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Con la llegada de las lluvias de invierno, la guerra contra Numidia llegó a un sombrío estancamiento y ninguno de los dos bandos pudo desplegar sus tropas. Cayo Mario recibió la carta de su suegro César y reflexionó sobre la misma, preguntándose si el cónsul Quinto Cecilio Metelo sabría que iba a convertirse en procónsul, al ver prorrogado su mandato al llegar el Año Nuevo, y así tener asegurado el triunfo. Nadie en el cuartel general del gobernador en Utica hablaba de la derrota de Junio Silano frente a los germanos ni de las ingentes bajas de su ejército.
Lo que no quería decir, pensó resentido Mario, que Metelo ignorase esas cuestiones; no, lo que sucedía era que el legado mayor Cayo Mario, como de costumbre, sería el último en ser informado. Al pobre Rutilio Rufo le habían encomendado la supervisión de las guarniciones de invierno fronterizas, lo cual le ponía en contacto inmediato con cualquier rebrote de hostilidades que pudiera producirse, y Cayo Mario, destinado al puesto de mando en Utica, se vio a las órdenes directas ¡del hijo de Metelo!, un muchacho de veinte años, ascendido a cadete a la sombra de su padre, que se recreaba en aquel cargo de mandar en la guarnición y defensa de Utica, por lo que en cualquier asunto militar relacionado con la ciudad Mario tenía que consultar con el insufriblemente arrogante Meneítos hijo, como no tardaron en llamarle, y no sólo Mario. Dado que Utica era una fortaleza alejada, las obligaciones de Mario incluían realizar todas las tareas que el gobernador no quería hacer, tareas más propias de un cuestor que de un legado mayor.
Así que la cosa estaba que ardía y la prudencia de Mario iba progresivamente deteriorándose, en particular cuando Metelo hijo se divertía a costa suya, cosa en la que se complacía desde que su padre le había comentado que a él también le alegraba. La casi derrota del río Mutul había suscitado por parte de Rutilio Rufo y de Mario una acerba crítica del general, llegando el propio Mario a decirle que la mejor manera de ganar la guerra contra Numidia era capturar a Yugurta.
– ¿Cómo puedo hacerlo? -replicó Metelo, bastante escarmentado por su primera batalla.
– Con un subterfugio -dijo Rutilio Rufo.
– ¿Qué clase de subterfugio?
– Eso debéis idearlo vos mismo, Quinto Cecilio -añadió Mario.
Pero ahora que todos habían regresado a la provincia africana, y dedicaban tranquilamente los días lluviosos a tareas rutinarias, Metelo tenía su propio consejo, hasta que entró en contacto con un noble númida llamado Nabdalsa y se vio obligado a llamar a Mario para que asistiera a la entrevista.
– Quinto Cecilio, ¿es que no podéis hacer vos mismo el trabajo sucio? -inquirió a quemarropa Mario.
– ¡Creedme, Cayo Mario, si estuviera aquí Publio Rutilio no os llamaría! -espetó Metelo-. ¡Pero vos conocéis a Yugurta y yo no, y supongo que, en consecuencia, sabéis mejor que yo cómo funciona la mente de un númida! Lo único que quiero es que oigáis lo que dice ese Nabdalsa y me digáis después qué os parece.
– Me sorprende que confiéis lo bastante en mí para creer que os vaya a dar mi sincera opinión -replicó Mario.
Metelo enarcó las cejas, francamente desconcertado.
– Estáis aquí para luchar contra Numidia, Cayo Mario, ¿por qué no me ibais a dar vuestra sincera opinión?
– Pues que pase ese Nabdalsa, Quinto Cecilio, y os corresponderé lo mejor que pueda.
Mario sabía quién era Nabdalsa, aunque nunca le había visto. Era un incondicional del príncipe Gauda, pretendiente legitimo al trono númida, y que por entonces vivía en una finca casi regia no lejos de Utica, en la floreciente ciudad que había nacido en el emplazamiento de la antigua Cartago. Nabdalsa había venido de parte del príncipe Gauda en la vieja Cartago, y Metelo le recibió en glacial audiencia.
Metelo explicó su plan y le manifestó que la manera más rápida de acabar la guerra y resolver el contencioso de Numidia era capturando a Yugurta. ¿Tenía el príncipe Gauda, o Nabdalsa, alguna idea de cómo llevar a cabo dicha captura?
– Decididamente a través de Bomílcar, domínus -contestó Nabdalsa.
– ¿De Bomílcar? -repitió Metelo, estupefacto-. Sí es su hermanastro, su notable más leal!
– En este momento las relaciones entre ambos son muy tirantes -replicó Nabdalsa.
– ¿Debido a qué? -inquirió Metelo.
– Por la cuestión sucesoria, domínus. Bomílcar quiere que le nombren regente pero Yugurta se niega.
– ¿Regente? ¿Heredero no?
– Bomílcar sabe que no puede serlo, domínus, porque Yugurta tiene dos hijos, aunque muy pequeños.
Metelo frunció el ceño, tratando de discernir los procesos mentales de aquel caletre extranjero.
– ¿Y por qué se niega Yugurta? Yo diría que la designación de Bomílcar es una buena idea.
– Se trata del linaje, domínus -replicó Nabdalsa-. El notable Bomílcar no es descendiente del rey Masinisa ni pertenece a su casa real.
– Comprendo -asintió Metelo-. Muy bien; ved, pues, lo que podéis hacer para persuadir a Bomílcar de que debe aliarse con Roma. ¡Es sorprendente! -añadió, dirigiéndose a Mario-. Yo había creído que un hombre con suficientes títulos de nobleza para aspirar al trono sería el regente ideal.
– En nuestra sociedad, sí-respondió Mario-, pero en la de Yugurta es una invitación al asesinato de sus hijos. ¿Cómo podría ascender Bomílcar al trono sino matando a los herederos de Yugurta y fundando una nueva dinastía?
– Gracias, barón Bomílcar -dijo Metelo, volviéndose hacia Nabdalsa-. Podéis partir.
Pero Nabdalsa no estaba dispuesto a irse.
– Dominus, os suplico un pequeño favor -dijo.
– ¿De qué se trata? -inquirió Metelo con cara de pocos amigos.
– El príncipe Gauda está deseando veros y se pregunta por qué no se le ha ofrecido la oportunidad. Vuestro año de gobernador de la provincia africana está a punto de concluir, y el príncipe Gauda sigue esperando la ocasión de saludaros.
– Si desea verme, ¿qué se lo impide? -replicó adusto el gobernador.
– No puede presentarse por las buenas, Quinto Cecilio -terció Mario-. Debéis extenderle una invitación formal.
– Ah, bien, si de eso se trata, se le cursará una invitación -añadió Metelo, ocultando una sonrisa.
Y la invitación fue extendida al día siguiente para que Nabdalsa pudiera llevarla personalmente a la vieja Cartago, y así el príncipe Gauda fue a entrevistarse con el gobernador.
No fue una entrevista muy halagúeña, pues dos hombres tan distintos como Metelo y Gauda difícilmente podían avenirse. Débil y enfermizo y no muy inteligente, Gauda adoptó la actitud que consideraba de ley y que Metelo juzgó despótica, pues, al saber que era necesario enviar una invitación al real personaje para que acudiera a verle, se imaginó que su visitante se mostraría modesto y hasta obsequioso. Pero, muy al contrario, Gauda comenzó por encolerizarse cuando Metelo no se levantó para saludarle y puso fin poco después a la audiencia abandonando majestuosamente la residencia del gobernador.
– ¡Soy de la realeza! -protestó Gauda ante Nabdalsa.
– Nadie lo ignora, alteza -asintió Nabdalsa-, pero los romanos son muy raros a ese respecto, y se consideran no menos superiores porque destronaron a sus reyes hace cientos de años, gobernándose a sí mismos desde entonces sin necesidad de reyes.
– ¡Por mi como si adoran la mierda! -replicó Gauda ofendido-. ¡Soy hijo legítimo de mi padre, mientras que Yugurta es un bastardo! ¡Cuando hago acto de presencia entre ellos, los romanos deben ponerse en pie para recibirme, inclinarse ante mí, ofrecerme un trono para sentarme y seleccionar unos centenares de sus mejores soldados para ofrecérmelos como escolta!
– Cierto, cierto -replicó Nabdalsa-. Ya hablaré con Cayo Mario. Quizá Cayo Mario pueda hacer entrar en razón a Quinto Cecilio.
Todos los númidas conocían a Cayo Mario y a Rutilio Rufo, pues Yugurta había difundido su fama en sus primeros tiempos al regresar de Numancia y los había visto a los dos varias veces durante su reciente estancia en Roma.
– Pues ved a Cayo Mario -dijo Gauda, retirándose a la antigua Cartago, con una rabieta monumental, reconcomido por los desaires hechos por Metelo en nombre de Roma, mientras Nabdalsa se procuraba discretamente una entrevista con Cayo Mario.
– Haré lo que pueda, barón -dijo Mario con un suspiro.
– Os lo agradecería, Cayo Mario -añadió Nabdalsa, conmovido.
– Vuestro señor os hace responsable, ¿no es eso? -dijo Mario sonriendo.
La mirada de Nabdalsa hablaba por sí sola.
– El inconveniente, amigo mío, es que Quinto Cecilio se considera infinitamente superior por nacimiento a un príncipe númida, y dudo mucho de que nadie, y menos yo, pueda hacerle cambiar de actitud. Pero lo intentaré, porque deseo que podáis buscarme a Bomílcar. Eso es mucho más importante que las rencillas entre gobernadores y príncipes -dijo Mario.
– La pitonisa siria dice que la familia de Cecilio Metelo va a entrar en decadencia -añadió pensativo Nabdalsa.
– ¿Qué pitonisa siria?
– Una mujer llamada Marta -contestó el númida-. El príncipe Gauda la encontró en Cartago, donde al parecer fue abandonada hace años por un capitán de barco que pensaba que le había echado una maldición. Al principio sólo la consultaban los humildes, pero ahora su fama se ha extendido y reside en la corte del príncipe. Le ha profetizado que llegará a ser rey de Numidia tras la caída de Yugurta, cuya hora, dice, no ha llegado todavía.
– ¿Y qué dice de la familia de Cecilio Metelo?
– Que toda la familia ha pasado el cenit de su poder e irá disminuyendo en miembros y en riqueza, superada por otros, entre ellos vos mismo, domínus.
– Quiero ver a esa augur siria -dijo Mario.
– No hay inconveniente, pero deberéis venir a la antigua Cartago, porque ella no sale de la corte del príncipe -contestó Nabdalsa.
Una entrevista con la adivina siria implicaba una audiencia previa con el príncipe Gauda. Mario escuchó resignado la retahíla de agravios contra Metelo y aseguró que él no tenía la menor idea de cómo pensaba comportarse.
– Tened el convencimiento, alteza, de que cuando en mi mano esté se os tratará con el respeto y la deferencia que por linaje os corresponde -dijo con una reverencia aún más profunda de lo que Gauda habría esperado.
– ¡Ese día llegará! -replicó entusiasmado Gauda, enseñando sus deteriorados dientes-. Marta dice que seréis el primer hombre de Roma a no tardar. Por tal motivo, Cayo Mario, quiero formar parte de vuestros clientes, y me encargaré de que mis partidarios en la provincia africana se hagan igualmente clientes vuestros. Y lo que es más, cuando sea rey de Numidia, todo el país será cliente vuestro.
Mario escuchaba perplejo; a él, un simple pretor, se le ofrecía la clase de clientes que el propio Cecilio Metelo ansiaba en vano. ¡Tenía que conocer a aquella Marta, la adivina siria!
Tuvo ocasión de conocerla poco después porque ella misma solicitó verle, y Gauda ordenó que le condujeran a su presencia en la enorme villa que ocupaba como palacio provisional. Una mirada bastó para que Mario, al que hicieron esperar en antesala, se diese cuenta de que la adivina era un huésped de excepción, pues la vivienda estaba lujosamente amueblada, las paredes decoradas con los mejores murales que había visto en su vida y los suelos recubiertos de mosaicos que en nada desmerecían a los murales.
La siria entró vestida de rojo, otro signo honorífico, que generalmente no se otorgaba a nadie que no fuese de sangre real. Y ella no era, ni mucho menos, de sangre real, sino una anciana menuda, flaca y arrugada, que apestaba a orines y que no se había lavado el cabello hacía años, sospechaba Mario. Tenía aspecto extranjero, con una gran nariz delgada y aguileña que destacaba en un rostro surcado por infinitas arrugas, y unos ojos negros de fulgor tan fiero y vigilante como los de un águila. Sus pechos pendían como bolsas llenas de guijarros, balanceándose bajo la tenue camisa roja tiria que era lo único que llevaba de cintura para arriba. Llevaba ceñido a la cintura un chal tirio, igualmente rojo, y manos y pies casi negros por el tinte de alheña; al andar hacía sonar una infinidad de campanillas, ajorcas, anillos y dijes de oro macizo. Fijado por una peineta de oro, un velo de púrpura tiria cubría su nuca, y le caía sobre la espalda cual lacia bandera.
– Sentaos, Cayo Mario -dijo, señalándole una silla con un largo dedo semejante a una garra, reluciente por los muchos anillos que ceñía.
Mario hizo lo que le indicaba, incapaz de apartar los ojos de aquel atezado rostro senil.
– El príncipe Gauda me ha dicho que habéis vaticinado que seré el primer hombre de Roma -dijo al tiempo que carraspeaba-. Quisiera saber algo más.
La adivina emitió una característica risita cacareante de vieja, enseñando sus encías vacías, salvo un incisivo amarillento en la mandíbula superior.
– Oh, sí, estoy segura de que lo seréis -contestó, dando una palmada para que viniese un criado-. Tráenos una infusión de hojas secas y unos pastelillos de los que me gustan. No tardará -añadió, dirigiéndose a Mario-. Cuando lo traigan, hablaremos. Mientras, permaneceremos en silencio.
No queriendo ofenderla, Mario permaneció sentado en silencio, y cuando llegó el humeante brebaje dio un sorbo a la copa que le tendió, olfateándola, no muy convencido. No sabía mal, pero él no estaba acostumbrado a tomar bebidas calientes; al quemarse la lengua, dejó a un lado la copa. Ella, muy acostumbrada, lo tomaba a breves sorbos, ingiriéndolo con audible placer.
– Es delicioso -dijo la siria-, aunque supongo que preferiréis el vino.
– no -respondió Mario muy cortés.
– Tomad un pastelillo -musitó ella con la boca llena.
– No, muchas gracias.
– Bien, bien, entiendo -dijo ella, enjuagándose la boca con otro sorbo de pócima caliente y alargando imperiosa una de sus garras-. Dadme la mano derecha.
Mario obedeció.
– Os aguarda un gran destino, Cayo Mario -comenzó a decir escrutando ardientemente las líneas de la palma-. ¡Qué mano! Refleja todo lo que acomete. ¡Y qué línea del cerebro! Rige vuestro corazón, rige vuestra vida, rige todo menos los estragos del tiempo, Cayo Mario, pues ésos nadie los puede resistir. Pero vos resistiréis mucho más que otros. Veo una grave enfermedad… pero la superaréis en su primera manifestación… Enemigos que acechan, enemigos sin número… pero los venceréis… Seréis cónsul al año siguiente del que acaba de comenzar, es decir, el año que viene… Y después seréis cónsul seis veces más… Siete veces en total seréis cónsul, y os llamarán el tercer fundador de Roma, pues salvaréis a Roma del mayor de los peligros.
Notaba que el rostro le ardía como brasas removidas, en su cabeza sentía un inmenso fragor, el corazón le latía como un tambor batido por el hortator para estimular la velocidad de los remeros. Un espeso velo rojo tapaba su vista; porque la siria decía la verdad. El lo sabía.
– Tenéis el amor y el respeto de una gran mujer -prosiguió Marta, examinando ahora las rayas menores-, y su sobrino será el más grande entre los romanos de todos los tiempos.
– No, ése soy yo -dijo Mario, ya con los reflejos más serenos, al oír aquel vaticinio menos placentero.
– No, es su sobrino -insistió Marta-. Un hombre mucho más grande que vos, Cayo Mario. Lleva vuestro primer nombre, Cayo, pero es de la familia de ella, no de la vuestra.
Tomaba buena nota y no lo olvidaría.
– ¿Y mi hijo? -inquirió.
– Vuestro hijo también será un gran hombre, pero no tan grande como su padre ni vivirá con mucho tantos años como él. Pero aún estará vivo cuando llegue vuestra hora.
La adivina retiró la mano y metió los sucios pies descalzos bajo el diván con un tintineo y tañir de campanillas, ajorcas y pulseras.
– Ya he visto todo lo que había que ver, Cayo Mario -dijo arrellanándose y cerrando los ojos.
– Os doy las gracias, adivina Marta -dijo él, poniéndose en pie y sacando la bolsa-. ¿Cuánto…?
Marta abrió sus pérfidos ojos negros, diabólicamente vivos.
– A vos no os cobro nada. La compañía de los grandes es suficiente. Cobro a los que son como el príncipe Gauda, que nunca será grande, aunque será rey -añadió con otro cacareo-. Pero eso lo sabéis tan bien como yo, Cayo Mario, pues aunque no tenéis el don de leer el futuro, sí que tenéis el de leer en el corazón de los hombres; y el príncipe Gauda tiene un corazón mísero.
– Vuelvo a daros las gracias.
– Oh, tengo que pediros un favor -añadió la adivina cuando Mario se hallaba ya casi en la puerta.
– Decidme -contestó Mario, volviéndose rápidamente.
– Cuando seáis cónsul por segunda vez, Cayo Mario, llevadme a Roma y tratadme con honores. Tengo deseos de ver Roma antes de morir.
– Veréis Roma -dijo él, y salió.
¡Siete veces cónsul! ¡El primer hombre de Roma! ¡Tercer fundador de Roma! ¿Qué destino más grande que aquél? ¿Qué roma no podía superarlo? Cayo… Debía referirse al hijo de su joven cuñado, Cayo Julio César. Claro, su hijo sería sobrino de Julia, el único que llevaría el nombre de Cayo, por supuesto.
– Por encima de mi cadáver -dijo Cayo Mario, montando en el caballo y encaminándose a Utica.
Al día siguiente fue a entrevistarse con Metelo. El cónsul se hallaba examinando unos documentos y cartas de Roma, pues la noche anterior había llegado un barco retrasado por los temporales.
– ¡Estupendas noticias, Cayo Mario! -dijo Metelo, por una vez afable-. Han prorrogado mi mando en Africa, con imperium proconsular y con buenas perspectivas de que lo prorroguen si necesito más tiempo.
Dejó a un lado el nombramiento y cogió otra hoja por simple exhibición, pues era evidente que ya las había leído. Ninguno de los dos se limitó a hojear en silencio los papeles con una mirada de comprensión, pues los dos sufrían la necesidad de alzarse y leer en voz alta para facilitar el proceso.
– Es una suerte que mi ejército esté intacto, porque parece que la escasez de tropa en Italia se ha agudizado, gracias a la acción de Silano en la Galia. Ah, claro, no lo sabéis, es cierto. Pues sí, mi colega consular ha sido derrotado por los germanos, con grandes pérdidas -añadió, cogiendo otro rollo, que esgrimió-. Silano dice que en el campo de batalla había más de medio millón de gigantes germanos. -Dejó el rollo en la mesa y enarboló otro en dirección de Mario-. El Senado me notifica que ha anulado la lex Sempronia de Cayo Graco, que limitaba el número de campañas completas exigibles. ¡Magnífico! Podemos alistar a miles de veteranos en caso necesario -añadió, complacido.
– Es una decisión legislativa muy perjudicial -replicó Mario-. Si un veterano desea retirarse al cabo de diez años o seis campañas completas, debe permitírsele con la garantía de que no va a ser llamado nunca más a filas. ¡Estamos diezmando a los pequeños propietarios, Quinto Cecilio! ¿Cómo puede un hombre abandonar sus escasas tierras al cabo, quizá, de veinte años de servicio en las legiones, y esperar que éstas prosperen en su ausencia? ¿Cómo puede engendrar hijos que le sustituyan en su granja y en las legiones? Cada vez recae con mayor peso sobre la esposa la tarea de cuidar la tierra, y las mujeres no poseen la fuerza, la previsión y la aptitud para ello. Deberíamos procurarnos tropa de otra manera y protegerla de los generales.
– ¡Cayo Mario, no es competencia vuestra -replicó Metelo con rostro impasible y labios prietos- criticar la sabiduría de la más ilustre entidad que nos gobierna! ¿Quién os créeis que sois?
– Quinto Cecilio, creo que ya me dijisteis en una ocasión, hace muchos años, quién era: un palurdo itálico que no habla griego, si no recuerdo mal. Y puede que sea verdad. Pero eso no me impide que diga lo que pienso de una mala legislación -respondió Mario sin levantar la voz-. Nosotros, y con ese "nosotros" me refiero al Senado, ilustre entidad de la que tanto vos como yo formamos parte, estamos consintiendo que perezca toda una clase de ciudadanos por no tener el valor y la presencia de espíritu para poner coto a todos esos pretendidos generales que hemos estado nombrando durante años. ¡La sangre de los soldados romanos no es para derrocharla, Quinto Cecilio, sino para emplearla en una vida útil!
Mario se puso en pie y se inclinó sobre el escritorio de Metelo para proseguir su diatriba.
– Cuando al principio estructuramos nuestro ejército, era para realizar campañas en Italia, de manera que los hombres pudieran volver a sus hogares en invierno para atender sus tierras, engendrar hijos y asesorar a sus mujeres. Pero, hoy día, cuando un hombre se alista o se ve obligado a incorporarse por la leva, le envían a ultramar y, en lugar de servir en una campaña que dure un verano, está en filas dos años seguidos sin poder volver a casa, de modo que esas seis campañas pueden suponerle doce y hasta quince años… ¡y fuera de su patria! ¡Cayo Graco legisló en contra de eso para impedir que los pequeños terratenientes itálicos no cayesen en las garras de los ganaderos especuladores! -añadió con un forzado suspiro, mirando irónico a Metelo-. ¡Ah, pero se me olvidaba, claro! Porque vos mismo sois uno de esos ganaderos codiciosos, ¿no es cierto? ¡Y os encanta ver cómo van a parar a vuestras manos esas pequeñas propiedades, cuando los hombres que deberían volver a casa caen en suelo extranjero por culpa de la brutal desidia y la codicia de la aristocracia!
– ¡Ajá! ¡Ahora lo habéis dicho! -exclamó Metelo, poniéndose en pie de un salto y aproximando el rostro al de Mario-. ¿Así que codicia y desidia aristocrática? Tenéis lo de la aristocracia clavado muy hondo, ¿verdad? ¡Pues os diré un par de cosas, advenedizo Cayo Mario! ¡El haberos casado con una Julia de los Julios no os convertirá en aristócrata!
– Ni lo deseo -replicó desdeñoso Mario-. ¡Os desprecio a todos, con la sola excepción de mi suegro, quien, de milagro, ha sabido seguir siendo un hombre honrado a pesar de sus orígenes!
Ya hacía rato que hablaban a gritos y en la antecámara todos estaban pendientes de la discusión.
– ¡Dale, Cayo Mario! -decía un tribuno de la tropa.
– ¡Dale donde duele, Cayo Mario! -añadía otro.
– ¡Méate en ese chupapollas arrogante, Cayo Mario! -espetaba un tercero, riendo.
Lo que demostraba que todos, hasta el último soldado, sentían mucha más simpatía por Mario que por Quinto Cecilio Metelo.
Pero los gritos habían llegado más allá de la antecámara, y cuando el hijo del cónsul irrumpió en el antedespacho, todo el personal consular simuló estar trabajando eficientemente. Metelo hijo, sin dirigirles una mirada, abrió la puerta del despacho de su padre.
– ¡Padre, se oyen vuestras voces a varias millas! -exclamó el joven, dirigiendo una mirada de odio a Mario.
Era de fisico muy parecido a su padre; de estatura y contextura medias, pelo castaño, ojos marrones y relativamente bien parecido según los cánones romanos, de forma que no tenía ninguna característica por la que hubiera destacado entre la multitud.
La interrupción apaciguó a Metelo, aunque en nada palió la rabia de Mario. Ninguno de los dos hizo ademán de querer sentarse de nuevo, y el joven Metelo permaneció a un lado, alarmado y molesto, y apasionadamente predispuesto a ponerse de parte de su padre, pero muy contenido, habida cuenta en particular de las indignidades a que había sometido a Mario desde que su padre le había nombrado comandante de la guarnición de Utica. Ahora veía por primera vez a un Cayo Mario distinto, fisicamente crecido y con valentía, coraje e inteligencia muy por encima de cualquier Cecilio Metelo.
– No tiene objeto proseguir la conversación, Cayo Mario -dijo Metelo, ocultando el temblor de sus manos mediante el recurso de apoyarlas sobre el escritorio-. En cualquier caso, ¿para qué queríais verme?
– He venido a deciros que quiero dejar el servicio en esta guerra a finales del verano dijo Mario-. Vuelvo a Roma para presentarme a las elecciones de cónsul.
– ¿Cómo decís? -exclamó Metelo sin dar crédito a lo que acababa de oír.
– Que marcho a Roma para participar en las elecciones consulares.
– No lo haréis -replicó Metelo-. ¡Habéis firmado como mi legado mayor, y además con imperium de prepretor, durante mi mandato como gobernador de la provincia africana. Me han prorrogado el cargo, lo que quiere decir que el vuestro queda prorrogado.
– Podéis licenciarme.
– Si quisiera, sí; pero no quiero -respondió Metelo-. De hecho, si de mí dependiera, Cayo Mario, os dejaría aquí en provincias para el resto de vuestros días.
– No me obliguéis a hacer algo repugnante, Quinto Cecilio -dijo Mario en tono más bien amistoso.
– ¿Obligaros a hacer algo ¿qué? ¡Bah, salid de aquí, Mario! ¡Dedicaos a algo útil y no me hagáis perder el tiempo! -añadió Metelo, advirtiendo la mirada de su hijo y sonriéndole como en connivencia.
– Insisto en que se me releve del servicio en esta guerra para poder presentarme a la elección de cónsul este otoño en Roma.
Envalentonado por la actitud cada vez más cerrada de mando y superioridad de su padre, el Meneítos hijo comenzó a lanzar unas risitas que estimularon a su progenitor.
– Os digo una cosa, Cayo Mario -añadió éste, sonriendo-. Tenéis casi cincuenta años y mi hijo veinte. ¿Me aceptaríais la sugerencia de presentaros a cónsul el mismo año que él lo haga? Por entonces habréis logrado ser aceptable para el cargo de cónsul. Y estoy seguro que a mi hijo le encantará daros algunas indicaciones.
Metelo hijo soltó una carcajada.
Mario los miró a ambos bajo sus erizadas cejas, con su cara de águila mucho más orgullosa y altiva que la de ellos.
– Seré cónsul, Quinto Cecilio, perded cuidado -dijo-. Seré cónsul, no una, sino siete veces.
Y salió del despacho, dejando a los dos Metelos boquiabiertos, entre sorprendidos y atemorizados, preguntándose por qué no encontraban nada divertida aquella arrogante afirmación.
Al día siguiente, Mario volvía a la antigua Cartago y pedía audiencia con el príncipe Gauda.
Conducido a presencia de éste, hincó una rodilla en tierra y besó su fría mano.
– ¡Alzaos, Cayo Mario! -exclamó Gauda, encantado y alborozado porque aquel hombre de impresionante aspecto le mostrara semejante respeto y admiración.
Mario comenzó a incorporarse y luego volvió a dejarse caer sobre las dos rodillas con los brazos tendidos.
– Alteza real -dijo-, no soy digno de estar en vuestra presencia, pues vengo a vos como el más humilde de los suplicantes.
– ¡Alzaos, alzaos! -chilló Gauda, en la gloria-. ¡De rodillas no prestaré oídos a vuestras peticiones! Venid, sentaos a mi lado y decidme qué queréis.
El asiento que Gauda le indicaba estaba, efectivamente, a su lado, aunque un escalón más bajo que el trono. Haciendo una profunda reverencia mientras se dirigía a él, Mario se sentó en el borde, como deslumbrado por el esplendor de quien sí estaba cómodamente sentado.
– Cuando decidisteis ser cliente mío, príncipe Gauda, acepté ese extraordinario honor pensando en que podría hacer prosperar vuestra causa en Roma; pues me proponía presentarme a la elección de cónsul el próximo otoño -dijo Mario, haciendo una pausa con un profundo suspiro-. ¡Mas, ay, no podrá ser! Quinto Cecilio Metelo va a quedarse en Africa porque le han prorrogado el cargo de gobernador, lo que quiere decir que yo, como legado suyo que soy, no puedo abandonar el servicio sin su consentimiento. Y cuando le he manifestado que deseaba presentarme a la elección consular, me ha negado el permiso para abandonar Africa antes que él.
El noble retoño de la casa real númida se puso rígido con la sencilla iracundia de un inválido consentido. Bien que recordaba la negativa de aquel Metelo a levantarse para recibirle, a hacerle una profunda reverencia, a ofrecerle asiento en un trono, a asignarle una escolta romana.
– ¡Pero eso no tiene sentido, Cayo Mario! -exclamó-. ¿Cómo podríamos forzarle a cambiar de opinión?
– ¡Señor, estoy asombrado de vuestra inteligencia y de lo bien que os hacéis cargo de la situación! -exclamó Mario-. Es exactamente lo que debemos hacer, forzarle a cambiar de idea. -Hizo una pausa-. Sé lo que vais a sugerir, pero quizá sea preferible que salga de mis labios al tratarse de algo poco limpio. Os ruego que me permitáis decirlo a mí.
– Decidlo -se apresuró a decir Gauda, magnánimo.
– Alteza real, hay que inundar Roma, el Senado y las asambleas del pueblo con cartas. Cartas vuestras… y de los habitantes de las villas, de los pastores, mercaderes y comerciantes de toda la provincia romana de Africa, cartas informando a Roma de la ineptitud, de la enorme incompetencia de Quinto Cecilio Metelo en la dirección de esta guerra contra el enemigo númida, cartas explicando que los pocos éxitos de la campaña se deben a mí y no a él. ¡Miles de cartas, mi señor! Y no escritas una sola vez, sino repetidas hasta la saciedad, hasta que Quinto Cecilio ceda y me permita marchar a Roma para presentarme a las elecciones a cónsul.
Gauda lanzó un resoplido de contento.
– ¿No es sorprendente, Cayo Mario, nuestra compenetración? Cartas era precisamente lo que yo iba a sugeriros.
– Ya os he dicho que lo sabía -replicó Mario, impaciente-. Pero, ¿es posible, señor?
– ¿Posible? ¡Claro que es posible! -exclamó Gauda-. Sólo hace falta tiempo, influencia y dinero, Cayo Mario. Y entre los dos podemos conseguir mucho más tiempo, influencia y dinero que Quinto Cecilio Metelo, ¿no creéis?
– Eso espero, desde luego -contestó Mario.
Naturalmente, Mario no se cruzó de brazos. Recorrió personalmente de arriba abajo toda la provincia africana para ver a cuantos ciudadanos romanos, latinos e itálicos había, pretextando necesidades de servicio por sus constantes viajes. Era mensajero de un mandato secreto del príncipe Gauda, prometiendo toda clase de mercedes una vez fuese rey de Numidia y asegurándose la propia clientela de cuantos veía. Ni lluvia, ni fango, ni ríos desbordados fueron obstáculo; era incansable acaparando clientes y cosechando promesas de cartas y más cartas. Miles y miles de cartas. Cartas suficientes para echar a pique el barco del Estado de Quinto Cecilio Metelo y lograr su extinción política.
En febrero comenzaron a llegar las cartas de la provincia romana de Africa a todos los personajes y organismos importantes de Roma; y no dejaron de llegar en barcos sucesivos. Una de ellas, de Marco Cecilio Rufo, ciudadano romano, propietario de cientos de iugera en el valle del río Bagradas e importante productor de trigo para el mercado romano, decía:
Quinto Cecilio Metelo poco ha hecho en Africa si no es mirar por sus propios intereses. Mi modesta opinión es que trata de prolongar esta guerra para incrementar su gloria personal y sus ansias de poder. El pasado otoño dio a conocer su política para debilitar la posición del rey Yugurta mediante la quema de las cosechas del pais y el saqueo de las ciudades, en particular las que guardaban tesoros. Como consecuencia, mis tierras y las tierras de muchos ciudadanos romanos de esta provincia corren peligro, pues ahora los númidas efectúan correrías de represalia en la provincia romana. Todo el valle del Bagradas, tan importante para el abastecimiento de grano a Roma, vive bajo constante amenaza.
Además, ha llegado a oídos míos y de otros muchos que Quinto Cecilio Metelo es un inepto en el mando de sus legados, y no digamos del ejército. Ha desperdiciado deliberadamente la capacidad de hombres veteranos de tanta valía como Cayo Mario y Publio Rutilio Rufo, asignándoles, al uno, el mando de su insignificante cuerpo de caballería, y al otro, tareas de praefectus fabrum. Su comportamiento para con el príncipe Gauda, considerado por el Senado y el pueblo de Roma legítimo rey de Numidia, ha sido insufriblemente arrogante, desconsiderado y hasta cruel.
Para concluir, debo indicar que los pocos éxitos obtenidos en la campaña de este año se deben estrictamente a los esfuerzos de Cayo Mario y Publio Rutilio Rufo. Y me consta que no han recibido las gracias ni se les ha atribuido el mérito debido. Quiero particularmente mencionar el buen comportamiento de Cayo Mario y de Rutilio Rufo y condenar con toda indignación la conducta de Quinto Cecilio Metelo.
Era una carta dirigida a uno de los comerciantes de trigo más importantes de Roma, un hombre con gran predicamento entre senadores y caballeros. Naturalmente, una vez que supo la vergonzosa conducta de Metelo en la guerra, su voz llegó a toda clase de oídos interesados y su indignación repercutió en muchos ámbitos con efecto inmediato. Y conforme se sucedían los días y arreciaba el raudal de cartas, a su voz se sumaron otras muchas. Los senadores comenzaron a temblar cuando se les aproximaba un banquero comercial o un magnate naviero y la complaciente satisfacción del poderosisimo clan de Cecilio Metelo fue disminuyendo a toda velocidad.
Y el clan de Cecilio Metelo cursó también cartas a su estimado miembro Quinto Cecilio, procónsul en la provincia de Afríca, rogándole que aminorara su arrogancia con el príncipe Gauda, que su hijo tratase con más consideración a sus legados mayores y que hiciera lo posible por ganar en el campo de batalla un par de sonadas victorias contra las tropas de Yugurta.
Luego estalló el escándalo de Vaga, que tras rendirse a Metelo a finales de otoño, se sublevó a continuación y pasó a cuchillo a casi todos los comerciantes itálicos. La revuelta la había propiciado Yugurta con la connivencia nada menos que del propio Turpilio, comandante de la guarnición y amigo íntimo de Metelo. Este cometió el error de salir en defensa de Turpilio cuando Mario exigió públicamente que fuese juzgado ante un consejo de guerra, por traición, y al llegar la historia a Roma a través de cientos de cartas dio la impresión de que Metelo fuese tan culpable de traición como Turpilio. De nuevo el clan de Cecilio Metelo cursó cartas a su apreciado Quinto Cecilio en Utica, rogándole que eligiera mejor a sus amistades si seguía empeñado en defenderlas de la acusación de traición.
Pasaron muchas semanas hasta que Metelo no tuvo más remedio que admitir que Cayo Mario era el inspirador de la campaña de cartas a Roma; y aun forzado a admitir la evidencia, tardó en comprender la importancia de la guerra epistolar y más aún en contrarrestar sus efectos. ¿El, un Cecilio Metelo, con la reputación maltrecha en Roma por boca de Cayo Mario, un pretendiente plañidero y un puñado de vulgares comerciantes coloniales? ¡Imposible! Roma no funcionaba así. Roma era suya y no de Cayo Mario.
Cada semana, con la regularidad de un calendario, Mario se presentaba a Metelo y le pedía le licenciara del servicio a finales de agosto, y, con la misma regularidad, Metelo se lo negaba.
En favor de Metelo hay que señalar que tenía otras cosas en que pensar aparte de Mario y unas insignificantes cartas que llegaban a Roma. La mayor parte de sus energías las absorbía Bomílcar. A Nabdalsa le había costado varios días concertar una entrevista con Bomílcar y muchos más convenir una reunión secreta entre éste y Metelo. Pero a finales de marzo, por fin, ésta tuvo lugar en un pequeño anexo de la residencia del gobernador en Utica, en la que Bomílcar fue introducido a escondidas.
Se conocían bastante bien, por supuesto, pues era Metelo quien había mantenido informado a Yugurta a través de Bomílcar durante sus desesperados últimos días en Roma, y era Bomílcar, más que el rey, confinado en el pomerium de la ciudad, quien había gozado de la hospitalidad de Metelo.
Sin embargo, en esta nueva entrevista no hubo muchos miramientos sociales. Bomílcar se mostraba receloso, temiendo que se descubriese su presencia en Utica, y Metelo no las tenía todas consigo en su nuevo papel de jefe de espionaje.
Por eso fue directamente al grano.
– Quiero acabar esta guerra con las mínimas pérdidas posibles en hombres y material, y lo más pronto posible -dijo-. Roma requiere mi presencia más en otros puestos que en su avanzadilla en Africa.
– Sí, he sabido lo de los germanos -dijo Bomílcar con voz queda.
– Entonces comprenderéis mi premura -replicó Metelo.
– Desde luego. Sin embargo, no acierto a ver qué puedo hacer yo para abreviar aquí las hostilidades.
– Me inclino a creer, por lo que me han informado, y tras largas reflexiones estoy convencido de ello, que lo mejor y más rápido para el futuro de Numidia y lo más positivo para Roma es eliminar al rey Yugurta -dijo el procónsul.
Bomílcar miró pensativo a Metelo. Sabia muy bien que no era como Cayo Mario ni como Rutilio Rufo. No, era más altanero, mucho más consciente de su posición, pero no tan competente ni imparcial. Como para todos los romanos, Roma era lo que contaba para él, pero el concepto de Roma que alentaba Cecilio Metelo era muy distinto al de Cayo Mario. Lo que no acababa de entender Bomílcar era la diferencia entre el Metelo de sus días en Roma y el Metelo que gobernaba la provincia de Africa, pues, aunque sabía lo de las cartas, no parecía apreciar su importancia.
– Es cierto que Yugurta es el crisol de la resistencia de Numidia ante Roma -dijo Bomílcar-. Sin embargo, quizá no conozcáis la impopularidad de Gauda; los númidas nunca consentirán que él sea su rey, legitimo o no.
Al oír el nombre de Gauda, un gesto de disgusto cruzó el rostro de Metelo.
– ¡Bah! -exclamó, con un gesto de desprecio-. ¡Un desastre como hombre, y no digamos en caso de ser rey! -Clavó sus sagaces ojos marrones en el duro rostro de Bomílcar-. Si algo le sucediera al rey Yugurta, yo… y Roma, naturalmente, consideraríamos más adecuado que ocupase el trono de Numidia un hombre cuyo sentido común y experiencia le hagan comprender que sirve mejor a los intereses del país manteniéndolo como reino aliado de Roma.
– Estoy de acuerdo. Creo que así es como mejor se sirven los intereses de Numidia -Bomílcar hizo una pausa y se humedeció los labios-. ¿Me consideraríais como posible rey de Numidia, Quinto Cecilio?
– ¡Por supuesto! -contestó Metelo.
– ¡Bien! En ese caso colaboraré complacido en la eliminación de Yugurta.
– Pronto, espero -añadió Metelo, sonriendo.
– Tan pronto como sea posible. Queda descartado un intento de asesinato. Yugurta anda con mucho cuidado. Además, cuenta con la absoluta lealtad de su guardia personal. Y tampoco creo que tuviera éxito un golpe de estado, porque la mayor parte de la nobleza está satisfecha con el gobierno de Yugurta y su actuación en la guerra. Si Gauda fuese una alternativa más atractiva, sería distinto. Yo… -añadió con una mueca- no tengo sangre de Masinisa, lo que significa que necesitaré el apoyo de Roma para poder ascender al trono…
– Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer? -inquirió Metelo.
– Creo que la única solución está en llevar a Yugurta a una situación que le haga caer en manos de una fuerza romana. No me refiero a una batalla, sino a una emboscada. Luego podéis matarle allí mismo, o llevarle prisionero y hacer después lo que queráis -dijo Bomílcar.
– Muy bien, barón Bomílcar. Espero que me aviséis con tiempo suficiente para organizar la emboscada.
– Por supuesto. Las incursiones fronterizas constituyen la circunstancia ideal. Yugurta piensa lanzar varias en cuanto el terreno esté lo bastante seco. Pero os advierto, Quinto Cecilio, que quizá fracaséis varias veces antes de poder capturar a alguien tan astuto como Yugurta. Al fin y al cabo no puedo arriesgar mi vida, pues no sería de utilidad a Roma si muriese. Perded cuidado, finalmente lograré hacerle ir hacia una buena celada. Ni el propio Yugurta puede tentar tanto a la suerte.
En términos generales, Yugurta estaba satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos. Aunque había sufrido duros golpes por las incursiones de Mario en las zonas más habitadas de su reino, sabía perfectamente que la gran extensión de Numidia era su mejor ventaja y protección. Y las regiones habitadas, a diferencia de lo habitual en otras naciones, al rey le importaban menos que las regiones salvajes. La mayor parte de sus tropas, incluida la caballería ligera, famosa en el mundo entero, la reclutaba entre los pueblos seminómadas del interior del país e incluso en sus confines más remotos, allá donde el paciente Atlas sostenía el cielo sobre sus hombros. Eran los pueblos gétulo y garamante. La propia madre de Yugurta era de una tribu de Getulia.
Tras la rendición de Vaga, el rey se guardó mucho de no acumular dinero o tesoros en ninguna ciudad situada sobre la línea de avance del ejército romano, trasladándolo todo a ciudades como Zama y Capsa, remotas, difíciles a la infiltración, edificadas a modo de fortalezas en picos inexpugnables… y rodeadas de fanáticos y leales gétulos. Y Vaga, al final, no había sido una victoria romana. Una vez más, Yugurta había comprado a un romano: Turpilio, comandante de la guarnición y amigo de Metelo. ¡Ja!
No obstante, algo había cambiado. Conforme las lluvias invernales fueron cediendo, Yugurta lo percibió cada vez con mayor claridad. La dificultad estribaba en que no acertaba a dilucidar qué es lo que había cambiado. Su corte estaba continuamente en movimiento por las fortalezas en que tenía repartidas sus esposas y concubinas para tener asegurados por doquier rostros y brazos amorosos. Pero algo sucedía. No era con sus órdenes, ni con sus ejércitos, las líneas de aprovisionamiento ni la lealtad de las innumerables ciudades, distritos y tribus. Lo que él barruntaba era algo más que un tufo, una crispación, una comezón premonitoria de peligro en algo allegado. Aunque en ningún momento relacionó esa premonición con su negativa a nombrar regente a Bomílcar.
– Procede de la corte -comentó a Bomílcar mientras cabalgaban entre Capsa y Cirta a finales de marzo, a la cabeza de una nutrida columna de caballería e infantería.
Bomílcar volvió la cabeza y miró directamente a los ojos gris claro de su hermanastro.
– ¿De la corte?
– Algo se está tramando, hermano. Urdido y manejado por esa sabandija de mierda de Gauda, me apostaría algo -añadió Yugurta.
– ¿Te refieres a una revuelta palaciega?
– No estoy muy seguro. Sé que algo anda mal. Lo presiento.
– ¿Un atentado?
– Quizá. ¡De verdad que no lo sé, Bomílcar! Miro en doce direcciones distintas y tengo los oídos como si girasen como una veleta de tanta atención, pero sólo mi nariz ha detectado algo raro. ¿Y tú? ¿No has notado nada? -inquirió, totalmente confiado en el afecto y lealtad de Bomílcar.
– Pues yo no he notado nada -respondió éste.
Tres veces consiguió Bomílcar que el incauto Yugurta se encaminase a una emboscada y tres veces logró Yugurta escapar indemne, sin sospechar de su hermanastro.
– Cada vez son más listos comentó Yugurta después del fallo de la tercera emboscada romana-. Esto es obra de Cayo Mario o de Rutilio Rufo, no de Metelo -masculló-. Tengo un espía entre los míos, Bomílcar.
– Cabe la posibilidad -replicó éste, con la mayor serenidad posible-. Pero ¿quién podría osar?
– No lo sé -respondió Yugurta con cara de pocos amigos-, pero ten la seguridad de que tarde o temprano lo descubriré.
A finales de abril, Metelo invadía Numidia, persuadido por Rutilio Rufo de contentarse en la primera fase con un objetivo menos importante que la conquista de Cirta, la capital; por lo que las tropas romanas se dirigieron a Tala. Llegó un mensaje de Bomílcar, que había atraído al propio Yugurta hacia Tala, y Metelo intentó capturarle; pero no tenía dotes para caer sobre Tala con la rapidez y decisión que requería; Yugurta escapó y el ataque se convirtió en asedio. Un mes después caía Tala y, para gran satisfacción de Metelo, pudieron apoderarse de un gran tesoro que Yugurta había llevado consigo y que se vio obligado a abandonar en la huida.
Transcurrió mayo y, al llegar junio, Metelo marchó sobre Cirta, en donde recibió otra agradable sorpresa al rendirse la capital sin lucha, con su importante contingente de mercaderes itálicos y romanos de gran ascendiente pro romano en la política de la ciudad. Además, Cirta detestaba a Yugurta, del mismo modo que éste detestaba a Cirta.
Ya hacía calor y el terreno estaba muy seco, circunstancias normales en esa época del año. Yugurta escapó de la deficiente red de espionaje romano huyendo al sur a los campamentos de los gétulos y luego a Capsa, patria de la tribu de su madre. Fortaleza muy bien fortificada en las recónditas montañas de Getulia, Capsa era una referencia sentimental para Yugurta, pues allí había vivido su madre a partir de la muerte de su esposo, el padre de Bomílcar. Y allí era donde él había guardado su principal tesoro.
Fue a Capsa, donde, en junio, sus hombres le trajeron a Nabdalsa, apresado cuando escapaba de la Cirta ocupada por los romanos, después de que los espías del rey númida en el bando romano lograsen pruebas de la traición de Nabdalsa y le informasen de ello. Aunque se sabía de tiempo atrás que era partidario de Gauda, no le habían impedido moverse libremente por Numidia, pues era un primo lejano con sangre de Masinisa y se le toleraba por no considerarle peligroso.
– Pero ahora tengo pruebas -dijo Yugurta- de que has estado ayudando activamente a los romanos. Si la noticia me decepciona, es sobre todo porque has sido lo bastante necio para tratar con Metelo en vez de con Cayo Mario -añadió, escrutando a Nabdalsa, sujeto por grilletes y con visibles signOs del trato nada amable de sus captores-. Naturalmente, no lo has hecho solo -prosiguió, pensativo-. ¿Quiénes de mis notables han estado en la conspiración?
Nabdalsa se negó a confesar.
– Dadle tortura -ordenó Yugurta, displicente.
La tortura en Numidia no era muy sofisticada, pero, como todos los déspotas orientales, Yugurta disponía de mazmorras para encierros prolongados. En una de aquellas mazmorras, sepultada en las entrañas de la mole rocosa en que se alzaba Capsa, y a la que sólo se accedía por un laberinto de túneles desde el palacio situado dentro de las murallas de la fortaleza, arrojaron a Nabdalsa y en ella los brutales e infrahumanos soldados que siempre heredan esa tarea le aplicaron el tormento.
Poco después hablaba y se sabía que había preferido servir a Gauda. Sólo le habían arrancado los dientes y las uñas de una mano. Llamaron a Yugurta para que oyera la confesión, y éste compareció incautamente, acompañado de Bomílcar.
Sabiendo que nunca saldría del mundo subterráneo en que iba a entrar, Bomílcar alzó la vista a los espacios infinitos del brillante cielo azul, olfateó el aire dulce del desierto y rozó con el anverso de la mano las hojas sedosas de una mata en flor, como esforzándose por llevarse aquellos recuerdos al más allá.
La celda, mal ventilada, hedia. Excrementos, vómitos, sudor, sangre, agua sucia y piel seca formaban un miasma del averno, creando una atmósfera que ningún mortal habría aguantado sin espanto. Hasta Yugurta entró con un estremecimiento.
El interrogatorio continuaba con terrible dificultad, pues Nabdalsa seguía sangrando profusamente por las encías y su nariz rota impedía contener la hemorragia poniéndole una compresa en la boca. ¡Estúpidos!, pensó Yugurta, presa de una mezcla de horror ante el aspecto de Nabdalsa y de rabia ante la necedad de sus sicarios, que habían comenzado por la parte del cuerpo que más indemne debía haber quedado.
Pero no importó mucho, porque, a la tercera pregunta de Yugurta, Nabdalsa farfulló una palabra fundamental, que no fue difícil de entender en medio de aquella hemorragia:
– Bomílcar…
– Dejadnos -dijo el rey a sus verdugos, con la elemental prudencia de ordenarles quitar la daga a Bomílcar.
A solas con el rey y el semiinconsciente Nabdalsa, Bomílcar lanzó un suspiro.
– Lo único que siento -dijo- es que esto habría matado a nuestra madre.
Fue lo más acertado que podía haber dicho en tales circunstancias, porque le valió un solo golpe de hacha del verdugo, en vez de la muerte lenta que su hermanastro el rey pensaba infligirle.
– ¿Por qué lo has hecho? -inquirió Yugurta.
– Cuando tuve suficiente entendimiento para ser consciente de los años, hermano -respondió Bomílcar, encogiéndose de hombros-, me di cuenta de cuánto me habías engañado. Siempre me has tenido el mismo aprecio que a un mono con el que se juega.
– ¿Y qué querías? -replicó Yugurta.
– Oírte llamarme hermano delante de todo el mundo.
– ¿Y elevarte por encima de tu condición? -replicó Yugurta, mirándole con auténtica perplejidad-. ¡Mi querido Bomílcar, es el padre el que cuenta, no la madre! Nuestra madre era una beréber de la tribu de los gétulos, y ni siquiera era hija de un jefe; no transmite ninguna realeza. Si te llamase hermano delante de todos, los que lo oyeran decir pensarían que te adoptaba dentro del linaje de Masinisa. Y eso, como tengo dos hijos herederos legítimos, sería cuando menos imprudente.
– Debías haberme nombrado tutor y regente -replicó Bomílcar.
– ¿Elevándote, igualmente, por encima de tu condición? Mi querido Bomílcar, lo impide la sangre de nuestra madre. Tu padre era un notable sin importancia, casi un don nadie. Mientras que mi padre era el hijo legítimo de Masinisa. Es de mi padre de quien heredo la realeza.
– Pero no eres hijo legítimo, ¿no es cierto?
– No lo soy, pero llevo su sangre y la sangre cuenta.
– Acaba pronto -dijo Bomílcar dándole la espalda-. He perdido y me toca morir. Pero ten cuidado, Yugurta.
– ¿Cuidado? ¿De qué? ¿De los intentos de asesinato? ¿De otras traiciones, de otros traidores?
– De los romanos. Son como el sol, el viento y la lluvia. Al final todo lo convierten en arena.
Yugurta llamó a voces a los torturadores, que acudieron en tromba dispuestos a lo que fuera, pero al ver que no sucedía nada, permanecieron a la espera de órdenes.
– Matadlos a los dos -dijo Yugurta dirigiéndose a la puerta-. Pero hacedlo rápido. Y enviadme las cabezas.
Las cabezas de Bomílcar y Nabdalsa fueron clavadas en las puertas de Capsa para que todos las viesen, pues una cabeza era un simple talismán de venganza real sobre los traidores y se fijaba en un lugar público para que la gente viese que había muerto el que lo merecía y evitar así que surgiese un impostor.
Yugurta no sintió pena; simplemente se sintió más solo que nunca. Había aprendido la lección de que un rey no debe confiar en nadie, ni en su propio hermano.
Pero la muerte de Bomílcar trajo dos consecuencias inmediatas. Una, que Yugurta se hizo muy escurridizo y nunca pasaba más de dos días en un mismo sitio, no comunicaba a su guardia el próximo lugar a donde pensaba ir, ni informaba de sus planes al ejército. La autoridad descansaba en la persona del rey y de nadie más. La otra afectó a su suegro, el rey Boco de Mauritania, que no había ayudado activamente a los romanos contra el esposo de su hija, pero tampoco a él le había ayudado activamente contra los romanos. Yugurta organizó inmediatamente sondeos por el reino de Boco e incrementó las presiones para que el mauritano se aliase con Numidia para expulsar de Africa a los romanos.
A finales del verano, la posición de Quinto Cecilio Metelo en Roma estaba totalmente socavada. No se oía un solo comentario favorable a su modo de dirigir la guerra. Y seguían llegando cartas constantemente y en extremo influyentes.
Tras la caída de Tala y la rendición de Cirta, la facción de Cecilio Metelo consiguió recuperar algo de terreno en los grupos de presión de los caballeros, pero luego llegaron más noticias dando a entender sin lugar a dudas que ni la toma de Tala ni la de Cirta garantizaban el final de la contienda. Y después se recibieron informes sobre innumerables y absurdas escaramuzas, nuevos avances inútiles hacia el oeste de Numidia, sobre fondos mal empleados de seis legiones mantenidas en pie de guerra y el enorme gasto para el tesoro, sin que hubiera perspectivas de poner coto a tal dispendio. Gracias a Metelo, la guerra contra Yugurta duraría sin duda otro año mas.
Las elecciones consulares fueron programadas para mediados de octubre y el nombre de Mario, que ya corría de boca en boca, era uno de los más citados como candidato. Pero el tiempo pasaba y él no se presentaba en Roma. Metelo seguía erre que erre.
– Insisto en marchar -le dijo Mario por enésima vez.
– Insistid cuanto queráis -respondió Metelo-, pero no iréis.
– El año que viene seré cónsul -replicó Mario.
– ¿Un arribista como vos? ¡Imposible!
– Tenéis miedo de que los electores me voten, ¿no es cierto? -inquirió Mario sarcástico-. No me dejáis marchar porque sabéis que me elegirán.
– No puedo creer que ningún romano descendiente de romanos os vote, Cayo Mario. No obstante, como sois un hombre inmensamente rico, podéis comprar los votos. Si en alguna ocasión futura, que no será el año que viene, fueseis elegido cónsul, tened la seguridad de que con suma complacencia dedicaría todas mis energías a demostrar ante un tribunal que habéis comprado el cargo.
– No necesito comprar el cargo, Quinto Cecilio. Nunca he comprado un cargo; así que, haced como gustéis -replicó Mario aún más sarcástico.
Metelo cambió de ataque.
– Podéis estar seguro de que no os dejaré marchar. Como romano descendiente de romanos, traicionaría a mi clase si os dejase ir. El consulado, Cayo Mario, es un cargo para personas muy por encima de vuestros orígenes provincianos. Los que ocupan la silla curul deben merecerla por su cuna, las hazañas de sus antepasados y las suyas propias. Antes preferiría caer en desgracia y morir que ver a un itálico de la frontera de los samnitas, un patán analfabeto que ni debería haber sido pretor, sentado en la silla de marfil de cónsul. Haced lo que queráis, pero a mí me tiene sin cuidado. Antes caer en desgracia y morir que daros permiso para marchar a Roma.
– Si es necesario, Quinto Cecilio, tendréis ambas cosas -dijo Mario, abandonando el despacho.
Publio Rutilio Rufo intentó conseguir una avenencia, preocupado por Roma y por Mario.
– Dejad a un lado la política -les dijo-. Los tres hemos venido a Africa a vencer a Yugurta, pero ninguno de los dos estáis dedicando vuestras energías a tal fin. Más os preocupan vuestros intereses que derrotar al númida, ¡y ya estoy harto de esta situación!
– ¿Me estás acusando de negligencia, Publio Rutilio? -inquirió Mario, peligrosamente calmo.
– ¡No, claro que no! Te acuso de retener ese don genial que tienes para la guerra. En cuanto a táctica y logística, valgo tanto como tú, pero en lo tocante a estrategia, Cayo Mario, no tienes rival. Pero ¿has dedicado tiempo a idear alguna estrategia destinada a ganar esta guerra? ¡No!
– ¿Y dónde quedo yo ante esas alabanzas a Cayo Mario? -inquirió Metelo con los labios prietos-. ¿Dónde quedo yo ante esos elogios a Publio Rutilio? ¿O yo no soy importante?
– ¡Sois importante, presumido recalcitrante, porque sois el comandante titular de esta guerra! -espetó Rutilio Rufo-. ¡Y si os creéis que sois mejor en táctica y logística que yo, o en táctica, logística y estrategia que Cayo Mario, no os reprimáis y demostradlo! Pero es inútil. Y si son elogios lo que queréis, estoy dispuesto a dedicaros unos cuantos: no sois tan venal como Espurio Postumio Albino ni tan inepto como Marco Junio Silano, pero vuestro gran inconveniente es que, desde luego, no sois tan brillante como os creéis. Cuando demostrasteis suficiente inteligencia para nombrarnos a Cayo Mario y a mí legados mayores, pensé que habíais mejorado con los años, pero me equivocaba. Habéis desperdiciado nuestras dotes y el dinero del Estado; no estamos ganando la guerra y nos encontramos empantanados en una fase enormemente costosa. Así que, seguid mi consejo, Quinto Cecilio, y dejad que Mario vaya a Roma. Dejad que Cayo Mario se presente a cónsul, y dejadme a mí organizar nuestros recursos y proyectar las maniobras. En cuanto a vos, dedicad vuestros esfuerzos a socavar la influencia de Yugurta sobre su pueblo. Os cedo muy gustoso cualquier mérito de gloria, a condición de que dentro de estas cuatro paredes estéis dispuesto a admitir la verdad de lo que digo.
– No admito nada -contestó Metelo.
Y así continuaban las cosas a finales de verano y en otoño. No había modo de echar el guante a Yugurta; de hecho, parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Cuando hasta el último soldado comprendió claramente que no iba a producirse el encuentro entre el ejército romano y el númida, Metelo se retiró del extremo oeste del país y montó su campamento ante Cirta.
Se había sabido que Boco de Mauritania había finalmente cedido a las presiones de Yugurta, organizando un ejército y marchando al encuentro de su yerno en algún lugar del sur. Y corría el rumor de que juntos pensaban marchar sobre Cirta. Con la esperanza de poder, por fin, plantear batalla, Metelo había tomado disposiciones, escuchando con más interés del habitual a Mario y a Rutilio Rufo. Pero no se daría la batalla porque los dos ejércitos permanecían separados por muchas millas y Yugurta no se dejaba atraer. Se produjo otro estancamiento, en virtud del cual los romanos permanecían en una posición notoriamente defendible para que Yugurta se arriesgase a atacar, y el númida quedaba en una posición demasiado incierta para que Metelo se arriesgase a levantar el campamento.
Faltaban doce días para las elecciones consulares en Roma cuando Quinto Cecilio Metelo licenció oficialmente a Cayo Mario como legado mayor en la campaña contra Yugurta.
– ¡Marchaos! -dijo Metelo con dulce sonrisa-. Tened la seguridad, Cayo Mario, de que haré que en Roma se sepa que os di de baja en el servicio antes de las elecciones.
– Pensáis que no llegaré a tiempo -comentó Mario.
– No pienso nada, Cayo Mario.
– Eso, desde luego, es cierto -replicó Mario con aviesa sonrisa, chascando los dedos-. Dadme el escrito oficial de mi baja.
Metelo le entregó las órdenes de marcha, con impávida sonrisa.
– Por cierto, Cayo Mario -dijo sin alzar la voz, cuando ya estaba en la puerta-, acabo de recibir estupendas noticias de Roma: el Senado ha prorrogado un año más mi mandato de gobernador en la provincia de Africa y al frente de la guerra.
– Muy amable el Senado -comentó Mario mientras salía.
Momentos después, Mario espetó a Rutilio:
– ¡Que le aspen! Se cree que ha hecho una jugarreta y que va a salirse con la suya, pero se equivoca. ¡Voy a vencerle, Publio Rutilio, ya lo verás! Voy a llegar a Roma a tiempo para que me elijan cónsul y luego voy a conseguir que le deroguen la prórroga y que me den a mi el mando.
– Respeto mucho tu habilidad, Cayo Mario -dijo Rutilio Rufo, mirándole pensativo-, pero en este caso será Metelo quien gane a la larga. No llegarás a tiempo a Roma para las elecciones.
– Llegaré -replicó Mario, muy seguro de sí mismo.
Cubrió a caballo la distancia entre Cirta y Utica en dos días, deteniéndose unas horas a dormir en el camino y exigiendo enérgicamente un caballo de refresco cada vez que lo necesitaba. La segunda jornada, antes del anochecer, tenía alquilada una modesta embarcación rápida en el puerto de Utica; y al amanecer del tercer día zarpaba para Italia, tras ofrecer un profuso sacrificio a los Lares Permarini en la playa antes de que la luz comenzara a surgir por el horizonte.
– Navegáis hacia un gran destino que no podéis imaginar, Cayo Mario -vaticinó el sacerdote que hizo la ofrenda a los dioses protectores de los viajeros por mar-. Nunca he visto mejores presagios que los de hoy.
Sus palabras no fueron una sorpresa para Mario. Desde que Marta la adivina siria le había predicho el futuro, no había flaqueado su convencimiento de que las cosas saldrían tal como le había vaticinado. Así, mientras el barco dejaba el puerto de Utica, se acodó tranquilamente en la borda y esperó a que se alzara el viento. Este sopló del sudoeste y la nave pudo mantener una velocidad de veinte millas marinas; así pudo cubrir la ruta entre Utica y Ostia en tres dias. Un viento perfecto en una mar perfecta, que no obligó a cabotar ni a hacer escala en ningún sitio para refugiarse ni avituallarse. Los dioses estaban de su lado, como había profetizado Marta.
La noticia de su milagroso viaje alcanzó Roma antes que él, pese a que en Ostia sólo se detuvo lo imprescindible para pagar el viaje y recompensar generosamente al capitán. Así, cuando entró en el Foro Romano y desmontó ante la mesa electoral del cónsul Aurelio, se encontró con una multitud a la espera, que le aplaudió y vitoreó enardecida, dándole a entender que era el héroe del momento. Rodeado de personas que le daban palmadas en la espalda y le sonreían por su mágica aparición, se dirigió al cónsul suffectus, que había reemplazado a Servio Sulpicio Galba, condenado por la comisión de Mamilio, y extendió la carta de Metelo sobre la mesa.
– Excusadme que no haya perdido tiempo para cambiar mi atavío por la toga blanca, Marco Aurelio -dijo-. He venido a inscribir mi nombre como candidato a la elección consular.
– Con que demostréis que Quinto Cecilio os ha licenciado de sus obligaciones para con él, con mucho gusto inscribiré vuestro nombre, Cayo Mario -contestó el cónsul sustituto, emocionado por la acogida de la multitud y viendo que los caballeros más influyentes de la ciudad se apresuraban a acudir desde todas las basílicas y pórticos de los aledaños conforme se difundía la noticia de la llegada de Mario.
¡Qué ensalzamiento! ¡Qué relieve cobraba su figura, destacada media cabeza por encima de los que le rodeaban, con su fiera sonrisa! ¡Qué ancho de hombros, para recibir sobre ellos la carga del consulado! Por primera vez en su larga carrera, el patán provinciano que no hablaba griego supo lo que era la experiencia de la adulación política; no era la estima sincera e íntegra de sus soldados, sino la adoración veleidosa y oportunista de las masas del Foro. Y a Cayo Mario le encantaba, no porque el criterio que tenía de sí se lo exigiera, sino por la novedad, tan viciada e inexplicable.
Fueron los cinco días más febriles de su vida. No tenía tiempo ni fuerzas para darle a Julia más que un rápido beso y nunca estaba en casa a una hora en que pudiera ver a su hijo, pues el histérico recibimiento en el Foro al presentar su candidatura no significaba que fuesen a elegirle, ya que la muy influyente facción de Cecilio Metelo unía sus fuerzas a otras facciones aristocráticas para impedirle el acceso a la silla curul. Su mejor recurso eran los caballeros, gracias a sus relaciones con los asuntos de Hispania y a las promesas del príncipe Gauda de concesiones en Numidia una vez accedido al trono. Pero había muchos caballeros vinculados a las diversas facciones aliadas en contra suya.
La gente hablaba, discutía, ponía en tela de juicio, debatía: ¿Sería conveniente para Roma elegir cónsul al hombre nuevo Cayo Mario? Los arribistas eran un riesgo; no sabían nada de la vida de la nobleza; cometían errores y los nobles no. Eran distintos… Si, su esposa era una Julia de los Julios. Y su carrera militar, un orgullo para Roma. Sí, claro, era tan rico que se podía confiar plenamente en que estuviera exento de corrupción. Pero ¿cuándo se le había visto en la tribuna? ¿Quién le había oído hablar de leyes o de legislación? ¿No era cierto que había sido factor de disensión en el colegio de los tribunos de la plebe hacía muchos años, con su arrogancia frente a quienes conocían Roma y sus necesidades mejor que él, y esa nefanda ley por la que se habían estrechado los puentes de votación en la saepta? ¡Y la edad que tenía! Sería cónsul con sus buenos cincuenta años, y los hombres ya mayores no eran buenos cónsules.
Y por encima de todas aquellas conjeturas y objeciones, la facción de Cecilio Metelo sacó buen partido de la faceta más adversa de Cayo Mario, aspirante a cónsul: él no era un romano descendiente de romanos, sino un provinciano. ¿Es que Roma estaba tan falta de nobles romanos idóneos para que hubiese que dar el consulado a un itálico arribista? ¡Había entre los candidatos más de media docena de hombres mejores que Cayo Mario! Y todos romanos y hombres honrados.
Naturalmente, Mario tomaba la palabra ante grupos pequeños y numerosos, en el Foro Romano, en el Circo Flaminio, en el podio de los templos, en el pórtico Metelo, en todas las basílicas. Y era buen orador, experto en retórica, pese a que nunca había recurrido a sus dotes hasta después de acceder al Senado y que sus cualidades oratorias las había perfeccionado escuchando a Escipión Emiliano. Las multitudes prestaban atención y nadie se marchaba porque fuese mal orador, aunque no pudiese rivalizar con Lucio Casio o con Catulo César. Le hacían innumerables preguntas, algunas eran simples consultas de quienes querían saber algo; otras, de sus enemigos y de los que deseaban ver la diferencia entre sus respuestas y los informes de Metelo al Senado.
Las elecciones se llevaron a cabo con tranquilidad y orden y se celebraron en la zona de votación del Campo de Marte, en el lugar llamado el saepta. Las elecciones de las treinta y cinco tribus se convocaban en la zona de comicios del Foro Romano, porque era más fácil organizar los votos tribales en un recinto relativamente cerrado, pero las de la asamblea de las centurias, al ser muchísimo más numerosas, exigían el despliegue de las mismas en las cinco clases.
A medida que se fue recogiendo el voto de cada centuria, empezando con la primera centuria de la primera clase, comenzó a configurarse una pauta y se observó que Lucio Casio Longino era el más votado, pero el voto al segundo cónsul era muy diversificado. Evidentemente, la primera y la segunda clase votaban tan homogéneamente a Lucio Casio, que éste fue en cabeza en todas las centurias y fue nombrado primer cónsul, que era el que ostentaba los fasces en el mes de enero; mientras que el nombre del segundo cónsul no se supo hasta casi el final de la votación de la tercera clase, por lo reñidos que estaban los resultados entre Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo César.
Y llegó el final: el candidato triunfador a segundo cónsul era Cayo Mario. Los Cecilios Metelos todavía habían podido influir en el voto de las centurias, pero no al extremo de impedir la elección de Mario, circunstancia que podía calificarse de gran triunfo personal de aquel palurdo provinciano que no hablaba griego. Era un auténtico hombre nuevo, el primero de su familia en obtener un puesto en el Senado, en sentar residencia en Roma, en labrarse una inmensa fortuna y en destacar en el ejército.
A última hora de aquella tarde de las elecciones, Cayo Julio César dio un festín familiar para celebrarlo. En aquellos agitados cinco días, sus únicos contactos con Mario habían sido un apretón de manos en el Foro y otro rápido apretón de manos en el Campo de Marte al reunirse las centurias.
– Has tenido una suerte increíble -dijo César, conduciendo a su invitado de honor al comedor, mientras su hija Julia iba a buscar a su madre y a su hermana.
– Lo sé -contestó Mario.
– Hoy seremos pocos hombres -prosiguió César-. Con mis dos hijos en Africa, sólo puedo ofreceros otro hombre más como apoyo moral para que estemos en igualdad con las mujeres.
– Tengo cartas de Sexto y Cayo Julio y muchas noticias de sus hazañas -dijo Mario mientras se instalaban cómodamente en la camilla.
– Después me las daréis.
El tercer hombre prometido hizo su entrada en el comedor y Mario se llevó una sorpresa al reconocer al joven, aunque ya hombre maduro, que había visto entre los caballeros tres años atrás cuando el buey de la ofrenda del nuevo cónsul Minucio Rufo tanto se había debatido ante el sacrificio. ¿Cómo podían olvidarse aquella cara y aquel pelo?
– Cayo Mario -dijo César algo forzado-, quiero presentaros a Lucio Cornelio Sila, no sólo mi vecino más próximo, sino también colega senador y pronto mi segundo yerno.
– ¡Caramba! -exclamó Mario, tendiendo su mano y estrechando la de Sila efusivamente-. Sois hombre de suerte, Lucio Cornelio.
– Lo reconozco, desde luego -respondió Sila con sinceridad
César había querido ser un tanto ortodoxo en la disposición de la cena, dejando la camilla principal para Mario y él y la segunda para Sila; no era por ofender, como se apresuró a explicar, sino para que el grupo fuese algo más espacioso y estuvieran más cómodos.
Qué curioso, pensó Mario intrigado, nunca he visto en Cayo Julio César la más mínima inquietud, pero este extraño y apuesto individuo le inquieta, le desequilibra…
En aquel momento entraron las mujeres, se sentaron en sillas rectas frente a sus respectivas parejas y comenzó la cena.
Por mucho que procurase evitar dar la imagen de marido viejo, loco perdido por su mujer, Mario no quitaba ojo de Julia, que en su ausencia se había convertido en una encantadora y graciosa matrona que afrontaba airosa sus nuevas responsabilidades; era una excelente madre para su hijo y la mejor de las esposas. Por el contrario, Julilla no había crecido tan lozana, pensó Mario. Claro que el no la había visto en los peores momentos de aquella desnutrición que ya hacía tiempo que iba curando, pero que la había dejado con lo que podía denominarse una endeble actitud frente a la vida: débil de cuerpo, débil de intelecto, falta de experiencia y carente de alegría. Ferviente en la palabra, agitada en sus ademanes, era una muchacha con tendencia al sobresalto, incapaz de permanecer sentada correctamente en la silla, ni de contenerse en llamar la atención de su prometido, por lo que éste se veía en ocasiones al margen de la conversación entre Mario y César.
El lo llevaba bien, advirtió Mario, y parecía sinceramente pendiente de Julilla, fascinado sin duda por el modo en que ella centraba las emociones en su persona. Pero aquello no duraría más allá de los seis meses de matrimonio, se dijo Mario. ¡Y menos siendo Lucio Cornelio Sila el marido! No había en él el menor signo de inclinación por la compañía femenina ni inclinación a someterse a la esposa.
Al final de la cena, César anunció que iba a su despacho para hablar con Cayo Mario.
– Quedaos aquí si queréis o haced lo que os plazca -dijo pausadamente-. Cayo Mario y yo hace mucho que no nos vemos.
– Ha habido cambios en vuestro hogar, Cayo Julio -dijo Mario una vez que estuvieron cómodamente sentados en el tablíníum.
– Ya lo creo, y de ahí que quisiera hablaros sin tardanza.
– Bien, el próximo Año Nuevo seré cónsul y con eso mi vida queda en orden-dijo Mario sonriente-. Todo os lo debo y, sobre todo, la felicidad de tener una esposa perfecta, compañera ideal en mis quehaceres. He dispuesto de poco tiempo para ella desde mi regreso, pero ahora que he ganado la elección pienso poner remedio y dentro de tres días nos iremos con el niño a Baia a pasar -un més lejos del mundo.
– Me complace más de lo que os imagináis que habléis con tal afecto y respeto de mi hija.
– Muy bien. Tratemos ahora de Lucio Cornelio Sila -dijo Mario arrellanándose en el asiento-. Recuerdo que me hablasteis de un aristócrata sin dinero para llevar la vida que le correspondía por nacimiento y cuyo nombre era el de vuestro futuro yerno. ¿Qué ha sucedido para que cambiase la situación?
– Según él, pura suerte. Dice que si todo le sale igual como desde que conoció a Julilla, tendrá que añadir el segundo sobrenombre de Félix al que heredó de su padre, que era un borracho y un perdido, pero que casó con la acaudalada Clitumna hace más de quince años y murió al poco. Lucio Cornelio conoció a Julilla el día de Año Nuevo hace casi tres años, y ella le dio una corona de hierba, sin conocer el significado de lo que hacía, y dice él que a partir de ese momento cambió su suerte. Primero murió el sobrino de Clitumna, que era su heredero; luego murió una mujer llamada Nicopolis, que le dejó una pequeña fortuna, y tengo entendido que era su querida. Y meses después se suicidaba Clitumna, que no tenía herederos, dejándole toda su fortuna, esta casa de al lado, una villa en Circei y unos diez millones de denarios.
– ¡Por los dioses que merece añadir el Félix a su nombre! -exclamó Mario con cierta sequedad-. ¿Sois un ingenuo, Cayo Julio, o es que habéis comprobado satisfactoriamente que Lucio Cornelio Sila no empujó a ninguno de los finados a la barca de Caronte en la Estigia?
– No, Cayo Mario -replicó César sonriente, alzando la mano como parando la flecha-, os aseguro que no soy ingenuo, pero no puedo implicar a Lucio Cornelio en ninguna de las tres muertes. El sobrino murió tras un prolongado trastorno intestinal y estomacal, la liberta griega murió de un fallo renal generalizado en… cuestión de un par de días; a los dos les practicaron la autopsia sin hallar nada sospechoso. En cuanto a Clitumna, se encontraba sumida en una profunda depresión previa al suicidio, que llevó a cabo en Circei cuando Lucio Cornelio se hallaba en Roma. He sometido a todos los esclavos domésticos de Clitumna, aquí y en Circei, a exhaustivos interrogatorios, y mi modesta opinión es que no sabremos nada respecto a Lucio Cornelio Sila. -Hizo una mueca-. Siempre he sido contrario a torturar a los esclavos para hallar pruebas de un crimen, porque considero que las pruebas obtenidas bajo tormento no valen una cucharada de vinagre, pero no creo, francamente, que los esclavos de Clitumna tengan nada que decir aunque se les torturase. Así que opté por no preocuparme.
– Estoy de acuerdo con vos, Cayo Julio. El testimonio de los esclavos sólo es válido cuando lo dan libremente y resulta lógico y verídico.
– En fin, que como resultado de todo eso, Lucio Cornelio ha pasado de la pobreza más abyecta a la más agradable opulencia en un par de meses -prosiguió César-. De Nicopolis heredó lo bastante para inscribirse en el censo de caballeros, y de Clitumna, de sobra para ingresar en el Senado. Gracias a la alharaca que organizó Escauro ante la falta de censores, en mayo eligieron otros dos; si no, Lucio Cornelio habría tenido que esperar varios años el ingreso en el Senado.
– ¡Ah, sí! -exclamó Mario riendo-. ¿Qué es lo que sucedió exactamente? ¿No quería nadie el cargo de censor? Vamos, que hasta cierto punto es lógico que hayan nombrado a Fabio Máximo Eburno, pero ¿a Licinio Geta? Hace ocho años le expulsaron del Senado los censores por conducta inmoral y sólo consiguió ingresar de nuevo haciéndose elegir tribuno de la plebe.
– Cierto -asintió César-. No, yo creo que lo que sucedió fue que todos se negaban a actuar de censores por temor a ofender a Escauro. Aspirar al censorado les parecía algo así como mostrar falta de respeto y lealtad a Escauro, y los que quedaban no tenían esa rara sensibilidad. Os advierto que Geta es hombre fácil; sólo está en el cargo por los honores y unos buenos puñados de plata de las empresas que concursan a las contratas del estado. Mientras que Eburno… bueno, lo único que sabemos es que no está bien de la cabeza, ¿no es cierto, Cayo Mario?
¡Ya lo creo!, pensó Mario. Era un hombre muy anciano, de origen aristocrático sólo superado por el clan Julio, pero como el linaje de los Fabios Máximo se había extinguido y sólo se mantenía por una serie de adopciones, el Quinto Fabio Máximo que había sido elegido censor era un Fabio Maximo adoptivo; había tenido un único hijo, a quien cinco años antes había ejecutado por licencioso. Aunque no había ninguna ley que impidiese a Eburno, en su condición de paterfamilias, ejecutar a su hijo, dar la muerte a una esposa o a un hijo que vivieran bajo el techo del hogar era costumbre caída en desuso hacia mucho tiempo, por lo que la resolución de Eburno había causado horror en Roma.
– Os advierto que a Roma le viene muy bien que Geta tenga por colega a Eburno -dijo Mario, pensativo-. No creo que pueda rapiñar mucho estando Eburno.
– Si, no digo que no tengáis razón, pero ¡qué lástima de su pobre hijo! Eburno es realmente un Servilio Cepio, creedme, y los Servilios Cepio son muy raros en lo que atañe a moral sexual. Más castos que Diana la Cazadora, y además les gusta vocearlo. Es algo muy raro.
– Entonces, ¿qué censor le persuadió para que dejase ingresar a Lucio Cornelio Sila en el Senado? -inquirió Mario-. Porque tengo entendido, ahora que he asociado el rostro con el nombre, que no ha sido precisamente un ejemplo de moralidad sexual.
– Oh, yo creo que ese relajamiento moral era más bien aburrimiento y decepción -replicó César como quien no quiere la cosa-. No obstante, Eburno miró por encima de su naricilla de Servilio Cepio y refunfuñó algo, es cierto. Pero Geta habría sido capaz de admitir a un mono africano si se lo pagan bien. Así que, al final, acordaron aceptar a Lucio Cornelio con ciertas condiciones.
– ¡Ajá!
– Si. Lucio Cornelio es senador condicional; tiene que presentarse a las elecciones de cuestor y ser elegido a la primera. Si no sale elegido, deja de ser senador.
– ¿Y lo conseguirá?
– ¿Vos qué creéis, Cayo Mario?
– ¿Con un nombre como ése? ¡Oh, saldrá elegido!
– Eso espero -dijo César, no muy convencido y más bien turbado. Lanzó un suspiro y dirigió una apacible mirada con sus ojos azules a su yerno, sonriendo tristemente-. Me había prometido, Cayo Mario, que después de vuestra generosidad casándoos con Julia no os pediría ningún otro favor. Pero, claro, es necia promesa, porque ¿cómo puede uno saber lo que hemos de necesitar el día de mañana? Necesitar, necesitar… Necesito otro favor de vos.
– Lo que digáis, Cayo Julio -respondió Mario con afecto.
– ¿Habéis tenido suficiente tiempo para hablar con vuestra esposa y saber por qué Julilla casi se deja morir de hambre? -inquirió César.
– No -respondió Mario, mientras un fulgor de pura diversión cruzaba su fuerte rostro de águila-. ¡El poco tiempo que hemos pasado juntos desde mi regreso no lo hemos perdido charlando, Cayo Julio!
César se echó a reír.
– ¡Ojalá mi hija menor fuese tan casta como la mayor! Pero no lo es. Quizá sea culpa mía o de Marcia. La hemos mimado y consentido en muchas cosas que a otros niños no Se les consiente. Por otra parte, en mi modesta opinión, hay un mal innato en Julilla. Antes de morir Clitumna, nos enteramos de que la muy necia se había enamorado de Lucio Cornelio y quería obligarle, u obligarnos a nosotros, o a las dos partes; es muy difícil saber qué pretendía, si es que ella misma lo sabía. En cualquier caso, quería a Lucio Cornelio y sabía que yo jamás daría consentimiento a tal unión.
– ¿Y sabiendo que había entre ellos una relación secreta -inquirió Mario, sorprendído-, habéis consentido en que se casen?
– ¡No, no, Cayo Mario, Lucio Cornelio no estaba implicado en absoluto! -protestó César-. Os aseguro que él nada tenía que ver con el comportamiento de Julilla.
– Pero me decís que le obsequió con una corona de hierba en Año Nuevo…
– Fue un encuentro inocente, creedme, al menos por parte de él. Lucio Cornelio no la animó… antes bien, trató de desalentarla. Y ella se ha deshonrado a sí misma y a nosotros, porque, en realidad, trató de propiciar en él la declaración de unos sentimientos que el joven sabía perfectamente que yo nunca aprobaría. Que Julia os lo cuente y sabréis lo que quiero decir -concluyó César.
– En ese caso, ¿cómo es que van a casarse?
– Bien, al heredar esa fortuna y acceder al lugar social que le corresponde, me pidió la mano de Julilla. A pesar de su comportamiento para con él.
– La corona de hierba -dijo Mario, pensativo-. Sí, entiendo que se sintiera vinculado a ella, dado que ese obsequio hizo que su vida cambiase.
– Yo también lo comprendí, y por eso di mi consentimiento -añadió César con un suspiro aún más profundo-. El inconveniente, Cayo Mario, es que no me gusta nada Lucio Cornelio, al contrario de lo que me sucede con vos. Es un hombre muy raro; hay algo en él que me da grima, y sin embargo no tengo la menor idea de lo que pueda ser. Y uno debe siempre esforzarse en ser justo, imparcial en sus juicios.
– Animaos, Cayo Julio; al final todo saldrá bien -dijo Mario-. ¿Qué deseáis que haga?
– Que ayudéis a Lucio Cornelio a ser elegido cuestor -respondió César, un poco nervioso por tratarse de un hombre para quien reclamaba el favor-. El problema es que nadie le conoce. ¡Si, claro, todos conocen el apellido! Pero el sobrenombre Sila ya casi no se oye y él no ha tenido ocasión de hacerse ver en los tribunales del Foro cuando era más joven ni ha estado en la milicia. En puridad, si un noble quisquilloso quisiera darle trascendencia, el no haber servido como militar podría impedirle el acceso al cargo y cerrarle el camino al Senado. Esperamos que nadie sea tan exigente, y a ese respecto estos dos censores vienen al pelo, pues a ninguno de los dos se les ocurrió pensar que Lucio Cornelio no hubiera tenido ocasión de entrenarse en el Campo de Marte o haber formado parte de una legión como joven tribuno militar. Por suerte, fueron Escauro y Druso quienes le inscribieron como caballero, así que los nuevos censores asumirán sencillamente que los anteriores hicieron todos los escrutinios con mayor detenimiento. Escauro y Druso eran comprensivos y pensaron que había que dar a Lucio Cornelio una oportunidad. Además, por aquel entonces no se planteaban objeciones al Senado.
– ¿Queréis que obtenga el cargo de Lucio Cornelio con sobornos? -inquirió Mario.
César era lo bastante anticuado para mostrarse perplejo.
– ¡Ni mucho menos! No digo que no fuese excusable el soborno si se tratase de obtener el consulado, pero el de cuestor… ¡jamás! Además, sería demasiado arriesgado porque Eburno ha echado el ojo a Lucio Cornelio y estará al tanto de la más mínima para descalificarle y… procesarle. No, el favor que os pido es distinto, y menos cómodo para vos si sale mal. Quiero que pidáis que Lucio Cornelio sea vuestro cuestor personal, dándole esa alternativa de un nombramiento personal. Como bien sabéis, cuando el electorado advierte que un candidato a cuestor ha sido nombrado por el cónsul electo, le votan sin reticencias.
Mario no contestó inmediatamente; estaba pensando en todas las implicaciones. No importaba realmente que Sila fuese o no inocente de complicidad en la muerte de su querida y su madrastra, sus benefactoras, porque era muy probable que se dijera más adelante que las había matado si causaba suficiente impacto político para ser candidato al consulado; alguien desenterraría la historia y organizaría una campaña diciendo que las había asesinado para hacerse con suficiente dinero para acceder a la carrera pública que le estaba vedada por la pobreza de su padre: sería un regalo en manos de sus rivales políticos. Tener por esposa a una hija de Julio César le serviría, pero nada borraría completamente el estigma y, al final, habría muchos que lo creerían, del mismo modo que había tantos que creían que Mario no hablaba griego. Esa era la primera objeción. La segunda estribaba en el hecho de que a Cayo Julio César no acababa de gustarle Sila, aunque no pudiera dar razones explicitas. ¿Era más una cuestión de olfato que de raciocinio? ¿Instinto animal? Y la tercera objeción era el carácter de Julilla. Su Julia -ahora lo sabía- jamás se habría casado con un hombre al que no considerara digno, por muchos apuros financieros en que se encontraran los Julios César, mientras que Julilla había demostrado ser caprichosa, irreflexiva y egoísta, la clase de muchacha incapaz de elegir un compañero que valiese la pena aunque en ello le fuera la vida. Pero había elegido a Lucio Cornelio Sila.
Luego pensó en los César y revivió el momento de aquella mañana lluviosa en el Capitolio, cuando había reparado en Sila mirando desangrarse al toro, y supo qué era lo que había que hacer y qué respuesta dar. Lucio Cornelio Sila era importante. Bajo ningún concepto había que dejarle caer en el anonimato. Debía hacer frente al legado de su linaje.
– Muy bien, Cayo Julio -dijo sin la menor vacilación-. Mañana solicitaré al Senado que me conceda el nombramiento de cuestor de Lucio Cornelio.
– ¡Gracias, Cayo Mario! ¡Gracias! -dijo César, radiante.
– ¿Podéis hacer que se casen antes de que se reúna la Asamblea del pueblo para votar los cuestores? -inquirió.
– Se hará -contestó César.
Y así, una semana después, Lucio Cornelio Sila y Julia Minor, la hija pequeña de Cayo Julio César, contraían matrimonio Según la antigua ceremonia de confarreatio por la que dos patricios quedaban unidos de por vida. La carrera de Sila daba una buena zancada al ser solicitado personalmente como cuestor por el cónsul electo Cayo Mario y unirse por su matrimonio a una familia cuya dignítas e integridad estaban por encima de todo reproche. Nada parecía obstaculizar su triunfo.
¡Con qué júbilo se preparaba para su noche de bodas, él, a quien nunca le había gustado verse atado a una esposa y a las responsabilidades de una familia! Había dejado a Metrobio antes de solicitar a los censores su ingreso en el Senado, y aunque la separación había estado más cargada de emoción de lo que él estaba acostumbrado, pues el muchacho le amaba mucho y estaba destrozado, Sila estaba firmemente decidido a prescindir para siempre de aquella clase de relaciones. Nada debía obstaculizar su carrera hacia la fama.
Aparte de eso, conocía de sobra su estado emocional y comprendía que Julilla le era vital, y no sólo porque encarnara la suerte para él, bien que en sus reflexiones él siempre atribuyera sus sentimientos respecto a ella centrados en esa suerte; sucedía que él era incapaz de considerar amor sus sentimientos hacia otra persona. El amor para Sila era un sentimiento de gente inferior, y definido por esa gente inferior resultaba una cosa curiosa llena de ilusiones y decepciones, a veces noble hasta la idiotez y otras bajo hasta la amoralidad. Que Sila fuese incapaz de reconocerlo en si mismo se debía al hecho de que el amor contradecía el sentido común, el sentido de conservación y la claridad mental. En años venideros ni siquiera comprendió que su paciencia y esa tolerancia para con aquella esposa caprichosa era la prueba de que realmente necesitaba amor. Pero él atribuyó esa paciencia y esa tolerancia a un don intrínseco de su propio carácter, incapaz de entenderse y autoestimarse, incapaz de madurar.
Fue una clásica boda al estilo Julio César, mucho más digna que vulgar, pese a que las bodas a que había asistido Sila siempre habían sido mucho más vulgares que dignas; por lo que para él resultó asunto más molesto que placentero. Sin embargo, llegó el momento en que ya no quedaron invitados ebrios afuera del dormitorio y no tuvo que perder el tiempo echándolos de casa a la fuerza. Cuando cubrió la corta distancia de una puerta a otra y cogió a Julilla en brazos para cruzar el umbral, ya no quedaba ningún invitado.
Como en su vida no había habido vírgenes inexpertas, Sila arrostró sin reparo alguno los acontecimientos inmediatos y se ahorró muchas preocupaciones innecesarias. Independientemente del estado clínico de su virginidad, Julilla era tan madura y tan fácil de pelar como un melocotón a punto de desprenderse del árbol. Ella le contempló despojarse de la túnica de matrimonio y quitarse la corona de flores, tan fascinada como excitada, y ella misma se despojó de todas las prendas sin que él se lo dijera, del maquillaje nupcial de crema y azafrán, de la tiara de lana de siete tiras de la cabeza y de los nudos y ceñidores especiales.
Una vez desnudos, se miraron uno a otro con entera satisfacción: Sila magníficamente bien formado y Julilla demasiado delgada, pero con aquella gracia cimbreante que tanto aminoraba lo que en otra habría resultado anguloso y feo. Y fue ella quien se acercó a él, le puso las manos en los hombros y con exquisita y natural voluptuosidad unió su cuerpo al suyo, suspirando de deleite cuando él la rodeó con sus brazos y comenzó a acariciarle la espalda recorriéndosela con ambas manos.
'A él le encantaba su levedad, la ligereza acrobática con que podía alzarla en volandas por encima de su cabeza y con que ella se retorcía sobre su cuerpo. Nada de lo que le hacía la asustaba o la ofendía y toda maniobra la repetía ella dentro de sus posibilidades. Enseñarla a besar fue cuestión de segundos y, pese a ello, durante los años que vivieron juntos, ella jamás dejaría de aprender a besar. Era una mujer preciosa y ardiente, deseosa de complacerle y ansiosa porque él la complaciera. Toda suya; para él sólo. ¿Y quién de los dos podía imaginar, aquella noche, que las cosas cambiarían para ser menos perfectas, menos deseables?
– Si alguna vez se te ocurre mirar a otro, te mataré -dijo él durante una pausa en sus escarceos.
– Te creo -respondió ella, recordando la acerba prédica de su padre a propósito de los derechos del paterfamílias. Ahora había pasado de la potestad paterna a la del esposo. Como patricia, no podía comportarse como si fuera su querida. En ese aspecto, Nicopolis y Clitumna tenían ventaja en cuanto a sus gustos.
La diferencia de estatura era poca, pues Julilla era bastante alta para ser mujer y Sila no lo era mucho para ser hombre; así, las piernas de ella eran algo más largas que las de él y se las apretaba entre las rodillas, maravillada de la blancura de la piel comparada con el tono tostado de la suya.
– A tu lado parezco una asiria -le dijo cogiendo su brazo y levantándolo para que viera el contraste.
– Yo no soy normal -dijo él secamente.
– Estupendo -replicó ella, inclinándose sobre él y besándolé.
Ahora le tocaba a él contemplarla y observar el contraste y la esbeltez de sus formas, parecidas a las de un muchacho. Le dio bruscamente la vuelta con una mano poniéndola cabeza abajo y observó las líneas de espalda, nalgas y muslos. Una preciosidad.
– Eres tan hermosa como un muchacho -dijo.
Ella intentó revolverse, indignada, pero él la mantuvo contra la almohada.
– ¡Qué divertido! ¡No digas que prefieres a los chicos, Lucio Cornelio…!
Lo había dicho con toda inocencia, acompañándolo de risitas ahogadas en la almohada.
– Eso creía hasta que te conocí a ti -replicó él.
– ¡Tonto! -exclamó ella entre risas, pensando que lo decía en broma, al tiempo que se zafaba de su brazo, se montaba a horcajadas en su pecho y Se arrodillaba en sus brazos-. ¡Por decir eso puedes mirar de cerca mi colita y decirme si no parece un lanzón!
– ¿Sólo mirar? -replicó él, subiéndosela hasta el cuello.
– ¡Un muchacho! -repitió, aún divertida por la idea-. ¡Eres un tonto, Lucio Cornelio!
Pero luego dejó de pensar en ello, inmersa en el descubrimiento de nuevos placeres.
Como era de esperar, la Asamblea del pueblo eligió cuestor a Sila, y aunque el año en que había de desempeñar el cargo no tenía que iniciarse hasta el cinco de diciembre (aunque, como a todos los cuestores personales, no se le exigiría presentarse hasta Año Nuevo, cuando su superior asumiera el cargo), Sila se presentó al día siguiente de las elecciones en casa de Mario.
Ya estaba avanzado noviembre y amanecía más tarde, circunstancia que Sila agradecía enormemente, pues sus excesos nocturnos con Julilla hacían que le costase más que antaño levantarse. Pero sabía que tenía que presentarse antes de que saliera el sol, porque el hecho de que Mario le hubiera solicitado como cuestor personal cambiaba sutilmente su situación.
Aunque no se tratase de una clientela de por vida, Sila era, en la práctica, cliente de Mario mientras desempeñase el cargo de cuestor, que duraría todo el tiempo que aquél tuviera imperium en lugar del año normal. Y un cliente no permanecía en la cama con su joven esposa cuando ya ha amanecido, sino que se presenta en casa de su patrón con las primeras luces del día para ofrecerle sus servicios con arreglo a lo que él le indique. Tal vez le despida cortésmente o le pida que le acompañe al Foro o a cualquier basílica para resolver algún negocio público o privado, o tal vez le encomiende alguna tarea.
Aunque no llegaba con un retraso que mereciera reproche, se encontró con el espacioso atrium de la casa de Mario lleno ya de los clientes más madrugadores. Sila se dijo que algunos debían haber dormido en la calle, porque la costumbre era recibirlos conforme llegaban. Lanzó un suspiro y se situó en un rincón discreto, dispuesto a una larga espera.
Algunos personajes importantes tenían secretarios y nomenclatores que clasificaban a los clientes matutinos, dejando a un lado la morralla y haciendo pasar a los peces gordos. Pero Cayo Mario, advirtió Sila complacido, efectuaba personalmente la criba sin necesidad de ayudante. Aquel hombre tan importante, cónsul electo, y por consiguiente de suma relevancia para muchos en Roma, hacía su propia selección con pasmosa celeridad, separando el grano de la paja con mayor eficacia que ningún secretario. Al cabo de veinte minutos las cuatrocientas personas que se apiñaban en el atrium y en los pórticos del peristilo habían sido clasificadas y la mitad se marchaban contentos, llevando cada cliente liberto u hombres libres de baja categoría un donativo entregado por un Mario todo sonrisas y gestos de insistencia.
Bien, pensó Sila, puede que sea un arribista y más provinciano que romano, pero sabe actuar. Ni Fabio ni Emilio habrían desempeñado mejor el papel de patrón. No era necesario mostrar generosidad con los clientes si no lo pedían y, aun en ese caso, era criterio del patrón negarla. Pero Sila advirtió por la actitud de los que esperaban turno, conforme Mario iba de uno a otro, que aquel hombre si tenía costumbre de ser generoso, bien que en sus modales se transparentaba sutilmente la advertencia de que ¡ay del que cayera en la codicia!
– ¡Lucio Cornelio, no tenéis por qué aguardar aquí fuera! -dijo Mario al llegar al rincón en que esperaba-. Pasad a mi despacho y sentaos tranquilamente. Seré con vos en breve y hablaremos.
– No, Cayo Mario -replicó Sila sonriente, sin abrir los labios-. He venido a ponerme a vuestra disposición como cuestor y esperaré complacido mi turno.
– Podéis aguardar vuestro turno sentado en mi despacho. Si queréis actuar bien como cuestor mio, más vale que veáis cómo resuelvo los asuntos -dijo Mario, poniéndole una mano en el hombro y conduciéndole al tablinum.
Transcurridas tres horas quedó despachada la multitud de clientes, sin prisas pero sin pausas; sus solicitudes incluían desde ayuda económica hasta peticiones para que los tuviera en cuenta cuando se reanudase el comercio en Numidia. Mario no les pedía nada a cambio, aunque era evidente que aquellos favores implicaban la recíproca por parte de los favorecidos cuando el patrón se lo pidiera, al día siguiente o años más tarde.
– Cayo Mario -dijo Sila una vez que hubo marchado el último cliente-, como a Quinto Cecilio Metelo le han prorrogado el mando en Africa un año más, ¿cómo pensáis que podréis favorecer a vuestros clientes en la reanudación del comercio con Numidia?
– Es cierto -respondió Mario, pensativo-. Quinto Cecilio seguirá en Africa el año que viene, ¿no es eso? -Era claramente una pregunta ociosa y Sila obvió contestarla, limitándose a observar fascinado cómo funcionaba el raciocinio de Mario. ¡No era de extrañar que hubiese llegado a cónsul!-. Si, Lucio Cornelio, he estado reflexionando sobre el problema de la presencia de Quinto Cecilio en Africa y no es insoluble.
– Pero el Senado nunca os nombrará sustituto de Quinto Cecilio -añadió Sila-. No es que esté aún muy al corriente de las tendencias políticas dentro del Senado, pero si me consta la animosidad de los senadores más influyentes respecto a vuestra persona, y la juzgo demasiado fuerte para que os enfrentéis a ella.
– Muy cierto -dijo Mario, sin abandonar una sonrisa de complicidad-. Soy un patán de provincias que no habla griego, por decirlo con palabras de Metelo, a quien os diré que yo llamo el Meneítos, e indigno de ser cónsul. Y eso sin tener en cuenta que tengo cincuenta años, edad excesiva para el cargo y considerada inadecuada para el mando militar. Los dados me son adversos en el Senado, pero siempre me lo han sido, ¿sabéis? Sin embargo, aquí me tenéis: ¡cónsul a los cincuenta! Algo misterioso, ¿no es cierto, Lucio Cornelio?
Sila sonrió, con la consiguiente mueca feroz, pero a Mario no pareció inquietarle.
– Sí, Cayo Mario, lo es.
Mario se inclinó sobre el escritorio y juntó las manos sobre el fabuloso mármol verde.
– Lucio Cornelio, hace muchos años descubrí la diversidad de maneras que existen para despellejar un gato. Mientras hay quienes recorren el cursus honorum sin un solo sobresalto, a mí me ha llevado tiempo. Pero no ha sido tiempo perdido. Lo he dedicado a catalogar los modos de despellejar un gato. Entre otras muchas cosas útiles. Daos cuenta de que cuando se espera la vez, uno observa, evalúa y ata cabos. Yo nunca he sido un gran abogado ni experto en nuestras leyes consuetudinarias, mientras que Metelo seguía los pasos en el Foro de Casio Ravila y se aprendía hasta los requisitos para condenar a las mismísimas vestales; bueno, es un decir. Yo estaba en el ejército y seguí en él, y es mi especialidad. Sin embargo, no creo que me equivoque jactándome de haber llegado a conocer mejor las leyes y la constitución que cincuenta Metelos juntos. Yo veo las cosas desde fuera, porque mi cerebro no ha sido encauzado en el carril de la rutina. Así que os digo que voy a derribar a Quinto Cecilio Metelo de ese caballo de mando en Africa para sustituirle.
– Os creo -dijo Sila con un suspiro-, pero ¿cómo?
– Porque son unos inocentones legalistas -respondió Mario con desdén-. Por el hecho de que tradicionalmente el Senado haya otorgado el cargo de gobernador, a nadie se le ocurre pensar que, en puridad, los decretos senatoriales no tienen peso de ley. Oh, todos lo saben si uno se toma la molestia de hacérselo confesar, pero es un concepto que nunca ha calado, a pesar de los escarmientos de los hermanos Graco. Los decretos senatoriales sólo tienen el valor de costumbre, de tradición. ¡No de ley! Hoy dia quien hace la ley es la Asamblea, Lucio Cornelio, y yo tengo mucho más poder en la Asamblea de la plebe que ningún Cecilio Metelo.
Sila permanecía totalmente callado y hasta un poco atemorizado, cosa rara en él. Por terrible que fuese la capacidad mental de Mario, no era eso lo que atemorizaba a Sila. No, lo que le abrumaba era la experiencia nueva para él de que un individuo vulnerable le hiciera aquellas confidencias. ¿Cómo sabía Mario que podía confiar en él? La lealtad no había formado nunca parte de su fama, y Mario no era esa clase de persona dispuesta a no haber averiguado a fondo la reputación de alguien como él. Y, sin embargo, ahí estaba desvelándole sus futuras intenciones y actos para que él las valorase, y depositando toda su confianza en un cuestor desconocido, como si ya se la hubiese ganado.
– Cayo Mario -dijo, sin poder contenerse-, ¿qué me impediría llegarme a casa de Cecilio Metelo después de salir de aquí y contarle todo lo que me estáis diciendo?
– Pues, nada, Lucio Cornelio -respondió Mario, impasible.
– ¿Por qué, pues, me confiáis todo esto?
– Oh, es muy fácil, Lucio Cornelio -respondió Mario-. Porque me dais la impresión de ser un hombre muy capaz e inteligente. Y todo hombre capaz e inteligente es altamente capaz de emplear su inteligencia ventajosamente y no un estúpido para ponerse de parte de un Cecilio Metelo cuando un Cayo Mario le está ofreciendo el estímulo y la tentación de varios años de trabajo interesante y fructífero -dijo con un profundo suspiro-. ¡Eso es todo! Creo que ha quedado bastante claro.
– Vuestros secretos están seguros conmigo -dijo Sila echándose a reír.
– Lo sé.
– De todos modos, quiero que sepáis que aprecio vuestra confianza.
– Somos cuñados, Lucio Cornelio. Estamos unidos por algo más que los Julios César. Nosotros compartimos otra cosa: la suerte.
– ¡Ah!, la suerte.
– La suerte es un signo, Lucio Cornelio. Tener suerte es ser dilecto de los dioses. Tener suerte es ser un elegido -dijo Mario, mirando con gran satisfacción a su nuevo cuestor-. Yo soy un elegido, y os he elegido porque creo que también vos lo sois. Somos importantes para Roma, Lucio Cornelio. Los dos dejaremos huella en Roma.
– Así lo creo yo -asintió Sila.
– Sí. Bien… dentro de un mes asumirá el cargo un nuevo Colegio de Tribunos de la plebe. Cuando ese nuevo colegio esté en funciones, iniciaré mi jugada de Africa.
– Vais a valeros de la Asamblea de la plebe para dictar una ley derogando el decreto senatorial de prórroga del mando de Metelo en Africa -dijo Sila sin una vacilación.
– Exactamente -contestó Mario.
– Pero ¿eso es legal? ¿Tendrá fuerza esa ley? -inquirió Sila, mientras para sus adentros se decía hasta qué extremo un arribista muy inteligente, emancipado de la tradición, podía trastornar todo el sistema.
– No hay nada en las tablillas que diga que no es legal, y, por consiguiente, nadie puede reprochar que se lleve a cabo. Siento grandes deseos de poner coto al Senado, y el modo mejor de hacerlo es socavar para siempre su autoridad consuetudinaria de crear precedente.
– ¿Por qué dais tanta importancia al mando en Africa? -inquirió Sila-. Los germanos están a las puertas de Tolosa y son mucho más peligrosos que Yugurta. Alguien tendrá que ir a la Galia para enfrentarse a ellos el año que viene, y yo haría votos porque fueseis vos y no Lucio Casio.
– No me será posible -respondió Mario, muy seguro-. El primer cónsul es nuestro estimado colega Lucio Casio y él desea el mando en la Galia frente a los germanos. En cualquier caso, el mando en la guerra contra Yugurta es fundamental para mi supervivencia política. Me he comprometido como valedor de los intereses de los caballeros en la provincia africana y en Numidia, lo que significa que debo hallarme en Africa cuando concluya la guerra para velar porque mis clientes obtengan las concesiones que les he prometido. No sólo habrá vastas extensiones de excelentes tierras para el cultivo del grano a repartir, sino que, además, en Numidia se ha descubierto recientemente mármol soberbio de primera calidad y grandes depósitos cupríferos. Aparte de que es un país en el que se hallan dos tipos de piedras preciosas muy apreciadas y gran cantidad de oro. Unos importantes yacimientos a los que, desde que Yugurta es rey, Roma tiene impedido el acceso.
– Muy bien, a por Africa, pues -dijo Sila-. ¿Qué puedo hacer para ayudaros?
– Aprender, Lucio Cornelio, aprender. Voy a necesitar un cuerpo de oficiales que sean algo más que simples hombres fieles. Quiero hombres capaces de actuar por iniciativa propia sin que entorpezcan mis planes, hombres que acrecienten mi habilidad y eficacia en lugar de mermarla. No tengo inconveniente en compartir el mérito; hay suficiente mérito y gloria para todos cuando se llevan bien las cosas y se da a las legiones ocasión de demostrar lo que valen.
– Pero yo estoy muy verde, Cayo Mario.
– Lo sé -replicó él-, pero ya os lo he dicho: creo que valéis mucho. Estad a mi lado, dadme lealtad y trabajad bien y yo os daré oportunidades para que desarrolléis vuestras dotes. Igual que yo, empezáis tarde, pero nunca es demasiado tarde. Yo ya soy, por fin, cónsul; con ocho años más de la edad conveniente. Vos estáis por fin en el Senado, con tres años de retraso. Igual que yo, vais a tener que concentraros en el ejército como trampolín hacia la cumbre. Yo os ayudaré en todo lo posible. A cambio de ello, espero vuestra ayuda.
– Me parece muy bien, Cayo Mario -dijo Sila con un carraspeo-. Os estoy muy agradecido.
– No tenéis por qué estarlo. Si no creyera que ibais a corresponderme, Lucio Cornelio, no estaríais sentado ahí -añadió Mario, tendiéndole la mano-. ¡Vamos, acordemos que entre nosotros no haya gratitud, sino simple lealtad y camaradería de legionarios!
Cayo Mario había sobornado a un tribuno de la plebe, y no a uno cualquiera. Porque Tito Manlio Mancino no vendía sus favores tribunicios exclusivamente por dinero. Mancino quería causar impacto como tribuno de la plebe y necesitaba una causa mejor que la única que para él contaba: poner toda clase de impedimentos que se terciaran en el camino de la familia patricia Manlio, de la que no era miembro. Su odio hacia los Manlios alcanzaba fácilmente a todas las familias aristocráticas y nobles, la de Cecilio Metelo incluida. Y así, aceptó las ofertas de Mario con plena conciencia y apoyó sus planes con anticipado alborozo.
Los diez nuevos tribunos de la plebe asumieron su cargo el tercer día antes de los idus de diciembre, y Tito Manlio Mancino no perdió el tiempo. Aquel mismo día presentó una ley a la Asamblea de la plebe destinada a despojar del mando de Africa a Quinto Cecilio Metelo y dárselo a Cayo Mario.
– ¡El pueblo es soberano! -gritaba Mancino a la multitud-. ¡El Senado está al servicio del pueblo y no es su amo! Si el Senado cumpliera sus obligaciones con el debido respeto al pueblo de Roma, qué duda cabe de que debería continuar sin objeciones. Pero cuando el Senado se vale de sus tareas para proteger a sus propios miembros dirigentes a expensas del pueblo, hay que impedírselo. Quinto Cecilio Metelo ha demostrado negligencia en el mando ¡y no ha obtenido logro alguno! ¿Por qué, entonces, el Senado prorroga por segunda vez su mandato un año más? Porque, pueblo de Roma, el Senado protege, como de costumbre, a sus dirigentes a expensas del pueblo. En Cayo Mario, cónsul electo para este año, el pueblo de Roma tiene un jefe mucho más digno. ¡Pero, según los que mandan en el Senado, el nombre de Cayo Mario no reúne méritos! ¡Pueblo de Roma, Cayo Mario, para ellos es un hombre nuevo, un arribista, no es nadie por el solo hecho de no ser noble!
La multitud escuchaba entusiasmada. Mancino era buen orador y atacaba con auténtica pasión aquel exclusivismo senatorial. Hacía tiempo que la plebe no había tocado las narices al Senado, y muchos de sus dirigentes no elegidos pero influyentes se mostraban preocupados porque su representación en el gobierno de Roma perdía terreno. Por eso en aquellos momentos todo confluía en favor de Cayo Mario: el sentimiento público, el disgusto de los caballeros y diez tribunos de la plebe con ganas de tocar las narices al Senado.
El Senado respondió enviando a sus mejores oradores de condición plebeya a perorar ante la Asamblea, incluidos Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, que asumió fervientemente la defensa de su hermano, y el cónsul electo Lucio Casio Longino. Pero Marco Emilio Escauro, que habría podido subir la escalinata para defender al Senado, era un patricio y, por consiguiente, no podía hablar en la Asamblea del pueblo. Obligado a permanecer en los escalones del Senado, mirando la zona bien delimitada y abarrotada de los comicios, en donde se reunía la Asamblea de la plebe, Escauro tuvo que contentarse con escuchar sin podér intervenir.
– Nos derrotarán -dijo al censor Fabio Máximo Eburno, otro patricio-. ¡Maldito Cayo Mario!
Maldito o no, Cayo Mario venció. La despiadada campaña de cartas había cumplido brillantemente su cometido de volver contra Metelo a los caballeros y a las clases medias, manchando su nombre y arruinando su poder político. Claro que con el tiempo se recuperaría, porque su familia y sus amistades tenían mucho poder. Pero de momento la Asamblea de la plebe, hábilmente dirigida por Mancino, le había arrebatado el mando de Africa y su nombre en Roma quedaba más emporcado que la cochiquera de Numancia. El mando de Africa se lo quitó el pueblo aprobando una ley sin precedentes por la que se le sustituía por Cayo Mario. Y una vez que la ley -en puridad un plebiscito- quedó inscrita en las tablillas, fue guardada en el archivo de un templo y allí quedaría como ejemplo y recurso para que, en el futuro, otros intentasen la misma operación, otros que quizá no tuviesen la habilidad de Cayo Mario o sus encomiables razones.
– No obstante -dijo Mario a Sila nada más aprobarse la ley-, Metelo no me cederá sus legiones.
Efectivamente, había muchas cosas que aprender; cosas que él, un Cornelio patricio, debía saber. A veces desesperaba de aprender como era debido, pero luego consideraba la suerte que le asistía teniendo a Cayo Mario de comandante y se tranquilizaba. Porque Mario siempre tenía tiempo para explicarle las cosas y se preocupaba tanto como él por su ignorancia; y Sila aumentaba sus conocimientos haciendo preguntas.
– Pero, ¿esa tropa no pertenece a la guerra que se sostiene contra Yugurta y no debe estar en Africa hasta que termine?
– Puede quedar en Africa, pero sólo si Metelo lo quiere. Tendría que anunciar a los soldados que quedan alistados hasta que termine la campaña y que su remoción del mando no les afecta, pero no habrá quien le impida aferrarse al criterio de que fue él quien los reclutó y que el compromiso de ellos termina con el suyo. Conociendo a Metelo, sé que hará eso. Los licenciará y los embarcará para Italia.
– Lo que significa que tendréis que reclutar otro ejército -dijo Sila-. Ya entiendo. ¿Y no podríais esperar a que desembarque su ejército y volver a alistarlo en vuestro nombre? -inquirió.
– Podría -respondió Mario-. Pero, desgraciadamente, no será posible. Lucio Casio va a la Galia para enfrentarse a los germanos en Tolosa. Y eso es inevitable, porque no nos interesa tener a medio millón de germanos a cien millas de la ruta de Hispania y en la frontera de nuestra propia provincia. Así que imagino que Casio ya habrá escrito a Metelo pidiéndole que vuelva a enrolar a su ejército para la campaña de la Galia antes de que lo embarque en Africa.
– O sea, que así es como se hacen las cosas -dijo Sila.
– Por supuesto. Lucio Casio es el primer cónsul y tiene preferencia para disponer de tropas. Metelo volverá con seis legiones bien entrenadas y serán las tropas que Casio lleve a la Galia Transalpina sin lugar a dudas. Lo cual significa que voy a tener que empezar de cero, reclutando gente bisoña, entrenándola, equipándola e imbuyéndola de entusiasmo para hacer la guerra contra Yugurta -dijo Mario con una mueca-. Lo cual significa asimismo que en mi año de cónsul no tendré tiempo para montar la clase de ofensiva contra Yugurta que yo querría si Metelo me dejase sus tropas. Y al mismo tiempo tendré que asegurarme de que me prorrogan el mando en Africa otro año o me encontraré en un brete y más perdido que el propio Metelo.
– Y ahora hay una ley registrada en las tablillas que crea un precedente por el que os pueden arrebatar el mando igual que vos se lo habéis arrebatado a él -dijo Sila con un suspiro-. ¿No es nada fácil, verdad? Nunca imaginé las dificultades que debe uno afrontar para mantenerse a flote, y no digamos para engrandecer a Roma.
Aquello le hizo gracia a Mario, que rió complacido, dando una palmada a Sila en la espalda.
– No, Lucio Cornelio, no es nada fácil; pero por eso merece la pena intentarlo. ¿Qué hombre realmente grande y de valía quiere un camino sin obstáculos? Cuantos más obstáculos, mayor satisfacción se logra.
Era una respuesta desde una perspectiva personal, pero que no solucionaba el principal problema de Sila.
– Ayer me dijisteis que Italia está completamente exhausta -dijo-. Que ha muerto tanta gente que no pueden cubrirse las levas con ciudadanos romanos, y que la oposición a ellas en la península aumenta día a día. ¿Dónde vais a encontrar contingentes para formar cuatro buenas legiones? Porque, como habéis dicho, no podéis derrotar a Yugurta con menos de cuatro legiones.
– Esperad a que sea cónsul, Lucio Cornelio, y veréis.
Fue lo único que pudo sacarle Sila.
Fueron las fiestas Saturnales las que hicieron que Sila adoptase una decisión. En los tiempos en que Clitumna y Nicopolis habían compartido la casa con él, esas festividades habían sido magníficos días de diversión y juerga con los que cerrar el año. Los esclavos mandaban con un simple chasquido de dedos mientras las dos mujeres se apresuraban entre risitas a cumplir sus órdenes, todos se emborrachaban de lo lindo y él cedía su sitio en el lecho común a los esclavos que quisiesen Clitumna y Nicopolis, a condición de gozar él del mismo privilegio en el resto de la casa. Y una vez concluidas las Saturnales, las cosas volvían a la normalidad como si nada hubiera sucedido.
Pero aquel primer año de su matrimonio con Julilla, Sila tuvo unas Saturnales muy distintas: le pidieron que pasase las horas diurnas en la casa de al lado con la familia de Cayo Julio César. También allí, durante los tres días que duraban las fiestas, todo andaba revuelto: los esclavos eran servidos por sus amos, se intercambiaban regalos unos a otros y se hacía todo lo posible porque no faltase comida y vino en cantidad y calidad. Pero no cambiaban las cosas. Los pobres criados permanecían tan estirados como estatuas en las camillas del triclinio, sonriendo tímidamente cuando César y Marcia iban apresuradamente del comedor a la cocina; a ninguno se le habría ocurrido emborracharse y no habrían ni siquiera soñado hacer o decir algo que hubiese resultado embarazoso al volver el hogar a la normalidad.
Cayo Mario y Julia también asistieron y parecían plenamente complacidos por la manera de celebrarlo. Pero, claro, pensó Sila, resentido, Cayo Mario ansiaba demasiado ser como ellos para dar un mal paso.
– ¡Qué divertido! -comentó Sila una vez que él y Julilla se despidieron la última noche, y como había tenido buen cuidado de fingir ante todos, ni la propia Julilla se dio cuenta de que lo decía en plan irónico.
– No ha estado nada mal -dijo ella mientras entraban en su casa, en la que durante aquellos tres días habían dado descanso a los criados.
– Me alegro de que te lo parezca -dijo Sila, echando el cerrojo a la puerta.
– Y mañana tenemos la cena con Craso Orator -añadió Julilla bostezando y estirándose-. Tengo muchas ganas de ir.
Sila se detuvo en medio del recibidor y se volvió hacia ella.
– Tú no vienes -dijo.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que has oído.
– Pero… pero… ¡yo creía que invitaban también a las esposas! -exclamó, a punto de llorar.
– A algunas. A ti no -dijo él.
– ¡Yo quiero ir! ¡Todo el mundo habla de esa cena y todas mis amigas están muertas de envidia porque les he dicho que iba!
– Lo siento, pero no vas, Julilla.
Un esclavo algo borracho se les acercó cuando pasaban ante el despacho.
– ¡Ah, qué bien que estéis en casa! Traedme vino… ¡y rápido! -les dijo.
– Ya han pasado las Saturnales -replicó Sila con voz queda-. Fuera, imbécil.
El esclavo desapareció, repentinamente despejado.
– ¿Por qué estás de tan mal humor? -inquirió Julilla cuando entraban en el cubículo de dormir del amo de la casa.
– Nó estoy de mal humor -replicó él, abrazándola por detrás.
– ¡Déjame! -exclamó ella soltándose.
– Pero ¿qué te pasa?
– ¡Quiero ir a la cena de Craso Orator!
– Pues no puedes.
– ¿Por qué?
– Julilla, porque no es la clase de fiesta que tu padre aprobaría -contestó él pacientemente- y las pocas esposas que van no son mujeres del gusto de tu padre.
– Ya no estoy bajo la potestad paterna y puedo hacer lo que quiera -replicó ella.
– Sabes que no es verdad. Has pasado de la potestad de tu padre a la mía. Y he dicho que no vas a ir.
Sin decir palabra, Julilla recogió sus ropas del suelo, se echó una túnica por encima, le volvió la espalda y salió del cuarto.
– ¡Que te diviertas! -le gritó Sila.
Por la mañana se mostró fría como el hielo, pero él no hizo caso; cuando se disponía a salir para la cena de Craso Orator, no la encontró por ninguna parte.
– Mujercilla caprichosa -masculló Sila.
El enfado podía haber sido divertido; que no lo fuese se debió a causas que nada tenían que ver con el hecho en sí, sino que procedían de un ámbito interior de Sila distinto al que ocupaba Julilla. A él no le atraía lo más minimo la idea de cenar en la opulenta mansión del contratista Quinto Granio, que era quien daba la cena. Al recibir la invitación le había causado un absurdo placer, interpretándolo como una muestra de amistad de un importante círculo de jóvenes senadores, pero luego le llegaron chismorreos sobre la fiesta y comprendió que le invitaban por su turbulento pasado, para así añadir una nota exótica a la lista de varones aristocráticos.
Mientras se encaminaba a la mansión, estaba en mejor disposición para calibrar la clase de trampa en que se había metido casándose con Julilla y entrando en el círculo de sus iguales por nacimiento. Porque era una trampa. Y el hecho de vivir en Roma no constituía ningún paliativo. Estaba muy bien para Craso Orator, tan bien situado que podía ir de fiesta en fiesta deliberadamente pensada para desafiar el edicto de su propio padre sobre actos suntuarios sin temor a perder el puesto en el Senado ni a los nuevos tribunos de la plebe, y hasta permitirse el lujo de fingirse vulgar y grosero y aceptar los rastreros favores de una seta como el contratista Quinto Granio.
Cuando entró en el vasto comedor de Quinto Granio vio a Colubra que le sonreía por encima de un vaso de oro y piedras preciosas, y advirtió que le hacía seña, invitándole a sentarse a su lado. No me he equivocado, se dijo para sus adentros, aquí soy el bicho raro; dirigió a Colubra una esplendorosa sonrisa y dejó que se ocupasen de su persona una plétora de obsequiosos esclavos. ¡Nada de funciones privadas! El comedor estaba lleno de camillas para que sesenta invitados celebrasen tumbados la elección de Craso Orator como tribuno de la plebe. Quinto Granio no tiene ni idea de cómo dar una buena fiesta, pensó Sila mientras se acomodaba junto a Colubra.
Cuando dejó la fiesta, seis horas después, mucho antes que ningún otro invitado, estaba bebido y su estado de ánimo había pasado de la resignación con su suerte a la clase de negra depresión que él pensó que nunca tendría una vez que entrase en el círculo social adecuado. Se sentía frustrado, impotente e insufriblemente solo, advertía de pronto. Desde el corazón hasta los dedos de pies y manos anhelaba una compañía amorosa de su agrado, alguien con quien reír, alguien sin propósitos anticipados, alguien enteramente suyo. Alguien con ojos negros y rizos morenos y el culito más rico del mundo.
Y fue caminando con alas en los pies hasta la casa de Scilax el actor, sin plantearse en ningún momento el riesgo que corría con su imprudente y necia conducta. ¡Daba igual! Scilax estaría en casa; podría tomar una copa de vino con agua y hablar de naderías con él, mientras se deleitaba mirando al muchacho. Una visita inocente; nada más.
Pero la fortuna seguía sonriéndole. Sólo estaba Metrobio, a quien Scilax había castigado sin salir mientras él iba a ver a unos amigos a Antium. Metrobio allí solo. ¡Qué alegría! Le aturdía el amor, el deseo, la pasión, la pena. Una vez saciados deseo y pasión, Sila sentó al muchacho en sus rodillas y le abrazó casi llorando.
– ¡Por los dioses que me siento morir de tanto que te echo de menos! -exclamó
– ¡Yo también te echo mucho de menos! -dijo el muchacho, acurrucándose en sus brazos.
Se hizo un silencio. Metrobio sentía los convulsivos sollozos de Sila contra su mejilla y ansiaba sentir sus lágrimas, pero bien sabía que eso era imposible.
– ¿Qué sucede, querido Lucio Cornelio? -inquirió.
– Estoy harto -respondió Sila, sin énfasis-. Esa gente son unos hipócritas consumados y mortalmente aburridos. Buenas formas y modales en público y, luego, sucios placeres cuando creen que nadie los ve. Esta noche me cuesta ocultar el asco que me producen.
– Yo creía que serías feliz -dijo Metrobio con cierto ánimo.
– Yo también -añadió Sila en tono irónico y volvió a callarse.
– ¿Por qué has venido esta noche?
– He estado en una fiesta.
– ¿Y no lo pasabas bien?
– No era como las que nos gustan a nosotros, precioso, sino como las que dan ellos. Para ellos ha sido estupenda. Lo único que me apetecía era reírme, y cuando volvía a casa me di cuenta de que no tenía con quién compartir mi risa. ¡Nadie!
– Excepto yo -dijo Metrobio, incorporándose-. Entonces, ¿me lo cuentas?
– Tú sabes quiénes son los Lucinios Craso, ¿verdad?
– Soy un chico de la farándula -replicó Metrobio, mirándose las uñas-. ¿Qué puedo saber de las familias nobles?
– La familia de Lucinio Craso ha dado a Roma cónsules y algún pontífice máximo… qué sé yo, ¡durante siglos! Es una familia riquisima que produce hombres de dos clases: los morigerados y los sibaritas. El padre de este Craso Orator era de los frugales y fue el autor de esa ridícula ley suntuaria inscrita en las tablillas, ya sabes dijo Sila.
– Nada de dorados, nada de púrpuras, ni ostras ni vino de importación… ¿es ésa?
– Esa. Pero Craso Orator no parece llevarse bien con su padre y le encanta vivir rodeado de todos los lujos imaginables. Y Quinto Granio, el contratista, necesita un favor político de Craso Orator ahora que es tribuno de la plebe; así que Quinto Granio dio esta noche una fiesta en honor de Craso Orator. El lema -añadió Sila en tono algo más animado- era "¡Ignoremos la lex Licinia sumptuaria!"
– ¿Y por eso te invitaron a ti? -inquirió Metrobio.
– Me invitaron porque, al parecer, en los más altos círculos, es decir, en los de Craso Orator, y no digamos en los de Quinto Granio, se me considera un fascinante individuo de vida tan abyecta como alta fue mi cuna. Me imagino que pensarían que iba a desvestirme y ponerme a cantar obscenidades, robándole cuadro a Colubra.
– ¿A Colubra?
– Colubra.
Metrobio lanzó un silbido.
– ¡Si que te mueves en círculos altos! Me han dicho que cobra un talento de plata por irrumatio.
– Es posible, pero a mi me lo ofreció gratis -dijo Sila sonriente-. No acepté.
– Oh, Lucio Cornelio -dijo Metrobio, tembloroso-, no te busques enemigos ahora que estás en el mundo que te corresponde. Las mujeres como Colubra son muy poderosas.
– ¡Bah! -exclamó Sila despreciativo-. ¡Me meo en todos ellos!
– Seguramente les gustaría -replicó Metrobio pensativo.
Al oírlo, Sila se echó a reír y se dispuso a contar la historia más contento.
– Había unas cuantas mujeres casadas, de esas muy descaradas, con maridos mortificados; dos Claudias y una dama con antifaz que decía llamarse Aspasia, pero yo sé muy bien que es Licinia, la prima de Craso Orator. ¿Te acuerdas que a veces me acostaba con ella?
– Lo recuerdo -respondió Metrobio, un poco mohíno.
– Aquello estaba lleno de oro y púrpura de Tiro -prosiguió Sila-. ¡Hasta los trapos de limpiar los platos eran de púrpura de Tiro recamada en oro! Tenías que haber visto al mayordomo aguardando a que su amo no mirase para pasar el trapo y limpiar el vino derramado por alguno… Los trapos quedaron hechos un asco, claro.
– Un asco -dijo Metrobio.
– Un asco -repitió Sila con un suspiro antes de continuar-. Las camillas eran con incrustaciones de perlas. ¡De verdad! Y los invitados se dedicaron a irlas arrancando, hasta dejarlas mondadas, guardándoselas en las servilletas de oro y púrpura, y te digo que no había ni uno capaz de comprar el equivalente de lo que ha robado sin notar el gasto.
– Menos tú -dijo Metrobio con voz queda, apartándole el pelo de la frente-. Tú no has cogido perlas.
– Antes me habría muerto -respondió Sila, encogiéndose de hombros-. De todos modos, eran pequeñas perlas de río.
– ¡No lo estropees! -dijo Metrobio conteniendo la risa-. Me gusta cuando te pones insufriblemente noble y orgulloso.
– ¿Tan malo soy? -dijo Sila, besándole sonriente.
– Muy malo. ¿Cómo fue la comida?
– Encargada. Ten en cuenta que las cocinas de Granio no habrían dado abasto para atender a sesenta… bueno, cincuenta y nueve glotones de los más grandes que he visto. Los huevos de gallina eran seleccionados del mayor tamaño y algunos con doble yema. Los había también de cisne, de oca, de pato, de aves marinas e incluso con cascarón dorado. Había ubres de lechoncilla rellenas, aves cebadas con pasteles de miel y servidas en caldo de vino especial de Falerno, caracoles traídos de Liguria, ostras venidas de Baia en calesa rápida, y olía tanto a pimientas de las más caras, que tuve un acceso de estornudos.
Metrobio comprendió que Sila necesitaba hablar y desahogarse. En qué mundo tan extraño debía hallarse ahora, y qué distinto a como él lo había imaginado, aunque en realidad ya no recordaba cómo lo había imaginado. Pero lo cierto es que Sila no hablaba mucho, nunca había sido hablador. ¡Y, de repente, aquella noche charlaba por los codos! La visión de aquel rostro amado era algo con lo que Metrobio ya no contaba, salvo de lejos. Y allí estaba, en el umbral, con aspecto horrible, y necesitado de amor, ansiando hablar. ¡Sila! Debía sentirse muy solo.
– ¿Y qué más? -inquirió para que siguiera hablando.
Enarcó sus cejas, rojizas y doradas, que ya habían perdido el stibium oscurecedor.
– Lo mejor aún no había llegado, ya verás. Lo trajeron brazos en alto, sobre un cojín de púrpura de Tiro, en una bandeja de oro con piedras preciosas: una enorme y sabrosa lubina del Tíber con una cabeza igual a la de un mastín azotado. La pasearon repetidas veces por el comedor con más ceremonia que la que se emplea para los doce dioses en un lectisternium. ¡A un pescado!
– ¿Qué clase de pez es ése? -inquirió Metrobio, cejijunto.
– ¡Lo sabes! -dijo Sila, echando hacia atrás la cabeza y mirándole-. Una lubina del Tíber.
– Si lo sé, no me acuerdo.
– Sí, puede que no -añadió Sila, despacio-, porque eso no se ve en las fiestas de cómicos. Te diré, joven Metrobio, que todo gastrónomo romano de alcurnia que se precie, cae en una especie de éxtasis con sólo pensar en esa clase de pez. Sí, es un pez que vive entre el puente de Madera y el puente Emilio, bañando sus escamas en las aguas de las cloacas y al que le gusta tanto comer la mierda de Roma, que ni se molesta en morder los anzuelos. Huelen a mierda y saben a mierda. Los comes, y para mí es como comer mierda. ¡Pero Quinto Granio y Craso Orator estaban extasiados y se les caía la baba, como si la lubina del Tíber fuese una mezcla de néctar y ambrosía en vez de una lubina perezosa, coprófaga!
Metrobio, sin poder contenerse, lanzó un eructo de asco.
– ¡Bien hecho! -dijo Sila, y se echó a reír-. ¡Ah, si hubieses visto a esos imbéciles que se creen los exquisitos de Roma con la mierda de Roma chorreándoles por la barbilla…! -Se detuvo y lanzó un fuerte bufido-. No los aguanto ni un día más; ni una hora. -Volvió a hacer una pausa-. Estoy bebido; por culpa de esas horrendas Saturnales.
– ¿Qué horrendas Saturnales?
– Aburridas, horrendas… qué más da. Otra clase de invitados de alcurnia distinta a los de Craso Orator, Metrobio, pero igual de horrendos. Aburridos. ¡Aburridos hasta morir! -añadió encogiéndose de hombros-. Es igual. El año que viene estaré en Numidia con algo en que hacer presa. ¡Estoy deseándolo! Roma, sin ti… sin mis amigos, no la aguanto. -Le acometió un estremecimiento-. Metrobio, estoy borracho. No debería estar aquí. Pero, ¡si supieras lo bien que me encuentro contigo…!
– Lo único que sé es cuánto me gusta que estés -replicó Metrobio con énfasis.
– Te ha cambiado la voz -dijo Sila, sorprendido.
– Ya era hora, Lucio Cornelio. Tengo diecisiete años. Suerte que no soy muy alto y Scilax me ha enseñado a hacer el falsete, pero, últimamente, a veces se me olvida y cada vez me cuesta más. Pronto me afeitare.
– ¡Diecisiete años!
Metrobio se bajó de sus rodillas, se le quedó mirando muy serio y le tendió la mano.
– ¡Ven! Quédate conmigo un poco más. Puedes marcharte antes de que amanezca.
– Esta vez me quedo -contestó Sila, levantándose de mala gana-, pero no volveré.
– Lo sé -replicó Metrobio, cogiéndole el brazo y pasándoselo por los hombros-. El año que viene estarás en Numidia y serás feliz.