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En el momento en que se derrumbó la casa de Giuseppe Baldini, Grenouille se encontraba en el camino de Orleans. Había dejado atrás la atmósfera de la gran urbe y a cada paso que le alejaba de ella el aire era más claro, puro y limpio. Y también más enrarecido. Ya no se acumulaban en cada metro centenares y millares de diferentes olores en un remolino vertiginoso, sino que los pocos que había -el olor del camino arenoso, de los prados, de la tierra, de las plantas, del agua- se extendían en largas franjas sobre el paisaje, ampliándose y encogiéndose con lentitud, sin interrumpirse casi nunca de forma repentina.
Grenouille acogió esta sencillez como una liberación. Los apacibles aromas acariciaban su olfato. Por primera vez en su vida no tenía que estar preparado para captar con cada aliento uno nuevo, inesperado y hostil o perder uno agradable. Por primera vez podía respirar casi libremente, sin verse obligado a olfatear con cautela. Decimos "casi" porque, naturalmente, nada fluía con libertad a través de la nariz de Grenouille. Aunque no tuviera el menor motivo para ello, siempre quedaba en él una reserva instintiva, alerta a todo cuanto procediera del exterior y fuera aspirado por su sentido del olfato.
Durante toda su vida, incluso en los pocos momentos en que sintió indicios de contento, satisfacción e incluso felicidad, prefirió expeler que aspirar el aire, lo cual fue cierto desde que la iniciara, no con un aliento lleno de esperanza, sino con un grito espantoso. Aparte, sin embargo, de esta limitación, que era innata en él, Grenouille se sentía mejor a medida que se alejaba de París, respiraba con más ligereza, caminaba con paso más rápido y adoptaba incluso de manera esporádica una posición erguida, de ahí que visto desde lejos casi parecía un aprendiz de artesano corriente, o sea, un hombre completamente normal.
Lo que encontraba más liberador era la lejanía de los seres humanos. En París vivían hacinados más habitantes que en cualquier otra ciudad del mundo, unos seiscientos o setecientos mil. Pululaban en las calles y plazas y atestaban las casas desde el sótano hasta el tejado. En todo París no había apenas un rincón que no bullera de hombres, ninguna piedra, ningún trozo de tierra que no oliera a seres humanos.
Ahora que había empezado a alejarse comprendió con claridad Grenouille que aquel denso caldo humano le había oprimido como un aire de tormenta durante dieciocho años. Siempre había creído que era del mundo en general de lo que tenía que apartarse, pero ahora veía que no se trataba del mundo, sino de los seres humanos. Al parecer, en el mundo, en el mundo sin hombres, la vida era soportable.
Al tercer día de viaje llegó al campo de gravitación olfativa de Orleans. Mucho antes de que un signo visible anunciara la proximidad de la urbe, percibió Grenouille la acumulación humana en el aire y decidió, en contra de su propósito original, evitar Orleans. No quería perder tan pronto la recién adquirida libertad de respiración, sumergiéndose de nuevo en el asfixiante clima humano. Dio un gran rodeo en torno a la ciudad, fue aparar a Chateauneuf, a orillas del Loira, y cruzó el río por Sully. La salchicha se le acabó allí. Compró otra y dejó el río para continuar tierra adentro.
Ahora no sólo evitaba las ciudades, sino también los pueblos. Estaba como ebrio del aire cada vez más enrarecido, más alejado de los seres humanos. Sólo para proveerse de comida se acercaba a una aldea o una granja solitaria, compraba pan y desaparecía otra vez en los bosques. Al cabo de varias semanas le molestaba incluso encontrar de vez en cuando algún viajero por los caminos agrestes y apenas podía soportar el olor inconfundible de los campesinos que aquí y allá segaban la primera hierba de las praderas. Rehuía, temeroso, todos los rebaños de ovejas, no por los animales, sino para evitar el olor de los pastores. Caminaba campo a través y hacía rodeos de muchas millas cuando olía a un escuadrón de jinetes, distantes aún a varias horas de camino, no porque temiera, como otros aprendices y vagabundos, que le controlaran y pidieran los papeles y quizá incluso lo alistaran para la guerra -ni siquiera sabía que se había declarado una guerra-, sino únicamente porque le repugnaba el olor humano de los jinetes. De este modo espontáneo, sin ninguna decisión determinada, su plan de dirigirse a Grasse por el camino más corto fue perdiendo urgencia y al final se disolvió, por así decirlo, en la libertad, como todos los demás planes e intenciones. Grenouille ya no quería ir a ninguna parte, sólo alejarse de los hombres.
Acabó caminando sólo de noche. Durante el día se ocultaba entre la maleza, dormía bajo árboles o arbustos, a ser posible en los lugares más inaccesibles, agazapado como un animal, con el cuerpo y la cabeza cubiertos por la manta marrón y la nariz metida en el hueco del codo, dirigida hacia la tierra para que ningún olor extraño perturbara sus sueños. Se despertaba al ponerse el sol, oliscaba en todas direcciones y cuando estaba bien seguro de haberlo olido todo, de que el último campesino había abandonado su tierra y los vagabundos más osados habían buscado cobijo ante la inminente oscuridad, cuando la noche, con sus supuestos peligros, había ahuyentado a todos los seres humanos, salía Grenouille de su escondite y continuaba su viaje.
No necesitaba luz para ver a su alrededor. Incluso antes, cuando aún caminaba de día, mantenía los ojos cerrados durante horas y se dejaba guiar por el olfato. La imagen deslumbrante del paisaje, la luz cegadora, la fuerza e intensidad de la vista le causaban dolor. Sólo le gustaba el resplandor de la luna. Su luz no tenía color y perfilaba débilmente el terreno, bañando la tierra con un tinte gris sucio y estrangulando la vida durante una noche. Este mundo como de plomo fundido en el que sólo se movía el viento, que a veces se cernía sobre los bosques grises como una sombra, y en el que sólo vivían las fragancias de la tierra desnuda, era el único mundo aceptable para él porque se parecía al mundo de su alma.
Así fue avanzando en dirección sur. Más o menos en dirección sur, porque no se guiaba por ninguna brújula magnética, sino por la brújula de su olfato, que le permitía evitar cada ciudad, cada pueblo y cada caserío. No vio a ningún ser humano durante semanas enteras, y podría haberse imaginado tranquilamente que estaba solo en aquel mundo oscuro o iluminado por el frío resplandor de la luna si su sensible brújula no le hubiera indicado lo contrario.
Por la noche también había hombres. En las comarcas más aisladas también había hombres, sólo que se habían retirado a sus guaridas para dormir como las ratas. La tierra no estaba limpia de ellos, ya que incluso dormidos despedían olores que salían al aire libre por las ventanas abiertas o por las rendijas e infestaban la naturaleza, abandonada sólo en apariencia. Cuanto más se acostumbraba Grenouille al aire puro, tanto más sensible se volvía al olor de los hombres, que de repente, inesperado y horrible, se extendía por las noches con su hedor a podrido, revelando la presencia de una choza de pastores, una cabaña de carbonero o una cueva de ladrones. Y seguía huyendo, reaccionando cada vez con mayor sensibilidad al olor ya poco frecuente de los seres humanos. De este modo su nariz le condujo a regiones cada vez más apartadas, alejándole de los hombres y empujándole cada día con mayor fuerza hacia el polo magnético de la máxima soledad posible.
Este polo, es decir, el punto más alejado de los hombres en todo el reino, se encontraba en el macizo central de Auvernia, aproximadamente a cinco días de viaje de Clermont, en dirección sur, en la cima de un volcán de dos mil metros llamado Plomb du Cantal.
La montaña era un cono gigantesco de piedra gris plomo y estaba rodeada de una altiplanicie interminable y árida donde sólo crecían un musgo gris y unas matas grises entre las cuales sobresalían aquí y allá rocas puntiagudas, como dientes podridos, y algún que otro árbol requemado por el fuego. Esta región era tan inhóspita, incluso en los días más claros, que ni el pastor más pobre de la misérrima provincia habría llevado hasta allí a sus animales. Y por las noches, a la pálida luz de la luna, su desolación le prestaba un aire que no era de este mundo. Incluso el bandido Lebrun, nacido en Auvernia y muy buscado por la justicia, había preferido trasladarse a Cèvennes, donde fue cogido y descuartizado, que ocultarse en el Plomb du Cantal, en donde seguramente nadie le habría buscado ni encontrado, pero donde habría hallado la muerte para él todavía más terrible de la soledad perpetua. Ningún ser humano vivía en muchas millas a la redonda y apenas algún animal de sangre caliente, sólo unos cuantos murciélagos y un par de escarabajos y víboras. Hacía décadas que nadie había escalado la cima.
Grenouille llegó a la montaña una noche de agosto del año 1756. Amanecía cuando se detuvo en la cumbre, ignorante aún de que su viaje terminaría allí. Pensaba que era sólo una etapa del camino hacia aires cada vez más puros y dio media vuelta para que la mirada de su nariz se paseara por el impresionante panorama del desierto volcánico: hacia el este, la extensa altiplanicie de Saint-Flour y los pantanos del río Riou; hacia el norte, la región por donde había viajado durante días enteros a través de pedregosas y estériles montañas; hacia el oeste, desde donde el ligero viento de la mañana sólo le llevaba el olor de la piedra y la hierba dura; y, por último, hacia el sur, donde las estribaciones del Plomb se prolongaban durante millas hasta las oscuras gargantas del Truyére. Por doquier, en todas direcciones, reinaba idéntico alejamiento de los hombres, por lo que cada paso dado en cualquier dirección habría significado acercarse a ellos. La brújula oscilaba, sin dar ninguna orientación. Grenouille había llegado a la meta, pero al mismo tiempo era un cautivo.
Cuando salió el sol, continuaba en el mismo lugar, olfateando el aire, intentando con desesperado afán encontrar la dirección de donde venía el amenazador olor humano y, por consiguiente, el polo opuesto hacia el que debía dirigir sus pasos. Recelaba de cada dirección, temeroso de descubrir un indicio oculto de olor humano, pero no fue así. Sólo encontró silencio, silencio olfativo, por así decirlo. Sólo flotaba a su alrededor, como un leve murmullo, la fragancia etérea y homogénea de las piedras muertas, del liquen gris y de la hierba reseca; nada más.
Grenouille necesitó mucho tiempo para creer que no olía nada. No estaba preparado para esta felicidad. Su desconfianza se debatió largamente contra la evidencia; llegó incluso, mientras el sol se elevaba, a servirse de sus ojos y escudriñó el horizonte en busca de la menor señal de presencia humana, el tejado de una choza, el humo de un fuego, una valla, un puente, un rebaño. Se llevó las manos a las orejas y aguzó el oído por si captaba el silbido de una hoz, el ladrido de un perro o el grito de un niño. Aguantó durante todo el día el calor abrasador de la cima del Plomb du Cantal, esperando en vano el menor indicio. Su suspicacia no cedió hasta la puesta de sol, cuando lentamente dio paso a un sentimiento de euforia cada vez más fuerte: ¡Se había salvado del odio! ¡Estaba completamente solo! ¡Era el único ser humano del mundo!
Un júbilo inaudito se apoderó de él. Con el mismo éxtasis con que un náufrago saluda tras semanas de andar extraviado la primera isla habitada por seres humanos, celebró Grenouille su llegada a la montaña de la soledad. Profirió gritos de alegría. Tiró mochila, manta y bastón y saltó, lanzó los brazos al aire, bailó en círculo, proclamó su nombre a los cuatro vientos, cerró los puños y los agitó, triunfante, contra todo el paisaje que se extendía a sus pies y contra el sol poniente, con un gesto de triunfo, como si él personalmente lo hubiera expulsado del cielo. Se comportó como un loco hasta altas horas de la noche.
Pasó los próximos días instalándose en la montaña, porque veía muy claro que no abandonaría con facilidad aquella bendita región. Como primera medida, olfateó en busca de agua, que encontró en una hendidura algo más abajo de la cumbre, fluyendo como una fina película por la superficie de la roca. No era mucha, pero si lamía con paciencia durante una hora, cubría su necesidad de líquido para todo el día. También encontró comida, pequeñas salamandras y serpientes de agua, que devoraba con piel y huesos después de arrancarles la cabeza. Comía además liquen, hierba y bayas de musgo. Esta forma de alimentación, totalmente discutible desde el punto de vista burgués, no le disgustaba en absoluto. Durante las últimas semanas y meses no había comido productos humanos como pan, salchicha y queso sino, cuando sentía hambre, todo lo más o menos comestible que encontraba a su paso. No era, ni con mucho, un "gourmet". El deleite no le interesaba, a menos que consistiera en el olor puro e incorpóreo. Tampoco le interesaba la comodidad y se habría contentado con dormir sobre la dura piedra. Pero encontró algo mejor.
Descubrió cerca del manantial una galería natural que serpenteaba hacia el interior de la montaña y terminaba al cabo de unos treinta metros en un barranco. El final de la galería era tan estrecho, que los hombros de Grenouille rozaban la piedra y tan bajo, que no podía estar de pie sin encorvarse. Pero podía sentarse y, si se acurrucaba, incluso tenderse en el suelo. Esto era suficiente para su comodidad. Además, el lugar gozaba de unas ventajas inapreciables: en el fondo del túnel reinaba incluso de día una oscuridad completa; el silencio era absoluto y el aire olía a un frescor húmedo y salado. Grenouille supo en seguida por el olor que ningún ser viviente había entrado jamás en esta cueva y tomó posesión de ella con una especie de temor respetuoso. Extendió con cuidado la manta, como si vistiera un altar, y se acostó encima de ella. Sintió un bienestar maravilloso. Yacía en la montaña más solitaria de Francia a cincuenta metros bajo tierra como en su propia tumba. En toda su vida no se había sentido tan seguro, ni siquiera en el vientre de su madre. Aunque el mundo exterior ardiera, desde aquí no se percataría de ello. Empezó a llorar en silencio. No sabía a quién agradecer tanta felicidad.
En los próximos días sólo salió a la intemperie para lamer la película de agua del manantial, evacuar con rapidez orina y excrementos y cazar lagartijas y serpientes. Por la noche eran fáciles de atrapar porque se ocultaban bajo las rocas o en pequeños intersticios, donde las descubría con el olfato.
Durante las primeras semanas subió de nuevo a la cumbre unas cuantas veces para olfatear el horizonte, pero esta precaución no tardó en ser más bien una costumbre molesta que una necesidad, pues ni una sola vez olió a algo amenazador, así que pronto interrumpió estas excursiones y sólo pensaba en volver a su tumba en cuanto había realizado las tareas más indispensables para su supervivencia. Porque aquí, en la tumba, era donde vivía de verdad, es decir, pasaba sentado más de veinte horas diarias sobre la manta de caballerías en una oscuridad total, un silencio total y una inmovilidad total, en el extremo del pétreo pasillo, con la espalda apoyada contra la piedra y los hombros embutidos entre las rocas, por completo autosuficiente.
Se sabe de hombres que buscan la soledad: penitentes, fracasados, santos o profetas que se retiran con preferencia al desierto, donde viven de langostas y miel silvestre. Muchos habitan cuevas y ermitas en islas apartadas o -algo más espectacular- se acurrucan en jaulas montadas sobre estacas que se balancean en el aire, todo ello para estar más cerca de Dios. Se mortifican y hacen penitencia en su soledad, guiados por la creencia de llevar una vida agradable a los ojos divinos. O bien esperan durante meses o años ser agraciados en su aislamiento con una revelación divina que inmediatamente quieren difundir entre los hombres.
Nada de todo esto concernía a Grenouille, que no pensaba para nada en Dios, no hacía penitencia ni esperaba ninguna inspiración divina. Se había aislado del mundo para su propia y única satisfacción, sólo a fin de estar cerca de sí mismo. Gozaba de su propia existencia, libre de toda influencia ajena, y lo encontraba maravilloso. Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino.
Escenario de este desenfreno -no podía ser otro- era su imperio interior, donde había enterrado desde su nacimiento los contornos de todos los olores olfateados durante su vida. Para animarse, conjuraba primero los más antiguos y remotos: el vaho húmedo y hostil del dormitorio de madame Gaillard; el olor seco y correoso de sus manos; el aliento avinagrado del padre Terrier; el sudor histérico, cálido y maternal del ama Bussier; el hedor a cadáveres del Cimetiére des Innocents; el tufo de asesina de su madre. Y se revolcaba en la repugnancia y el odio y sus cabellos se erizaban de un horror voluptuoso.
Muchas veces, cuando este aperitivo de abominaciones no le bastaba para empezar, daba un pequeño paseo olfatorio por la tenería de Grimal y se regalaba con el hedor de las pieles sanguinolentas y de los tintes y abonos o imaginaba el caldo de seiscientos mil parisienses en el sofocante calor de la canícula.
Entonces, de repente -éste era el sentido del ejercicio-, el odio brotaba en él con violencia de orgasmo, estallando como una tormenta contra aquellos olores que habían osado ofender su ilustre nariz. Caía sobre ellos como granizo sobre un campo de trigo, los pulverizaba como un furioso huracán y los ahogaba bajo un diluvio purificador de agua destilada. Tan justa era su cólera y tan grande su venganza. ¡Ah, qué momento sublime! Grenouille, el hombrecillo, temblaba de excitación, su cuerpo se tensaba y abombaba en un bienestar voluptuoso, de modo que durante un momento tocaba con la coronilla el techo de la gruta, para luego bajar lentamente hasta yacer liberado y apaciguado en lo más hondo. Era demasiado agradable… este acto violento de exterminación de todos los olores repugnantes era realmente demasiado agradable, casi su número favorito entre todos los representados en el escenario de su gran teatro interior, porque comunicaba la maravillosa sensación de agotamiento placentero que sigue a todo acto verdaderamente grande y heroico.
Ahora podía descansar tranquilo durante un buen rato. Estiraba sus miembros todo lo que permitía la estrechez de su pétreo aposento; en cambio, interiormente, en las barridas praderas de su alma, podía estirarse a su antojo, dormitar y jugar con delicadas fragancias en torno a su nariz: un soplo aromático, por ejemplo, como venido de un prado primaveral; un templado viento de mayo que sopla entre las primeras hojas verdes de las hayas; una brisa marina, penetrante como almendras saladas.
Caía la tarde cuando se levantó, aunque esta expresión sea un decir, ya que no había tarde ni mañana ni crepúsculo, no había luz ni oscuridad, ni tampoco prado primaveral ni hojas verdes de haya… En el universo interior de Grenouille no había nada, ninguna cosa, sólo el olor de las cosas. (Por esto, llamar a este universo un paisaje es de nuevo una manera de hablar, pero la única adecuada, la única posible, ya que nuestra lengua no sirve para describir el mundo de los olores). Caía, pues, la tarde en aquel momento y en el estado de ánimo de Grenouille, como en el sur al final de la siesta, cuando el letargo del mediodía abandona lentamente el paisaje y la vida interrumpida quiere reanudar su ritmo. El calor abrasador -enemigo de las fragancias sublimes- había remitido, destruyendo a la manada de demonios. Los campos interiores se extendían pálidos y blandos en el lascivo sosiego del despertar, esperando ser hollados por la voluntad de su dueño.
Y, como ya hemos dicho, Grenouille se levantó y sacudió el sueño de sus miembros. El Gran Grenouille interior se irguió como un gigante, en toda su grandiosidad y altura, ofreciendo un aspecto magnífico -¡casi era una lástima que nadie le viera!-, y miró a su alrededor, arrogante y sublime.
¡Sí! Éste era su reino! ¡El singular reino de Grenouille! Creado y gobernado por él, el singular Grenouille, devastado por él y erigido de nuevo cuando se le antojaba, ampliado hasta el infinito y defendido con espada flamígera contra cualquier intruso. Aquí sólo mandaba su voluntad, la voluntad del grande, del magnífico, del singular Grenouille. Y una vez disipados los malos olores del pasado, quería ahora inundarlo de fragancias.
Recorrió a grandes zancadas los campos yermos y sembró aromas de diversas clases, tan pronto parco como pródigo, creando anchas e interminables plantaciones y parterres pequeños e íntimos, derramando las semillas a puñados o de una en una en lugares escogidos. Hasta las regiones más remotas de su reino corrió, presuroso, el Gran Grenouille, el veloz jardinero, y pronto no quedó ningún rincón en que no hubiera sembrado un grano de fragancia.
Y cuando vio que todo estaba bien y que toda la tierra había absorbido la divina semilla de Grenouille, el Gran Grenouille dejó caer una lluvia de alcohol, fina y persistente, y en seguida todo empezó a germinar y brotar, de modo que la vista de los sembrados alegraba el corazón. Las plantaciones no tardaron en ofrecer abundantes frutos, en los jardines ocultos crecieron tallos jugosos y los capullos se abrieron en un estallido de pura lozanía.
Entonces ordenó el Gran Grenouille que cesara la lluvia. Y así sucedió. Y envió el templado sol de su sonrisa por toda la tierra e inmediatamente, en todos los confines del reino, la magnífica abundancia de capullos se convirtió en una única alfombra multicolor consistente en miríadas de valiosos frascos de perfume. Y el Gran Grenouille vio que todo estaba bien, muy bien. Y el viento de su hálito sopló por toda la tierra. Y las flores, al ser acariciadas, despidieron chorros de fragancia y mezclaron sus innumerables aromas hasta formar uno solo y universal, siempre cambiante pero en el cambio siempre unido en un homenaje a él, el grande, el único, el magnífico Grenouille quien, desde su trono en una nube de fragancia dorada, aspiró de nuevo, olfateando su aliento, y el olor de la ofrenda le resultó agradable. Y descendió del trono para bendecir varias veces su creación, la cual se lo agradeció con vítores y gritos jubilosos y repetidos chorros de magnífico perfume. Mientras tanto, había oscurecido y las fragancias seguían derramándose y mezclándose con los azules de la noche en notas cada vez más fantásticas. Se preparaba una verdadera fiesta de perfumes, con un gigantesco castillo de fuegos artificiales, brillantes y aromáticos.
Sin embargo, el Gran Grenouille estaba un poco cansado, así que bostezó y habló:
– Mirad, he hecho una gran obra y me complace mucho pero, como todo lo terminado, ya empieza a aburrirme. Quiero retirarme y, como culminación de este fructífero día, permitirme un pequeño entretenimiento en las cámaras de mi corazón.
Así habló el Gran Grenouille quien, mientras el pueblo llano de las fragancias bailaba y le vitoreaba alegremente, bajó de la nube dorada con alas extendidas y voló sobre el paisaje nocturno de su alma hacia el hogar de su corazón.
Ah, ¡qué agradable era volver al hogar! La doble tarea de vengador y creador del mundo representaba un esfuerzo considerable y someterse después durante horas al homenaje de los propios engendros no era el descanso más reparador. Fatigado por los divinos deberes de la creación y la representación, el Gran Grenouille ansiaba los goces domésticos.
Su corazón era un castillo de púrpura situado en un pedregoso desierto, oculto tras las dunas y rodeado de un oasis pantanoso y de siete murallas de piedra. Sólo volando se podía acceder a él. Contenía mil cámaras, mil bodegas y mil elegantes salones, entre ellos uno provisto de un sencillo canapé de púrpura donde Grenouille, que ya no era el Gran Grenouille, sino simplemente Grenouille o el querido Jean-Baptiste, solía descansar de las fatigas del día.
Sin embargo, en las cámaras del castillo había estanterías desde el suelo hasta el techo y en ellas se encontraban todos los olores reunidos por Grenouille en el curso de su vida, varios millones. Y en las bodegas del castillo reposaban en cubas las mejores fragancias de su existencia que, una vez maduras, trasladaba a botellas que almacenaba en pasillos húmedos y fríos de varios kilómetros de longitud, clasificadas por años y procedencias; había tantas, que una vida no bastaba para beberlas todas.
Y cuando el querido Jean-Baptiste, de vuelta por fin en su hogar en el salón púrpura, acostado en su sencillo y cómodo sofá -después de quitarse las botas, por así decirlo-, daba unas palmadas y llamaba a sus criados, que eran invisibles, intocables, inaudibles y, sobre todo, inodoros y, por consiguiente, imaginarios, les ordenaba que fueran a las cámaras y sacaran de la gran biblioteca los olores de este o aquel volumen y bajaran a las bodegas a buscarle algo de beber.
Los criados imaginarios iban corriendo y el estómago de Grenouille se retorcía durante la penosa espera. Se sentía de repente como un bebedor sobrecogido en la taberna por el temor a que por alguna razón le nieguen la copa de aguardiente que ha pedido. ¿Y si las bodegas y cámaras se encuentran vacías de improviso, y si el vino de las cubas se ha vuelto rancio? ¿Por qué le hacían esperar? ¿Por qué no venían? Necesitaba inmediatamente la bebida, la necesitaba con urgencia, con frenesí, moriría en el acto si no la obtenía.
¡Calma, Jean-Baptiste! ¡Calma, querido! Ya vienen, ya te traen lo que anhelas. Ya llegan volando los criados, trayendo en una bandeja invisible el libro de los olores y en sus invisibles manos enguantadas de blanco, las valiosas botellas; ahora las depositan con sumo cuidado, se inclinan y desaparecen.
Y cuando le dejan solo -¡por fin, otra vez solo!- alarga Jean-Baptiste la mano hacia los ansiados aromas, abre la primera botella, se sirve un vaso lleno hasta el borde, se lo acerca a los labios y bebe. Apura el vaso de olor fresco de un solo trago, y ¡es delicioso! Es un aroma tan bueno y liberador, que al querido Jean-Baptiste se le anegan los ojos en lágrimas de puro placer y se sirve en seguida el segundo vaso de la misma fragancia: una fragancia del año 1752, atrapada en primavera, en el Pont Royal, antes de la salida del sol, con la nariz vuelta hacia el oeste, de donde soplaba un viento ligero; en ella se mezclaban el olor del mar, el olor del bosque y algo del olor de brea de las barcas embarrancadas en la orilla. Era el aroma de la primera noche entera que, sin permiso de Grimal, había pasado vagando por París. Era el aroma fresco del incipiente día, el primer amanecer que vivía en libertad. Entonces este aroma le auguró la libertad para él, le auguró una vida nueva. El olor de aquella mañana fue para Grenouille un olor de esperanza; lo conservaba con unción y bebía de él a diario.
Cuando hubo apurado el segundo vaso, todo el nerviosismo, todas las dudas y toda la inseguridad le abandonaron y un maravilloso sosiego se apoderó de él. Apoyó la espalda en los blandos almohadones del canapé, abrió un libro y empezó a leer sus recuerdos. Leyó sobre los olores de su infancia, los olores de la escuela, los olores de las calles y de los rincones ciudadanos, los olores de los hombres y le recorrieron agradables escalofríos porque los olores conjurados eran sin duda los aborrecidos, los exterminados. Siguió leyendo el libro de los olores nauseabundos con un interés mezclado con repugnancia, hasta que ésta superó a aquél, obligándole a cerrar el libro, apartarlo de sí y elegir otro.
Al mismo tiempo iba sorbiendo sin pausa las fragancias nobles. Tras la botella del perfume de la esperanza, descorchó una del año 1744, llena del cálido aroma de madera que flotaba ante la casa de madame Gaillard. Y después de ésta bebió una botella de aromas de una noche de verano, impregnadas de un denso perfume floral, recogido en el lindero de un parque en Saint-Germain-des-Près el año 1753.
Se hallaba ahora saturado de olores y sus miembros se apoyaban cada vez con más fuerza en los almohadones. Una embriaguez maravillosa le nublaba la mente y, sin embargo, aún no había llegado al final de la orgía. Sus ojos ya no podían leer, hacía rato que el libro le había resbalado de las manos, pero no quería terminar la velada sin haber vaciado la última botella, la más espléndida: la fragancia de la muchacha de la Rue des Marais…
La bebió con recogimiento, después de sentarse para este fin muy erguido en el canapé, aunque le costó hacerlo porque el salón púrpura oscilaba y daba vueltas a su alrededor con cada movimiento. En una posición de colegial, con las rodillas y los pies muy juntos y la mano izquierda sobre el muslo izquierdo, así bebió el pequeño Grenouille la fragancia más valiosa de las bodegas de su corazón, vaso tras vaso, y se fue entristeciendo cada vez más. Sabía que bebía demasiado; sabía que no aguantaba lo bueno en tanta cantidad y, no obstante, bebió hasta vaciar la botella. Avanzó por el pasaje oscuro de la calle hasta el patio interior. Se acercó al resplandor de la vela. La muchacha estaba sentada, partiendo ciruelas amarillas. A lo lejos explotaban los cohetes y petardos de los fuegos artificiales…
Dejó el vaso y, todavía como aturdido por el sentimentalismo y la borrachera, permaneció sentado unos minutos, hasta que le hubo desaparecido de la lengua el último regusto. Tenía la mirada fija y el cerebro tan vacío como la botella. Se dejó caer súbitamente de lado sobre el canapé y quedó al instante sumido en una especie de letargo.
De modo simultáneo dormía a su vez el Grenouille exterior sobre su manta de caballerías y su sueño era tan profundo como el del Grenouille interior, porque los hercúleos actos y excesos de éste habían agotado igualmente a aquél; al fin y al cabo, ambos eran la misma persona.
No se despertó, sin embargo, en el salón púrpura de su purpúreo castillo rodeado de sus siete murallas, ni tampoco en los fragantes campos primaverales de su alma, sino sólo en la pétrea caverna del extremo del túnel, sobre el duro suelo y en la oscuridad. Y sintió náuseas a causa del hambre y la sed y también frío y malestar, como un borracho empedernido tras una noche de francachela. Salió a gatas de la galería.
Fuera, la hora del día era indeterminada, casi siempre el crepúsculo o el amanecer incipiente, pero incluso a medianoche, la claridad de los astros hería sus ojos como mil agujas. El aire se le antojó polvoriento y áspero, le quemaba los pulmones, y el paisaje era duro, las piedras le hacían daño, e incluso los olores más suaves resultaban fuertes y penetrantes para su nariz, ya desacostumbrada al mundo. Grenouille, la garrapata, se había vuelto sensible como una langosta que ha abandonado su caparazón y se desliza desnuda por el mar.
Fue al manantial y lamió la humedad de la pared durante una o dos horas; era una tortura, no se acababa nunca el tiempo en que el mundo real le abrasaba la piel. Arrancó de las piedras unos puñados de musgo y se los metió a la boca, se puso en cuclillas y cagó mientras devoraba -de prisa, de prisa, todo tenía que ir de prisa- y, como perseguido, como si fuera un pequeño animal de carne blanda y en el cielo ya planearan los azores, volvió corriendo a su caverna del extremo de la galería, donde estaba la manta. Allí, por fin, se sintió otra vez seguro.
Se apoyó en la pared de piedra, estiró las piernas y esperó. Ahora debía mantener el cuerpo completamente inmóvil, inmóvil como un recipiente que amenaza con derramar su contenido después de un movimiento demasiado brusco. Poco a poco logró normalizar su respiración. El corazón desbocado empezó a latir más despacio, la excitación remitió. Y de improviso la soledad invadió su ánimo como un reflejo negro. Cerró los ojos. La oscura puerta de su interior se abrió y él cruzó el umbral. Y dio comienzo el siguiente espectáculo del teatro anímico de Grenouille.
Así continuó día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Así continuó durante siete años enteros.
Durante este tiempo se libró en el mundo exterior una guerra y, por cierto, una guerra mundial. Se peleó en Silesia y Sajonia, en Hannover y Bélgica, en Bohemia y Pomerania. Las tropas del rey morían en Hesse yen Westfalia, en las Baleares, en la India, en el Mississippi y en Canadá, si no morían antes de tifus durante el viaje. La guerra costó la vida a un millón de seres humanos, al rey de Francia su imperio colonial y a todos los estados beligerantes tanto dinero que al final, llenos de pesar, decidieron ponerle fin.
Por esta época, en invierno, Grenouille estuvo una vez a punto de morir congelado sin darse cuenta. Yació cinco días enteros en el salón de púrpura y cuando se despertó en la galería, no podía moverse porque el frío había aterido sus miembros. Cerró inmediatamente los ojos para morir dormido, pero entonces se produjo un cambio de tiempo que lo descongeló y salvó su vida.
En una ocasión la nieve alcanzó tal altura, que ya no tenía fuerzas para excavar hasta los líquenes y se alimentó de murciélagos muertos por congelación.
Una vez encontró un cuervo muerto delante de la caverna y se lo comió. Tales fueron los únicos sucesos del mundo exterior de los que tuvo conciencia durante aquellos siete años. Todo lo demás ocurrió sólo en su montaña, en el reino autocreado de su alma. Y allí habría permanecido hasta la muerte (porque no le faltaba nada) si no se hubiera producido una catástrofe que lo expulsó de la montaña y lo devolvió al mundo.
La catástrofe no fue un terremoto ni un incendio forestal ni un corrimiento de tierras ni un derrumbamiento de la galería. En realidad no fue ninguna catástrofe exterior, sino interior y, además, bastante penosa, porque bloqueó la ruta de evasión preferida de Grenouille. Sucedió mientras dormía; mejor dicho, durante un sueño. O dicho con mucha más propiedad, en un sueño en el interior de su fantasía.
Yacía dormido en el canapé del salón púrpura, rodeado de botellas vacías. Había bebido enormes cantidades; al final, hasta dos botellas del perfume de la muchacha pelirroja. Por lo visto, fue demasiado, ya que su descanso, aunque profundo como la muerte, no careció de sueños que lo cruzaron como jirones fantasmales y estos jirones eran claros vestigios de un olor. Al principio se deslizaron en franjas delgadas bajo la nariz de Grenouille pero después adquirieron la densidad de una nube; era como si se hallara en medio de un pantano que emanara una espesa niebla. Esta niebla fue ganando altura y pronto Grenouille se vio rodeado por ella, empapado de ella, y entre los jirones ya no quedaba ni rastro de aire limpio. Si no quería ahogarse, tenía que respirar esta niebla. Y la niebla era, como ya se ha dicho, un olor. Y Grenouille sabía de qué clase de olor se trataba. La niebla era su propio olor. El suyo, el de Grenouille, su propio olor.
Y lo espantoso era que Grenouille, aunque reconocía este olor como el suyo, no podía olerlo. No podía, ni siquiera ahogándose en el propio olor, olerse a sí mismo.
Cuando comprendió esto con claridad, profirió un grito fuerte y terrible, como si lo quemaran vivo. El grito derrumbó las paredes del salón púrpura y los muros del castillo, salió del corazón, cruzó tumbas, pantanos y desiertos, pasó a gran velocidad por el paisaje nocturno de su alma, como un voraz incendio, le taladró la boca, perforó la destrozada galería e irrumpió en el mundo, resonando mucho más allá de la altiplanicie de Saint-Flour; fue como si gritara la montaña. Y su propio grito despertó a Grenouille, quien al despertarse agitó los brazos como si quisiera dispersar la niebla inodora que quería asfixiarle. Sentía tal terror, que todo su cuerpo temblaba de puro pasmo. Si el grito no hubiese rasgado la niebla, se habría asfixiado a sí mismo: una muerte espantosa. Le aterraba sólo el pensarlo. Y mientras seguía sentado, temblando e intentando ordenar sus pensamientos de confusión y terror, sabía ya una cosa con absoluta seguridad: cambiaría su vida, aunque sólo fuera porque no quería tener aquella horrible pesadilla por segunda vez. No podría resistir una segunda vez.
Se echó la manta de caballerías sobre los hombros y se arrastró hasta el aire libre. Fuera mediaba la mañana, una mañana de finales de febrero. Brillaba el sol y la tierra olía a piedra húmeda, musgo y agua. En el viento flotaba ya un ligero perfume de anémonas. Se puso en cuclillas ante la entrada de la cueva. Los rayos del sol le calentaban. Aspiró el aire fresco. Todavía se estremecía al pensar en la niebla de la que había huido y un gran bienestar al notar el calor en la espalda. No cabía duda de que era bueno que este mundo exterior existiese, aunque sólo le sirviera de lugar de refugio. No resistía la idea de no haber encontrado ningún mundo a la salida del túnel. Ninguna luz, ningún olor, nada en absoluto… sólo aquella pavorosa niebla, dentro, fuera y por doquier…
La fuerte impresión fue remitiendo poco a poco, así como la sensación de miedo, y Grenouille empezó a sentirse más seguro. Hacia el mediodía ya había recobrado su sangre fría habitual. Se puso bajo la nariz el índice y el dedo mediano de la mano izquierda y respiró entre los dos dedos. Olió al aire húmedo de primavera, perfumado de anémonas. Sus dedos no los olió. Dio la vuelta a la mano y olfateó la palma. Notó el calor de la mano, pero no olió a nada. Entonces se enrolló la manga destrozada de su camisa y hundió la nariz en el hueco del codo. Sabía que era el lugar donde todos los hombres huelen a sí mismos. Pero no olió a nada. Tampoco olió a nada en las axilas ni en los pies ni en el sexo, hacia el que se dobló todo lo que pudo. Era grotesco: él, Grenouille, que podía olfatear a cualquier ser humano a kilómetros de distancia, no era capaz de oler su propio sexo, que tenía a menos de un palmo de la nariz. A pesar de ello, no se dejó dominar por el pánico, sino que se dijo lo siguiente, reflexionando con frialdad: "No es que yo no huela, porque todo huele. El hecho de que no huela mi propio olor se debe a que no he parado de oler desde mi nacimiento y por ello tengo la nariz embotada para mi propio olor. Si pudiera separarlo de mí, todo o por lo menos en parte, y volver a él al cabo de cierto tiempo de descanso, conseguiría olerlo muy bien y, por lo tanto, a mí mismo".
Se quitó la manta de los hombros y se despojó de la ropa, o de lo que quedaba de su ropa, que más bien eran harapos o andrajos. Durante siete años no se la había quitado de encima; debía estar totalmente impregnada de su olor. Tiró las prendas una sobre otra a la entrada de la cueva y se alejó. Entonces trepó, por primera vez en siete años, a la cima de la montaña y cuando estuvo allí se situó en el mismo lugar donde se detuviera el día de su llegada, dirigió la nariz hacia el oeste y dejó que el viento silbara en torno a su cuerpo desnudo. Su intención era orearse completamente, impregnarse tanto del aire del oeste -lo cual equivalía a bañarse en el olor del mar y de los prados húmedos- que el olor de éste dominara el de su propio cuerpo y así formara una capa de fragancia entre él, Grenouille, y sus ropas, a las cuales estaría entonces en posición de oler con claridad. Y a fin de aspirar por la nariz la menor cantidad posible del propio olor, inclinó el torso hacia delante, alargó el cuello contra el viento todo lo que pudo y estiró los brazos hacia atrás. Parecía un nadador a punto de zambullirse.
Mantuvo esta posición extraordinariamente ridícula durante varias horas, durante las cuales, pese a que el sol era todavía débil, su piel blanca, desacostumbrada a la luz, se puso roja como un tomate.
Hacia el atardecer bajó de nuevo a la caverna. Vio desde lejos el montón de ropa en el suelo. En los últimos metros se tapó la nariz y no la abrió hasta que la hubo hundido entre los harapos. Realizó la prueba olfatoria tal como se la enseñara Baldini: aspiró con fuerza y luego expelió el aire por etapas. A fin de captar el olor, formó sobre el montón una campana con las manos y metió en ella la nariz a guisa de badajo. Hizo todo lo que pudo para distinguir su propio olor en los harapos, pero no estaba allí. Decididamente, no estaba allí. Pudo entresacar mil otros olores, el de la piedra, la arena, el musgo, la resina, la sangre de cuervo; incluso el de la salchicha comprada hacía años en las cercanías de Sully era claramente perceptible. La ropa contenía un diario olfatorio de los siete u ocho últimos años. Sólo faltaba su propio olor, el olor de quien la había llevado puesta sin interrupción durante todo aquel tiempo.
Sintió de pronto un poco de miedo. El sol se había ocultado y él estaba desnudo ante la entrada de la galería en cuyo tenebroso extremo había vivido durante siete años. El viento era gélido y enfriaba su cuerpo, pero él no lo notaba porque sentía otra cosa que dominaba la sensación de frío y que era el temor. No el mismo temor que había experimentado durante el sueño, aquel temor espantoso de asfixiarse a sí mismo que debía ser vencido a cualquier precio y del que había conseguido escapar. El temor que ahora le atenazaba era el de ignorar algo de sí mismo y se trataba de una especie opuesta a la anterior, ya que de éste no podía escapar, sino que debía hacerle frente. Tenía que saber sin ningún género de duda -incluso aunque el descubrimiento fuese terrible- si despedía o no algún olor. Y además, sin pérdida de tiempo. Inmediatamente.
Entró de nuevo en la galería. A los dos metros ya estaba sumergido en tinieblas, pero a pesar de ello conocía el camino como a plena luz. Lo había recorrido muchos miles de veces, conocía cada detalle y cada recodo, olía cada saliente de roca y cada piedra protuberante. Encontrar el camino no era difícil, lo difícil era luchar contra el recuerdo de la pesadilla claustrofóbica, que avanzaba en su interior como una marea a medida que se adentraba en la galería. Pero tenía valor; es decir, luchaba contra el miedo de no saber, contra el temor de la incertidumbre, y su lucha era efectiva porque sabía que no podía escoger.
Cuando llegó al extremo de la galería, al lugar donde el barranco de piedras era más abrupto, los dos temores le abandonaron. Se sintió tranquilo, con la cabeza clara y la nariz afilada como un escalpelo. Se puso en cuclillas, se tapó los ojos con las manos y olfateó. En este lugar, en esta sepultura pétrea aislada del mundo había yacido durante siete años. Si en alguna parte de la tierra tenía que percibir su olor, éste era el lugar.
Respiró lentamente. Realizó la prueba con minuciosidad. Se concedió tiempo antes de emitir el juicio. Permaneció en cuclillas un cuarto de hora; poseía una memoria infalible y recordaba con exactitud el olor de este lugar hacía siete años: a piedra y a frialdad húmeda y salada, tan limpia que ningún ser vivo, ya fuera hombre o animal, podía haber estado jamás allí… Y ahora olía exactamente a lo mismo.
Se quedó un rato más en la misma posición, muy tranquilo, sólo asintiendo en silencio con la cabeza. Luego dio media vuelta y echó a andar, al principio encorvado y, cuando la altura de la galería se lo permitió, con el cuerpo erecto, hacia el aire libre.
Una vez fuera, se vistió con los harapos (hacía años que los zapatos se le habían podrido), cubrió sus hombros con la manta y abandonó aquella misma noche el Plomb du Cantal en dirección sur.
Su aspecto era espeluznante. Los cabellos le llegaban hasta las rodillas, la barba rala, hasta el ombligo. Sus uñas eran como garras de ave y la piel de brazos y piernas, en los lugares donde los andrajos no llegaban a cubrirlos, se desprendía a tiras.
Los primeros hombres con quienes se cruzó, campesinos de un pueblo próximo a la ciudad de Pierrefort, que trabajaban en el campo se alejaron gritando al verle. En la ciudad, en cambio, causó sensación. La muchedumbre se apiñó a centenares para comtemplarlo. Muchos lo tomaron por un galeote fugado y otros dijeron que no era un ser humano, sino una mezcla de hombre y oso, una especie de sátiro. Uno que había navegado en su juventud afirmó que se parecía a los miembros de una tribu de indios salvajes de Cayena, que vivían al otro lado del gran océano. Lo condujeron a presencia del alcalde y allí, ante el asombro de los reunidos, enseñó su certificado de oficial artesano, abrió la boca y contó con palabras un poco incoherentes -pues eran las primeras que pronunciaba después de una pausa de siete años- pero bien inteligibles que en un viaje había sido atacado por bandidos, secuestrado y retenido prisionero durante siete años en una cueva. En todo este tiempo no vio ni la luz del sol ni a ningún ser humano, fue alimentado mediante una cesta que una mano invisible hacía bajar hasta él en la oscuridad y liberado por fin con una escalera sin que él conociera la razón y sin haber visto jamás a sus secuestradores ni a su salvador.
Se inventó esta historia porque le pareció más verosímil que la verdad, como en efecto lo era, ya que semejantes asaltos por parte de ladrones estaban lejos de ser infrecuentes en las montañas de Auvernia, Languedoc y Cèvennes. En cualquier caso, el alcalde levantó acta del hecho e informó del caso al marqués de la Taillade-Espinasse, señor feudal de la ciudad y miembro del Parlamento en Toulouse.
El marqués, a sus cuarenta años, ya había vuelto la espalda a la vida cortesana de Versalles para retirarse a sus fincas rurales y dedicarse a las ciencias. A su pluma se debía una importante obra sobre economía nacional dinámica en la cual proponía la supresión de todos los impuestos sobre bienes raíces y productos agrícolas, así como la introducción de un impuesto progresivo inverso sobre la renta, que perjudicaba más que a nadie a los pobres y que le obligaba a un mayor desarrollo de sus actividades económicas. Animado por el éxito de su opúsculo, redactó un tratado sobre la educación de niños y niñas entre las edades de cinco y diez años y se dedicó a continuación a la agricultura experimental, intentando, mediante la inseminación de semen de toro en diversas clases de hierba, cultivar un producto vegetal-animal para la obtención de una leche de mejor calidad, una especie de flor de ubre.
Tras cierto éxito inicial que le permitió incluso la elaboración de un queso de leche vegetal, calificado por la Academia de Ciencias de Lyon como "un producto con sabor a cabra, aunque un poco más amargo", se vio obligado a interrumpir los experimentos a causa de los enormes gastos que suponía rociar los campos con hectolitros de semen de toro. De todos modos, su contacto con los problemas agrobiológicos no sólo despertó su interés por la llamada gleba, sino también por la tierra en general y por su relación con la biosfera.
Apenas terminados sus trabajos prácticos sobre la flor de ubre, se entregó con verdadero entusiasmo de investigador a la escritura de un gran ensayo sobre las relaciones entre la proximidad de la tierra y la energía vital. Su tesis era que la vida sólo puede desarrollarse a cierta distancia de la tierra, ya que ésta emana constantemente un gas putrefacto, un llamado "fluido letal" que paraliza las energías vitales y tarde o temprano conduce a su extinción. Por esta razón todos los seres vivos tendían a crecer alejándose de la tierra, hacia arriba en lugar de hacia dentro de sí mismos, por así decirlo; por esto desarrollaban sus partes más valiosas en dirección al cielo: el grano, la espiga, la flor, sus capullos el hombre, la cabeza, y por esto, cuando la edad los inclinaba y acercaba de nuevo a la tierra, eran indefectiblemente víctimas del gas letal, ya que el proceso de envejecimiento los conducía a la muerte y la descomposición.
Cuando llegó a oídos del marqués de la Taillade-Espinasse que en Pierrefort habían encontrado a un individuo que había pasado siete años en una cueva -totalmente rodeado, por lo tanto, del elemento de putrefacción tierra-, no cupo en sí de gozo y ordenó que Grenouille fuese enviado sin pérdida de tiempo a su laboratorio, donde le sometió a un minucioso examen. Vio confirmada su teoría de la manera más gráfica: el fluido letal había atacado ya de tal modo a Grenouille que su cuerpo de veinticinco años mostraba claros indicios de deterioro senil. Lo único -explicó Taillade-Espinasse- que había evitado la muerte de Grenouille durante el período de su encarcelamiento era que sin duda le habían alimentado con plantas alejadas de la tierra, seguramente pan y frutas. Ahora su salud sólo podía restablecerse eliminando a fondo el fluido letal mediante un aparato de ventilación de aire vital inventado por él, Taillade-Espinasse, que lo guardaba en el sótano de su palacio de Montpellier; si Grenouille accedía a someterse al experimento científico, él no sólo le curaría de su irreversible contaminación de gas terrestre, sino que le pagaría una buena cantidad de dinero…
Dos horas más tarde viajaban en el carruaje. Aunque los caminos se encontraban en un lamentable estado, recorrieron las sesenta y cuatro millas que los separaban de Montpellier en apenas dos días porque el marqués, pese a su avanzada edad, se encargó personalmente de fustigar a cochero y caballos y no desdeñó ayudar con sus propias manos en las diversas roturas de lanzas y ballestas, tan entusiasmado estaba con su hallazgo y tan impaciente por presentarlo cuanto antes a un auditorio de expertos. Grenouille, en cambio, no pudo apearse del carruaje ni una sola vez, obligado a permanecer en su asiento envuelto en sus harapos y en una manta impregnada de tierra húmeda y barro, mientras sólo recibía como alimento durante todo el viaje tubérculos crudos. De este modo esperaba el marqués conservar unas horas más en su estado ideal la contaminación de fluido terrestre.
Una vez llegados a Montpellier, hizo llevar inmediatamente a Grenouille al sótano de su palacio, envió invitaciones a todos los miembros de la Facultad de Medicina, de la Sociedad Botánica, de la Escuela de Agricultura, de la Asociación de Química y Física, de la Logia Masónica y de las demás sociedades científicas, que en la ciudad ascendían a una docena como mínimo. Y unos días después -exactamente una semana desde que abandonara la soledad de la montaña-, Grenouille se encontró sobre un podio en el aula magna de la Universidad de Montpellier para ser presentado como la sensación científica del año a un auditorio de varios centenares de personas.
Taillade-Espinasse le describió en su conferencia como la prueba viviente de la verdad de su teoría sobre el letal fluido terrestre. Mientras le arrancaba del cuerpo uno a uno los harapos que todavía conservaba, explicó el efecto devastador producido en Grenouille por el gas putrefacto: aquí se veían pústulas y cicatrices, causadas por la acción corrosiva del gas; allí, en el pecho, un enorme carcinoma rojo brillante; por todas partes, una descomposición de la piel; e incluso un claro raquitismo fluía del esqueleto, visible en el pie deforme y en la joroba. También estaban gravemente dañados los órganos internos, bazo, hígado, pulmones, vesícula biliar e intestinos, como probaba sin lugar a dudas el análisis de los excrementos que todos los presentes podían examinar en el plato colocado a los pies del sujeto. En resumen, todo ello indicaba que el deterioro de las energías vitales a causa de la exposición durante siete años al "fluidum letale Taillade" había alcanzado tales proporciones, que el sujeto -cuyo aspecto, por otra parte, presentaba significativas facciones de topo- debía describirse como un ser más cercano a la muerte que a la vida. No obstante, el ponente se comprometía, mediante una terapia de ventilación en combinación con una dieta vital, a restablecer al moribundo, pues así podía calificársele, hasta el punto demostrar en el plazo de ocho días signos de una curación completa que saltarían a la vista de todo el mundo y convocaba a los asistentes para que fueran testigos al cabo de una semana del éxito de este diagnóstico, que debería considerarse entonces como prueba definitiva de la exactitud de su teoría del fluido terrestre letal.
La conferencia fue un éxito sensacional. El docto público aplaudió con entusiasmo al ponente y luego desfiló ante el estrado donde se encontraba Grenouille. En su estado de abandono ficticio y con sus antiguos defectos y cicatrices, su aspecto era realmente tan impresionante y repulsivo que todos consideraron su estado grave e irreversible, a pesar de que él se sentía pletórico de salud y fuerza física. Muchos caballeros le dieron unos golpecitos profesionales, le midieron y le examinaron la boca y los ojos. Algunos le dirigieron la palabra para preguntarle acerca de su vida en la cueva y su estado actual, pero él se ciñó estrictamente a las indicaciones previas del marqués, contestando a semejantes preguntas con una especie de estertor y señalando con ambas manos y gestos de impotencia su laringe, como dando a entender que también estaba afectada por el "fluidum letale Taillade".
Cuando hubo concluido la representación, Taillade-Espinasse lo facturó en el carruaje al sótano de su palacio, donde lo encerró, en presencia de varios doctores elegidos de la Facultad de Medicina, en el aparato de ventilación de aire vital, un artilugio hecho con listones de abeto rojo, sin intersticios, en el cual se introducía aire desprovisto del gas letal mediante una chimenea aspiradora que se elevaba a gran altura sobre el tejado; aire que se renovaba por medio de una válvula de escape de cuero colocada a ras de suelo. Cuidaban de la buena marcha de la instalación un equipo de empleados que se turnaban día y noche para evitar que se parasen los ventiladores incorporados a la chimenea. Y mientras Grenouille estaba rodeado de este modo por una constante corriente de aire purificador, cada hora se le servían a través de una pequeña esclusa practicada en la pared lateral alimentos dietéticos de procedencia alejada de la tierra: caldo de pichón, empanada de alondras, guisado de ánade, frutas confitadas, pan de una especie de trigo muy alto, vino de los Pirineos, leche de gamuza y mantecado hecho con huevos de gallinas criadas en el tejado del palacio.
Cinco días duró esta cura mixta de descontaminación y revitalización, al cabo de los cuales el marqués hizo detener los ventiladores y llevar a Grenouille a una cámara de baño donde lo sumergieron en agua de lluvia templada durante varias horas y a continuación lo lavaron de pies a cabeza con jabón de aceite de nuez procedente de la ciudad andina de Potosí. Le cortaron las uñas de manos y pies, le cepillaron los dientes con cal pulverizada de los Dolomitas, lo afeitaron, le cortaron y peinaron los cabellos y se los empolvaron. Avisaron a un sastre y un zapatero y vistieron a Grenouille con una camisa de seda, de chorrera blanca y puños blancos encañonados, medias de seda, levita, pantalones y chaleco de terciopelo azul y lo calzaron con bonitos zapatos de piel negra, con hebilla, el derecho de los cuales disimulaba hábilmente el defecto del pie. Con sus propias manos maquilló el marqués el rostro lleno de cicatrices de Grenouille, usando colorete de talco, le pintó labios y mejillas con carmín y prestó a sus cejas una curva realmente distinguida con ayuda de un carboncillo de madera de tilo. Por último, le salpicó con su perfume personal, una fragancia de violetas bastante sencilla, retrocedió unos pasos y necesitó mucho tiempo para expresar su satisfacción con palabras.
– Monsieur -empezó por fin-, estoy entusiasmado conmigo mismo. Estoy impresionado por mi genialidad. Ciertamente, no he dudado nunca de mi teoría fluidal, por supuesto que no, pero me impresiona verla corroborada de forma tan magnífica por la terapia aplicada. Erais un animal y he hecho de vos un ser humano. Un acto verdaderamente divino. Permitidme que me emocione. Poneos delante de aquel espejo y contemplad vuestra imagen. Reconoceréis por primera vez en vuestra vida que sois un hombre, no un hombre extraordinario ni sobresaliente en modo alguno, pero sí de un aspecto muy pasable. Hacedlo, monsieur. Contemplaos y asombraos del milagro que he realizado en vos.
Era la primera vez que alguien llamaba "monsieur" a Grenouille.
Fue hacia el espejo y se miró. Hasta entonces no se había visto nunca en un espejo. Vio a un caballero vestido de elegante azul, con camisa y medias blancas y se inclinó instintivamente, como siempre se había inclinado ante semejantes caballeros. Éste, sin embargo, se inclinó a su vez y cuando Grenouille se irguió, él hizo lo propio, tras lo cual permanecieron ambos mirándose con fijeza.
Lo que más desconcertaba a Grenouille era el hecho de ofrecer un aspecto tan increíblemente normal. El marqués tenía razón: no sobresalía en nada, ni en apostura ni tampoco en fealdad. Era un poco bajo, su actitud era un poco torpe y su rostro, un poco inexpresivo; en suma, tenía el mismo aspecto que millares de otros hombres. Si ahora bajaba a la calle, nadie se volvería a mirarle. Ni siquiera a él mismo le llamaría la atención un hombre así, si se cruzaba con él por la calle. A menos que, al olerle, se percatara de que aparte del perfume de violetas no olía a nada, como el caballero del espejo y él mismo.
Y, no obstante, sólo hacía diez días que los campesinos habían huido gritando ante su aparición. Entonces no se sentía diferente de ahora y ahora, si cerraba los ojos, no sentía nada diferente de entonces. Aspiró el aire que emanaba de su persona y olió el mediocre perfume, el terciopelo y la piel recién lustrada de sus zapatos; olió la seda, los polvos, la pintura y el débil aroma del jabón de Potosí. Y supo de repente que no había sido el caldo de pichón ni el artilugio de aire purificador lo que había hecho de él un hombre normal, sino única y exclusivamente las ropas, el corte de pelo y un poco de maquillaje.
Abrió los ojos, parpadeó y vio que el caballero del espejo parpadeaba como él y esbozaba una sonrisa con sus labios pintados de carmesí, como si quisiera insinuarle que no le resultaba del todo antipático. Y también Grenouille, por su parte, encontraba bastante agradable al señor del espejo, aquella figura disfrazada, maquillada e inodora; por lo menos, tuvo la impresión de que podía -perfeccionando un poco la máscara- causar un efecto en el mundo exterior del que él, Grenouille, nunca se habría creído capaz. Hizo a la figura una inclinación de cabeza y vio que ella, al devolverle el saludo, hinchaba a hurtadillas las ventanas de la nariz…
Al día siguiente -el marqués se disponía en aquel momento a enseñarle los gestos, posturas y pasos de baile más necesarios para la inminente recepción social-, Grenouille fingió un desmayo y se desplomó en un diván como si le fallaran las fuerzas y estuviera a punto de ahogarse.
El marqués se alarmó. Llamó a gritos a los criados, pidiendo abanicos y ventiladores portátiles y, mientras toda la servidumbre se apresuraba, él se arrodilló junto a Grenouille y le dio aire, agitando su pañuelo perfumado de violetas y conjurándole, suplicándole incluso, que se levantara, que no exhalara su último aliento precisamente ahora, sino que esperase a ser posible hasta pasado mañana, pues de lo contrario la supervivencia de la teoría del fluido letal correría un gravísimo peligro.
Grenouille se volvió y retorció, jadeó, gimió, agitó los brazos contra el pañuelo, se dejó caer por fin de modo muy dramático del diván y se acurrucó en el rincón más alejado del aposento.
– Este perfume no. -gritó con sus últimas fuerzas-. Este perfume no. Me está matando.
Y sólo cuando Taillade-Espinasse hubo tirado el pañuelo por la ventana y su levita perfumada de violetas a la habitación contigua, simuló Grenouille un alivio del ataque y explicó con voz más tranquila que poseía, como perfumista de profesión, un olfato muy sensible y que especialmente ahora, durante la convalecencia, reaccionaba de modo muy violento a determinados perfumes, y que la fragancia de la violeta, una flor por otra parte encantadora, le afectaba en grado sumo, lo cual sólo podía explicarse por el hecho de que el perfume del marqués contenía una elevada proporción de extracto de raíz de violeta, el cual, a causa de su origen subterráneo, actuaba de forma muy nociva sobre una persona que, como Grenouille, había sufrido los efectos del fluido letal. Ayer mismo, tras la primera aplicación del perfume, se había sentido muy sofocado y hoy, al percibir por segunda vez el olor de la raíz, había tenido la sensación de ser empujado de nuevo hacia el horrible y asfixiante agujero terrestre donde había vegetado durante siete años. Su naturaleza se rebelaba contra ello, no cabía duda, ya que después de recibir, gracias al arte del señor marqués, una vida libre de fluido letal, prefería morir inmediatamente antes que exponerse de nuevo al detestado fluido.
Aún ahora se le encogían las entrañas de sólo pensar en el perfume de aquella raíz. Sin embargo, estaba seguro de restablecerse sin tardanza si el marqués le permitía crear su propio perfume, a fin de eliminar por completo la fragancia de la violeta. Pensaba darle una nota muy ligera y aireada, compuesta casi en su totalidad de ingredientes alejados de la tierra como agua de almendras y de azahar, eucalipto, esencia de agujas de abeto y de cipreses. Sólo unas gotas de semejante fragancia en sus prendas, en la garganta y las mejillas le librarían para siempre de una repetición del penoso ataque que acababa de superar…
Lo reproducido aquí en un lenguaje indirecto y ordenado para que resulte inteligible fue en realidad un torrente de palabras ininterrumpido e incoherente que duró media hora, salpicado de toses, jadeos y ahogos y subrayado con temblores, ademanes y ojos en blanco. El marqués quedó hondamente impresionado, más aún que la sintomatología de la enfermedad le convenció la sutil argumentación de su protegido, que coincidía a la perfección con el sentido de la teoría del fluido letal. El perfume de violeta, naturalmente. Un producto repugnante, próximo a la tierra, incluso subterráneo. Era probable que él mismo se hubiera contagiado, ya que lo usaba desde hacía años. No tenía idea de que día tras día se había ido acercando a la muerte a través de aquella fragancia.
La gota, la rigidez de la nuca, la flaccidez de su miembro, las hemorroides, la presión en los oídos, la muela podrida… todo se debía sin lugar a dudas al hedor de la raíz de violeta, contaminada por el fluido. Y había tenido que ser este ser pequeño y estúpido, este desgraciado que se agazapaba en el rincón, quien se lo indicara. Se emocionó. Le habría gustado ir hacia él, levantarse y estrecharse contra su esclarecido pecho, pero temía oler aún a violetas, de ahí que volviera a llamar a gritos a los criados para ordenarles que sacaran de la casa todo el perfume de violetas, airearan el palacio entero, descontaminaran sus ropas en el ventilador de aire vital y llevaran en el acto a Grenouille en su silla de manos al mejor perfumista de la ciudad. Y esto último era precisamente lo que Grenouille había querido provocar con su ataque.
La perfumería gozaba de una antigua tradición en Montpellier y aunque en los últimos tiempos había perdido categoría en comparación con su ciudad rival, Grasse, en la población vivían aún varios buenos perfumistas y maestros guanteros. El más renombrado de todos, un tal Runel, se declaró dispuesto, teniendo en cuenta las relaciones comerciales con la casa del marqués de la Taillade-Espinesse, de la cual era proveedor de jabones, esencias y productos aromáticos, a dar el insólito paso de permitir la entrada en su taller al singular oficial de perfumista parisién que acababa de llegar en la silla de manos y quien, sin explicar nada ni preguntar dónde podía encontrar lo necesario, anunció que ya sabía buscarlo solo, se encerró en el taller y permaneció allí una hora larga mientras Runel iba a una taberna a beber dos vasos de vino con el mayordomo del marqués y se enteraba de la razón por la cual ya no era aceptable el olor de su agua de violetas.
El taller y la tienda de Runel no eran ni mucho menos tan lujosos como lo fuera en su tiempo el establecimiento de perfumería de Baldini, en París. Con las escasas existencias de extractos florales, aguas y especias, un perfumista mediocre no habría podido realizar grandes progresos, pero Grenouille supo en seguida, al primer olfateo, que las sustancias disponibles bastaban para sus fines. No quería crear ningún gran perfume; no pretendía elaborar un agua prestigiosa como hiciera en el pasado para Baldini, una fragancia que sobresaliera del océano de mediocridades y sedujera al gran público. Su propósito real no era siquiera un simple aroma de azahar, como había prometido al marqués. Las esencias disponibles de neroli, eucalipto y hojas de ciprés sólo tenían la misión de ocultar el auténtico perfume cuya elaboración se había propuesto: el olor del ser humano. Quería, aunque de momento se tratara de un mal sucedáneo, apropiarse el olor de los hombres, que él mismo no poseía. Cierto que no existía "el" olor de los hombres, como tampoco existía "el" rostro humano. Cada ser humano olía a su modo, nadie lo sabía mejor que Grenouille, que conocía miles y miles de olores individuales y desde su nacimiento sabía distinguir a los hombres con el olfato. Y no obstante… había un tema perfumístico fundamental en el olor humano, muy sencillo, además: un olor a sudor y grasa, a queso rancio, bastante repugnante, por cierto, que compartían por igual todos los seres humanos y con el que se mezclaban los más sutiles aromas de cada aura individual.
Este aura, sin embargo, la clave enormemente complicada e intransferible del olor "personal", no era percibida por la mayoría de los hombres, los cuales ignoraban que la poseían y por añadidura hacían todo lo posible por ocultarla bajo la ropa o los perfumes de moda. Sólo les era familiar aquel olor fundamental, aquella primitiva vaharada humana, sólo vivían y se sentían protegidos en ella y quienquiera que oliese a aquel repugnante caldo colectivo, era considerado automáticamente uno de los suyos.
El perfume creado aquel día por Grenouille fue muy singular. No había existido hasta entonces otro más singular en el mundo. No olía como un perfume, sino como "un hombre perfumado". Si alguien hubiera olido este perfume en una habitación oscura, habría creído que en ella estaba otra persona. Y si lo hubiera usado una persona que ya oliera como tal, el efecto olfativo habría sido el de dos personas o, aún peor, el de un monstruoso ser doble, una figura que no puede observarse con claridad porque se manifiesta difusa como una imagen del fondo del mar, estremecida por las olas.
A fin de imitar este aroma humano -insuficiente, como él mismo sabía, pero lo bastante acertado para engañar a los demás-, reunió Grenouille los ingredientes más agresivos del taller de Runel.
Tras el umbral de la puerta que conducía al patio había un pequeño montón, todavía fresco, de excrementos de gato. Recogió media cucharadita y la mezcló en el matraz con unas gotas de vinagre y un poco de sal fina. Bajo la mesa del taller encontró un trozo de queso del tamaño de una uña de pulgar, procedente sin duda de una comida de Runel. Tenía bastante tiempo, ya empezaba a pudrirse y despedía un fuerte olor cáustico. De la tapa de una lata de sardinas que halló en la parte posterior de la tienda rascó una sustancia que olía a pescado podrido y la mezcló con un huevo, también podrido, y castóreo, amoníaco, nuez moscada, cuerno pulverizado y corteza de tocino chamuscada, picado finamente. Añadió cierta cantidad de algalia en una proporción relativamente elevada y diluyó tan nauseabundos ingredientes en alcohol; entonces dejó reposar la mezcla y la filtró en un segundo matraz. El caldo olía a mil demonios, a cloaca, a sustancias en descomposición, y cuando sus exhalaciones se mezclaban con el aire producido por un abanico, parecía que se entraba en un cálido día de verano en la Rue aux Fers de París, esquina Rue de la Lingerie, donde flotaban los olores del mercado, del Cimetiére des Innocents y de las casas atestadas de inquilinos.
Sobre esta horrible base, que por sí sola olía más a cadáver que a ser viviente, vertió ahora Grenouille una capa de esencias frescas: menta, espliego, terpentina, limón, eucalipto, a las que agregó unas gotas de esencias florales como geranio, rosa, azahar y jazmín para hacer el aroma aún más agradable. Tras la adición de alcohol y un poco de vinagre, ya no podía olerse nada de la repugnante base sobre la que descansaba toda la mezcla. El hedor latente había casi desaparecido por completo bajo los ingredientes frescos; lo nauseabundo, aromatizado por el perfume de las flores, se había vuelto casi interesante y, cosa extraña, ya no se olía a putrefacción, nada en absoluto. Por el contrario, el perfume parecía exhalar un fuerte y alado aroma de vida.
Grenouille llenó con él dos frascos, que tapó y guardó en sus bolsillos. Entonces lavó con agua, muy a fondo, los matraces, el mortero, el embudo y la cucharilla y los frotó con aceite de almendras amargas para borrar toda huella odorífera y cogió otro matraz, en el cual mezcló a toda prisa otro perfume, una especie de copia del primero, compuesto igualmente de elementos florales y frescos pero sin la base hedionda, que sustituyó por ingredientes muy convencionales como nuez moscada, ámbar, un poco de algalia y esencia de madera de cedro. Este perfume olía de un modo completamente distinto del anterior -más anodino y sencillo, sin virulencia- porque le faltaban los componentes de la imitación del olor humano. Sin embargo, cuando se lo aplicara un hombre corriente, mezclándolo con su propio olor, no podría distinguirse del elaborado por Grenouille exclusivamente para sí mismo.
Después de llenar unos frascos con el segundo perfume, se desnudó y salpicó sus ropas con el primero, poniéndose seguidamente unas gotas del mismo en las axilas, entre los dedos de los pies, en el sexo, en el pecho, cuello, orejas y cabello, tras lo cual volvió a vestirse y abandonó el taller.
Al salir a la calle sintió un miedo repentino porque sabía que por primera vez en su vida despedía un olor humano. A su juicio, sin embargo, apestaba, apestaba de un modo repugnante y no podía imaginarse que otras personas no encontraran también apestoso su aroma, por lo que no se atrevió a ir directamente a la taberna donde le esperaban Runel y el mayordomo del marqués. Se le antojó menos arriesgado probar antes la nueva aura en un entorno anónimo.
Se deslizó por las callejuelas más oscuras hasta el río, donde los curtidores y tintoreros tenían sus talleres y sus malolientes negocios. Cuando se cruzaba con alguien o pasaba ante la entrada de una casa, donde jugaban niños o pasaban el rato mujeres ancianas, se esforzaba por andar más despacio y rodearse de la gran nube cerrada de su aroma.
Estaba acostumbrado desde la adolescencia a que las personas que pasaban por su lado no se fijaran en él, no por desprecio -como había creído entonces-, sino porque no se percataban de su existencia. No le rodeaba ningún espacio, no dispersaba ninguna oleada en la atmósfera como todos los demás, no proyectaba, por así decirlo, ninguna sombra en los rostros de los otros seres humanos. Sólo cuando chocaba directamente con alguien, en una calle atestada o de repente, en una esquina, se producía un breve momento de percepción; y el otro solía sobresaltarse, horrorizado, mirando con fijeza a Grenouille durante unos segundos, como si viera un ser que en realidad no podía existir, un ser que, aun estando indudablemente "allí", en cierto modo no estaba presente, y se alejaba en seguida y al cabo de un momento lo había olvidado…
Sin embargo, ahora, por las calles de Montpellier, Grenouille vio y sintió con claridad -y cada vez que lo veía le dominaba una violenta sensación de orgullo- que causaba cierto efecto sobre sus semejantes. Cuando pasó por delante de una mujer inclinada ante el brocal de un pozo, la vio levantar la cabeza para ver quién era y volver a ocuparse en seguida de su cubo, como tranquilizada. Un hombre que le daba la espalda dio media vuelta y le miró con curiosidad unos momentos. Los niños con quienes se cruzaba se hacían a un lado, no por miedo, sino para cederle el paso, e incluso cuando salían corriendo de un umbral y tropezaban directamente con él, no se asustaban sino que lo sorteaban con naturalidad, como si hubieran presentido la proximidad de una persona. Gracias a estos encuentros aprendió a estimar en su justo valor la fuerza y el efecto de su nueva aura y adquirió más seguridad y desenvoltura. Se aproximaba más deprisa a la gente, los pasaba más de cerca, dejaba oscilar el brazo con mayor libertad y rozaba como de modo casual el brazo de un transeúnte. Entonces se detenía para disculparse y la persona que aún ayer se habría estremecido como tocada por un rayo ante la súbita aparición de Grenouille, se comportaba como si nada hubiera ocurrido, aceptaba la disculpa e incluso esbozaba una sonrisa y le daba unas palmadas en el hombro.
Dejó las callejuelas y llegó a la plaza de la catedral de Saint-Pierre. Tañían las campanas. La muchedumbre se agolpaba a ambos lados del portal. Acababa de celebrarse una boda y todos querían ver a la novia. Grenouille corrió hacia allí y se mezcló con la multitud. Se abrió paso, introduciéndose como una cuña entre el gentío, hacia el lugar donde la aglomeración era más densa porque quería estar en contacto con la piel ajena y esparcir su aroma bajo sus propias narices. Y abrió los brazos entre la multitud y separó las piernas y se abrió el cuello de la camisa para que el olor de su cuerpo pudiera dispersarse sin obstáculos… y su alegría no conoció límites cuando observó que los demás no se percataban de nada, absolutamente de nada, que todos aquellos hombres, mujeres y niños que se apiñaban a su alrededor, se dejaban engañar con facilidad y respiraban su hedor compuesto de excrementos de gato, queso y vinagre como si se tratara de su propio olor y lo aceptaban, a él, Grenouille, el engendro, como si fuera uno de ellos.
Notó el contacto de un niño contra sus rodillas, mejor dicho, una niña, apretujada entre los adultos. La levantó con fingida solicitud y la sostuvo en sus brazos para que pudiera ver mejor. La madre no sólo lo permitió, sino que le dio las gracias y la pequeña lanzaba gritos de júbilo.
Grenouille permaneció un cuarto de hora arropado por la multitud, con una niña apretada contra su pecho hipócrita. Y mientras la comitiva nupcial pasaba por su lado, acompañada por el estentóreo tañido de las campanas y el alborozo de la multitud, sobre la que cayó una lluvia de monedas, Grenouille prorrumpió a su vez en gritos, en exclamaciones de júbilo maligno, lleno de una violenta sensación de triunfo que le hacía temblar y le embriagaba como un acceso de lujuria, y le costó un esfuerzo no vomitarlo en forma de veneno y hiel sobre la muchedumbre y no gritarles a la cara que no le inspiraban ningún miedo, que ya no los odiaba apenas, sino que los despreciaba con toda su alma porque su necesidad era repugnante, porque se dejaban engañar por él, porque no eran nada y él lo era todo. Y como un escarnio, apretó más a la niña contra su pecho, se dio aire y gritó a coro con los demás: "Viva la novia. Viva la novia. Viva la magnífica pareja."
Cuando la comitiva nupcial se hubo alejado y la multitud empezó a dispersarse, devolvió la niña a su madre y entró en la iglesia para descansar y reponerse de su excitación. En el interior de la catedral, el aire estaba lleno de incienso que ascendía en fríos vapores de dos incensarios colocados a ambos lados del altar y se esparcía como una capa asfixiante sobre los olores más débiles de las personas que se habían sentado aquí hacía unos momentos. Grenouille se acurrucó en un banco, debajo del coro.
De repente le invadió un gran sosiego. No el causado por la embriaguez, como el que sentía en el interior de la montaña durante sus orgías solitarias, sino el sosiego frío y sereno que infunde la conciencia del propio poder. Ahora sabía de qué era capaz. Con un mínimo de medios, había imitado, gracias a su genio, el aroma de los seres humanos, acertándolo tanto al primer intento que incluso un niño se había dejado engañar por él. Ahora sabía que podía hacer algo más. Sabía que era capaz de mejorar este aroma. Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él, Grenouille, con todo su corazón.
Sí, deberían amarle cuando estuvieran dentro del círculo de su aroma, no sólo aceptarle como su semejante, sino amarle con locura, con abnegación, temblar de placer, gritar, llorar de gozo sin saber por qué, caer de rodillas como bajo el frío incienso de Dios sólo al olerle a él, Grenouille. Quería ser el dios omnipotente del perfume como lo había sido en sus fantasías, pero ahora en el mundo real y para seres reales. Y sabía que estaba en su poder hacerlo. Porque los hombres podían cerrar los ojos ante la grandeza, ante el horror, ante la belleza y cerrar los oídos a las melodías o las palabras seductoras, pero no podían sustraerse al perfume. Porque el perfume era hermano del aliento. Con él se introducía en los hombres y si éstos querían vivir, tenían que respirarlo. Y una vez en su interior, el perfume iba directamente al corazón y allí decidía de modo categórico entre inclinación y desprecio, aversión y atracción, amor y odio. Quien dominaba los olores, dominaba el corazón de los hombres.
Absorto por completo, Grenouille seguía sentado, sonriendo, en el banco de la catedral de Saint-Pierre. No sintió ninguna euforia cuando concibió el plan de dominar a los hombres. No brillaba ninguna chispa de locura en sus ojos ni desfiguraba su rostro ninguna mueca de demencia. No estaba loco. Su estado de ánimo era tan claro y alegre que se preguntó por qué lo quería. Y se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado. Y sonrió al pensarlo, muy contento. Parecía muy inocente, como cualquier hombre feliz.
Permaneció sentado un rato más, en devoto recogimiento, aspirando con profundas bocanadas el aire saturado de incienso. Y de nuevo animó su rostro una sonrisa de satisfacción. Qué miserable era el olor de este Dios. Qué ridícula, la elaboración del aroma desprendido por este Dios. Ni siquiera se trataba de incienso verdadero; lo que salía de los incensarios era un mal sucedáneo, falseado con madera de tilo, polvo de canela y salitre. Dios apestaba. Dios era un pequeño y pobre apestoso. Este Dios era engañado o engañaba Él, igual que Grenouille… sólo que mucho peor.
El marqués de la Taillade-Espinasse estuvo encantado con el nuevo perfume. Declaró que incluso para él, como descubridor del fluido letal, resultaba sorprendente ver la poderosa influencia que algo tan secundario y efímero como un perfume, ya procediera de orígenes cercanos o alejados de la tierra, podía ejercer sobre el estado general de un individuo. Grenouille, que pocas horas antes había yacido aquí pálido y sin conocimiento, tenía un aspecto fresco y saludable como cualquier hombre sano de su edad y, sí, casi podía decirse -teniendo en cuenta las limitaciones a que estaba sujeto un hombre de su condición y escasa cultura- que había adquirido algo parecido a la personalidad. En todo caso, él, Taillade-Espinasse, informaría sobre el caso en el capítulo relativo a la dietética vital de su tratado de inminente aparición sobre su teoría del fluido letal. Antes que nada, sin embargo, quería perfumarse también él con la nueva fragancia.
Grenouille le alargó los dos frascos llenos de perfume convencional y el marqués se lo aplicó y se mostró sumamente satisfecho del efecto. Confesó que después de usar durante años la horrible fragancia de violetas, densa como el plomo, se sentía como si le crecieran alas y, si no se equivocaba, también tenía la impresión de que remitía el espantoso dolor en las rodillas y el zumbido de las orejas; en general se encontraba más animado, tonificado y rejuvenecido en varios años. Fue hacia Grenouille, lo abrazó y lo llamó "mi hermano fluidal", añadiendo que no se trataba en absoluto de un tratamiento social, sino puramente espiritual, en conspectu universalitatis fluidi letalis, ante el cual -y sólo ante él- todos los hombres eran iguales; y anunció -mientras soltaba a Grenouille, de modo muy amistoso, sin el menor indicio de aversión, casi como si se tratara de un igual- que muy pronto fundaría una logia internacional supracorporativa cuya meta sería vencer totalmente al fluido letal, sustituyéndolo en el tiempo más breve posible por puro fluido vital, y que desde ahora prometía ganar a Grenouille como su primer prosélito. Entonces le hizo escribir en un papel la receta del perfume floral, se lo guardó y regaló a Grenouille cincuenta luises de oro.
Una semana justa después de la primera conferencia, volvió a presentar el marqués de la Taillade-Espinasse a su protegido en el aula magna de la universidad. La aglomeración era impresionante. Había acudido todo Montpellier, no sólo el Montpellier científico, sino también, y en pleno, el Montpellier social, en el que figuraban muchas damas que querían ver al legendario hombre de la caverna. Y aunque los adversarios de Taillade, representantes casi todos del Círculo de Amigos de los Jardines Botánicos Universitarios y miembros de la Sociedad para el Fomento de la Agricultura, habían movilizado a todos sus partidarios, el acto obtuvo un éxito clamoroso. Con objeto de recordar al público el estado de Grenouille sólo una semana antes, Taillade-Espinasse hizo repartir dibujos que mostraban al cavernícola en toda su fealdad y embrutecimiento. Entonces mandó entrar al nuevo Grenouille, vestido con una elegante levita de terciopelo azul y camisa de seda, maquillado, empolvado y peinado; y sólo su modo de andar, erguido completamente, con pasos pequeños y airoso movimiento de caderas, y su forma de subir al estrado sin ayuda y de inclinarse con una sonrisa, ya hacia un lado, ya hacia el otro, dejó sin habla a todos los críticos e incrédulos. Incluso los Amigos de los Jardines Botánicos Universitarios enmudecieron confusos. Era demasiado impresionante el cambio y demasiado abrumador el milagro que aquí se había producido: mientras una semana antes había aparecido un animal agazapado y salvaje, ahora tenían ante su vista a un hombre realmente civilizado y bien constituido.
En la sala reinó un ambiente casi respetuoso y cuando Taillade-Espinasse se levantó para tomar la palabra, se hizo un silencio completo. Desarrolló una vez más su teoría, conocida hasta la saciedad, del fluido letal terrestre, explicó a continuación los medios mecánicos y dietéticos con que lo había eliminado del cuerpo del sujeto, sustituyéndolo por fluido vital, e invitó por fin a todos los presentes, tanto amigos como enemigos, a abandonar, en vista de una evidencia tan concluyente, toda resistencia contra la nueva doctrina y a luchar con él, Taillade-Espinasse, contra el fluido maligno y abrirse al beneficioso fluido vital. Al decir esto extendió los brazos y dirigió la mirada al cielo y muchos científicos le imitaron, mientras las mujeres prorrumpían en llanto.
Grenouille, de pie sobre el podio, no escuchaba. Observaba con gran satisfacción el efecto de un fluido completamente distinto y mucho más real: el suyo propio. Como correspondía a las dimensiones del aula, se había rociado con gran cantidad de perfume y el aura de su fragancia se derramó con gran fuerza a su alrededor en cuanto hubo subido al estrado. La vio -de hecho la vio incluso con los ojos. – apoderarse de la primera fila de espectadores y avanzar hacia el fondo hasta impregnar las últimas filas y la tribuna. Y todos cuantos quedaban impregnados -el corazón de Grenouille saltaba de alegría- experimentaban una transformación visible. Bajo el hechizo de su aroma cambiaban, sin que ellos lo supieran, la expresión del rostro, la conducta y los sentimientos. Quienes al principio le habían mirado con descarado asombro, le contemplaban ahora con ojos más benévolos; quienes antes le observaban apoyados en los respaldos de sus asientos, con el ceño fruncido y las comisuras de los labios hacia abajo, indicando crítica, ahora se inclinaban hacia delante con una expresión infantil en el semblante relajado; e incluso en las caras de los miedosos, los asustados, los hipersensibles, que antes le habían mirado con horror y su estado actual aún les inspiraba escepticismo, se advertían indicios de cordialidad y hasta de simpatía cuando su aroma los alcanzaba.
Al final de la conferencia todo el auditorio se puso en pie y estalló en un aplauso frenético. "Viva el fluido vital. Viva Taillade-Espinasse. Arriba la teoría fluidal. Abajo la medicina ortodoxa. "Esto gritó la culta población de Montpellier, la ciudad universitaria más importante del mediodía francés, y el marqués de la Taillade-Espinasse vivió la hora más grande de su vida.
Pero Grenouille, que ahora bajó del podio y se mezcló con la gente, sabía que las ovaciones iban dirigidas a él, exclusivamente a Jean-Baptiste Grenouille, aunque ninguno de los vitoreadores presentes en el aula tenía la menor idea de este hecho.
Se quedó todavía unas semanas en Montpellier. Había conseguido bastante celebridad y le invitaban a los salones, donde le hacían preguntas sobre su vida en la caverna y su curación en manos del marqués. Siempre tenía que repetir la historia de los salteadores de caminos que lo habían secuestrado, de la cesta que le bajaban hasta la cueva y de la escalera. Y cada vez la adornaba más y le añadía nuevos detalles. De este modo adquirió cierta práctica en el habla -bien es verdad que bastante reducida, ya que no dominó nunca el lenguaje- y, lo que era más importante para él, en un empleo rutinario de la mentira.
Se dio cuenta de que en el fondo podía contar a la gente todo cuanto quería; una vez había ganado su confianza -y confiaban en él tras el primer aliento con que inhalaban su aroma artificial-, se lo creían todo. En consecuencia, adquirió también cierta seguridad en el trato social que nunca había poseído y que se reflejó incluso en su aspecto físico. Daba la impresión de que había crecido; su joroba pareció disminuir y caminaba casi completamente derecho. Y cuando le dirigían la palabra, ya no se encorvaba como antes, sino que continuaba erguido y mantenía la mirada de sus interlocutores. Huelga decir que en este período de tiempo no se convirtió en un hombre de mundo ni en un dandi o asiduo frecuentador de los salones, pero perdió de modo visible su brusquedad y su torpeza, reemplazándolas por una actitud que fue calificada de modestia natural o al menos de una ligera timidez innata que conmovió a muchas damas y caballeros; en los círculos mundanos de aquella época se tenía debilidad por lo natural y por una especie de atractivo tosco, sin refinamientos.
A principios de marzo recogió sus cosas y se marchó con sigilo una mañana muy temprano, apenas abiertas las puertas de la ciudad, vestido con una sencilla levita marrón que había comprado la víspera en el mercado de ropa vieja, y tocado con un sombrero raído que le tapaba media cara. Nadie lo reconoció, nadie lo vio ni se fijó en él porque aquel día renunció ex profeso a perfumarse. Y cuando el marqués mandó hacia mediodía hacer averiguaciones sobre su paradero, los centinelas juraron por todos los santos que habían visto abandonar la ciudad a las gentes más dispares, pero no a aquel conocido cavernícola, que sin lugar a dudas habría llamado su atención. Entonces el marqués hizo correr la voz de que Grenouille había abandonado Montpellier con su autorización para viajar a París por asuntos familiares. Sin embargo, en su fuero interno estaba furioso porque había acariciado el plan de recorrer todo el reino con Grenouille a fin de ganar adeptos para su teoría fluidal.
Al cabo de un tiempo volvió a tranquilizarse porque su gloria se propagó igualmente sin el recorrido y casi sin su intervención. Aparecieron largos artículos sobre el fluidum letale Taillade en el "Journal des Savants" e incluso en el "Courier de l’Europe" y desde muy lejos acudían pacientes afectados por el fluido letal para someterse a sus cuidados. En verano de 1764 fundó la primera "Logia del Fluido Vital", con ciento veinte miembros en Montpellier y más tarde filiales en Marsella y Lyon. Entonces decidió dar el salto hasta París para conquistar desde allí para su doctrina a todo el mundo civilizado, pero antes quería, como propaganda para su campaña, llevar a cabo una proeza fluidal que superase la curación del cavernícola y todos los demás experimentos y, a principios de diciembre, acompañado por un grupo de intrépidos adeptos, emprendió una expedición al Canigó, situado en el mismo meridiano de París y considerado el pico más alto de los Pirineos.
Ya en el umbral de la ancianidad, nuestro hombre se proponía hacerse transportar hasta la cima a 2.800 metros de altitud y respirar allí durante tres semanas el aire más puro y vital para descender, como anunció, puntualmente en Nochebuena como un ágil jovencito de veinte años.
Los adeptos renunciaron poco después de Vernet, el último núcleo de población humana al pie de la imponente montaña. Al marqués, sin embargo, nada podía detenerle. Despojándose de sus ropas, que tiró a su alrededor en el ambiente glacial, y lanzando gritos de júbilo, empezó solo el ascenso. Lo último que se vio de él fue su silueta, que desapareció con las manos levantadas hacia el cielo en actitud de éxtasis y cantando en plena tormenta de nieve.
En Nochebuena los prosélitos esperaron en vano el regreso del marqués de la Taillade-Espinasse. No llegó ni como anciano ni como jovencito. Tampoco a principios de verano del año siguiente; cuando los más osados treparon en su busca hasta la nevada cumbre del Canigó, no se encontró ni rastro de él, ni un trocito de ropa ni una parte del cuerpo ni el hueso más diminuto.
Esto no significó, sin embargo, el fin de su doctrina. Muy al contrario. Pronto se difundió la leyenda de que se había unido en la cima de la montaña con el fluido vital eterno, fundiéndose en él y flotando invisible desde entonces, enteramente joven, sobre los picos de los Pirineos, y de que quien ascendiera hasta él sería partícipe de su sino y durante un año estaría libre de enfermedades y del proceso de envejecimiento. Hasta muy entrado el siglo XIX, la teoría fluidal de Taillade fue defendida en muchas cátedras de medicina y empleada terapéuticamente en muchas sociedades ocultas. Y todavía hoy existen en ambas vertientes de los Pirineos, concretamente en Perpiñón y Figueras, logias tailladistas secretas que se reúnen una vez al año para ascender al Canigó.
Allí encienden una gran hoguera, supuestamente con ocasión del solsticio y en honor de san Juan, pero en realidad para honrar la memoria de su maestro Taillade-Espinasse y su gran fluido y para alcanzar la vida eterna.