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Madrid, 00.30
Carlos se guardó la llave en el bolsillo. Por la puerta entreabierta de su habitación podía verse el resplandor de una lámpara encendida. Se apoyó contra la pared del vestíbulo, inclinó la cabeza hacia atrás hasta que su coronilla tocó el muro y sonrió.
– ¿Eres tú, nuvolari? -dijo Paloma desde la cama.
– No. Soy el lobo feroz.
– Es que no me puedo levantar, ¿sabes?, porque estoy en bolas y, si eres un hombre malo, igual me haces cualquier cosa.
Carlos se acercó a la puerta de su habitación y la empujó con suavidad. Paloma estaba tapada hasta el cuello por las sábanas muy blancas. Sólo le asomaba la cabeza oscura, la mata de pelo muy negra apoyada sobre la almohada. Sonreía.
– ¿Qué tal os ha ido?
– Sh -dijo Carlos poniéndose un dedo contra los labios.
– Huy, chico -dijo Paloma sacando un brazo para tirar más de la sábana. Por un instante el movimiento le dejó un pecho al descubierto-. No mires, que éste lo tengo reservado en exclusiva para mi amor. -Levantó una rodilla y la sábana se desplazó, destapando un muslo muy moreno, como de terciopelo-. ¿O eres tú ése, lobo feroz? -preguntó en voz baja-. Creí que ya no venías. -Alargó un brazo-. Ven.
Carlos se sentó en el borde de la cama. Paloma le rodeó el cuello con ambos brazos y tiró de él hacia abajo.
– Te has destapado, caperucita.
– ¿Y tú para qué tienes esa boca tan grande? -dijo Paloma con voz ronca-. Eh…, burro -añadió al cabo de un rato-. No, bobo… Sigue… Me encanta, pero me las vas a arrancar… Pinchas…
Carlos levantó la cabeza y la miró a los ojos.
– Si quieres, me afeito la barba… Me afeito lo que tú quieras si me dejas perderme en…
Paloma rió.
– Me has llenado de saliva… -Carlos cogió el embozo para secarle los pechos-. ¡Quieto, bobo! Me encanta… Buf…, hueles a tabacazo. -Lo agarró del pelo de la cabeza-. Mi hombre malo… Hueles a viaje, a coche, a… hombrón. Te vas a ir a dar una ducha y luego vuelves oliendo a jabón y te doy las llaves de oro de la plaza.
– No puedo moverme…
– Sí que puedes, sinvergüenza… Si te vas a bañar, cuando vuelvas, te diré cuánto te quiero.
Carlos se incorporó de un salto y acabó de quitarse la ropa. A toda velocidad, con desorden, tirando las cosas a derecha e izquierda. Desnudo, fue hacia el cuarto de baño.
– Estás indecoroso -le dijo Paloma-. Deberían detenerte por sátiro.
Si algún lujo verdadero tenía el piso de Carlos era la alcachofa de su ducha. El agua salía hirviendo en potentes chorros que pinchaban en el cuello y en la parte alta de los hombros y se deslizaban en cascada por los brazos y por entre las piernas. Durante un buen rato Carlos se quedó quieto debajo del agua.
– ¡Eh! -oyó que le decían.
Abrió los ojos. Delante de la ducha estaba Paloma, como una Venus, con los brazos caídos a lo largo de los costados, la cabeza inclinada y sonriendo burlonamente. Sobre el estómago, usando un tubo entero de pasta de dientes, se había escrito en pequeñas letras Te Quiero.
Carlos se echó a reír hasta que se atragantó con el agua que le caía por la frente y las cejas y la nariz. Alargando una mano, cogió a Paloma de un brazo y la forzó a entrar en la ducha.
Mucho tiempo después, sobre la cama, Paloma dijo:
– Uau, qué bueno.
– Nunca en mi vida -dijo Carlos.
Estuvieron un buen rato en silencio, acariciándose lánguidamente un hombro, una mejilla, la parte interior de un muslo, un pecho.
– Voy a ponerme a ronronear, como los gatos -dijo por fin Paloma.
– Sé que te va a parecer una salvajada, pero, en este momento, daría tres años de mi vida por fumarme un cigarrillo.
Paloma sonrió.
– Pero si dicen que el mejor es el de después del café por la mañana.
– Mienten. El mejor es éste, ahora. Probablemente, va a ser el mejor de mi vida.
– Huy, pues no debemos reprimirte…
Carlos cogió un cigarrillo de un paquete de Winston que tenía en el cajón de la mesilla de noche, se lo puso en la boca y lo encendió.
– Ahora te quiero ya.
– ¿Para siempre?
– Humm…, para mucho rato. ¿Sabes? Quiero tomarme aperitivos contigo, irme al cine contigo, irme… Oye, ¿tú sabes esquiar?
– ¿Yo? Qué va…
– Ah, pues me apetece que vayamos juntos a aprender. Dice una hermana mía que es maravilloso. Que se liga muchísimo… por las noches, con la nieve y el calorcito de las chimeneas…
– Dice un amigo mío que lo único en que piensas es en meterte en un baño de sales y en la cama.
– Justo lo que yo quiero hacer, ¿qué te has creído?
– No, boba…, para dormir…
– Ya… Tú date el baño de sales y métete en la cama, que ya me las compondré yo… Quiero poder pasear al aire libre contigo, que me vean sin que me importe, como me vieron Carmen y el Gera la primera vez en el Retiro el otro día…, recién amada, ¿sabes? Huy, ¿qué te pasa? -Carlos se había puesto serio-. No te pongas así de mustio. Es verdad que quiero que no me importe ser vista… Por una vez que ninguno de los dos tiene nada que esconder… Oye, Ótelo -añadió con dulzura-, escúchame bien, que te estoy diciendo que te doy mi lealtad. ¿Sabes lo que eso quiere decir? Carlos sonrió con algo de tristeza. -Sí que lo sé, sí.
– Lo de Javier Montero no lo vamos a poder borrar, amor. Está ahí… Ha pasado, qué quieres que te diga. A ver si te enteras, Gary Cooper, que lo estoy dejando por ti. ¿Qué dejas tú por mí?
– Nada, que no tengo nada que dejar.
– Debe de ser casualidad.
Carlos rió de buena gana.
– También es verdad. ¿Cuántos aperitivos quieres tomar conmigo?
– Unos diez mil.
– Se te va a poner el hígado como una trufa.
– ¿Habéis comido en Hendaya? ¿En qué estaría yo pensando? Trufas.
– Qué va. Un bocata en Burgos a la vuelta… El Gera me decía que qué prisa tenía yo en volver a Madrid. -Soltó una carcajada-. En realidad -apretó los labios-, a los dos nos dio miedo estar ahí y no veíamos la hora de marcharnos… Así, como te lo digo.
– Me haces cosquillas. Son gozosas. -Se encogió de hombros-. Lo vuestro de allá arriba es algún recuerdillo malo que tenéis, ¿no? Bah, no lo pienses más ahora. ¿Sabes lo que te digo? -Paloma se incorporó bruscamente, apoyándose en un codo-. Tengo un hambre que me muero.
– No se hable más. Vístete, que nos vamos a tomar algo y a bailar.
Se bajó de la cama de un salto.
Paloma se tapó con las sábanas.
– ¿Estás majara? No puedo ni mover las piernas. Quiero decir que me traigas un yogur de la nevera o unas galletas o algo así.
– ¿No decías que con el esquí se liga mucho y que no importa el cansancio?
– Huelo a… ti y…, y…
– ¿No quieres que te vean recién amada? -Carlos se puso de rodillas y apoyó su frente en la cadera de Paloma-. No sé cómo te sientes ahora, pero si sales ahora conmigo, la gente te verá amada. Me acabo de llevar el Oscar a la cursilada del año.
– Pero ¿adonde vamos a ir a estas horas? Si son más de las tres.
– Así de sitios hay en Madrid.
Paloma lo miró, cerrando un ojo.
– Déjeme usted pasar, que me voy a poner mona para ir a tomarme una hamburguesa y a bailar a las tres de la madrugada, a quién se le ocurre… ¡Oye! -gritó desde el cuarto de baño-. Huy, no había visto que me siguieras. Oye, ¿no será que vamos a buscar al ex amigo ese tuyo que es tan malo?
– ¿A Jacinto Horcajo?
– Ése.
– Qué va. No hay quien lo encuentre. Igual se ha ido ya. Qué sé yo. No hay quien lo encuentre, no. Y, lo que es peor, estoy seguro de que trama algo…, algo de drogas o así, ¿has visto cómo he vuelto de vasco…?, o así…, y no tenemos ni idea. Me da una espina fatal.
– Voy a ir hecha un adefesio… ¿Sabes lo que te digo? Me parece que me voy a traer unas cuantas cosas para tenerlas aquí. ¿Te importa?
– ¿Cómo me va a importar? Tengo un plan mejor: tráete todas tus cosas aquí. Todo, tus sábanas, tus blusas, tus muebles, tu álbum de fotos, tu balón firmado por el Madrid… Haré que te lo firme Pepillo también… -Ella miraba en silencio, sin parpadear-. Tengo un plan aún mejor: cásate conmigo.
Paloma le acarició la cara y dejó que sus dedos se le enroscaran en la barba.
– Que te crees tú que me vas a liar. Ni hablar -dijo-, aún te falta mucho, míster Hyde.
– Bueno, pues, entonces, si te es más cómodo, me llevo yo todas mis cosas a tu casa…
9.30
A las nueve y media en punto de la mañana, como previamente acordado, Hank Kalverstat llamó a casa de don Julio Galán. Hablando con extrema lentitud para hacerse entender en francés, un idioma que, como sospechaba, su interlocutor no hablaba demasiado bien, dijo:
– Julio Galán.
– Al aparato.
– Hemos llegado a Madrid. Hemos dormido mal, pero estamos preparados.
– ¿Cuántos han venido?
A don Julio le encantaba este melodrama conspiratorio de hablar con frases preparadas de antemano. Y más, siendo en francés, lo que se le antojaba como el colmo del refinamiento.
– Somos tres hermanos.
– Muy bien.
Levantó la vista. Delante de él, Jacinto Horcajo seguía atentamente toda la escena. Tenía un papel en la mano y, cuando oyó que don Julio decía «muy bien», se lo pasó para que lo leyera a Hank Kalverstat.
– Dentro de dos horas, debe ir a la siguiente dirección: Banco Popular Español, calle de Ortega y Gasset, 23. Alquilará una caja de seguridad y depositará en ella su mercancía. Pasado mañana, día 28 de mayo, a las diez de la mañana, deberá usted encontrarse en la puerta de este mismo banco. Nuestro corresponsal en América se les unirá para completar la operación. Podrá usted llevar a dos ayudantes, no más.
– Repítame la dirección…, quiero decir, deletréemela. -Don Julio lo hizo-. ¿Los demás preparativos están dispuestos? -Desde luego.
– Hasta pasado mañana, entonces. -Adiós.
Hank Kalverstat colgó el teléfono pensativamente.
– ¿Todo en orden? -preguntó Christiaan.
– Hmm. Regular. Quieren que depositemos los diamantes en una caja de seguridad de un banco de por aquí. No me fío.
– En realidad, Hank, encuentro que esta gente ha sido bastante clara y honrada. No dan la impresión de querer tendernos una trampa: ni siquiera han querido saber el nombre del hotel en el que nos hemos alojado.
– Bueno, pero prefiero cubrirme las espaldas hasta donde pueda. Sí, ya sé que en algún momento nos vamos a tener que fiar de ellos, pero cuanto más tarde sea, mejor. Un poquito de desconcierto les vendrá bien. De modo que vamos a empezar por desobedecer sus instrucciones de alquilar la caja de seguridad. Pasado mañana llegaremos puntuales a la cita. -Miró a sus dos hermanos-. Pero primero vamos a ir a examinar el sitio muy cuidadosamente, ¿eh?
– Muy bien. Me parece muy bien. Pero, Hank, esta gente es el cártel de Medellín. Son gente seria.
– Ya, ya. Pero, mientras tanto, yo, con mis manías y mis desconfianzas, sigo vivo y libre. ¿Has comprado el plano de Madrid?
– Sí. En el vestíbulo. Aquí lo tengo. -Lo abrió sobre la mesa de la habitación del hotel. Buscando el índice, dijo-: Estamos… Castellana Hilton…, vamos a ver, paseo de la Castellana y… ¡aquí está!
– Bueno -dijo Hank, consultando el papel en el que había tomado nota de las instrucciones de don Julio-, y ahora busca… José Ortega y Gasset. Aquí. El 23 debe de estar en esta manzana, ¿eh?
– Ah, pues qué suerte. Nos hemos venido a un hotel que está bien cerca, ¿verdad?
Nick dio un graznido y se frotó las manos.
– Nick, con todo este dinero que vamos a ganar, te voy a pagar un profesor que te dé clases de reír. Vas a acabar con mis tímpanos -dijo Hank.
– Vamonos -dijo Christiaan-. Si quieres, Hank, cogemos un taxi y yo os sigo en el coche. Así nos vamos aprendiendo las rutas.
– Vamos -dijo Hank.
El taxi los llevó por el lateral de la Castellana, pero, en vez de torcer a la izquierda para subir por Ortega y Gasset, siguió hasta la calle siguiente, cruzó al otro lateral y, desandando el camino, llegó de nuevo a la calle que los Kalverstat habían pedido. Torció a la derecha.
– Dirección prohibida -dijo el taxista, dando gritos para hacerse comprender por los extranjeros-, prohibida, ¿me entiende?
– Ya. Ya -dijo Hank.
– Eso -dijo el taxista-. Aquí es.
– Cratsias -dijo Hank-. ¿Cvánto?
El taxista señaló al contador.
– Quinientas. Fifjundre -gritó.
Hank le dio un billete de mil pesetas y le indicó que se guardara el cambio.
– Cratsias -gritó el taxista-. ¿No te jode estos tíos? Coño, tienen que venir aquí a enseñar lo que es dar una propina. Adiós.
– Me parece que le has dado demasiado -dijo Nick.
– Bueno, por una vez…
El Mercedes, conducido por Christiaan, se detuvo en segunda fila. Hank apoyó un codo en el techo, para poder hablar con el conductor.
– Bueno, ahí está el banco. Y aquí hay un tráfico imposible. Esto es peor que Amsterdam, ¿habéis visto? Nick, fíjate en todo, ¿eh?
Nick tenía tres virtudes fundamentales: mataba siempre sin el menor titubeo, sabía hacer volar un ultraligero y tenía una memoria fotográfica. Horas después de haber observado un lugar, era capaz de dibujar su plano detallado.
Hank y Nick dieron unos pasos hasta el portal de la gran casa en la que está instalada la Organización Nacional de Ciegos, en la esquina con la calle Velázquez. Desde allí se volvieron para examinar cuidadosamente el tramo de la calle y el pequeño banco, que ahora se encontraba en diagonal a ellos en la acera de enfrente. Al lado del banco, en la esquina, a unos cincuenta metros de donde estaban los Kalverstat, había una peluquería de señoras, desde cuyo costado bajaban unas escaleras hacia un bar que estaba en el sótano de la casa. A esa hora de la mañana, el tráfico rodado era ya intensísimo. A cada lado de la calle, los coches estaban aparcados en doble fila y los vehículos que circulaban, automóviles, camiones de reparto, autobuses urbanos, lo hacían con extrema lentitud y dando bocinazos impacientes. Sólo las motocicletas y esa especial e irritante institución madrileña, los ciclomotores de reparto de pequeños paquetes y cartas, se escurrían por entre los viandantes, haciendo mil contorsiones y cabriolas, subiéndose a las aceras, saltando como si fueran estrellas de circo.
Hank dio un largo silbido de consternación.
– No quiero ni pensar en que tengamos un problema aquí -dijo cuando hubieron regresado al Mercedes.
– ¿Con la policía? -preguntó Nick.
– No, no. Con nuestros amigos de Medellín.
– Bueno -dijo Christiaan-, piensa que ellos también tendrían el mismo problema. Los atascos y aglomeraciones rigen para ellos igual que para nosotros, ¿eh? Me parece, más bien, que nos traen aquí con la misma intención de evitarse ellos problemas con nosotros.
– Ya. Sólo que nosotros, Chris, vamos a curarnos en salud. Tú, Nick, estarás desde las nueve más o menos en aquella esquina. -Señalaba el lugar en el que se encontraba la peluquería-. Mañana a las ocho vendremos a ver si el tráfico está mejor que ahora y si se puede aparcar cerca. Si es así, pasado mañana vendrás en coche por la mañana temprano, y no te moverás de ahí hasta que Chris y yo hayamos completado con los de Medellín la operación que se supone que hacemos aquí… Y que yo no sé lo que es. Desde luego, no será el intercambio de diamantes por cocaína, porque ciento ochenta kilos son varias maletas -rió- y ¿os imagináis a todos cargando bultos por aquí como si esto fuera una estación?
– Además -dijo Christiaan-, la nieve va en camión, desde alguna nave. No -añadió con firmeza-, la cocaína no estará aquí.
– Con una salvedad: antes de que yo me embarque con nuestros amigos y les pague, tengo que poder comprobar la calidad de la mercancía.
– Es verdad.
– No. No sé por qué nos han citado aquí. ¿Comprendéis ahora por qué quiero tomar todas las precauciones posibles? Bueno, a lo que voy. Si no se puede aparcar, te traerá Chris y entonces será él quien se quede en el coche y tú el que no se despegue de mí. Por lo demás, ya veremos. Habrá que tocar de oído.
10.30
– ¿Estás solo? -preguntó Paloma-. ¿Puedo hablarte un segundo?
– No en este momento -dijo Montero-. Mi nivel de follón es total.
– ¿Compramos o vendemos?
– Tú, agárrate a esas acciones del Crecom que tienes, que te vas a forrar.
– Ya, seguro. Para diez acciones que tengo, me voy a forrar… Me voy a comprar tu banco, ¿no?
– Eso mismo. Paloma…, te juro que ahora no puedo hablar contigo ni un minuto.
– Si no quiero… Pero quiero que nos veamos hoy. Tenemos que resolver algo.
– Ay. ¿Qué…? Bueno, bueno, no pregunto más. En el apartamento a las…
– No.
– ¿No?
– No.
Javier respiró hondo.
– ¿El bar del Palace te parece suficientemente solemne?
– Sí -dijo Paloma en voz baja.
– ¿A las seis?
– A las seis.
14.00
– Hoy invito yo -dijo Carlos.
El Gera lo miró con cara de sorpresa.
– ¿Qué te ha pasado? ¿Te ha caído una maceta en la cabeza?
– Nada. Lo que yo os diga. Aprovechar, que hoy mi generosidad no conoce límites.
– Andrés -dijo José Luis, con gran seriedad-, ponme un poco de fugrás con unas tostadas.
– José Luis -dijo Andrés-, déjate de coñas. ¿Quieres una caña?
– No, anda, por ser hoy e invitar éste, ponme un cubata de ginebra… A mí, esto me huele a un lío de señoras.
– ¿No decías que no me como una rosca?
– Alguna vez tenía que sonar la flauta. ¿Qué tal el transporte a Francia?
– Como la seda -dijo el Gera-. El tío fue durmiendo casi todo el camino…
– Sí, casi todo el camino… -Carlos soltó una carcajada.
– Hombre, al principio nos quiso convencer de que entregarle a la policía holandesa era una tontería. Estábamos equivocados y él era inocente. Luego, como quería pararse a mear, así de repente, Carlos, que es un cagueta, dijo que seguro que nos sigue toda la banda de mañosos y que como nos lleguemos a parar, nos trucidan. Justo antes de llegar a Bilbao, Kleutermans se hizo pis en los pantalones.
– Venga-dijo Andrés.
– Palabra.
– No le hagáis caso, que está de broma.
– Oye, ¿y qué hay de Jacinto Horcajo? -preguntó José Luis.
Carlos lo miró con detenimiento.
– Y yo qué sé qué hay de Horcajo -dijo-. Ya me gustaría encontrarlo, ya. Mira, estaba en Madrid. Igual se ha ido ya. Ha acabado su negocio y se ha ido ya. Y nosotros sin enterarnos… En el fondo -dijo bebiendo un largo trago de cerveza-, deberían disolver a la policía. La cantidad de cosas que ocurren y nosotros sin enterarnos y sin poder hacer nada. O sea, que si no da la casualidad de que vemos a Horcajo el otro día, ni nos enteramos de que se va a cometer un delito, pero de los gordos. Lo que me mata es saber que está, saber que va a hacer una perrería y no saber ni de qué va, José Luis, a ver si me entiendes.
– Te entiendo muy bien. Mira, a ti qué más te da. Unas veces se acierta y otras no. Oye, y si Horcajo está en Madrid y te cuela una y tú no te enteras, mala pata.
– No, si a mí, que cometa un crimen o que lo deje de cometer, me trae sin cuidado. Será uno más de los ocho mil que se cometen a diario sin que se entere nadie. A mí lo que me revienta, coño, es que tengo una cuenta pendiente con él y que me la quiero cobrar y no puedo. Jopé, Pepillo, hombre, chaval -dijo, viendo entrar al hermano del Gera en el bar-, vente para acá, que te voy a invitar a una caña.
– Coño -dijo José Luis-, si es el fino estilista.
– Eso se decía de los boxeadores, José Luis -dijo el Gera dando una palmada en el hombro de su hermano-. Hola, muchacho. Tómate algo.
– D-dame una caña, Andrés, que nos ha pegado el m-míster una paliza de campeonato.
– Venga, que invita la casa.
– Oye, ¿invita la casa o invito yo?
– Qué más da…
– Espera, déjame un par de duros, Gera, que voy a llamar por teléfono… Oye -dijo, al cabo de un momento, tapándose el auricular con la mano para que no lo oyeran-, te invito a comer.
– Si es Dick Turpin. Hola, tío bueno, ¿qué tal has dormido?
– Poco. Te invito a comer.
– No, gracias. Oiga, yo trabajo, ¿sabe? Además, no te pongas nervioso, que me vas a tener hasta en la sopa.
15.15
– Nada -dijo José Luis-, no tienen ni idea de dónde estás, ni de si estás ya en Madrid, ni de qué has venido a hacer, nada.
– Bueno, eso está bien -contestó Horcajo.
– Ahora, eso sí, te tienen los dos una manía que es sólo comparable a la que te tiene el jefe.
Horcajo se encogió de hombros.
– Gajes del oficio. Bueno, José Luis. Está todo organizado, ¿no? -José Luis asintió-. Pues el jueves empezamos a las ocho, para que nos dé tiempo a hacer toda la ronda de recogida antes de llegar a Ortega y Gasset a las diez.
– ¿Tú has pensado en el carajal de tráfico que hay en Ortega y Gasset a esa hora de la mañana?
– Justo por eso. Las cosas van a tener que hacerse despacio, sin precipitaciones y con un follón de gente alrededor. Una buena receta para que nadie pierda los nervios y haga una tontería.
– ¿El Pitri? ¿Lo tienes controlado?
– Sí, hombre. Cuando me fui de su casa anteanoche, te aseguro que no le dejé una dirección para que me hiciera seguir la correspondencia, ¿sabes? No, hombre. No tiene ni idea de dónde estoy, no sabe a lo que he venido y me tiene más miedo que a un nublado. El mejor sistema que conozco para impedirle hacer idioteces. Tú tranquilo. Mientras yo lo esté, tú tranquilo, ¿vale?
17.00
Cuando entró en la habitación 516 del hotel Palace, Javier Montero no reconoció a ninguna de las dos personas que allí lo esperaban. El que le había abierto la puerta era un hombre grande, de cara redonda y algo grasienta en la que resaltaban unos ojos achinados y la boca, de labios extraordinariamente gruesos. Iba vestido con una chaqueta gris clara, los bordes de cuyas solapas estaban pespunteados de blanco y cuyos bolsillos exteriores eran de tapa y se cerraban con botón.
El otro hombre, que estaba apoyado contra la pared junto a la ventana, era de estatura media y muy moreno. Una barba negra y crecida, aunque no desordenada, le cubría la cara casi desde media mejilla. Tenía la piel picada de viruela y los ojos muy oscuros.
– Buenas tardes -le dijo el que había abierto-. Usted es Javier Montero, no hase falta que lo jure, porque su cara es muy conosida. Yo soy Lambert hijo. En realidad, me llamo Oswaldo Borrero. Pase por favor y siéntese donde apetezca. ¿Un drink?
Señaló un carrito sobre el que había media docena de vasos, una hilera de pequeñas bandejas con aperitivos, un cubo de hielo y varias botellas de los más variados licores y bebidas.
Montero miró con curiosidad al otro hombre, que seguía inmóvil y sin pronunciar palabra.
– Nada, gracias…, bueno, si acaso una coca-cola… con hielo, sí.
Se sentó en una de las butacas tapizadas de chinz de flores, al lado de una mesa redonda. La mesa estaba cubierta por un grueso cristal. No había un solo papel a la vista.
Borrero puso un vaso lleno de hielo y coca-cola sobre la mesa, cerca de Montero, y luego se sentó en la otra butaca.
– Bueno, señor Montero, le voy a introducir a mi colega. Don Jasinto Horcajo representa los intereses -Jacinto lo saludó con una inclinación de cabeza- de nuestros capitalistas principales en Colombia. Él deberá aprobar la operación que usted nos proponga aquí esta tarde y será quien determine las modalidades que deberá adoptar la misma.
Borrero hablaba con parsimonia, gran precisión y extremada cursilería.
– Muy bien -dijo Javier-. Como le anticipé por teléfono, necesito una cierta cantidad de dinero…
– ¿Cuánto? -preguntó Horcajo.
– Mil quinientos millones de dólares -ninguno de sus dos interlocutores movió un músculo-, que, al cambio de hoy, son doscientos veinticinco mil millones de pesetas.
– ¿Nos puede usted detallar la operación? -dijo Jacinto.
Javier cruzó las piernas. Después, alargó la mano, cogió el vaso y bebió un sorbo de coca-cola. De un bolsillo interior de la chaqueta sacó una pequeña calculadora electrónica. Se sentía perfectamente tranquilo.
– Naturalmente. Ustedes saben, claro está, que presido el Crecom. Dentro de cinco semanas se celebrará en Madrid la junta general de accionistas, la primera desde que, habiendo adquirido el uno coma veinticinco por ciento del capital, fui nombrado para el cargo con la ayuda de mi socio, Andrés Martínez-Malo. Martínez-Malo adquirió un cuarto de un uno por ciento en la misma operación. Nuestras acciones, sumadas al dos por ciento de nuestros aliados en el consejo, nos daban el control del banco, por encima de las familias tradicionales, que, a lo largo de los pasados años, han ido vendiendo papel hasta controlar solamente el cero setenta y cinco por ciento. -Miró a Borrero y a Horcajo. Ambos asintieron-. Bien, ayer acabé de comprobar que, desde el banco Goldblum & Pierce, se había completado una compra masiva de acciones del Crecom, dos millones de acciones, con una inversión de mil millones de dólares…, lo que da a los compradores el diez por ciento del capital del banco.
– ¿No pudo usted hacer frente al asalto desde el principio?
– No… No, porque ni teníamos esa clase de dinero ni pensamos que la compra llegaría a adquirir las proporciones que acabó teniendo.
Bebió un poco más.
– ¿Otra coca-cola? -preguntó Borrero.
– Gracias…, quiero decir, gracias sí… La casualidad, cuya coincidencia no se les ocultará a ustedes, quiso que ayer por la tarde, mi primo Basilio Montero, que es el cabecilla de las viejas familias, me llamará exigiendo una reunión conmigo. Lo recibo esta tarde.
– Un momento. ¿Sabemos quién está detrás de los mil millones de dólares?
– Todavía no. Pero me enteraré… Imagino que los árabes del emirato de Qatar, que son los dueños de Goldblum & Pierce, pero no estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es de que Basilio es su testaferro y que, durante nuestra reunión, me va a exigir que yo le ceda la presidencia. Bueno, pues, con la ayuda de ustedes, no tengo intención alguna de hacerlo.
– ¿Qué piensa hacer?
– Amenazarlo con una OPA, una oferta de compra hostil.
– ¿A cuánto?
– Verá usted. Basilio dispone de dos millones de acciones que ha comprado a 75.000 pesetas. Ésta ha sido, con altibajos, la cotización de las dos semanas pasadas. Me propongo hacer una oferta de compra a 76.000 pesetas… Esto quiere decir -añadió, empezando a manejar la pequeña calculadora- que de los doscientos veinticinco mil millones de pesetas que ustedes me den, hay que deducir el 0,6 por ciento de corretaje de los agentes de cambio y bolsa… exactamente mil trescientos cincuenta millones. Quedarán doscientos veintitrés mil seiscientos cincuenta millones de pesetas que nos permitirán comprar… -hizo los cálculos y levantó la mirada- dos millones novecientas cuarenta y dos mil setecientas sesenta y tres acciones, que representan un… 14,71 por ciento del nominal. Es decir, el control absoluto del banco. -Cruzó las piernas para ocultar su erección.
– Y si nosotros le damos el dinero, ¿cómo va usted a obviar las dificultades que le oponga el gobernador del Banco de España a una inversión que viene del extranjero? -preguntó Oswaldo.
– Yéndole a ver y explicándole que me quedo de presidente. Aceptará.
– ¿Está usted seguro?
– Absolutamente. ¿Una inyección de mil quinientos millones de dólares? ¿Están de broma? Aceptará seguro… Es más. Fíjense si estoy seguro de lo que les digo, que estoy dispuesto a ir a verlo antes de que ustedes me entreguen materialmente el dinero. Le propondré la operación y, si la rechaza, ustedes podrán retener su dinero.
Borrero miró a Horcajo. Guardaron silencio durante casi medio minuto.
– Muy bien -dijo finalmente Horcajo-. Comprometemos nuestro dinero. -Javier Montero respiró profundamente y tuvo que hacer un esfuerzo considerable para reprimir una sonrisa-. Nuestros representados exigen, claro está, un contrato escrito. Nuestras condiciones son muy sencillas. Aunque las acciones que usted compre sean puestas a su nombre, usted estará actuando por cuenta de Oswaldo Borrero, aquí presente, que será el dueño.
– De acuerdo. En ese mismo contrato quedará estipulado, supongo, que yo seguiré siendo presidente de Crecom.
Horcajo sonrió.
– Por supuesto. ¿Sabe alguien más que nos estamos reuniendo?
– No.
– ¿Cuándo quiere el dinero?
– Lo necesito el sábado.
– Muy bien. ¿Qué le parece si nos vemos el próximo viernes a las tres de la tarde en el hotel Ritz de París? Tendremos el contrato preparado y usted nos podrá traer la aquiescencia del gobernador del Banco de España. Al día siguiente quedarán ingresados los fondos a su nombre en la sucursal del Crecom en Miami.
– Perfecto. De acuerdo. Me parece una solución perfecta.
– Javier se quedó callado. Sus interlocutores lo miraron en silencio, esperando-. Tengo una pregunta más -dijo por fin.
– Adelante -dijo Horcajo.
– Ese dinero que ustedes me van a depositar en Miami será investigado sin duda alguna por la autoridades monetarias americanas y españolas. No puede ser un dinero que sea blanqueado por primera vez al serme ingresado en cuenta.
Horcajo rió.
– Naturalmente que no. Naturalmente que no. No, no. Ese dinero sufre algunas operaciones intermedias antes de ser canalizado, ya limpio.
– Explíquese.
– Muy fácil. Suponga que es usted dueño de un banco de Chicago. Usted, mi buen amigo y socio. Entonces, yo le pido a usted un préstamo de cincuenta millones de dólares para comprarme un edificio de oficinas al borde del lago. Usted me lo da. Yo compro el edificio. Al cabo de unos meses, le devuelvo a usted los cincuenta millones con dinero que me saco del bolsillo. Ya tengo blanqueados cincuenta. Inmediatamente a continuación, vendo el edificio a un primo mío por cien millones de dólares. Él ha obtenido un préstamo de usted por esos cien millones (que son, en realidad, los cincuenta míos de antes y otros cincuenta de otra operación similar anterior). Sólo que, en esta ocasión, él no devuelve la hipoteca y usted le embarga el edificio. El banco ha recuperado los créditos y, encima, tiene un edificio de oficinas en el frente del lago en Chicago. Dígame, ¿quién se acuerda de los coca-dólares? -rió-. No se preocupe. En París le detallaremos al céntimo el origen de las cantidades que le entreguemos.
17.45
En realidad, Carlos se había puesto a seguir a Paloma casi sin querer. Cuando pretendió hacerle señas desde el otro lado de la calle General Diez Porlier, en cuyo número 26 ella y sus hermanas tenían el taller de costura, Paloma ya se había subido a un taxi y éste había arrancado.
– Siga ese taxi -dijo, subiéndose a otro que se había parado en la esquina. Luego le dio risa-. Venga, que parece que estamos en una película de Humphrey Bogart.
En el interior del vehículo olía poderosamente a tabaco farias. El taxista tenía en la boca un puro maloliente casi enteramente consumido. Sin embargo, llevaba su ventanilla solamente a medio abrir. Carlos bajó la suya.
– Coño -dijo el taxista, mirándolo por el espejo del retrovisor-, pues se iban a divertir con el tráfico como está hoy. ¡Hay que joderse! ¿Ha visto usted cómo, en los teleflís, siempre dan la vuelta en redondo en la avenida principal y aquí no viene nadie?, ¡hale!
– Ya -dijo Carlos-, y además encuentran aparcamiento a la primera.
– Les iba yo a hacer rodar un episodio en Madrid para que se fueran enterando de lo que vale un peine. Y es que, además, no hay disciplina, señor. Esto es un cachondeo. Tanta derecha y tanto PP y tanta libertad, ¿para qué? Para que no funcione nada. -Esquivó a una anciana que pretendía cambiar de acera, impidió que saliera de la calle transversal otro coche que bloqueaba todo el tráfico que subía por ella-. ¿Adonde vas, hombre? -Y dio un bocinazo impaciente a una chica a la que se había calado el motor del propio automóvil-, si no sabes conducir, quédate en casa, anda. ¿Vio usted el debú del Pepillo ese con el Madrid el domingo? Bueno, bueno, ese chaval. Va a ser mejor que el Buitre.
– Juega como Dios -dijo Carlos lacónicamente.
– ¿Como Dios? Mejor que Dios, oiga, porque Dios, con tanta ropa y tal, no puede regatear en corto como hace el chaval este. Vaya golazo le metió a Molina…, de los que recuerda uno siempre. Como el cuarto toro de la reaparición de Antonio Ordóñez en la feria de San Isidro del 65. Vaya toro, oiga, que después de un pase de pecho, plegó el tío la muleta, se dio la vuelta… y le estaba haciendo la faena en el 5, y la plaza se cuajó de pañuelos. -Se habían detenido en un semáforo. El taxista se había vuelto para enseñar a Carlos cómo había plegado la muleta Antonio Ordóñez. Vio que Carlos miraba hacia adelante-. No se preocupe, hombre, que no vamos a perder de vista a su chavala. Ahí delante van. -Arrancaron-. Es lo que yo digo siempre, oiga. La gente siempre dice, que lo he oído yo en la radio y en la tele, que se acuerda de dónde estaba y de lo que estaba haciendo el día que mataron al Kennedy ese en Dallas…, pues eso es de otra generación que no es la mía, sino la siguiente. Porque nosotros, de lo que nos acordamos es de lo que estábamos haciendo el día en que el toro de Miura mató a Manolete… 29 de agosto del 47, sí, señor. Me acuerdo como si fuera ahora, porque yo me estaba tirando a una modistilla al sol, sobre una piedra en un descampado en Alpedrete. Ya lo creo que me acuerdo. -Rió con estrépito y le cayó ceniza sobre la camisa. Se la sacudió con la mano, entre gargarismo y gargarismo bronquial-. Luego lo oí por la radio, que habían matado a Manolete… y pensé, hombre echaste tú el último polvo antes que yo. Te lo brindo, hombre… Aquí estamos. Hotel Palace. ¿Para qué coño le pondrán palace si se dice palas? Son 775.
Carlos pagó y se bajó del taxi.
– Adiós -dijo.
Entró en el vestíbulo del hotel. Carlos frunció el ceño. No conseguía ver a Paloma, que se había bajado antes que él de su taxi y había desaparecido en el interior del edificio. Se dirigió hacia la escalinata que hay al fondo del vestíbulo y subió los ocho o diez peldaños. Miró a lo lejos hacia la gran rotonda brillantemente iluminada en la que está el bar. A su derecha, un empleado del hotel, solemnemente vestido de librea azul, rearreglaba con parsimonia los cojines de los sofás.
Divisó a Paloma, a lo lejos. Estaba de pie, quieta en la entrada de la rotonda, buscando a alguien con la mirada. Carlos tuvo un instante de remordimiento: por un momento pensó que no tenía derecho a inmiscuirse en lo que estaba haciendo Paloma y supo que, como ella llegara a enterarse de que, recomido por la curiosidad y un rebrote de celos, la había seguido sin decirle nada, con toda probabilidad lo dejaría sin más. O se reiría de él.
Titubeó y, después, sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta y se quedó helado.
A diez metros de él, Jacinto Horcajo acababa de salir del ascensor y se dirigía rápidamente hacia la salida.
En la escalinata de la calle, se detuvo.
– ¿Taxi, señor? -le preguntó el portero.
– Gracias.
– Dame la oportunidad de pegarte un tiro, por favor -le dijo Carlos al oído.
Como inicio de diálogo le pareció horriblemente melodramático, pero bastante eficaz. Se sentía tenso como un arco y notaba que le temblaban los pectorales.
Horcajo se sobresaltó. Luego hizo un positivo esfuerzo de relajación. Exhaló lentamente. Por fin, se volvió hacia Carlos y le sonrió.
– Qué forma de expresarse, coño, Carlos -dijo-. ¿Vamos en taxi o qué hacemos?
– En taxi. -Carlos bajó la voz-. ¿Llevas arma?
– No. Soy idiota.
– Sube. -Carlos miró brevemente al portero que mantenía la portezuela del taxi abierta y le dio una moneda de veinte duros.
– Gracias, señor -dijo el portero sin excesivo entusiasmo.
En las películas son frecuentes las escenas en las que una persona, encañonada e introducida por la fuerza en un vehículo, se revuelve y propina una patada definitiva a su adversario, por lo general en la zona de los testículos. Estas cosas no ocurren en la realidad. En la realidad, el secuestrado, sobre todo si es un experto, se está muy quieto, no se le vaya a disparar al secuestrador la pistola, que la pistola es un instrumento muy volátil de convencimiento. Y Jacinto Horcajo, que era hombre pragmático, nunca arriesgaba más de lo necesario.
El taxista miró a Carlos por el retrovisor.
– Almirante 22.
Horcajo respiró: no estaba siendo llevado a una comisaría sino al piso de Carlos. Iban a negociar.
– También es mala casualidad que me veas dos veces en… en menos de una semana, ¿eh?
– Cosas de la vida, Jacinto.
El taxista, sintiendo que la tensión del asiento trasero le pegaba en el cogote como un manotazo, los miró por el retrovisor.
Todos guardaron silencio.
– Jacinto -dijo Carlos cuando entraron en su piso-, no quiero dejar de verte la cara ni un instante. Y lo mismo te digo con las manos. Tú estáte ahí, sentado, con las manos en las rodillas, y mírame siempre.
Le señaló un pequeño sofá que había en una esquina del salón-comedor. Horcajo se sentó en él y permaneció callado y absolutamente inmóvil. Carlos se sentó frente a él al lado del teléfono. Sosteniendo la pistola en la mano derecha, con la izquierda descolgó el auricular, se lo puso encima de las rodillas y marcó el número de la brigada.
– Pásame con el Gera -dijo cuando le contestaron.
– Qué hay.
– Gera, deja lo que estés haciendo y vente a mi casa. Ahora mismo.
19.00
Javier Montero miró a Andrés Martínez-Malo y sonrió.
– Me parece que les vamos a ganar la partida, Andrés.
– Mucho cuentas tú sobre el poder de echarte un farol y sobre lo cobarde que es Basilio, Javier. Esta vez viene con una pila de millones detrás.
Con las manos en los bolsillos fue andando despacio hasta el ventanal del despacho de Montero. En el atardecer de la primavera tardía el ambiente estaba claro y limpio y, desde el vigesimoquinto piso del rascacielos, la Castellana, iluminada en el sol poniente como con un filtro amarillo, se veía diáfana, casi vacía de coches, brillantemente cercana en una atmósfera en la que las frecuentes lluvias de este mes de mayo tenían a Madrid despejado de polución y humos.
Sonó el timbre del intercomunicador.
– Sí, Marta -dijo Javier sin moverse.
– Está aquí don Basilio, don Javier.
– Que pase. -Interrumpió la comunicación y, volviéndose hacia Andrés, dijo-: Muy fuerte se siente. Viene solo.
La puerta del despacho se abrió y Basilio, pequeño, elegantemente vestido de azul, con gafas de concha nuevas y el pelo, cada vez más escaso, cuidadosa y pulcramente peinado hacia atrás, hizo su entrada. Se veía que la había ensayado y, sin embargo, le salió mal: entró demasiado deprisa y tuvo que detenerse en medio del despacho para buscar a Javier con la mirada. Titubeó y, por fin, cambiando nerviosamente de dirección, se acercó a la mesa detrás de la cual Javier esperaba sin levantarse.
– Hola, Basilio -dijo.
– Javier -saludó con sequedad-. Andrés. Imaginaba que estarías aquí.
Antes de que pudiera sentarse, Javier le dijo:
– Siéntate, hombre. -Basilio no se sentó.
– Lo que me trae es breve y puede ser dicho en unas cuantas palabras.
– Pues venga. -Y nuevamente antes de que pudiera hablar, le dijo-: ¿No quieres beber algo? ¿Un café? ¿Una coca-cola, tal vez?
Basilio tardó unos segundos en contestar.
– No -dijo por fin-, no quiero nada. -Siguió sin sentarse en la silla que le ofrecían; cruzó las manos sobre la mesa del despacho. Eran manos pequeñas y bien cuidadas, no débiles, pero sí frágiles, de dedos cortos y uñas redondas-. Dentro de cinco semanas se celebra la junta general de accionistas del Crecom. -Miró a Javier, esperando un comentario. Como no decía nada, continuó-: Quiero más consejeros.
Hubo un silencio.
– ¿Quieres más consejeros? -preguntó Montero.
– Sí.
– ¿Con qué apoyo?
– Pues… con más capital.
– ¿Cuánto es eso?
– Ya te lo diré cuando sea necesario.
Montero se inclinó hacia adelante y también cruzó las manos sobre la mesa. Eran grandes y fuertes, de dedos largos y nudosos. Las cruzaban venas azules muy hinchadas; las manos de un ave de presa.
– Vamos a ver -dijo Montero-. Tienes cinco consejeros… ¿Tienes suficiente capital? Sé bien que tu representación ahora es pequeña. Estoy de acuerdo… Muy bien. Te voy a dar tres consejeros más.
Repentinamente, Basilio se echó hacia atrás y rió nerviosamente.
– ¿Ocho? ¿Estás de broma? Quiero trece.
– ¿La mayoría? El que está de broma eres tú, muchacho…
– ¡Dispongo del cuatro por ciento del capital y eso me da derecho a la mayoría de los puestos en el consejo! -interrumpió Basilio con vehemencia-. Lo tengo, ya lo creo que lo tengo.
– Lo vas a tener que demostrar, Basilio. Cuatro por ciento es mucho por ciento en este banco.
– Y en cualquiera -dijo Andrés.
– Demostraré que lo tengo. Lo verás cuando empiecen a llegar las delegaciones de voto.
– Tú demuestra eso y yo te meto una OPA que te acuerdas -dijo Javier, que se estaba divirtiendo como pocas veces.
Notó que, a su espalda, Andrés se ponía rígido. Basilio había palidecido.
– No puedes -dijo.
– ¿Que no puedo?
– No tienes el dinero para hacer una OPA.
– Me lo vas a decir pasado mañana cuando lo haga.
La sombra de una duda se asomó a la cara de Basilio. Frunció el ceño. Luego, recordando el diez por ciento del Crédit et Banque du Cantón, se relajó. Siempre había sido mal jugador de póquer.
– No puedes con mi capital.
– ¿Ah sí? Voy a hacer una oferta de compra del cinco por ciento a un precio que te vas a hacer pipí en los pantalones.
Basilio se incorporó con brusquedad.
– Hazla, hazla. Ya veremos. Te lo advierto ahora, Javier. Ya veremos lo que te pasa cuando hayan entrado las proxies. ¡Aj!, bah -concluyó con disgusto.
Se dio la vuelta, se dirigió hacia la puerta, la abrió y salió del despacho sin cerrarla.
– Me parece que tenemos un pequeño desacuerdo -dijo Javier con suavidad. Se inclinó en su asiento y agarró el borde de la mesa con ambas manos-. Un pequeño desacuerdo, sí, señor.
Andrés se había apartado de la ventana. Fue a la puerta y la cerró. Luego se volvió hacia Montero.
– ¿Te has vuelto loco? No has podido con él, ¿eh?
– Sí, hombre, sí. ¿Has visto cómo se ha puesto de histérico?
– Pero qué histérico ni qué niño muerto. El tío ni ha tenido que sacar su diez por ciento. Con decir que tenía un cuatro te ha derrotado. Ya puedes hacer las maletas, majo… ¿OPA? Pero ¿de qué hablas? Para dar una OPA tienes que ofrecer por lo menos setenta y seis mil por acción. Y, con el dinero que tienes en este momento, compras más o menos diez.
– Estás equivocado, Andrés. Siéntate, hombre, que me canso sólo de verte. Tú…, vamos a ver, tú crees que el mundo es tan impoluto como el Kempis…
Martínez-Malo se puso muy serio.
– Eso me enseñó tu padre.
– Pues mira a Basilio, que me está diciendo que tiene el cuatro por ciento y, cuando pueda, me enseñará el diez y luego, en la junta, me querrá destronar y ponerse él de presidente. ¿Eso no es mentir? No sé cómo lo llamarás tú, pero me parece que, en el mundo de la banca, este tema del Kempis sale algo mal parado. Y, además, yo no lo hago por mí. -Miró a Andrés y, corrigiéndose, dijo-:… Bueno, no sólo por mí. Como a Basilio le dejen ser presidente, el banco dura lo que un pastel a la puerta de un colegio. ¿Estamos de acuerdo? Bueno, pues desde que mi padre nos hablaba del Kempis ha corrido mucha agua debajo de los puentes. -Lo miró con aire especulativo, haciendo un mohín con la boca-. Venga, Andrés, que te voy a contar una historia, anda. Te vas a divertir.
– No estoy seguro -dijo Andrés.
19.15
– Aquí Lambert hijo -dijo Oswaldo Borrero desde la habitación 516 del hotel Palace.
– Adelante -le contestaron desde París.
– La operación ha sido un éxito. Mi colega la ha aprobado. Firmamos el viernes allí en las condisiones previstas y por la cantidad que pensábamos.
– ¿Conocen algo de la procedencia del repentino aumento de capital que ha tenido el primo Basilio?
– No. Lo achacan a Qatar. Pero no hay que desdeñar a la parte contraria. No me párese ningún subnormal y lo veo bastante capas de realisar con éxito una investigación que lo condusca a la verdad, ¿sí?, por poco que tenga alguna sospecha… llegará hasta nosotros, ¿sí?
– Bien. A la hora de la verdad, aunque lo descubra, no tendrá mucha importancia. Tú te vienes ya mañana, ¿no?
– Sí, en el primer vuelo.
– ¿Y la operación subsidiaria que lleva tu colega con Holanda?
– Eso va bien, tranquilamente. Concluyen pasado mañana.
– Recuérdale que nada puede estropear el contrato que firmáis aquí el viernes. Si ve que se estropea la operación holandesa, que recuerde que es muy secundaria; que lo suelte y se venga para acá, ¿eh?
– Se lo diré. A él le divierte, porque, aunque sea cosa de poca monta, le da gusto poder reírse de sus antiguos compañeros de trabajo. Pero le recordaré las prioridades.
– Muy bien. Hasta mañana.
19.30
Impasible, casi indiferente, Jacinto Horcajo seguía sentado en el sofá del salón-comedor del piso de Carlos. Tenía un pequeño corte justo debajo del ojo izquierdo y de vez en cuando se llevaba el pañuelo a él. Le escocía y, al apretarlo con la tela, salía un poco de líquido. Pero había dejado de sangrar.
Cuando sin dejar de apuntar a Jacinto, Carlos había abierto la puerta, el Gera se había quedado mudo de asombro. Durante unos segundos no había comprendido lo que pasaba.
– ¿Qué…? -había dicho.
Y después, siguiendo con la mirada la trayectoria de la pistola, había visto a Horcajo sentado frente a la puerta abierta que daba al vestíbulo.
Se había abalanzado sobre él de dos zancadas y, agarrándole por las solapas con la mano izquierda, le había propinado una fuerte bofetada. Jacinto ni siquiera había levantado los brazos para protegerse. Apenas un gesto reflejo, como queriendo apartar la cara. Nada más. Aguantó estoicamente el golpe.
Por un momento, Carlos pensó que el Gera mataría a Jacinto allí mismo, sencillamente a tortas. Cuando vio que retenía el segundo golpe, dijo:
– Jolín, Gera, tus castañas suenan como un trueno.
El Gera respiró profundamente y se apartó. Dio la espalda a los otros dos y, durante uno o dos minutos, permaneció inmóvil, vuelto hacia la pared. En todo ese tiempo, nadie dijo nada. Por fin, el Gera giró lentamente en redondo y se apoyó contra el muro.
– ¿Puedo sacar el pañuelo? -preguntó Horcajo-. Me escuece un poco el ojo.
– Te sangra -dijo Carlos-. No hagas chorradas, ¿eh?
– ¿Dónde lo has pescado? -preguntó el Gera.
Los tres hablaban con una lentitud forzada, de una densidad hostil. En realidad, a ninguno le apetecía verdaderamente hablar. Los tres hubieran querido no estar allí. Parecía que el contacto mutuo los avergonzaba. Tal vez habían compartido demasiadas cosas, demasiada risa, demasiado compañerismo y, finalmente, demasiado odio.
– Todos estos días buscándole por la Ballesta, Gera. Don Jacinto estaba en el hotel Palace… todos estos días. Por pura casualidad, lo he pillado en el momento en que salía del ascensor.
– Carajo -dijo el Gera.
Horcajo se encogió de hombros.
– Bueno, Jacinto -dijo Carlos-, te van a meter seis mil años por lo que hiciste en Biarritz, seis mil años por tráfico de drogas y por lo menos seis mil años por imbécil. ¿A qué coño se te ocurre a ti volver a España? Tú eres memo.
– Hombre -dijo Horcajo con voz ronca-, te juro que no he venido por el gusto de pasar San Isidro en Madrid.
– ¿Por qué? -preguntó el Gera.
– ¿Por qué he venido? -Se encogió de hombros-. Negocios.
– ¿Por qué? -repitió el Gera, sin cambiar el tono de voz.
Antes de contestar de nuevo, Horcajo dudó. Giró la cabeza hacia la izquierda y miró directamente al Gera.
– Porque no podía quedarme allí por más tiempo, Gera.
– ¿No? Por lo menos podías haber retrasado tu perrería un par de horas y éste se habría ahorrado el tiro en la tripa y yo, el fuego cruzado con media ETA queriéndome cortar los huevos.
– No te das cuenta… No podía volver. Sabían quién era. No habría podido llegar vivo a la estación de Biarritz. Yo creo que ni siquiera podría haber llegado a la frontera.
– Tienes más cuento que Calleja -dijo Carlos lentamente-. Nadie te esperaba en ningún sitio más que nosotros para que nos cubrieras las espaldas. No, no, colega. Lo que te pasó fue que te llegó un alijo de cocaína a Barajas y nos dejaste por otra. Que lo sé yo.
– ¿Para qué iba a mentir, si ahora me tenéis aquí, cocido?
Carlos rió con desagrado.
– Para que te creamos y así te libras de lo que te va a pasar.
– Aquella noche estuve en San Sebastián.
– ¡Mientes!
Carlos se incorporó de un salto. Por un momento pareció que iba a darle en la cara con el cañón de la pistola. Horcajo entrecerró los ojos y ahuecó las mejillas. Gera levantó una mano y Carlos se detuvo.
– Aquella noche -dijo el Gera con voz tranquila-, estuviste en Barajas. Sacaste el alijo de la terminal de carga, se lo entregaste a tus clientes y, sin pensártelo dos veces, te subiste al vuelo de Avianca, rumbo a Bogotá…
– … la caliente tierra del Caribe -dijo Carlos, todavía de pie junto a Jacinto, escupiendo las palabras.
– … Que lo sé yo. Porque luego trincamos a tus clientes…
– Y aquí, mi compañero, metido en una fosa de la vía férrea Madrid-París, aguantando la lluvia de un inolvidable 29 de diciembre, con unos cien mil chicarrones del Norte buscándolo para hacerlo picadillo. No había que preocuparse, claro, porque estábamos tú y yo para salvarle la vida: tú en Madrid y yo tirado en el andén de la estación de Biarritz con dos balas en el estómago.
– Pero no te creas que te tenemos manía, no.
Horcajo volvió a levantar los hombros.
– ¿Qué queréis que os diga? Me tenéis aquí… Nada de lo que diga… Bah, qué más da…
– Sí, Jacinto… Cualquier cosa que digas te será tenida en cuenta, a ver si me explico. Porque después de nosotros, te las vas a tener que ver con el jefe… Y si nosotros estamos cabreados contigo, no te quiero contar él.
– Bueno, pero a él -dijo Jacinto con prudencia- eso le pasa por tonto. ¿O sea, se viene a Colombia como Hércules Poirot a poner patas arriba el mundo del crimen? Hace falta estar grillado… ¿Aquel mundo del crimen? Venga, Gera, allí esos tíos mandan más que el presidente de la República, no te quiero ni contar que un juez de mierda… Pretender llegar a Bogotá, hacer que me detengan y pedir la extradición… es del género idiota. Enfadarse porque los barones de la droga le ponen un kilo de nieve en la maleta… mira, Carlos, es como una broma de despedida, por decirle, venga, tío, no te quedes conmigo, chico… pero es del género macheras cabrearse… Pero, tío, conseguir trincar a Ochoa en España y vengarse dándole una patada en los cataplines, es del género suicida. Porque os juro que Ochoa se la tiene guardada…
Carlos rió con ganas.
– Sí que hace falta ser retrasado mental, sí…
– Y, cuando Ochoa se la guarda a alguien, ese alguien tiene la costumbre de aparecer fiambre en una alcantarilla al poco tiempo… Sólo que el fiambre esta vez fue él.
– … Bueno, porque lo traicionaron.
– No, si hay un ambientillo allá…
– No, hombre, lo traicionaron desde el gobierno…
Hubo un silencio.
– Oye -dijo el Gera después-, tú no habrás venido aquí a cepillarte al jefe, ¿eh?
– No, Gera. No he venido a cepillarme al jefe.
– Entonces, Jacinto, ¿a qué has venido?
Un ruido, que provenía del vestíbulo, los sobresaltó. Alguien estaba metiendo un llavín en la cerradura de la puerta de entrada del piso. Carlos, el Gera y Jacinto se callaron de golpe. Pero, sorprendido y todo, el Gera no dejó de vigilar a Horcajo.
– Paloma -dijo Carlos volviéndose hacia el vestíbulo.
La puerta se abrió y entró Paloma. Iba vestida con vaqueros y una camiseta de algodón. En la mano traía una bolsa de viaje. Entonces vio a Carlos que salía del salón-comedor. Esbozó una sonrisa y, luego, bajó la mirada. Al ver que Carlos llevaba una pistola en la mano derecha, abrió mucho los ojos y detuvo su gesto risueño. Soltó el bolsón de viaje y se llevó una mano a la garganta.
– Carlos -susurró. Se acercó a él y le miró de nuevo a los ojos-. ¿Qué pasa? -Carlos hizo un gesto negativo-. No se puede respirar bien aquí -añadió Paloma en voz baja-. Tienes mala cara.
Le pasó los dedos por la barba. Miró por encima de su hombro y, sentado en el sofá, vio a Horcajo. Tragó saliva.
– Ése es Horcajo -dijo por fin.
– Es Horcajo, sí -dijo Carlos.
– Me da miedo.
Carlos se encogió de hombros.
– Qué quieres -dijo-. Así es.
– ¿Me llamarás a casa?
– No, no -dijo Carlos en voz baja-, duerme aquí. Por favor.
– Me da miedo. Me da miedo, Carlos. Aquí…, aquí huele a… miedo. -Sacudió la cabeza-. No, no. Llámame a casa. -Respiró hondo-. ¿Eh? ¿Quieres? ¿Me llamas luego?
Carlos bajó la cabeza.
– Pondré esto -dijo, señalando el bolsón- en la…, en… nuestro cuarto.
– Vale.
Paloma dio dos o tres pasos hacia atrás, salió al descansillo de la escalera y tiró la puerta hacia sí. Estaba muy pálida.
Pero el cerco de violencia se había roto.
– Entonces, Jacinto, ¿a qué has venido? -repitió el Gera como si no hubiera ocurrido nada.
– Si te dijera que a visitar mi patria chica -dijo Horcajo, un poco, muy poco, más relajado-, no te lo creerías.
– Sobre todo porque ya hemos quedado en que no -dijo Carlos desde la puerta-. Mira, Gera, conocemos a Jacinto como si lo hubiéramos parido. No nos va a contar nada, a menos de que le partamos el alma. Y, si nos cuenta algo, nos va a engañar. De modo que vamos a llamar al jefe y que se lo lleven.
– ¿Así? -dijo el Gera.
– Así.
Horcajo estaba callado. Carlos se sentó una vez más en la butaca al lado del teléfono. Descolgó y marcó el número de la brigada, muy despacio para que Jacinto viera que llamaba de verdad a la policía, a un número que su antiguo compañero tenía que recordar perfectamente.
– Oye, soy De Juan. ¿Está mi jefe…? Llama a ver.
Al cabo de pocos segundos, por el auricular se oyó muy nítidamente la voz del subcomisario, que decía:
– ¿Qué le pasa, De Juan?
– Tenemos a Horcajo… -dijo Carlos.
En ese momento, Horcajo levantó una mano.
– … Quiero decir que me parece que Gera y yo lo hemos localizado, jefe.
– ¿Dónde?
– Cerca del Palace… quiero decir que me parece que debe de estar alojado en el hotel Palace. Veníamos siguiendo una pista que nos ha dado uno de los camellos de la Ballesta, ya sabe, jefe, el Pitri, y nos parece que Horcajo va a hacer una recogida de un paquete en el mismo bar del hotel.
– ¿Está García con usted?
– ¿El Gera? Sí.
– Me consuela bastante. Así nos ahorraremos todos tonterías. Téngame informado.
– Sí, señor. -Colgó-. Dice que le consuela que estés conmigo porque, así, no haremos tonterías.
– Un día de éstos, habrá que tener una conversación sería con el subcomisario -dijo el Gera suspirando-. No hacemos tonterías, no hacemos tonterías. Está bueno ése. No hacemos más que tonterías.
– Desde luego, Carlos -dijo Horcajo-, tienes una inventiva que para mí la quisiera yo ahora.
– Tú, ahórrate la saliva para cuando tengas que contarnos todo eso que nos tienes que contar.
Carlos se puso de pie y estuvo unos segundos mirando, primero a uno y luego al otro, como si quisiera decidirse por algo.
– ¡Bah! -dijo por fin-. Me cago en la mar. ¿Queréis una copa?
– Creí que no lo preguntarías nunca -dijo Horcajo-. ¿Tienes ron?
– No. Ginebra.
– ¿Coca?
– Cola, querrás decir, ¿no? No estoy para bromas macabras.
– Sí, hombre, jopé. ¿Tienes?
– Sí.
– Pues yo quiero un cubata de ginebra.
– Yo también -dijo el Gera.
Carlos preparó las bebidas en la cocina y volvió al salón con los tres vasos sujetos en su base por la mano izquierda, como un camarero.
– Venga. Tomar. Y tú, Jacinto, empieza a contar.
– No quisiera pareceros ingrato -empezó Jacinto-, pero yo os cuento una historia abracadabrante y a mí me dejáis que me vaya.
– No hay trato -dijo el Gera.
– Pues ya podéis ir llamando al subcomisario, que no nos vamos a entender.
– Ya diré yo cuándo llamo o no llamo al jefe. ¿Qué tienes para darnos? -preguntó Carlos.
– Doscientos kilos de cocaína, una banda aquí, otra fuera y un regalo-guinda que no os lo vais a creer.
– Desde luego -dijo Carlos-, tu lealtad para con tus compañeros me apabulla. Eres una roca de fidelidad, Jacinto.
– Mira, majo, en este mundo sólo se sobrevive defendiendo el interés propio. Entre los dieciocho mil años de trena que dices tú que me van a meter o todo el lote de regalos que te ofrezco, yo, particularmente, no lo dudo.
– No hace falta que lo jures -dijo el Gera.
– No, mira. Aquí se aplica el mismo principio con el que operan los etarras. ¿Os acordáis? Si los pillaban y no podían escapar…, la vida ante todo. Se rendían, cantaban lo que había que cantar y a la cárcel, que ya llegará la reinserción…
– Eso, si tenían suerte y no se te rendían a ti.
– Coño, Carlos, si no recuerdo mal, uno de los que se me rindió te tenía puesta una pistola en la nuca cuando se me rindió.
Hubo un silencio incómodo.
– No, hombre -añadió Jacinto sin alterar la expresión-. Lo de la estación de Biarritz fue una mala casualidad y lo siento. Coño, Gera, lo digo de verdad. Mi guerra no iba con vosotros. Pasamos demasiado miedo juntos… Pero entonces se trataba de mi vida. Oye, y no lo dudo… A mí me debes una, Carlos, pero yo no la cobro, porque tú habrías hecho lo mismo.
– Con la única diferencia de que yo lo hubiera hecho como amigo tuyo y tú…
– … Y yo también. Eres un cachondo. O sea que salvarte la vida no vale si, en vez de ser virgen y mártir, soy un traficante. Vaya baremos, chico. Que yo recuerde, no me has tirado tu vida, la vida que yo te salvé, a la cara, ¿eh? Además, tampoco pido tanto: salir corriendo, a cambio de un operativo por el que os acabarán dando la laureada de San Fernando. No sé de qué dudáis…
– Jopé…, y nos entregas a tus cómplices enganchados como longanizas…
– Pero vaya longanizas, amigo. Otrosí digo, como solías tú decir cuando querías demostrarnos que eras abogado, aquí, sálvese quien pueda, ¿no?, que la vida está llena de riesgos. ¿Qué dices, Gera?
El Gera hizo una mueca. Frunció el ceño.
– Cuéntanos algo más.
– Coño, ¿te parece poco doscientos kilos de harina de la mejor?
– No está mal, pero dinos algo más… Danos, por ejemplo, el nombre del representante del cártel de Medellín en España.
– No hay, Gera. El negocio es demasiado sencillo y se hace demasiado dinero con él como para que sea necesaria una organización. ¡Si salen bandas y mafias como churros! Vienen, nos compran, distribuyen, se forran, se hacen ambiciosos y se la pegan. Y cuando se la pegan ellos, ya hay otras tres bandas haciendo cola. Y nosotros, sentaditos en Medellín o en Miami…, que eso es más complicado. Pero ¿Europa? Europa se lo monta sola. Bueno, ¿qué decís?
– ¿Cómo sabremos que no son trescientos kilos ¿que has traído…, porque los has traído tú, no? ¿Cómo lo sabemos?
– No lo sabéis, Carlos. Os vais a tener que fiar, ¿qué quieres que te diga? ¿Cómo sé yo que, si os lo cuento todo, me vais a dejar que me escape?
– No lo sabes, Jacinto.
– Pues, al final, la letra pequeña, Carlos, es que nos vamos a tener que fiar todos de todos. Yo entrego a unos tíos que ni me van ni me vienen a cambio de mi vida. Vosotros pegáis un golpe del carajo a cambio de mi vida… Oye, ahora que lo pienso, aquí, el único que se juega la existencia soy yo. -Hizo una pausa y miró a Carlos y al Gera-. ¿Vale?
– Vale -dijo Carlos, por fin-, pero nosotros ponemos las condiciones en que se hace la operación.
– ¿Eso qué quiere decir?
– Quiere decir, Jacinto, que aquí no estamos jugando un partido de golf con reglas inmutables de caballerosidad, sino que estamos al loro, viendo de qué va en cada momento. Vamos…, que aquí no hay árbitro.
– … Y que me sigo cagando en tu madre -dijo el Gera con gran seriedad.
Horcajo suspiró. Bebió un gran sorbo de su cuba-libre. Luego, con extremo cuidado, como si le fuera a estallar entre las manos, colocó el vaso en el suelo.
– Vine a Madrid con doscientos kilos de cocaína al ochenta por ciento… a hacer un negociete discreto, sin que me viera nadie. Monto la operación y me escondo… Mecachis la mar. Debe de haber aproximadamente una posibilidad entre un millón de que me tope con vosotros… y me encontráis dos veces por casualidad en menos de una semana. Es para pegarse un tiro. Qué le vamos a hacer. Ciento ochenta kilos son para una banda holandesa. Nos pagarán por ellos tres millones doscientos mil dólares, de los cuales dos y medio… en diamantes. -Carlos frunció el ceño y el Gera se enderezó-. El intermediario, que es un español, recibirá los veinte kilos restantes por su trabajo, que incluye organizar el intercambio, garantizar la operación y facilitar el transporte de la nieve hasta Holanda.
– Oye -dijo Carlos-, el intermediario se mete en el bolsillo, sin que le cueste un duro, ¿eh?, de bóbilis, mil y pico millones de pelas, que es lo que cuesta esta mercancía debidamente tratada y puesta en la calle de la Ballesta y en los cenáculos de la alta sociedad madrileña… ¡Carajo!
– Diamantes -dijo el Gera-. Espérate un momento, que tú y yo sabemos seguro de dónde salen estos pedruscos. La lista y las fotos que nos dio el Sopla ayer…
– Los holandeses que se van a llevar la nieve son los que secuestraron al tío ese de Amsterdam…
– No, si te digo yo que dais un golpe de campeonato… y encima me escatimáis la libertad… -dijo Horcajo. Rió.
– Carambas, tío, ésta sí que es gorda.
– Oye, tres millones doscientos mil dólares son…
– Unos… quinientos millones de pelas -dijo Horcajo-, no te molestes en calcularlo, que me lo sé de memoria. Eso, dividido entre ciento ochenta kilos, -recitó de carrerilla- son más o menos dos millones seiscientas mil pesetas por kilo, un precio intermedio entre lo que se paga en Miami y lo que se paga en Madrid. Y luego, puesto en la calle, ¿cómo se calculaba? ¿Por mil, por cinco y por diez? Una provechosa operación para todos.
– Oye, Gera, ¿tú qué tal vas de matemáticas?
– Más o menos igual que tú; pero, por lo menos, llego a darme cuenta de que el holandés no es que haya cobrado dos millones y medio de dólares por su rescate, sino, una vez de regreso a Amsterdam, agárrate, diez o doce mil kilos de pesetas, que es lo que valdrá la droga cuando la comercialice. ¡Vaya negocio, tío!
– Oye, si quieres, también lo calculamos en liras italianas, que da mucho más.
– Jacinto, y toda esta maravilla, ¿cuándo ocurre?
– Pasado mañana.
– ¿Dónde?
– En Madrid.
– No me digas, buhigas, que se me caen las ligas. Quiero decir dónde en Madrid.
– Se supone -interrumpió el Gera- que tú tienes la cocaína, los holandeses han llegado con los diamantes y un poco más de pasta, y todos os juntáis a contar los diamantes y analizar nieve en casa del intermediario español.
– Sí.
– Pero, como no llevas la nieve encima, la vas a tener que recoger en algún sitio.
– Sí. No vais a tener más remedio que seguirme paso a paso. Mira, hombre, no imaginaba yo que iba a llevar guardaespaldas de lujo… Una cosa sí quiero deciros: los holandeses son mala gente y son más ligeros con las armas que Billy el Niño.
– Ya nos cuidaremos -dijo Carlos-. Oye, ¿y el intermediario quién es?
– El regalo-guinda.
– La tarta de la casa. Ya me lo imagino. Pero ¿quién es?
– Es ahora uno de los grandes traficantes de España. Te va a gustar. Don Julio Galán Torrent, alias Gato.
– ¿Y qué? -preguntó el Gera.
– Espera un momento -dijo Carlos-. Julio Galán es el de los muebles de oficina. ¡Claro! Los camiones Gato. Como si lo viera: trasladan muebles y nieve, sí, señor. Pero, Gera, ¿no te suena?
– Debo de ser muy bruto.
– Es el suegro de José Luis Álvarez, el inspector José L…
– ¡Ahí va diez! Me ca… Anda con la mosca muerta. Hijo de puta…, siempre mezquino, ¿eh, Carlos?, siempre ratilla, José Luis. Con la de cosas que te ha debido de contar de nosotros, siempre husmeando el tío, no sé cómo te hemos pillado. Mírale. Hombre, va a ser una de las satisfacciones de esta operación…
– Regular, Gera, porque eso quiere decir que no la vamos a poder montar con efectivos de la brigada, no vaya a haber un soplo, se entere José Luis y adiós Madrid. Nada… Fatal.
– Mira, tiramos a José Luis al Manzanares esta noche.
– No te sirve, porque, así, faltará de casa de su suegro, se olerán la tostada y adiós Madrid…
– Os voy a decir lo que hacemos. -El Gera se echó hacia adelante para explicarles su plan, pero se calló de golpe. Miró a Jacinto-. Me cago en tu padre, Jacinto.
– Ya -dijo Carlos-. Como hace una pila de años.
El Gera sacudió la cabeza.
– ¡Aj! -dijo-. Lo primero que vas a hacer, Jacinto, es llamar a tu gente y decirles que no se preocupen por ti, que estás bien, que estás con una tía, que siempre lo haces antes de una operación, que te calma los nervios,
que crees en los reyes magos, lo que quieras…, pero que no se nos asusten hasta su debido tiempo… ¿Cuándo empieza el lío?
– A las ocho de la mañana de pasado mañana.
– Di que estarás ahí a menos cinco. ¿Tienes algo más que decir a alguien más? -Horcajo hizo un gesto negativo con la cabeza-. No te lo voy a repetir, Jacinto, porque… no te lo voy a repetir, ¿eh? Pero voy a estar detrás de ti, como si fueras mi novio y, como muevas un dedo de donde deba estar, te meto todo el cargador en el cuerpo, ¿vale?
Horcajo se puso pálido.
– Es que no te queremos como antes -dijo Carlos.
– Y tú, llama a Paloma, que debe de estar al borde del infarto.
– Sí, bwana. ¿Has pensado que hagamos esto tú y yo solos?
– Ya lo hablaremos. -El Gera miró nuevamente a Horcajo-. Lo siento, Jacinto, pero te vas a pasar un par de días esposado a un radiador. Bueno, la verdad es que no lo siento nada. Voy a llamar a Carmen para decirle que me quedo aquí un par de días.
– Dile que venga. Sitio hay -dijo Carlos.
– Como le diga que venga y luego viene y ve a Jacinto, le saca los ojos. Mejor, no.
22.15
– ¿Estás bien? -preguntó Paloma por el teléfono. Su voz sonaba bronca y tensa.
– Estoy bien, no te preocupes. Siento lo de antes. De veras… Nos pusimos tan histéricos que ya ni… Tuvo suerte Jacinto de que llegaras cuando llegaste…
Hubo un largo silencio. Tanto, que Carlos dijo:
– ¿Estás ahí?
– Oye, ayatola, me asustaste. No te había visto así…
– Lo siento, de verdad que lo siento. Es cuando me pongo el disfraz…
– No es un disfraz, Carlos, que lo sé yo. Eres así. -Había asombro en la voz de Paloma-. Tan tierno a ratos…, tan brutal a ratos, qué sé yo… Oye, Drácula, como me mires así una sola vez, una sola vez, ¿eh?, en tu vida, te lo digo ahora, pego una carrera tal que no me alcanzas ni en coche.
Carlos suspiró.
– ¿Cómo están las cosas? -dijo Paloma.
– Ya, bien. Bien… Eso, bien. ¿Vas a venir? -Paloma volvió a estar callada durante un rato-. Ésta es tu casa… Bueno, habíamos hablado de eso… Ya, ya lo sé, a ratos y vaya momento de ofrecértelo. Pero no se me han quitado las ganas de ponerte mi cabeza en el regazo.
Por fin, Paloma soltó una carcajada.
– Ya sabía yo dónde me metía… Bueno -rió de nuevo-, así conozco a Horcajo, el que me faltaba del trío. No lo habréis sacudido.
– No.
Y al séptimo día, todos los guerreros descansaron.
5.45
– Tengo la impresión de no haber dormido nada -dijo Paloma-. ¿Qué hora es?
– Cualquier disparate. -Carlos bostezó largamente y, con los ojos apenas entreabiertos para que no le molestara la luz, encendió la lámpara de la mesilla de noche-. Las seis… o algo así… A estas horas, yo no sé cómo se dice la hora esa que pone el despertador… Me da la impresión de que hemos apagado hace media hora.
– Es que hemos apagado hace media hora -dijo Paloma, mordisqueándole la oreja-. Y esto es lo que tú llamas una historia de amor, sexo y lujo.
– Dos de tres, no está mal… Tengo el paladar como una jaula de grillos.
Paloma bostezó, sacó los brazos de debajo de las sábanas y se estiró.
– Aaaaah… Tú sigue teniéndome a este ritmo y pronto será uno de tres, porque también se nos acabará el sexo por agotamiento… Oye, tú… -añadió al cabo de un momento-, nadie te da derecho a hacerme esas cosas cuando hago mis ejercicios matinales… ¿Adonde vas?
– A ducharme… Tengo un par de cosillas que resolver antes de almorzar, ya sabes…
Paloma se puso seria. Se destapó bruscamente, se levantó de un salto y lo siguió al cuarto de baño.
– Oye, tú…
– … Mover un poco de capital aquí y allá. Ya sabes, como los banqueros -dijo Carlos cogiendo la máquina eléctrica de afeitar.
– No tienes gracia… Como enciendas ese aparato, rompo… rompo… algo… Grito.
Carlos empezaba a acostumbrarse a estos bruscos cambios de talante y pensó que, a estas horas de la mañana, era preferible contemporizar.
– Vale, vale.
– Si tú te crees que me trago toda esa demencia que me explicasteis tú y el Gera anoche, vas de cráneo. ¡Y yo aquí como una idiota, con el morbo puesto…! ¿Será posible? La esposa del guerrero. Nada, como está chupado… Esto no tiene problema alguno, no, no. Ningún problema. Os vais a meter en la guarida del lobo, que sois un par de tarados mentales, y os van a coser a tortas. -Lo agarró por los costados y lo forzó a volverse hacia ella-. ¿Tú, o sea, tú has visto los ojos de Horcajo? ¿Los has mirado bien? Ése es como Jomeini…, una fiera. -A Paloma se le escapó un sollozo de angustia y rabia-. ¡Aj! Pero, por Dios, Carlos, ¿no te acuerdas de lo que os hizo en Francia…? Que te pusiste enfermo sólo de contármelo.
– Espera, espera, eh, eh, no te pongas así, anda -dijo Carlos; le puso las manos a ambos lados de la cabeza y, con los pulgares, le acarició las cejas-. Calla, boba. No te pongas así, anda.
– ¿Que no me ponga así? Y pensar que hace una semana iba yo por libre en la vida…, tan tranquila… Que no me ponga así, dice. Anoche lo miraba mientras contabais vuestras batallitas y os reíais… ¿Sabes lo que te digo? Los únicos que os reíais erais el Gera y tú. Jacinto no se reía; él hacía ruidos con la garganta. Pero yo le miraba los ojos, ¿sabes?
Carlos movió la cabeza para hacerla callar, como queriendo decirle que entendía bien su preocupación pero que no tenía importancia.
– Ya, ya lo sé. Qué te crees. ¿Que nos chupamos el dedo? Paloma. Al Gera y a mí no se nos olvida que sigue siendo el tío más malo del mundo y que, a poco que pueda, nos manda al otro barrio… Ésa es la ventaja que le llevamos, porque lo que él no sabe es que su vida pende de un hilo finísimo porque él cree, vamos, que a pesar de nuestros ladridos nos ha engañado…
– No me convence… No me convence nada. ¿O sea que yo me enamoro como una tonta hace un minuto y medio de un tío al que dentro de dos van a poner como un colador? -Sorbió-. Pues vaya bacarrá he hecho…
– Tú tranquila, que no nos va a pasar nada.
– Sí. Eso mismo le dijo Julio César a su nena cuando salía para el senado a charlar con Bruto. ¿Has visto qué culta…? Y encima, me enamoro de este tío que me da una vida de perros y no me deja dormir. -Carlos rió-. ¿Pues sabes lo que te digo? -dijo Paloma-. Voy a ir a hablar con el Gera.
– Espero que no vayas así… Aunque, la verdad, no habrá visto el tío un trasero así en su vida.
Paloma se puso colorada.
– Huy -dijo. Volvió al cuarto y se puso los vaqueros y la camiseta de algodón-. Os voy a hacer café. -Se volvió hacia Carlos y, con gesto desafiante, se subió la cremallera de los vaqueros-. Idiota… Y, además, Carmen lo tiene bien bonito.
– Menos respingón que el tuyo.
7.45
Como cada jueves, la actividad en el polígono industrial de Coslada era ya intensa para tan temprana hora. En la calle de Los Llanos de Jerez circulaban muchos camiones y coches de gente que llegaba al trabajo, pero se veían muy pocos peatones. Sola en la agitación de aquella mañana, la gran nave de Muebles de Oficina Gato permanecía vacía y silenciosa. Desde muchos años antes, los 28 de mayo eran día feriado en la industria Gato: se celebraba así el cumpleaños de don Julio Galán. En esta ocasión, se trataba nada menos que del sesenta y cinco aniversario del industrial toledano, edad más que respetable, al llegar a la cual muchos hombres de empresa, cansados de luchar, escogen el retiro y un bien merecido descanso. A media tarde, don Julio reuniría a sus empleados en el espléndido y habitual ágape que celebraba en un restaurante de San Fernando de Henares. Generalmente, se trataba de un almuerzo; pero, en esta ocasión, se había dado preferencia a la idea de una merendola, único modo que tenía don Julio de atender unos asuntos particulares que le urgía resolver. Buen pájaro estaba hecho.
Contrariamente a lo que hubiera cabido esperar, a las ocho menos cuarto de la mañana, don Julio, acompañado por su yerno, el inspector José Luis Álvarez, por Manolo, el fiel conductor, y por dos jóvenes de no muy recomendable catadura, se encontraba en el interior de la nave. Habían quitado la lona que cubría el camión blindado.
– Venga-dijo don Julio-, cambiaros, que Horcajo debe de estar a punto de llegar y tenéis que salir en seguida. No os va a dar tiempo si no.
Manolo y los otros dos jóvenes se quitaron la ropa que llevaban y se endosaron uniformes de guardas jurados de Transmoney. Los dos guardaespaldas tenían, además del uniforme y la gorra, sendas cartucheras y los correspondientes revólveres del calibre 38.
– Venga, Manolo, a ver cómo arrancas este trasto.
– En seguida va, don Julio. Esto debe de funcionar como un reloj, ya lo verá usted, que para eso le hemos metido mano y le hemos cambiado hasta las entretelas. ¿Ha visto usted cómo reluce, don Julio?
– Está muy requetebién, Manolo.
Para hacer honor a quien lo había arreglado, el motor Perkins arrancó a la primera con una explosión de espeso y maloliente gas gris y un tremendo estrépito, taca-taca-taca-rooon, de diesel.
Don Julio sufrió un ataque de tos.
7.55
El gitanillo, sentado en la esquina fumándose un pitillo, había visto entrar a don Julio y a su gente. Se había puesto de pie para hacer una señal a un hermano suyo que estaba apostado en la avenida de la Cañada, en la entrada del primer puente del ferrocarril.
Unos minutos más tarde, el Gera, al volante de su Suzuki, pasaba por debajo del puente. En el asiento del pasajero iba Horcajo y detrás, por si las moscas, Carlos. Gera conducía despacio pero, en vez de detenerse en la calle de Los Llanos, continuó hasta la esquina siguiente, en la avenida de la Industria. Paró el coche.
– Atento al parche -dijo-, que te veo, Jacinto, ¿eh? La nave de Gato no tiene más salidas que por delante, Carlos. No tiene calles interiores que rodeen el edificio, no tiene cancelas posteriores. Sólo el portalón de delante.
– Ya me parecía a mí que ayer, cuando fuiste a por tu coche, tardaste mucho. Te viniste a echar un vistazo, ¿eh?
– Hay que estar en todo.
– ¿Y cómo se te ocurrió?
– Lo dijiste tú mismo, Carlos: camiones para transportar muebles y nieve. ¿Dónde van a preparar un camión así?
– Coño con el Gera-dijo Horcajo, que no había dejado de frotarse las muñecas desde que le habían quitado las esposas-. Siempre el mismo. -Se bajó del Suzuki y, apoyando las manos sobre el techo, se agachó a la altura de las ventanillas-. Hasta luego, camaradas. Que seáis buenos.
– Acuérdate de Biarritz. Camarada.
– Carlos, tú, por las mañanas, eres de una cordialidad que apabulla. Cuídate.
– Queo -dijo el gitanillo para sí, viendo avanzar a Horcajo.
Antes de moverse, sin embargo, esperó a que Jacinto traspasara el portalón de entrada a la nave. Luego, con total indiferencia, volvió la cabeza y dio un vistazo al coche del Gera, que estaba aparcado a unos cien metros.
– Oye, Carlos, ¿te has fijado? Para ser un día laboral no hay nadie en la nave aquella. Y todos los demás, alrededor, industriosos como abejitas.
– Hombre, Gera, no van a cargar un camión con ciento ochenta kilos de cocaína, rodeados de una plantilla compuesta por honrados padres de familia. Habrán dado asueto. Mira, prefiero, porque si luego hay que entrar a tiros como en el Oeste, mejor que sean menos que más.
– Oye, Carlos.
– Qué.
– ¿Cuándo vamos a llamar a la caballería?
– Luego, Gera, jopé, cuando sepamos de qué va esto, ¿no?
8.00
Acompañado por Bernhardt, que iba a actuar de tirador si era necesario apoyar cualquier acción, Nick Kalverstat aparcó el Mercedes casi en la esquina de la calle Lagasca con la de José Ortega y Gasset, donde estaba la peluquería de señoras.
– Tú quédate en el coche -le dijo a Bernhardt.
Desde donde estaban aparcados, subiendo por Ortega y Gasset, Nick recorrió despacio la manzana hasta la calle siguiente, a su izquierda. Justo antes de llegar a Velázquez, en la puerta de un gran edificio de apartamentos de lujo, había dos policías armados con metralletas. Nick los había visto el día antes desde la acera de enfrente. Habían estado dentro del portal, sólo visibles desde muy cerca o desde la sede de la Organización Nacional de Ciegos. Era evidente que protegían una embajada o una oficina pública o algo así.
Los miraron con indiferencia. Nick ya había decidido que serían los primeros en morir si había dificultades. A las diez menos cinco, cuando ya hubieran llegado Hank y Christiaan, mandaría a Bernhardt a la esquina de Velázquez precisamente con esa misión, que requería un buen tirador porque los guardias civiles llevaban chaleco antibalas.
No había aún excesivo tráfico. Tenía mucho tiempo. Decidió desandar un par de calles para ir a un bar que había visto y tomarse un café.
A Nick le parecía que en Madrid el café era fuerte pero bueno.
8.03
– ¿Vamos? -dijo Horcajo.
– Pues, hale -dijo don Julio-, buena suerte.
– Si hubiera que fiarse de la buena suerte, estos temas no saldrían nunca bien, Galán. Te recomiendo que medites el conocido axioma americano que dice: si algo puede salir mal, saldrá mal.
Sonrió y se subió al camión por la entrada lateral. Dentro ya estaban José Luis y uno de los guardaespaldas. El otro se había instalado delante con Manolo.
– Ya me gustaría ir con vosotros -dijo don Julio.
Horcajo chasqueó la lengua y cerró la puerta. En el interior del camión quedaron casi por completo a oscuras. Horcajo alargó la mano y encendió la luz del techo. Una estrecha mesa de metal separaba los dos bancos. El habitáculo era exiguo, pero suficiente para el máximo de cinco personas que lo acabarían ocupando.
Horcajo miró al guardaespaldas que, sobre las rodillas, llevaba un rifle. Estaba cargándolo con cartuchos de postas. El arma había estado apoyada contra una esquina de la cabina.
– Mejor dejas el rifle en el suelo -le dijo Jacinto-, porque el único sitio en donde, a lo mejor, tienes que usar un arma es aquí dentro y un disparo de postas aquí dentro arma el dos de mayo.
El guardaespaldas lo miró, no dijo nada y, con mucho cuidado, puso el rifle en el suelo.
– ¿Adonde vamos? -dijo Manolo desde la cabina.
– A la estación de Chamartín -dijo Horcajo.
Don Julio accionó la apertura eléctrica de la gran puerta de la nave. Manolo apretó el botón de arranque. Con la acostumbrada parafernalia de gases y estruendo, el motor Perkins se puso en marcha. A los pocos segundos hacía su triunfal aparición en la explanada delantera de la nave.
El gitanillo se puso de pie y tiró el pitillo que estaba fumando. Doscientos metros más allá, su hermano también se incorporó alertando así al Chino, que esperaba junto al segundo puente del ferrocarril. El Chino, su cuñado y dos colegas se subieron al Mercedes diesel.
El camión blindado amarillo giró a la izquierda por la avenida de la Cañada y, seguido a cien metros por el Suzuki Santana del Gera, pasó por debajo de los dos puentes del ferrocarril y tomó por la calle de Rejas. El Mercedes del Chino se sumó con discreción a la caravana que se encaminó así hacia la autopista de Barajas.
8.30
– Es don Basilio al teléfono, señor -dijo la doncella filipina, con la mesura y el despacio que es típico de su habla.
Javier bajó el periódico y dijo:
– ¿Eh? Bueno. -Tomó un sorbo de café y descolgó el auricular-. Basilio -dijo.
– Javier. He pensado que, tal vez, podríamos estudiar un poco más tu idea de plantear una OPA.
Javier sonrió y, con una mano, dobló el periódico y lo tiró al suelo.
Elisa, que leía la correspondencia llegada esa mañana en el correo, levantó la mirada con sorpresa.
– Ay, Basilio, Basilio. ¿Qué quieres hablar más? Ayer me pareciste muy seguro de tu capital. Tan seguro que, como llegara a dejarte hacer, me quitabas el sitio. Y, de ti para mí, no tengo ninguna gana de permitírtelo.
– ¡Pero, hombre, Javier! No seas terco. Ésa no es la cuestión.
– ¿Cuál es la cuestión, entonces?
– Que una OPA tuya…, y no digo que tengas dinero para hacer una OPA en serio, Javier… no lo digo, ¿eh?…, pero una OPA tuya dispararía el precio de las acciones y armaríamos un buen lío. -Titubeó y luego preguntó con cautela-: ¿A cuánto la vas a hacer?
Javier soltó una carcajada.
– Mira el telediario de las tres, Basilio. Hasta el locutor estará sacándose las acciones del Crecom del bolsillo para salir corriendo a vendérmelas.
– ¡No puedes!
– Siempre te dije que no te sentaras a la mesa con los mayores porque ibas a acabar cobrando. Te voy a decir lo que te pasa, Basilio, ahora que no nos oye nadie. A ti te apoyan unos inversores extranjeros, ¿eh?, y con ellos me quieres quitar el control del banco. Pero te aterra pensar que, como yo les meta una OPA, se vengan todos a mi bando y a ti te dejen con tres palmos de narices. ¿Qué te parece?
Al otro lado de la línea hubo un largo silencio.
– Ya nos veremos -dijo Basilio por fin y colgó.
– Un día de éstos -dijo Elisa, con su voz pausada, alzando los ojos cuando su marido dejó de reír-, Basilio va a venir con la espada del abuelo y te va a abrir en canal. De verdad, es que lo tienes maltratado… No me sorprende que te tenga la manía que te tiene.
– Es un blando.
En la habitación de desayuno entró Martita, la hija menor de los Montero.
– Hola, papá, adiós, me voy al cole.
– Venga usted aquí, señorita. -Martita se refugió en brazos de su padre-. ¿Por qué es usted tan fea, eh?
– Yo no soy fea.
– Huy, que no -dijo Javier y le dio un beso en la punta de la nariz-. ¿Dónde está Borja?
– Se ha ido ya. Dice que él es independiente. ¿Qué quiere decir que es independiente?
– Que puede hacer las cosas que quiera, cuando quiera.
Martita rió.
– Pues entonces no es independiente.
– Eso me parece a mí -dijo Elisa, levantándose-. Anda, ven, que te espera Pepe con el coche, anda, y no se debe hacer esperar a los mayores.
– Pero si es el mecánico, mamá.
– Aunque lo sea.
8.34
– Me voy a poner muy malo, Pepeluis, me lo noto, que me viene el mono, Pepeluis, ¿qué hacemos…? O yo me agencio un pico o me muero.
– No te preocupes, Mario, que nos vamos a arreglar… Anda, procura levantarte, que nos vamos a buscar un poco de pasta, tío, chaval.
Los dos muchachos y la chica habían pasado la noche en el parque del Retiro, sin planes muy concretos, haciendo tiempo para que abrieran los bancos. Habían dormido a ratos, fumado a veces, bebido tres o cuatro litronas conseguidas la noche anterior. De vez en cuando, uno se levantaba a orinar, alejándose apenas unos pasos. Metidos en la maleza cercana a la plaza de la Independencia, habían oído los ruidos madrileños de la noche, el tráfico, alguna risotada, frenazos y, en dos ocasiones, accidentes de automóvil. Los tres habían reído al oír cómo estallaban los cristales o sonaba el golpe sordo de las carrocerías chocando. «¡Pum!», habían dicho a coro.
Pili seguía apoyada contra el árbol a cuya vera había pasado las horas de la noche.
– ¿Vas a venir o nos esperas aquí, Pili?
– ¿Eh? No, no, voy con vosotros, que me quiero reír.
Soltó una risotada desgarrada e incongruente.
Iban vestidos casi igual los tres. Pantalones vaqueros negros, camisetas de algodón negro que, ciertamente, habían conocido mejores tiempos y botines, también negros. Sólo Pepeluis tenía además una gabardina. En la gabardina escondía una escopeta de cañones recortados que había sido un arma de caza de su padre.
– Sé de un banco que está chupado de atracar -les dijo Pili-. Tienen poca seguridad… Vamos, no hay guardias dentro… y si gritas mucho se dejan robar todo lo que tengan. Y, además, no hay maderos por ahí…
– ¿Cuál dices?
– Uno que hay en Ortega y Gasset.
– Daos prisa -dijo Mario.
8.37
El camión blindado de Transmoney se detuvo frente a la entrada principal de la estación de Chamartín, en el carril de los taxis, es decir, en la calzada más cercana al vestíbulo.
El guardaespaldas que iba en el asiento delantero se bajó del camión, no sin darse cierta importancia, y se apostó al costado de la portezuela lateral. Ésta se abrió a continuación y se bajó su compañero, seguido de Horcajo.
– ¿Voy? -dijo el Gera.
Había detenido el coche en la calzada paralela.
– No -dijo Carlos-. No van a usar un blindado para traer a Jacinto a coger el tren, ¿eh? -Rieron-. Ha ido a buscar la droga.
Doscientos metros más atrás, el Chino dijo:
– ¿Tú zabe quién é éze? Horcajo, me cago en zu puta madre. E más manguis… Le tengo más gana que a una gachí.
– Ezo -dijo su cuñado.
Con gran tranquilidad, Jacinto entró en el vestíbulo de la estación, se dirigió hacia donde estaban los carritos de equipaje (abundantes a esta hora en la que aún no salían los grandes expresos), separó uno y siguió andando hacia la zona de armarios de la consigna automática. Se detuvo frente a dos de los armarios más grandes. Sacó dos llaves del bolsillo derecho de su chaqueta, las introdujo en las respectivas cerraduras y esperó a que cada uno de los contadores digitales le indicaran la cantidad a pagar. Puso las monedas requeridas y las puertas se abrieron con un chasquido. De cada armario, Horcajo sacó una voluminosa maleta (cuyo contenido pesaba cuarenta y cinco kilos con toda exactitud) y la colocó sobre el carrito.
Empujando sin prisa el carro, regresó al camión y, como si fuera la cosa más normal del mundo, aupó las dos maletas. Con la ayuda de los guardaespaldas las empujó al interior del vehículo de Transmoney. Nadie ajeno a la maniobra y su significado se fijó en lo que estaba ocurriendo. Nadie en absoluto se sorprendió del inusitado espectáculo. «Si hacéis las cosas despacio y con normalidad, ni siquiera nos van a mirar», había dicho Horcajo.
– ¿Tú has visto lo que pesan esas maletas, Carlos? -dijo el Gera.
– Madre del amor hermoso, Gera. Ahí hay nieve para abrir una estación de esquí.
– Oye, Carlos. Como vengan mal dadas, sabes que no podemos contar con Jacinto, ¿verdad?
– Ya. Más bien al contrario… Podemos contar con que se sume activamente a la oposición. Es un chaquetero. No le pienso ni preguntar. Tú no hagas nada. Ya me encargo yo.
Horcajo, empujando el carrito, regresó al interior de la estación y se dirigió de nuevo a la zona de la consigna automática. Abrió un tercer armario y extrajo una maleta más de idénticas proporciones que las anteriores.
– Vamos -dijo por fin.
– ¿Hacia dónde, jefe? -preguntó Manolo.
– Vete a la plaza de Castilla y luego bájate por la Castellana hasta Colón. Te pasas al lateral de Castellana después de los Nuevos Ministerios porque en Colón tienes que torcer a la izquierda y subirte por Jorge Juan.
– Vale.
Cuando después de subir por Jorge Juan torcieron a la izquierda para tomar Velázquez, Horcajo dijo:
– Pégate a la derecha, Manolo, que nos tenemos que parar tres veces en este lado. Cuando yo me baje, seguís para no llamar la atención. Dais la vuelta a la manzana despacio y me recogéis en la esquina siguiente.
Y así se detuvieron en tres ocasiones en otras tantas entidades bancarias. Cada vez, sin embargo, Horcajo se apeó en el semáforo anterior a la manzana en la que estaba la sucursal correspondiente y se volvió a subir al blindado un poco más allá de su entrada para evitar de este modo llamar la atención de los guardias de seguridad que protegían la oficina con su presencia.
En cada uno de los tres bancos, después de firmar su acceso a la zona de las cajas de seguridad, Horcajo bajó a ella y abrió con su propia llave el cajón que tenía alquilado por un año, mientras el empleado bancario lo hacía con la llave maestra y después lo dejaba solo. Entonces Jacinto terminaba de abrir la caja, extraía de ella una bolsa de viaje (las tres veces de quince kilos de peso), cerraba con cuidado y salía del banco con la bolsa al hombro. Unos metros más allá, se montaba en el camión, que arrancaba sin demora.
En cada una de las paradas, aunque sabía que le hubiera sido muy difícil escapar de Carlos y del Gera, se reprochó con amargura no haber previsto una salida extra de emergencia. Por muchas precauciones que se le pongan a una operación, y ésta las tenía a raudales, siempre se pasa por alto alguna última que acaba resultando indispensable.
Tras subirse al camión por tercera vez, Jacinto dijo:
– Espera, Manolo, no arranques todavía. Me voy a bajar ahora y voy a ir andando hasta el siguiente banco, que es el Popular de Ortega y Gasset 23. Ya sabes…, sigues por aquí hasta Ortega y Gasset. Al llegar a la calle tuerces por ella a la izquierda y, antes de llegar a la siguiente bocacalle, lo tienes a la derecha. ¿Vale?
– Vale-dijo Manolo.
– Bueno. Yo tengo toda la operación que montar, ¿eh?, con los holandeses y tal. Son ahora las… diez menos trece. No lleguéis antes de las diez y cinco. Y, oye, ni un segundo más tarde, ¿eh?
Abrió la puerta y se bajó del camión.
– ¡Coño! -dijo Carlos-. Ésta es nueva. Aparca cerca del banco donde puedas salir rápido luego. Yo voy a seguir a Jacinto.
Comprobó de forma mecánica que llevaba la pistola en el cinturón, abrió la portezuela del Suzuki y se apeó.
– Báhate tú der coche que vamo a vé lo que va a pazá aquí -le dijo el Chino a su cuñado.
– Ezo.
9.59
El tráfico por la calle de Ortega y Gasset era ya intenso, aunque bastante fluido y todavía se podía circular con relativa facilidad. Aún no había automóviles aparcados en segunda fila. Sólo ahora empezarían a abrir las tiendas de moda y los joyeros de la calle. La situación, que aún era razonable, sería caótica al cabo de media hora.
Habiendo terminado de dar una vuelta a la manzana para no llamar la atención permaneciendo siempre quieto en un mismo sitio, Bernhardt se acercó a paso lento a la esquina que le había asignado Nick. Si había problemas, los dos policías saldrían mirando hacia el banco, es decir, dándole la espalda, con lo que podría abatirlos con facilidad.
Casi en la esquina siguiente, de tal modo que el banco quedaba entre ambos, Nick, que llevaba un cuarto de hora sentado en un banco de madera, dobló cuidadosamente el periódico español que había simulado leer, lo dejó sobre el asiento y se levantó. Muy despacio, dio unos pasos hacia el bordillo que redondeaba el ángulo de la acera. Al llegar a él, se dio la vuelta y divisó a Bernhardt cincuenta metros más arriba. Todo iba bien.
En ese mismo momento, Hank y Christiaan se disponían a cruzar la calle para acercarse al banco. Hank llevaba una voluminosa cartera en la mano derecha. Los dos hermanos se aproximaron a la oficina bancada y, casi en su puerta, se detuvieron charlando amigablemente.
El Gera aparcó en el paso de cebra de Velázquez y se bajó del coche. Por la acera de enfrente, vio llegar a Jacinto, al que seguía, unos metros más atrás, Carlos. Y, aún más atrás, a una decena de metros, venía un gitano con sombrero de fieltro marrón y traje a rayas. ¡Venía un gitano! Al Gera le dio un vuelco el corazón y supo, sin lugar a dudas, que aquel gitano era de la familia del Chino. Se puso a buscar al Chino con la mirada moviendo los ojos casi con violencia, agresivamente.
Dentro de su Mercedes diesel, el Chino se quitó el sombrero y se agachó un poco.
– Cagoen zu padre… el Hera ya ha visto al Chuchi. No le perdái de vista, que éze es mala gente.
Subiendo por la acera contraria, a corta distancia de los hermanos Kalverstat, Pepeluis, Mario y Pili apretaron el paso. Mario empezaba a temblar.
– Daros prisa, por Dios -dijo con un sollozo. Pili le rodeó el hombro con el brazo para darle calor.
– Tranquilo, Mario, tranquilo, que ya estamos… Anda.
Frente al banco, Jacinto se acercó a Hank Kalverstat y, en francés, le dijo:
– Buenos días. ¿Es usted de Amsterdam?
– Sí, y usted de Bogotá.
– No tenemos mucho tiempo. Si quiere, vamos ahora mismo a nuestras cajas de seguridad y sacamos nuestros respectivos bienes.
– ¿Cómo funcionará esta operación?
– Muy sencillo. Dentro de cinco minutos llegará un camión blindado de transporte de dinero. Es amarillo y lleva un gran letrero en el que pone Transmoney. Lleva ya la mayor parte de la mercancía que le tengo que entregar; sólo falta por recoger lo que está en este banco. En fin, nos subimos al camión, usted con sus dos guardaespaldas…
– Son mis hermanos.
– … Muy bien… Usted con sus hermanos y yo. Mi gente está dentro del camión. Una vez en marcha, hacemos las comprobaciones de rigor, mientras nos conducen a la nave donde está el veinte toneladas que ha de llevar la mercancía a Holanda. En la nave podrán ustedes asegurarse de lo que les parezca necesario, pesar la mercancía y ultimar los detalles. Después quedamos todos libres de hacer lo que queramos. ¿Satisfactorio?
– Eminentemente satisfactorio.
Jacinto no pudo resistirlo.
– Somos muy serios en Medellín -dijo.
– Ya lo veo -dijo Hank-. Tengo un pequeño problema sin importancia. No he abierto caja de seguridad. -Jacinto lo miró con brusca sorpresa-. No se alarme. Eran precauciones normales. Pero tengo mi mercancía conmigo. Si le parece bien, lo espero aquí fuera.
– No era eso lo acordado -dijo Jacinto secamente-. Pero, en fin, no tiene importancia. De todos modos, espéreme aquí y no se suba al camión cuando éste llegue… No le dejarían.
Dándose la vuelta, se acercó al banco, empujó la puerta, una puerta muy sencilla de madera y cristal corriente seguida de dos escalones y otra segunda, muy similar a la primera, y se dispuso a entrar. En ese momento, Pepeluis lo empujó violentamente, forzándolo a entrar a trompicones en el banco. Detrás de ellos lo hicieron Pili y Mario.
– ¡Qué…! -exclamó Jacinto, rehaciéndose y dándose la vuelta para ver lo que ocurría.
– Quieto, abuelo -dijo Pili.
En una mano llevaba una navaja. Con la otra corrió el pestillo de la puerta. Las pocas personas que había en la sucursal se apartaron hacia la derecha.
Pepeluis había sacado la escopeta y apuntaba hacia el interior del banco, moviendo el arma en semicírculo, mientras Mario, histérico ya, gritaba:
– ¡Venga! ¡Dinero, dinero…, todo el dinero! ¡Al que se mueva lo jodo vivo! Tú… -gritó al cajero-, venga, saca la pasta. ¡Venga, venga, venga!
Le dolían el cuello y el estómago. Con un ruido gutural, se llevó el brazo izquierdo a la cintura y se dobló en dos, pero se enderezó en seguida.
– ¿Estás bien? -le gritó Pepeluis.
Mario se apoyó un momento contra una de las columnas de la zona de público.
– Sí, sí, estoy bien… -Se dirigió nuevamente al cajero-. ¡Venga, tío, venga!
Con muy buen acuerdo y prudencia, el cajero abrió su pequeño cajón y sacó los billetes que tenía.
– ¿Cuánto hay? ¡Venga!
El cajero miró los billetes por encima.
– Unas doscientas mil -dijo.
Agitando los dedos, Mario dijo:
– Aquí, anda, aquí, aquí. -Cogió los billetes que le pasaba el cajero por debajo de la ventanilla de seguridad-. ¡Que no se mueva nadie! -gritó por última vez.
Desde fuera, Hank y Christiaan Kalverstat, Carlos, Nick, el cuñado del Chino, el aparcacoches de la peluquería contigua y una decena de peatones más miraban hacia dentro con asombro y exclamaban con excitación. La primera reacción de Nick había sido abrirse paso a tiros y acabar con los tres desharrapados que habían empujado al hombre de Medellín. Pero, al ver que sus hermanos estaban bien y que Hank aún tenía la cartera con los diamantes, había decidido esperar. Miró a Hank y éste le hizo un gesto negativo con la cabeza.
Visto desde la calle, Horcajo estaba en la izquierda de la zona de público del pequeño banco, casi en la entrada, y permanecía del todo inmóvil sin perder de vista a la chica de la navaja. Pepeluis y Mario retrocedieron a saltos, como si bailaran, hasta topar con la puerta de entrada.
– Vamonos -dijo Pepeluis.
– ¿Nos llevamos a uno? -preguntó Pili.
– ¿Estás loca? ¡Vamonos!
– Mira la de gente que hay fuera -dijo Pili-. Venga, vamos a llevarnos a éste de rehén. -Señaló a Jacinto-. Vamos, abuelo.
La casualidad quiso que, en ese momento, Manolo detuviera el camión amarillo delante del banco y desatrancara la portezuela del pasajero. El guardaespaldas que iba al lado de Manolo se bajó del camión.
– ¡La pasma! -gritó Pili histéricamente.
Pepeluis, forzando la postura, levantó la escopeta al aire y cruzó su mano izquierda por encima de ella, para agarrar por un hombro a Horcajo, que seguía inmóvil a su derecha.
– Vamos, tú. ¡Vamos!
Tiró de Jacinto hacia sí, lo forzó a volverse y, poniéndole la escopeta entre los omoplatos, lo empujó hacia adelante. Pili descorrió el pestillo y tiró de la puerta interior. Salieron, por este orden, Horcajo, Pepeluis, Mario y Pili. Mario aún llevaba el dinero en la mano y Pili seguía agarrando la navaja.
Los mirones, que habían estado en la acera hasta entonces, al ver que los asaltantes del banco salían con un rehén, se apartaron con precipitación hasta colocarse en la calzada, a buen recaudo detrás de los coches aparcados. El cuñado del Chino, considerando cómo venían dadas, se separó del grupo de mirones, giró en redondo y siguió andando calle abajo como si tal cosa. Las cosas son como son y todos en la banda del Chino eran personas eminentemente prácticas y comprendían cuándo había llegado el momento de retirarse por el foro. Estaba claro que no tenían pito que tocar en la que, por razones obvias, se avecinaba.
También Carlos tardó unos segundos en decidirse. Finalmente, se retiró andando marcha atrás hasta ponerse al lado del camión amarillo. El Gera, que llegaba en tromba desde la acera de enfrente, se detuvo bruscamente al lado de Carlos.
– ¿Qué pasa? -le preguntó.
– Unos drogatas que se han metido a asaltar el banco -dijo Carlos.
– No me lo puedo ni creer -murmuró el Gera-. Y, encima, tienen a Jacinto.
Tenía la mano derecha en el bolsillo y, en la mano, su pistola.
Sólo Hank, Christiaan y, un poco más lejos, Nick siguieron sin moverse.
Jacinto estaba pálido.
– ¡Venga! ¡Apártense! -gritó Pepeluis.
Pili rió con histeria.
Mario iba llorando.
– Rápido, rápido -gemía.
Desde dentro del camión, José Luis Álvarez intentó ver la escena, pero se lo impedían las persianas metálicas cruzadas sobre la ventanilla. Ironías de la vida, se encontraba a menos de un metro de Carlos y del Gera. De haberlo sabido, los acontecimientos posteriores se habrían desarrollado con seguridad de manera muy distinta.
Mientras tanto, el guardaespaldas que se había bajado del camión de Transmoney estaba indeciso. Poco experto en situaciones límite que no requirieran la aplicación simple de la ley del matón, no sabía qué hacer. Había desenfundado la pistola, pero la tenía caída a lo largo del costado y miraba a un sitio y a otro en súplica de inspiración.
Hank y Christiaan se apartaron lentamente hasta pegarse contra la pared del banco. Dejaban así a Nick espacio para disparar si fuera necesario.
Atraídos por los gritos y carreras de la gente, los dos guardias civiles se asomaron a la puerta del inmueble que custodiaban y, al hacerlo, se condenaron a muerte sin quererlo. Un poco más lejos, Bernhardt no sabía qué estaba ocurriendo en el banco y se limitó a cumplir sus instrucciones: desenfundó su pistola e hizo tres rápidos disparos. Dos, mortales de necesidad, hicieron impacto en la espalda y en la nuca del primero de los guardias; el tercero, también mortal, pegó en la frente del segundo cuando salía de la casa. Moribundo ya, y solamente impulsado por sus reflejos, el guardia disparó una ráfaga de metralleta. Seis disparos hirieron de muerte a Bernhardt, acertándole en el cuello, tórax y vientre. Los dos disparos restantes destrozaron, uno, el parabrisas de un coche aparcado en las inmediaciones, y otro, el peroné de una anciana que esperaba a que el semáforo cambiara a verde para cruzar la calle.
Los tres disparos y la ráfaga de metralleta sonaron de forma casi simultánea. Pepeluis, sobresaltado, miró a su izquierda y levantó un poco su arma, relajando la presión ejercida sobre la espalda de Horcajo. Al notarlo, Jacinto se dejó caer sin más al suelo y rodó hacia su izquierda.
Nick mató a Pepeluis de un solo disparo, hecho casi a quemarropa. Nadie lo vio porque todos miraban hacia la macabra escena que acababa de tener lugar en la esquina de Velázquez.
Pili vio caer a Pepeluis y dio un grito desgarrador, como el de un animal herido. Se agachó para atenderlo. El falso guardaespaldas de Transmoney reconoció de modo instantáneo la situación y, de una zancada, se acercó a Pili y le dio una fuerte patada. La intención era darle en la cara, pero sólo acertó con el hombro. Disparada con tremenda violencia hacia atrás, Pili cayó contra Mario y ambos se derrumbaron como sacos de patatas. Quedaron sentados en la acera, completamente aturdidos.
Nick se dio la vuelta y, marchando con tranquilidad, se dirigió hacia su automóvil. Se montó en él y puso en marcha el motor.
Horcajo exhaló ruidosamente, se puso de pie, miró a Hank y, con un gesto rápido de la cabeza, le indicó que lo siguiera.
– Abre, coño -dijo al guardaespaldas.
Se subió al camión y detrás lo hicieron Hank y Christiaan.
– ¡Vamonos, Manolo! Vamos, anda, que esto se va a complicar.
Manolo, que aún tenía el motor en marcha, puso la flecha y arrancó, seguido por el Mercedes de Nick.
– ¡José Luis! -gritó Manolo-. Que no va a pasar nada, decías tú. Tú fíate de mí, que aquí no pasa nada. Jodé, pues si llega a pasar… Me debes un kilo, macho.
El Gera y Carlos se pusieron a correr hacia el Suzuki.
– Anda, que como en la brigada se enteren de que tú y yo estábamos de espectadores en esta bronca -dijo el Gera jadeando-, nos cortan los cataplines. Y si además, tal como lo llevamos, se nos escapa Jacinto, nos vuelan los diamantes, desaparece la coca y los holandeses se ponen un piso en París, tenemos que acabar en Medellín de verdad, sólo que sin los millones que nos ofrecía Kleutermans… Es lo que se llama una quiniela de catorce.
10.36
Nadie había hablado en el interior del camión hasta que llegaron a la autopista de Barajas. Sólo una vez, Horcajo había dicho:
– Vete despacio, Manolo, que no hay prisa.
La caravana de regreso, en esta ocasión, llevaba un coche más que a la ida, el de Nick Kalverstat, y uno menos, el del Chino, que, siempre pragmático, a la vista de las informaciones suministradas por su cuñado, había decidido que soplaban aires muy malsanos en torno a Jacinto Horcajo y a la industria Gato y que era preferible abstenerse.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó por fin José Luis Álvarez.
– Si te lo cuento -dijo Jacinto-, te va a parecer de coña. No ha pasado nada, no te preocupes, pero le ha faltado el canto de un duro para que tres drogatas nos estropearan toda la operación… Bueno, ya has oído el carajal.
– Vaya follón. ¿Y todos esos tiros? Es que desde dentro del camión no se veía nada.
– Un merdé de cuatro muertos, por lo menos, tirados por las aceras, la gente arremolinada, éstos -por los holandeses- como si no fuera con ellos, ¡hale!, unos turistas del norte viendo la corrida como don Tancredo, qué incivilizados los españoles, y yo con los cañones de una escopeta en el culo ayudando a tres colgaos a que robaran un banco, bueno, bueno, bueno, bueno… Lo que yo te diga, José Luis, es más fácil ser honrado.
– Pero ¿cómo ha sido?
– Buf…, un follón, José Luis. Ya te lo contaré luego con detalle… De momento, no dejéis ninguno de vigilar al que tiene cara de loco, el que viene en el otro coche. Se ha cepillado a uno de los drogatas sin que nadie se diera cuenta. -Se volvió hacia Hank Kalverstat y, hablándole en francés, le dijo-: Ha sido preferible que nos marcháramos de aquel lugar dejando veinte kilos de droga…
– ¿Veinte kilos? -preguntó Hank.
– Los que me faltaban por recoger. Están en la caja fuerte…, pero era mejor marcharse a encontrarnos metidos en una investigación interminable, a preguntas sobre el camión y, eventualmente, a un registro que habría dado por resultado el hallazgo del resto de la droga.
– No, no -dijo Hank-. Bien pensado. Muy buenos reflejos. -Hablaba con gran tranquilidad, como si estuviera discutiendo de los méritos de un buen vino y no de muerte y destrucción-. Pero esto reduce necesariamente el precio que íbamos a pagar, ¿no?
– No, no. Los veinte kilos son los que íbamos a entregar a Galán en pago de sus servicios. Los ciento ochenta de ustedes están intactos y aquí.
– Ah, muy bien, excelente. Y ahora vamos a la nave industrial en la que está el camión que llevará la droga a Holanda.
– No era una pregunta.
– En efecto-dijo Jacinto.
– ¿Cómo lo van a hacer?
– ¿El transporte de la cocaína? Con unos dobles fondos especiales en un camión que lleva un cargamento de muebles del gobierno para uno de los consulados españoles en Holanda. Pero ya lo verá usted mismo.
– Bueno. Creo que deberíamos completar el negocio a la mayor velocidad posible. Nick, mi hermano, el que nos sigue en el Mercedes, lleva las pesas y el pequeño laboratorio. Así podremos volver hoy mismo hacia Amsterdam. Como precaución, ya hemos dejado el hotel y tenemos las maletas en el coche que lleva mi hermano.
Ni una vez aludió Hank a Bernhardt, al que habían dejado muerto sobre la acera de la calle de Ortega y Gasset.
– Oye -dijo Jacinto a los guardaespaldas-, cuando lleguemos, tenéis que bajar las maletas y los sacos rápidamente y los lleváis a la esquina de la nave, donde está la mesa. -Se dirigió nuevamente a José Luis-. Tenemos un pequeño problema, José Luis. En este último banco, tenía yo la bolsa con los veinte kilos vuestros. Tengo la llave. No pasa nada. Ya los recuperaremos…
– Ni hablar, Horcajo -empezó a decir José Luis.
– No te dispares, que estos tíos se van a dar cuenta -dijo Jacinto refiriéndose a los holandeses-. Y no te preocupes, que les vamos a sacar tu parte, ¿eh? -Y luego, en francés a Hank-: Hay que tener paciencia; acabo de comunicar al yerno de monsieur Galán que sus veinte kilos de droga se han quedado en el banco y no se ha puesto muy contento.
Hank sonrió con amabilidad.
– Su amigo tiene un problema -dijo.
– Oye -dijo el Gera en voz baja-, ¿te has fijado cómo se cepilló el cara de loco al drogata? Como si no fuera con él.
– Ya lo vi, ya. Si quieres un consejo, Gera, métele un tiro en cuanto entre…, si puedes. Y a Horcajo ya se lo pego yo.
– Eres un cachondo. Con toda franqueza, Carlos. Yo preferiría esperar a que nos echara una mano la brigada paracaidista.
– Me parece que, por el momento, la brigada va a tardar un ratitín en venir. Están de maniobras en Alemania y no las interrumpen por cualquier chorrada.
– Ya te comprendo. O sea, yo, como de costumbre, agazapado en algún sitio, mientras Horcajo se dedica a lo suyo y tú te entretienes en el fuego cruzado. Qué quieres que te diga, majo, me acuerdo de Biarritz y se me arruga el ombligo.
– Bueno, venga, que para luego es tarde.
Se bajaron del Suzuki y, andando sin prisa, se acercaron al portalón de la nave. Conduciendo a toda velocidad habían llegado a Coslada cuando el camión blindado aún estaba a la altura de la desviación al aeropuerto, unos kilómetros más atrás.
Desde el portalón entreabierto, don Julio los vio acercarse con mal disimulada ansiedad.
– Oiga, ¿qué desean? Hoy estamos cerrados. Vuelvan mañana -dijo.
– Verá usted -dijo Carlos-, es que estamos buscando a unos…, esto…, a unos contrabandistas de droga que deben de andar por aquí.
Don Julio se echó para atrás pretendiendo cerrar el portalón, pero el Gera dio dos zancadas y lo empujó hacia el interior de la nave sin demasiados miramientos.
– Tú quédate con éste -dijo Carlos-, aquí en la puerta, para asegurarte de que no hace ninguna tontería al abrir al blindado. Yo me voy a donde el Pegaso aquel. Supongo que aquella mesa será la que usarán para pesar y analizar la pureza de la nieve. ¿Verdad usted, don Julio?
– No sé de qué me hablan -intentó don Julio con voz apagada.
– Tú siempre con los trabajos menos peligrosos -dijo el Gera, mientras Carlos se alejaba. Luego se volvió hacia Galán y, agarrándolo por la manga, lo empujó un poco más-. Vamos a volver a cerrar la cancela esta,
¿eh, don Julio?, hasta que lleguen los malos. Oiga, a propósito, ¿y hoy aquí por qué no trabajan?
– Es que es mi cumpleaños -dijo Galán débilmente. Carraspeó para aclararse la garganta.
– Pues felicidades, caramba. Se ha preparado usted unos festejos de campeonato. -El Gera levantó la voz-. ¡Que debería usted estar en casita en vez de andar haciendo tonterías con las cosas de comer! ¿Dónde te vas a poner, Carlos?
– Aquí, protegido por este armario. ¿Me ves?
– No. Ahí estás bien. Cuando abramos, no te muevas… Y ojo con el cara de loco.
11.00
El camión blindado, seguido por el Mercedes de los Kalverstat, traspasó la verja de entrada desde la calle y, en ese momento, don Julio accionó el mecanismo de apertura del portalón. Escondido detrás de unos grandes cilindros de papel de estraza de envolver, el Gera le dijo:
– Ojo, Galán, que estás en mi línea de tiro, no hagas tonterías.
Don Julio tosió.
El camión se adentró en la nave acercándose a donde había estado aparcado hasta aquella misma mañana. Con un golpe final de acelerador, raaaán, Manolo apagó el motor. Se recostó contra el asiento y, pasándose la mano por la frente empapada de sudor, dijo:
– Coño. Y aquí no ha pasado nada, José Luis.
– Venga, no te quejes -dijo José Luis-, anda, que te acabas de ganar un millón en menos de tres horas de trabajo.
– Venga, tú -le dijo Horcajo al guardaespaldas que se sentaba en el asiento delantero-, ábrenos, que nos vamos a asfixiar.
Nick, mientras tanto, había detenido el Mercedes unos metros más atrás, dejándose delante espacio suficiente para girar en redondo y arrancar a toda velocidad si la evolución de los acontecimientos lo requería. Nick Kalverstat era un excelente profesional del crimen.
Apagó el motor y se quedó sentado en el interior del coche. Alargó la mano derecha y, del asiento contiguo, cogió su pistola. Después se puso a esperar.
Manolo desatrancó las puertas. El guardaespaldas que quedaba a su lado se bajó del camión y abrió la puerta trasera.
El primero en bajar del compartimento trasero fue el segundo guardaespaldas. Ambos miraron hacia la entrada de la nave. Si hubieran sido de instintos más agudos o hubieran conocido bien a don Julio Galán, se habrían dado cuenta de que algo estaba fallando estrepitosamente. Don Julio, en efecto, no se había movido de donde se encontraba y miraba hacia el camión con mal disimulada angustia. Su actitud era anormal. Carlos y el Gera tuvieron suerte de que el primero en bajar del camión no hubiera sido José Luis.
Fue Jacinto Horcajo el siguiente en aparecer. Salió hacia su derecha, es decir, en dirección al Mercedes. Luego, girando sobre sí mismo, le dio la espalda para así poder ver cómo se bajaban del blindado Christiaan, seguido de Hank, que aún no había soltado su cartera, y, finalmente, de José Luis.
– Vosotros dos -dijo entonces Jacinto a los guardaespaldas-, bajad la nieve de ahí dentro.
Los guardaespaldas volvieron a subir al camión.
Todo ocurrió muy de prisa.
Mientras los dos falsos guardias estaban en el interior del camión blindado disponiéndose a cargar con maletas y bolsas, Horcajo dio tres pasos hacia atrás, como si hubiera querido rodear el vehículo por su parte trasera. En ese preciso instante, desde el armario metálico situado delante del camión y un poco a su izquierda, Carlos dio un grito y, al mismo tiempo, pegó con la culata de su pistola un tremento golpe en el lateral del armario. Todos se sobresaltaron y empezaron a volverse hacia el lugar de donde procedían las voces.
– ¡Policía! -gritó Carlos.
Horcajo se agachó y se giró hacia el Mercedes pretendiendo ir a guarecerse detrás de él. Y Nick, identificándolo instintivamente como aliado, abrió la portezuela del automóvil y se dejó caer al suelo de la nave, rodando hacia donde estaba Jacinto. Éste, en cuclillas y con la pistola apuntando hacia donde era de suponer que se escondía Carlos, es decir, más o menos en dirección a un punto por detrás del que, al lado del camión, estaban José Luis Álvarez, Hank y Christiaan, movió la cabeza para poder ver cómo Nick se acercaba a él. Con la mano en la que sujetaba la pistola, le hizo un gesto para indicarle que fueran a protegerse detrás del camión.
Pero, al mismo tiempo, el Gera, al oír los gritos de Carlos, salió de su escondite cercano al portalón de entrada y dio un empujón a don Julio, que cayó al suelo. Luego, plantándose en medio de la nave a la espalda del Mercedes, gritó «¡Policía!» y, por lo que pudiera pasar, hizo dos disparos al aire, pero no muy al aire. De hecho, justo por encima de las cabezas de los tres que se encontraban al lado del blindado. Las detonaciones sonaron como las trompetas del Apocalipsis en el espacio cerrado de la gran nave Gato.
– Carajo -dijo el Gera.
Nick Kalverstat, desde donde estaba en el suelo, se revolvió hacia el Gera y le disparó sin apuntar.
A menos de un metro de distancia, Jacinto Horcajo levantó su pistola con total frialdad y la acercó todo lo que le daba el brazo a la cabeza de Nick. Apretó dos veces el gatillo y la cabeza de Nick estalló como si fuera una sandía madura.
– Mierda -dijo Jacinto y se levantó del suelo. Se puso a correr hacia el Gera-. ¿Estás bien? -le preguntó cuando llegó a su altura.
– Su padre -dijo el Gera, que estaba muy pálido-, le ha faltado el canto de un duro.
Jacinto se detuvo un instante y volvió la cabeza:
– No dejéis de mandarme una postal, ¿eh?
Y siguió corriendo hacia el portalón.
En la confusión de los disparos, Carlos se había acercado corriendo al camión, doblado en dos y con el arma sujeta a dos manos, con los brazos rígidamente estirados. Sin dejar de apuntar a los holandeses, cerró la puerta trasera del camión blindado empujándola con el codo. Los dos guardaespaldas quedaron encerrados en el interior. Y Manolo, tumbado en el asiento del conductor, repetía:
– Ay, coño, ¿por qué me habré metido?, ay, la virgen.
Carlos apretó el cañón de su pistola contra la espalda de Hank Kalverstat.
– Ne muvié pa plus -dijo.
El diario El País de aquella mañana destacaba tres acontecimientos ocurridos en Madrid.
Las dos primeras noticias eran de tanto peso que habían merecido honores de resumen en portada.
Una decía: Javier Montero, presidente del Crecom, hace una OPA para desplazar a las viejas familias financieras.
La otra refería un suceso acaecido la mañana anterior en la calle de Ortega y Gasset: Cuatro muertos en un inexplicable tiroteo a la puerta de un banco.
La tercera noticia decía así:
La policía de Madrid se incauta de 180 kilos de cocaína pura.
Un alijo de 180 kilos de cocaína de gran pureza fue aprehendido ayer por inspectores de la Brigada de Estupefacientes en una nave del polígono industrial de Coslada. El valor de la droga incautada es de 500 millones de pesetas, lo que comercializado en la calle alcanzaría un precio de doce mil millones de pesetas. En la operación fue detenido Julio Galán Torrent, dueño de la empresa de fabricación de muebles Gato.
M.ED. Madrid.
La cocaína, que había llegado a España al parecer desde Portugal, adonde habría sido trasladada por mar desde Colombia, iba a ser vendida a una banda de traficantes holandeses. Como intermediario habría actuado el empresario madrileño Julio Galán, que fue detenido. No se descarta la presunta implicación de un inspector de la Brigada de Estupefacientes, yerno de Galán, que se encontraba en la nave de muebles Gato, de Coslada, en el momento en que intervino la policía.
En el transcurso de la operación, se descubrió que los presuntos traficantes holandeses estaban en posesión de un centenar de diamantes de gran valor que, se supone, iban a ser utilizados para pagar la droga. Los diamantes, informa desde Amsterdam Gerardo Gómez, podrían ser los entregados el domingo pasado como rescate por el secuestro de un conocido empresario holandés, Kees van de Wijn. Van de Wijn aún no ha sido liberado. Las autoridades españolas han solicitado la ayuda de la Interpol para que se establezca la procedencia de las piedras preciosas.
En la operación de ayer, en el transcurso de la cual se utilizó un camión blindado, presumiblemente para transportar la droga, se produjo un tiroteo en el que hubo un muerto. Fueron detenidos, además, el conductor del camión, dos guardaespaldas y dos hermanos holandeses, Hank y Christiaan Kalverstat. Precisamente un tercer holandés, Nick Kalverstat, hermano de los anteriores, resultó muerto de un disparo en la cabeza.
– Oye -dijo Paloma-. No os citan.
– Hombre -dijo Carlos-, no se suele.
– ¿No decía Horcajo que os iban a dar la laureada?
– Sí, mañana o pasado.
El Gera suspiró.
– ¿Tú te has fijado que aquí nadie habla de los veinte kilos de nieve que había para Gato como premio a su labor?
– Ya -dijo Carlos riendo-. ¿Cómo van a hablar? ¿Sabes dónde están? En la caja de seguridad del banco. Salimos todos corriendo y allí se quedaron.
– Ahivé -dijo el Gera-, y nosotros no podemos decir nada, porque ¿cómo le contamos al jefe que fue Horcajo el que nos dijo que allí estaban? ¿Si, según tú, Horcajo se nos ha escapado y nunca llegamos a echarle la vista encima?
– Venga -dijo Paloma.
– Lo que yo te diga. Y la llave la tiene don Jacinto Horcajo. Es una llave que vale un pastizal de millones. Como se llegue a enterar algún quinqui, ríete de la batalla de Stalingrado.
– Qué tío Jacinto. Si no le llega a pegar el tiro que le metió al holandés, estarías fiambre.
– Ya -dijo el Gera-, ahora le debemos la vida los dos.
– Sigue siendo el tío más malo del mundo.
– Oye -dijo Paloma-, ¿a ti por qué te pusieron Gera?