yo tengo lo que tenga, Paloma, pero, mientras tanto, me vas a contar tu rollo con Montero.

Paloma dio dos pasos hacia Carlos, desandando el camino. Le señaló con un dedo.

– Tú, o sea, tú… Pero ¿de qué vas? ¿De qué te tengo yo que contar a ti si tengo o no tengo un rollo con Javier Montero? Es mi vida y yo hago con ella lo que quiero, ¿eh?

– No. Ni hablar. Eso se acabó -dijo Carlos con rabia-. Tú me debes a mí… lealtad… Eso, lealtad.

– ¿Yo te debo a ti lealtad? Dos cosas, Carlos. Primero, ¿eh?, primero, yo decido a quién debo respeto. Anda éste. A mí nadie me dice lo que hago con las cosas de mi corazón, o mejor dicho…, con las cosas de mi sexo…, que es lo que a ti te importa…

– Sí, ¿y qué?

– … y segundo, la forma que tenga esta lealtad también la decido yo…, ¿te enteras? O sea que yo decido quererte ¿y paso a ser propiedad tuya? Pero bueno… ¿Habráse visto machista semejante?

– Oye, oye…, oye. De machismo, nada. Esto no tiene nada que ver con el machismo, ni con los celos, ni con la propiedad privada. Esto, Ana Karenina, que yo también sé poner motes -dijo Carlos haciendo un gesto para que se fastidiara; Paloma rió-, tiene que ver con los sentimientos…

– Eso…, si tú me quieres, a mí me toca irme al convento, hombre…, lo tuyo es demasié, chico.

– No. No. Si tú me quieres, tú, ¿eh?, eres tú la que te tienes que ir al convento, como lo llamas…, pero no si te quiero yo, sino si me quieres tú.

– Estás muy equivocado, Francisco Franco. -Rió nuevamente-. La relación entre dos personas es un va y viene libre, ¿me oyes?, libre. Yo pongo lo que pongo y tú, lo tuyo. Y si nos gusta a cada cual, pues… fenómeno, tenemos un rollo… Y si no nos gusta, mala suerte. -Puso los brazos en jarras-. Pero ¿de cuándo a acá, porque nos queramos, me tengo yo que convertir en un bloque de mármol intocable? Hombre, te entendería si lo que te gustara fueran los bloques de mármol… Pero, a ti, lo que te gusta es una tía de carne y hueso, que se ríe, que dice chorradas, que trabaja y que ama y que folla como los ángeles. ¿O prefieres una viga?

– ¡Cómo voy a preferir una viga! Yo te prefiero a ti como eres. Sería idiota. No te cambio por nada…

– Chist, no digas más, que te estás poniendo lírico y luego te arrepientes.

– Aquí nos estamos desviando de la conversación.

– No nos estamos desviando de nada. Como has decidido que a mí no me cambias por nada, te crees que ya hemos resuelto nuestros problemas y, ¡hale!, que la vida nos ha juntado para siempre. Ya está. Tú has decidido… y, por tanto, yo también, ¿no? Pues no. O sea, vamos, que yo no tengo vida anterior, ¿eh? Del convento a la cama…

Carlos hizo un gesto de dolor.

– No digas eso, anda.

– ¿Que no diga eso? Oye, pero ¿qué crees? ¿Que en tus brazos ha caído Blancanieves o qué? Mira, majo, bájate del cuento de hadas. A ver si te enteras. Si tú lo que quieres es Blancanieves, busca en otro lado. Si quieres una tía de carne y hueso, príncipe azul, empiezas a ir por buen camino.

Alargó la mano para tocarle la cara, pero Carlos dio un paso hacia atrás.

– ¿Y Javier Montero?

Paloma puso los ojos en blanco.

– Y dale -dijo. Y, luego, muy despacio-: Y a ti ¿qué te va?

– Me va, porque no quiero que le veas más…

– Mira, Carlos, tengo veintiocho años, no era virgen cuando te conocí y, para no ser virgen, me tuve que acostar antes con alguien o álguienes, ¿vale? No pongas esa cara de tragedia griega, que me da la risa. Y si yo me % acuesto con Javier Montero es cosa mía, ¿me oyes? Y, en el supuesto de que me acostara con él, si te encuentro y te quiero más, me las compondré para dejar que me convenzas… Pero eso de que, ¡hale!, me gustaba un día y veinticuatro horas después ya no me gusta, no hombre, no, que estas cosas no funcionan así.

– Pues yo no quiero ver a nadie que no seas tú.

– Pero ¿te pregunto yo a ti si cuando me dejas vas a caer en brazos de una lagartona o si tienes diez hijos? Ése es asunto tuyo.

– Hale, el amor libre.

– Quieto ahí, Carlos… Nada de amor libre. Mi amor no es libre. A ver si podemos distinguir. El día que yo decida que me voy a comprometer contigo en exclusiva, lo haré. Y lo notarás. Y estaré a tu lado mientras dure. Trabajo tuyo será retenerme. Pero yo…, yo, ¿eh?, decidiré; los términos de mi lealtad. No me los va a imponer nadie. Y tú puedes hacer dos cosas: o aceptarlos o no aceptarlos, en cuyo caso… ya sabes.

– Bueno, pues los términos de tu lealtad tienen que pasar por dejar a Montero… -insistió Carlos con terquedad.

– Pero, bueno, chico, no entiendes nada -dijo Paloma, levantando una mano para que se detuviera un taxi-. Me parece que, con esos celos, lo vas a pasar fatal en la vida.

– Pero ¿adonde vas?

– A mi casa, Miguel Fleta.

Paloma cerró la puerta del taxi.

3.30

La calle de la Ballesta estaba en sombras, su estado natural hecho siniestro por lo tardío de la hora y porque quienes quedaban en sus aceras eran ya casi sólo los habituales: las prostitutas, los chulos, los camellos de poca monta, los navajeros, los porteros de los locales, unos cuantos ilegales y algún que otro mísero yonqui o un patético cliente de la carne que abandonaban la casa del número 7.

Carlos de Juan iba secamente iracundo. Se le notaba peligroso por la tensión de los hombros y por el paso decidido. Mejor no enredarse con él.

– Huy, cómo viene éste -dijo María en voz baja, replegándose hacia la oscuridad del portal, que acababa de abandonar con la intención de ofrecerse a este cliente de última hora antes de darse cuenta de quién era.

– ¡Eh! -dijo Carlos-. Eh, tú… Venga, María, coño, que no estoy para bromas. Déjate de jugar al escondite. Sal de ahí, que te he visto. -Se volvió hacia dos argelinos que habían torcido la cabeza para ver lo que pasaba-. ¿Y a vosotros qué coño os pasa? Vosotros, a lo vuestro, si no queréis acabar mal, venga. María, me tienes abandonado y esta noche, además, me tienes cabreado…

– Cálmese, vuesa excelencia, cariño, Jesús, que una ya se iba para casa y que si necesitas algo, para ti, lo que quieras…

– Mira, tía de mierda, ni con una caña de pescar te tocaba yo a ti. Yo creo que con acercarme a ti a un metro se me caía la pilila y me salían manchas negras en la cara… Déjate de coñas, que un día te vas a encontrar en el arroyo, de donde no debiste salir, pero en horizontal y con un boquete en la frente.

Carlos se acercó a ella. María dio un paso hacia atrás. En condiciones normales se habría reído, pero ahora le pareció más prudente tomárselo en serio.

– Quita -dijo-, que yo no quiero bronca contigo, Carlos, no me jodas…

– Te lo voy a preguntar muy despacio para que te enteres bien y luego no te quejes. ¿Dónde… está… Pitrii -Se volvió bruscamente y dio dos pasos hacia los argelinos. Pero ¿os queréis largar? Moros de mierda. -Levantó un brazo y los dos argelinos, como tristes chacales, dieron un salto hacia atrás y corrieron unos pasos, alejándose del radio de acción más inmediato de Carlos-. Como os lo tenga que volver a decir, os meto un tiro en el culo.

– Oye, Carlos -dijo María en tono conciliador-, estás aquí solo y te vas a meter en un fregao… Anda, que no quiero líos.

Carlos rió.

– Mira, María, a mí me pasa algo y de vosotros no quedan ni las raspas. -La agarró por la solapa de la chaquetilla-. ¿Me estás oyendo? Déjate de coñas, anda.

– Me das miedo, Carlos, te lo juro, anda, cálmate, ¿qué te ha pasado?

– Tú déjate de evasivas y dime dónde está Pitri -dijo Carlos en tono seco.

María se asustó.

– Mira -tragó saliva-, lo vi antes por aquí…, andaba vendiendo algo de nieve…, pero no sé…

– Le quiero ahora -dijo Carlos en voz baja. María miró brevemente hacia su izquierda y en seguida volvió a fijar la mirada en Carlos-. ¡Pitri! -gritó éste-. ¿Adónde coño crees que vas?

Treinta metros más allá, el Pitri, que intentaba salir de un portal sin ser visto y aprovechando la oscuridad, se paró de golpe. Inmóvil, miraba en la dirección contraria a donde estaban María y Carlos. Temblaba y, en voz baja, repetía «mierda, mierda». Jadeaba del miedo.

– Pitri, que llevas días escondiéndote y yo te había dicho que no te me escondieras, que iba a querer hablar contigo.

– Jopé, tío -dijo Pitri débilmente. Carraspeó-. Jopé, si yo estaba aquí.

– Anda, ven aquí.

– Bueno -dijo María-, yo me abro.

– Harás bien… Te he dicho que vengas aquí, Pitri.

– No, si ya voy.

– Oye, Carlos -dijo María-, no vayas a hacer ninguna tontería.

– ¿De qué me hablas? -dijo Carlos.

Pitri se había ido acercando lentamente. María se separó de ellos y, desde el bordillo de la acera, se volvió a mirar a Carlos con un gesto de duda. Luego hizo un breve movimiento de cuello para ajustarse el peinado, se dio la vuelta y se fue.

El Pitri se había parado en la acera a un metro de Carlos. Le temblaba una rodilla. Sorbió.

Casi sin moverse, Carlos levantó de pronto el brazo derecho y le dio una bofetada tremenda con la mano muy abierta. Pitri, cogido por sorpresa, no tuvo tiempo de protegerse la cara y, con la fuerza del golpe, fue a estrellarse contra el muro de la casa. Su cabeza resonó sordamente contra la piedra. Cayó al suelo.

– Ay -dijo débilmente-. No me pegues, jopé, tío.

Durante uno o dos minutos no se movió. Tenía los ojos cerrados. Carlos, temblando como un arco en tensión, le miraba sin decir nada.

La calle de la Ballesta se había quedado desierta.

Por fin, Carlos dijo:

– Venga, para un coscorrón que te doy. Anda, levántate… Anda, ponte de pie, que te llevo a tu casa.

– No…, no -dijo el Pitri al cabo de un momento. Moviéndose con lentitud, se incorporó y, quedándose sentado sobre la acera, apoyó la espalda contra el muro de la casa-. Si no hace falta…, de veras.

– Pitri. No me lleves la contraria. Y sécate los mocos, que estás sangrando por la nariz… Te voy a llevar a tu casa y te voy a meter en la cama y te voy a remeter las sabanitas.

– Que de verdad…, ya me voy solo.

Apoyándose con las manos se puso en pie. Se pasó la manga de la chaqueta por debajo de la nariz y le quedó un pequeño reguero de mucosidad y sangre pegado a la mejilla.

– No, hombre. Te voy a llevar en taxi. Esta noche los taxis están de moda. Y así vamos charlando, ¿eh?

– ¿De qué vamos a querer charlar?

– Mira, Pitri. Hace días que quedaste en darme noticias de Horcajo y ésta es la hora en que aún estoy esperando, a ver si me entiendes. Uno se acaba por impacientar.

– No sé dónde está Horcajo, por mi madre que no lo sé, te lo juro, tío, jopé…

– Pitri, como me vuelvas a decir eso, te parto en dos.

Carlos agarró al Pitri por un codo y lo forzó a andar con él en dirección a la Gran Vía.

– Estoy un poco mareado -dijo Pitri.

En uno de los semáforos de la Gran Vía se acercaron a un taxi que se había tenido que parar con la luz en rojo. El taxista, inclinando la cabeza para poder ver por la ventanilla de la derecha, miró a Pitri y sin hacer otro gesto metió la primera marcha con la evidente intención de arrancar sin permitir que tan mal encarados clientes se le subieran al coche. Pero, con ademán brusco, Carlos le enseñó la chapa de inspector de policía. El taxista puso el punto muerto y encendió el contador.

– ¿Adónde vamos? -preguntó con resignación.

Pitri sorbió y no dijo nada.

– A Huertas hacia abajo. Ya le indicaré -dijo Carlos-. Pero ¿qué llevas aquí? -preguntó luego, metiéndole la mano al Pitri en el bolsillo exterior de la sucia chaqueta. Sacó dos papelinas-. Ay, ay, Pitri, que no aprendes. Pero, hombre de Dios, ¿no sabes que hacer de camello es un delito?

– Es para mí… Me duele la cabeza.

Carlos echó un rápido vistazo al conductor.

– Te duele la cabeza, te duele la cabeza… ¿Dónde habrás estado metido?

– Nada. -Sorbió. Miró al taxista-. Que me he caído.

En menos de cinco minutos llegaron a la calle Huertas. Carlos pagó la carrera con un billete de mil pesetas.

– Guárdese el cambio -le dijo al taxista, que arrancó sin decir nada-. Es ahí, ¿no? -Señaló el portal frente al que se habían bajado del taxi.

– Ahí… pero…, de veras, tío…, ya me subo yo solo -dijo Pitri.

– Venga, Pitri, déjate de historias. ¿O es que tienes algo que esconderme allí arriba?

El Pitri tosió.

– No, no, yo no te escondo nada, jopé, tío. Es en el tercero… Pero tú, o sá, tú no tienes derecho a… Me duele la cabeza.

– Mira, yo con alimañas como tú tengo derecho a lo que quiera. Los que no tenéis derecho sois la gente como tú a vivir… Además, no te voy a registrar la casa, sólo te voy a ayudar como amigo y para eso no necesito permiso del juez. Venga, vamos para arriba. Coño, Pitri, aquí huele a col… No, espérate, huele a pocilga. Vaya sitio, tío…

– Qué manía tenéis…

Se calló de golpe.

– ¿Qué manía tenemos de qué, Pitri? ¿Quiénes?

– Nada, jopé, todo el mundo dice que la casa huele mal, o sá, a pocilga y yo no noto nada… Además… es mi casa.

– Tú delante -dijo Carlos en voz baja cuando estuvieron frente a la puerta del cuartucho del Pitri.

Pitri respiró profundamente y acercó la llave a la cerradura. Le costó trabajo porque le temblaba el pulso. A la tercera o cuarta intentona consiguió abrir y Carlos desde detrás de él empujó la puerta para que se abriera de par en par. El Pitri alargó la mano hacia la izquierda y accionó el interruptor para encender la luz. Con Carlos pisándole los talones, entraron en el cuarto.

Las cortinas que tapaban la alcoba estaban echadas.

Carlos se cambió la pistola a la mano derecha y con la izquierda hizo un gesto para que Pitri descorriera la cortina. Éste tragó saliva, dio un paso hacia adelante, agarró la cortina con la mano derecha y se derrumbó pesadamente al suelo, arrastrándola en su caída.

Carlos dio un salto hacia atrás y quedó agachado en posición de tiro apuntando a la cama. No había nadie.

– Coño -dijo. Miró al Pitri, caído en el suelo. Sangraba por la nariz y estaba muy pálido-. Joder, Pitri, no te andes con coñas. Venga, levántate.

– Ya voy, ya voy -contestó con voz débil-. Es que estoy muy mareado.

Carlos cerró la puerta y se acercó a la figura caída. Se guardó la pistola en el bolsillo posterior del pantalón y con ambas manos agarró a Pitri por las solapas. Sin demasiados miramientos lo llevó hasta la cama y lo dejó caer en ella.

– Ay -gimió el Pitri.

– ¿Dónde está Horcajo, eh?

El Pitri eructó con suavidad y se le escurrió un reguero de saliva hasta la barbilla. Un hilo de baba se deslizó sobre la sábana. Tragó para hablar y en el escuálido cuello se le movió la nuez de arriba abajo. Murmuró algo.

– ¿Qué dices?

– Que no sé dónde está…, te lo juro por mi madre…, te lo juro. -Estuvo en silencio durante casi un minuto-. Y si lo supiera, a lo mejor tampoco te lo decía, tío…

Carlos lo miraba apretando los labios.

– Ay, Pitri, Pitri. ¿Qué voy a hacer contigo?, me cago en tus muertos… Venga, ven, anda, venga, que te voy a llevar a urgencias, no te me vayas a morir para joderme.

Y llevándolo medio en volandas, lo levantó de la cama, salieron al descansillo y empezaron a bajar la escalera.

– Qué malo estoy, tío -dijo el Pitri en voz baja.

10.00

– Qué mala cara tienes -dijo el Gera-. Anoche tenías mucha pinta de querer bronca.

– Ya -dijo Carlos.

De la mesa del Gera cogió un pitillo, se lo puso en la boca y lo encendió.

– Hombre, hemos vuelto a la nicotina. Poco te ha durado. Oye, ¿y por qué te enfadaste con Paloma? Ella lo estaba pasando bien, ¿no? Vamos, me parece.

– Sí, Gera, ya ves. De vez en cuando hay que pelearse para que quede despejado el ambiente. Es muy sano.

– Hombre, mirándote a la cara no se diría que es muy sano sino que más bien estás al borde del infarto. Y por lo poco que la conozco a ella, debió de quedarse tan fresca como una lechuga. Porque me da que a esta chica las cosas le entran por un oído y le salen por otro, ¿no?

– Eso me parece a mí también.

– ¿Has visto los periódicos? ¿Has visto cómo ponen al chaval?

– No, hombre, no me digas. ¿Qué dicen?

– Mira -dijo el Gera cogiendo un periódico del montón que había encima de su mesa-. Mira: «El ciclón Pepillo», éste es el ABC: «Un nuevo viento huracanado ha pasado por el Bernabéu…» Mira, mira, más abajo dice: «y Raúl decidió volar sobre ese viento y entre ambos dieron una gloriosa lección de fútbol…».

– Son más cursis… -dijo Carlos, sonriendo por primera vez.

– Calla, jopé. Atiende, que El País, que son más serios que la puñeta, dice: «el joven debutante Pepillo, cuando Capello se decidió a colocarle en su sitio, jugó espléndidamente con tesón e inteligencia. Hasta le metió un soberbio gol a Molina…».

Sonó el teléfono de la mesa del Gera. Carlos le quitó el periódico de las manos.

– Sí -dijo el Gera-. Hombre, Paloma… -Carlos levantó la cabeza como si hubiera recibido una descarga eléctrica-.Quiero decir, mujer… Sí, señora, estamos encantados, ¿has visto cómo lo ponen…? Ya. Esta mañana el chaval no se lo creía… ¿Quién…? Sí, hombre, aquí está. Tiene cara de haber dormido bastante poco… No te rías. Las ojeras le llegan a los zapatos. Pero ¿qué le hiciste, chica?

Se quitó el auricular de la oreja y lo apuntó hacia Carlos.

Carlos suspiró.

– ¿Qué hay?-dijo.

– Chiiico, vaya voz, corazón de león.

– Ya ves…

– ¿Ya se te ha pasado la bronca?

– Casi.

– Oye, a ti hay que sacarte las palabras con sacacorchos ¿o qué?

– No, no… Es que no me encuentro muy bien, ¿sabes?

– Eso es del mismo enfado… No te creas que yo lo he pasado mejor, ¿eh? Nunca he dormido más sola en mi vida.

Carlos carraspeó.

– ¿Lo dices en serio?

– No. ¿Cuándo os vais?

– Ahora mismo… Si convenzo al Gera, hasta volvemos esta noche -dijo con tono de saber que avanzaba por terreno peligroso.

El Gera puso los ojos en blanco.

– ¿Sabes lo que te digo? Te pones guapísimo cuando te dan los celos.

– Oye, verás… -dijo Carlos, pero la línea ya estaba muda.

– Tanta pamplina -dijo el Gera-. ¿Para eso te peleas a muerte y no duermes nada?

– Qué va. Es que me fui a buscar al Pitri. Con el cabreo que llevaba estaba seguro de que me contaría dónde anda Jacinto.

– ¿Y?

– Nada. Lo único que hice fue llevarme un susto de muerte, porque le metí un sopapo, se cayó al suelo y me dio la sensación de que se le había roto la cabeza y de que se me iba a quedar ahí mismo…

– ¡Qué bestia eres!

– No, qué cojones… Un susto de muerte. Me lo llevé a urgencias en La Paz…

– ¿Y por qué no me llamaste?

– No le pasaba nada. Tiene un chichón y, sobre todo, llevaba una dosis de mierda medio adulterada o demasiado pura, yo qué sé, y sangraba por la nariz y estaba mareado. Si lo llego a saber, le quito el mareo a tortas.

– ¿Y te dijo dónde está Jacinto?

– Qué va. Recuérdame que lo visite y se lo vuelva a preguntar.

10.15

El Chino miró a la banda de chavales que tenía delante. Estaban en el centro del cementerio de coches de la calle Maratón. Se empujó el sombrero hacia atrás.

– ¿M'habéi entendió?

– Zí, Shino -respondió el mayor de todos.

– Es uai -dijo otro.

– ¿Cuá va a hacen la primera guipa?

– Yo mismo -dijo el chaval que había hablado primero.

– Le dice a mi cuñao que ze venga para acá y tú te queda enfrente de la puerta de la nave hasta que te vayan a busca. Yzi ves er camión amarillo de trasmóni que sale, tú te vas detrás. En la esquina ziguiente estará ¿cuál?

– Yo -dijo un chico canijo y renegrido.

Llevaba una camiseta azul y pantalones de chándal. Calzaba unas zapatillas deportivas Nike.

– No va a ser para hoy, pero mientras tengamos a mi cuñao en la camioneta e'perando a zeguir… Vale. ¿Vale?

– Vale -dijeron a coro.

10.30

– A mí, este lugar me da escalofríos -dijo el Gera-. Vaya cárcel siniestra. Menos mal que la cierran.

Carlos enarcó las cejas.

– Hombre, tuvo su momento de gloria cuando estaban aquí todos los rojos, ¿te acuerdas?

– No me acuerdo. Bueno, no me acuerdo… Quiero decir que era muy pequeño. ¿Ycómo te vas a acordar tú? No te hagas el viejo, que entonces estábamos en pañales. ¿Sabes que mi padre estuvo aquí?

– Venga -dijo Carlos.

– Palabra. Por eso me parece horrible Carabanchel. Yo era muy chaval… Bueno, bah, diminuto, tendría unos cuatro o cinco años, pero en casa echaba de menos a mi viejo. Al final, mi madre me traía algún domingo a verle. Lo trincaron por una idiotez, una huelga de nada, ya ves, más o menos cuando el proceso 1001 aquel. Mi padre siempre decía después que en el gobierno se pusieron histéricos y veían judeomasones y criptocomunistas, ¿qué serían criptocomunistas?, hasta debajo de las piedras… Y ya con la muerte de Carrero no digamos. Estuvo aquí del 72 al 76…, fíjate, hasta después de la muerte de Franco, por una cosa de agitación sindical. En casa nunca hablamos de eso. Y es que lo pasamos fatal, -Miró a lo lejos, como si no hubiera pared en el despacho en el que estaban y se pudiera ver el campo-. Fue compañero de Grimau. -Sacudió la cabeza-. El día que mataron a Grimau, quiso echarse al monte con unos cuantos y mi madre le paró. Yo casi ni me acuerdo…

– Pues deberías ser ministro.

– ¿Cómo?

– Sí, hombre. Todos los que tienen algún mérito así para exhibir han pasado ya la factura. Tú deberías ser ministro.

El Gera rió.

– Sí, de Interior.

– No, hombre, de transportes… Transportes de delincuentes. ¿Dónde andará el Kleutermans este? Están tardando demasiado, ¿no te parece? ¿A ti te importa que volvamos hoy mismo? Es una paliza, pero, si salimos ahora, más o menos sin parar son unas cuatro horas y media a San Sebastián. Las cinco. Un par de horas para hacer la entrega del tío y hablar con el Sopla. Las siete. ¿Qué más vamos a estar en el País Vasco? No me parece que nos vayan a hacer un homenaje, ¿eh…? Otras cuatro horas de vuelta. Estamos en Madrid, siete y cuatro once, a las once de la noche. ¿Eh? Justo a tiempo para lo que fuere, pero al menos estamos en Madrid, ¿no?

– Jopé, Carlos, vaya ganas de meterse una panadera. ¿Y si tenemos lío con el holandés?

– Contingencias, Gera. Si tenemos líos con el holandés, nos tendremos que aguantar y verlas venir. Se abrió la puerta del despacho y entró el director de Carabanchel.

– Buenos días, caballeros -dijo-. Carlos de Juan, ¿cuál de ustedes es Carlos de Juan?

– Yo -dijo Carlos.

– ¿Puede usted identificarse?

– Sí, señor. Tenga.

– … Bien. Kleutermans está en la habitación contigua, dispuesto para emprender el viaje. Está furioso, por lo que se deduce. He examinado todos los papeles de la extradición. Son correctos. Llevan ustedes la documentación firmada, las comisiones rogatorias cumplimentadas… Lo cierto es que el Ministerio del Interior podría haberme explicado las circunstancias de este traslado con la debida antelación, aunque comprendo las razones. En fin… Firmen aquí y aquí. La entrega es conforme. Vamos a pasar a la habitación contigua, por aquí. Todo lo dijo de un tirón, casi sin respirar.

Kleutermans era un holandés rubicundo y grande, con el estómago distendido por años de beber cerveza. Tenía poco pelo y el que le quedaba se le levantaba en rizos rubios por encima de las grandes orejas.

– ¿Y este tío qué ha hecho? -había preguntado Carlos antes de llegar a la cárcel.

– Buf, de todo -había dicho el Gera-. Es el primer contrabandista de hachís de Europa, ya sabes. Pero no te estoy diciendo que sea un traficante de chichinabo. No, no. Aquí andamos en la tonelada por envío. Sus propias lanchas rápidas traían la mercancía desde Marruecos y, luego, usaban aviones…

– Sí, ya sé. Me lo contó el Sopla cuando hablé con él por teléfono anteayer.

– Ya. Tenía…, bueno, tiene el tío un chalé en Marbella que ríete tú de los peces de colores. Aparte de ser un bunker inexpugnable… Oye, me contaron que, cuando entraron allí, aquello parecía de película, televisión en el jardín, trampas en la entrada, varios nidos de ametralladoras…

– ¡Hale!…

– … Te lo juro…, tenían una emisora de radio que para sí la quisiera la SER, tú. ¡Pero si tienen hasta una flotilla de camiones! Lo pillaron por casualidad y porque la avaricia rompe el saco. Un envío de siete toneladas. Siete, macho…

– Desde luego, es que ya no se respeta nada en este mundo.

– Como lo oyes. Ni al hombre como portador de valores eternos, nada. Me dijeron que, cuando lo trincaron, era como si estuvieran deteniendo a un ministro. No le faltó más que llamar al presidente de los Estados Unidos…

Hubo un silencio.

– Oye, Gera. Y tú y yo como dos coloritos, ¡hale!, ¿nos lo vamos a llevar así, venga, en el utilitario? ¿Te das cuenta de lo que nos puede pasar como haya habido un soplo?

– Como haya habido un soplo, vamos a ir a partirle directamente el alma al jefe, que es el único que lo sabe y fue él el que decidió que nos lleváramos a este tío hoy en coche.

– Sí, ¿no? Oye, majo: el jefe nos dio la instrucción por escrito y, si alguien la ha copiado en el ordenador, ese alguien puede habérselo contado a los malos.

– ¿Quién? ¿Charo, la secretetaria?

Carlos rió.

– Es verdad que la llaman la secretetaria.

– Pues eso. ¿Charo lo va a contar? Si una vez que le dije que tenía que pasar a máquina algo secreto y que ella no debía comentarlo con nadie, se me ofendió y me dijo: nunca leo lo que escribo. -El Gera puso voz de pito para imitar a Charo.

– ¿Y en Hendaya, Euskadi norte, quién va a estar esperándonos? Porque si es tan secreto, el jefe no se lo ha contado a los franceses, ¿eh?

– No, hombre, Carlos. El jefe llamará a los franceses y a los holandeses hoy a las dos de la tarde.

Kleutermans, pálido a causa de los meses que había pasado en la cárcel, los miró con evidente mal humor, pero como si estuviera irritado con unos insectos a los que hay que ignorar hasta que actúa el matamoscas.

– ¿Por dónde lo van a llevar ustedes a Francia? -preguntó el director de la cárcel.

– Portbou -contestaron al unísono Carlos y el

Gera.

Carlos se puso al volante del Opel. Para salir de Carabanchel, sentaron a Kleutermans en el asiento delantero, le engancharon las esposas al cinturón de seguridad, inclinaron el respaldo hasta el fondo y así tumbado lo taparon con una manta. Detrás de Carlos, el Gera iba inclinado hacia adelante con la mano derecha puesta con firmeza encima de la cabeza del holandés. Sólo cuando hubieron pasado de la autopista de circunvalación M- 30 a la carretera de Burgos apartó el Gera la manta y volvió a poner el respaldo en posición vertical.

Kleutermans resopló. Después, se puso a mirar a Carlos y luego, girándose pesadamente en el asiento, al Gera. El Gera se revolvió con cierta incomodidad.

– ¿Cvánto?-dijo el holandés al cabo de unos minutos.

– ¿Cómo? -preguntó Carlos.

Kleutermans levantó las manos esposadas e hizo el gesto universal del dinero, frotando el índice y el pulgar de la mano derecha. -¿Cvánto? -repitió.

– Oye -dijo Carlos-, me parece que este tío nos está intentando sobornar.

– Pues tú calla y déjale que diga chorradas. ¿A ti qué más te da?

– No, hombre. Que me interesa averiguar cuánto valgo.

– Cállese -dijo el Gera, poniéndose un dedo contra los labios.

– ¿Cvánto?

– Nada. Qué cuánto ni cuánto…

Kleutermans se volvió de nuevo hacia el Gera.

– ¿Ya? Goed -sonó a jut-. Ein million? -Levantó un dedo.

– Oye, tú, que este cachondo nos está ofreciendo un millón de algo.

– Pero ¿a repartir o para cada uno?

– Y yo qué sé. Pregúntale tú, que eres el que sabe idiomas. Me has dicho que una vez ligaste con unas tías en San Petersburgo.

– Ya. Sankt Peterburg-dijo Kleutermans, haciendo un gesto de huida con las manos y sonriendo por primera vez.

– Sí, pero éste habla holandés, no ruso.

– Bueno. Da igual.

El Gera miró a Kleutermans y, señalándose primero y apuntando luego a Carlos, dijo:

– ¿Un millón y un millón?

– Ya. Ein million een ein million. Ya.

– Esto va mejorando. Será mejor que no sea de pesetas porque lo coso a tortas.

– A ver, tío, un millón… ¿de qué?

– Ah…, ya, ya. Gulden, ¿ya?

– ¿Qué coño será eso, Gera? ¿Julden?

– Florín -dijo el holandés.

– Dile que ni hablar. O dólares o nada.

– Dólar -dijo el Gera.

Kleutermans no lo dudó un instante.

– Ya -dijo con firmeza.

– Te voy a explicar, Gera, porque tú no entiendes. Este tío nos acaba de ofrecer ciento cincuenta kilos a cada uno. No sé si me sigues.

– Me parece poco. Para lo que nos jugamos…

– Coños con Onassis.

– Ya, Onassis -dijo Kleutermans riendo.

– Dile que dos o nada.

– Dos -dijo el Gera levantando dos dedos.

– Dri -dijo Kleutermans-. Dri -levantando tres dedos.

– Con eso le comprabas a Paloma el Golf GTI ese que quiere.

– Eso mismo digo yo. Y nos cortaban los cataplines éste, que tiene una pinta de traidor que no puede con ella, y luego el jefe y luego el superjuez Garzón, que es una fiera. Nada, no podemos hacerlo. ¿Dónde íbamos a disfrutar del botín?

– Bueno, podríamos hablar con Horcajo, a ver si nos diera un trabajito en Colombia.

– Ya -dijo Kleutermans-. Ya. Horcajo. Colombia…

– Tú ríete con esto de Colombia, pero es el único sitio al que podríamos ir. A la puta selva con los mosquitos y con Horcajo. Vaya un panorama.

– Mierda, Carlos. No disfrutaríamos ni un cuarto de hora.

– Pero ¿tú no estabas a favor de la despenalización de la marihuana?

– Sí. ¿Y?

– Pues que éste es un traficante de marihuana y, si hay que despenalizarla, deja de ser un delincuente. A mis ojos por lo menos.

– Nada. Si fuera a ser una sinvergonzonería y no se notara, todavía. Pero es que para cobrar esa pasta hay que soltar al holandés este. Y se iba a enterar hasta Dios.

Guardaron silencio.

– Dile a éste que sentimos no poder aceptar su interesante proposición.

– Sentimos no poder aceptar su interesante proposición, ¿sabe?

Kleutermans levantó las cejas.

– Silencio -le dijo Carlos y dio un frenazo innecesario que echó al holandés hacia adelante. Se puso muy colorado. Una vena como el dedo de un niño se le hinchó en medio de la frente.

– Es que a mí estas cosas me dejan con mal cuerpo. ¿Sabes lo que te digo, Gera? A lo mejor empiezo a entender a Horcajo. Son muchos duros y lo único que hay en el otro platillo de la balanza son muchas horas de vida perra. Vaya pastón. Este tío se ha pasado de mi precio en trescientos o cuatrocientos millones. Digo yo que será por eso que se me ha revuelto el estómago. Pero te digo una cosa: no me gustaría que me hubiera hecho el ofrecimiento a solas.

– Ya. De todos modos no habrías sabido negociar y te hubiera acabado ofreciendo diez kilos en vez de cuatrocientos cincuenta. Ya ves.

– Desde luego, somos un par de chorras. Hablamos como si estuviéramos en una película de esas de Miami. Pues vaya una gilipollez.

Y soltó una carcajada.

11.00

Javier Montero, presidente del consejo de administración del Banco de Crédito Comercial, CRECOM, reclinándose contra el respaldo, hizo que su sillón girara ciento ochenta grados. Quedó así frente al enorme ventanal desde el que podía ver, a sus pies, el paseo de la Castellana y, al fondo, la sierra. Sobre los picos algo chatos de Navacerrada quedaban difuminados en el horizonte incierto de la calima restos de la nieve ya sucia del invierno. Madrid, a diferencia de las otras grandes capitales de Europa, es una ciudad de contornos muy precisos. Como no tiene alturas apreciables, desde cualquier rascacielos pueden alcanzarse con la vista todos sus confines.

Abajo, el tráfico era muy intenso, pero, protegido por el aislamiento especial de los dobles cristales, Montero no oía nada. El silencio en su despacho era completo.

Suspiró. Alargó el brazo izquierdo hacia atrás y de la mesa de despacho cogió un paquete de cigarrillos. Extrajo uno, se lo puso en la boca y lo encendió con un mechero Dunhill de oro que sacó del bolsillo interior de su chaqueta. Mientras sostenía el pitillo en una mano, con la otra tamborileó sobre el brazo de su sillón. Lo hacía con aplicación, intentando repetir, una y otra vez, el mismo ritmo rápido con el mismo compás quebrado; un-dos-tres, uno-dos; un-dos-tres, uno-dos. Pensó «tres veces más sin equivocarme y lo dejo».

Detrás de él, sonó uno de los teléfonos que había encima de la mesa. Hizo girar el sillón, alargó una mano y descolgó el auricular.

– Sí -dijo.

– Don Javier -dijo su secretaria con su voz suave y eficaz-, es don Andrés, que acaba de llegar de Ginebra.

– Que pase en seguida… -Antes de que acabara de hablar, se abrió la puerta del despacho y entró Andrés Martínez-Malo. Montero se puso de pie, rodeó la mesa y extendió la mano-. Andrés. Pasa, hombre, pasa, pasa. ¿Qué tal el viaje? Venga, siéntate aquí y cuéntame. Espera. ¿Quieres un café?

Así, en posición de apretón de manos, Montero llevó a Martínez-Malo hasta un tresillo que estaba a la derecha del despacho. Siguiendo la vieja costumbre de quienes siempre, por instinto, se colocan en posición de ventaja frente a sus interlocutores, Montero se sentó de espaldas al ventanal.

Martínez-Malo sonrió.

– Uf, he tomado tres mil en el avión…, pero, bueno, bah, si tomas tú, sólo si tomas tú, me tomaré uno.

Montero tocó un timbre que había en la mesita de al lado del sofá. Se abrió la puerta.

– Dígame, don Javier.

– Marta, ¿nos quiere traer unos cafés? -Miró a Martínez-Malo y levantó una ceja-. Venga, Andrés, que me tienes sin dormir desde hace una semana.

Andrés se pasó la lengua por el labio superior.

– No sé por dónde empezar… Bueno, el… Crédit et Banque du Cantón es un banquito suizo. Hasta la sede social, en vez de estar en Zurich como todos, está en Lausana. ¿Y sabes quién es el socio mayoritario? -Montero hizo un gesto negativo-. El Landowner's Bank. Ya sabes lo que eso quiere decir, ¿no?

– Espérate a ver… Sí -dijo Montero al cabo de un instante-. Sí que lo sé, sí. Landowner's Bank de Londres quiere decir Goldblum & Pierce de Chicago. Y Goldblum de Chicago quiere decir Qatar. ¡Vaya! ¿Para qué va a intentar Qatar meter dinero secretamente en el Crecom? ¿Petrodólares? Es la gente del emir de Qatar.

– Bueno, Qatar…, sí… Pero no me fío. No sé. Me huele fatal. Con franqueza, no veo cómo van a desembarcar ahora los qatarís en España. ¿Ahora? ¿Con todo el follón del dinero árabe en España en plena ebullición? ¿Con lo de KIO por medio? Dime cómo se las van a componer para saltarse los escándalos que han armado aquí los tipos de KIO. Aparte de que no me parece que el Banco de España vaya a facilitar la entrada de capital árabe en bancos españoles.

– Sencillo, Andrés. Si son lo suficientemente fuertes, piden hora con el gobernador, le dicen que quieren meter dinero en el Crecom para sanearlo, que van a poner de presidente a un español que no sea yo et voilá. Hijos de su madre. ¿Sabes quién, no?

Martínez-Malo asintió.

– Sí sé quién, sí… Pero, en cuanto a los árabes… -Torció el gesto-. No sé, Javier, la verdad. Mira que si todo esto es una cortina de humo -dijo Andrés con gravedad.

– ¿Una cortina de humo?

– Te voy a contar una historia, Javier, y no te la vas a creer. ¿Cuándo empezó el asalto?

– ¿Al capital? ¿La compra de acciones del Crecom? El 3 de mayo.

– Me ha costado un montón de dinero, no creas, averiguar todo esto, ¿eh? -Sacó una pequeña libreta del bolsillo interior de su chaqueta, abatió la tapa y consultó unos datos que tenía puestos a lápiz en una de las páginas-. Vamos a ver. El viernes 29 de abril, el director del Crédit et Banque du Cantón llamó a Lobatón a Zurich…

– ¿Lobatón?

– Sí, hombre, el director del Banco Español Internacional…, y le dijo, textualmente, ¿eh?, como te lo estoy contando, que quería que se compraran unas acciones a nombre del Banco Español Internacional por cuenta y riesgo del Crédit et Banque du Cantón. La orden era comprar acciones del Crecom cuidando el cambio a lo largo de dos semanas.

– ¿Cuánto? -dijo Javier. Se había puesto pálido.

Andrés tosió.

– Mil millones de dólares -dijo por fin.

Hubo un largo silencio. Luego, Javier Montero se reclinó en su asiento. Se rebuscó en los bolsillos, encontró; un cigarrillo, se lo puso en los labios y lo encendió. En ese momento sonaron unos discretos golpes en la puerta y entró la secretaria con una bandeja que dejó encima de la mesita. No levantó la mirada. Se dio la vuelta y salió por donde había venido sin pronunciar palabra.

– Ciento cincuenta mil millones de pesetas -dijo Montero. Cerró los ojos.

– Comprado a un cambio medio del setecientos cincuenta por ciento y descontado el cero seis de comisiones de los brokers, eso representa el diez por ciento del nominal del banco.

– ¿Cómo es posible que no lo viéramos? ¡Santo cielo! ¡Qué jugada!

– Bueno, tú sí lo viste el 4 de mayo…

– No, ni hablar…, ni me enteré. Pues, vaya un presidente que soy. No lo vi. ¿Por qué, Andrés?

– Sí que te enteraste: te pusiste como una pila de nervios nada más ver el movimiento y me mandaste a husmear. ¿Cómo no lo vas a haber visto?

– Sí, pero no reaccioné como debía, Andrés. -Te voy a decir por qué. Nos engañaron como a chinos, Javier. Con el truco más viejo de la bolsa. Mientras el BEI se dedicó durante dos semanas a comprar acciones de manera constante y sin grandes pujas a través de De La Rica… -Montero frunció el ceño-. Sí, hombre, el agente de cambio…

– Ah, ya… -dijo Montero.

– … Unibrokers compraba y vendía todos los días, dos pasos adelante, uno atrás, para mantener el valor y no alterar el mercado. Sólo que lo hicieron muy bien porque, además, compraron mucho más que De La Rica. Hasta han comprado de nuestra autocartera como locos.

– Dos millones de acciones, Andrés -dijo Montero en voz baja.

Martínez-Malo se mordió los labios.

– Vamos a ver -dijo Javier Montero, enderezándose bruscamente en su sofá-, ¿qué tenemos en el consejo? ¿Con quién contamos?

– Bueno, tú tienes el uno y cuarto por ciento. De los otros veinticuatro consejeros, Basilio tiene un medio, que con el cuarto de su gente le da cinco consejeros. Tienes a los diecinueve restantes… Dos y cuarto por ciento más…, incluido mi cero veinticinco… Ahí lo tienes: el cuatro y cuarto por ciento del capital del banco, del que sólo el tres y medio te es fiel… Te acaban de fundir, Javier. No puedes resistir a un adversario que se te planta delante con el diez por ciento del capital en el bolsillo.

– Basilio, ¿eh? Mi primo Basilio. Qué tío. No quiere más que una cosa en la vida: esta silla.

– Pues me parece que la acaba de conseguir.

Montero se dio un golpe en el muslo con la mano abierta.

– ¿Qué no habrá entregado a los árabes con tal de ser presidente? ¡Aj! -Se puso de pie con violencia-. Puedo denunciarlo al gobernador del Banco de España… -Respiró despacio. Después se volvió hacia Martínez-Malo-. Ya sabes, una operación desde el extraña jero sin su permiso y tal…

– No te sirve -dijo Andrés, pasándose la mano por el pelo-. No te sirve de nada, porque ellos se van a cubrir visitándolo antes que tú. No.

– Espera…

– Espera tú un segundo. Basilio te va a venir a ver para decirte que para la junta de accionistas… ¿Cuándo es por fin…?

– ¿Eh?

– La junta.

– El… 30 de junio.

– Te va a venir a ver para decirte que quiere más consejeros suyos. Veinte, por ejemplo…

– Y yo lo voy a mandar a la mierda…

– Ya. Sólo que te va a decir que ahora controla el diez coma setenta y cinco del capital.

– No me lo puede decir porque entonces yo le hago una OPA.

– ¿Ah, sí? ¿Con qué dinero?

– Oye, Andrés, ¿tú de quién eres amigo, mío o del tigre?

– No, hombre. Lo que te quiero decir es otra cosa completamente distinta. Escúchame, Javier. Escúchame bien, porque te voy a decir algo importante para que te lo metas en el caletre y te lo pienses. En dos años, hemos revolucionado el mundo de la banca, ¿no? Y hemos más que doblado el capital con el que entramos en el banco.

Pues ¿sabes lo que te digo? Va siendo hora de irnos con la música a otra parte. Aire… Yo que tú, cuando te venga a visitar Basilio, le tiraría tus acciones a la cara.

– ¡Hala! ¿Pero estás loco o qué? ¿Vamos a tirar por la borda…?

– No es por la borda. Una retirada a tiempo vale mil victorias, ¿eh? Doce mil kilos, Javier. Y eso sólo del capital, sin contar las fincas, los dos barcos y demás fruslerías. ¿Te acuerdas de lo que nos decía tu padre?

Javier rió y sacudió la cabeza de derecha a izquierda.

– Sí, sí que me acuerdo bien. Los bancos, que trabajen para vosotros…

– Si metéis dinero en un banco, es para sacarlo en cuanto estéis arriba y a otra cosa. Saquemos nuestro dinero del Crecom ahora. Antes de la junta. Mañana…, antes de que te venga a ver Basilio.

– No sé…, vamos a…, no creas que a veces no me tienta, no… Pero tirar la toalla…

– No es cuestión de tirar la toalla, Javier. Es cosa de sensatez financiera. Nos replegamos y a ganar.

– ¿Replegarnos? Andrés, Andrés, nos hacen picadillo.

– No, porque nos salimos antes de que nos derroten y habiéndole ganado doce mil kilos a la operación.

Montero apretó los labios y miró a Martínez-Malo durante un momento sin decir nada.

– Vale, me lo voy a pensar -dijo por fin-. Voy a pensármelo y lo hablamos esta noche. ¿Cenamos? -Andrés asintió-. Buen trabajo, Andrés. -Montero se acercó a él y le dio una palmada en el hombro-. Despues de comer te llamo… Déjame hasta entonces, anda. -Andrés sonrió y se dirigió hacia la puerta del despacho. Javier le apuntó con el dedo índice-. Después de comer te diré lo que hacemos. Vaya…, no nos hemos tomado los cafés.

Cuando estuvo solo, giró en redondo, se acercó al ventanal y, con las manos en los bolsillos, se sentó en su sillón y se puso a mirar pensativamente hacia la sierra lejana.

– Necesito mil quinientos millones de dólares antes del sábado -dijo en voz alta. Rió. Apretó el botón del intercomunicador-. Marta.

– ¿Don Javier?

– Tráigame una coca-cola, ande.

– En seguida.

Se levantó y se dirigió hacia la pared de la izquierda de su despacho. Cerca de la esquina en la que la pared hacía ángulo con el ventanal, había un solitario cuadro de un maestro menor del xix. Montero alargó la mano hacia la izquierda del cuadro y lo hizo girar sobre unos pequeños goznes atornillados en el lado derecho del marco. Detrás, como hubiera supuesto cualquier ladrón aficionado, había una pequeña caja fuerte empotrada en la pared. Una histeria como otra fruto de la paranoia del anterior presidente, que, a sus más de setenta años, se empeñaba en ver espías por todos lados.

Marcó la combinación, abrió la caja y de ella extrajo una pequeña libreta de cuero verde. Buscando en sus páginas, regresó a su mesa de despacho. Se sentó en el sillón, descolgó uno de los teléfonos y, sujetando con la mano izquierda la libreta, que mantenía abierta por una de las páginas, compuso un número de París.

– Alió, oui, j'écoute -contestó al cabo de un momento una voz de hombre.

– Me gustaría hablar con el señor Lambert -dijo Montero en impecable francés.

– ¿Monsieur Lambert? ¿Padre o hijo?

– Hijo.

– C'est de la part de qui?

– Montero. Madrid.

– No está en este momento, pero dejaré dicho que ha llamado usted.

Montero colgó y se quedó sentado, inmóvil, esperando. Su secretaria entró llevando una pequeña bandeja sobre la que había un vaso macizo de cristal de roca, lleno de hielo y coca-cola. La dejó sobre la mesa de despacho, se dio la vuelta y salió sin decir nada.

Un minuto después sonó el mismo teléfono. Lo descolgó.

– Sí -dijo.

– Por una extraordinaria casualidad -dijo la misma persona con la que acababa de hablar en París-, el señor Lambert hijo se encuentra en Madrid, en su hotel preferido, habitación cinco uno seis. Buenos días.

Hotel preferido quería decir Palace. ¿Quién estaría ocupando la habitación 516 esta vez? Decidió esperar un poco antes de averiguarlo. Ahora que sabía dónde estaban y que no se moverían de ese lugar hasta que él llamara, le pareció que era más conveniente no precipitarse y calcular despacio su estrategia.

Poitiers, 12.00

– ¿Falta mucho? -preguntó Nick Kalverstat, como si fuera un niño pequeño.

– ¿Para la frontera? -dijo Hank.

– Bueno, eso.

– Pues… unas cinco horas, tal vez un poco menos. Depende del atasco en Hendaya. Si hay mucha cola por cualquier razón, podemos esperar mucho tiempo.

– ¿Y luego a Madrid?

– Pues… otras cuatro o cinco horas. No son muchos kilómetros.

– ¿No podemos dormir en algún sitio antes de…?

– No.

– ¿Para qué tanta prisa, si tenemos hasta el jueves?

– Nick, yo decido cuánta prisa tenemos, ¿eh?

Madrid, 12.30

– Oye, tú, rockefeller -dijo Paloma-, tengo un trabajo loco y poco tiempo para andar por ahí de juerga, ¿sabes? -En realidad, no te pido que nos vayamos por ahí de juerga. Estoy metido en una batalla feroz y me gustaría que nos viéramos un poco, un momento, algo… para charlar, tomar una copa, qué sé yo. Hablar contigo, verte la cara, mirar cómo sonríes. Me encanta… Me…, me relaja.

– El descanso del guerrero, ¿eh? Qué machismo, cielo santo. Sois todos iguales. Llevo una temporada últimamente que no gano para sustos. Tú lo que necesitas es una muñeca de porcelana, desnudita eso sí, que te escuche y no conteste -rió.

– No te rías…

– Vale, no me río más, pero es que llevo unos días que, como tuviera algún problema de personalidad, acababa en un loquero. Todos queréis que sea distinta de lo que soy. Me parece que os gustaría que fuese sumisa, discreta, a disposición de quien lo quiera… Chico, justo lo contrario de lo que soy…

– ¿Quiénes somos todos? -preguntó Javier Montero.

– Todos sois tú y un amigo mío, que os empeñáis en hacer de mí un bombón objeto…

– El amigo tuyo es el delgado de barba negra…

– … y ojos azules, ése…

Javier rió.

– Se le nota a la legua que le tienes sorbido el seso.

– Venga ya. Se enfada cada tres minutos, se marcha, vuelve…

– Huy. Está peor de lo que parece. Más colado que un caldo, como dirías tú. ¿Y tú?

– ¿Yo, qué?

– ¿Tú con él?

– Yo con él, ¿qué?

– Bueno, bueno. Nunca te he notado más guardada -silbó.

– ¿Y tú, esta batalla que dices que tienes?

– Vamos al apartamento a comernos un bocado y te lo explico.

– He oído tretas menos burdas que ésa, colega. Yo de ti me tengo que proteger como de las arañas-pitón.

– Las arañas-pitón no existen. Hay viudas negras, hay matacaballos, hay tarántulas…

– Vale, vale…, pero me has entendido. ¿Qué batallas?

– ¿Por qué te tienes que proteger de mí ahora?

– Cosas mías…

– Huy…, te veo casada.

– No digas bobadas. Y, además, ¿qué? ¿Qué batallas?

– Basilio.

– El primo. ¡Pues sí que…! Lo de siempre, ¿no?

– No, lo de siempre, no. Qué va. -Rió de buena gana-. Esta vez me parece que se las ha compuesto para quitarme la silla.

– Vaya, chico. Menos mal que hay alguien que te planta cara y te pone las cosas difíciles. ¿Y te va a quitar la silla?

– Hmm. A lo mejor. Como no encuentre una pila de millones de aquí al sábado, me la quita.

– Pues yo, de aquí al sábado, lo más que voy a conseguir es medio millón que me debe tu mujer… Si lo quieres…

– Ah, ¿la has visto?

– Ss. La acabo de…

Montero se cambió el auricular de oreja.

– Cuando hablo contigo, pienso, ¿sabes?

– Ya estamos. La muñeca de porcelana.

– No. Un auditorio sensato y sin prejuicios. Eso es lo que eres. Como tienes sentido común, siempre dices alguna cosa que me ayuda…

– Ah, ¿no sólo me quieres por mi cuerpo?

– No sólo te quiero por tu cuerpo. Aunque podría.

Hubo un silencio.

– Me parece que eso se está acabando, Javier. -Paloma carraspeó-. Te dije que iba a ser siempre… clara, quiero decir, leal… -sonrió-, contigo…

Javier siguió callado, miró la mesa y tamborileó sobre ella. Cerró los ojos.

– Todas estas bromas, Paloma…, todas estas cosas que nos decimos, nuestras escaramuzas, son, en realidad son… cortinas de humo, ¿sabes?

– No lo digas -dijo Paloma en voz baja-. Por favor.

Uno de los teléfonos de encima de la mesa se puso a sonar.

– Un momento, Paloma… ¿Qué hay?

– Don Basilio Montero para usted, don Javier.

Javier dio un breve silbido.

– Vaya… Dígale que lo llamo en seguida.

– Sí, señor.

– Era Basilio.

– ¿Y no te has puesto? Pues estará hecho un basilisco -rió.

– Me da igual. Bastante lata me va a dar esta semana. ¿Sabes lo que ha conseguido? Ha conseguido el suficiente dinero para acabar controlando el suficiente número de acciones que le dé el suficiente número de asientos en el consejo para así poder sacarme a bofetadas de este despacho.

– ¿Y eso cómo se hace? El dinero que manejáis… Yo me pierdo al tercer cero, chico. Porque, si no recuerdo mal, Creso, cada vez que vais al cine lleváis un par de millones en el bolsillo por si tenéis algún imprevisto. Un número suficiente de asientos en el consejo requiere, si no me equivoco, tal pastón que no hay kilos en el Banco de España.

– Justo. El tío se ha ido a buscar el dinero fuera.

– ¿Y eso, cómo se hace? Porque, si me das la receta, yo también.

– Bueno, es fácil. Verás… cómo se puede hacer. Mira: tú le dices a una persona usted no puede ser presidente porque no le deja la ley, pero yo, que no puedo ser presidente porque no tengo el suficiente dinero, le ofrezco, a cambio del dinero que me hace falta, hacer lo que usted quiera una vez que me siente en la silla.

– ¡Hale…!, así de sencillo.

– Bueno, así de sencillo, pero caro. Porque eso es lo que ha hecho Basilio y al señor X le ha costado ciento cincuenta mil millones de pesetas.

– Con eso, seguro que os podéis ir al cine tranquilos.

– Y a cenar.

– ¿Yeso cómo se hace?

– ¿Cenar?

– No, bobo.

– Mira, para dar una patada en la mesa y que se te pongan todos firmes, pero no sólo en el banco, sino también en el país, basta con tener el diez por ciento de las acciones.

– ¿Sólo?

– Sólo.

– ¿Y eso qué cuesta?

– Pues eso: más o menos ciento cincuenta mil millones de pesetas.

Paloma rió.

– Qué burros… Espera…, espera. Si tú, con una pasta, tienes el uno por ciento, Basilio, con la del jinete enmascarado, tiene el diez, yo me compro todo el banco por… espera… billón y medio de pelas. Eso es lo que vale un banco, ¿eh? Bueno es saberlo.

– Más o menos, porque para eso está la Bolsa, que lo hace subir y bajar. El banco vale doscientos mil millones de pesetas, repartidos en acciones a diez mil pesetas, y luego la Bolsa, que juega con la vida de la gente que quiere tener acciones del Crecom, y te juro que no sé por qué, sube y baja como un yoyo. Vamos, que hoy una acción de diez mil vale setenta y cinco mil.

– Pues no sé de qué te preocupas, chico. Te has forrado, eres joven y ahora viene otro a disfrutar del trono… No seas egoísta, Shylock.

– No es cuestión de egoísmo, Paloma…

– ¿Que no? Lo tienes todo: Ferrari, casa en la Moraleja, un pastón, yate, no…, yates, mujer guapa, niños -tosió desde el fondo de la garganta-, querida…

– No seas bestia. Tú no eres una querida… Eres… otra cosa.

– ¿Sí? Chico, qué resistencia a llamar a las cosas por su nombre. Oye, y te juro que no me molesta. Las cosas son como son. Si yo fuera presidenta del Crecom y me tirara a un tío tan bueno como tú, diría que yo, poderosa empresaria, tengo un querido al que me tiro en un apartamento de Padre Damián…

– Paloma, no me parece que te tengas que poner así de desgarrada.

– Te molesta, ¿eh? De verdad que me tenéis frita. No entendéis nada. Yo voy al apartamento de Padre Damián porque me da la gana. A ver si te enteras. Soy yo la que voy, no tú el que me arrastra.

– Sí, pero yo, además, te quiero.

Paloma respiró hondo. Javier se la imaginó, al otro lado del hilo telefónico, cerrando los ojos mientras se le dilataban un poco las ventanas de la nariz.

– Entre otras muchas cosas, caprichoso -dijo Paloma-. Y, encima, te da vergüenza.

– No me da vergüenza -rió-. Un poco de alipori sólo. Esto de aventar los sentimientos por teléfono… Pero ¿me tengo que avergonzar de lo que tengo? Es la vida que me he hecho. Es… mi mundo… Qué quieres que te diga.

– ¡Hale! El machismo del…, del… macho ibérico, eso, me tiene fuera de mí en estos días. De verdad, Javier, no entendéis nada… Y además, todo es siempre igual. Para vosotros, todo tiene que ser un juego -añadió con pasión-. El riesgo más grande, el coche más grande, el banco más grande, la fortuna más grande. Nunca os basta, ¿eh? Dime que no.

Javier tardó un buen rato en contestar.

– No -dijo. Y colgó.

Paloma se apartó el auricular de la oreja como si quemara y se lo puso delante de la cara.

– ¡Bah! -dijo y colgó el teléfono con rabia.

13.45

– ¿Un poco más de rioja, Horcajo? -dijo don Julio Galán.

– Bueno. Medio vaso…, gracias.

– Oye, Jacinto -dijo José Luis Álvarez-, deberíamos explicarte el plan con más detalle…

– Ya sabes -dijo don Julio-, para que no te quepa duda y lo apruebes… Me tranquilizaría bastante.

Miró a José Luis.

– Muy bien. Ahora me lo explicáis…, pero lo que me parece cómo matar chinches a cañonazos es andar utilizando un camión blindado de los de trasladar dinero.

– Es de Transmoney -como si eso lo explicara todo.

– No lo dudo. Pero ésa no es la cuestión. ¿De dónde lo habéis sacado?

– Se lo compré yo de segunda mano a un gitano que tiene un descampado en Canillejas.

Horcajo se inclinó hacia adelante.

– ¿No será el Chino?

– Vaya, hombre -dijo José Luis-. Es que los conoces a todos. Sí, es el Chino, sí.

– Bueno, no me parece mal, José Luis, siempre y cuando te andes con mil ojos, que este tío es más traidor que Judas.

– Ni te preocupes. Lo tengo marcado. Él lo sabe y sabe que le vuelo la chabola y los churumbeles y el cementerio de coches, como se le ocurra respirar torcido.

– Bueno, mientras sepa que es el tío más malo del mundo…

– Yo creí que ése eras tú, Jacinto.

– ¿Yo?

– Eso dice el Gera.

– Ése. -Se quedó pensativo-. Vaya. La verdad es que no me sorprende que lo diga -añadió después-. ¿Los tienes marcados?

– Ni te preocupes. Hoy Carlos y el Gera se han ido de viaje. No vuelven hasta mañana. Han cogido un coche potente…, un Opel…, y han dicho que lo devuelven mañana por la noche. Yo creo que se han ido a Francia.

– ¿A qué?

José Luis hizo un gesto de incertidumbre con la boca.

– No sé. No estoy muy seguro, la verdad… Pero creo…, vamos, yo juraría que se han llevado en coche a un tío que había que extraditar a Francia o a Holanda. Eso es lo que más o menos se decía esta mañana en la brigada.

– ¿Qué tío?

– Ah. No tengo ni idea. Pero tiene que ser alguno gordo. Me entero si quieres.

– Hombre, bueno, por el interés histórico. ¿Qué se ha dicho del secuestro de Marey esta mañana?

– ¿En la Audiencia?

– A mí me está interesando -interrumpió don Julio-, porque, la verdad, se diría que éste no es un caso aislado. Y si empezamos así con toda la policía…

– Anda, Galán, no le eches más cara de la necesaria, venga, que pareces un cínico de película. Yo os digo una cosa. A la policía española…

– … ahora que ya no perteneces a ella… -rieron.

– … ahora que ya no pertenezco a ella, a la policía española no le pasa más que tiene el resacón de cuarenta años de mandar sin que nadie se atreviera a toserle. Y, de repente, se muere ese santo, y se encuentran con que llegan unos piernas al poder y les dicen esto se ha acabado, usted me va a hacer el favor de actuar con la ley en la mano. Se acabó. Se acabó matar impunemente a etarras, se acabaron las torturas, se acabaron las denuncias, se acabaron las persecuciones políticas y las delaciones. Se acabó. Todo el sistema que había sido legal, sobre el que se había basado la actuación de la policía durante medio siglo…, de repente dejó de ser legal de la noche a la mañana. Así. -Chasqueó los dedos-. ¿Tú sabes lo que cuesta cambiar de rumbo?

– Ya -dijo José Luis.

– No, José Luis, ya, no. Porque, al mismo tiempo, a esos mismos policías se les dice, todo eso está muy bien y que hay que respetar la ley y tal y, al mismo tiempo, se les organiza el GAL. Oye, ¿en qué quedamos? Mis ex colegas no comprenden nada. Es como…, como si vives toda la vida en una casa de putas y viene un tío y te lleva a vivir a un palacio. Y dices, jolín, me voy a tener que lavar las manos y la cara para no manchar la seda, pero viene tu jefe y te dice, no, hombre, que no hace falta, porque en realidad, aunque vivas en el palacio, por las noches vas a volver a dormir a la casa de putas. De modo que no te cambies.

– Oye, Jacinto, que tampoco hace falta buscar una explicación tan filosófica a que unos cuantos jefes monten una mafia policial. La montan y se acabó. Cualquiera que te oiga diría que Carlos de Juan es hermano gemelo tuyo.

– ¿Ah sí? ¿Dice lo mismo, o qué?

– Más o menos.

– Bueno, a lo que íbamos. ¿Has estado en lo de Marey?

– Na. ¿Para qué? Los han pillado, los han pillado. Qué quieres que te diga.

– En fin, lo que yo os diga, a mí me parece que usar un camión blindado son ganas de montar el pollo por Madrid; pero, bueno, es verdad que es más seguro. ¿Y el Pegaso?

– El Pegaso está preparado -dijo José Luis-. Todos los perfiles tienen una doble cámara. Todo tubo que sea susceptible de recibir un tubo similar pero más grande que se le superponga, llevará entre tubo y tubo falso, entre eje y eje falso, entre perfil y perfil falso, un colchón de saquitos de plástico llenos de cocaína, sí, señor -rió.

– Funcionará. -No fue una pregunta.

– Funcionará. Mira, ha ido estupendamente otras dos veces.

Horcajo torció el gesto.

– ¿Dos? Ya son muchas.

– Ni te preocupes. Es la última vez que hacemos un transporte de cocaína así.

– Y además -dijo don Julio-, es absolutamente legítimo. -Rió de buena gana, con su solemne risa de conejo-. Mandamos el Pegaso lleno de muebles para la redecoración del Consulado de España en Amsterdam. No hay ni que preocuparse.

– Ciento ochenta kilos de nieve pura -dijo José Luis poniendo los ojos en blanco-. Ya me gustaría a mí ser los holandeses.

– Después de comer, nos acercamos a tu nave para ver los dos camiones, ¿eh? -dijo Horcajo.

16.30

Entre las cuatro y media y las cinco de la tarde del 25 de mayo, Javier Montero hizo, una detrás de otra, tres llamadas de teléfono (la primera de las cuales fue efectuada desde su teléfono móvil). Las tres conversaciones contribuyeron a cambiar la historia de la banca española. Sus consecuencias tardaron meses en percibirse, y para entonces era ya demasiado tarde.

– Hotel Palace, buenas tardes.

– Habitación 516, por favor.

– Oigo.

– ¿Señor Lambert?

– Al aparato. ¿Cuál es el número del permiso de condusir de mi padre?

– Un momento. -Javier Montero consultó su pequeña libreta verde-. 22253-09.

– Muy bien. Lo escucho.

– Tengo gran interés en verle.

– Me ha sido dicho. Estoy, naturalmente, a su disposición para cuando quiera.

– Tengo un problema. Mejor dicho, mi empresa tiene un problema de liquidez.

– ¿De qué volumen?

– Mil quinientos.

– Eso es una operasión importante. ¿Para cuándo lo necesita?

– La confirmación de que voy a poder disponer de la cantidad, mañana. La cantidad en sí, el sábado próximo, a más tardar.

– Muy bien. Mañana, a las sinco posmeridianas.

– Mañana a las cinco de la tarde. Hasta entonces.

Montero colgó el auricular, se inclinó hacia atrás y se apoyó contra el cristal de la ventana de su despacho.

– ¿Alguna llamada? -preguntó Montero a su secretaria.

– Don Basilio, don Javier, pero ha colgado porque le he dicho que estaba usted en la otra línea.

– Huy, póngame con él.

Al momento sonó su teléfono.

– Sí.

– Don Basilio, don Javier.

– Un momento, Marta -contó despacio hasta quince-. Páseme… ¡Basilio! ¿Cómo estás, hombre? Perdona por esta mañana, pero no me podía poner y luego se me complicaron las cosas.

– Javier -contestó secamente su primo-, tengo urgencia de verte.

– Muy bien, ¿de qué me quieres hablar?

– Quiero hablarte de… -dijo con viveza. Luego, más lentamente, terminó la frase-…la próxima junta general de accionistas del banco.

– Pero, hombre, eso está a más de un mes.

– Pues lo que quiero discutir contigo no admite demora.

– Muy bien. -Javier abrió su agenda de trabajo-. Vamos a ver… No puedo recibirte antes de…, veamos…, mañana, 27, a las siete de la tarde. ¿Te va?

– ¿Eso es lo que tú llamas urgente?

– No. Eso es lo que tú llamas urgente. Yo no puedo antes, vamos, me es sencillamente imposible.

Hubo un largo silencio.

– De acuerdo -dijo Basilio y colgó.

– No puedo impedir esta popularidad mía -dijo Javier en voz alta-. Todo el mundo me quiere. -Y soltó una carcajada.

La tercera llamada fue a Martínez-Malo.

– Andrés.

– Javier.

– ¿Cenamos esta noche?

– Hombre, claro. Dime más.

– Mira, Andrés. Me lo he pensado mucho y… bueno, la verdad es que creo que debemos quedarnos un poco más. Por lo menos, hasta que le apaguemos el farol a Basilio.

– Ay, ay. Lo debía haber sospechado. ¿Y con qué le vas a apagar los faroles?

– Con un farol más grande.

– Estás loco. ¿Le vas a hacer una OPA? ¡Pero si no tienes dinero! Con que Basilio te mire un poco derecho a los ojos, tu OPA se te derrumba, ¿eh?

– Andrés, Andrés. Basilio es un pusilánime. Lo ha sido toda su vida y no va a cambiar mañana…

– ¿Lo ves mañana?

– Sí, y…

– Quiero asistir a esa entrevista.

– ¿Por vigilar o por divertirte?

Andrés rió.

– Las dos cosas. No puedes resistir una partida de póquer, Javier. ¿Y nuestro discurso de esta mañana? ¿Los consejos de tu padre?

– Basilio mañana se va a hacer pis en los pantalones.

– Ya, Javier, pero no te quiero contar la cantidad de pañales que puede uno comprarse con ciento cincuenta mil millones de pesetas.

Ahora fue Montero el que rió.

– Se hará pis… y se achantará.

– ¿Y si no lo hace?

– Ya veremos. Bueno…, si no lo hace, no habrá más remedio que cederle la silla, ¿eh?

– Pero si, en efecto, se achanta y te dice, bueno, no te pongas así, renuncio a tu silla, a veinte consejeros, al banco y a la madre que te parió, ¿qué demonios le vas a decir en la junta general cuando él tenga sus dos millones de acciones y tú no?

– Ya veremos. Ya se me ocurrirá algo.

– ¿Qué estás tramando?

– Ya te lo contaré. No te preocupes, Andrés. Anda. ¿Nos vemos en casa a las diez?

– A las diez. Pero, si te imaginas que voy a dejar de hablar de tu padre, estás muy equivocado.

Hendaya, 17.08

– Ocho minutos de retraso -dijo Carlos-. Somos la pera.

Conduciendo despacio, llevó el coche hacia el edificio de la aduana de frontera. Desde la puerta, un guardia civil los miraba. Tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón.

– ¿Cuántos años hace que no venimos por aquí, Carlos?

– Buf, la tira. Se me revuelve el estómago, Gera.

– A mí no es el estómago. A mí lo que me da es miedo, puritito miedo. -Carlos, al oír la alteración en la voz de Gera, se volvió a mirarlo-. ¿Qué pasa? ¿No me puede dar miedo? Mira que si alguien me reconoce…

– No te va a reconocer nadie sin barba. Y además, bueno…

– ¿Sabes lo que te digo? Vamos a entregar a este tío y vámonos de aquí, ¿eh? ¿No te importa?

Otra figura se asomó a la puerta del edificio.

– El Sopla -dijo Carlos.

– Llámalo Ricardo, que se te va a cabrear -dijo el Gera. Sacudió la cabeza casi con violencia, como si quisiera arrancarse un miedo pegajoso de encima.

Kleutermans, que no había vuelto a hablar en todo el viaje, ni siquiera cuando se habían parado unos minutos en un área de servicio de la autopista, lo miraba con curiosidad, medio vuelto hacia atrás en su asiento.

Detuvieron el coche frente a la puerta. Dos guardias civiles que acababan de salir del edificio rodearon el automóvil y se colocaron frente a la puerta del pasajero. De sus hombros colgaban sendas metralletas. Ambos tenían el dedo índice de la mano derecha rígido y apoyado contra la guía del gatillo. Tres guardias civiles más se situaron frente al coche, dándole la espalda. Carlos dio un silbido.

– Chico, ha llegado el tercio -dijo-. Su padre.

– ¡Eh! -dijo Ricardo desde la puerta de la aduana-. Puntuales como un reloj.

– Oye, chico, Sopla, quiero decir Ricardo -dijo Carlos levantando ambas manos a la altura de los hombros para quitar malicia a la sorna-, no puedes imaginar el gusto que nos da verte… Bueno, al holandés, menos., ¿Cómo estás, hombre? Creí que ibas a venir vestido de uniforme diplomático… Ya sabes, la librea con charreteras y dorados.

– Se te ve bien -dijo el Gera, mirando a su alrededor.

Ricardo rió.

– Y vosotros, tan coñones como de costumbre. -Dio un firme apretón de manos a cada uno-. ¿Algún problema?

– ¿Con Kleutermans? No, qué va. Tranquilo -dijo el Gera.

– Pasar adentro, que están aquí los holandeses y tienen ganas de marcharse en seguida.

– Ni la mitad de las que tenemos nosotros de volvernos a Madrid.

Ricardo siguió la mirada de Carlos.

– Déjalo. Los civiles no lo dejarán moverse, no te preocupes.

– Cógete los papeles, Gera -dijo Carlos.

Los tres entraron en el edificio.

– Oye, Sopla, ¿tú ya te entiendes con estos tíos?

– Sí.

– ¿En holandés? Venga ya.

– No, hombre. El holandés no lo habla ni Dios. En inglés. Todos los holandeses hablan inglés, Carlos. Hasta los fontaneros.

– Y luego queremos estar en Europa. ¡Pero si una peseta ni siquiera puede traducirse a euros!

– Ese que está en el automóvil parado ahí enfrente -dijo Hank Kalverstat observando con atención desde la ventanilla del Mercedes- es Kleutermans.

Acababan de pasar la frontera sin incidente alguno y se disponían a seguir rumbo a Madrid.

– ¿Kleutermans? -preguntó Nick.

– Ya lo creo -dijo Hank-. El capo, el número uno. El mayor traficante de hachís del mundo. Bueno, a lo mejor de Europa sólo. Porque el número uno del mundo es Marco Polo, y a ése me parece que les va a costar trabajo detenerlo.

– ¿Qué le ha pasado?

– ¿A Kleutermans? Que se confió. Lo detuvieron, Holanda solicitó la extradición, España la concedió y, como si lo viera, lo están entregando a nuestra policía. Yo no me retrasaría más, anda -añadió dirigiéndose al conductor-. Sigue, que las armas las carga el diablo.

En el interior del edificio de la aduana, Ricardo dijo a Carlos:

– Pues tenemos un buen follón en Holanda.

– ¿Por?

– El millonetis secuestrado, Van de Wijn. Ayer los secuestradores le tomaron el pelo a la policía en pleno. Montaron una bronca en la playa de moda que no os puedo ni contar. Les sacaron el rescate en diamantes. Dos millones y medio de dólares… ¡en avioneta!

– En avioneta, ¿qué?

– El rescate. Se lo llevaron en ultraligero… Esta mañana temprano nos han distribuido a todos una descripción de los diamantes. Por seguirles el rastro si aparecieran en los respectivos países, ya sabéis. Traigo una copia conmigo y fotos de los pedruscos.

– ¿A ver? -dijo Carlos, abriendo el sobre que le entregaba Ricardo-. Su tía. Mira, Gera. Aquí hay para hacerle a Paloma un biquini de brillantes. Descuida, Ricardo, le daremos la lista al jefe y que se las pase a quien sea. Pero sólo por ser la lista, que si fueran las piedras de verdad… Por cierto, le comenté al jefe lo de tu sueldo.

– ¿Y qué dijo?

– Se rió. Dijo somos la puñeta, vamos a acabar construyendo un satélite espacial propulsado por gasógeno. Dice: anda, que tener a un funcionario destacado en una embajada y no pagarle, es el colmo del raterío. Que hablaba con tu jefe, vamos…

– Venga -interrumpió el Gera-, vamos a ver a tus holandeses. Empaquetamos al Kleutermans, nos tomamos un par de copas y nos volvemos. Hombre, a menos de que te quedes y cenemos juntos…

– Hombre, Carlos, ya me apetecería -dijo Ricardo sin inmutarse-, pero me parece mejor volverme con los holandeses. Ya sabes, relaciones públicas… Me conviene para el futuro.

– No te preocupes, que era una broma. Pero te vas a correr un rollo de campeonato, Sopla.

– No mucho porque nos hemos venido en avión y además éstos estarán tan ocupados en vigilar al holandés que no me harán caso y yo podré leer mi novelita.

– Jopé, qué suerte.