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Aunque Yugurta aún no era un fugitivo en su propio pais, las partes de éste más pacificadas y orientales habían llegado a un acuerdo con los dominadores romanos, aceptando la inevitabilidad de su poder. Sin embargo, la capital, Cirta, estaba situada en el centro y Mario pensó que era más prudente invernar en ella en lugar de hacerlo en Utica. La población de Cirta nunca había demostrado gran cariño al rey, pero Mario conocía de sobra a Yugurta para saber que se volvía ún individuo de lo más peligroso -y de lo más encantador- cuando se le presionaba. Y no sería buena política dejar Cirta a merced de la seducción del númida. Sila quedó en Utica de gobernador de la provincia romana, mientras Aulo Manlio recibía licencia para volver a Italia. Manlio regresó a Roma con los dos hijos de Cayo Julio César, ninguno de los cuales quería dejar Africa. Pero Mario, preocupado por la carta de Rutilio, pensó que era mejor que César tuviera a sus hijos a su lado.
En enero del nuevo año, el rey Boco de Mauritania se decidió por fin; pese a sus vínculos de parentesco con Yugurta dijo que se aliaría formalmente con Roma si ésta se dignaba tenerle por aliado. Se trasladó de lol a Icosium, lugar en que se había entrevistado con Sila y el mareado Manlio dos meses atrás, y desde allí envió una pequeña embajada a Mario. Lamentablemente no se le ocurrió que Mario fuese a invernar en cualquier otro lugar que no fuera Utica, y, como consecuencia, el reducido grupo se dirigió a esta ciudad, alejándose muy al norte de Cirta y de Cayo Mario.
Eran cinco embajadores moros, incluido también esta vez el joven príncipe Bogud, hermano del rey, pero la comitiva viajaba con poco aparato y sin escolta, pues Boco no quería dificultades con Mario ni mostrarse intimidatorio y bélico. Además, tampoco deseaba llamar la atención de Yugurta.
Por tanto, la caravana parecía una simple expedición de mercaderes ricos regresando a casa con el producto de una buena temporada, por lo que resultaba una buena tentación para las partidas de bandoleros que habían surgido con la fragmentación de Numidia y la impotencia de su rey para evitar que se apoderasen de la propiedad ajena. Cuando el grupo vadeaba el río Ubus, algo más abajo de Hippo Regius, lo atacaron unos ladrones y les robaron todo menos las ropas; incluso los esclavos y criados les quitaron para venderlos en algún mercado lejano.
Quinto Sertorio y su excepcional cerebro se hallaban a las órdenes de Mario, lo que significaba que Sila contaba con oficiales menos perspicaces. No obstante, consciente de ello, había adoptado la costumbre de echar personalmente un vistazo a las puertas del palacio del gobernador en Utica, y por suerte vio a aquel grupo de desaseados que inútilmente trataban de que les franqueasen la entrada.
– ¡Tenemos que ver a Cayo Mario! -decía una y otra vez el príncipe Bogud-. ¡Somos embajadores del rey Boco de Mauritania, os lo aseguro!
Sila reconoció a tres de ellos y se apresuró a acercarse.
– Déjalos pasar, idiota -espetó al tribuno de guardia, que dio el brazo a Bogud para ayudarle a caminar, pues se notaba que llevaba los pies llagados-. Ya os explicaréis después, príncipe -añadió tajante-. Ahora necesitáis un baño, ropa limpia y descanso.
Horas después escuchaba el relato de Bogud.
– Hemos tardado más de lo previsto en llegar -concluyó Bogud-, y temo que mi hermano el rey se haya desesperado. ¿Po demos ver a Cayo Mario?
– Cayo Mario está en Cirta -respondió Sila-. Os insto a que me digáis qué desea el rey y yo lo comunicaré a Cirta. Si no, Se producirá aún más retraso.
– Somos parientes del rey, quien solicita a Cayo Mario que nos envíe a Roma para suplicar directamente al Senado qúe vuelva a aceptar como cliente a nuestro soberano -dijo Bogud.
– Entiendo -dijo Sila poniéndose en pie-. Príncipe Bogud, aposentaos cómodamente aquí y esperad. Voy a avisar en seguida a Cayo Mario, pero tardaremos unos días en saber su respuesta.
Vaya, vaya, vaya -decía la carta de Mario que llegó a Utica unos días después-, esto puede ser muy interesante, Lucio Cornelio. No obstante, debo tener sumo cuidado. El nuevo cónsul, Publio Rutilio Rufo, me dice que nuestro querido amigo Metelo Numídico, el Meneítos, va por ahí diciendo a todos los que le escuchan que va a procesarme por extorsión y corrupción en la administración provincial. Así que no puedo facilitarle municiones. Por suerte tendrá que buscarse pruebas porque yo nunca he extorsionado ni fomentado la corrupción; bueno, imagino que tú lo sabes mejor que nadie. Así que lo que quiero que hagas es lo siguiente.
Concederé audiencia al príncipe Bogud en Cirta, lo cual quiere decir que tendrás que traer la embajada aquí. Sin embargo, antes de hacer nada, reúne a todos los senadores romanos, tribunos del Tesoro y representantes del Senado del pueblo de Roma que puedas, así como a los ciudadanos romanos importantes de la provincia africana, y los traes a Cina. Quiero entrevistarme con Bogud delante de todos los notables romanos para que escuchen lo que diga y aprueben por escrito lo que decida hacer.
Sila dejó la carta entre carcajadas.
– ¡Ah, muy bien hecho, Cayo Mario! -exclamó hablando a solas entre las cuatro paredes de su despacho.
E inmediatamente fue a fastidiar a sus tribunos y oficiales de administración, ordenándoles recorrer de arriba abajo la provincia en busca de notables romanos.
Porque, dada la importancia como abastecedora de trigo a Roma, la provincia africana era el lugar que más les gustaba visitar a los senadores trotamundos. Además, era un país exótico y precioso; en primavera, los vientos predominantes soplaban del cuadrante norte y era una ruta marítima hacia oriente más segura que la del mar Adriático para los que no tuvieran prisa. Y aunque fuese la época de las lluvias, eso no quería decir que lloviese todos los días; los días que no llovía, el tiempo era delicioso comparado con el invierno europeo, y curaba rápidamente los sabañones del viajero.
Sila pudo encontrar dos senadores trotamundos y dos terratenientes que estaban de viaje (uno de ellos el poderoso Marco Cecilio Rufo), más un funcionario mayor del Tesoro que estaba de vacaciones, un plutócrata romano propietario de un importante negocio de importación de trigo, y que solía viajar a Utica para ocuparse de las cosechas.
– Pero lo bueno -dijo a Cayo Mario nada más llegar a Cirta dos semanas después- ha sido dar nada menos que con Cayo Bilieno, que en su viaje hacia la provincia de Asia decidió pasar unos días en Africa. Así que te he conseguido un pretor con imperium proconsular. Tenemos también un cuestor del Tesoro, Cneo Octavio Ruso; el pobre acababa de desembarcar en Utica con la paga del ejército antes de que yo partiera, y me lo traje.
– Lucio Cornelio, ¡no sabes cuánto te aprecio! -dijo Mario con una gran sonrisa-. ¡Sí que aprendes de prisa!
Antes de recibir a la embajada mora, Mario convocó una reunión de los notables romanos.
– Voy a exponeros la situación, nobles señores, tal como es, y después de entrevistarme en presencia vuestra con el príncipe Bogud y los embajadores, quiero que lleguemos a una decisión conjunta respecto al rey Boco. Es preciso que todos demos por escrito nuestra opinión para que Roma esté informada y se sepa que no me extralimité en mi autoridad -dijo Mario a los senadores, Terratenientes, mercaderes, al tribuno del Tesoro, al cuestor y al gobernador provincial.
El resultado de la entrevista fue el que Mario había previsto; había expuesto la situación a los notables romanos con minuciosidad y elocuencia y con el vehemente apoyo de su cuestor Sila. Un tratado de paz con Boco era muy deseable, concluyeron los notables, y la mejor manera de llevarlo a cabo era enviando a tres de los embajadores moros a Roma, acompañados por el cuestor del Tesoro Cneo Octavio Ruso, mientras los otros dos regresaban a la corte de Boco como muestra de la buena fe de Roma.
Así pues, Cneo Octavio Ruso acompañó a Bogud y a dos primos suyos a Roma, a donde llegaron a primeros de marzo y a los que inmediatamente escuchó el Senado en una reunión extraordinaria. Se celebró en el templo de Belona porque el asunto implicaba una guerra en el extranjero con un rey extranjero y Belona era la diosa romana de la guerra, por consiguiente mucho más antigua que Marte, siendo su templo el lugar de reunión cuando se trataban asuntos de guerra.
El cónsul Publio Rutilio Rufo dio al Senado el veredicto con las puertas del templo abiertas de par en par para que la multitud apiñada en el exterior pudiera oírlo.
– Decid al rey Boco -dijo Rutilio Rufo con su voz potente y clara- que el Senado y el pueblo de Roma recuerdan una ofensa y un favor. Vemos claramente que el rey Boco se arrepiente sinceramente de su ofensa, por lo que sería una grosería por parte del Senado y el pueblo de Roma negarle el perdón. Por consiguiente, queda perdonado. Sin embargo, el Senado y el pueblo de Roma exigen que el rey Boco nos brinde un favor de igual magnitud, pues actualmente no tenemos un favor que recordar con la ofensa. No estipulamos cuál ha de ser ese favor y lo dejaremos totalmente al criterio del rey Boco. Cuando se nos haya mostrado tan inequívocamente como la ofensa, el Senado y el pueblo de Roma tendrán mucho gusto en conceder al rey Boco de Mauritania un tratado de amistad y alianza.
Boco recibió la respuesta a finales de marzo, entregada en persona por Bogud y los otros dos embajadores. El terror a las represalias romanas superó al temor del rey por su persona y, en lugar de retirarse al lejano Tingis junto a las columnas de Hércules, Boco optó por quedarse en Icosium, razonando que Cayo Mario le trataría con frialdad, pero nada más. Y para defenderse de Yugurta, trajo a Icosium otro ejército moro y fortificó lo mejor posible la pequeña ciudad portuaria.
Bogud fue a ver a Mario a Cirta.
– Mi hermano el rey ruega y suplica a Cayo Mario que le diga qué favor puede hacer por Roma de similar magnitud a la ofensa -solicitó Bogud de rodillas.
– ¡Levantaos, levantaos! -exclamó Mario, malhumorado-. ¡No soy un rey, sino procónsul del Senado y el pueblo de Roma! ¡Nadie se humilla ante mi, pues me denigra tanto como al humillado!
– ¡Cayo Mario, ayudadnos! -exclamó Bogud perplejo, incorporándose-. ¿Qué favor puede desear el Senado?
– Os ayudaría si pudiera, príncipe Bogud -respondió Mario mirándose las uñas.
– ¡Pues enviad a un oficial vuestro a hablar con el rey! Quizá entre los dos puedan encontrarlo.
– De acuerdo -contestó de repente Mario-. Irá Lucio Cornelio Sila a hablar con el rey. A condición de que la reunión se celebre a media distancia entre Cirta e Icosium.
– Naturalmente, es Yugurta el favor que queremos -dijo Mario a Sila, mientras su cuestor se disponía a embarcar-. ¡Ah, daría mis colmillos por ir en tu lugar, Lucio Cornelio! Pero como no puedo, me alegra mucho enviar a un hombre que tiene un buen par de ellos.
– Una vez que los clave -dijo Sila con una sonrisa-, dificil es que suelten la presa.
– ¡Pues clávalos el doble de fuerte de parte mía! ¡Y si puedes, tráeme a Yugurta!
Así, con gran ánimo y una férrea determinación, Sila zarpó para Rusicade. Llevaba consigo una cohorte de legionarios romanos, una cohorte de tropas itálicas, de la tribu de los pelignos de Samnio, con armamento ligero, una escolta personal de honderos de las islas Baleares y un escuadrón de caballería, la unidad ligur de Publio Vagienio. Era mediados de mayo.
Durante toda la travesía se fue irritando, a pesar de que era buen marino y había descubierto que le gustaba mucho el mar y los barcos. Era una expedición venturosa. Y muy importante para él. Lo sabía como si se lo hubieran vaticinado. Y era curioso que nunca había propiciado una entrevista con Marta la siria, pese a que Cayo Mario le había instado a ello; su negativa nada tenía que ver con que fuese incrédulo o rechazara las supersticiones. Como buen romano, Lucio Cornelio era muy supersticioso, incluso hasta el pavor. Pero por mucho que anhelase que otro ser humano le confirmase sus propias previsiones sobre su gran destino, conocía muy bien su debilidad y su lado oscuro para acudir sereno a una sesión de adivinación como había hecho Mario.
No obstante, mientras navegaba por la bahía de Icosium, se arrepentía de no haber consultado a Marta. Su futuro parecía oprimirle como una pesada manta y no sabía ni podía apreciar lo que le aguardaba. Grandes cosas; pero también malas. Casi solo entre sus iguales, Sila notaba la presencia obsesiva y tangible del mal. Los griegos habían filosofado interminablemente sobre su naturaleza, y muchos argüían negando su existencia, pero Sila sabía que si existía; y mucho se temía que existiera dentro de su propio ser.
La bahía de Icosium merecía una ciudad majestuosa, pero en realidad no contaba más que con una modesta población agazapada en el interior, junto a una abrupta cadena de montañas costeras que llegaba hasta el mar, protegiéndola y aislándola al mismo tiempo. Durante las lluvias de invierno desembocaban allí varios torrentes y había en ella una docena de islas a guisa de hermosas naves llenas de cipreses como si fueran mástiles. Era un bonito lugar, pensó Sila.
En la playa aguardaba una tropa de aproximadamente mil bereberes a caballo, sin silla, brida ni coraza, al estilo númida; sólo con un juego de jabalinas en la mano, espada larga y escudo.
– ¡Ah -exclamó Bogud en el momento en que él y Sila desembarcaban del primer esquife-, el rey ha enviado a su hijo preferido a recibiros, Lucio Cornelio!
– ¿Cómo se llama? -inquirió Sila.
– Volux.
El joven se aproximó, armado igual que sus hombres, pero en un corcel enjaezado con silla y brida. Sila advirtió complacido su modo de estrechar la mano y sus modales. Pero ¿dónde estaba el rey? Su vista de águila no localizaba por ninguna parte el habitual tumulto y movimiento que acompaña la presencia de un monarca.
– El rey se ha retirado a las montañas del sur, a unas cien millas, Lucio Cornelio -dijo el príncipe conforme se dirigían a un puesto desde el que Sila pudiera ver el desembarco de tropas y pertrechos.
– Eso no figuraba en el trato con Cayo Mario -replicó Sila con un escozor.
– Lo sé -contestó Volux, turbado-. Es que el rey Yugurta no anda lejos.
– ¿Es una trampa, príncipe Volux? -inquirió Sila, helándosele la sangre en las venas.
– ¡No, no! -exclamó el joven alzando las manos-. iOs juro por todos los dioses, Lucio Cornelio, que no es una trampa! Pero Yugurta se huele algo porque le dieron a entender que el rey mi padre volvía a Tingis, pero se ha quedado aquí en Icosium. Yugurta se ha aproximado a las montañas con un pequeño ejército de gétulos, insuficiente para atacarnos, pero lo bastante fuerte para que no podamos atacarlo. El rey mi padre decidió alejarse del mar para hacerle creer a Yugurta que si espera a alguien de Roma, aguarda su llegada por tierra. Y Yugurta le ha seguido. El númida no sabe que habéis llegado, estamos seguros. Habéis hecho muy bien en venir por mar.
– Yugurta se enterará en seguida de mi presencia -replicó Sila con gesto grave, pensando en los escasos mil quinientos hombres de su tropa.
– Esperemos que no; al menos de momento -dijo Volux-. Hace tres días salí con mil hombres del campamento de mi padre, como si fuera de maniobras, y nos aproximamos al mar. Oficialmente no estamos en guerra con Numidia, así que Yugurta no tiene ningún motivo para atacarnos, pero tampoco sabe lo que pretende hacer el rey mi padre y no se atreve a enfrentarse a nosotros hasta saber algo más. Os aseguro que optó por permanecer vigilando nuestro campamento al sur y que sus exploradores no se acercarán a Icosium mientras mis tropas patrullen por la zona.
Sila miró escéptico al joven pero no dijo nada de sus aprensiones. No eran muy prácticos aquellos soberanos moros. Inquieto, además, por el lentísimo desembarco -porque en Icosium sólo había veinte barcazas, y veía que aquello iba a durar hasta el día siguiente-, bostezó y se encogió de hombros. No había por qué preocuparse: Yugurta lo sabría o no lo sabría.
– ¿Dónde está situado Yugurta? -inquirió.
– A unas treinta millas del mar, en una pequeña llanura en el centro de las montañas, al sur de aquí. En el único camino directo entre Icosium y el lugar donde se encuentra mi padre -contestó Volux.
– ¡Ah, estupendo! ¿Y cómo voy a ver a vuestro padre sin enfrentarme primero a Yugurta?
– Puedo conduciros dando un rodeo de modo que él no se entere -replicó animoso Volux-. ¡De verdad que si, Lucio Cornelio! ¡El rey mi padre confía en mí, os ruego que confiéis también! Sin embargo -añadió tras pensar un instante-, creo que será mejor que dejéis aquí vuestra tropa. Correremos un riesgo menor yendo pocos.
– ¿Y por qué habría de confiar en vos, príncipe Volux? -inquirió Sila-. No os conozco. Incluso apenas conozco al príncipe Bogud… ni al rey vuestro padre. Podríais haber decidido no cumplir vuestra palabra y entregarme a Yugurta. ¡Yo sería una buena presa!, y mi captura constituiría un grave inconveniente para Cayo -Mario, como bien sabéis.
Bogud no dijo nada, sino que cada vez parecía más apesadumbrado; pero el joven Volux no cedía.
– ¡Pues pedidme algo para demostraros que somos dignos de confianza! -gritó.
Sila, con una sonrisa lobuna, se lo pensó.
– Muy bien -dijo con súbita decisión-. Me tenéis cogido, así que ¿qué otra cosa puedo hacer? -añadió, mirando fijamente al moro con sus extraños ojos, bailando cual dos joyas bajo el ala de su amplio sombrero de paja, curioso tocado para un soldado romano, ya famoso en aquellos días desde Tingis a Cirenaica y por doquiera que se hablase de las hazañas en fuegos de campamento y hogares: el héroe romano albino con sombrero.
Debo confiar en mi suerte, se decía para sus adentros, pues nada me dice que no vaya a conservarla. Es una prueba, un tanteo a la confianza propia, el modo de demostrar a todos, desde el rey Boco hasta su hijo y al que está en Cirta, que soy su igual -¡sino, superior!- a lo que la Fortuna me depare en el camino. Un hombre no descubre de qué está hecho si huye. Seguiré adelante. Tengo la suerte de mi parte. Porque me la he buscado yo mismo, y bien.
– En cuanto oscurezca -dijo a Volux- iremos los dos con una pequeña escolta de caballería al campamento de vuestro padre. Mis hombres se quedarán aquí para que si Yugurta advierte presencia romana crea que estamos únicamente en Icosium y que vuestro padre va a acudir aquí para la entrevista.
– ¡Pero hoy no hay luna! -replicó Volux, consternado.
– Lo sé -dijo Sila con su fiera sonrisa-. Es lo mejor, príncipe Volux. Tendremos sólo la luz de las estrellas. Y vais a conducirme a través del campamento de Yugurta.
– ¡Es una locura! -exclamó Bogud con los ojos desorbitados.
– Eso sí que es un reto -dijo Volux con ojos brillantes y sonriendo complacido.
– ¿Estáis de acuerdo? -añadió Sila-. Cruzamos el campamento de Yugurta, entrando por un lado sin que la guardia nos vea ni nos oiga, por la misma via praetoria, sin despertar a ningún hombre ni caballo, y salimos por el otro sin que nadie nos vea ni nos oiga. ¡Hacedlo, príncipe Volux, y sabré que puedo confiar en vos! Y en vuestro padre el rey, por añadidura.
– De acuerdo -dijo Volux.
– Estáis locos -añadió Bogud.
Sila decidió dejar a Bogud en Icosium, por no tener absoluta confianza en aquel miembro de la familia real. Su retención revistió gran cortesía, pero quedó encomendado a la vigilancia de dos tribunos militares con órdenes de no perderle de vista.
Volux buscó en Icosium los cuatro caballos mejores que había para andar de noche y Sila optó por su mula, convencido como estaba de que era mucho mejor que cualquier caballo; y no olvidó su sombrero. El grupo se componía de Sila, Volux y tres nobles moros, y todos excepto Sila montaban sin silla ni brida.
– No llevamos nada de metal que suene y pueda descubrirnos -dijo Volux.
Sila, sin embargo, optó por ensillar la mula y ponerle un simple ronzal de cuerda.
– Crujirán, pero si caigo haría más ruido -dijo.
Nada más oscurecer, los cinco desaparecieron en la negra noche sin luna. Pero un fulgor iluminaba el cielo, pues no había habido viento que lo empañase con polvo, y lo que a primera vista parecían nubecillas dispersas, eran aglomeraciones de estrellas y se distinguía bien el camino. Las monturas no iban herradas y sus cascos hacían un ruido sordo en el camino de piedra que cruzaba una serie de barrancos y rodeaban la bahía de Icosium.
– Confiemos en la suerte para que no se quede coja ninguna caballería -dijo Volux en una ocasión en que su caballo tropezó sin llegar a ningún percance.
– Debéis confiar en mi suerte, al menos -respondió Sila.
– No habléis -terció uno de la escolta-. En noches sin viento como ésta, las voces se oyen a millas de distancia.
Continuaron en silencio, escrutando esforzadamente la menor partícula de luz conforme discurrían las millas, y cuando comenzaron a atisbar, tras una cresta, el fulgor anaranjado de los fuegos mortecinos de la hondonada donde se hallaba el campamento de Yugurta, supieron dónde estaban. Poco después miraban hacia abajo y fue como ver una pequeña ciudad perfectamente ordenada.
Descabalgaron, Volux dejó a Sila a un lado y se puso manos a la obra. Pacientemente, Sila vio cómo los moros forraban los cascos de los caballos con una especie de zapato, un zapato que, generalmente, tenía suela de madera y que se usaba para que en los terrenos pedregosos no les entrasen piedrecillas en la parte tierna del casco; estos protectores tenían suela de grueso fieltro y se sujetaban con dos correas de cuero que pasaban por delante y se cerraban por detrás con una hebilla.
Cabalgaron un rato para adaptarse a la marcha amortiguada y, luego, Volux se puso a la cabeza en la última media milla que les separaba del campamento de Yugurta. Era de suponer que hubiera centinelas y patrullas a caballo, pero los cinco jinetes no vieron nada en movimiento. Acostumbrado al arte militar de Roma, Yugurta había montado un campamento al estilo romano, pero Sila advirtió un detalle indígena que sabía que a Mario le fascinaba, y era que no habían sido capaces de hacerlo con la paciencia y meticulosidad debida. Así, Yugurta, sabiendo que Mario y su ejército estaban en Cirta y que Boco no tenía capacidad ofensiva, no se había preocupado por excavar trincheras y simplemente había levantado un pequeño talud de tierra, tan fácil de superar a caballo, que Sila pensó que estaba destinado más a mantener los caballos dentro que a impedir la intrusión. Pero si Yugurta hubiese sido un auténtico romano, el campamento habría tenido sus defensas a base de trincheras, estacas, empalizadas y muros, pese a lo seguro que hubiera podido sentirse.
Los cinco jinetes llegaron a la barrera de tierra, a unos doscientos pies a la derecha de la puerta principal, que en realidad no era más que una gran brecha, y superaron sin dificultad el talud. Dentro del recinto, los cinco maniobraron las monturas para avanzar pegados al muro por la tierra recién excavada que amortiguaba aún más sus pasos en dirección a la puerta principal. Allí vieron una guardia, pero los hombres dirigían su atención hacia el exterior y estaban a suficiente distancia de la brecha para poder oír a los cinco jinetes, que tomaron por la amplia avenida que atravesaba el centro del campamento hasta la puerta trasera. Sila, Volux y los tres nobles moros cubrieron la media milla de la via praetoria paseando tranquilamente y al final salieron de ella para volver a acercarse al muro por dentro y cruzarlo sin ningún riesgo cuando consideraron que se hallaban suficientemente lejos de los que vigilaban la puerta de atrás.
Una milla más adelante, quitaron las suelas a los caballos.
– ¡Lo hemos conseguido! -musitó orgulloso Volux, descubriendo con su sonrisa los blancos dientes-. ¿Confiáis ahora en mí, Lucio Cornelio?
– Confío, príncipe Volux -respondió Sila, devolviéndole la sonrisa.
Avanzaron casi al trote, con cuidado de que los animales no se fatigasen ni tropezaran, y poco después llegaban a un campamento beréber. Los cuatro caballos cansados que Volux ofreció a cambio de animales de refresco eran muy superiores a los de los bereberes, y la mula resultó una novedad, por lo que obtuvieron cinco caballos y la cabalgata prosiguió sin pausa durante el día. Sila sudaba bajo el ala protectora de su sombrero.
Poco después de caer la tarde alcanzaron el campamento del rey Boco, distinto al de Yugurta pero mayor. Sila se detuvo bruscamente cuando aún se hallaban lejos de la vista de los centinelas.
– No es que desconfíe, príncipe Volux -dijo-, pero es que noto una especie de comezón en los dedos. Vos sois el hijo del rey y podéis entrar y salir en cualquier momento sin ningún inconveniente, mientras que yo soy extranjero, un ser desconocido. Así que voy a tumbarme aquí lo más cómodamente que pueda y aguardaré a que veáis a vuestro padre, os aseguréis de que todo está bien y volváis a buscarme.
– Yo no me tumbaría -dijo Volux.
– ¿Por qué?
– Por los escorpiones.
A Sila se le erizó el vello de la nuca y tuvo que contenerse para no dar un respingo; como en Italia no había insectos venenosos, todo romano o itálico abominaba de arañas y escorpiones. Respiró hondo, sin preocuparse de las gotas de sudor frío que le corrían por la frente, y miró con su blanca faz a Volux.
– Bueno, no voy a estar de pie las horas que tardéis en venir a buscarme, y no pienso volver a montar en ese animal -replicó-. Así que correré el riesgo de los escorpiones.
– Como queráis -dijo Volux, que ya admiraba a Sila como a un héroe y ahora le miraba con auténtico temor.
Sila se tumbó en un trozo de tierra blanda, hizo un hoyo para la cadera, formó un montoncillo a guisa de almohada y, con una plegaria mental y la promesa de un sacrificio a la diosa Fortuna para que mantuviese alejados a los escorpiones, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. Cuando Volux regresó al cabo de cuatro horas le encontró igual, y pudo haberle matado. Pero la Fortuna estaba de parte de Sila en aquel entonces y Volux era un amigo de verdad.
La noche era fría y a Sila le dolía todo el cuerpo.
– ¡Ah, esto de andar subrepticiamente como un espía es para jóvenes! -exclamó, estirando la mano para que Volux le ayudase a ponerse en pie. Luego atisbó una sombra detrás del príncipe y se puso tenso.
– No os preocupéis, Lucio Cornelio, es un amigo de mi padre. Se llama Dabar -se apresuró a decir Volux.
– Otro primo del rey vuestro padre, imagino.
– En realidad, no. Dabar es primo de Yugurta y, como él, hijo bastardo de una mujer beréber. Ha unido su suerte a nosotros porque Yugurta no quiere tener rivales en su corte.
Le dieron una vasija de sabroso vino sin agua y Sila la vació sin respirar; notó que aminoraba su dolor y el frío se desvanecía. Después comió pastelillos de miel, un trozo de cabrito con muchas especias y otra frasca de vino, que en aquel momento a él le pareció el mejor que había bebido en su vida.
– ¡Ah, ya me siento mejor! -dijo estirando los músculos-. ¿Qué noticias hay?
– Esa picazón vuestra era un aviso, Lucio Cornelio -dijo Volux-. Yugurta le ha tomado la delantera a mi padre.
– ¿He sido traicionado?
– ¡No, no! Pero la situación ha cambiado. Dabar, que estaba allí, os lo explicará.
Dabar se sentó en cuclillas para estar igual que Sila.
– Por lo visto, Yugurta se enteró de que una delegación de Cayo Mario iba a ver a mi rey -dijo en voz queda-. Naturalmente, eso le hizo suponer que era la razón por la que mi rey no había regresado a Tingis, y decidió estar cerca a la expectativa, situándose entre mi rey y cualquier embajada que llegase de Cayo Mario por mar o por tierra, y envió a Aspar, uno de sus principales, para que se sentase a la derecha de mi rey y escuchase todo lo que se trataba entre él y los romanos.
– Comprendo -dijo Sila-. ¿Qué hacemos, entonces?
– Mañana, el príncipe Volux os escoltará y os conducirá ante mi rey como si hubieseis venido juntos desde Icosium. Afortunadamente, Aspar no ha advertido la llegada del príncipe esta noche. Hablaréis con mi rey como si hubieseis llegado de parte de Cayo Mario y por iniciativa de él y no a petición de mi rey. Pediréis al rey que abandone a Yugurta, y mi rey se negará con evasivas. Os pedirá que acampéis en las cercanías durante diez días mientras reflexiona sobre lo que le habéis pedido. Iréis al campamento y esperaréis Pero mi rey vendrá a veros en persona mañana por la noche en un sitio distinto y entonces podréis hablar sin temor -dijo Dabar mirando de hito en hito a Sila-. ¿Es satisfactorio, Lucio Cornelio?
– Completamente -respondió Sila con un gran bostezo-. El único inconveniente es dónde puedo descansar esta noche y tomar un baño. Apesto a caballo y noto bichos correrme por la entrepierna.
– Volux os ha dispuesto un cómodo campamento cerca de aquí -respondió Dabar.
– Pues llevadme a él -dijo Sila poniéndose en pie.
Al día siguiente, Sila tuvo la fingida entrevista con Boco. No le fue difícil saber quién de los nobles presentes era el espía de Yugurta; Aspar estaba a la izquierda del trono de Boco, con mayor majestad que el propio monarca, y nadie se atrevía a acercársele ni a mirarle con la naturalidad propia de los iguales.
– ¿Qué voy a hacer, Lucio Cornelio? -gimió Boco aquella misma noche, al entrevistarse con Sila a escondidas.
– Un favor a Roma -dijo Sila.
– Decidme el favor que desea Roma y lo haré. Oro, joyas, tierras, soldados, caballería, trigo… lo que digáis, Lucio Cornelio. Vos sois romano y debéis saber lo que ese misterioso mensaje del Senado quiere decir. ¡Porque yo no lo sé! -añadió Boco, temblando de miedo.
– Todo eso que habéis enumerado, rey Boco, Roma puede encontrarlo sin misterios -replicó Sila con desdén.
– ¿Qué, entonces? ¡decídmelo! -suplicó Boco.
– Creo que vos mismo os lo habréis imaginado, rey Boco, aunque comprendo que no lo confeséis -contestó Sila-. ¡Yugurta! Roma quiere que le entreguéis a Yugurta pacíficamente, sin derramamiento de sangre. Ya se ha derramado bastante sangre en Africa, se han perdido muchas tierras, se han quemado muchas aldeas y se ha perdido mucha riqueza. Pero mientras Yugurta siga libre, ese terrible desgaste continuará, para mal de Numidia, inconveniente de Roma y desgracia también de Mauritania. ¡Entregadme, pues, a Yugurta, rey Boco!
– ¿Me pedís que traicione a mi yerno, el padre de mis nietos, mi pariente del linaje de Masinisa?
– Eso os pido -replicó Sila.
– ¡No puedo! -dijo Boco, rompiendo a llorar-. ¡No puedo, Lucio Cornelio, no puedo! Somos bereberes y púnicos, y la ley de los pueblos nómadas nos une. ¡Lo que queráis, Lucio Cornelio! ¡Hare lo que queráis para conseguir el tratado! ¡Cualquier cosa, menos traicionar al esposo de mi hija!
– Cualquier cosa es inaceptable -replicó Sila con frialdad.
– ¡Mi pueblo nunca me lo perdonaría!
– Roma nunca os perdonará. Y eso es peor.
– ¡No puedo! -exclamó Boco, echándose a llorar con gruesos lagrimones que le resbalaban por su rizada barba-. ¡Por favor, Lucio Cornelio, por favor! ¡No puedo!
– Entonces, no habrá tratado -dijo Sila, volviéndole despectivo la espalda.
Durante los ocho días siguientes siguió repitiéndose aquella farsa, mientras Aspar y Dabar iban y venían entre el agradable campamento de Sila y el pabellón real con mensajes que no guardaban relación con la resolución de Boco, que era algo secreto entre Sila y el propio Boco y sólo se hablaba por las noches. Sin embargo, para Sila estaba claro que Volux conocía lo que pensaba el rey, pues éste ahora le evitaba lo más que podía y cuando se veían parecía enfadado, dolido y desconcertado.
A Sila, aquello le divertía; descubría que le gustaba aquella sensación de poder y majestad en su condición de parlamentario de Roma. Y lo que es más, le agradaba ser la implacable gota de agua que desgastaba la supuesta piedra real. El, que no era rey, tenía poder sobre los reyes. El, un romano, era el que ostentaba el auténtico poder. Y eso era embriagador y muy apetecible.
La noche del octavo día, Boco convocó a Sila al lugar secreto de reunión.
– De acuerdo, Lucio Cornelio; lo haré -dijo el rey, con ojos enrojecidos por el llanto.
– ¡Magnífico! -se apresuró a decir Sila.
– ¿Pero cómo podría hacerlo?
– Muy sencillo -respondió Sila-. Enviáis a Aspar a decirle a Yugurta que queréis entregarme a él.
– No me creerá -respondió Boco, desconsolado.
– ¡Claro que sí! Yo os digo que sí. Si las circunstancias fuesen distintas, es precisamente lo que haríais, rey Boco.
– ¡Pero vos sólo sois un cuestor!
– ¿Tratáis de decir que un cuestor romano no vale tanto como un rey númida? -replicó Sila riendo.
– ¡No! ¡Claro que no!
– Os lo voy a explicar, rey Boco -dijo Sila, amable-. Soy un cuestor romano, y es cierto que ese título en Roma corresponde a lo más bajo de la jerarquía senatorial. Sin embargo, soy también un Cornelio patricio, mi familia está emparentada con Escipión el Africano y mi linaje es mucho más antiguo y más noble que el vuestro y el de Yugurta. Si a Roma la gobernasen reyes, esos reyes serían seguramente miembros de la familia de los Cornelios. Y, además, soy el cuñado de Cayo Mario. Nuestros hijos son primos. ¿Lo entendéis ahora mejor?
– ¿Y Yugurta… Yugurta sabe todo eso? -musitó el rey de Mauritania.
– Hay pocas cosas que ignore Yugurta -respondió Sila, arrellanándose y a la espera.
– Muy bien, Lucio Cornelio, se hará como decís. Enviaré a Aspar á Yugurta, diciéndole que me presto a traicionaros -dijo el rey irguiéndose, con la dignidad un poco maltrecha-. Pero debéis decirme cómo debo proceder exactamente.
Sila se inclinó y habló enérgicamente.
– Le diréis a Yugurta que venga aquí dentro de dos noches, prometiéndole que le entregaréis al cuestor romano Lucio Cornelio Sila. Le informaréis que el cuestor se halla solo en el campamento, tratando de arrancaros una alianza con Cayo Mario. El sabe que es cierto, porque Aspar se lo ha estado contando. Y sabe también que no hay soldados romanos a menos de cien millas, por lo que no vendrá con su ejército. Y cree que os conoce, rey Boco, y no se imaginará que va a ser él quien será entregado y no yo. -Sila hizo como si no advirtiese la mueca de repulsa de Boco-. No es vuestro ejército lo que Yugurta teme, sino el de Cayo Mario. Estad seguro de que vendrá, y vendrá confiado en lo que le cuenta Aspar.
– ¿Y qué haré cuando se sepa que Yugurta no ha regresado a su campamento?
– Os aconsejo fervientemente, rey Boco -respondió Sila con su feroz sonrisa-, que en cuanto me hayáis entregado a Yugurta, levantéis el campamento y os dirijáis lo más aprisa posible a Tingis.
– ¿Y no necesitáis mi ejército para mantener preso a Yugurta? -dijo el rey, mirando tembloroso a Sila-. ¡No tenéis nadie que os ayude a llevarle a Icosium!
– Lo único que me hace falta son unos buenos grilletes con cadenas y seis de vuestros caballos más veloces -contestó Sila.
Sila estaba deseando que llegase el momento sin experimentar la más mínima duda ni inquietud. ¡Sí, su nombre quedaría para siempre vinculado a la captura de Yugurta! Poco importaba que actuase por orden de Cayo Mario; era su valor, su inteligencia y su iniciativa los que habían logrado la hazaña, y eso nadie se lo podía quitar. No es que pensara que Cayo Mario fuese a atribuirse el mérito; Cayo Mario no codiciaba la gloria, pues sabía que ya la había alcanzado. Y no se opondría a que corriera la voz de que era él quien había capturado a Yugurta. Para un patricio, la clase de fama necesaria para garantizarle la elección a cónsul la obstaculizaba el impedimento de no poder ser tribuno de la plebe. Por consiguiente, un patricio tenía que recurrir a otros medios para obtener la aprobación y asegurarse que el electorado sabía que era un miembro de valía de su familia. Yugurta le había costado muy caro a Roma. Y toda Roma sabría que Lucio Cornelio Sila, infatigable cuestor, había logrado él solo capturar al númida.
Así, cuando se reunió con Boco en el lugar previsto, iba confiado, eufórico y deseoso de acabar.
– Yugurta no espera veros con cadenas -dijo Boco-. Cree que habéis solicitado verle con intención de convencerle de que se rinda, y me ha encargado que lleve bastantes hombres para haceros cautivo, Lucio Cornelio.
– Bien -respondió Sila, lacónico.
Cuando llegó Boco con Sila, seguido de una nutrida fuerza de caballería mora, Yugurta los esperaba, escoltado únicamente por un grupo de sus barones, entre los que se hallaba Aspar.
Sila espoleó a su cabalgadura y se adelantó a Boco para ir al encuentro de Yugurta, desmontó y extendió la mano en gesto universal de paz y amistad.
– Rey Yugurta -dijo, y aguardó.
Yugurta miró la mano extendida y desmontó para estrecharla.
– Lucio Cornelio.
Mientras se desarrollaba la escena, la caballería mora había rodeado en silencio a los protagonistas, y, mientras Sila y Yugurta se daban la mano, la captura se efectuó tan limpia y suavemente como habría deseado el propio Cayo Mario. Los barones númidas fueron sorprendidos sin tener tiempo de desenvainar la espada y Yugurta fue reducido y tumbado en tierra. Cuando le dejaron ponerse en pie, estaba sujeto por grilletes en las muñecas y los tobillos, con unas cadenas que le permitían una postura encogida.
Sila advirtió, a la luz de las antorchas, que sus ojos eran muy claros para una tez tan oscura; además, su corpulencia era notable y se conservaba bien, pero los años habían marcado bastante su rostro aguileño y parecía mucho mayor que Cayo Mario. Sila comprendió que podía llevarlo donde quisiera sin necesidad de escolta.
– Ponedle en el bayo grande -dijo a los soldados de Boco, mientras observaba cómo fijaban las cadenas a unos ganchos de la silla especial. Luego comprobó la cincha y las hebillas y dejó que le ayudasen a subir a otro bayo, cogió la brida del caballo del cautivo y la ató a su propia silla. Si a Yugurta le daba por encabritar la montura, no tendría espacio ni podría arrebatarle la brida. Las cuatro monturas de reserva fueron atadas juntas y unidas a la silla de Yugurta por una cuerda corta. Así no tendría posibilidad de maniobra. Finalmente, para mayor seguridad, otra cadena unía el grillete de la mano izquierda a un grillete en la muñeca izquierda de Sila.
Sin decir una palabra a los moros desde el momento en que Yugurta había sido capturado, Sila azuzó al caballo y se alejó, seguido dócilmente de la montura del cautivo, obligada por las riendas y la cadena que la unían al captor. Los cuatro caballos de reserva siguieron detrás, y al poco rato habían desaparecido entre las sombras de los árboles.
Boco lloraba, mientras Volux y Dabar le contemplaban desalentados.
– ¡Padre, dejadme que le alcance! -suplicó de pronto Volux-. ¡No puede cabalgar de prisa con tanto estorbo… puedo alcanzarle!
– Ya es tarde -dijo Boco, cogiendo el fino pañuelo que le entregaba su criado para enjugarse los ojos y sonarse-. Ése no se dejará coger. Somos niños indefensos comparados con Lucio Cornelio Sila, que es un romano. No, hijo, el destino del pobre Yugurta ya no está en nuestras manos. Tenemos que pensar en Mauritania. Ya es hora de que regresemos a nuestro querido Tingis. Quizá nuestro lugar no esté en el Mediterráneo.
Durante una milla aproximadamente, Sila cabalgó sin decir palabra ni aminorar el paso. Retenía su júbilo, su inenarrable placer, su deslumbramiento, con la misma fuerza que la brida de su prisionero Yugurta. Sí, si efectuaba la divulgación como era debido sin merma de las hazañas de Cayo Mario, la historia de la captura de Yugurta se uniría a las maravillosas leyendas que las madres contaban a los niños: el joven Marco Curcio arrojándose a la sima del Foro Romano, el heroísmo de Horacio Coclés resistiendo en el puente de Madera frente a Lars Pórsena de Clusio, el círculo trazado en torno a los pies del rey de Siria por Cayo Popilio Lenas, Lucio Junio Bruto dando muerte a sus traidores hijos, Cayo Servilio Ahala dando muerte a Espurio Melio, heredero del trono de Roma. La captura de Yugurta por Lucio Cornelio Sila se uniría a aquellas historias, pues contaba con los ingredientes adecuados, incluido el paso por el centro del campamento númida.
Pero él no tenía naturaleza de novelista, soñador y fantasioso, y pronto desechó aquellas ideas al llegar el momento de hacer un alto y desmontar. Con cuidado de no aproximarse a Yugurta, se dirigió a la cuerda que sujetaba los cuatro caballos de reserva, la cortó y dispersó a los animales a pedradas en todas direcciones.
– Ya veo -dijo Yugurta, mirando cómo Sila volvía a montar agarrándose a las crines del caballo-. Vamos a cabalgar cien millas en las mismas monturas, ¿eh? Ya me decía yo cómo ibais a trasladarme de un caballo a otro… -añadió riendo, sarcástico-. ¡Mis fuerzas de caballería os darán alcance, Lucio Cornelio!
– Espero que no -replicó Sila, tirando del caballo del cautivo.
En lugar de dirigirse directamente hacia el mar, tomó por una pequeña llanura que cruzó sin detenerse aquella noche de principios de verano, bajo la sola luz de una raja de luna al oeste. A lo lejos se perfilaba una cadena montañosa, totalmente negra, delante de la cual, mucho más cerca, destacaba un montón de enormes piedras desordenadas, por encima de unos árboles desperdigados y pequeños.
– ¡El sitio exacto! -exclamó Sila eufórico, lanzando un agudo silbido.
De detrás de las piedras surgió su escuadrón de caballería ligur, cada hombre con dos caballos de repuesto; sin decir palabra, se aproximaron a Sila y al prisionero con los caballos de refresco. Y dos mulas.
– Hace seis días que los mandé venir aquí a esperarme, rey Yugurta -dijo Sila-. El rey Boco creía que había venido solo, pero ya veis que no. Hice que Publio Vagienio me siguiera los pasos, para que regresara luego a por la tropa y me esperaran aquí.
Libre de estorbos, Sila contempló cómo trasladaban al númida de caballo, que ahora quedaba encadenado a Publio Vagienio. Rápidamente se alejaron del lugar, dando un rodeo de varias millas por el nordeste para evitar el campamento de Yugurta.
– Supongo que vuestra majestad -dijo Publio Vagienio con gran deferencia- no sabrá decirme en qué paraje de Cirta puedo encontrar caracoles… O en cualquier otra parte de Numidia; igual me da.
A fines de junio había terminado la guerra de Africa. Yugurta fue alojado cierto tiempo en un lugar adecuado en Utica, mientras Mario y Sila se reponían. Allí trajeron a sus dos hijos Iampsas y Oxyntas para hacerle compañía, mientras su corte se desintegraba y comenzaba la competencia por los cargos influyentes bajo el nuevo régimen.
El rey Boco consiguió del Senado el tratado de amistad y alianza con Roma y el príncipe Gauda, el inválido, se convirtió en el rey Gauda de una Numidia mucho más reducida. Boco obtuvo el resto del territorio de manos de una Roma demasiado atareada en otros lugares para anexionar tan extensos terrenos a su provincia africana.
En cuanto hubo disponible una pequeña flota de naves mercantes capaces de una travesía segura, Mario embarcó al rey Yugurta y a sus hijos en una de ellas y le envió a Roma cautivo. El peligro númida desaparecía del horizonte con la neutralización de Yugurta.
Con ellos zarpó Quinto Sertorio, dispuesto a combatir contra los germanos en la Galia Transalpina, después de solicitar licencia a su primo Mario.
– Yo soy un soldado, Cayo Mario -dijo muy serio el joven contubernalis-, y aquí la guerra ha terminado. Recomendadme a vuestro amigo Publio Rutilio Rufo para que me dé un puesto en la Galia Ulterior.
– Id con mi agradecimiento y bendición, Quinto Sertorio -respondió Mario con raro afecto-. Y dad recuerdos a vuestra madre.
– ¡Así lo haré, Cayo Mario! -respondió Sertorio lleno de júbilo.
– Recordad, joven Sertorio -dijo Mario el día en que éste y Yugurta zarpaban hacia Italia-, que os necesitaré en el futuro. Así que cuidaos en la batalla si tenéis la suerte de encontrarla. Roma ha premiado vuestro coraje y capacidad con la corona de oro, con phalerae, torcas y pulseras también de oro; notables distinciones para alguien tan joven. Pero no tengáis prisa, Roma va a necesitaros vivo, no muerto.
– Conservaré la vida, Cayo Mario -dijo el joven Sertorio.
– Y no vayáis a la guerra nada más desembarcar en Italia -añadió Mario-. Quedaos algún tiempo con vuestra querida madre.
– Así lo haré, Cayo Mario -dijo Quinto Sertorio.
Nada más salir el joven, Sila miró a su superior con ojos irónicos.
– Te pones como una gallina clueca que sólo tiene un huevo -dijo.
– ¡Bah, tonterías! -masculló Mario-. Es primo mío por parte de madre y a ella la quiero mucho.
– Qué duda cabe -replicó Sila sonriendo.
– ¡Vamos, Lucio Cornelio, confiesa que aprecias a Sertorio tanto como yo! -añadió Mario riendo.
– No tengo inconveniente en confesarlo, Cayo Mario, ¡pero yo no me pongo como una clueca!
– ¡Mentulam caco! -espetó Mario.
Y eso puso fin a la conversación.
Rutilia, que era la única hermana de Publio Rutilio Rufo, gozaba de la rara distinción de tener por esposos a dos hermanos. Su primer marido había sido Lucio Aurelio Cota, colega consular de Metelo Dalmático, pontífice máximo unos catorce años atrás, el mismo año en que Cayo Mario había sido tribuno de la plebe y le había desafiado.
Rutilia se había desposado con Aurelio Cota siendo una jovencita, mientras que él ya había estado casado y tenía un hijo de nueve años, también llamado Lucio. Se casaron el año después de que Fregelles fuese arrasada por rebelarse contra Roma, y el año en que Cayo Graco asumió por primera vez el cargo de tribuno de la plebe tuvieron una hija llamada Aurelia. El hijo de Lucio Cota había cumplido diez años y se alegró mucho de tener una hermanita, porque quería mucho a su madrastra Rutilia.
Al cumplir Aurelia los cinco años, su padre, Lucio Aurelio Cota, murió repentinamente a los pocos días de concluir su consulado. La viuda Rutilia, con veinticuatro años, buscó amparo en Marco, el hermano más joven de Lucio Cota, que aún estaba sin casar. Se enamoraron y, con el consentimiento de su padre y su hermano, Rutilia casó con su cuñado Marco Aurelio Cota, once meses después de la muerte de Lucio Cota. Bajo la protección de Marco, Rutilia trajo a su hijastro y sobrino de Marco, Lucio hijo, y a su hija y sobrina de Marco, Aurelia. La familia creció en seguida, pues Rutilia dio a Marco un hijo llamado Cayo menos de un año después; otro hijo, Marco,, al año siguiente y, finalmente, otro hijo, Lucio, siete años después.
Aurelia era la única hembra que había dado a luz Rutilia y se encontraba en una situación increíble: por parte de padre tenía un hermanastro mayor que ella y por parte de madre, tres hermanastros más jóvenes que ella, que además eran primos carnales porque su padre era tío de ellos. Para los que no estaban al corriente, podía resultar de lo más sorprendente, sobre todo si lo explicaban los niños.
– Es mi prima -decía Cayo Cota, señalando a Aurelia.
– Es mi hermano -replicaba ella, señalándole a él.
– Es mi hermana -decía a su vez Marco Cota, señalando a Aurelia.
– Es mi primo -concluía Aurelia, señalando a Marco Cota.
Y así podían pasarse horas; no era de extrañar que la gente no acabara de entenderlo. Mas los complejos vínculos de sangre no preocupaban a aquel grupo de niños resueltos y tercos, que tanto se querían y que mantenían una cariñosa relación con Rutilia y su segundo marido, un matrimonio perfecto.
Los Aurelios era una de las familias ilustres, y la rama de Aurelio Cota ostentaba el cargo senatorial con bastante antigüedad, aunque era nueva en la nobleza conferida por el consulado. Ricos gracias a sus acertadas inversiones, grandes herencias de tierras y Sagaces matrimonios, los Aurelios Cota podían tener muchos hijos sin necesidad de buscar adopción para algunos, y podían dar una buenísima dote a las hijas.
Por lo tanto, la camada que vivía bajo el techo de Marco Aurelio Cota y su esposa Rutilia constituía un buen partido, pero además tenía muy buen físico. Y Aurelia, la única hembra, era la más guapa.
– ¡Impecable! -era la opinión de Lucio Licinio Craso Orator, uno de sus más apasionados, e importantes, pretendientes.
– ¡Una gloria! -era como lo expresaba Quinto Mucio Escévola, el mejor amigo y primer primo de Craso Orator, quien también figuraba entre los pretendientes.
– ¡Apabullante! -decía Marco Livio Druso, que era primo de Aurelia y ansiaba casarse con ella.
– ¡Helena de Troya! -era como la describía Cneo Domicio Ahenobarbo hijo, ansioso de obtener su mano.
La situación era, efectivamente, como la había explicado Publio Rutilio Rufo en su carta a Cayo Mario: todos en Roma querían casarse con Aurelia. Que algunos de los pretendientes estuvieran casados no los descalificaba ni deshonraba, porque el divorcio era fácil y la dote de Aurelia tan grande, que nadie tenía por qué preocuparse de perder la dote de otra esposa.
– Verdaderamente, me siento como el rey Píndaro cuando todos los príncipes y reyes venían a pedirle la mano de Helena -comentó Marco Aurelio Cota a Rutilia.
– Pero él tenía a Odiseo para solucionar el dilema -replicó Rutilia.
– ¡Ojalá pudiese yo tenerlo! A cualquiera de ellos que se la dé, los demás se sentirán ofendidos.
– Igual que Píndaro -dijo Rutilia asintiendo con la cabeza.
Y en éstas el Odiseo de Marco Cota vino a cenar, aunque Publio Rutilio Rufo era más bien Ulises, por ser romano descendiente de romanos. Una vez que los niños, Aurelia incluida, se hubieron ido a la cama, la conversación giró, como siempre, en torno al matrimonio de la joven. Rutilio Rufo escuchó atentamente y, llegado el momento preciso, dio su opinión; lo que no dijo a su hermana y a su cuñado fue que quien realmente había dado la solución era Cayo Mario, cuya carta acababa de recibir.
– Es muy sencillo, Marco Aurelio -dijo.
– Pues si lo es, los árboles no me dejan ver el bosque -respondió Marco Cota-. ¡Ilumíname, Ulises!
Rutilio Rufo sonrió.
– No, no veo que haya que cantar y bailar como hizo Ulises -dijo-. Estamos en la Roma moderna y no en la antigua Grecia. No podemos degollar un caballo en cuartos y hacer que todos los pretendientes de Aurelia de pie sobre ellos te juren fidelidad, Marco Aurelio.
– ¡Y menos antes de que sepan quién es el afortunado! -comentó Cota, riendo-. ¡Qué románticos eran los antiguos griegos! No, Publio Rufo, mucho me temo que tendré que habérmelas con una colección de romanos acostumbrados al litigio y a traer las cosas por los pelos.
– Por eso mismo -contestó Rutilio Rufo.
– Bien, hermano, no nos tengas en ascuas y explícanoslo -terció Rutilia.
– Como he dicho, querida Rutilia, es muy sencillo. Que sea ella quien elija marido.
Cota y su esposa se le quedaron mirando.
– ¿Crees que eso es prudente? -inquirió Cota.
– En esta situación no hay prudencia que valga. ¿Qué tenéis que perder? -replicó Rutilio Rufo-. No necesitáis que se case con un hombre rico, y entre los pretendientes no hay ningún cazafortunas, así que, dejadla que lo elija ella. Además, ni los Aurelios, ni los Julianos, ni los Cornelios pueden atraer a los arribistas; aparte de que Aurelia tiene muy buen sentido común, no es nada sentimental y menos aún romántica. ¡Ya veréis como no os defrauda!
– Tienes razón -dijo Cota, asintiendo con la cabeza-. No creo que exista un mortal capaz de hacer perder la cabeza a Aurelia.
Al día siguiente, Cota y Rutilia llamaron a Aurelia a la sala de estar de la madre con la intención de decirle lo que habían decidido sobre su futuro.
La muchacha entró; no irrumpió a grandes zancadas, contoneándose ni a pasitos. Aurelia caminaba sin florituras, con movimientos rápidos y eficaces con los que accionaba caderas y nalgas en una escueta discreción, manteniendo los hombros rectos, la barbilla erguida y la cabeza alta. Quizá pecara por exceso de parquedad, porque era alta y más bien exigua de senos, pero vestía con gran esmero, no usaba tacones altos de corcho y prescindía de joyas. Llevaba el abundante pelo liso y marrón claro severamente recogido en un moño de forma que no se viera por delante y no turbase ni ablandase su rostro. Nunca había ensuciado con cosméticos su fresca y ebúrnea piel sin mácula, ligeramente rosada en torno a los increíbles pómulos y algo más oscura en los hoyuelos. Tan recta y moldeada como si la hubiese cincelado Praxiteles, su nariz era lo bastante larga para recusar cualquier insinuación de sangre celta, por lo que se le podían perdonar sus carencias en otro aspecto, es decir, su falta de protuberancias y curvas romanas. Su boca, de exuberante carmesí y con deliciosas comisuras, poseía ese fruncido particular que impulsaba irrefrenablemente a los hombres el ansia de besar aquellos labios florecientes. Y, además, en aquel rostro tan maravilloso en forma de corazón, con su barbilla con hoyuelo, su despejada frente y su actitud de matrona, brillaba un par de ojos enormes, que todos insistían en que no eran azul oscuro, sino púrpura, enmarcados por unas largas y espesas pestañas y coronados por unas cejas negras finas, curvilíneas y sedosas.
Interminables eran las discusiones de los hombres en aquellas cenas (pues podía preverse con toda certeza que entre los invitados habría tres o cuatro de sus pretendientes oficiales) a propósito de qué era lo que constituía el principal atractivo de Aurelia. Algunos decían que residía en aquellos ojos púrpura sin par; otros porfiaban en que era su notable piel inmaculada; había quien se mostraba partidario del impresionante cincelado de sus rasgos faciales y algunos musitaban apasionados elogios a propósito de sus labios, su barbilla con hoyuelo o sus delicados pies y manos.
– No es ninguna de esas cosas y al mismo tiempo son todas -rezongó Lucio Licinio Craso Orator-. ¡Necios! ¡Es una virgen vestal libre… una Diana, no una Venus! Una mujer inalcanzable. Ahí radica su atractivo.
– No, son los ojos los púrpura -terció el hijo menor de Escauro, príncipe del Senado, otro Marco como su padre-. ¡Es ese color púrpura, noble! Es un presagio viviente.
Pero cuando el presagio viviente entró en la sala de estar de su madre con aquel aspecto habitual tan tranquilo e impoluto, ningún aura de dramatismo la envolvía. Efectivamente, el carácter de Aurelia no era nada inclinado al drama.
– Siéntate, hija -dijo Rutilia, sonriente.
Aurelia tomó asiento y cruzó las manos sobre el regazo.
– Queremos hablarte de tu matrimonio -dijo Cota con un carraspeo, esperando que ella dijera algo que le ayudase a dilucidar la situación. Pero Aurelia no decía nada; se limitó a mirarle con un distanciado interés y nada más.
– ¿Tú qué piensas? -añadió Rutilia.
– Pues espero que elijáis a alguien que me guste -contestó la muchacha, frunciendo los labios y encogiéndose de hombros.
– Sí, eso esperamos -añadió Cota.
– A ti, ¿quién no te gusta? -inquirió Rutilia.
– El hijo de Cneo Domicio Ahenobarbo -respondió Aurelia sin vacilación.
– ¿Algún otro? -dijo Cota, admitiendo para sus adentros la lógica de aquella repulsa.
– El hijo de Marco Emilio Escauro.
– ¡Oh, qué pena! -exclamó Rutilia-. Yo le encuentro muy simpático, de verdad.
– Sí, es muy simpático, pero es tímido -replicó Aurelia.
– ¿Y no te gustaría un marido tímido, Aurelia? -inquirió Cota sin ocultar su sonrisa-. Serías tú quien mandara…
– Una buena esposa romana no manda.
– Nada de Escauro; ya oyes a Aurelia -añadió Cota, balanceando el torso de delante a atrás-. ¿Alguien más que no te guste?
– Lucio Licinio.
– ¿Qué inconveniente le encuentras?
– Está gordo -respondió Aurelia con un mohín.
– No te atrae, ¿eh?
– Es prueba de falta de voluntad, padre.
Había veces en que Aurelia llamaba padre a Cota, otras veces era tío, pero nunca lo decía por las buenas sin pensarlo; cuando hablaba como padre, era padre, y cuando actuaba como tío, era tío.
– Tienes razón -dijo Cota.
– ¿Hay alguno con el que prefieras casarte por encima de los demás? -inquirió Rutilia, optando por la táctica directa.
– No, madre, en realidad no -respondió la muchacha sin hacer ningún mohín-. Prefiero que seáis vosotros quienes adoptéis la decisión.
– ¿Qué es lo que esperas del matrimonio? -inquirió Cota.
– Un esposo adecuado a mi rango que haga honor al suyo… Varios hijos.
– ¡Una respuesta de libro de texto! -exclamó Cota.
– Díselo, Marco Aurelio, ¡vamos! -dijo Rutilia, mirando a su esposo con un asomo risueño en los ojos.
Cota volvió a carraspear.
– Bien, Aurelia, nos estás planteando un buen problema -dijo-. En el último recuento registré treinta y siete peticiones formales de matrimonio, y a ninguno de los pretendientes se le puede descartar por inadecuado. Algunos son de mayor rango que nosotros, otros de fortuna mucho más importante y otros incluso de alcurnia y fortuna superior a la nuestra. Lo cual es un dilema. Si elegimos nosotros a tu esposo, nos crearemos muchos enemigos, y no es que nos preocupe, pero entorpecería más tarde el camino social de tus hermanos. Supongo que lo comprendes.
– Sí, padre -respondió Aurelia, muy seria.
– En fin, tu tío Publio ha sido el que ha dado la única solución posible. Que seas tú quien elija marido, hija mía.
– ¿Yo? -replicó Aurelia conteniendo un grito, presa de turbación por primera vez.
– Tú.
Se llevó las manos a las enrojecidas mejillas y miró horrorizada a Cota.
– ¡No puedo hacer eso! -exclamó-. ¡No es… no es romano!
– Es cierto -añadió Cota-. No es romano; es rutiliano.
– Necesitábamos un Ulises que nos solucionara el enigma, y por fortuna tenemos uno en la familia -dijo Rutilia.
– ¡Oh! -exclamaba Aurelia rebulléndose inquieta-. ¡Oh, oh!
– ¿Qué sucede, Aurelia? ¿No puedes adoptar una decisión por ti misma? -inquirió Rutilia.
– No, no es eso -respondió la muchacha, recuperando sus colores normales, para luego empalidecer-. Es que… Bueno, bien -añadió, encogiéndose de hombros-. ¿Puedo retirarme?
– Claro, hija.
Ya en la puerta, se volvió, mirando muy seria a Cota y a Rutilia.
– ¿De cuánto tiempo dispongo para decidirme? -inquirió.
– Oh, no corre prisa -respondió Cota, complaciente-. A finales de enero cumples dieciocho años, pero nada obliga a que tengas que casarte al ser mayor de edad. Piénsatelo bien.
– Gracias -dijo Aurelia, saliendo del cuarto.
Su reducida habitación era uno de los cubículos que daban al atrium, un cuartito oscuro sin ventana; en un hogar tan lleno de afecto y cuidado, a la hija única no se le habría permitido dormir en un sitio menos protegido. Sin embargo, al ser la única hembra entre tantos hombres, estaba muy consentida y habría podido fácilmente resultar una muchacha mimada de haber tenido esa tendencia. Afortunadamente, no era así. La familia afirmaba con unanimidad que era imposible que Aurelia saliera mimada porque no había en ella un sólo átomo de codicia ni de envidia. Lo que no quería decir que fuese dulce y adorable; de hecho, resultaba mucho más fácil admirarla y respetarla que quererla, porque no era extrovertida.
De niña escuchaba impasible las vanaglorias de su hermano mayor o de los otros hermanos; cuando se hartaba, le daba un mamporro que le dejaba el oído zumbando y se marchaba sin decir palabra.
Como era la única chica, los padres pensaron que necesitaba un espacio propio al que no tuviesen acceso los muchachos, y le habían designado una habitación muy soleada que daba al jardín peristilo y también criada propia, la incomparable Cardixa. Cuando Aurelia se casase, Cardixa la acompañaría al nuevo hogar.
Nada más ver a Aurelia entrar en el cuarto con aquella expresión, Cardixa se dio cuenta de que acababa de suceder algo importante; pero no dijo nada, ni esperó que ella le dijese qué era, pues la amable y agradable relación entre ama y criada no incluía confidencias de muchacha. Era evidente que Aurelia necesitaba estar a solas, y Cardixa salió del cuarto.
Los gustos de la propietaria se advertían en aquella habitación, cuyas paredes estaban en su mayor parte llenas de casilleros con numerosos rollos de libros. En un escritorio había hojas de papel en blanco, plumas de junco, tablillas de cera, un curioso estilete de hueso para inscribir la cera, pastillas comprimidas de tinta de sepia para disolverlas en agua, un tintero con tapadera, un recipiente perforado lleno de arena fina secante y un ábaco.
En un rincón destacaba un telar grande de Patavium, y en la pared de detrás, docenas de largos hilados de lana colgando de clavijas de los más variados colores y grosores, rojos y morados, azules y verdes, rosas y crema, amarillos y naranja, porque a Aurelia le encantaba hacerse la ropa y le gustaban mucho los colores vivos. En el telar había un buen trozo de labor en hilado finísimo color flamígero: nada menos que el velo de matrimonio de Aurelia; la tela color azafrán del vestido de boda estaba ya acabada y se hallaba doblada en un estante para cuando llegase el momento de confeccionarlo, pues traía mala suerte cortarlo y coserlo antes de que el novio se hubiese comprometido contractualmente.
Cardixa, que era muy hábil, tenía medio acabado un biombo plegable de celosía hecho con madera africana; los trozos pulidos de calcedonia, jaspe, cornalina y ónix con que pensaba hacer las incrustaciones en los dibujos de hojas y flores, estaban cuidadosamente envueltos en una caja de madera labrada, muestra también de su maestría.
Aurelia fue cerrando las contraventanas, dejándolas abiertas lo suficiente para que entrase aire y algo de luz; el hecho de que cerrase las contraventanas era señal de que no quería que la molestara nadie, ni hermanos ni criados. Luego se sentó en el escritorio, muy turbada y desconcertada, cruzó las manos y se puso a pensar.
¿Qué haría Cornehlia, madre de los Gracos?
Este era el criterio por el que Aurelia se regía en todo. ¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? ¿Qué pensaría Cornelia, madre de los Gracos? ¿Qué sentiría Cornelia, madre de los Gracos? Porque Cornelia, madre de los Gracos, era el ídolo de Aurelia, la mujer ejemplar, la guía a la que seguir para hablar y para actuar.
Entre los libros que cubrían las paredes de su estudio estaban las cartas y ensayos de Cornelia, madre de los Gracos, así como cualquier trabajo publicado en el que se mencionase su nombre.
¿Y quién era aquella Cornelia, madre de los Gracos? Todo lo que una noble romana debía ser, desde el nacimiento hasta la tumba. Esa era.
La hija menor de Escipión el Africano, implacable perseguidor de Aníbal y conquistador de Cartago, se había desposado con el noble Tiberio Sempronio Graco a los diecinueve años, cuando él contaba cuarenta y cinco; su madre, Emilia Paula, era hermana del gran Emilio Paulo, con lo que Cornelia, madre de los Gracos, era doblemente patricia.
Su conducta como esposa de Tiberio Sempronio Graco había sido irreprochable, y en los casi veinte años de matrimonio le dio -incansable- doce hijos. Cayo Julio César probablemente habría sostenido que por la constante endogamia de dos familias muy antiguas -los Cornelios y los Emilios- los hijos fueron enfermizos, porque de eso no había duda. Pero ella, infatigable, persistió y crió a sus hijos con meticulosos cuidados y gran cariño y consiguió que tres de ellos crecieran saludables. El primero que llegó a hacerse mayor fue una hija, Sempronia; el segundo, un varón que heredó el nombre del padre, Tiberio, y el tercero fue otro varón llamado Cayo Sempronio Graco.
De exquisita formación y digna hija de su padre, que adoraba todo lo griego como el máximo exponente de la cultura, ella misma fue la maestra de sus tres hijos (y de los que de los otros nueve vivieron lo suficiente para recibir enseñanza), vigilando todas las facetas de su formación. Al morir su esposo, quedó con Sempronia, de quince años, Tiberio Graco, de doce, el pequeño Cayo Graco, de dos años, y algunos de los nueve que no sobrepasaron la niñez.
Los pretendientes a la viuda eran legión, pues había dado pruebas de fertilidad con asombrosa regularidad y aún estaba en edad de concebir; era, además, hija del Africano, sobrina de Paulo y viuda de Tiberio Sempronio Graco. Y estaba muy sana.
Entre los pretendientes estaba nada menos que el rey Tolomeo Evergetes, Gran Vientre, en aquel entonces rey de Cirenaica y posteriormente de Egipto, que viajaba a menudo a Roma en los años entre su destronamiento en Egipto y su reinstauración nueve años después de la muerte de Tiberio Sempronio Graco. Por entonces no hacía más que castigar con sus quejas los cansados oídos del Senado, conspirar y sobornar para lograr recuperar el trono perdido.
Al morir Tiberio Sempronio Graco, el rey Tolomeo Evergetes tenía ocho años menos que Cornelia, madre de los Gracos, que contaba treinta y seis años, y era mucho más esbelto por la zona ventral que en años posteriores, cuando el primo carnal y yerno de Cornelia, Escipión Emiliano, alardeó de haber expulsado al horrible y obeso rey de Egipto, indecentemente vestido. El monarca insistía y suspiraba por su mano con la misma insistencia que por el trono de Egipto, pero con poco éxito. Cornelia, la madre de los Gracos, no era para un simple rey extranjero, por muy rico y poderoso que fuese.
De hecho, Cornelia, madre de los Gracos, había decidido que una auténtica noble romana, casada con un noble romano durante casi veinte años, no tenía por qué volver a casarse. Y así, todos los pretendientes se vieron rechazados con suma cortesía y la viuda se esforzó en su soledad por educar a sus hijos.
Cuando Tiberio Graco fue asesinado, siendo tribuno de la plebe, ella siguió con la frente muy alta, manteniéndose muy por encima de las insinuaciones de la implicación de su primo carnal Escipión Emiliano en el asesinato, y también totalmente al margen de la incompatibilidad conyugal existente entre su hija Sempronia y su esposo Escipión Emiliano. Luego, cuando hallaron muerto misteriosamente a Escipión Emiliano y se rumoreó que a él también le habían asesinado -nada menos que su esposa, o su hija-, Cornelia supo mantenerse perfectamente distanciada. Al fin y al cabo tenía un hijo que cuidar y preparar para su floreciente carrera pública: su querido Cayo Graco.
Cayo Graco murió violentamente cuando su madre iba a cumplir setenta años, y todos pensaron que, finalmente, aquel duro golpe sería el fin de Cornelia, madre de los Gracos. Pero no; ella siguió viviendo con la frente muy alta, viuda, sin sus espléndidos hijos y con el único retoño que le quedaba: la amargada y estéril Sempronia.
– Tengo que criar a mi pequeña Sempronia -decía, refiriéndose a la hija de Cayo Graco, un bebé.
Lo que hizo fue marcharse de Roma, aunque no dejara la vida social. Se retiró a su enorme villa de Miseno, a semejanza de ella, una muestra sin igual del buen gusto, refinamiento y esplendor que Roma podía ofrecer al mundo. Allí recopiló sus cartas y ensayos y amablemente consintió en que el anciano Sosio de Argileto hiciera una edición, después de que sus amistades le suplicaran que no las dejara desconocidas para la posteridad. Igual que su autora, aquellos escritos rebosaban gracia, encanto e inteligencia, pese a ser solemnes y profundos. Y en Miseno se incrementaron, pues en Cornelia, madre de los Gracos, la edad no mermó la inteligencia, erudición e interés por las cosas.
Cuando Aurelia tenía dieciséis años y Cornelia, madre de los Gracos, ochenta y tres, Marco Aurelio Cota y su esposa Rutilia hicieron una visita de cortesía -más que una simple cortesía fue un acontecimiento esperado por todos- a Cornelia, madre de los Gracos, en un viaje de paso por Miseno. Llevaban a toda la tribu infantil, incluido el altanero Lucio Aurelio Cota, que, naturalmente, con sus veintiséis años no se consideraba un verdadero miembro de la tribu. A todos les recomendaron estar muy calladitos, graves como vestales pero muy alerta; nada de juguetear, de risitas ni de dar patadas a las sillas, so pena de muerte tras insufribles tormentos.
Pero Cota y Rutilia no tenían necesidad de preocuparse esgrimiendo aquellas amenazas tan contrarias a su carácter. Cornelia, madre de los Gracos, sabía todo lo que había que saber sobre niños pequeños y niños grandes, y su nieta Sempronia era un año más pequeña que Aurelia. Encantada de verse en compañía de niños tan interesantes y vivaces, la anciana lo pasó muy bien y estuvo con ellos mucho más rato de lo que sus devotos esclavos consideraban prudente, porque ya estaba muy débil y no se le iba aquel color violáceo de los labios y los lóbulos de las orejas.
La pequeña Aurelia salió fascinada, con una sola idea: cuando fuese mayor, juró, ella abrazaría los mismos criterios de fortaleza, resistencia, integridad y paciencia romanas de Cornelia, madre de los Gracos. A raíz de aquella visita su biblioteca aumentó en obras de la anciana señora y ella adoptó la decisión de seguir la pauta de tan notable vida.
No se repitió la visita, pues al invierno siguiente moría Cornelia, madre de los Gracos, sentada en su silla, con la cabeza erguida, agarrada a la mano de su nieta. Acababa de comunicar a la niña su compromiso formal con Marco Fulvio Flaco Bambalio, único miembro viviente de la familia de los Fulvios Flacos, que había perecido apoyando a Cayo Graco. Era adecuado, explicó a la pequeña Sempronia, que, como única heredera de la gran fortuna de los Sempronios, la aportara como dote a una familia desprovista de ella por la causa de Cayo Graco. Cornelia, madre de los Gracos, se complació igualmente en decir a su nieta que aún contaba con suficiente influencia en el Senado para suspender las cláusulas de la lex Voconia de mulierum hereditatibus, en la eventualidad de que algún primo remoto apelase y reclamara sus derechos sobre la gran fortuna alegando aquella ley antifeminista. La suspensión, añadió, se prolongaba hasta la siguiente generación, en previsión de que otra mujer demostrase ser la única heredera directa.
La muerte de Cornelia, madre de los Gracos, sobrevino de forma tan repentina que toda Roma se congratuló, pues era bien cierto que los dioses habían amado, y puesto duramente a prueba, a Cornelia, madre de los Gracos. Por ser una Cornelia, fue inhumada en lugar de incinerada. Sólo la gens de los Cornelios, entre las grandes familias romanas, conservaban el cadáver intacto. Su mausoleo fue una espléndida tumba en la Via Latina, que siempre tuvo flores recién cortadas, y que con el paso de los años fue santuario y altar, aunque nunca se reconociera oficialmente el culto. Toda mujer romana que aspiraba a las virtudes atribuidas a Cornelia, madre de los Gracos, rezaba y dejaba flores en la tumba. Se había convertido en una diosa, pero de una modalidad nueva; un ejemplo de indomable espíritu ante la adversidad.
¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? Aurelia, por primera vez, no hallaba respuesta. Ni la lógica ni el instinto podían ayudar a que a Aurelia le entrara en la cabeza que sus padres le hubiesen dado libertad para elegir esposo por sí misma. Desde luego entendía los motivos por los que su tío Publio lo había sugerido; su formación clásica era lo suficientemente amplia como para apreciar el paralelismo entre su persona y Helena de Troya, bien que Aurelia no se considerase tan fatalmente hermosa, y menos aún tan pretendida.
Finalmente llegó a la única conclusión que habría aprobado Cornelia, madre de los Gracos. Tenía que revisar todos los pretendientes con sumo cuidado y elegir el mejor. Eso no significaba el que más le gustara, sino el que más se ajustara al ideal romano. Por consiguiente, tenía que ser de buena cuna, al menos de una familia senatorial, y de una cuya dignítas, cuyo aprecio público y categoría en Roma se remontasen a varias generaciones desde los tiempos de la fundación de la república sin mella ni tacha alguna; debía ser valiente, inmune a toda clase de excesos, exento de codicia por el dinero, por encima de toda sospecha de soborno o prostitución ética, y dispuesto, en caso necesario, a dar la vida por Roma y su honor.
¡Nada menos! La dificultad estribaba en cómo iba a ser capaz, una joven que siempre había vivido en el hogar, de juzgar con la necesaria certeza. Por ello decidió hablar con las tres personas adultas de su familia: Marco Cota y Rutilia y su hermanastro Lucio Aurelio Cota. Les preguntaría su sincera opinión sobre cada uno de los pretendientes. Los tres consultados se quedaron atónitos, pero trataron de ayudarla lo mejor posible; lamentablemente, los tres confesaron que tenían prejuicios personales que probablemente deformaban sus opiniones, por lo que Aurelia no pudo aclarar sus dudas.
– No hay ninguno que realmente le guste -dijo Cota, entristecido, a su esposa.
– ¡Es que ni uno siquiera! -añadió Rutilia, suspirando.
– ¡Es increíble, Rutilia! Una muchacha de dieciocho años que no suspire por nadie… ¿Qué le pasa?
– ¿Y cómo voy a saberlo? -replicó Rutilia, sintiéndose a la defensiva-. ¡De mi familia no le viene!
– ¡Pues de la mía tampoco! -replicó Cota, que a continuación superó su exasperación besando a su esposa, para volver a hundirse en la depresión-. Mira, me atrevería a apostar que acabará diciendo que ninguno le conviene.
– No me extrañaría -dijo Rutilia.
– ¿Y qué vamos a hacer, entonces? Si no andamos con cuidado, acabaremos siendo los padres de la primera solterona en la historia de Roma.
– Yo creo que lo mejor es que la enviemos a mi hermano -dijo Rutilia-. Y que hable con él del asunto.
– ¡Excelente idea! -añadió Cota con súbita alegría.
Al día siguiente, Aurelia fue de la mansión de Cota, en el Palatino, a casa de Publio Rutilio Rufo en el Carinae, acompañada de su criada Cardixa y de dos enormes esclavos galos, cuyas tareas eran múltiples y variadas, pero todas basadas en gran fuerza física. Ni Cota ni Rutilia quisieron entorpecer la entrevista de Aurelia con su tío. Habían concertado la hora, pues como cónsul que era dedicado a gobernar a Roma, para que Cneo Malio Máximo reclutase el gran ejército que pensaba llevar a la Galia Transalpina a finales de primavera, Rutilio Rufo era un hombre muy ocupado, aunque siempre dispuesto a solventar los problemas familiares que se presentaran.
Marco Cota había pasado a ver a su cuñado antes del amanecer para explicarle la situación, con el consiguiente regocijo de Rutilio Rufo.
– ¡Ah, esa pequeña! -exclamó, sobrecogido por la risa-. Una auténtica virgen. Bien, bien, habrá que asegurarse de que hace una buena elección y no se queda virgen para el resto de sus días, por muchos maridos e hijos que tenga.
– Espero que halles solución, Publio Rutilio -dijo Cota-, porque yo no veo el menor rayo de luz.
– Yo sé lo que hacer -respondió Rutilio Rufo con suficiencia-. Envíamela antes de la hora décima para que cene conmigo. Yo la mandaré a casa en una litera bien custodiada, no te preocupes.
Al llegar Aurelia, Rutilio Rufo envió a Cardixa y a los dos guardias galos a las dependencias de los criados para que cenasen y esperasen, y a Aurelia la condujo al comedor y la acomodó en una silla de manera que pudiese conversar cómodamente con él y con cualquiera que se sentase a su izquierda.
– No espero más que a un solo invitado -dijo mientras se acomodaba en el triclinio-. ¡Brrr! Hace frío, cverdad? cQué te parecen unos calcetines calentitos, sobrina?
Cualquier otra muchacha de dieciocho años habría preferido morir antes que ponerse algo tan poco atractivo como un par de calcetines de lana, pero Aurelia no; ella consideró juiciosamente la temperatura del cuarto en relación con su estado de ánimo y aceptó.
– Gracias, tío Publio -dijo.
Llamaron a Cardixa para que pidiera unos calcetines al mayordomo, cosa que hizo al instante.
– ¡Qué muchacha tan razonable eres! -dijo Rutilio Rufo, que sentía verdadera devoción por el sentido común de Aurelia, del mismo modo que otro se habría extasiado ante una perla oceánica hallada en una concha de los bajíos de Ostia. Al no ser un gran admirador de las mujeres, no se le ocurría pensar que esa virtud del sentido común era rara tanto en hombres como en mujeres, y siempre procuraba buscar su ausencia en las féminas y, naturalmente, la encontraba. Así, Aurelia era su perla exótica, hallada en los bajíos de la feminidad. Y la atesoraba.
– Gracias, tío Publio -respondió Aurelia, fijando su atención en Cardixa, que estaba arrodillada quitándole los zapatos.
Las dos muchachas estaban distraídas con los calcetines, cuando hicieron pasar al invitado. Ninguna de las dos se molestó en levantar la cabeza al oír los saludos y el ruido que hacía al sentarse a la izquierda del anfitrión.
Aurelia volvió a incorporarse y miró a Cardixa a los ojos con una de sus escasas sonrisas.
– Gracias -dijo.
Cuando ya estaba bien incorporada y dirigió los ojos a su tío y al invitado, conservaba aquella sonrisa más el rubor producido por haber estado inclinada. Arrebatadora.
Y el invitado se quedó arrobado. Igual que Aurelia.
– Cayo Julio, te presento a Aurelia, hija de mi hermana -dijo Publio Rutilio Rufo con voz pausada-. Aurelia, tengo el gusto de presentarte al hijo de mi buen amigo Cayo Julio César, Cayo como el padre, pero no es el hijo mayor.
Con los ojos color malva más abiertos de lo habitual, Aurelia miraba lo que el destino le deparaba y no volvió a pensar en el ideal romano ni en Cornelia, madre de los Gracos. O quizá sí lo hiciese en lo más profundo de su ser, porque supo estar a la altura, aunque sólo el tiempo se lo confirmaría. En aquel momento sólo veía aquel rostro largo romano, con nariz larga romana, unos ojos intensamente azules, un pelo ondulado rubio y una preciosa boca. Y, tras aquel debate interno y aquella deliberación no menos profunda por inútil, resolvió el dilema de la forma más natural y satisfactoria posible: enamorándose.
Sí, claro que hablaron. En realidad fue una cena de lo más agradable. Rutilio Rufo se limitó a acodarse sobre el brazo izquierdo y los dejó que se explayaran, regocijado por su habilidad en haber elegido, entre los cientos de jóvenes que conocía, el que más pudiera agradar a su preciosa perla oceánica. Ni que decir tiene que a él le agradaba mucho el joven Cayo Julio César, del que esperaba mucho en el futuro. Era un romano de lo más fino; cosa lógica, porque pertenecía a una de las familias de más alcurnia. Y como Rutilio Rufo era un romano descendiente de romanos, le complacía aún más que cristalizara aquella atracción entre el joven Cayo Julio César y su sobrina -cosa en la que él tenía plena confianza- y así se forjaría un vínculo casi familiar entre él y su viejo amigo Cayo Mario. Los hijos del joven Cayo Julio César con su sobrina Aurelia serían primos hermanos de los hijos de Cayo Mario.
Normalmente demasiado tímida para interrogar a nadie, Aurelia se olvidó de sus modales y abrumó a preguntas al joven Cayo Julio César. Se enteró así de que había estado en Africa con su cuñado Cayo Mario en el cargo de tribuno militar, y que le habían condecorado en varias ocasiones: con una corona muralis por la batalla en la ciudadela del Muluya, con un estandarte tras la primera batalla en las afueras de Cirta y con nueve phalerae de plata por la segunda batalla de Cirta. En esta última le habían herido gravemente en el muslo y había vuelto a Italia honorablemente licenciado. Aunque todo esto no le había resultado fácil sacárselo, porque él estaba más interesado en contarle las hazañas de su hermano mayor Sexto en las mismas campañas.
Supo también que aquel mismo año le habían nombrado acuñador, y era uno de los tres jóvenes a quienes en edad presenatorial se les concedía la oportunidad de aprender el funcionamiento de la economía de Roma, encargándolos de la acuñación de moneda.
– El dinero desaparece de la circulación -dijo el joven, que nunca había tenido una interlocutora tan fascinante y fascinada-. Nuestro trabajo consiste en hacer más dinero, pero no a nuestro antojo, sino según determina el Tesoro. Sólo acuñamos lo que ellos estipulan para un solo año.
– ¿Y cómo puede desaparecer una cosa tan sólida como una moneda? -inquirió Aurelia frunciendo el entrecejo.
– Oh, puede caerse por una alcantarilla o quemarse en un incendio -respondió el joven César-. Algunas monedas llegan a desgastarse, pero la mayoría desaparecen porque las atesoran. Y cuando el dinero se atesora, no cumple su cometido.
– ¿Cuál es su cometido? -inquirió Aurelia, que nunca se había interesado gran cosa por el dinero, dado que sus necesidades eran sencillas y sus padres se las cubrían.
– Cambiar constantemente de mano -respondió el joven César-. Eso se llama circulación. Cuando el dinero circula, bendice a las manos por las que pasa. Con él se compran mercancías, trabajo, propiedades. Pero debe circular constantemente.
– Y tenéis que hacer dinero nuevo para sustituir a las monedas que se atesoran -concluyó Aurelia, pensativa-. Sin embargo, las monedas atesoradas siguen ahí, ¿no? ¿Qué sucede si, por ejemplo, de pronto una gran cantidad de monedas atesoradas vuelve a la circulación?
– Entonces baja el valor del dinero.
Tras su primera lección de economía básica, Aurelia optó por conocer el aspecto físico de la acuñación.
– Nosotros somos los que decidimos qué es lo que se inscribe en las monedas -dijo el joven César, animado y cautivado por su extasiada interlocutora.
– ¿Os referís a la Victoria en la biga?
– Bueno, es que resulta más fácil poner en una moneda un carro de dos caballos que uno de cuatro, por eso la Victoria monta una biga en vez de una quadriga -respondió él-. Pero a los que tenemos algo de imaginación nos gustaría hacer algo más original que la simple Victoria o Roma. Si al año se hacen cuatro emisiones de monedas, cada uno de nosotros elige el motivo que deben llevar.
– ¿Y ya tenéis algo elegido? -inquirió Aurelia.
– Sí, lo hemos echado a suertes y a mí me tocó el denario de plata. Así que los denarios de este año tendrán la cabeza de Iulo, hijo de Eneas por un lado, y el Aqua Marcia por el otro para conmemorar a mi abuelo Marcius Rex -respondió el joven César.
Después, Aurelia se enteró de que en otoño iba a presentarse a las elecciones a tribuno militar; su hermano Sexto había sido elegido tribuno militar aquel mismo año y marchaba a las Galias con Cneo Malio Maximo.
Una vez acabado el último plato, el tío Publio envió a su sobrina a casa en una litera, como había prometido, mientras convencía a su invitado para que permaneciese algo mas.
– Tomaremos un par de copas de vino sin agua -dijo-. He bebido tanta agua que voy a tener que ir afuera a mear un cubo entero.
– De acuerdo -dijo el invitado, riendo.
– ¿Qué te parece mi sobrina? -inquirió Rutilio Rufo una vez que les sirvieron un excelente reserva de Toscana.
– ¡Es como si me preguntaseis si me gusta vivir! ¡No hay otra alternativa!
– ¿Tanto te ha gustado?
– ¿Si me ha gustado? Ya lo creo. Me he enamorado -contestó el joven César.
– ¿Quieres casarte con ella?
– ¡Pues claro! Pero media Roma también lo quiere, según tengo entendido.
– Es cierto, Cayo Julio. ¿Y eso te disuade?
– No. Pediré su mano a su padre… a su tío Marco, quiero decir. Y trataré de volver a verla y mover su corazón. Merece la pena probar, porque sé que yo le gusto.
– Sí, eso me ha parecido -dijo Rutilio Rufo sonriendo y bajando de la camilla-. Bien, vete a casa, joven Cayo Julio, y di a tu padre lo que piensas hacer y mañana vas a ver a Marco Aurelio. Yo estoy cansado y voy a acostarme.
Aunque con Rutilio Rufo se había mostrado muy confiado, el joven Cayo César se fue a casa menos esperanzado. La fama de Aurelia era mucha y muchos amigos suyos habían pedido su mano; Marco Cota había puesto en la lista a unos si y a otros no. Entre los que lo habían conseguido había nombres mucho más ilustres que el suyo, por el simple hecho de que estaban vinculados a enormes fortunas. Ser un Julio César poco significaba, aparte de una distinción social tan firme que ni la pobreza podía anular su aura. Pero ¿cómo iba a competir con Marco Livio Druso, Escauro hijo, Licinio Orator, Mucio Escévola o el mayor de los hermanos Ahenobarbos? Ignorando que a Aurelia le habían dado libertad para elegir marido, el joven César se imaginó que tenía muy pocas posibilidades.
Cuando cruzó el umbral y tOmó por el pasillo que conducía al atríum, vio que aún había luz en el despacho de su padre y contuvo unas lágrimas inopinadas antes de llegar sin hacer ruido a la puerta entreabierta y llamar.
– Pasa -dijo una voz cansada.
Cayo Julio César se moría. En la casa todos lo sabían, incluido el propio Cayo Julio César, aunque nadie decía nada. La enfermedad se había presentado en forma de dificultades para deglutir, debido a un mal insidioso que al principio se desarrollaba tan despacio que era difícil discernir si realmente empeoraba. Luego había empezado a hablar como en un graznido y a eso habían seguido unos dolores, al principio soportables, pero ahora ya eran constantes y Cayo Julio César no podía tragar nada sólido. Hasta el momento se había negado a ver a un médico por más que Marcia se lo suplicase todos los días.
– Padre.
– Entra y hazme compañía, joven Cayo -dijo César, que tenía sesenta años pero que a la luz de la lámpara parecía un anciano de ochenta. Había perdido tanto peso que se le notaban los huesos, el cráneo era ya una calavera y el continuo sufrimiento había apagado sus ojos azul oscuro. Alargó la mano hacia su hijo y sonrió.
– ¡Oh, padre! -dijo el joven, tratando virilmente de contener la emoción de su voz, sin conseguirlo; cruzó el cuarto, cogió la mano, se la besó, y después se acercó y rodeó con sus brazos aquellos hombros esqueléticos, arrimando su mejilla a los plateados cabellos.
– No llores, hijo -balbució César-. Pronto ya no estaré. Mañana viene Atenodoro Sículo.
Un romano no lloraba. O se suponía que no debía llorar. Al joven César le parecía un falso código de conducta, pero contuvo sus lágrimas, se apartó y tomó asiento cerca de su padre para conservar su esquelética mano entre las suyas.
– Tal vez Atenodoro sepa un remedio -dijo.
– Atenodoro sabrá lo que sabemos todos; que tengo una excrecencia incurable en la garganta -dijo César-. De todos modos, tu madre espera un milagro, pero ya estoy demasiado mal para contar con que Atenodoro pueda realizarlo. He seguido viviendo por una sola razón: para asegurarme de que todos los miembros de la familia tienen su futuro asegurado y verlos a todos felizmente situados. -Hizo una pausa y con la mano libre alcanzó la copa de vino puro que era ya su único consuelo físico. Dio un par de sorbitos y prosiguió-: Tú eres el que queda, joven Cayo -musitó-. ¿Qué puedo desear para ti? Hace muchos años te concedí un lujo que aún no has reclamado; la libertad de elegir esposa. Creo que ha llegado el momento de que lo hagas. Descansaría más feliz si supiera que quedas decentemente establecido.
El joven César alzó la mano de su padre y se la arrimó a la mejilla, inclinándose para sujetarle el escuálido brazo.
– La he encontrado, padre -dijo-. La he conocido esta noche… ¿No es extraño?
– ¿En casa de Publio Rutilio? -inquirió César, perplejo.
– Creo que ha hecho de tercerón -dijo el joven sonriendo.
– Extraño papel para un cónsul.
– Sí -dijo el joven con un suspiro-. ¿Habéis oído hablar de su sobrina Aurelia, la hijastra de Marco Aurelio?
– ¿Esa famosa beldad? Todo el mundo debe de haber oído hablar.
– Exacto. Pues de ella se trata.
César puso cara de preocupación.
– Tu madre me ha dicho que tiene una cola de pretendientes que da la vuelta a la casa, y entre ellos los solteros más ricos y nobles de Roma; me han contado que hasta los hay que no son solteros.
– Es la pura verdad -respondió el joven Cayo-. ¡Pero, perded cuidado, pienso casarme con ella!
– Si tu inclinación por ella es cierta, vas a buscarte un mal futuro -dijo César, muy serio-. Las beldades de ese tipo no son buenas esposas, Cayo. Resultan mimadas, caprichosas, veleidosas y respondonas. Déjala para otro y elige una muchacha más humilde -añadió con gesto más relajado-. Afortunadamente no eres nadie en comparación con Lucio Licinio Orator o Cneo Domicio hijo, aunque seas patricio. Marco Aurelio no te hará caso, estoy seguro. Así que no entregues a esa muchacha tu corazón sin pensar en otras.
– ¡Se casará conmigo, tata, ya verás!
Ante semejante argumento, Cayo Julio César no tuvo fuerzas para hacer cambiar de opinión a su hijo y dejó que le ayudase a ir hasta el lecho que ocupaba él solo, dado lo agitado y escaso que era su sueño.
Aurelia iba tumbada boca abajo en la litera perfectamente cerrada por cortinas, que avanzaba bamboleándose por las colinas entre la casa de su tío Publio y la de su tío Marco. ¡Cayo Julio César hijo! ¡Qué estupendo, era ideal! Pero ¿querría casarse con ella? ¿Qué habría pensado Cornelia, madre de los Gracos?
Cardixa, que compartía la litera con su ama, la miraba con suma atención. Era una Aurelia desconocida. Erguida en un rincón, sosteniendo con cuidado un candil de alabastro para que la litera no fuese totalmente a oscuras, resultaban evidentes los síntomas de un profundo cambio. Veía aquel cuerpo nervioso y tenso de Aurelia ahora relajado y distendido, no apretaba tanto los labios y sus pestañas apenas celaban un destello en sus ojos. Como era muy inteligente, Cardixa sabía perfectamente el motivo del cambio: aquel joven tan bien parecido que Publio Rutilio había ofrecido casi como plato principal. ¡El viejo zorro! Pues si, Cayo Julio César hijo era un hombre estupendo; ideal para Aurelia; había algo que se lo decía.
Independientemente de lo que Cornelia, madre de los Gracos, hubiera hecho en similares circunstancias, cuando se levantó por la mañana, Aurelia ya sabía lo que tenía que hacer. Lo primero fue enviar a Cardixa a casa de los César con un billete para el joven.
"Pídeme en matrimonio", decía escuetamente.
Luego, ya no hizo nada. Se quedó en su estudio y apareció en las comidas, haciéndose notar lo menos posible, consciente de que había cambiado, y evitando que sus padres lo notaran antes de decidirse a actuar.
Al día siguiente aguardó a que Marco Cota terminara de despachar tranquilamente con sus clientes, porque el secretario le había comunicado que no tenía que asistir a ninguna sesión del Senado ni de la plebe y pensaba quedarse en casa un par de horas más.
– Padre.
Cota levantó la vista de los papeles del escritorio.
– Ah, hoy toca padre, ¿no? Pasa, hija, pasa -dijo sonriéndole con afecto-. ¿Quieres que venga tu madre?
– Sí, por favor.
– Pues ve a buscarla.
La muchacha salió para regresar al poco con Rutilia.
– Sentaos, señoras.
Ambas se sentaron una al lado de otra en un diván.
– Bien, Aurelia, dinos.
– ¿Ha habido algún nuevo pretendiente? -preguntó ella sin más.
– Pues, sí. Ayer vino a verme el joven Cayo Julio César, y como nada tengo contra él, le apunté en la lista. Con lo que ahora son treinta y ocho.
Aurelia se ruborizó. Cota la miraba fascinado, porque nunca la había visto perder la continencia. Vio asomar la punta de su lengua rosada, que humedecía los labios, y advirtió que Rutilia, igualmente intrigada por aquel rubor, se había girado en el diván para mirar a su hija.
– Ya me he decidido -dijo la muchacha.
– ¡Estupendo! ¿Quién es? -instó Cota.
– Cayo Julio César hijo.
– ¿Qué? -exclamó Cota sin salir de su asombro.
– ¿Quién? -inquirió Rutilia, igualmente pasmada.
– Cayo Julio César hijo -repitió Aurelia pacientemente.
– ¡Vaya, vaya! -dijo Cota, sonriente-. El último caballo inscrito gana la carrera.
– ¡La apuesta de mi hermano! -exclamó Rutilia-. ¡Por los dioses que es listo! ¿Cómo se le ocurriría?
– Es un hombre extraordinario -dijo Cota a su esposa-. Conociste al joven Cayo anteayer -añadió dirigiéndose a Aurelia- en casa de tu tío… ¿Era la primera vez que le veías?
– Sí.
– Y quieres casarte con él.
– Si.
– Querida niña, es un hombre relativamente pobre -dijo la madre-. No tendrás ningún lujo siendo esposa de Cayo Julio, ¿lo sabes?
– Una no se casa para vivir en el lujo.
– Me alegro de que tengas sentido común para darte cuenta de eso, hija. Sin embargo, no es el hombre que yo te habría elegido -añadió Cota, no muy contento.
– Quisiera saber por qué, padre -replicó Aurelia.
– Son una familia rara. Demasiado… heterodoxa. Y están vinculados ideológicamente, y familiarmente, a Cayo Mario, un hombre que yo detesto profundamente -respondió Cota.
– Al tío Publio le agrada Cayo Mario -replicó Aurelia.
– Tu tío Publio a veces se deja llevar por mal camino -contestó Cota, ceñudo-. No obstante, no está tan embrutecido como para votar contra su propia clase en el Senado a favor de Cayo Mario, mientras que no puedo decir lo mismo de los Julios de la rama de los Cayos. Tu tío Publio ha combatido con Cayo Mario muchos años y es comprensible que eso cree un vínculo. Pero Cayo Julio César padre recibió a Cayo Mario con los brazos abiertos y ha influido para que toda la familia le estime.
– ¿Y no se casó Sexto Julio con una de las Claudias más humildes, no hace mucho? -inquirió Rutilia.
– Eso creo.
– Bien, pues es una unión irreprochable. Tal vez los hijos no estimen tanto a Cayo Mario como tú crees.
– Son cuñados, Rutilia.
– Padre, madre -terció Aurelia-, vosotros me dejasteis que eligiera. Voy a casarme con Cayo Julio César, no se hable más -añadió con firmeza pero sin insolencia.
Cota y Rutilia la miraron consternados, pero comprendiendo que la fría y sensible Aurelia estaba enamorada.
– Es cierto -dijo Cota tajante, pensando en que la mejor alternativa era salir lo mejor posible del asunto-. ¡Bien, dejadme! -añadió, dirigiendo un gesto a las dos mujeres-. Tengo que mandar hacer treinta y siete cartas a los escribas. Y supongo que tendré que ir a ver a Cayo Julio César padre, y al hijo.
La carta circular que envió Marco Aurelio Cota decía así:
Tras profúnda consideración decidí consentir en que mi sobrina y pupila Aurelia eligiese esposo por sí misma. Mi esposa, y madre suya, estuvo de acuerdo. Ésta es para anunciar que Aurelia ya ha elegido. Su esposo será Cayo Julio César, hijo menor del padre conscripto Cayo Julio César. Confío en que os unáis a mí ofreciendo toda suerte de parabienes a la pareja en su próximo matrimonio.
El secretario miró a Cota con ojos desorbitados.
– ¡Vamos, no os quedéis ahí, manos a la obra! -dijo el cónsul con excesiva brusquedad para ser un hombre tan morigerado-. Quiero treinta y siete copias dentro de una hora, dirigidas a los de esta lista -añadió señalando el papel que tenía en la mesa-. Las firmaré para que se entreguen en mano inmediatamente.
El secretario se puso en acción al mismo tiempo que se difundía el rumor, que fácilmente alcanzó a los destinatarios antes que las cartas. Muchos fueron los corazones heridos y los nuevos rencores cuando se supo la noticia, pues era evidente que la elección de Aurelia era emocional y nada práctica, lo que la hacía más imperdonable, pues a ninguno de los pretendientes que ocupaban los primeros puestos de la lista le gustó verse desplazado por el hijo menor de un simple senador sin voto, por muy ilustre que fuese su linaje. Además, el afortunado era demasiado bien parecido, y eso solía considerarse una ventaja injusta.
Una vez repuesta de la primera impresión, Rutilia se sintió inclinada a aprobar la elección de su hija.
– ¡Ah, piensa en los niños que tendrá! -le dijo a Cota, mientras éste se ataviaba con la toga bordada en púrpura para aventurarse a visitar la casa de Julio César, situada en una zona menos lujosa del Palatino-. Dejando el dinero aparte, es una buena unión para un Aurelio, y no digamos un Rutilio. Los Julianos son un linaje de gran solera.
– Los linajes de solera no dan para comer -gruñó Cota.
– ¡Oh, vamos, Marco Aurelio, no está tan mal! La relación con Mario ha servido a los Julios para aumentar enormemente su fortuna, y seguirá haciéndolo. No veo nada que impida al joven Cayo Julio ser cónsul. Me han contado que es muy inteligente y capaz.
– Lo que sí es es guapo -replicó Cota, poco convencido.
No obstante, se colocó bien la magnífica toga, él que también era un hombre guapo, aunque con la tez rubicunda de los Cotas, una familia cuyos miembros no llegaban a una edad muy avanzada por ser proclives a la apoplejía.
El joven Cayo Julio César no estaba en casa, le dijeron, y optó por preguntar por el padre, sorprendiéndose cuando el mayordomo le miró con gesto grave.
– Excusadme, Marco Aurelio, que pregunte -dijo el hombre-, porque Cayo Julio no se encuentra bien.
Era la primera noticia que tenía Cota de que estuviera enfermo; pensándolo bien, se dio cuenta de que, efectivamente, hacía tiempo que no le veía por el Senado.
– Espero -dijo.
– Cayo Julio os recibirá -dijo el mayordomo al regresar al poco rato, y condujo a Cota al despacho-. Os prevengo para que no os sorprenda su aspecto.
Agradecido por el aviso, Cota contuvo su reacción cuando aquellos dedos descarnados hicieron el inmenso esfuerzo de tenderse para estrecharle la mano.
– Marco Aurelio, es un placer -dijo César-. ¡Sentaos, sentaos! Lamento no poder levantarme, pero el mayordomo os habrá dicho que no me encuentro bien -añadió con un esbozo de sonrisa-. Puro eufemismo: me estoy muriendo.
– Oh, vamos… -replicó Cota, incómodo, sentándose en el borde de la silla, olfateando; había un olor particular en aquel cuarto, algo desagradable.
– Sí, tengo una excrecencia en la garganta. Esta mañana me lo ha confirmado Atenodoro Siculo.
– Lamento oíroslo decir, Cayo Julio. Vuestra ausencia en la cámara se hará notar dolorosamente, en particular por parte de mi cuñado Publio Rutilio.
– Un buen amigo -dijo César, parpadeando fatigosamente con sus ojos enrojecidos-. Me imagino por qué habéis venido, Marco Aurelio, pero os ruego que me lo expongáis.
– Cuando la lista de pretendientes de mi sobrina y pupila Aurelia creció tanto y con nombres tan importantes que temí elegirle esposo por no dejar a mis hijos con más enemigos que amigos, opté por permitir que lo eligiera ella misma -dijo Cota-. Hace dos días conoció a vuestro hijo menor en casa de su tío Publio Rutilio, y hoy me ha comunicado que le ha elegido por esposo.
– Y a vos os desagrada tanto como a mi -dijo César.
– Así es -respondió Cota con un suspiro-. Pero como he dado mi palabra, debo cumplirla.
– Yo hice la misma concesión a mi hijo hace muchos años -añadió César, sonriendo-. Acordemos, pues, llevar el asunto lo mejor posible y esperemos que nuestros hijos tengan más sentido común que nosotros.
– Efectivamente, Cayo Julio.
– Querréis conocer los datos de mi hijo…
– Me los hizo saber él al pedirme la mano.
– Quizá no los haya expuesto debidamente. Cuenta con tierras suficientes para asegurarse un puesto en el Senado, pero de momento, nada más -dijo César-. Desgraciadamente no estoy en posición de poder adquirir una segunda casa en Roma, y eso es un inconveniente, porque esta casa es para mi hijo mayor Sexto, que acaba de casarse y vive en ella con su esposa, que ya se encuentra encinta. Mi muerte es inminente, Marco Aurelio. Después, Sexto será el paterfamilias y mi hijo menor tendrá que buscarse otro sitio al casarse.
– Sabréis, sin duda, que Aurelia tiene una cuantiosa dote -replicó Cota-. Quizá, lo más razonable sería invertirla en una casa -añadió con un carraspeo-. De su padre, mi hermano, heredó una buena cantidad que ha estado invertida todos estos años. Pese a las alzas y bajas del mercado, en estos momentos ascenderá a unos cien talentos. Con cuarenta talentos se puede comprar una casa más que aceptable en el Palatino o el Carinae. Naturalmente, se pondría a nombre de vuestro hijo, pero si se produjera el divorcio, vuestro hijo repondría la suma que costase la casa. Sin embargo, aparte del divorcio, a Aurelia aún le quedaría dinero suficiente para no pasar necesidades.
– No me agrada la idea de que mi hijo viva en una casa adquirida por su esposa -dijo César con el entrecejo fruncido-. Constituiría una arrogancia por su parte. No, Marco Aurelio, creo que es necesaria otra cosa para salvaguardar el dinero de Aurelia mejor que comprando una casa de la que no será propietaria. Con cien talentos puede comprarse una insula en excelentes condiciones en cualquier zona del Esquilino. Y debe comprarse a su nombre, a nombre de Aurelia. La joven pareja puede vivir en la planta baja sin necesidad de pagar alquiler y vuestra sobrina contará con las rentas de las otras viviendas, una suma mucho más interesante que la que pudiera obtener con otra clase de inversión. Mi hijo deberá esforzarse personalmente en ganar el dinero para comprar una casa, y de ese modo se verá estimulado en su valía y ambición.
– ¡No puedo consentir que Aurelia viva en una insula! -replicó Cota horrorizado-. No, separaré cuarenta talentos para comprar una casa y dejaré los otros sesenta talentos bien invertidos.
– Una insula a su nombre -repitió César sin ceder; sofocado, hizo un gran esfuerzo por respirar, inclinándose hacia adelante.
Cota le sirvió una copa de vino y se la puso en la mano, que tenía agarrotada, ayudándole a llevársela a los labios.
– Ya estoy mejor -dijo César, al cabo de un rato.
– Quizá debiera marcharme -dijo Cota.
– No, zanjemos este asunto ahora, Marco Aurelio. Estamos de acuerdo en que este enlace no es el que ninguno de los dos habríamos deseado para la pareja. Pues bien, no se lo pongamos tan fácil. Que sepan cuál es el precio del amor. Si están hechos el uno para el otro, algo de dificultad no hará más que estrechar la unión, si no es así, esa misma dificultad acelerará la ruptura. Vamos a dejar que Aurelia conserve la dote entera, sin herir más de lo debido el orgullo de mi hijo. ¡Una insula, Marco Aurelio! Debe ser de impecable construcción; así que aseguraos de que confiáis la inspección a gente honrada. Y no seáis muy exigente en cuanto a la situación -prosiguió con un hilo de voz-. Roma está creciendo a pasos agigantados, aunque el mercado de casas de bajo precio es más estable que el de las viviendas para gente que prospera. Cuando los tiempos son malos, los que están ascendiendo socialmente, retroceden; así que siempre hay gente buscando viviendas más baratas.
– ¡Por los dioses, mi sobrina convertida en una vulgar casera! -exclamó Cota, resistiéndose a la idea.
– ¿Y por qué no? -inquirió César con sonrisa cansina-. Me han dicho que es una beldad sin par. ¿No le acomodaría el papel? Si no es así, quizá debiera pensárselo dos veces antes de casarse con mi hijo.
– Cierto que es una belleza sin par -respondió Cota, sonriendo desmedidamente por algún chiste privado-. Os la traeré para que la conozcáis, Cayo Julio, y que vos mismo la convenzáis. Ésta es mi última palabra -añadió, poniéndose en pie y dando una palmadita en el escuálido hombro de César-, y que sea Aurelia quien decida qué hacer con la dote. Planteadle vos mismo lo de la insula y yo le aconsejaré la compra de una casa. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -respondió César-. Pero enviadla pronto, Marco Aurelio. Mañana a mediodía.
– ¿Se lo diréis a vuestro hijo?
– Naturalmente. El la recogerá mañana.
En circunstancias normales, Aurelia no se andaba con veleidades a la hora de vestirse para salir; le gustaban los colores fuertes, combinándolos, pero siempre lo decidía sin vacilaciones y con lógica, como hacía en todo lo demás. Sin embargo, cuando le dijeron que iba a recogerla su prometido para ir a ver a sus futuros suegros, se puso nerviosa. Finalmente se decidió por una camisa de lana fina color cereza con una túnica de lana rosada lo bastante fina para dejar transparentar el color más fuerte de debajo, y encima de ella otra de rosa más pálido, tan fina como su velo de matrimonio. Se bañó, se perfumó con esencia de rosas, pero se peinó el pelo hacia atrás, recogiéndolo en un discreto moño y rechazó el colorete y el stibium que le ofreció su madre.
– Hoy estás muy pálida -insistió Rutilia-. Son los nervios. ¡Vamos, haz el favor, estarás mejor con un poco de colorete en las mejillas y un perfilado en los ojos!
– No -respondió Aurelia.
La palidez no tuvo la menor importancia, en cualquier caso, porque cuando se presentó el joven Julio César a recogerla, las mejillas de Aurelia se arrebolaron mejor que con los cosméticos de su madre.
– Cayo Julio -dijo a guisa de saludo, ofreciéndole la mano.
– Aurelia -contestó él, estrechándosela.
Tras lo cual, ninguno supo qué hacer.
– Bueno, ¡adiós! -terció Rutilia, irritada; se le hacía raro entregar su primera hija a aquel apuesto joven, sintiéndose ella misma una jovencita.
La pareja dejó la casa, seguidos por Cardixa y los galos.
– Debo advertiros que mi padre no se encuentra bien -dijo el joven César sin dejarse llevar por la emoción-. Sufre una excrecencia maligna en la garganta, y tememos perderlo pronto.
– ¡Oh! -exclamó Aurelia.
– Recibí vuestro billete -dijo él al doblar una esquina- y no perdí tiempo en ir a ver a Marco Aurelio. ¡No puedo creerme que me hayáis elegido!
– No puedo creerme el haberos encontrado -contestó ella.
– ¿Creéis que Publio Rutilio lo hizo expresamente?
La pregunta provocó en ella una sonrisa.
– Desde luego -contestó.
Siguieron andando y doblaron la siguiente esquina.
– Ya veo que no sois habladora -dijo el joven César.
– No -respondió Aurelia.
Y ésa fue toda la conversación que atinaron a sostener antes de llegar a casa de César.
El ver a la novia de su hijo hizo que César cambiase algo de idea. ¡No era una beldad mimada y caprichosa! Era todo lo que había oído decir de ella y más -¡una beldad sin par!-, pero no según el estereotipo. Y volvió a decirse que todos los encomios estaban más que justificados. ¡Qué magníficos hijos engendrarían! Hijos que él no viviría para verlos.
– Siéntate, Aurelia -dijo con voz apenas audible, señalándole una silla cerca de él pero algo enfrentada para que le viera. Su hijo se sentó al otro lado.
– ¿Qué te ha dicho Marco Aurelio de la conversación que sostuvimos? -inquirió el anciano una vez que estuvieron acomodados.
– Nada -contestó Aurelia.
César expuso la discusión que había mantenido con Cota respecto a la dote, sin andarse con rodeos a propósito de su opinión ni de la de Marco Aurelio.
– Tu tío, como tutor, dice que decidas tú. ¿Quieres una casa o una insula? -inquirió, mirándola a los ojos.
¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? Esta vez sabía la respuesta: Cornelia, madre de los Gracos, haría lo más honorable, por duro que fuese. Sólo que ahora ella tenía dos honores a considerar; el de su amado y el suyo propio. Elegir la casa sería, con mucho, más cómodo y bien visto, pero que el dinero de la esposa les procurase la casa, heriría el orgullo de su amado.
Aurelia apartó la mirada de César y la dirigió gravemente a su hijo.
– ¿Vos qué preferís? -le dijo.
– Decidid vos, Aurelia -respondió él.
– No, Cayo Julio, decidid vos. Voy a ser vuestra esposa, y quiero ser una esposa como es debido y estar donde debo estar. Vos seréis el cabeza de familia; todo lo que os pido a cambio es que siempre me expliquéis las cosas sincera y noblemente. Elegid vos dónde hemos de vivir. Yo me avengo a lo que decidáis, de palabra y obra.
– Entonces le diremos a Marco Aurelio que busque una insula y registre los derechos de propiedad a vuestro nombre -dijo el joven César sin dudarlo-. Deberá ser la propiedad más rentable y bien construida que encuentre, y estoy de acuerdo con mi padre en que la situación no tiene importancia. Viviremos en una planta baja espaciosa hasta que pueda adquirir una casa unifamiliar. Os mantendré a vos y a los hijos con las rentas de mis tierras, naturalmente. Lo que significa que vos seréis plena responsable de vuestra insula y yo no intervendré para nada.
Aurelia dio muestras de estar satisfecha, pero no dijo nada.
– ¡No eres muy habladora! -dijo César, asombrado.
– No -contestó Aurelia.
Cota tuvo que trabajar con denuedo, aunque su intención era encontrar para su sobrina un buen inmueble en una de las mejores zonas de Roma. Pero no había manera; lo mirara como lo mirara, la inversión mejor y más rentable era una insula bastante grande en pleno corazón del Subura. No era un inmueble nuevo (lo había hecho construir el dueño unos treinta años antes, y desde entonces él había ocupado una de las dos grandes viviendas de la planta baja, que estaban hechas a conciencia), tenía base y cimientos de piedra y hormigón de quince pies de profundidad y cinco pies de ancho; los muros exteriores de carga tenían dos pies de grueso y por ambas caras contaban con un revestimiento irregular de ladrillo y mortero denominado opus incertum, enlucido con una resistente mezcla de cemento y gravilla; las ventanas tenían todas un marco moldurado de ladrillo y toda la estructura estaba reforzada con vigas de madera de un pie cuadrado de sección y por lo menos cincuenta pies de largo; los pisos, de mezcla de conglomerado, se aguantaban también sobre vigas de un pie cuadrado de sección los más bajos, y sobre tablones los más altos; el amplio patio de luces recibía bastante carga, pero estaba reforzado con una serie de pilares de dos pies de grueso situados cada cinco pies a lo largo del perímetro, en los que se insertaban gruesas vigas de madera a la altura de cada piso.
Los nueve pisos de nueve pies de alto del inmueble representaba una altura bastante modesta -la mayoría de las insulae de la zona tenían de dos a cuatro pisos más-, pero ocupaban todo un pequeño triángulo en la intersección del Subura Minor con el Vicus Patricii. El vértice daba a ese cruce y los lados discurrían a lo largo del Subura Minor y del Vicus Patricii, mientras que la base la constituía la bocacalle que unía esas dos arterias.
La habían visto después de descartar muchas otras; Cota, Aurelia y el joven César se habían acostumbrado al paso diligente de un pequeño y elocuente vendedor de impecables orígenes romanos. ¡Nada de empleados libertos griegos en la agencia inmobiliaria de Torio Postumio!
– Observad el enlucido de las paredes, por dentro y por fuera -decía el agente-. No se ve una sola grieta, los cimientos son tan firmes como la presa de un avariento en su última barra de oro… Ocho tiendas, todas alquiladas a largo plazo, y ningún problema con los inquilinos ni con la renta… Dos viviendas en la planta baja con salones de recepción de doble altura… Dos viviendas en el primer piso y ocho viviendas por piso hasta el sexto… Doce viviendas en el séptimo y doce en el octavo; las tiendas tienen todas vivienda encima… En las de la planta baja hay espacio extra en falsos techos en los cubículos de dormir…
Y no paraba de encomiar las ventajas del inmueble, pero Aurelia, al cabo de un rato, dejó de escucharle y se puso a pensar. Que le aguantasen tío Marco y Cayo Julio. Era un mundo desconocido para ella, pero estaba decidida a dominarlo, y si eso implicaba un estilo de vida muy distinta, mejor.
Sí, claro, tenía sus temores, y no le apetecía tanto embarcarse en dos nuevos estilos de vida de la noche a la mañana, es decir, el nuevo estilo de vida del matrimonio y el de vivir en una insula, pero también estaba descubriendo en sí misma una audacia, nacida de una sensación de libertad demasiado incipiente para asimilarla plenamente. Su ignorancia de cualquier otro estilo de vida lehabía servido para evitar cualquier sentimiento de hastío o de frustración durante su infancia, que había sido una época muy atareada, dedicada a las distintas materias de formación. Pero ahora surgía el matrimonio, y se veía pensando qué sería de ella si no podía llenar su vida con tantos hijos como había tenido Cornelia, madre de los Gracos, y raro era el varón noble que quisiera más de dos hijos. Por naturaleza, Aurelia era activa, trabajadora; por nacimiento, se había visto coartada en su voluntad de hacer cosas, y ahora estaba a punto de convertirse en propietaria y en esposa, y era muy consciente de que con lo primero, al menos, se le presentaba una insólita oportunidad de trabajar. Y no un simple trabajo, sino una ocupación interesante y estimulante.
Miró en derredor con sus fulgurantes ojos y fue construyendo mentalmente un esquema, imaginándose cómo podría ser.
Las dos amplias viviendas de la planta baja diferían en tamaño, pues el propietario constructor del inmueble había puesto gran esmero en su propia vivienda. En comparación con la mansión Cota del Palatino, era muy pequeña; de hecho, la mansión de su tío era mayor que la planta baja entera de aquella insula, con sus tiendas y la taberna de la intersección.
Aunque en el comedor cabrían sólo las tres camillas habituales y el despacho era más pequeño que el de cualquier casa particular, los techos eran altos; el tabique entre ambos era más bien una divisoria que no llegaba al techo para que la luz y el aire del patio llegaran al comedor y al estudio que estaba detrás. El pequeño recibidor (no se le podía realmente llamar atrium) tenía un buen piso de cerámica y bonitas paredes con frescos, y las dos columnas del centro eran de madera maciza pintada imitando el mármol; el aire y la luz entraban a través de una gran reja de la fachada, entre una tienda y la escalera de los pisos superiores. Después del recibidor había tres cubículos de dormir, carentes de ventanas como era habitual, y otros dos después del despacho, uno de ellos más grande. Había un cuartito que ella podía dedicar a su sala de estar, y entre éste y el hueco de la escalera, un cuarto más pequeño que podría usar Cardixa. Pero lo mejor era que había un cuarto de baño y una letrina, pues, como el agente señaló con júbilo, la insula se hallaba sobre uno de los principales colectores de Roma y tenía suministro oficial de agua.
– Hay una letrina pública enfrente, en el Subura Minor, y los baños del Subura están al lado -dijo el agente inmobiliario-. Por el agua no hay problema. Estáis a una altura ideal: lo bastante bajo para recibir un buen caudal de los depósitos de las murallas y lo bastante alto para no temer las crecidas del Tíber; la toma de agua es mayor que las que hacen ahora, ¡y eso suponiendo que una casa nueva pueda conectarse a la red! Naturalmente, el propietario anterior se reservó el suministro de agua y el desagüe al colector, porque los inquilinos lo tienen resuelto a la puerta misma en el cruce y enfrente con las letrinas y los baños.
Aurelia le escuchaba sin perder palabra, porque le habían dicho que en su nuevo estilo de vida no dispondría de agua corriente y letrina; si algo la deprimía por el hecho de vivir en una insula era la circunstancia de no tener su propio cuarto de aseo y su retrete. Ninguno de los otros inmuebles que habían visto tenía agua ni letrina, pese a que algunos estaban en barrios mejores. Si antes no había sabido decidir si aquella insula era la mejor, ahora estaba segura.
– ¿Cuál es la renta que se percibe? -inquirió el joven César.
– Diez talentos al año; un cuarto de millón de sestercios.
– ¡Bien, bien! -dijo Cota, asintiendo con la cabeza.
– Los gastos de mantenimiento del edificio son mínimos porque su construcción es de primera calidad -dijo el agente-. Lo que, por otra parte, significa que siempre está alquilado al completo. Muchas de estas edificaciones se caen o se abarquillan como el corcho. ¡Esta no! Tiene dos fachadas y la tercera da a una bocacalle más ancha de lo habitual, lo que quiere decir que hay menos probabilidades de que se propague un incendio cercano. Sí, es un inmueble tan sólido como un barco de Granius. Puedo asegurarlo.
Como era absurdo circular por el Subura en una litera o una silla portátil, Cota y el joven César habían traído al par de galos como escolta suplementaria y ellos acompañaron a Aurelia a pie. No es que existiera gran peligro, porque era mediodía y todos los que llenaban las calles estaban más interesados en sus cosas que en molestar a la hermosa Aurelia.
– ¿Qué te ha parecido? -inquirió Cota conforme descendían la leve cuesta de Fauces Subura hasta el Argiletum y se disponían a cruzar el extremo inferior del Foro Romano.
– ¡Oh, sí, creo que es ideal! -contestó ella, volviéndose a mirar al joven César-. ¿Estáis de acuerdo, Cayo Julio?
– Sí, creo que nos convendrá -dijo él.
– Pues entonces, de acuerdo. Esta tarde cerraré el trato. Por noventa y cinco talentos es una buena compra, aunque no sea una ganga. Y os quedan cinco talentos para los muebles.
– No -dijo con firmeza el joven César-, de los muebles me encargo yo. No creáis que me falta dinero; mis tierras de Bovillae me dan una buena renta.
– Lo sé, Julio César -replicó Cota pacientemente-. ¿No recordáis que me lo dijisteis?
No lo recordaba. Aquellos días, en lo único que pensaba el joven César era en Aurelia.
Se casaron en abril, un día espléndido de primavera, con todos los auspicios favorables; incluso Cayo Julio César mejoró un poco.
Rutilia y Marcia lloraron; la una porque Aurelia era el primero de sus hijos que se casaba, y la otra porque era el último hijo el que se le casaba. Asistieron también Julia y Julilla, y Claudia, esposa de Sexto, pero no fue ningún marido. Mario y Sila seguían en Africa y Sexto César estaba reclutando tropas en Italia y no consiguió permiso del cónsul Cneo Malio Máximo.
Cota quiso alquilar una casa en el Palatino para que la pareja pasara el primer mes de casados.
– Primero habituaros a estar casados y luego acostumbraos a vivir en el Subura -dijo, preocupado por su única hija.
Pero la pareja se negó con firmeza, así que el recorrido del cortejo nupcial fue muy largo y la novia fue aclamada, por así decirlo, por todo el Subura. El joven César se alegró enormemente de que el velo cubriese el rostro de su amada y supo aguantar animoso las bromas obscenas, sonriente y saludando con inclinaciones de cabeza durante la marcha.
– Es nuestro nuevo vecindario y más vale que sepamos llevarnos bien con él -dijo-. No escuches.
– Yo más bien los disolvería -dijo Cota, que quería haber alquilado gladiadores de escolta; la abigarrada masa y el índice de criminalidad le asqueaban profundamente. Y no menos aquel lenguaje.
Cuando llegaron a la insula de Aurelia llevaban a la zaga una buena multitud, animada por la idea de que habría vino para todos y dispuesta a participar en la fiesta. Sin embargo, cuando el joven César abrió la puerta principal y cogió a su esposa en brazos para cruzar el umbral, Cota, Lucio Cota y los dos galos contuvieron a la multitud para que los recién casados pudieran entrar y cerrar la puerta a sus espaldas. Entre gritos de protesta, Cota se alejó del Vicus Patricii con la cabeza muy alta.
Dentro sólo estaba Cardixa; Aurelia había decidido emplear el dinero que le quedaba para comprar servidores, pero lo había dejado para después de la boda, porque quería hacerlo ella misma, sin tener que aguantar la presencia de su madre o de su suegra. El joven César también tenía que comprar criados -mayordomo, escanciador, secretario, empleado y un ayuda de cámara-, pero más necesitaba Aurelia: dos criadas para la limpieza, una lavandera, un cocinero y un pinche, dos doncellas y un forzudo. No era una vivienda enorme, pero bastaría.
Estaba oscureciendo, pero en el interior la penumbra era mayor aún, circunstancia que no habían imaginado en su anterior visita a plena luz del día. La luz que entraba por el patio central de los nueve pisos llegaba muy disminuida, igual que la procedente de la calle, bordeada por altos inmuebles. Cardixa había encendido las lámparas, pero eran insuficientes para iluminar los rincones; la criada se había retirado a su cuarto para dejar a solas a los recién casados.
El ruido fue lo que más sorprendió a Aurelia. Entraba por todas partes: de la calle, de la escalera a los pisos de arriba, del patio de luces… hasta el suelo parecía retumbar. Chillidos, maldiciones, golpes, conversaciones a voz en grito, altercados con vituperios, niños de pecho que lloraban, críos berreando, hombres y mujeres que tosían y escupían, una banda atronando con tambores y timbales, canciones, mugidos de bueyes, balidos de ovejas, mulas y asnos que rebuznaban, carros con infernal traqueteo y risotadas.
– ¡Oh, no podremos ni siquiera pensar! -dijo Aurelia conteniendo las lágrimas-. ¡Cayo Julio, cuánto lo siento! ¡No había pensado en el ruido!
El joven César era lo bastante inteligente y sensible para darse cuenta de que, en parte al menos, aquel arrebato de nervios se debía, más que al ruido, a la tensión provocada por la precipitación de los últimos días en los preparativos de la boda. El mismo la había sufrido, ¿cómo no iba a ser mayor en su mujercita?
– No te preocupes, ya nos acostumbraremos -replicó riendo-. Ya verás como dentro de un mes ni nos damos cuenta. Además, en el dormitorio no se oirá tanto -añadió, cogiéndola de la mano y notando que temblaba.
Desde luego, el cubículo dormitorio del paterfamilias, al que se accedía a través del despacho, era más tranquilo. Aunque era un cuarto totalmente oscuro y sin ventilación, de no dejar abierta la puerta del despacho, y, además, tenía un falso techo para guardar cósas.
El joven César dejó a Aurelia en el despacho y fue a por una lámpara al recibidor. Cogidos de la mano, entraron en el cubículo y se quedaron extasiados. Cardixa lo había llenado de flores, cubriendo el lecho con fragantes pétalos; junto a las paredes había dispuesto toda clase de floreros con rosas, hojas de vid y violetas, y en una mesa había un jarro de vino, otro de agua, dos copas de oro y una gran bandeja de pastelillos de miel.
Ninguno de los dos era tímido. Por ser romanos, estaban debidamente informados de las cuestiones sexuales, por discretos que fuesen. Todo romano que podía permitírselo prefería la intimidad para los asuntos del cuerpo, sobre todo si había que desnudarse, pero no eran personas inhibidas. Naturalmente, el joven César había tenido sus aventurillas, pero su rostro ocultaba su verdadero carácter, y, á juzgar por aquella cara, no se hubiese creído que, pese a sus dotes innegables, era fundamentalmente un hombre retraído, sin la fuerza y la resolución de los agresivos personajes políticos; un hombre en quien los demás podían confiar, pero más capaz de hacerlos progresar a ellos que de abrirse paso él.
La corazonada de Publio Rutilio Rufo había sido acertada: el joven César y Aurelia se compenetraban. El era tierno, considerado, respetuoso y amante cálido más que impetuoso; quizá si la pasión le hubiera consumido, se la habría contagiado a ella; pero ninguno de los dos lo sabría. Hicieron el amor con delicadas caricias, suaves besos y sin precipitarse. Les satisfacía y se sentían inspirados. Y Aurelia pudo decirse para sus adentros que seguramente se habría ganado la incondicional aprobación de Cornelia, madre de los Gracos, porque había cumplido su obligación exactamente como Cornelia, madre de los Gracos, debía haberla cumplido, con un placer y un gozo que garantizaban que el acto en sí jamás rigiese su vida ni dictara su comportamiento fuera del lecho conyugal, y también garantizaba el que nunca detestara aquel lecho matrimonial.
Durante el invierno que Quinto Servilio Cepio pasó en Narbo llorando su oro perdido, recibió una carta del joven abogado Marco Livio Druso, uno de los pretendientes más fervientes de Aurelia, y uno de los más decepcionados.
Tenía diecinueve años al morir mi padre el censor, quien me dejó en herencia no sólo sus bienes, sino también el cargo de paterfamilias. Quizá por suerte, la única carga molesta fuee mi hermana de trece años, por ser huérfana de padre y madre. En aquel entonces, mi madre Cornelia se ofreció a admitir a mi hermana en su casa, pero, naturalmente, yo me negué. Aunqqe no hubo divorcio, sé que conocéis la frialdad que existía entre mis padres y que llegó a su punto culminante cuando mi padre dispuso que mi hermano fuese adoptado. Mi madre siempre le quiso más que a mi y, al convertirse en Marco Emilio Lépido Liviano, alegó que era muy joven y fue a vivir con él en el nuevo hogar, en donde, efectivamente, encontró una clase de vida mucho más libre y licenciosa de la que habría tenido bajo el techo de mi padre. Os refresco la memoria en estas cosas por pundonor, pues considero mancillado mi honor por la conducta vil y egoísta de mi madre.
Me enorgullezco de haber criado a mi hermana Livia Drusa como corresponde a su alta posición. Tiene ahora dieciocho años y está en edad casadera. Igual que yo mismo, Quinto Servilio, con mis veinticinco años. Sé que existe la costumbre de aguardar hasta pasados los veinticinco años para casarse y sé que hay muchos que prefieren esperar hasta entrar en el Senado, pero yo no puedo. Soy el paterfamilias y el único Livio Druso varón que queda de mi generación. Mi hermano Mamerco Emilio Lépido Liviano ya no puede reclamar sus derechos al nombre de Livio Druso ni a heredar parte de la fortuna. Por consiguiente, me incumbe a mí el casarme y procrear, si bien al morir mi padre había decidido esperar hasta que mi hermana tuviese edad para casarse.
Era una carta tan rígida y formalista como su autor, pero Quinto Servilio Cepio no encontraba falta en ello; él había sido buen amigo del padre del joven, del mismo modo que lo eran su hijo y el joven.
Por consiguiente, Quinto Servilio, desearía, como cabeza de familia, proponeros una alianza matrimonial a vos, cabeza de vuestra familia. Por cierto, no he considerado oportuno hablar de este asunto con mi tío Publio Rutilio Rufo. Aunque nada tengo contra él como marido de mi tía Livia y padre de sus hijos, no creo tampoco que su sangre y su carácter tengan suficiente categoría como para que su consejo cuente. Por ejemplo, hace poco llegó a mis oídos que había convencido a Marco Aurelio Cota para que permitiese a su hijastra Aurelia elegir esposo por si misma. Difícil es imaginar actitud más antirromana. Y naturalmente, ella eligió a un guapo mozo llamado Julio César, un muchacho débil y pobre que nunca llegará a nada.
Ya estaba. Con eso ajustaba cuentas con Publio Rutilio Rufo. Al pobre Marco Livio Druso le habían dado calabazas, pero también habían herido su dignitas.
Al decidir esperar a mi hermana, pensé que evitaba a mi futura esposa la responsabilidad de acogerla en su casa y corresponder a su conducta. No veo virtud alguna en transmitir las tareas de uno a quienes no puede esperarse que las desempeñen con igual esmero.
Lo que os propongo, Quinto Servilio, es que consintáis en darme en matrimonio a vuestra hija, Servilia Cepionis, y permitáis que vuestro hijo Quinto Servilio se case con mi hermana Livia Drusa. Es una solución ideal para ambas familias. Nuestros lazos conyugales se remontan a muchas generaciones y tanto mi hermana como vuestra hija tienen dotes iguales, lo cual significa que no habrá dinero que cambie de manos, una ventaja en estos tiempos de escasez monetaria.
Os ruego me comuniquéis vuestra decisión.
En realidad no había nada que decidir; era el enlace que Quinto Servilio Cepio había soñado, pues la fortuna de los Livio Druso era inmensa, igual que su alcurnia.
Contestó inmediatamente:
Mi apreciado Marco Livio, estoy encantado. Tenéis mi permiso para hacer todos los preparativos.
Druso abordó el asunto con su amigo Cepio hijo, ansiando preparar el terreno antes de que llegase la carta que, indudablemente, Quinto Servilio Cepio dirigiría a su hijo; mejor que Cepio hijo viese su próximo matrimonio tan deseable como impuesto por una orden paterna.
– Me gustaría casarme con tu hermana -le dijo a Cepio hijo, algo más bruscamente de lo que había previsto.
Cepio hijo parpadeó sin contestar.
– Y me gustaría que tú te casases con mi hermana -añadió Druso.
Cepio hijo parpadeó sucesivamente, pero no contestó.
– Bien, ¿qué me dices? -inquirió Druso.
Finalmente, Cepio hijo centró su cerebro (que no era tan grande como su fortuna ni su alcurnia) y contestó:
– Tendré que pedírselo a mi padre.
– Ya lo he hecho yo-replicó Druso-. Y está encantado.
– ¡Ah! Pues bien -dijo Cepio hijo.
– ¡Quinto Servilio, quiero saber qué te parece a ti! -añadió Druso, exasperado.
– Bien, a mi hermana le gustas, así que no hay nada que objetar. Y a mí me gusta tu hermana, pero…
– ¿Pero qué? -inquirió Druso.
– No creo que yo le guste a ella.
Ahora fue Druso el que se quedó perplejo.
– ¡Bah, tonterías! ¿Cómo no vas a gustarle? ¡Eres mi mejor amigo! ¡Claro que le gustas! Es un arreglo ideal; así todos seguiremos juntos.
– Pues me encantará -añadió Cepio hijo.
– ¡Bien! -exclamó Druso-. Ya he hablado todo lo que hay que hablar en la carta que le escribí a tu padre. Por las dotes y todo lo demás. No hay de qué preocuparse.
– Muy bien -dijo Cepio hijo.
Estaban sentados en un banco, bajo una espléndida encina que había junto al estanque de Curcio, en la parte baja del Foro Romano; acababan de comer unas deliciosas empanadas sin levadura rellenas con una mezcla muy bien aderezada de lentejas con cerdo picado.
Druso se puso en pie, entregó la servilleta a su criado personal y aguardó a que le revisara la impoluta túnica por si tenía manchas de comida.
– ¿Adónde vas con tanta prisa? -inquirió Cepio hijo.
– A casa, a comunicar la noticia a mi hermana -contestó Druso-. ¿No crees que deberías ir a casa a decírselo a la tuya? -añadió enarcando una de sus puntiagudas cejas.
– Supongo… -contestó Cepio hijo, no muy seguro-. ¿Y por qué no se lo dices tú? A ella le gustas.
– ¡No, necio, tienes que decírselo tú! En este momento estás in loco parentis y es tu obligación, del mismo modo que me sucede a mí con Livia Drusa.
Tras lo cual, tomó Foro adelante hacia la escalinata de las Vestales.
Su hermana estaba en casa. ¿Dónde, si no? Como Druso era el cabeza de familia, y su madre -Cornelia- tenía prohibida la entrada, Livia Drusa no podía abandonar la casa un instante sin permiso de su hermano. Y no se atrevía a escapar un solo momento, porque a ojos de él estaba marcada por el oprobio de su madre y considerada una criatura débil y corruptible a la que no se podía consentir el menor desliz; él habría pensado lo peor de ella, aunque no hubiera hecho nada malo.
– Por favor, di a mi hermana que venga al despacho -dijo al mayordomo nada más entrar.
La casa tenía fama de ser la mejor de Roma y había sido concluida al morir Druso el censor. Por hallarse situada en el punto más alto del acantilado del Palatino, sobre el Foro Romano, la vista desde el balcón porticado de su último piso era magnífica. Junto a ella estaba el área Flacciana, el solar en que había estado edificada la casa de Marco Fulvio Flaco, y más allá se hallaba la cása de Quinto Lutacio Catulo César.
De auténtico estilo romano, incluso los muros contiguos al solar vacío eran sin ventanas. Una tapia alta con una fuerte puerta demadera y dos puertas para mercancías constituía la fachada al Clivus Victoriae, que era su parte trasera; la fachada delantera estaba del lado de la panorámica, con tres pisos y sobre pilares y firmemente cimentada en el borde del acantilado. El último piso, al mismo nivel que el Clivus Victoriae, era la vivienda de la familia; almacenes, cocinas y habitaciones de los criados se hallaban en el piso de abajo y no llegaban hasta el fondo de la construcción por la pendiente del acantilado.
Las puertas de entrada de mercancías daban directamente al jardín peristilo, que era tan espacioso que contaba con seis magníficos árboles de loto bien desarrollados e importados como pimpollos de Africa noventa años antes por Escipión el Africano, que había sido propietario del solar. Florecían todos los veranos, derramando una lluvia de pétalos rojos, anaranjados y amarillo fuerte -había dos de cada color- que duraban un mes y llenaban de aroma la casa; más adelante se llenaban de hojitas compuestas de color verde claro parecidas a helechos, y en invierno quedaban desnudos, permitiendo el paso de los rayos de sol al patio. Había un largo estanque poco profundo de mármol blanco con cuatro fuentes de bronce del gran Mirón en las esquinas, y estatuas de bronce de tamaño natural, también de Mirón y de Lisipo, dispuestas en su perímetro, representando sátiros y ninfas, Artemisa, Acteón, Dionisos y Orfeo. Eran todas de bronce pintado de sorprendente naturalismo, por lo que a primera vista parecía haber en el jardín una reunión de dioses.
Una columnata dórica rodeaba los laterales del peristilo y el lado opuesto al de la calle; eran columnas de madera pintada de amarillo, con base y capitel en vivos colores. El suelo de la columnata era de cerámica pulimentada y las paredes estaban pintadas en llamativos tonos verdes, azules y amarIllos, y en los espacios que marcaban las pilastras de cerámica roja colgaban pinturas de los mejores artistas: un niño con uvas de Zeuxis, una Locura de Ajar de Parrasio, desnudos masculinos de Timantes, un retrato de Alejandro Magno del gran Apeles y un caballo de este mismo artista, tan realista, que parecía pegado a la pared visto desde el extremo de la columnata.
El despacho daba al tramo de la columnata del lado de las grandes puertas de bronce, y el comedor, al lado opuesto. Tenía un atrium tan grande como la casa de César, iluminado por una abertura rectangular en el techo soportada por columnas en sus cuatro esquinas y los lados mayores del estanque. Las paredes estaban decoradas con realistas trampantojos simulando pilastras, pedestales y entablamentos, y los paneles entre ellas, decorados con cubos en blanco y negro, tan tridimensionales que parecían saltar de la pared, sobre un profuso fondo de motivos florales. Los colores eran fuertes, dominando el rojo, acompañado de azules, verdes y amarillos.
Los relicarios ancestrales con las máscaras de cera de los antepasados de los Livios Drusos estaban perfectamente conservados, por supuesto. Sobre unos pedestales pintados llamados hermas, porque su ornamentación eran falos, había bustos de antepasados, dioses, mujeres de la mitología y filósofos griegos, todos ellos de impresionante realismo pictórico. Bordeaban el impluvium estatuas de tamaño natural, pintadas y muy realistas, unas sobre pedestal de mármol y otras dispuestas simplemente en el suelo. Pendían grandes lámparas de plata y oro del ornamentado y profundo techo de escayola (estaba pintado simulando un cielo estrellado entre filas de flores de escayola dorada) y había otras de pie de más de dos metros, sobre un suelo de mosaico policromo representando una orgía de Baco con las bacantes, bailando, bebiendo, dando de comer a los ciervos y enseñando a beber a los leones.
Druso no advertía aquella magnificencia porque estaba acostumbrado a ella y no le impresionaba; habían sido su padre y su abuelo los que se interesaban con un gusto ejemplar por las obras de arte.
El mayordomo encontró a la hermana de Druso en el porche que daba al atrium. Livia Drusa siempre estaba más sola que la una. La casa era tan grande que ni siquiera tenía la excusa de necesitar pasear por la calle, y cuando le apetecía comprar, su hermano hacía venir a varios tenderos y vendedores que desplegaban sus productos en los espacios de la columnata y luego el mayordomo pagaba todo lo que ella había elegido. Mientras que las dos Julias habían recorrido las zonas más respetables de Roma bajo el ojo vigilante de su madre o de sirvientes de confianza, Aurelia visitaba constantemente a parientes y amigas de la escuela y las Clitumnas y Nicopolis romanas llevaban una vida tan libre que hasta comían recostadas, Livia Drusa vivía en un absoluto enclaustramiento, prisionera de una riqueza y un lujo tan excelsos que no se le permitía el menor desliz; era, igualmente, la víctima de la fuga de aquella madre que había optado por vivir su vida.
Livia Drusa tenía diez años cuando su madre -una Cornelia de los Escipiones- había abandonado la casa familiar de los Livios Drusos. La niña había quedado al cuidado de un padre indiferente, que prefería pasar el día paseando por la columnata mirando sus obras de arte, y de una serie de criadas y tutores demasiado impresionados por el poder de los Livios Drusos para hacer amistad con ella; a su hermano mayor, que por entonces tenía trece años, apenas lo veía. Tres años después de que su madre dejase la casa con su hermano menor Mamerco Emilio Lépido Liviano, como ahora se le llamaba, se habían trasladado de la vieja casa a este vasto mausoleo; y allí se encontraba perdida, era un pequeño átomo que se desplazaba sin objeto por aquellos espacios infinitos, privada de cariño, conversación, compañía y cosas que ver. La muerte de su padre, casi inmediatamente después del traslado, no había cambiado para nada su situación.
Tan poco acostumbrada estaba a la risa, que cuando a veces le llegaba desde las atestadas celdillas sin ventilación de los sirvientes en el piso de abajo, no sabía qué era y a qué se debía. El único mundo al que había entregado sus afectos era el de los rollos de libros, ya que nadie le impedía leer y escribir y era algo que hacía sin trabas a diario, emocionándose con la cólera de Aquiles y las hazañas de griegos y troyanos, los relatos de héroes, de monstruos, de dioses y mujeres mortales, por los que aquéllos parecían suspirar cual si fuesen más deseables que las inmortales. Por la época en que tuvo que superar ella sola la sorpresa de las manifestaciones físicas de la pubertad, pues no tenía a nadie que le explicase a qué se debían ni lo que había que hacer, su naturaleza ávida y apasionada descubrió la belleza de la poesía amorosa. Además de saber el griego tan bien como el latín, descubrió a Alcmán, inventor (o eso se decía) del poema de amor, y luego leyó los cantos a doncellas de Píndaro, a Safo y a Asclepíades. El anciano Sosio del Argiletum, que a veces hacía paquetes con todo lo que tenía en la tienda y los mandaba a casa de Druso, no tenía idea de quién era el lector, imaginándose que era el propio Druso. Así, poco después de que Livia Drusa cumpliese diecisiete años, comenzó a enviarle libros del nuevo poeta Meleagro, un autor muy vitalista y muy inclinado a los temas eróticos y amorosos. Más fascinada que reacia, Livia Drusa descubrió la literatura erótica y gracias a Meleagro despertó, por fin, sexualmente.
Y eso no le hizo ningún bien, porque no salía ni veía a nadie. En aquella casa habría sido impensable tener escarceos con algún esclavo o que un esclavo hubiese hecho insinuaciones a Livia Drusa. A veces veía a los amigos de su hermano Druso, pero sólo de pasada; salvo en el caso de su mejor amigo, Cepio hijo. Y a Cepio hijo, corto de piernas, con granos en la cara y nada exótico, ella lo comparaba con los bufones de las comedias de Menandro o con el repugnante Tersites a quien Aquiles deformó de un manotazo cuando le acusó de haber fornicado con el cadáver de Pentesilea, la reina de las amazonas.
Y no es que Cepio hijo hiciera cosas que la obligasen a recordar a los bufones o a Tersites, sino que su febril imaginación había atribuido a esos personajes el rostro de Cepio hijo. Su héroe de la antigüedad preferido era el rey Odiseo (pensaba en él en griego y por eso le daba el nombre en griego), pues le gustaba el habilísimo modo en que solucionaba los dilemas de los demás, y para ella aquel galanteo a la esposa, y luego el luto que ella le había guardado veinte años frente a sus pretendientes en espera de su regreso, era la historia de amor homérica más romántica y emocionante. Y a Odiseo se lo representaba con el rostro del joven que ella había visto un par de veces en el porche de la casa que había debajo de la de Druso. Es decir, la de Cneo Domicio Ahenobarbo, que tenía dos hijos; pero ninguno de ellos era el joven que ella había visto, porque a ellos sí los había conocido de pasada una vez que habían acudido a visitar a su hermano.
Odiseo tenía el pelo rojo y era zurdo (aunque si hubiera leído con más cuidado habría descubierto que tenía las piernas demasiado cortas en relación con el tronco, y habría perdido su entusiasmo por él, ya que las piernas cortas era lo que más detestaba Livia Drusa), igual que el extraño joven que había visto en el porche de Domicio Ahenobarbo. Era muy alto, de anchos hombros, y la toga le caía de un modo que daba a entender que el resto del cuerpo era esbelto y fuerte. Su rojo cabello brillaba al sol y tenía una cabeza altiva de largo cuello, la cabeza de un rey como Odiseo. Incluso desde tan lejos como le había visto, era evidente su nariz aguileña, aunque no había podido distinguir nada más del rostro; a pesar de ello estaba segura de que tendría los ojos grandes y de color gris claro, como los del rey Odiseo de Itaca.
Así que, cuando leyó los abrasadores poemas de amor de Meleagro, se vio en el papel de la muchacha o del joven seducidos por el poeta, y el poeta era inexorablemente el joven de la casa de Ahenobarbo. Si acaso Livia Drusa pensaba en Cepio hijo, era con una mueca de asco.
– Livia Drusa, Marco Livio quiere veros ahora mismo en su despacho -dijo el mayordomo, interrumpiendo su sueño, que consistía en permanecer lo que fuese necesario en el porche abalconado para ver aparecer al joven pelirrojo en la casa que estaba a unos diez metros más abajo.
Naturalmente, la convocatoria la sacó de su abstracción y tuvo que seguir al mayordomo al piso de abajo.
Druso estaba en el escritorio leyendo, pero levantó la vista nada mas entrar su hermana, con gesto tranquilo, indulgente, más que de distanciado interés.
– Siéntate -dijo, señalándole una silla enfrente del escritorio.
Livia Drusa tomó asiento con igual calma e igual seriedad que su hermano, a quien raramente había oído reír y muy pocas veces veía sonreír. Lo mismo que él habría podido decir de ella.
Con cierta alarma, Livia Drusa notó que la observaba con más detenimiento de lo habitual. Su interés era una tarea por poderes, una inspección que efectuaba por cuenta de Cepio hijo. Pero, naturalmente, ella no podía saberlo.
Sí, era muy bonita, se dijo; y aunque fuese de baja estatura, al menos no sufría la tara familiar de las piernas cortas. Tenía muy buena silueta, con pechos llenos y altos, cintura estrecha y caderas redondas; manos y pies eran delicados y pequeños -señal de hermosura- y no Se mordía las uñas, sino que las llevaba bien cuidadas. Tenía una barbilla espigada, frente amplia y nariz bastante larga y un tanto aquilina. En cuanto a boca y ojos, cumplía todos los requisitos de la auténtica hermosura, pues tenía unos ojos grandes y bien abiertos y una boca pequeña en forma de capullo de rosa. El cabello, espeso y bien peinado, era negro, igual que los ojos, las cejas y las pestañas.
Sí, Livia Drusa era bonita. Aunque, claro, no era una Aurelia, pensó con una penosa contracción de su corazón al simple recuerdo de su adorada. ¡Con qué premura había escrito a Quinto Servilio nada más enterarse del inminente matrimonio de Aurelia! Pues tanto mejor. No había nada malo en los Aurelios, pero ni en riqueza ni en categoría social podían compararse con los Servilios patricios. Además, siempre le había gustado la joven Servilia Cepionis, y no tenía reparos en hacerla su esposa.
– Querida, te he encontrado esposo -dijo sin preámbulos, muy contento por su decisión.
La noticia era un sobresalto para ella, pero supo mantenerse lo bastante impasible; luego se humedeció los labios y preguntó:
– ¿Quién, Marco Livio?
– ¡Un muchacho inmejorable y muy buen amigo! -respondió él, entusiasmado-. Quinto Servilio hijo.
Su rostro se contrajo en un gesto de auténtico horror y abrió los labios para hablar sin poder hacerlo.
– ¿Qué sucede? -inquirió el hermano, sorprendido.
– No puedo casarme con él -musitó Livia Drusa.
– ¿Por qué?
– ¡Es repulsivo… repugnante!
– ¡No seas absurda!
Livia Drusa comenzó a mover la cabeza con enérgica vehemencia.
– ¡No me casaré con él, no lo haré!
Una siniestra idea acudió a la mente de Druso, pensando en su madre; se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y se plantó ante su hermana.
– ¿Has estado viéndote con alguno?
Livia Drusa dejó de mover la cabeza y alzó la vista, ofendida.
– ¿Yo? ¿Cómo voy a conocer a nadie, encerrada en esta casa toda mi vida? ¡Los únicos hombres que he visto son los que traes tú, y ni siquiera tengo ocasión de hablar con ellos! ¡Si los invitas a cenar y a mí no me dejas sentarme a la mesa… Sólo en las ocasiones en que viene a cenar ese horrible Quinto Servilio hijo!
– ¡Cómo te atreves! -replicó él montando en cólera; no le cabía en la cabeza que alguien juzgase a su mejor amigo de forma distinta a la suya.
– ¡No me casaré con él! -gritó ella-. ¡Antes la muerte!
– Ve a tu habitación -dijo él, impertérrito.
Ella se puso en pie y se dirigió a la puerta que daba a la columnata.
– No a tu sala de estar, Livia Drusa; a tu dormitorio. Y no salgas hasta que entres en razón.
Ella le dirigió una mirada de ira, pero dio media vuelta y salió por la puerta del atrium.
Druso permaneció junto a la silla en la que había estado sentada su hermana, procurando dominar su indignación. ¡Qué absurdo! ¡Cómo se atrevía a rebelarse!
Al cabo de un rato logró dominar su genio y coger por los cuernos aquella irritación, aunque sin saber qué hacer con ella. En toda su vida nadie le había llevado la contraria; nadie le había puesto en una situación en la cual le resultara imposible ver una salida lógica. Acostumbrado a que le obedeciesen y a ser tratado con una deferencia y un respeto poco frecuentes para una persona tan joven como él, no sabía qué hacer. De haber conocido mejor a su hermana -y no tenía más remedio que admitir que no la conocía en absoluto-, si viviera su padre… si su madre… ¡Vaya apuro! ¿Qué haría?
Doblegarla un poco, se dijo. Y mandó venir al mayordomo.
– La señora Livia Drusa me ha ofendido -dijo con admirable calma y sin mostrar ira-, y le he ordenado que no salga de su dormitorio. Hasta que puedas ponerle cerrojo, ten a alguien de guardia constante en la puerta. Envíale una mujer a quien no conozca para que la atienda y bajo ningún concepto la dejes salir del cuarto. cEstá claro?
– Perfectamente, Marco Livio -respondió el mayordomo, impasible.
Y así comenzó la pugna. Livia Drusa quedó confinada en una prisión más reducida de lo que ella estaba acostumbrada, aunque no tan oscura y sin ventilación como la mayoría de las celdas de dormir, porque estaba pared por medio del porche y tenía una reja cerca del techo. Pero no dejaba de ser una sombría prisión. Cuando pidió libros para leer y papel para escribir, descubrió lo siniestra que era porque se lo negaron. Cuatro paredes que configuraban un espacio cuadrado de dos metros y medio de lado, con una cama, un orinal y comidas monótonas e insípidas que le traía en una bandeja una mujer desconocida: ésa fue la suerte de Livia Drusa.
Mientras tanto, Druso no tuvo más remedio que ocultar a su mejor amigo la actitud de su hermana y no perder un solo minuto. Después de ordenar el encierro de su hermana, volvió a revestirse de la toga y se dirigió a la cercana casa de Cepio hijo.
– ¡Ah, bien! -dijo Cepio hijo, sonriendo como un bendito.
– He creído conveniente volver a hablar contigo -dijo Druso, sin mostrar intención de sentarse y sin tener idea de lo que iba a hablar con él.
– Bien, antes ve a ver a mi hermana, Marco Livio, ¿te parece? Está deseando verte.
Al menos eso era buena señal; habría recibido la noticia del compromiso, si no con alegría, sí con ecuanimidad, pensó el desilusionado Druso.
Estaba en la sala de estar, y no cabía duda de que había aceptado bien la propuesta, porque se puso en pie de un salto nada más entrar él y se le echó al pecho, para su gran disgusto.
– ¡Oh, Marco Livio! -exclamó, alzando los ojos hacia él con ávida adoración.
¿Por qué no le habría mirado Aurelia así? Pero desechó resueltamente aquella reflexión y dirigió una sonrisa a la estremecida Servilia Cepionis. No era una beldad y tenía las piernas cortas de su familia, pero al menos se había librado de la congénita tendencia a los granos -igual que su hermana Livia- y tenía unos ojos preciosos, de dulce y tierna expresión, bastante grandes, oscuros y brillantes. Aunque no la amaba, pensaba que con el tiempo llegaría a quererla, y siempre le había gustado.
Le dio, pues, un beso en la boca, al que, para su sorpresa, ella correspondió cumplidamente, y estuvo un rato charlando con ella.
– ¿Y vuestra hermana, Livia Drusa, está contenta? -preguntó Servilia Cepionis cuando él se disponía a dejarla.
– Muy contenta -respondió Druso, hierático-. Desgraciadamente no se encuentra bien en este momento -añadió.
– ¡Oh, qué lástima! Bien, decidle que cuando se encuentre en condiciones de recibir visitas pasaré a verla. Vamos a ser doblemente cuñadas, pero prefiero que seamos amigas.
– Gracias -contestó él con una sonrisa.
Cepio hijo aguardaba impaciente en el despacho de su padre, que él utilizaba ahora que su progenitor se hallaba ausente.
– Estoy encantado -dijo Druso, tomando asiento-. A tu hermana le complace la unión.
– Ya te dije que le gustabas -replicó Cepio hijo-. ¿Y cómo ha recibido Livia Drusa la noticia?
– Encantada -contestó Druso, decidido ya a mentir descaradamente-. Desgraciadamente la he encontrado en cama con fiebre. Ya había venido el médico y está algo preocupado. Parece ser que hay complicaciones y teme que pueda ser algo contagioso.
– ¡Por los dioses! -exclamó Cepio hijo, palideciendo.
– Ya veremos -dijo Druso para tranquilizarle-. ¿Te gusta mucho mi hermana, verdad, Quinto Servilio?
– Mi padre dice que es el mejor partido a que puedo aspirar, que he tenido muy buen gusto. ¿Tú le has dicho a ella que me gusta?
– Sí -siguió mintiendo Druso-. Es una cosa evidente desde hace ya un par de años.
– Hoy ha habido carta de mi padre; ya estaba en casa cuando yo volví. Dice que Livia Drusa es tan rica como noble y que a él también le complace -dijo Cepio hijo.
– Bien, en cuanto se encuentre mejor, cenaremos juntos y hablaremos de la boda. A primeros de mayo, ¿no? Antes de la época de mala suerte -dijo Druso poniéndose en pie-. No puedo quedarme, Quinto Servilio; tengo que volver a casa a ver cómo sigue mi hermana.
Tanto Cepio hijo como Druso habían sido elegidos tribunos militares y tenían que ir a la Galia Ulterior con Cneo Malio Máximo, pero la alcurnia, la riqueza y la influencia política mandaban, y mientras que el relativamente modesto Sexto César ni siquiera conseguía permiso de sus tareas de reclutamiento para asistir a la boda de su hermano, a Cepio y a Druso aún no los habían obligado a incorporarse a su destino. Evidentemente, Druso no preveía dificultad alguna en organizar un doble enlace para primeros de mayo, pese a que por entonces los dos novios habrian debido estar cumpliendo sus deberes militares, y aun cuando el ejército estuviera camino de la Galia, siempre podían alcanzarlo.
Dictó órdenes a toda la servidumbre para el caso de que viniesen Cepio hijo o su hermana preguntando por el estado de Livia, y redujo la dieta de ésta a pan ácimo y agua. Durante cinco días la dejó totalmente sola y luego mandó traerla al despacho.
Livia Drusa entró parpadeando por la falta de costumbre a la luz, con paso inseguro y mal peinada. Se le notaba en los ojos que no había dormido, pero su hermano no vio en ellos signos de haber llorado. Le temblaban las manos y la boca y tenía el labio inferior en carne viva.
– Siéntate -dijo Druso, muy escueto.
La muchacha se sentó.
– ¿Qué piensas respecto a casarte con Quinto Servilio?
Todo su cuerpo comenzó a temblar y el poco color que animaba su tez desapareció.
– No quiero -respondió.
– Su hermano se inclinó hacia adelante, juntando las manos.
– Livia Drusa, soy el cabeza de familia y tengo dominio absoluto sobre tu vida. Incluso, derecho absoluto sobre tu muerte. Pero sucede que te quiero mucho, y no me gusta hacerte daño, y me apena verte sufrir. Y ahora tú sufres y yo estoy apenado. Pero somos romanos y eso para mí lo es todo. Para mí significa más de lo que tú significas. ¡Más de lo que significa nadie! Lamento muchísimo que no te guste mi amigo Quinto Servilio, ¡pero vas a casarte con él! Es tu deber como romana obedecerme, como bien sabes. Quinto Servilio es el esposo que tenía pensado nuestro padre para ti, del mismo modo que su padre tenía previsto que Servilia Cepionis fuese mi esposa. Hubo una época en que pensé en elegir yo mismo esposa, pero los acontecimientos han venido a demostrar que mi padre, su espíritu se halle en paz, era más prudente que yo. Aparte de eso, tenemos el inconveniente de una madre que no supo responder al ideal de mujer romana. Gracias a ella, la responsabilidad que te incumbe es mucho mayor. Nada de lo que digas o hagas debe dar lugar a que nadie piense que tú también arrastras esa tara.
Livia Drusa lanzó un profundo suspiro y, más temblorosa aún, volvió a decir:
– ¡No quiero!
– Querer no viene aquí al caso -replicó Druso, imperturbable-. ¿Quién te crees que eres, Livia Drusa, para anteponer tus querencias personales al honor y a la posición de tu familia? Tienes que hacerte a la idea de que te casarás con Quinto Servilio y con nadie más. Si insistes en esta rebeldía, no te casarás con nadie. De hecho, no volverás a salir de tu dormitorio en el resto de tus días. Allí estarás, día tras día, sin compañía ni asueto, para siempre -añadió mirando impasible a su hermana con dos ojos cual negras piedras-. Y lo digo en serio, hermana. Ni libros, ni papel, sólo pan y agua, nada de baño, ni espejo ni criadas; nada de ropa limpia, ni ropa de cama, ni brasero en invierno, ni mantas de más, ni zapatos, ni chanclas, ni cinturones, ni ceñidores, ni cintas de ninguna clase, ni tijeras para cortarte las uñas y el pelo, ni cuchillos para suicidarte; y si intentas morir de hambre, haré que te hagan tragar la comida a la fuerza.
Dio un chasquido con los dedos, que hizo entrar al mayordomo con una presteza tal que daba a entender que había estado escuchando tras la puerta.
– Lleva a mi hermana a su dormitorio, y traémela mañana al amanecer, antes de que entren los clientes.
El mayordomo tuvo que ayudarla a ponerse en pie tomándola del brazo para sacarla del despacho.
– Mañana espero la contestación -añadió Druso.
El mayordomo no dijo palabra mientras la conducía a través del atrium; con firmeza, pero sin brusquedad, la hizo entrar en el dormitorio, cerró la puerta y echó el cerrojo que Druso le había ordenado poner.
Estaba oscureciendo; Livia Drusa sabía que no quedaban más de dos horas para que se hiciera totalmente de noche y la negrura más absoluta la envolviera durante la larga noche invernal. Hasta entonces no había llorado. Un fuerte sentimiento de tener la razón se unía a la profunda indignación que la había mantenido firme durante los tres primeros días con sus noches; después se había consolado pensando en la desgracia de las heroínas que conocía por sus lecturas: Penélope, con su espera de veinte años, era la primera de la lista, por supuesto, pero también a Dánae la había encerrado su padre en el dormitorio y a Ariadna la había abandónado Teseo en la playa de Naxos… En todos los casos había sido para bien: Odiseo había regresado a casa, había nacido Perseo y a Ariadna la había rescatado un dios…
Pero con las palabras de su hermano aún retumbándole en los oídos, Livia Drusa comenzó a comprender la diferencia entre la literatura y la vida real. La buena literatura nunca había tenido por objeto ser un ejemplo o un eco de la vida real, sino que estaba hecha para abstraer al lector momentáneamente de la vida, liberando su mente de consideraciones para posibilitar su solaz con el glorioso lenguaje de vívidas composiciones de palabras en forma de ideas imaginarias o fantasiosas. Al menos Penélope había gozado de la libertad de su palacio y de la compañía de su hijo; Dánae había recibido deslumbrada la lluvia de oro y Ariadna lo único que había sufrido era el alfilerazo del rechazo de Teseo antes de que la esposase alguien mucho más grande que él. Pero en la vida real, a Penélope la habrian violado, obligándola a casarse por la fuerza y asesinando a su hijo, y Odiseo nunca habría regresado a casa; Dánae y su hijo habrian flotado en el arcón hasta que el mar se lo hubiera tragado y Ariadna se habría quedado encinta de Teseo, muriendo, abandonada, de sobreparto…
¿Se aparecería Zeus en una lluvia de oro para librar de su prisión a una Livia Drusa en la Roma moderna? ¿O cruzaría por aquel cuartucho oscuro Dionisos en su carro tirado por leopardos? ¿Tensaría Odiseo su enorme arco y mataría a su hermano y a Cepio hijo con la misma flecha? ¡No! ¡Claro que no! Todos aquellos personajes habían vivido hacía más de mil años… si es que habían existido fuera de las inmortales palabras de los poetas.
¿Era ése el sentido de la inmortalidad, cobrar vida en unas líneas indelebles del poeta en vez de animar para siempre a la carne?
Se había aferrado de algún modo a la idea de que su héroe pelirrojo del balcón de Ahenobarbo, diez metros más abajo, se enteraría de su aflicción, rompería la reja de su celda y la llevaría a vivir a una isla encantada en medio de un mar oscuro como el vino. Y lo había soñado mentalmente en las horribles horas tan alto como Odiseo, inteligente, ingenioso, fantásticamente valiente. ¡Qué despreciable obstáculo sería para él la casa de Marco Livio Druso cuando supiera que allí estaba ella cautiva!
Pero aquella noche era distinto. Aquella noche era el principio real de una prisión que no tenía final feliz ni liberación milagrosa. ¿Quién sabía que estaba encerrada, salvo su hermano y los criados? ¿Y quién de los criados iba a osar contravenir las órdenes de su hermano o apiadarse de ella enfrentándose a su furor? No es que fuese un hombre cruel, bien lo sabía, pero estaba acostumbrado a que le obedeciesen y, ella, su hermana, era tan suya como el último de los esclavos o los perros que tenía en el pabellón de caza de Umbría. Su palabra era ley y sus deseos órdenes. Lo que ella quisiera no tenía validez y, por lo tanto, no existía más que en su propia imaginación.
Sintió un picor bajo el ojo izquierdo y luego un chorretón caliente y acre por la mejilla. Algo goteó en el dorso de su mano. Sintió picor en el ojo derecho y otro reguero en la mejilla derecha; el gotear aumentaba, era como una lluvia de verano que empieza y arrecia. Livia Drusa estaba llorando porque tenía el corazón destrozado; se balanceaba de adelante atrás, se enjugaba la cara, sus ojos bañados en lágrimas y la nariz húmeda. Y no cesaba de llorar, profundamente acongojada. Estuvo llorando horas en un estigio océano de dolor, prisionera de la voluntad de su hermano y de su propia rebeldía a doblegarse a ella.
Pero cuando el mayordomo fue a abrir la puerta, introduciendo el deslumbrante fulgor de la lámpara en el frío y fétido dormitorio, estaba sentada en el borde de la cama con los ojos secos y apaciguada. Se puso en pie y salió del cuarto delante de él, cruzando el vasto y lujoso atrium hasta el despacho de su hermano.
– ¿Y bien? -inquirió Druso.
– Me desposaré con Quinto Servilio -contestó ella.
– Muy bien; pero te exijo algo más, Livia Drusa.
– Te complaceré en todo lo que quieras, Marco Livio -dijo ella, imperturbable.
– Bien -dijo él, dando un chasquido con los dedos, e inmediatamente acudió el mayordomo-. Que lleven vino con miel y pastelillos a la sala de estar del ama Livia Drusa y que su doncella le prepare el baño.
– Gracias -dijo ella, lacónica.
– Es un placer hacerte feliz, Livia Drusa, siempre que te comportes como una buena romana y hagas lo que debes. Espero que te muestres con Quinto Servilio como cualquier joven a quien alegra el matrimonio. Le dirás que te complace y le tratarás con absoluta deferencia, respeto, interés y dedicación. En ningún momento, ni siquiera en la intimidad del dormitorio cuando estéis casados, le darás el más minimo indicio de que no es el marido que deseas. ¿Comprendes? -inquirió con severidad.
– Comprendo, Marco Livio -respondió ella.
– Ven conmigo.
La condujo al atrium, en cuyo rectángulo cenital comenzaba a clarear la luz perlada, más pura que la de las lámparas y más débil pero más luminosa. En la pared había un pequeño altar a los dioses del hogar, los Lares y los Penates, flanqueados por unas preciosas miniaturas de templos que albergaban las imágenes de los hombres famosos de la familia, desde su difunto padre el censor hasta los primeros antepasados. Y allí, Marco Livio Druso le hizo prestar el terrible juramento a los terribles dioses romanos, carentes de imagen y mitología, de humanidad, simples personificaciones de cualidades mentales y no divinidades con figura de seres reales; y para no incurrir en su desagrado, Livia Drusa juró ser una amante esposa de Quinto Servilio Cepio hijo.
Después la dejó marchar a su sala de estar, en donde la esperaban el vino con miel y los pastelillos. Livia Drusa dio unos sorbos de vino e inmediatamente se sintió mejor, pero su garganta rechazaba la simple idea de deglutir un solo pastelillo; los dejó a un lado, sonriendo a la doncella, y se levantó.
– Voy a bañarme -dijo.
Aquella tarde, Quinto Servilio Cepio y su hermana, Servilia Cepionis, acudieron a cenar con Marco Livio Druso y su hermana Livia Drusa, en amigable cuarteto con planes matrimoniales. Livia Drusa actuó en conformidad con su juramento, dando gracias por no ser de familia muy risueña, por lo que a nadie extrañó que permaneciese en solemne actitud, pues fue lo que todos hicieron. Con voz queda y mostrando interés, conversó con Cepio, mientras su hermano se dedicaba a atender a Servilia Cepionis, por lo que poco a poco fueron cediendo los temores de Cepio hijo. ¿Por qué habría pensado él que no le gustaba a Livia Drusa? Estaría macilenta a causa de su enfermedad, pero no cabía duda del amable entusiasmo con que acogía los magistrales planes de su hermano para celebrar una doble boda a primeros de mayo, antes de que Cneo Malio Máximo iniciara el paso de los Alpes.
Antes de la época de mala suerte. Aunque para mí todas son épocas de mala suerte, pensó Livia Drusa. Pero no dijo nada.
Hemos tenido un invierno inquietante y una primavera en la que ha imperado el pánico, escribió Publio Rutilio Rufo a Cayo Mario, en junio, antes de que llegase a Roma la noticia de la captura de Yugurta y del fin de la guerra de Africa. Los germanos por fin se han puesto en movimiento y han penetrado al sur de nuestra provincia por el curso del río Rhodanus. Se han estado recibiendo cartas urgentes de nuestros aliados galos y eduos desde finales del año pasado diciendo que sus indeseados huéspedes, los germanos, iban a ponerse en marcha. Luego, en abril, llegó la primera delegación edua a decirnos que los germanos habían limpiado los graneros de eduos y ambarres para cargar sus carros. Sin embargo, habían dicho que se dirigían a Hispania, y los del Senado, que creen más prudente quitar importancia a la amenaza germana, difundieron en seguida la noticia.
Suerte que Escauro no es de éstos, ni tampoco Cneo Domicio Ahenobarbo. Así que, poco después de que Cneo Malí o y yo iniciásemos el consulado, hubo una numerosa facción que nos instó a reclutar un nuevo ejército para caso de urgencia y a Cneo Malio se le encomendó reunir seis legiones.
Rutilio Rufo se puso tenso, como para defenderse de una invectiva de Mario, y sonrió entristecido.
Sí, ya sé, ya sé. No te enfades, Cayo Mario, y déjame exponerte la situación antes de que empieces a pisotearme la cabeza, ¡y no me refiero a esa masa de hueso y carne de encima de los hombros! Sé que por derecho me habría correspondido reclutar y mandar ese ejército, lo sé muy bien. Soy el primer cónsul, tengo una larga y fructífera carrera militar y hasta cierto grado de fama porque por fin se ha publicado mi manual bélico. Mientras que mi colega Cneo Malio casi no tiene experiencia.
¡Pues todo es culpa tuya! Mi relación contigo es bien sabida y creo que tus enemigos en la cámara antes prefieren que Roma perezca en un aluvión de germanos que satisfacerte a ti y a los tuyos en modo alguno. Así que, Metelo el Meneítos, el Numídico, se puso en pie y efectuó un magnífico discurso diciendo que yo era demasiado viejo para mandar un ejército y que se sacaría mayor provecho de mis innegables talentos dejándome el gobierno de Roma. Le siguieron como borregos que van tras el que los lleva al matadero y aprobaron los decretos al efecto. ¿Por qué no me enfrenté a ellos?, te oigo decir. ¡Oh, Cayo Mario, yo no soy como tú! Yo no tengo ese arranque de odio destructor que tú sientes por ellos ni tu fenomenal energía. Así que me he contentado con insistir en que a Cneo Malio se le den unos legados veteranos aptos y con experiencia, y al menos esto se ha hecho. Tiene a Marco Aurelio Escauro de ayudante: sí, he dicho Aurelio, no Emilio, pues lo único que tiene en común con nuestro amigo de la cámara es el cognomen. No obstante, sospecho que su capacidad militar es mucho mayor que la del famoso Escauro. ¡Eso espero para bien de Roma y de Cneo Malio!
En definitiva, Cneo Malio lo ha hecho bastante bien. Optó por reclutar entre el censo por cabezas y puso como ejemplo tu ejército africano como prueba de la efectividad de los proletarios. A finales de abril, cuando llegaron las noticias de que los germanos se dirigirían hacia el sur, penetrando en nuestra provincia, Cneo Malio disponía ya de seis legiones, todas de romanos o de proletarios latinos. Pero luego llegó la delegación de los eduos, y por primera vez el Senado dispone de un cálculo seguro del número de germanos que componen esta migración. Hemos sabido, por cierto, que los germanos que mataron a Lucio Casio en Aquitania, y cuyo número creíamos que totalizaba un cuarto de millón, eran en realidad tres veces menos. Así que, según los eduos, unos ochocientos mil germanos, entre guerreros, mujeres y niños, se dirigen actualmente hacia la costa de la Galia y el mar Mediterráneo. Es increíble, ¿verdad?
La cámara autorizó a Cneo Malio a reclutar otras cuatro legiones para que su ejército tenga un total de diez legiones y cinco mil soldados de caballería. Por entonces ya se había difundido por toda Italia la noticia de la llegada de los germanos, pese a los esfuerzos del Senado por calmar los ánimos. Estamos muy preocupados, sobre todo porque hasta la fecha no los hemos vencido en ningún combate. Desde tiempos de Carbo todo han sido derrotas. Y hay quienes dicen ahora, sobre todo entre la gente ordinaria, que nuestro famoso refrán de que seis buenas legiones romanas vencen a un cuarto de millón de bárbaros indisciplinados es pura merda. Ya te digo, Cayo Mario, toda Italia está atemorizada. Y yo no se lo reprocho.
Supongo que, debido al temor generalizado, varios aliados itálicos han cambiado su política de los últimos años y han aportado voluntariamente tropas al ejército de Cneo Malio. Los samnitas han enviado una legión de infantería con armamento ligero y los marsos han aportado una magnífica legión de infantería al estilo romano. Contamos con una legión mixta de Umbría, Etruria y Piceno. Así que, como podrás imaginarte, nuestros padres conscriptos están como el gato que ha cazado un ratón, pagados de si mismos y muy satisfechos. De las cuatro legiones suplementarias, tres las pagan y mantienen los aliados itálicos.
Todo eso es positivo, pero hay un aspecto negativo, claro. Tenemos una escasez abrumadora de centuriones, lo cual quiere decir que ninguna de las nuevas tropas de proletarios alistadas han recibido instrucción adecuada y la única legión de este tipo de las cuatro últimas va casi sin preparación. Su legado Aurelio sugirió que Cneo Malio repartiese a los centuriones veteranos uniformemente entre las siete legiones de proletarios, teniendo en cuenta que no más del cuarenta por ciento de todos ellos han tomado parte en combate real. Los tribunos militares son buenos y hay bastantes, pero no necesito decirte que son los centuriones quienes mantienen la coherencia de centurias y cohortes.
Con toda sinceridad, temo lo que pueda pasar. Cneo Malio no es mala persona, pero no le veo capaz de guerrear contra los germanos. Es una opinión que el propio Cneo Malio me corroboró cuando se puso en pie en la cámara a finales de mayo y dijo que no podía asegurar que toda su tropa supiera lo que se debe hacer en el campo de batalla. ¡Siempre hay quienes no saben qué hacer en el campo de batalla, pero uno no se pone en pie en el Senado a decirlo!
¿Y qué hizo el Senado? Enviar órdenes a Quinto Cepio en Narbo para que se trasladase inmediatamente con su ejército al Rhodanus y se uniese al de Cneo Malio en cuanto éste llegue allí. Por una vez el Senado no aplazó una decisión y el mensaje salió por correo a caballo y en menos de dos semanas de Roma a Narbo. Ayer recibimos su respuesta. ¡Y vaya respuesta!
Naturalmente, las órdenes senatoriales decían que Quinto Cepio se subordinase con sus tropas al imperium del cónsul del año. Todo perfectamente normal y legal. El cónsul del año pasado tiene imperium proconsular, pero en cualquier empresa conjunta es el cónsul del año el que asume el mando.
¡Ah, Cayo Mario, pero eso no le apetecía a Quinto Cepio! ¿Pensaba sinceramente la cámara que él, un Servilio patricio descendiente directo de Cayo Servilio Ahala, iba a avenirse a ser subordinado de un advenedizo y hombre nuevo que no tiene efigies de antepasados en sagrarios ancestrales, que un hombre ha llegado al consulado sólo porque nadie de mejor linaje se ha presentado a la elección? Hay cónsules y cónsules, decía Quinto Cepio. ¡Te juro que eso es lo que alegaba! En su año hubo bastantes candidatos, pero este año lo más que pudo presentar Roma fue un noble menor arruinado (yo) y un presuntuoso nuevo rico con más dinero que gusto (Cneo Malio). Así que, Quinto Cepio concluía su carta diciendo que desde luego marcharía inmediatamente hacia el Rhodanus, pero que cuando llegase esperaba encontrar un correo senatorial que le aguardase con la noticia de que se le nombraba comandante supremo de ese ejército mixto. Y añadía que con Cneo Malio a sus órdenes todo iría estupendamente.
La mano comenzaba a dolerle; Rutilio Rufo dejó la pluma de junco con un suspiro y se masajeó los dedos, con el entrecejo fruncido y sin mirar a nada. Se le cerraban los párpados y cabeceaba; se despabiló con un respingo y, como sentía mejor la mano, siguió escribiendo.
¡Qué carta tan larga! Pero es que no habrá quien te esplique las cosas con tanta sinceridad, y debes saberlas. La carta de Quinto Cepio estaba dirigida a Escauro, príncipe del Senado, y no a mí, y, naturalmente, ya conoces a nuestro querido Marco Emilio Escauro. Leyó la horrenda carta ante el Senado con patentes muestras de sádica satisfacción. Realmente, babeaba. ¡Ah, y puso los perros en danza! Hubo rostros congestionados, puños alzados y una gresca entre Cneo Malio y Metelo el Meneitos, que yo interrumpí llamando a los lictores del vestíbulo de la Curia, iniciativa que a Escauro no le gustó. ¡Oh, qué día para Marte! Lástima no haber podido embotellar aquella ardiente atmósfera para haber arrojado contra los germanos el arma más ponzoñosa con que cuenta Roma.
El resultado es que, efectívamente, habrá un correo esperando a Quinto Cepio a orillas del Rhodanus, pero las nuevas órdenes serán exactamente iguales que las anteriores. Tiene que ponerse a las órdenes de Cneo Malio Máximo, cónsul del año legalmente elegido. Es una lástima que el necio se atribuyese un cognomen como Máximo, ¿no? Algo así como regalarse una corona de hierba cuando te han salvado tus hombres y no al revés. No sólo es el colmo ese autobombo, sino que, además, cuando no se es un Fabio, lo de Máximo es de una presunción insoportable. Claro, él sostiene que su abuela era una Fabia Máxima y que su abuelo lo usaba, pero yo sé que no es cierto. Y dudo mucho lo de Fabia Máxima.
Bien, aquí me tienes, como un corcel de guerra que ha vuelto al prado, deseando encontrarme en la piel de Cneo Malio y, por el contrario, agobiado por cruciales decisiones, como, por ejemplo, si podemos dar este año una nueva capa de pez a los silos estatales después de haber pagado el equipamiento de siete nuevas legiones de proletarios. ¿Querrás creer que con toda Roma no hablando más que de los germanos, la cámara estuvo discutiendo ese tema ocho días? ¡Es para volverse loco!
Pero tengo una idea y voy a ponerla en práctica. Venzamos o nos derroten en la Galia, la voy a poner en práctica. Como en toda Italia no queda un solo hombre que llegue a la altura del zapato a ningún centurión, voy a reclutar instructores militares en las escuelas de gladiadores. Capua está llena de escuelas de gladiadores, y de las mejores. Así que, ¿no es lo más acertado, dado que Capua es el campamento base de nuestras nuevas tropas? Si Lucio Tidlipus puede contratar suficientes gladiadores para dar un gran espectáculo en los junerales de su abuelo, más lo necesita Roma. Y al mismo tiempo, te digo que voy a seguir reclutando del censo por cabezas.
Ya te mantendré informado. ¿Qué tal van las cosas en la tierra de los comedores de lotos, las sirenas y las islas encantadas? ¿Aún no has conseguido ponerle los grilletes a Yugurta? Seguro que ya falta poco. Metelo el Meneitos está un poco nervioso estos días porque no acaba de decidirse en si arremeter contra ti o contra Cneo Malio. Naturalmente, pronunció un magnífico discurso a favor de que diesen el mando a Quinto Servilio y me procuró el inopinado placer de hundirle la argumentación con unas cuantas flechas.
¡Por los dioses, Cayo Mario, cómo me deprimen! ¡No hacen más que proclamar las proezas de sus malditos antepasados, cuando lo que Roma necesita ahora es un genio militar de carne y hueso! Date prisa y vuelve a Italia. Te necesitamos, porque yo no puedo enfrentarme a todo el Senado; no puedo.
Había una posdata:
Por cierto, se han producido un par de curiosos incidentes en Campania. No me gusta nada, aunque tampoco acierto a ver por qué se han producido. A principios de mayo hubo una revuelta de esclavos en Nuceria, que fue fácilmente sofocada y cuya consecuencia ha sido la ejecución de treinta pobres criaturas de todos los rincones del mundo. Pero luego, hace tres días, volvió a estallar otra revuelta, esta vez en un gran campo de las afueras de Capua, para esclavos varones de baja calidad, en el que aguardaban la venta a compradores que necesitaban un centenar para mano de obra en muelles, canteras o para el empuje de ruedas. Esta vez participaron unos doscientos cincuenta esclavos. Fue sofocada rápidamente ya que cerca de Capua había varias cohortes recién reclutadas. Unos cincuenta revoltosos perecieron en la lucha y al resto se los ejecutó inmediatamente. Pero no me gusta, Cayo Mario. Es mal augurio. En este momento, los dioses no están de nuestro lado. Lo noto.
Y seguía otra posdata:
En este momento me llegan malas noticias para ti. Cuando mi carta ya estaba lista para que Marco Granio de Puteoli la llevase en su nave más rápida que zarpará a finales de semana para Utica, he preferido decirte lo que ha sucedido. Tu querido suegro, Cayo Julio César, murió esta tarde. Como sabes, hacía tiempo que padecía una malignidad en la garganta. Y esta tarde se echó sobre su espada. Estoy seguro de que estarás de acuerdo en que ha elegido la mejor alternativa. Nadie debe constituir una carga para sus seres queridos, y más cuando se ve mermado en su dignidad e integridad de ser humano. ¿Quién de nosotros prefiere aguardar la muerte cuando la vida le obliga a yacer en sus propios excrementos o a que un esclavo le limpie esos excrementos? No, cuando un hombre es incapaz de dominar su vientre o su garganta, debe eliminarse. Yo creo que Cayo Júlio habría optado por hacerlo antes, de no haber sido porque estaba preocupado por su hijo menor, que como creo que ya sabrás, se casó hace poco. Hace tan sólo dos días fui a ver a Cayo Julio y pudo susurrarme en medio de su ahogo que se habían disipado sus dudas respecto al matrimonio del joven Cayo Júlio, porque la hermosa Aurelia -si, ya sé que es mi adorada sobrina- era la mujer ideal para su hijo. Así que ave atque vale, Cayo Julio César.
Casi al final de junio, el cónsul Cneo Malio Máximo inició la larga marcha hacia el noroeste, con sus dos hijos en el estado mayor y los veinticuatro tribunos militares elegidos aquel año, distribuidos entre siete de las diez legiones. Sexto Julio César, Marco Livio Druso y Quinto Servilio hijo iban con él, igual que Quinto Sertorio, elegido tribuno militar. De las tres legiones de aliados itálicos, la enviada por los marsos era la mejor entrenada y combativa de las diez; la mandaba un noble marso de veinticinco años llamado Quinto Popedio Silo, asesorado por un legado romano, naturalmente.
Como Malio Máximo se empeñó en cargar con suficiente trigo para dos meses a cuenta del Estado, su caravana de pertrechos era enorme y la marcha muy lenta; en la decimoséptima jornada aún no había alcanzado Fanum Fortunae, en el Adriático. Hablando con dureza y apasionadamente, el legado Aurelio pudo convencerle para que dejase los pertrechos bajo la escolta de una legión y siguiera adelante con las otras nueve, la caballería y el equipo ligero. Había costado convencer a Malio Máximo de que sus tropas no iban a morir de hambre antes de alcanzar el Rhodanus y que más tarde o más temprano los pertrechos llegarían sin contratiempos.
Al tener una marcha mucho más corta por terreno llano, Quinto Servilio Cepio llegó al gran río antes que Malio Máximo. Había traído sólo siete legiones, pues la octava la había embarcado a la Hispania Citerior, y llegaba sin caballería, a la que había desbandado el año anterior por considerarla un gasto innecesario. A pesar de las órdenes y las conminaciones de los legados, Cepio se había negado a salir de Narbo hasta que le llegase comunicación por mar desde Esmirna. Y no estaba de buen humor: cuando no se quejaba de la lamentable tardanza de su enlace entre Esmirna y Narbo, abominaba de la insensibilidad del Senado al pensar que iba a ceder el mando de su gran ejército a un tapón como Malio Máximo. Pero al final se vio obligado a marchar sin su carta y dejó instrucciones explícitas en Narbo para que se la expidiesen en cuanto llegara.
Aun así, Cepio alcanzó cómodamente el punto de destino mucho antes que Malio Máximo. En Nemausus, una pequeña ciudad comercial de la región occidental de las vastas marismas del delta del Rhodanus, le llegó el correo del Senado con las nuevas órdenes.
No se le había ocurrido a Cepio que su carta no hubiera conseguido ablandar a los padres conscriptos, y más leyéndola en la cámara nada menos que Escauro. Así, cuando abrió el cilindro y ojeó la breve respuesta del Senado, se sintió ofendido. ¡Imposible! ¡Intolerable! El, un Servilio patricio, ¿doblegarse a los caprichos de Malio Máximo, un nuevo rico? ¡Jamás!
Los espías romanos comunicaron que los germanos ya habían emprendido la marcha hacia el sur, cruzando las tierras de los celtas alóbroges, inveterados enemigos de Roma, que así se veían entre dos fuegos: Roma, el enemigo conocido, y los germanos, el enemigo desconocido. Ya hacía dos años que la comunidad druida venía diciendo a todas las tribus galas que no había sitio en Galia para que se asentasen los germanos. Desde luego no serían los alóbroges quienes cediesen tierra suficiente para crear una patria para un pueblo mucho más numeroso que el suyo; y estaban demasiado cerca de los eduos y los ambarres para saber de sobra el destrozo que los germanos habían hecho en las tierras de las intimidadas tribus. Por consiguiente, los alóbroges se retiraron a las escarpaduras de sus queridos Alpes y se dedicaron a hostigar todo lo posible a los germanos.
Los germanos abrieron brecha en la provincia romana de la Galia Transalpina, al norte del puesto comercial de Vienne, a finales de junio avanzaron sin obstáculo. Aquella masa humana de casi ochocientas mil personas descendió por la orilla oriental del Rhodanus porque sus llanuras eran más amplias y seguras y menos expuestas a las combativas tribus del interior de la Galia y las Cevenas.
Al saber esto, Cepio dejó expresamente la Via Domicia en Nemausus y, en lugar de cruzar las marismas del delta por la larga calzada construida por Ahenobarbo, marchó con su ejército en direccción norte por la orilla occidental para mantener el río entre él y los germanos. Era a mediados del mes Sextilis.
Había enviado desde Nemausus un correo a toda prisa a Roma con otra carta para Escauro, manifestando sin más que no aceptaría órdenes de Malio Máximo. Tras lo cual, la única ruta que podía tomar con honor era al oeste del río.
En la orilla oriental del Rhodanus, a unas cuarenta millas del punto en que la Vía Domicia lo cruzaba por una larga calzada que concluía cerca de Arelatum, había una ciudad comercial romana de cierta importancia llamada Arausio. Cepio situó su ejército de 40.000 infantes y 15.000 soldados de tropas auxiliares en un campo fortificado y aguardó a que Malio Máximo apareciese por la orilla contraria, esperando que el Senado contestase a su carta.
Malio Máximo llegó, antes que la respuesta del Senado, a finales de julio y situó sus 55000 soldados de infantería y 30000 auxiliares en un campo fortificado a orillas del río, cinco millas al norte de Arausio aprovechando el curso fluvial como línea de defensa y abastecimiento de agua.
El terreno al norte del campamento era ideal para una batalla, pensó Malio Máximo, considerando el río como su mejor protección, pero ése fue su primer error. El segundo fue destacar los 5.900 soldados de caballería y enviarlos de avanzadilla treinta y cinco millas al norte. Y su tercer error fue nombrar a su legado más capaz, Aurelio, comandante de la caballería, privándose así de sus consejos. Todos los errores formaban parte de la gran estrategia concebida por Malio Máximo, quien pensaba utilizar la caballería de Aurelio como freno al avance germano, no para entablar batalla, sino para ofrecer a los bárbaros una primera visión de la resistencia romana. Porque Malio Máximo quería tratar sin combate, con la esperanza de que los germanos volvieran pacíficamente grupas hacia la Galia central, lejos de la ruta en dirección sur por la provincia romana. Todas las batallas anteriores entre los germanos y Roma se las había impuesto ésta a los bárbaros y sólo después de ellas se habían avenido éstos a abandonar pacíficamente el territorio romano. Por ello, Malio Máximo abrigaba esperanzas a propósito de su gran estrategia, y no sin fundamento.
Sin embargo, su primer cometido era trasladar a Cepio de la orílla occidental a la oriental. Resentido aún por la insultante e irrazonable carta de Cepio que Escauro había leído en la cámara, Malio Máximo dictó una breve e inequívoca orden a Cepio: "Cruzad inmediatamente el río con vuestro ejército y venid a mi campamento." Y la entregó a unos mensajeros para que la trasladaran inmediatamente en barca.
Cepio envió su respuesta a Malio Máximo con la misma barca, diciéndole con igual concisión que él, un Servilio patricio, no admitía órdenes de ningún mercachifle pretencioso y que se quedaba donde estaba, en la orilla occidental.
En la siguiente misiva, Malio Máximo decía:
Como supremo comandante del campo, os repito mi orden de trasladaros con el ejército al otro lado del río sin más dilación. Os ruego consideréis esta segunda orden como la última. Si persistierais en desafiarme, procederé contra vos por la vía legal en Roma bajo la acusación de alta traición y vuestra altanera actitud será la prueba.
Cepio le contestó con no menor animosidad:
No admito que seáis el comandante supremo de campo. Sí, iniciad los procedimientos contra mí por traición. Yo iniciaré procedimientos por traición contra vos. Como los dos sabemos quién ganará, os exijo que me cedáis inmediatamente el mando.
Malio Máximo contestó aún con mayor altivez y así continuaron las cosas hasta mediados de septiembre, en que llegaron seis senadores de Roma, destrozados por la rapidez y la incomodidad del viaje. Rutilio Rufo, el cónsul en Roma, había logrado enviar aquella embajada, pero Escauro y Metelo el Numídico se las habían arreglado para boicotearla negándose a que se incorporase a ella ningún senador con categoría consular o verdadera influencia política. El más importante de los seis senadores era un simple pretor de moderado linaje, nada menos que Marco Aurelio Cota, cuñado del propio Rutilio Rufo. Pocas horas después de llegar la embajada al campamento de Malio Máximo, Cota se daba cuenta de la gravedad de la situación.
Por ello se puso manos a la obra con gran energía y pasión, virtudes habitualmente ausentes en su persona, centrando su acción en Cepio. Pero Cepio no cedía. Tras una visita al campamento de la caballería, treinta millas al norte, volvió al ataque con redoblada decisión, porque el legado Aurelio le había llevado a escondidas hasta un promontorio desde el que pudo contemplar la amplitud frontal del avance germano.
– Teníais que estar en el campamento de Cneo Malio -dijo Cota palideciendo.
– Si quisiésemos plantear batalla, si -respondió Aurelio sin perder la calma, pues él ya llevaba días observando el avance germano y se había acostumbrado-. Pero Cneo Malio piensa que podremos repetir los anteriores éxitos, que siempre han sido diplomáticos. Siempre que los germanos han combatido ha sido porque los hemos obligado. No tengo la menor intención de iniciar nada y estoy seguro que, así, ellos tampoco tomarán la iniciativa. Tengo conmigo un equipo de muy buenos intérpretes y hace días que los alecciono sobre lo que quiero decir cuando los germanos envíen a sus jefes para parlamentar, y estoy convencido de que lo harán cuando vean que hay un enorme ejército romano esperándolos.
– ¡Pero eso ya deben de saberlo! -replicó Cota.
– Lo dudo -respondió Aurelio, impasible-. Ellos no se mueven con arreglo a la técnica militar. Aunque hayan oído hablar de los escuchas, hasta ahora no se han preocupado en emplearlos. Se limitan a avanzar y a afrontar las cosas tal como se presentan; eso es lo que nos parece a Cneo Malio y a mí.
– Primo, tengo que regresar lo antes posible al campamento de Cneo Malio -dijo Cota, dando media vuelta al caballo-. Tenemos que conseguir como sea que ese estirado estúpido de Cepio cruce el río, o si no, que desaparezca.
– Estoy de acuerdo -dijo Aurelio-. No obstante, Marco Aurelio de los Cota, si es factible me gustaría que volvieseis aquí en cuanto os envíe recado de que una delegación germana ha venido a parlamentar. ¡Con vuestros cinco colegas! A los germanos les impresionará que el Senado haya enviado a seis representantes desde Roma para tratar con ellos -añadió sonriendo irónico-. ¡No vamos a decirles que los ha enviado para tratar con nuestros necios generales!
El estirado y estúpido Quinto Servilio Cepio estaba -inexplicablemente- de mejor humor y se hallaba más dispuesto a escuchar a Cota cuando éste cruzó el Rhodanus al día siguiente.
– ¿A qué se debe esta súbita alegría, Quinto Servilio? -inquirió Cota, sorprendido.
– Acabo de recibir carta de Esmirna -contestó Cepio-. Una carta que esperaba hacía meses -añadió, aunque sin decir cuál era el contenido que provocaba su contento-. De acuerdo -prosiguió-, mañana cruzaré a la otra orilla -señaló sobre el mapa con su varilla de marfil rematada por un águila de oro, que usaba para mostrar el alto grado de su imperium-. Cruzaré por aquí.
– ¿Y no sería más prudente cruzarlo al sur de Arausio? -inquirió Cota.
– ¡Ni mucho menos! -respondió Cepio-. Cruzándolo al norte estaré más cerca de los germanos.
Cumpliendo su palabra, Cepio levantó el campamento al amanecer del día siguiente y se dirigió a un vado que había a unas veinte millas al norte de la fortaleza de Malio Maximo, a unas diez millas escasas del lugar en que estaba acampada la caballería de Aurelio.
Cota y sus cinco colegas del Senado se dirigieron a caballo al norte para estar en el campamento de Aurelio cuando llegasen los jefes germanos para parlamentar. Por el camino se encontraron con Cepio en la orilla oriental, cuando ya había vadeado el Rhodanus casi todo el ejército. Pero lo que vieron sus ojos hizo que se les cayera el alma a los pies, porque era evidente que Cepio se disponía a montar un campamento fortificado en aquel lugar.
– ¡Oh, Quinto Servilio, aquí no podéis quedaros! -exclamó Cota mientras detenían los caballos sobre un otero desde el que se dominaba el emplazamiento, donde ya los hombres se apresuraban a excavar trincheras y a apilar tierra para hacer taludes.
– ¿Por qué no? -replicó Cepio, enarcando las cejas.
– Porque veinte millas río abajo ya hay un campamento lo bastante grande para alojar a vuestras legiones y a las diez que ya albergan… ¡Allí es donde tenéis que estar, Quinto Servilio! No aquí, demasiado lejos de Aurelio, que está mas al norte, y de Cneo Malio, que está al sur, y no podríais ayudar a ninguno de los dos. ¡Por favor, Quinto Servilio, os lo suplico! Plantad un campamento provisional para esta noche y dirigíos por la mañana hacia el sur para reuniros con Cneo Malio -dijo Cota, dando a su súplica el mayor tono perentorio posible.
– Dije que cruzaría el río -respondió Cepio-, pero no me comprometí a hacer nada más una vez cruzado. Tengo siete legiones entrenadas al máximo, con soldados experimentados. Y no sólo eso, sino que son propietarios, ¡auténticos soldados romanos! ¿Creéis seriamente que voy a consentir el compartir un campamento con la escoria de Roma y del agro latino, compartirlo con braceros y labriegos que no saben leer ni escribir? ¡Marco Cota, antes prefiero morir!
– Y puede que así sea -replicó secamente Cota.
– Ni yo ni mi ejército -prosiguió Cepio, obcecado-. Estoy veinte millas al norte de Cneo Malio y su repugnante chusma, lo que significa que encontraré primero a los germanos. ¡Y los venceré, Marco Cota! ¡Ni un millón de bárbaros son capaces de vencer a siete legiones de auténticos soldados romanos! ¿Pensáis que voy a consentir que ese mercader de Malio se lleve un ápice del mérito? ¡No! ¡Quinto Servilio Cepio tendrá su segundo triunfo en las calles de Roma como vencedor único! Y Malio, que contemple el desfile.
Cota se inclinó sobre la silla del caballo, alargó la mano y agarró a Cepio del brazo.
– Quinto Servilio -dijo con la mayor severidad y seriedad con que había hablado en su vida-, ¡os ruego que unáis vuestras fuerzas a las de Cneo Malio! ¿Qué cuenta más para vos, Roma victoriosa o el triunfo de la nobleza de Roma? ¿Importa quién venza con tal de que venza Roma? ¡Esto no es una escaramuza fronteriza contra unos escordiscos ni una campaña sin importancia contra los lusitanos! ¡Vamos a necesitar el ejército más grande y mejor que jamás hayamos puesto en pie y vuestra contribución es vital! Los hombres de Cneo Malio no han tenido para entrenarse el tiempo que han tenido los vuestros, y vuestra presencia entre ellos los animará, les dará ejemplo. ¡Porque yo os digo muy en serio que habrá batalla! Algo me lo dice. Indistintamente de cómo los germanos hayan actuado en el pasado, esta vez va a ser distinto. Han probado nuestra sangre y les ha gustado; han probado nuestro temple y nos han visto débiles. ¡Está en juego Roma, Quinto Servilio, no su nobleza! Pero si persistís en permanecer aislado del otro ejército, os lo digo sin ambages, el futuro de la nobleza de Roma peligrará. Tenéis en vuestras manos el futuro de Roma y el de vuestra clase. ¡Os ruego que hagáis lo que es debido por las dos! Id mañana al campamento de Cneo Malio y uníos a sus fuerzas.
Cepio accionó el caballo para apartarse, zafándose de Cota.
– No. Me quedo aquí -dijo.
Cota y sus cinco compañeros cabalgaron hacia el norte hasta el campamento de la caballería, mientras Cepio montaba un campamento más pequeño pero idéntico al de Malio Máximo a la orilla del río.
Los senadores llegaron justo a tiempo, porque los parlamentarios germanos se presentaron en el campamento de Aurelio a la mañana siguiente. Eran cincuenta, de edades entre cuarenta y sesenta años, pensó el aterrado Cota, que nunca había visto hombres tan grandes; no había ninguno que no midiese un metro ochenta y la mayoría tenía quince centímetros más. Traían enormes caballos, con arreos desaliñados y descuidados para los romanos, cascos cubiertos de largo pelo, las crines cayéndoles sobre los ojos y ninguno ensillado, sino con simples bridas.
– Tienen caballos como elefantes de guerra -dijo Cota.
– Sólo unos pocos -añadió Aurelio sin impresionarse-. La mayoría montan caballos galos corrientes; supongo que éstos serán los más vistosos.
– ¡Mira a ese joven! -exclamó Cota, observando a uno no mayor de treinta años que, desmontando por detrás del caballo, adoptaba una postura despectiva y tranquila, mirándole como si no tuviese la menor importancia.
– Aquiles -añadió Aurelio, impávido.
– Yo creía que los germanos sólo llevaban una capa -dijo Cota, advirtiendo los calzones de cuero del jinete.
– Dicen que en Germania si, pero los que nosotros hemos visto llevan calzones como los galos.
Llevaban calzones, pero a ninguno se le veía camisa en aquel clima caluroso. Muchos portaban pectorales de oro cubriéndoles el pecho de un pezón a otro y todos portaban en bandolera la vaina vacía de la espada. Iban cubiertos de oro -pectorales, adornos del casco, vainas de la espada, cinturones, correajes, hebillas, pulseras y collares- pero ninguno exhibía la torca celta. A Cota, los cascos le parecieron fascinantes, sin borde y en forma de puchero; algunos llevaban adornos geométricos sobre las orejas con magníficos cuernos, alas o tubos huecos con ramos de plumas tiesas, mientras que otros simulaban serpientes, cabezas de dragón, aves horrendas o leopardos de abiertas fauces.
Todos iban afeitados y llevaban el pelo rubio muy largo, en trenzas o suelto. Su tez no era tan rosada como la de los galos, notó Cota, sino algo más dorada. No había ninguno pecoso ni con el pelo rojo; eran de ojos azul claro, sin verde ni gris. Incluso el más viejo estaba en magnífica forma, sin panza y con aspecto del guerrero que no ha cedido a la molicie; cierto que los romanos no sabían que los germanos mataban a los que se echaban a perder.
Los parlamentos se efectuaron por medio de los intérpretes de Aurelio, casi todos ellos eduos y ambarres, aunque había tres germanos capturados por Carbo antes de su derrota. Lo que querían, dijeron los barones germanos, era un pacífico derecho de paso por la Galia Transalpina, porque se dirigían a Hispania. Fue Aurelio quien condujo la primera fase de las conversaciones, ataviado con su uniforme de gala: coraza de plata en forma de torso, casco ático de plata con plumas rojas y la doble faldilla de tiras de cuero llamada pteryges sobre túnica carmesí. Con arreglo a su cargo consular, llevaba una capa morada atada a los hombros de la coraza y cinturón carmesí ceñido y anudado ritualmente sobre la misma, por encima de la cintura, con la insignia de general.
Cota observaba la escena hechizado, más aterrado de lo que jamás se habría imaginado, incluso en la más profunda desesperación, porque sabía que contemplaba el ocaso de Roma. En los meses venideros turbarían su sueño aquellos señores de la guerra germanos; de tal modo que, por el día, andaba a trompicones con los ojos enrojecidos y la cabeza cargada, y, aunque por el cansancio acabara en cierto modo con su desvelo, a veces se encontraba sentado en la cama, sobresaltado, boquiabierto, porque cabalgaban con sus caballos gigantescos en alguna pesadilla menos siniestra. Los servicios de espionaje informaron que su fuerza era superior a tres cuartos de millón, y que por lo menos había trescientos mil guerreros gigantescos. Como todos los de su categoría, Cota había visto no pocos guerreros bárbaros, escordicios, iapudas, salasios y carpetanos, pero nunca nada como aquellos germanos. Todo el mundo consideraba gigantes a los galos, pero comparados con los germanos eran hombres corrientes.
Y el peor terror de todos es que propiciaban la perdición de Roma, porque Roma no los tomaba en serio y no dirimía aquella rencilla de clases. ¿Cómo podía Roma abrigar esperanzas de vencerlos si dos generales romanos se negaban a colaborar y se insultaban mutuamente, condenando a sus respectivos soldados? Si Cepio y Malio Máximo actuaban conjuntamente, Roma pondría en el campo de batalla cerca de cien mil hombres, lo cual era una proporción aceptable si la moral era alta, el entrenamiento bueno y el mando competente.
¡Oh, pensó Cota, sufriendo un retortijón intestinal, he vislumbrado el destino de Roma! No podremos resistir a estas hordas rubias. No podremos sobrevivir.
Finalmente, Aurelio interrumpió la conversación y cada bando se apartó para conferenciar.
– Bien, algo hemos aprendido -dijo Aurelio a Cota y a los otros cinco senadores-. Ellos no se denominan germanos. De hecho, se consideran tres pueblos distintos, a los que llaman cimbros, teutones y un tercer grupo bastante heterogéneo formado por diversos pueblos más pequeños que se unieron a cimbros y teutones durante su marcha errante, que son los marcomanos, queruscos y ti gurinos, según mi intérprete germano, y cuyo origen es más celta que germano. -¿Marcha errante? -inquirió Cota-. ¿Cuánto tiempo han estado errando? -Ni ellos mismos lo saben, pero muchos años. Quizá el tiempo de una generación. Ese joven que parece un Aquiles bárbaro era un niño cuando su tribu, los cimbros, abandonó sus tierras de origen. -¿Tienen un rey? -inquirió Cota. -No, se rigen por un consejo de jefes de tribus; esos que veis son la mayoría. Sin embargo, ese que parece un Aquiles bárbaro va adquiriendo un rápido ascendiente en el consejo y sus partidarios le llaman rey. Se llama Boiorix y es, con gran diferencia, el más agresivo. A él le trae sin cuidado el solicitar el permiso para que les dejemos transitar por el sur; dice que la fuerza es derecho y se muestra partidario de interrumpir las conversaciones y seguir su camino a riesgo de lo que sea. -Peligrosamente joven para creerse rey. Estoy de acuerdo en que es un riesgo -dijo Cota-. ¿Y quién es aquél? Sin ningún prurito, señaló a un hombre de unos cuarenta años que llevaba un deslumbrante pectoral con unas cuantas libras más de oro. -Teutobodo de los teutones, jefe de sus notables. Parece que a él también le empieza a gustar el título de rey. Igual que Boiorix, piensa que la fuerza es derecho y que deben seguir hacia el sur esté o no de acuerdo Roma. Mis dos intérpretes germanos de la época de Carbo me han dicho que ahora su ánimo es muy distinto al de entonces, que han cobrado confianza en sí mismos y que nos desafían -dijo Aurelio mordiéndose el labio-. Es que han convivido con los eduos y los ambarres suficiente tiempo para aprender mucho sobre nosotros, y las cosas que han sabido de Roma han disipado sus temores. Y no sólo eso, sino que hasta ahora, si ex cluimos el primer combate con Lucio Casio, cosa fácil, por otra parte, teniendo en cuenta las secuelas, lo cierto es que nos han vencido siempre. Ahora Boiorix y Teutobodo les dicen que no hay nin gún motivo para temernos porque estemos mejor armados y entrenados; que somos como el coco infantil: fantasía y humo. Boiorix y Teutobodo quieren la guerra y, después de acabar con Roma, pro seguir su marcha y asentarse donde gusten. Se reanudaron las conversaciones, pero ahora Aurelio presentó a los seis senadores, ataviados con sus togas y escoltados por los doce lictores con túnica carmesí y gruesos cinturones de servicio en el extranjero repujados en oro, más los fasces y el hacha. Desde luego que los germanos los habían visto, pero al serles presentados, se quedaron mirando maravillados aquellas vestiduras blancas tan poco marciales. ¿Así eran los romanos? Sólo Cota vestía la toga praetexta bordada en púrpura de magistrado curul, y a él dirigían aquellas extrañas arengas ininteligibles.
Aguantó bien, dadas las circunstancias, orgulloso, altivo, tranquilo y con frases pausadas. A los germanos no les parecía deleznable enrojecer de rabia, salpicar de saliva al hablar enardecidos y golpearse con el puño la palma de la otra mano, pero resultaba evidente que los aturdía aún más y los inquietaba la inquebrantable tranquilidad de los romanos.
Desde el principio de su intervención en las conversaciones, la respuesta de Cota fue no. No, la migración no podía proseguir hacia el sur; no, el pueblo germano no tenía derecho a transitar por ningún territorio ni provincia romanos; no, Hispania no era un punto de destino aceptable, a menos que fuesen a asentarse en Lusitania o en Cantabria, porque el resto de la península era romano. Tenían que volver atrás. Dirigirse al norte, fue la réplica constante de Cota; que volvieran a su país, fuese el que fuese, o que se retirasen más allá del Rhenus a la propia Germania y se asentaran allí entre los de su pueblo.
Hasta que anocheció no volvieron a montar los germanos en sus caballos para alejarse. Los últimos en marchar fueron Boiorix y Teutobodo; el joven volvió la cabeza para contemplar a los romanos lo más posible sin que en su mirada se advirtiese complacencia ni admiración. Aurelio tiene razón, es el propio Aquiles, pensó Cota, para quien, al principio, la comparación le había parecido un misterio, pero que luego advirtió que en aquel bello rostro brillaba la obstinación y el implacable deseo de venganza del héroe tesalio. Aquél también era un hombre al que le gustaría exhibirse mientras sus soldados morían como moscas, tan sólo por el pundonor. A Cota le dio un vuelco el corazón, desalentado, porque ¿no era, en definitiva, lo mismo que le sucedía a Quinto Servilio Cepio?
A las dos horas de anochecer había luna llena; libres del estorbo de las togas, Cota y sus cinco enmudecidos compañeros cenaron con Aurelio y se dispusieron a cabalgar en dirección sur.
– Esperad hasta mañana -suplicó Aurelio-. No estamos en Italia, aquí no hay calzadas romanas seguras y no conocéis el terreno. Unas cuantas horas, qué pueden importar…
– No, quiero estar en el campamento de Quinto Servilio al amanecer -respondió Cota- para convencerle de que se una a Cneo Malio. Le pondré al corriente de lo que ha sucedido hoy aquí y, después, independientemente de lo que él haga, seguiré hasta el campamento de Cneo Malio; no pienso dormir hasta hablar con él.
Se dieron la mano, y, conforme los senadores con su escolta de lictores y criados se perdían entre las densas sombras proyectadas por la luna, la silueta de Aurelio permaneció claramente delineada con el brazo alzado, diciendo adiós.
Volveremos a vernos, se dijo Cota para sus adentros, pensando en él; un hombre valiente, un romano excepcional.
Cepio no quiso escuchar a Cota, y menos a la voz de la razón.
– Aquí estoy y aquí me quedo -fue lo único que dijo.
Por lo tanto, Cota siguió su ruta tras calmar la sed en el campamento medio acabado de Cepio, decidido a llegar al de Cneo Malio Máximo a mediodía como muy tarde.
Al amanecer, mientras Cota y Cepio no lograban ponerse de acuerdo, los germanos iniciaron el avance. Era el segundo día de octubre, el tiempo seguía siendo bueno y no hacía frío. Cuando las primeras filas de la masa germana llegaron a las vallas del campamento de Aurelio, las rebasaron como una marea. Aurelio no llegó a comprender lo que pasaba; él había imaginado, lógicamente, que tendría tiempo para ensillar los escuadrones de caballería y que la empalizada, extraordinariamente bien fortificada, resistiría la embestida de los bárbaros el tiempo suficiente para sacar sus tropas por la puerta trasera e intentar una maniobra de flanco. Pero no fue así. Era tal la masa envolvente de germanos que el campamento se vio rodeado por todas partes en cuestión de minutos y los bárbaros lo asaltaron a millares por los cuatro lados. No estando acostumbradas a luchar a pie, las tropas de Aurelio hicieron lo que pudieron, pero aquello fue una carnicería más que una batalla. A la media hora, apenas quedaba un romano vivo, y Marco Aurelio Escauro cayó prisionero antes de poder echarse sobre la espada.
Llevado a presencia de Boiorix, Teutobodo y del resto de los cincuenta jefes que habían acudido a parlamentar, Escauro supo conducirse con insuperable entereza, cabeza erguida y gesto altivo, sin que le afectasen las ofensas y agresiones que le infligieron ni le obligasen a agachar la cabeza. Le metieron en una gran jaula de mimbre, obligándole a contemplar cómo hacían una pira con buena leña, le prendían fuego y la dejaban arder. Aurelio miraba con las piernas erguidas, sin temblarle las manos ni mostrar temor alguno ni aferrarse a las barras de su reducida prisión. Como no formaba parte del plan que Aurelio muriese asfixiado por el humo o que pereciese rápidamente consumido por las llamas, aguardaron a que se hiciesen brasas y luego colgaron la jaula sobre ellas para asarle vivo. Pero fue él quien venció, aunque fuese una victoria pírrica, pues no dejó que de su boca saliera un solo estertor o grito de agonía ni encogió las piernas. Murió como un auténtico noble romano para que su conducta les enseñara la verdadera dimensión de Roma y se grabara en sus mentes la urbe capaz de dar hombres como él, un romano descendiente de romanos.
Los germanos permanecieron dos días junto a las ruinas del campamento de caballería romana y luego prosiguieron la marcha hacia el sur con la misma falta de planificación. Al llegar a la altura del campamento de Cepio siguieron avanzando a millares, hasta que los aterrorizados soldados de Cepio perdieron toda esperanza de contarlos y algunos optaron por abandonar la coraza y cruzar a nado a la otra orilla del Rhodanus. Pero eso era el último recurso que Cepio había previsto exclusivamente para sí; quemó todas las barcas de su flotilla y situó una fuerte guardia a lo largo de la orilla, mandando ejecutar a cualquier fugitivo. Aislados en un auténtico mar de germanos, los 55.000 soldados y tropas auxiliares del campamento de Cepio no podían hacer más que esperar a ver si aquella marea pasaba sin causarles daño.
El sexto día de octubre, las primeras filas germanas alcanzaron el campamento de Malio Máximo, que había optado por no mantener al ejército en su interior, formando las diez legiones en campo abierto en dirección norte, antes de que los germanos, ya claramente visibles, cercasen el campamento, con las tropas desplegadas en la zona anterior a las primeras estribaciones de los Alpes, situados a unas cien millas al este. Las legiones aguardaron, cara al norte, unas junto a otras, cubriendo una distancia de cuatro millas, lo cual fue el cuarto error de Malio Máximo, ya que no sólo podía ser fácilmente rebasado por el flanco, dado que no disponía de caballería para proteger la desguarnecida derecha, sino que, además, el despliegue era muy débil en profundidad.
No le habían llegado noticias de lo ocurrido en el norte, en el campamento de Aurelio, ni en el de Cepio, y no disponía de nadie para que, disfrazado, se llegase hasta las hordas bárbaras, pues a los intérpretes y exploradores los había enviado al norte con Aurelio. Por consiguiente, su única opción era esperar la llegada de los germanos.
Lógicamente, su puesto de mando era la torre más alta de las defensas del campamento, y allí se situó con su estado mayor a caballo y listo para llevar al galope las órdenes a las distintas legiones; entre el personal de estado mayor se hallaban sus dos hijos y el joven retoño de Metelo el Meneítos. Quizá porque Malio Máximo considerase a la legión de marsos de Quinto Popedio Silo la más disciplinada y preparada, quizá porque juzgase preferible sacrificar a esa tropa en vez de a los romanos, aun cuando se tratara de escoria romana, fue ésta la que situó más al este de la primera línea, a la derecha del despliegue y sin ninguna protección de caballería. Junto a ella se encontraba la legión reclutada a principios de año, al mando de Marco Livio Druso, quien tenía de ayudante a Quinto Sertorio. Luego estaban las fuerzas auxiliares samnitas y a continuación otra legión romana de reclutas más veteranos; cuanto más se aproximaba la línea al río, menor preparación tenían las legiones y más tribunos militares había entre ellas para infundirles ánimo. La legión de tropas totalmente bisoñas de Cepio hijo cubría la orilla del Rhodanus, y a su lado había más tropas bisoñas al mando de Sexto César.
Parecía existir una ligera planificación en el ataque germano iniciado dos horas después del amanecer del sexto día de octubre, casi simultáneo con el efectuado al campamento de Cepio.
Ninguno de los 55000 soldados de Cepio sobrevivió a las hordas germanas que los rodeaban, ya que éstas simplemente desbordaron los tres lados del campamento que daban a la parte de tierra, aplastándolo hasta que heridos y muertos quedaron entremezclados en informe montón. Cepio no perdió un segundo y en cuanto vio que la tropa no podía contener aquella marea, se apresuró a llegarse a la orilla, montar en la barca y ordenar a los remeros que le llevasen al otro lado a toda velocidad. Un puñado de sus hombres intentó salvarse a nado, pero había tal cantidad de germanos dando hachazos y tajos, que ningún romano tuvo tiempo ni sitio para despojarse de la cota de malla de veinte libras de peso ni de apenas desabrocharse el casco; por lo que todos los que intentaron nadar perecieron ahogados. Cepio y sus remeros fueron prácticamente los únicos supervivientes.
A Malio Máximo le fue algo mejor. Luchando valientemente contra aquellos gigantes, los marsos perecieron casi hasta el último hombre, igual que Druso y la legión que combatía junto a ellos. Silo cayó herido en el costado y Druso quedó inconsciente de un golpe recibido con la empuñadura de una espada germana, poco después de que su legión entrara en combate; Quinto Sertorio intentó, a caballo, reagrupar a sus hombres, pero no hubo manera de contener el ataque germano, cuyos caídos eran reemplazados inmediatamente por tropas de refresco; y sus reservas eran inagotables. Sertorio cayó también, herido en el muslo, en el punto más vulnerable de inserción de los grandes músculos de la pierna; que la herida de lanza cortase los nervios y se detuviese a poca distancia de la arteria femoral fue un simple albur de la guerra.
Las legiones más próximas al río dieron media vuelta y entraron en el agua, logrando en su mayoría desprenderse del pesado equipo antes de cruzar a nado el Rhodanus. Cepio hijo fue el primero que cedió a la tentación, mientras que Sexto César resultó arrollado por sus propios soldados al intentar detener la retirada y quedó mutilado de la cadera izquierda.
Pese a las protestas de Cota, los seis senadores fueron trasladados a la orilla occidental antes de iniciarse la batalla, pues Malio Máximo había insistido en que, dado que eran observadores civiles, debían abandonar el campo y verlo todo desde un lugar seguro.
– Si caemos, debéis sobrevivir para llevar la noticia al Senado y al pueblo de Roma -dijo.
Era costumbre romana respetar la vida de los vencidos, ya que los guerreros útiles alcanzaban los más altos precios en los mercados de esclavos destinados al trabajo, ya fuera en minas, puertos, canteras o en la construcción. Pero ni celtas ni germanos perdonaban la vida de sus adversarios, pues preferían esclavizar a los que hablaban su propia lengua y sólo en la cantidad que les imponía su estilo de vida poco estructurado.
Así, tras una breve hora de batalla nada gloriosa, cuando las huestes germanas se proclamaron vencedoras, sus soldados fueron pasando por entre los miles de cadáveres romanos para rematar a los supervivientes. Afortunadamente no fue una acción disciplinada ni sistemática, pues, de haberlo sido, ninguno de los veinticuatro tribunos militares habría sobrevivido a la batalla de Arausio. Druso yacía inconsciente, de manera que les pareció muerto a todos los germanos que pasaron por su lado, y Quinto Popedio Silo, que asomaba por debajo de un montón de marsos muertos, estaba tan lleno de sangre que también pasó inadvertido. Incapaz de moverse por tener la pierna totalmente paralizada, Quinto Sertorio se fingió cadáver. Y Sexto César, totalmente visible, respiraba tan trabajosamente y tenía el rostro tan congestionado, que ningún germano de los que le vieron se molestó en poner fin a una vida tan a punto de extinguirse.
Los dos hijos de Malio Máximo perecieron galopando de un lado para otro llevando las órdenes de su aturdido padre, pero el hijo de Metelo el Numídico, el Meneitos joven, era duro de pelar, y al ver la irremediable derrota instó al impávido Malio Máximo y a media docena de sus ayudantes a saltar las empalizadas y acercarse a la orilla, donde los hizo subir a una barca. La acción de Metelo hijo no estuvo totalmente dictada por el simple deseo de supervivencia, pues era valeroso; lo que sucedió es que prefirió aplicar ese valor a salvar la vida de su comandante.
A la quinta hora del día todo había terminado. Los germanos emprendieron una vez más el camino hacia el norte y cubrieron las treinta millas que los separaban de sus millares de carros en torno al campamento del fenecido Aurelio. En el campamento de Malio Máximo y en el de Cepio habían descubierto algo maravilloso: grandes existencias de trigo y alimentos y suficientes vehículos, mulas y bueyes para llevárselos. No es que no los atrajera el oro, el dinero, las ropas y las armas y corazas, pero las vituallas de Malio Máximo y de Cepio eran el principal atractivo de su botín y no dejaron una sola loncha de tocino ni un tarro de miel, apoderándose, además, de centenares de amphorae de vino.
Uno de los intérpretes germanos, capturado al invadir el cam pamento de Aurelio y devuelto a su etnia cimbra, no llevaba entre los suyos más que unas horas, cuando se dio cuenta de que había vivido tanto tiempo entre romanos que no tenía añoranza alguna de volver a vivir entre los bárbaros. Cuando no le veía nadie, robó un caballo y cabalgó en dirección sur hacia Arausio, siguiendo una ruta muy apartada al este del río para no tropezarse con la desastrosa derrota romana y evitar el hedor de los cadáveres.
El noveno día de octubre, tres días después de la batalla, entraba al paso con su exhausto corcel por la calle principal enlosada de la próspera ciudad, buscando inútilmente a alguien a quien dar la noticia. Toda la población había huido ante el avance de los germanos, pero al final de la calle principal atisbó en torno a la villa del personaje más importante de Arausio -ciudadano romano, naturalmente- y vio que había movimiento.
Aquel personaje de Arausio era un galo llamado Marco Antonio Meminio, por haberle sido concedida la ciudadanía por un Marco Antonio, merced a sus servicios al ejército de Cneo Domicio Ahenobarbo diecisiete años antes. Exaltado por tal distinción y ayudado por el patrocinio de la familia de Antonio para la obtención de concesiones mercantiles entre la Galia Transalpina y la Italia romana, Marco Antonio Meminio se había enriquecido extraordinariamente. Era ya el principal magistrado de la ciudad y había tratado de convencer a sus conciudadanos para que se quedasen en Arausio, al menos hasta saber si la batalla que se libraba al norte resultaba o no favorable a Roma. Al no conseguirlo, él había optado por quedarse, limitándose, prudentemente, a enviar fuera de la ciudad a sus hijos a cargo del pedagogo, enterrar su oro y esconder la trampilla de su bodega tapándola con una gran losa. Su mujer prefirió quedarse con él en vez de irse con los niños, y así los dos pequeños, acompañados de un grupo de fieles servidores, habían oído los lamentos de angustia que traía el viento desde el campamento de Malio Máximo.
Como ni romanos ni germanos llegaban a la ciudad, Meminio había enviado a un esclavo a que averiguase qué había sucedido, y aún estaba abrumado por la noticia cuando el primero de los oficiales romanos de alta graduación que habían salvado el pellejo entró en la ciudad. Se trataba de Cneo Malio Máximo y su grupo de ayudantes, que llegaban más como animales drogados camino del sacrificio ritual que como militares romanos; esta impresión de Meminio la corroboró el comportamiento del hijo de Metelo el Numídico, que los dirigía con la dureza y el ahínco de un perro de pastor. Meminio y su esposa salieron a recibir al grupo y lo invitaron a entrar en la villa; les dieron comida y vino, y trataron de que les hicieran un relato coherente de lo acaecido. Pero fue inútil; el único que conservaba el sentido común, el joven Metelo, sufría un impedimento bucal que le impedía hablar, y Meminio y su esposa no sabían griego y únicamente se expresaban en un rudimentario latín.
Durante los dos siguientes días llegaron más, aunque pocos, y ningún soldado raso, pese a que un centurión dijo que había algunos miles en la orilla occidental que deambulaban atontados y sin rumbo fijo. Cepio fue el último en llegar, acompañado de su hijo, Cepio el joven, con quien se había encontrado en la orilla occidental cuando bajaba hacia Arausio. Cuando Cepio supo que Malio Máximo estaba en casa de Meminio, se negó a quedarse y optó por encaminarse a Roma, llevándose a su hijo. Meminio le dio dos calesines con tiro para cuatro mulas y le puso en camino con provisiones y cocheros.
Abatido por el dolor de haber perdido a sus dos hijos, Malio Máximo fue incapaz de preguntar por los seis senadores hasta tres días después; hasta ese momento, Meminio ni siquiera sabía de su existencia, pero cuando Malio Máximo le instó a organizar un grupo de búsqueda, él puso pegas, temiendo que los germanos aún anduviesen por el campo de batalla, y le invadió una enorme preocupación ante la perspectiva de que tanto él y su esposa como sus abatidos huéspedes se dispusieran a emprender la huida.
Tal era la situación cuando el intérprete germano llegó a Arausio y localizó a Meminio. Este comprendió en seguida que el recién llegado traía importantes noticias, pero, desgraciadamente, no se entendían en latín y a Meminio no se le ocurrió llevarle a presencia de Malio Máximo. Le dio albergue y le indicó que esperase hasta que llegase alguien con dominio del idioma para interrogarle.
Con Cota a la cabeza, la embajada de senadores se había aventurado a cruzar de nuevo el río en cuanto los germanos volvieron grupas hacia el norte, dispuesta a buscar supervivientes en aquella horrible carnicería. Incluidos lictores y sirvientes, totalizaban veintinueve, que se dedicaron a cumplir temerosamente la tarea ante el posible regreso de los germanos. El tiempo transcurría y nadie acudía a ayudarlos.
Druso había recobrado el sentido al oscurecer, se había pasado la noche medio consciente, y al amanecer se hallaba lo bastante repuesto para poder arrastrarse en pos de su único deseo: encontrar agua. El río quedaba a tres millas y el campamento casi tan lejos, así que se encaminó hacia la derecha, con la esperanza de encontrar algún riachuelo en las primeras estribaciones del terreno. A pocos metros de allí se tropezó con Quinto Sertorio, quien hizo una seña con una mano al verle.
– No puedo moverme -dijo Sertorio, lamiéndose los agrietados labios-. Tengo la pierna muerta… Esperaba que llegase alguien… y creí que era un germano.
– Me muero de sed -farfulló Druso-. Voy a buscar agua y vuelvo.
Todo eran cadáveres, áreas y más áreas de cuerpos sin vida, pero sobre todo en la imprecisa ruta de Druso en busca de agua, porque había caído en la primera línea al principio de la batalla y los romanos, sin avanzar un centímetro, no habían hecho más que retroceder. Si Sertorio no hubiese caído también en primera línea y se hubiera hallado entre los montones de cadáveres más retrasados, Druso no le habría visto.
Despojado de su pesado casco ático, Druso iba con la cabeza descubierta; un soplo de aire movió un mechón de cabello sobre una hinchazón encima del ojo derecho, y era tal la contusión, tan tensa estaba la piel y tan sanguinolenta la frente, que aquel simple roce del pelo hizo que cayera de rodillas atenazado por el dolor.
Pero las ganas de vivir eran enormes. Volvió a incorporarse como pudo y siguió andando hacia el este, pensando en que no tenía con qué coger agua y que habría otros, como Sertorio, muertos de sed. Quejándose por efecto del agudo dolor al agacharse, quitó el casco a dos marsos muertos y siguió, llevándolos colgados de las correillas.
En medio del campo de cadáveres de los marsos había un borriquillo aguador, parpadeando sus amables ojos de largas pestañas a la vista de aquella carnicería, pero incapaz de moverse por tener trabado el ronzal en el brazo de un cadáver sepultado bajo otros cuerpos. El animal había tratado de zafarse, pero lo único que había conseguido había sido apretar más la soga del ronzal, de tal modo que se le veía la carne abotagada entre las tirantes correas. Druso, que había conservado el puñal, cortó la soga a la altura del brazo inerte y se la ató al cinturón para que, en caso de desmayarse, el jumento no pudiera escapar, pero el animal, contento de ver a un ser humano, aguardó pacientemente a que Druso calmara su sed y luego le siguió mansamente.
En un extremo del enorme revoltijo de cadáveres en torno al asno había dos piernas que se movían; en medio de repetidos grunidos de dolor, que el burro repetía entristecido, Druso logró apartar una serie de cadáveres y vio que había destapado a un oficial marso con vida. Su coraza de bronce estaba rota en el lado derecho, por debajo del brazo, y por un orificio de la enorme raja salía, mas que sangre, un flujo rosáceo.
Con el mayor cuidado que pudo, Druso sacó al oficial de entre los cadáveres hasta un trozo de hierba pisoteada y comenzó a desabrocharle la coraza por el lado izquierdo. El oficial tenía los ojos cerrados, pero una vena del cuello le latía con fuerza, y cuando Druso le quitó la coraza, estirando de ella sobre pecho y abdomen, lanzó un fuerte grito.
– ¡Cuidado! -añadió en tono irritado en el más puro latín.
Druso se detuvo un instante y siguió desabrochando la camisa de cuero.
– ¡Estáte quieto, necio! -dijo-. Sólo intento ayudarte. ¿Quieres agua, antes?
– Agua -balbució el oficial marso.
Druso le dio de beber con el casco y se vio recompensado con la mirada de dos ojos verde amarillos, que le recordaron las serpientes; los marsos eran adoradores de serpientes, bailaban con ellas, las encantaban y hasta les daban la lengua. Con aquellos ojos, no era de extrañar.
– Me llamo Quinto Popedio Silo -dijo el marso-. Un irrumator de ocho pies de altura me cogió desprevenido -dijo, cerrando los ojos, al tiempo que dos lagrimones le corrían por las ensangrentadas mejillas-. Mis hombres han muerto todos, ¿verdad?
– Eso me temo -contestó Druso en voz baja-. Y los míos y los de todos, creo, Me llamo Marco Livio Druso. Ahora aguanta, que voy a moverte haciendo fuerza.
La herida estaba restañada, pues, gracias a la lana de la túnica, la espada germana no había penetrado mucho. Druso sintió las costillas rotas al agarrarle, pero la coraza, el justillo de cuero y las costillas habían impedido que la hoja profundizase en el tórax.
– Te salvarás -dijo-. ¿Puedes ponerte en pie apoyándote en mi? Tengo un compañero de mi legión que espera ayuda. Así que, o te quedas aquí y vienes cuando puedas o vienes ahora conmigo.
Otro roce del pelo en la ceja en carne viva le hizo dar un alarido de dolor.
Quinto Popedio Silo consideró la situación.
– Tal como estás no podrás ayudarme -dijo-. A ver si puedes darme mi puñal; cortaré un trozo de la tunica para vendarme la herida. No puedo seguir sangrando en medio de este tártaro.
Druso le dio el puñal y se alejó con el burro.
– ¿Dónde estás? -inquirió Silo.
– Una legión más allá -contestó Druso.
Sertorio seguía inconsciente. Bebió con gran fruición y después consiguió sentarse. Su herida era peor que la de Druso y la del marso, y era evidente que era incapaz de moverse si no le ayudaban los dos. Así que Druso se sentó a su lado y se quedó quieto para descansar, hasta que una hora después apareció Silo. El sol ya estaba alto y hacía calor.
– Tendremos que llevar los dos a Quinto Sertorio lejos de los cadáveres para que no se le infecte la herida -dijo Silo-. Luego, creo que lo mejor será hacerle algún sombrajo y ver si queda alguien vivo por ahí.
Lo hicieron todo con agobiante lentitud y horribles dolores, pero finalmente lograron dejar a Sertorio lo más cómodo posible y los dos se dedicaron a buscar a alguien. No habían andado mucho, cuando a Druso le acometió un acceso de náuseas y se vio obligado a hacerse un ovillo en el polvo, sacudido por espasmos del diafragma y el estómago, lanzando gemidos de agonía. Poco más entero que él, Silo se dejó caer a su lado, y el burro, que seguía amarrado al cinturón de Druso, aguardó pacientemente.
Luego, Silo, echándose sobre el costado, examinó la hinchazón de la frente de Druso y lanzó un gruñido.
– Marco Livio, si no puedes aguantar el dolor, creo que se te calmaría bastante si te sajo ese bulto con el puñal y dejamos que sangre. ¿De acuerdo?
– ¡A la Hidra me enfrentaría con tal de hallar alivio! -masculló Druso.
Antes de aplicar la punta del puñal, Silo farfulló un encantamiento en una lengua que Druso no consiguió identificar; no era osco, porque ésa la entendía él bien. Lo que estaba salmodiando era un encantamiento de serpientes, pensó Druso, y se sintió curiosamente tranquilo. El dolor era insoportable y perdió el sentido. Mientras estaba inconsciente, Silo extrajo la mayor cantidad posible de pus y flujo, enjugándolo con un trozo de túnica que arrancó a Druso. Cuando éste comenzaba a volver en sí, le arrancó otro trozo.
– ¿Te sientes mejor? -inquirió.
– Mucho mejor -contestó Druso.
– Si te lo vendase, te dolería más. Toma, límpiatelo con esto si te ciega; tarde o temprano dejará de supurar -dijo Silo, alzando la vista hacia el implacable sol-. Tenemos que buscar una sombra o pereceremos, lo que quiere decir que el joven Sertorio también perecería -añadió, poniéndose en pie.
Cuanto más se aproximaban al río más signos de vida veían entre aquella carnicería: gemidos, débiles gritos de auxilio, movimientos.
– Esto es una ofensa a los dioses -dijo Silo, cabizbajo-. Nunca he visto una batalla peor planeada. ¡Nos han ejecutado! ¡Maldigo a Cneo Malio Máximo! ¡Que mi gran serpiente portadora de luz se enrosque a los sueños de Cneo Malio Máximo!
– Estoy de acuerdo. Ha sido un fracaso y el mando ha sido peor que el de Casio en Burdigala. Pero hay que repartir la responsabilidad por igual, Quinto Popedio. Si Cneo Malio tiene culpa, ¡qué no tendrá Quinto Servilio Cepio!
¡Cómo le dolía tener que decir aquello, tratándose nada menos que del padre de su esposa!
– ¿Cepio? ¿Y él qué tiene que ver? -inquirió Silo.
La herida ya no le dolía tanto; Druso comprobó que podía volver fácilmente la cabeza para mirar a Silo.
– ¿Es que no lo sabes? -replicó.
– ¿Qué va a saber un itálico de las decisiones del mando romano? -contestó Silo, escupiendo despectivamente en el suelo-. Nosotros hemos venido a combatir y no intervenimos para nada en cómo ha de plantearse el combate, Marco Livio.
– Bien, desde el momento en que llegó de Narbo, Quinto Servilio se negó a colaborar con Cneo Malio -dijo Druso con un estremecimiento-. No quiso aceptar órdenes de un hombre nuevo.
Silo miró a Druso de hito en hito, clavando sus ojos verdeamarillos en los negros del romano.
– ¿Quieres decir que Cneo Malio quería que Quinto Servilio viniese a este campamento?
– ¡Claro! Igual que los seis senadores que vinieron de Roma. Pero Quinto Servilio se negó a ponerse bajo el mando de un hombre nuevo.
– ¿Quieres decir que fue Quinto Servilio quien mantuvo separados los dos ejércitos…?
Silo no daba crédito a lo que estaba oyendo.
– Sí; Quinto Servilio, que es mi suegro -tenía que decirlo-. Estoy casado con su única hija. ¿Cómo puedo soportarlo? Su hijo es mi mejor amigo y está casado con mi hermana… ha luchado aquí con Cneo Malio y ha muerto… supongo… -El líquido que Druso se enjugaba del rostro era principalmente lágrimas-. ¡El orgullo, Quinto Popedio! ¡El necio e inútil orgullo!
Silo se había detenido.
– Ayer murieron seis mil soldados marsos con sus dos mil servidores… ¿y tú me dices que ha sido porque un necio romano de alta alcurnia tiene inquina a otro necio romano de menor alcurnia? -exclamó Silo, rabioso y bufando de furor-. ¡Que la gran serpiente portadora de luz acabe con los dos!
– Algunos de tus hombres estarán vivos -dijo Druso, no por excusar a sus superiores, sino por tratar de animar a aquel hombre a quien apreciaba enormemente.
Le embargaba un profundo dolor, un dolor que nada tenía que ver con la herida física, el dolor producto de una pena horrorosa. El, Marco Livio Druso, que no había conocido hasta aquel momento la realidad de la vida, lloraba de vergúenza al pensar en una Roma dirigida por hombres capaces de causar tanto dolor por sus rencillas sociales.
– No, han muerto -respondió Silo-. ¿Por qué crees que tardé tanto en llegar a donde estaba Quinto Sertorio? Estuve recorriendo el campo, mirando. Muertos. ¡Muertos todos!
– Y los míos -añadió Druso, sin dejar de llorar-. Aguantamos la avalancha por la derecha y no teníamos ni un solo escuadrón de caballería.
Poco después avistaban a lo lejos al grupo senatorial y pidieron auxilio.
Marco Aurelio Cota llevó en persona a los tribunos militares a Arausio, caminando pacientemente las cinco millas detrás de un carro de bueyes, que era el medio mejor para hacer el viaje. Dejó a sus colegas tratando de organizar lo que pudieran en aquel caos. Marco Antonio Meminio logró convencer a algunos elementos de las tribus galas que vivían en las alquerías cercanas para que se llegasen al campo de batalla y ayudasen en lo que fuera posible.
– Estamos ya en la tarde del tercer día -dijo Cota a Meminio nada más llegar- y habrá que hacer algo con los cadáveres.
– La población ha huido y los granjeros están convencidos de que los germanos volverán… No tenéis idea de lo difícil que es convencer a nadie para que vaya a ayudaros -respondió Meminio.
– No sé dónde están los germanos -replicó Cota- y no me explico por qué tomaron en dirección norte. Pero, de momento, no se les ha vuelto a ver. Desgraciadamente no tengo a nadie para enviarle de exploración. Ahora lo más importante son los muertos.
– ¡Oh! -exclamó Meminio, dándose una palmada en la frente-. Hace unas cuatro horas llegó un hombre, y por lo que he podido entender, porque no le comprendo bien, es uno de los intérpretes germanos que estaban en el campamento de la caballería. Habla latín, pero no entiendo su acento. ¿Queréis verle? Quizá quiera serviros de explorador.
Cota mandó traer al germano, y lo que le dijo cambió todos sus planes.
– Han tenido una tremenda disputa; el consejo de jefes se halla dividido y tres pueblos han seguido rutas distintas -dijo el intérprete.
– ¿Una disputa entre los jefes, dices?
– Bueno, entre Teutobodo de los teutones y Boiorix de los cimbros, al menos, al principio -respondió el germano-. Los guerreros regresaron a poner en marcha los carros y el consejo se reunió para repartir el botín. Habían capturado gran cantidad de vino en los tres campamentos romanos y el consejo estuvo bebiendo. Luego, Teutobodo dijo que había tenido un sueño cuando iba camino de los carros y que se le apareció el gran dios Ziu, que le dijo que si su pueblo continuaba la marcha hacia el sur por tierras romanas, los romanos le infligirían una derrota por la cual guerreros, mujeres y niños acabarían vendidos como esclavos. Entonces él dijo que iba a conducir a los teutones a Hispania por tierras de los galos y no de los romanos. Pero Boiorix lo desaprobó tajantemente, acusó a Teutobodo de cobarde y anunció que los cimbros pasarían por tierras romanas, hicieran lo que hicieran los teutones.
– ¿Estás seguro de ello? -inquirió Cota, sin dar crédito a lo que oía-. ¿Cómo lo has sabido? ¿Te lo han dicho o estabas tú presente?
– Estaba allí, dominus.
– ¿Y por qué estabas allí? ¿Cómo es que estabas con ellos?
– Yo aguardaba que me llevasen a los carros de los cimbros, porque soy cimbro. Todos estaban borrachos y nadie advirtió mi presencia. Pero me di cuenta de que ya no quería ser germano y decidí enterarme de lo que pudiera hasta escapar.
– ¡Sigue, sigue! -dijo Cota, impaciente.
– Bien, el resto de los jefes se sumó a la disputa; entonces, Getorix, jefe de los marcomanos, los queruscos y los tigurinos, propuso llegar a un acuerdo quedándose en las tierras de los eduos y los ambarres, pero, excepto su pueblo, nadie quiso aceptarlo. Los jefes teutones se pusieron de parte de Teutobodo y los jefes cimbros de parte de Boiorix. Así que, ayer, el consejo acabó con la disensión de los tres pueblos. Teutobodo ha dado orden a los teutones de seguir hasta la lejana Galia y proseguir su ruta hacia Hispania por tierras de los cardurcios y los petrocoros. Getoríx y su pueblo van a quedarse entre los eduos y ambarres, y Boiorix va a conducir a los cimbros a la otra orilla del gran río Rhodanus para marchar hacia Hispania por fuera de las tierras romanas.
– ¡Así que por eso no se los ve! -exclamó Cota.
– Sí, domínus. No van a ir hacia el sur por tierras romanas -dijo el germano.
Cota volvió con Marco Antonio Meminio y le comunicó la noticia con una gran sonrisa.
– ¡Corred la voz, Marco Meminio, y lo antes posible! Hay que enterrar esos cadáveres antes de que se contaminen tierras y aguas, pues la peste causaría mayores males a las gentes de Arausio que los germanos -dijo Cota-. ¿Dónde se encuentra Quinto Servilio Cepio? -añadió, ceñudo, mordiéndose el labio.
– Camino de Roma, Marco Aurelio.
– ¿Qué decís…?
– Salió hacia Roma con su hijo sin pérdida de tiempo para llevar la noticia -respondió Meminio, sorprendido.
– ¡Ah, claro! -exclamó cabizbajo Cota-. ¿Viaja por tierra?
– Claro, Marco Aurelio. Le facilité calesines de cuatro mulas de mis propios establos.
Cota se puso en pie animado por una nueva energía.
– Llevaré a Roma la noticia de Arausio -dijo-. Volaré si es necesario y llegaré antes que Quinto Servilio. ¡Lo juro! Marco Meminio, dadme el mejor caballo que podáis. Saldré para Massilia en cuanto amanezca.
Cabalgó al galope hasta Massilia, sin escolta, cambiando de caballo en Glanum y en Aquae Sextiae, llegando al mar siete horas después de salir de Arausio. En el gran puerto fundado por los griegos siglos antes nada se sabía de la gran batalla librada hacía cuatro días, pero Cota se encontró la ciudad -tan elegante y griega, blanca y luminosa- embargada por un ambiente de temor ante la llegada de los germanos.
La casa del etnarca destacaba entre las demás, y hacia ella se encaminó Cota con toda la arrogancia y premura de un magistrado curul romano que va a un negocio concreto. Como Massilia gozaba de amistosas relaciones con Roma sin someterse a la ley romana, Cota podría haber sido cortésmente despedido, pero no fue así, naturalmente. Sobre todo después de que el etnarca y algunos de sus consejeros que vivían cerca escucharon lo que les expuso.
– Quiero el barco más rápido de que dispongáis y los mejores marineros y remeros de Massilia -dijo-. Sin carga que disminuya su marcha, pero llevaré dos equipos de reserva de remeros pór si hay que remar contra el viento o en mala mar. ¡Porque os juro, etnarca Arístides, que estaré en Roma dentro de tres días, aunque sea necesario remar todo el día! No navegaremos costeando, sino en línea recta hasta Ostia, tal como sepa el mejor piloto de Massilia. ¿Cuándo es la próxima marea?
– Tendréis el barco y la tripulación al amanecer, Marco Aurelio, precisamente a la hora de la nueva marea -contestó el etnarca con amable voz-. ¿Quién paga? -añadió, tosiendo con gran delicadeza.
Un típico griego de Massilia, se dijo Cota para sus adentros.
– Hacedme una factura -contestó-. Paga el Senado y el pueblo de Roma.
Inmediatamente le hicieron la factura; Cota miró el precio astronómico y lanzó un gruñido.
– Es una tragedia que las malas noticias cuesten tanto como una nueva guerra contra los germanos -dijo, mirando al etnarca Arístides-. ¿No me rebajáis unas dracmas?
– Sí que es una tragedia -repitió el etnarca con voz pausada-, pero los negocios son los negocios. Ese es el precio, Marco Aurelio. Tomadlo o dejadlo.
– Lo tomo -respondió Cota.
Cepio y su hijo no se molestaron en dar un rodeo y hacer la obligada etapa en Massilia que habría efectuado cualquier viajero por carretera. Nadie sabía mejor que Cepio -que había estado un año en Narbo y otro en Hispania cuando era pretor- que los vientos siempre soplaban en sentido adverso en el Sinus Gallicus. Él seguiría la Vía Domicia por el valle del río Druentia, cruzaría la Galia itálica por el paso del Mons Genava y seguiría a la mayor velocidad posible por la Via Emilia y la Via Flaminia. Esperaba poder cubrir setenta millas diarias si obtenía buenos animales de refresco en las paradas y esperaba que su imperium proconsular se lo facilitase. Y así fue. Conforme transcurrían las millas, Cepio comenzó a sentirse seguro de que llegaría incluso antes que el correo senatorial. Había cruzado con tanta rapidez los Alpes, que los voconcios, siempre al acecho de viajeros romanos vulnerables que transitaban por la Via Domicia, no tuvieron ni tiempo de organizar un ataque contra los dos calesines al galope.
Cuando llegó a Ariminum, al final de la Via Emilia, estaba seguro de que cubriría la distancia entre Arausio y Roma en siete días, gracias a las buenas calzadas y numerosas mulas de refresco. Y comenzó a tranquilizarse. Podía estar exhausto y sufrir una cefalea fenomenal, pero sería su versión de lo que había sucedido en Arausio la primera que conocería Roma, y eso constituiría nueve décimas partes a su favor. Cuando aparecieron los Fanum Fortunae y los calesines tomaron por la Via Flaminia para cruzar los Apeninos y descender al valle del Tíber, Cepio se consideró vencedor. Su versión de la batalla de Arausio sería la que Roma tomaría por la verídica.
Pero la Fortuna tenía otro favorito. Marco Aurelio Cota cruzó el Sinus Gallicus desde Massilia a Ostia con vientos que oscilaron entre ideales y nulos; una travesía muchísimo mejor que la previsible. Cuando caía el viento, los remeros profesionales se sentaban a los portarremos, el hortator comenzaba a marcar el ritmo con el tambor y treinta musculosas espaldas se aplicaban a la tarea con tesón. Era un barco pequeño, construido para la navegación rápida más que para la mercante, y a Cota se le antojaba sospechosamente una nave de guerra massiliota, bien que no estaban permitidas sin previo consentimiento de Roma. Sus dos bancos de remos, quince por cada borda, estaban acoplados a los portarremos protegidos por unas cubiertas a las que fácilmente se habría podido adaptar una fila de fuertes escudos para convertirlas en plataformas de combate en un abrir y cerrar de ojos; y aquella grúa aparejada en la cubierta de popa era de una extraña construcción. ¿No iría allí alojada una fuerte catapulta?, se preguntaba Cota. La piratería era una provechosa industria que abundaba de un extremo a otro del Mediterráneo.
Sin embargo, no era hombre que pusiese objeciones a un regalo de la Fortuna. Así que se limitó a asentir con la cabeza sin gran convicción cuando el capitán le explicó que se dedicaba al transporte de pasajeros y que las cubiertas de los portarremos eran idóneas para que éstos estirasen las piernas, ya que los camarotes eran algo rudimentarios. Antes de zarpar, el capitán le había hecho ver que dos equipos de remeros de reserva era excesivo, dado que sus hombres eran los mejores de la profesión y sabrían mantener una buena velocidad con un solo equipo. Y Cota se alegraba de haber accedido, pues así llevaban menos peso y el viento permitía descansar a los remeros cuando parecían estar a punto de agotarse.
El barco había zarpado del magnífico puerto de Massilia al amanecer del día once de octubre y echaba el ancla en el paupérrimo puerto de Ostia el día anterior a los idus, tres días más tarde exactamente. A las tres horas, Cota entraba en casa del cónsul Publio Rutilio Rufo, espantando a los clientes como un zorro a las gallinas.
– ¡Fuera! -gritó al que estaba sentado en la silla ante el escritorio de Rutilio Rufo, dejándose caer agotado en ella, mientras el cliente se apresuraba a salir del despacho.
A mediodía se había convocado al Senado a una reunión urgente en la curia hostilia; Cepio y su hijo trotaban en aquel momento por las últimas millas de la Via Emilia.
– Dejad las puertas abiertas -dijo Publio Rutilio Rufo al jefe de los empleados-. De esta reunión debe ser testigo el pueblo. Y que todo lo que se diga se tome palabra por palabra y quede transcrito.
Para la precipitación con que se había convocado, la asistencia fue multitudinaria, ya que, de acuerdo con ese modo inexplicable con que las noticias se difunden antes de darlas a la opinión, se había extendido ya el rumor por Roma de que había habido una gran derrota en la Galia frente a los germanos. La escalinata de la zona de comicios al pie de la curia hostilia se iba llenando rápidamente de gente, igual que las escalinatas y espacios cercanos.
Estando al corriente de las cartas de Cepio, protestando contra Malio Máximo y exigiendo suprema autoridad, y temiendo que volviera a suscitarse el debate, los padres conscriptos estaban nerviosos. Como hacía semanas que no tenían noticias de Cepio, el esforzado Marco Emilio Escauro estaba en situación de desventaja y lo sabía. Así, cuando el cónsul Rutilio Rufo mandó que las puertas de la cámara permanecieran abiertas, Escauro no osó impugnarlo y mandar cerrarlas. Ni tampoco Metelo el Numídico. Todas las miradas se centraban en Cota, a quien se había dado una silla cerca del estrado en el que presidía la silla curul de su cuñado Rutilio Rufo.
– Marco Aurelio Cota ha llegado a Ostia esta misma mañana -dijo Rutilio Rufo-. Hace tres días estaba en Massilia y el día anterior se encontraba en Arausio, cerca del punto de estacionamiento de nuestros ejércitos. Ruego a Marco Aurelio Cota que tome la palabra y advierto a la cámara que esta reunión quedará registrada palabra por palabra.
Naturalmente, Cota se había bañado y cambiado, pero eran evidentes las huellas del cansancio en su rostro habitualmente rubicundo, y la pesadez de gestos al ponerse en pie corroboraban su fatiga.
– Padres conscriptos, el día anterior al nones de octubre se entabló una batalla en Arausio -comenzó diciendo Cota, sin necesidad de elevar la voz dado el aplastante silencio de la cámara-. Los germanos nos aniquilaron. Han muerto ochenta mil soldados.
Ni una exclamación, ni un murmullo. Nadie se movía, los senadores permanecían sentados en profundo silencio, como si estuvieran en la cueva de la Sibila de Cumas.
– Digo ochenta mil soldados, y no sólo eso: los muertos de las tropas auxiliares son veinticuatro mil más, y no cuento los muertos de la caballería.
Con voz neutra e inexpresiva, Cota continuó explicando detalladamente al Senado lo que había sucedido desde el momento en que él y sus cinco compañeros habían llegado a Arausio, las infructuosas discusiones con Cepio, el ambiente de confusión y malestar creado por la sarcástica actitud de Cepio ante las órdenes de Malio Máximo y cómo algunos se habían puesto de su parte, como era el caso del propio hijo de Cepio; el aislamiento del procónsul Aurelio y su caballería para resultar militarmente eficaces.
– Los cinco mil soldados con sus auxiliares y todos los animales perecieron en el campamento de Aurelio. El legado Marco Aurelio Escauro fue hecho prisionero por los germanos y de él hicieron víctima ejemplar. Le quemaron vivo, padres conscriptos. Y según me ha dicho un testigo presencial, murió con gran entereza y valor.
Podían verse rostros demudados entre los senadores, porque la mayoría tenían hijos, hermanos, primos y sobrinos en uno de los dos ejércitos; lloraban en silencio, ahogando los sollozos en sus togas e inclinados en sus asientos, tapándose el rostro con las manos. Sólo Escauro, príncipe del Senado, se mantenía erguido, con dos rosas de rubor en las mejillas y la boca en un rictus inmóvil.
– Todos los que estáis presentes sois responsables -prosiguió Cota-, porque en la delegación que enviasteis no había ningún senador con categoría consular, y yo, un simple ex pretor, era el único magistrado curul de los seis. Como consecuencia, Quinto Servilio Cepio se negó a tratar con nosotros de igual a igual por linaje y alcurnia. Ni por experiencia. No, él interpretó nuestra insignificancia, nuestra poca influencia, como indicio de que el Senado le respaldaba en su desacato a Cneo Malio Máximo. ¡Y con toda la razón, padres conscriptos! ¡Si hubieseis querido que Quinto Servilio obedeciese la ley, subordinándose al cónsul del año, habríais enviado una delegación de categoría consular! Pero no lo hicisteis. Enviasteis deliberadamente cinco pedarii y un ex pretor a tratar con uno de los miembros de esta cámara más antiguos y más obstinadamente elitistas.
No se alzaba ninguna cabeza y cada vez había mayor número de ellas ocultas bajo la toga. Pero Escauro, príncipe del Senado, seguía erguido como un palo, sin quitar sus ojos de brasa del rostro de Cota.
– La rencilla entre Quinto Servilio Cepio y Cneo Malio Máximo impidió la unión de sus fuerzas y, en lugar de disponer de un sólido ejército de no menos de diecisiete legiones y más de cinco mil caballos, Roma puso en el campo de batalla dos ejércitos a veinte millas de distancia entre sí, con el más pequeño cerca del avance germano y alejado del cuerpo de caballería. Quinto Servilio Cepio me dijo en persona que no pensaba compartir su triunfo con Cneo Malio Máximo y que había situado expresamente su ejército demasiado al norte del de Cneo Malio para que éste no pudiera participar en el combate.
Cota cobró aliento de forma tan ruidosa en aquel silencio, que Rutilio Rufo tuvo un sobresalto. Escauro no. Junto a Escauro, Metelo el Numídico asomó despacio bajo la toga su rostro impertérrito.
– Aun dejando a un lado la desastrosa querella entre ambos, padres conscriptos, lo cierto es que ni Quinto Servilio ni Cneo Malio poseen suficiente talento militar para vencer a los germanos. No obstante, de los dos comandantes, es Quinto Servilio quien más reproches merece, pues no sólo fue tan deleznable general como Cneo Malio, sino que además despreció la ley. ¡Se puso por encima de la ley, la consideró un simple adminículo para inferiores! Un auténtico romano, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado -esto lo dijo dirigiéndose al portavoz de la cámara, que no se inmutó-, pone la ley por encima de todo, consciente de que bajo su imperio no existen diferencias sociales, sino un sistema de comprobaciones y equilibrios que hemos expresamente dispuesto para que nadie se considere por encima de sus semejantes. Pero Quinto Servilio Cepio se comportó como el primer hombre de Roma. ¡Pero según la ley, él no puede ser primer hombre de Roma! Así, yo os digo que Quinto Servilio transgredió la ley, mientras que Cneo Malio es simplemente un general inepto.
Nadie hablaba ni se movía, y Cota lanzó un suspiro.
– Arausio es un desastre peor que el de Cannas, colegas senadores. Ha perecido la flor y nata de Roma. Lo sé porque estaba allí. Puede que hayan sobrevivido trece mil soldados, y éstos, las tropas más bisoñas, huyeron sin orden ni concierto, abandonando armas y corazas en el campo para cruzar el Rhodanus a nado. Aún siguen desperdigados y errabundos por el margen occidental del río, y por algunos informes que he recibido, se hallan tan atemorizados por los germanos, que prefieren ocultarse a correr el riesgo de que los recuperen para volver a alistarlos en el ejército romano. Tratando de detener esa fuga masiva, el tribuno Sexto Julio César fue arrollado por sus propias tropas. Me complace informar que vive, pues yo mismo le hallé en el campo de batalla, donde había sido dado por muerto por los germanos. Yo y mis compañeros, un total de veintinueve, fuimos los únicos que pudimos socorrer a los heridos; durante casi tres días no nos ayudó nadie. Aunque la mayoría de los caídos en el campo de batalla eran cadáveres, no cabe duda de que han muerto algunos que podrían haber salvado la vida de haber habido alguien a mano que los auxiliase.
Pese a su férreo autodominio, Metelo el Numídico comenzó a menear insistentemente la cabeza. Cota lo advirtió y miró al enemigo de Cayo Mario, que era amigo personal suyo, pues Cota no era ferviente partidario de Mario.
– Vuestro hijo, Quinto Cecilio Metelo el Numidico, ha sobrevivido indemne, pero no es un cobarde. Salvó al cónsul Cneo Malio y a algunos de su estado mayor. Sin embargo, si han perecido los dos hijos de Cneo Malio. De los veinticuatro tribunos militares electos, sólo han salvado la vida tres, Marco Livio Druso, Sexto Julio César y Quinto Servilio Cepio hijo. Marco Livio y Sexto Livio están gravemente heridos. Quinto Servilio hijo, que mandaba la legión de tropas más bisoñas cerca del río, se salvó cruzándolo a nado, ignoro en qué circunstancias de integridad personal.
Cota hizo una pausa para carraspear, preguntándose si el gran alivio en la mirada de Metelo el Numidico era principalmente porque se hubiese salvado su hijo o por haberse enterado de que no había sido un cobarde.
– Pero estas bajas no son nada comparadas con el hecho de que ningún centurión veterano de ninguno de los dos ejércitos ha sobrevivido. ¡Roma se ha quedado sin oficiales, padres conscriptos! El gran ejército de la Galia Transalpina no existe. -Hizo otra pausa-. Nunca existió, por culpa de Quinto Servilio Cepio.
Afuera de las grandes puertas de bronce de la curia hostilia, los que estaban más cerca para oír lo que se decía iban difundiendo las noticias y la multitud seguía aumentando y ahora se extendía por el Argiletum, el Clivus Argentarius, el bajo Foro Romano y por detrás de la fuente de los Comicios. Era una muchedumbre gigantesca pero silenciosa: lo único que se oía eran sollozos. Roma había perdido la batalla crucial y los germanos tenían vía libre hacia la península itálica.
Antes de que Cota pudiera sentarse, se oyó hablar a Escauro.
– ¿Y dónde se hallan en este momento los germanos, Marco Aurelio? ¿Estaban muy al sur de Arausio cuando salisteis para traer la noticia?
– Sinceramente, no lo sé, príncipe del Senado. Cuando concluyó la batalla, que sólo duró cuestión de una hora, los germanos volvieron grupas hacia el norte, por lo visto para recoger sus carros, mujeres y niños, que habían dejado al norte del campamento de caballería. Pero cuando yo salí no habían vuelto. Hablé con un germano que Marco Aurelio Escauro había tenido de intérprete cuando vinieron los jefes germanos a parlamentar, a quien al capturar y reconocer como germano no hicieron daño, y, según él, los bárbaros discutieron y se dividieron en tres grupos. Por lo visto ninguno de estos tres grupos se siente con suficiente valor para continuar solo hacia el sur por nuestro territorio y se dirigen a Hispania por diversas rutas a través de las tierras de los galos cabelludos. Pero esa rencilla la indujo el vino romano cobrado en el botín y no puede preverse si será duradera. Tampoco es muy seguro que el intérprete dijera la verdad o parte de la verdad. Dice que se escapó y regresó porque ya no quiere ser germano, pero pudiera ser que los propios germanos le enviasen para disipar nuestros temores y hacer más fácil presa en nosotros. Lo único que puedo deciros con certeza es que cuando yo partí no había indicios de movimiento germano hacia el sur -respondió Cota, tomando asiento.
Rutilio Rufo se puso en pie.
– No es ocasión para entrar en debate, padres conscriptos -dijo-. Ni para recriminaciones y más enfrentamientos. Hoy es día de acción.
– ¡Muy bien! ¡Muy bien! -exclamó alguien en las filas de atrás.
– Mañana son los idus de octubre -prosiguió Rutilio Rufo- y eso quiere decir que ha concluido la temporada de campañas. Pero nos queda muy poco tiempo si queremos evitar que los germanos invadan Italia en cualquier momento, como parece probable. He formulado un plan de actuación que voy a presentaros, pero antes voy a hacer una solemne advertencia. Al menor signo de discusión, disensión o cualquier otra forma de partidismo en la cámara, presentaré el plan al pueblo y haré que lo apruebe la Asamblea de la plebe. Así, os privaré, conscriptos padres, de vuestra prerrogativa a dirigir los asuntos relativos a la defensa de Roma. La conducta de Quinto Servilio Cepio es exponente de la gran debilidad de la institución senatorial, es decir, su negativa a admitir que la casualidad, la fortuna y la suerte a veces se concatenan y hacen surgir hombres de las capas sociales más bajas con grandes dotes que todos nosotros consideramos inherentes al linaje y a la tradición para gobernar al pueblo de Roma y tener el mando de sus ejércitos.
Se había dado la vuelta, dirigiendo la voz hacia las puertas abiertas, y su palabra se difundía por encima de la multitud hacia la zona de los comicios.
– Vamos a necesitar todos los hombres útiles de toda Italia, eso desde luego. Desde los del censo por cabezas hasta las órdenes y clases del Senado, ¡todos los hombres útiles! Por lo tanto os pido un decreto pidiendo a la Asamblea de la plebe que redacte inmediatamente una ley prohibiendo a todo el que tenga entre diecisiete y treinta y cinco años abandonar las costas de Italia o cruzar el Arnus y el Rubico hacia la Galia itálica. Mañana quiero que haya correos dispuestos para dirigirse al galope a todos los puertos de la peninsula con órdenes para que ninguna nave acepte hombres libres útiles como marineros ni pasajeros. Eludir el servicio militar se penará con la muerte, tanto por parte del que lo eluda como del que lo consienta.
Nadie decía una palabra; ni Escauro, príncipe del Senado, ni Metelo el Numídico, ni Metelo Dalmático, pontífice máximo, ni Ahenobarbo padre, ni Catulo César, ni Escipión Nasica. Bien, pensó Rutilio Rufo. Así no habrá oposición a la ley.
– Todo el personal disponible será enviado a reclutar soldados de todas las clases desde el censo por cabezas hasta la senatorial. Y eso significa, padres conscriptos, que los que entre vosotros tengan treinta y cinco años o menos irán inmediatamente destinados a las legiones, independientemente del número de campañas en que hayáis servido anteriormente. Si aplicamos la ley con energía, conseguiremos soldados. Si no, mucho me temo que no obtengamos los precisos. Quinto Servilio limpió las últimas bolsas de pequeños propietarios en toda Italia y Cneo Malio alistó a casi setenta mil proletarios del censo por cabezas como soldados o tropas auxiliares.
"Así que tendremos que tener en cuenta los ejércitos que tengamos en otros países. En Macedonia sólo disponemos de dos legiones, las dos auxiliares y a las que posiblemente sea imposible desplazar. En Hispania, dos legiones en la provincia Ulterior y una en la Citerior; dos de ellas son romanas y la otra de tropas auxiliares, y no sólo tienen que permanecer allí, sino que deben reforzarse notablemente ya que los germanos se proponen invadir Hispania.
Hizo una pausa, y Escauro, príncipe del Senado, se hizo oir por fin.
– ¡Adelante, Publio Rutilio! -exclamó enojado-. ¡Pasad a Africa y a Cayo Mario!
Rutilio Rufo parpadeó, fingiendo sorpresa.
– ¡Ah, gracias, príncipe del Senado, gracias! ¡Si no lo hubierais mencionado, podría haberlo olvidado! ¡Por algo os llaman el perro guardián del Senado! ¿Que haríamos sin vos?
– ¡Ahorraos vuestros sarcasmos, Publio Rutilio! -masculló Escauro-. ¡ Continuad!
– ¡Desde luego! Hay tres aspectos de la guerra en Africa que deseo mencionar. El primero es su acertada conclusión, con un enemigo totalmente batido, un rey enemigo con su familia que en estos momentos se encuentra en Roma como rehén en casa de nuestro noble Quinto Cecilio Metelo el Meneítos… oh, os ruego que me perdonéis, Quinto Cecilio, el Numídico, quería decir. Bien, que se encuentra aquí en Roma.
– El segundo aspecto -prosiguió- es la existencia de un ejército de seis legiones formadas por proletarios, sí, pero estupendamente entrenados, valientes y con excelentes oficiales, desde los centuriones más jóvenes y cadetes tribunos hasta los legados. Y cuenta con una fuerza de caballería de dos mil jinetes igualmente avezados y valientes.
Rutilio Rufo se detuvo, dio media vuelta y dirigió a los senadores una sonrisa de lobo.
– El tercer aspecto, padres conscriptos, es un hombre. Un solo hombre. Me refiero, naturalmente, al procónsul Cayo Mario, comandante en jefe del ejército de Africa y único artífice de una victoria tan absoluta que merece parangón con las victorias de Escipión Emiliano. El peligro en Africa para los ciudadanos de Roma, sus propiedades, su provincia y el abastecimiento de trigo ha desaparecido. De hecho, Cayo Mario nos ha legado una Africa tan pacificada que ni siquiera es necesario dejar allí una legión para guarnecerla.
Bajó del estrado en el que estaban las sillas curules y por las losas blancas y negras del antiguo suelo se dirigió a las puertas, desde donde llegara su voz al Foro.
– Roma necesita un general más que soldados y centuriones. Como dijo en cierta ocasión el propio Cayo Mario en esta misma cámara, millares y millares de soldados romanos han perecido en los pocos años que van desde la muerte de Cayo Graco… ¡única mente por la incompetencia de los hombres que los mandaban a ellos y a los centuriones! Y cuando Cayo Mario dijo estas palabras, Italia tenía cien mil hombres más de los que tiene en este momento. ¿Y cuántos soldados, centuriones y fuerzas auxiliares ha perdido Cayo Mario? ¡Prácticamente ninguno, padres conscriptos! Hace tres años llevó seis legiones a Africa y aún cuenta con esas seis legiones en perfecto estado. ¡Seis legiones veteranas, seis legiones con centuriones!
Hizo una pausa y alzó la voz cuanto podía.
– ¡Cayo Mario es la solución a la necesidad que tiene Roma de un general competente!
Su silueta pequeña y delgada se destacó unos instantes contra la masa de los que escuchaban en el porche, mientras regresaba a lo largo de la cámara hasta el estrado, donde se detuvo.
– Habéis escuchado a Marco Aurelio Cota decir que había habido una rencilla entre los germanos, y que de momento parece que han desistido de migrar a través de la provincia de la Galia Transalpina. Creo que no deberíamos quedarnos tan tranquilos por ese informe. Debemos tomarlo con escepticismo y que no nos haga incurrir en mayores necedades. No obstante, un hecho parece cierto: disponemos de este invierno para prepararnos. Y la primera fase de preparación debe ser nombrar a Cayo Mario procónsul en la Galia, con un imperium que no se le derogue hasta que venzamos a los germanos.
Se oyó un murmullo generalizado, precursor de protestas. Y luego se alzó la voz de Metelo el Numídico.
– ¿Dar a Cayo Mario el gobierno de la Galia Transalpina con imperium proconsular de varios años? -inquirió con tono de incredulidad-. ¡Por encima de mi cadáver!
Rutilio Rufo dio una patada y esgrimió el puño.
– ¡Ah, por los dioses, ya empezamos! -exclamó-. Quinto Cecilio, ¿aún no entendéis la magnitud de nuestros apuros? ¡Necesitamos un general de la categoría de Cayo Mario!
– Necesitamos sus tropas -replicó Escauro, príncipe del Senado, alzando la voz-. ¡No necesitamos a Cayo Mario! Hay otros tan buenos como él.
– ¿Os referís a vuestro amigo Quinto Cecilio el Meneitos, Marco Aurelio? -replicó Rutilio Rufo con ironía-. ¡No digáis bobadas! Quinto Cecilio estuvo dos años en Africa perdiendo el tiempo; lo sé porque yo estaba allí. Yo he servido con Quinto Cecilio, y lo de Meneítos es un buen epíteto para él, porque es tan indeciso calculando como una mujer veleidosa. Y también he colaborado con Cayo Mario, y quizá no sea pedir demasiado que algunos miembros de esta cámara recuerden que yo mismo no soy de despreciar en el terreno militar. ¡A mi se me habría debido dar el mando en la Galia Transalpina y no a Cneo Malio Maximo! Pero eso es agua pasada y no tengo tiempo que perder en reproches.
"¡Os repito, padres conscriptos, que la apurada situación de Roma exige urgentemente que cese ese alcahueteo de unos cuantos en la cima de este noble árbol! Os lo repito, padres conscriptos, a los que os sentáis en el tercio medio de los dos lados de esta cámara, a los que os sentáis en el tercio posterior de ambos lados de esta cámara, que sólo hay un hombre con capacidad para conjurar este peligro! ¡Y que ese hombre es Cayo Mario! ¡Qué importa que no figure en el registro genealógico! ¿Qué más da que no sea un romano descendiente de romanos? ¡Quinto Servilio Cepio es un romano auténtico y mirad dónde nos ha dejado! ¿Sabéis dónde nos ha dejado? ¡En la pura mierda!
Rutilio Rufo clamaba indignado y con miedo, miedo de que no comprendieran el motivo de su propuesta.
– ¡Honorables miembros de esta cámara, hombres de bien, compañeros senadores! ¡Os suplico que en esta ocasión dejéis a un lado vuestros prejuicios! ¡Tenemos que dar a Cayo Mario poder proconsular en la Galia Transalpina todo el tiempo que sea preciso hasta que los germanos retrocedan a Germania!
Esta última súplica apasionada dio resultado. Se había hecho con ellos. Escauro lo sabía y Metelo el Numídico también se daba cuenta.
El pretor Manio Aquilio se puso en pie; era un hombre de probada alcurnia, pero de una familia cuya historia estaba sembrada de más actos de codicia que de gloria. Había sido su padre quien, en las guerras ulteriores a cuando el rey Atala de Pérgamo legó su reino a Roma, había vendido todo el tertitorio de Frigia al rey Mitrídates del Ponto por una gran suma de oro, dejando por ello el misterioso oriente de la Asia Menor occidental.
– Publio Rutilio, pido la palabra -dijo.
– Hablad -contestó Rutilio Rufo, sentándose, agotado.
– ¡Pido la palabra! -exclamó irritado Escauro, príncipe del Senado.
– Después de Manio Aquilio -dijo Rutilio Rufo conciliador.
– Publio Rutilio, Marco Emilio, padres conscriptos -comenzó correctamente Aquilio-, coincido con el cónsul en que sólo hay un hombre con capacidad para sacarnos de apuros, y estoy de acuerdo en que ese hombre es Cayo Mario. Pero la solución que nuestro estimado cónsul propone no es la adecuada. No podemos restar posibilidades a Cayo Mario con un imperium proconsular limitado a la Galia Transalpina. En primer lugar, ¿qué sucederá si la guerra trasciende de la Galia Transalpina? ¿Qué sucederá si se extiende a la Galia itálica, a Hispania o a la propia Italia? ¡Pues que el mando pasaría automáticamente al gobernador correspondiente o al cónsul del año! Cayo Mario cuenta con muchos enemigos en esta cámara. Y yo, para empezar, no estoy muy seguro de que esos enemigos antepongan el interés de Roma a sus rencores. La negativa de Quinto Servilio Cepio a colaborar con Cneo Malio Máximo constituye inequívoco ejemplo de lo que sucede cuando un miembro de la antigua nobleza antepone su dignitas a la dignitas de Roma.
– ¡Estáis en un error, Manio Aquilio! -interpeló Escauro-. ¡Quinto Servilio mantuvo su dignitas idéntica a la de Roma!
– Os agradezco la rectificación, príncipe del Senado -replicó Aquilio, tranquilo y con una inclinación de cabeza que no podía tacharse de irónica-. Hacéis muy bien en corregirme. ¡La dignitas de Roma y la de Quinto Servilio Cepio son idénticas! Pero ¿por qué sostener que la dignitas de Cayo Mario sea inferior a la de Quinto Servilio Cepio? ¡Qué duda cabe de que la contribución personal de Cayo Mario es bastante alta, si no más alta, a pesar de que sus antepasados no tuvieran nada! ¡La carrera personal de Cayo Mario es ilustre! ¿Piensa, por ello, algún miembro de esta cámara que Cayo Mario anteponga Arpinum a Roma? ¿Cree seriamente algún miembro de esta cámara que Cayo Mario piensa en Arpinum como si no fuese una parte integrante de Roma? ¡Todos nosotros tenemos antepasados que fueron hombres nuevos! ¡Hasta Eneas, que llegó al Lacio desde la lejana Ilión! ¡El era un hombre nuevo! Cayo Mario ha sido pretor y cónsul, ennobleciéndose con ello, y sus descendientes serán nobles hasta el final de los tiempos.
La mirada de Aquilio recorrió las filas de togas blancas.
– Veo hoy aquí a varios padres conscriptos que llevan el nombre de Porcio Catón. Pues su abuelo era un hombre nuevo. Sin embargo, ¿no consideramos hoy a estos Porcios Catones pilares de esta cámara, nobles descendientes de un hombre que en su día causaba el mismo efecto en romanos con el nombre de Cornelio Escipión, del mismo modo que Cayo Mario lo causa hoy en otros con el nombre de Cecilio Metelo?
Se encogió de hombros, bajó del estrado e imitó a Rutilio Rufo, cruzando la cámara para situarse junto a las puertas abiertas.
– Es Cayo Mario y no otro quien debe ostentar el mando supremo contra los germanos. ¡Independientemente de donde se plantee la guerra! Por consiguiente, no basta con investir a Cayo Mario con imperium proconsular limitado a la Galia Transalpina.
Se volvió de cara a los senadores y elevó la voz tonante.
– Como es evidente, Cayo Mario no se halla aquí para dar su opinión, y el tiempo corre como un corcel desbocado. Cayo Mario debe ser cónsul. Es el único modo de concederle el poder que va a necesitar. ¡Hay que hacerle candidato a las próximas elecciones consulares… candidato in absentia!
Se alzó un creciente murmullo de protesta, pero Manio Aquilio prosiguió y logró atraer la atención de los senadores.
– ¿Puede alguien aquí negar que los hombres de las centurias son lo mejor del pueblo? Pues yo os digo, ¡dejad que decidan los hombres de las centurias! ¡Que elijan cónsul a Cayo Mario in absentia o que no lo elijan! Porque la decisión de conceder el mando supremo es de suma responsabilidad para que la adopte esta cámara. Y también lo es para la Asamblea de la plebe o para todo el pueblo. ¡Yo os digo, padres conscriptos, que la decisión de otorgar el mando supremo en la guerra contra los germanos debe trasladarse a esa capa del pueblo romano que más cuenta, los ciudadanos de primera y segunda clase que voten en su propia asamblea comitia centuriata!
¡Ah, aquí tenemos a Ulises!, pensó Rutilio Rufo. ¡Nunca se me habría ocurrido! Ni lo apruebo. Pero, qué duda cabe que ha neutralizado a la facción de Escauro. No, desde luego, no habría dado resultado plantear la cuestión del imperium de Cayo Mario a las tribus del pueblo y que el asunto lo hubiesen dirigido los tribunos de la plebe en un ambiente de gritos, chillidos y hasta de disturbios. Para hombres como Escauro, la Asamblea de la plebe es una excusa para alegar que es el populacho quien gobierna Roma. Pero los ciudadanos de primera y segunda clase ¡sí son una clase distinta de romanos! Pero que muy hábil, Manio Aquilio.
Primero propones algo inaudito, como es que se elija a alguien cónsul cuando ni siquiera está presente para asumir el cargo, y luego haces saber a la facción de Escauro que debe someterse la decisión a los mejores ciudadanos de Roma. Y si esta ciudadanía ejemplar de Roma no quiere a Cayo Mario, lo único que tiene que hacer es organizar la primera y segunda clase de las centurias para que vote por otros dos hombres. Si quieren a Cayo Mario, lo que deben hacer es votarle a él y a otro. Y apostaría que la tercera clase no va a tener la posibilidad de votar. El elitismo queda satisfecho.
La única objeción legal de poca monta es esa condición in absentia. Manio Aquilio tendrá que recurrir en eso a la Asamblea de la plebe, porque el Senado no se lo concederá. ¡Hay que ver cómo se retuercen de contento en sus bancos los tribunos de la plebe! Ellos no plantearán el veto; presentarán la dispensa in absentia a la Asamblea y ésta, deslumbrada por el espectáculo de diez tribunos de la plebe totalmente de acuerdo, dictará una ley especial que permita elegir cónsul a Cayo Mario in absentia. Si, claro, Escauro, Metelo el Numídico y los demás harán mención del poder vinculante de la lex Villia annalis que estipula que nadie puede volver a ser cónsul hasta transcurridos diez años. Pero Escauro, Metelo el Numídico y los suyos van a perder.
Hay que tener ojo con este Manio Aquilio, se dijo Rutilio Rufo, volviéndose en su silla para mirar. ¡Sorprendente!, pensó. Se pasan años sentados, tan recatados y amables como una virgen vestal, y luego, de repente, se presenta la oportunidad, se quitan la piel de cordero y aparece el lobo. Manio Aquilio, eres un lobo.
Poner orden en Africa era un placer, no sólo para Cayo Mario, sino también para Lucio Cornelio Sila. Cierto que habían cambiado los deberes militares por tareas administrativas, pero a ninguno de los dos le desagradaba el desafío de reorganizar totalmente la provincia africana y los dos reinos circundantes.
Ahora era Gauda el rey de Numidia; no es que fuese un personaje de mucho fuste, pero tenía a su hijo, el príncipe Hiempsal, que sería rey a no tardar, pensaba Mario. Recuperada su categoría oficial de amigo y aliado del pueblo de Roma, Boco de Mauritania se vio con un reino notablemente ampliado por la cesión de la Numidia occidental. Donde antes el río Muluya marcaba la frontera oriental, habia ahora una región de cincuenta millas en dirección de Cirta y Rusicade. La mayor parte de Numidia oriental había quedado incorporada a una provincia africana mucho más grande gobernada por Roma, de modo que Mario pudo otorgar a los caballeros y terratenientes clientes suyos las ricas tierras costeras de la Sirte menor, incluida la antigua y aún poderosa ciudad púnica de Leptis Magna, así como el lago Tritonis y el puerto de Tacape. Para uso propio, él se reservó las grandes y fértiles islas de la Sirte menor, pues tenía proyectos para ellas, sobre todo para Meninx y Cercina.
– cuando hayamos licenciado al ejército -dijo Mario a Sila-, existe el problema de qué hacer con los hombres. Son todos del censo por cabezas, lo que significa que no tienen tierras ni negocios a los que volver. Podrán alistarse en otros ejércitos, y supongo que es lo que hará la mayoría, pero no todos. No obstante, el Estado es el dueño del equipo y no podrán quedárselo, lo cual quiere decir que sólo podrán alistarse en ejércitos de proletarios. Como Escauro y Metelo se oponen en el Senado a que el Estado financie esta clase de ejército, creo que son escasas las posibilidades futuras de este tipo de tropa, al menos hasta que se contenga a los germanos. ¿No sería estupendo participar en esa campaña, Lucio Cornelio? Ah, pero nunca lo consentirían.
– Yo daría mis colmillos -dijo Sila.
– Puedes ahorrártelos -replicó Mario.
– Sigue con lo que decías de los que quieran licenciarse -añadió Sila.
– Creo que el Estado debe a los soldados proletarios algo más que su parte del botín al final de la campaña. Yo creo que debía recompensarlos con una parcela para que tengan con qué vivir cuando se retiren. En otras palabras, hacerlos ciudadanos dignos con algunos medios.
– ¿Una versión militar de los asentamientos que intentaron introducir los Gracos? -inquirió Sila, frunciendo algo el entrecejo.
– Exacto. ¿Por qué no te parece bien?
– Pensaba en la oposición del Senado.
– Bien, a mí se me ha ocurrido que esa oposición sería menor si la tierra en cuestión no fuese ager publicus en el término de Roma, porque bastaría con insinuar que se tocase el ager publicus para buscar jaleo. No, esas tierras las arriendan gente muy poderosa. Lo que tengo pensado es solicitar permiso al Senado, o al pueblo, si el Senado lo deniega, para asentar a los soldados proletarios en buenas parcelas en Cercina y Meninx, aquí en la Sirte africana. Dar a cada hombre cien iugera, pongamos por caso, y se conseguirían dos cosas positivas para Roma. Primero, ese hombre y sus compañeros constituirían el núcleo de un cuerpo entrenado que podría ser llamado a filas en caso de otra guerra en Africa. Y segundo, esos hombres traerían Roma a las provincias, sus ideas, sus costumbres, la lengua y el modo de vida.
– No sé, Cayo Mario -dijo Sila-, a mi lo segundo me parece un error. Las ideas, las costumbres y el idioma son cosas que pertenecen a Roma. Injertarlas en el Africa púnica, con sus bereberes y sus moros, me parece una traición a Roma.
Mario alzó los ojos al cielo.
– Lucio Cornelio, ¡cómo se ve que eres un aristócrata! Habrás vivido en ambientes bajos, pero piensas como un elitista -dijo Mario, volviendo a lo que estaba haciendo-. ¿Tienes las listas con todos los detalles del botín? Los dioses nos valgan si se nos olvida detallar hasta el último clavo ¡y por quintuplicado!
– Los empleados del erario, Cayo Mario, son las heces del pellejo de vino romano -replicó Sila, rebuscando entre los papeles.
– De cualquier pellejo de vino, Lucio Cornelio.
En los idus de noviembre llegó carta a Utica del cónsul Publio Rutilio Rufo. Mario había adoptado la costumbre de leerle las cartas a Sila, a quien agradaba aquel estilo picante de Rutilio Rufo aún más que al propio Mario, por ser más ilustrado. Sin embargo, Mario se hallaba solo en el despacho cuando le trajeron la carta y esto le complació, porque así tenía ocasión de leerla primero para familiarizarse con el texto, ya que le sacaba de quicio que Sila le oyera susurrar silabeando las interminables frases tratando de dividirlas por palabras.
Pero apenas acababa de empezar a leerla en voz alta, cuando se puso en pie de un salto, estremecido.
– ¡Por Júpiter! -exclamó, y salió apresuradamente a buscar a Sila.
Entró en su despacho, pálido y enarbolando el rollo.
– ¡Lucio Cornelio, carta de Publio Rutilio!
– ¿Y bien? ¿Qué sucede?
– Cien mil romanos muertos -comenzó a decir Mario, repitiendo en voz alta trozos que ya había leído-. Ochenta mil son soldados… Los germanos nos aniquilaron… Ese necio de Cepio se negó a unir su campamento con el de Malio Máximo… se empeñó en quedarse veinte millas más al norte… el joven Sexto César está gravemente herido, y el joven Sertorio… Sólo tres de los veinticuatro tribunos militares han salvado la vida… No quedan centuriones… Los soldados supervivientes eran la tropa más bisoña y han desertado… Aniquilada una legión entera formada por los marsos; el pueblo marso ya ha presentado una protesta al Senado… Reclama grandes daños, a través de los tribunales si es preciso… También los samnitas están furiosos…
– ¡Por Júpiter! -masculló Sila, arrellanándose desmayadamente en la silla.
Mario siguió leyendo para sus adentros, murmurando de vez en cuando frases para Sila, y luego hizo un ruido de lo más extraño; Pensando que le había dado algún ataque, Sila se puso en pie de un respingo, pero, sin que le diera tiempo a separarse del escritorio, supo el porqué.
– ¡Soy… soy… cónsul! -musitó Mario, abrumado.
– ¡Por Júpiter! -exclamó Sila, paralizado y boquiabierto.
Mario comenzó a leer en voz alta la carta de Rutilio Rufo, sin preocuparse en si separaba mal las palabras.
No había acabado el día cuando el pueblo ya sabía la noticia. Mario Aquilio ni siquiera tuvo tiempo de volver a su asiento antes de que los diez tribunos de la plebe abandonaran su banco, cruzando como flechas la puerta camino de la tribuna de los Espolones para dirigírse a la multitud reunida en la fuente de los Comicios, que debía ser media Roma, pues la otra media llenaba el bajo Foro. Naturalmente, el Senado en pleno siguió a los tribunos de la plebe, dejando a Escauro y a nuestro querido amigo el Meneítos gritando ante doscientas sillas tumbadas por el suelo.
Los tribunos de la plebe convocaron la Asamblea del pueblo y, sin pérdida de tiempo, se plantearon dos plebiscitos. Siempre me sorprende que seamos capaces en un abrir y cerrar de ojos de redactar mucho mejor algo que en otras circunstancias otros tardan meses enteros. Lo que demuestra que esos otros lo que hacen es desmenuzar buenas leyes y convertirlas en malas. Cota me había dicho que Cepio venía camino de Roma a toda velocidad para imponer su versión, pero que pretendía conservar su imperium quedándose fuera del pomerium mientras su hijo y los suyos la difúndían por la ciudad. De ese modo pensaba quedar a salvo, protegido por su imperium, hasta que su versión de los acontecimientos juese la oficial. Me imagino que pensaría, sin duda con toda la razón, conseguir una prórroga del cargo de gobernador conservando así el imperium y la Galia Transalpina el tiempo suficiente hasta que se hubiese disipado el escándalo.
Pero la plebe frustró sus deseos. Votaron de forma aplastante la anulación inmediata de su imperium. Así que cuando Cepio llegue a las afueras de Roma se encontrará más desnudo que Ulises en la playa. En el segundo plebiscito, Cayo Mario, el funcionario electoral (yo) propuso incluir tu nombre como candidato al consulado, pese a que no pudieras estar presente en Roma para la fecha de las elecciones.
– ¡Eso es obra de Marte y Belona, Cayo Mario! -exclamó Sila-. Un regalo de los dioses de la guerra.
– ¿Marte y Belona? ¡No! Esto es obra de la Fortuna, Lucio Cornelio. ¡Nuestra amiga la Fortuna!
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Por cierto, una vez propuestos los plebiscitos, nada menos que Cneo Domicio Ahenobarbo -me imagino que considerándolo interés privado, ya que se las da de fundador de la provincia de la Galia Transalpina- intentó hablar desde la tribuna de los Espolones en contra del plebiscito y de tu nombramiento de cónsul in absentia. Bien, ya sabes lo coléricos que son en esa familia y lo arrogantes y llenos de genio que se muestran todos. Pues Cneo Domicio babeaba de rabia y cuando la multitud se cansó de oírle y le abucheó, ¡él quiso hacerla callar! Y yo creo que por tratarse de Cneo Domicio habría tenido bastantes posibilidades, pero algo falló en su cabeza o en su corazón porque se desplomó allí mismo muerto más tieso que un pollo. Eso apaciguó un tanto los ánimos, la Asamblea se levantó y la gente se fue a sus casas. Pero lo importante ya estaba hecho.
Los plebiscitos se aprobaron al día siguiente por la mañana sin que hubiese una sola tribu disconforme. Y así yo pude ponerme a organizar las elecciones. Y no perdí el tiempo, créeme. Con una cortés solicitud al colegio de tribunos de la plebe lo puse todo en marcha. A los pocos días habían elegido al nuevo colegio, con unos miembros muy aguerridos y mejores; me imagino que por tratarse de asuntos de guerra y de generales. Tenemos al hijo mayor del dolorosamente finado Cneo Domicio Ahenobarbo y al hijo mayor del dolorosamente finado Lucio Casio Longino. Tengo entendido que Casio se ha presentado para demostrar que no todos los de su familia son trresponsables asesinos de soldados romanos, así que te será de buena utilidad a ti, Cayo Mario. También está Lucio Marcio Filipo y, figúrate, un Clodio del numeroso clan de los Claudios Clodio. ¡Por los dioses, cómo se reproducen!
La Asamblea de las centurias votó ayer con el resultado de que, como decía líneas más arriba, Cayo Mario jue elegido primer cónsul por todas las centurias de la primera clase más todas las de la segunda clase necesarias para alcanzar el cómputo. A algunos viejos senadores les habría gustado bloquear tus posibilidades, pero es de dominio público tu condición de promotor honorable y sincero partidario de los negocios (sobre todo después de tu escrupuloso cumplimiento de todas las promesas que hiciste en Afríca), y los caballeros votantes no han tenido remordimientos de conciencia ante minucias tales como las de presentarte al segundo consulado al cabo de tres años o de ser candidato a cónsul in absentia.
Mario levantó la vista del rollo con expresión eufórica.
– ¿Qué te parece, Lucio Cornelio, ese mandato del pueblo? ¡Cónsul por segunda vez y ni siquiera sabía que me presentaba! -añadió levantando los brazos como si quisiera tocar las estrellas-. Llevaré a Roma a Marta la adivina. ¡Verá con sus propios ojos mi triunfo y la toma de posesión el mismo día, Lucio Cornelio! Porque acabo de tomar una decisión: celebraré mi triunfo el día de Año Nuevo.
– Y saldremos para la Galia -añadió Sila, mucho más interesado en esa perspectiva-. Es decir, si me llevas, Cayo Mario.
– ¡Querido amigo, no podría pasarme sin ti! ¡Ni sin Quinto Sertorio!
– Acaba la carta -dijo Sila, pensando que necesitaba más tiempo para asimilar aquellas noticias tan asombrosas antes de tratarlas más detenidamente con Mario.
Así que, cuando nos veamos, Cayo Mario, será para traspasarte los poderes del cargo. Ojalá pudiera decir que estoy totalmente satisfecho conmigo mismo. Por el bien de Roma era vital que te diesen el mando en la guerra contra los germanos, pero ¡ojalá se hubiera podido hacer de un modo más ortodoxo! Pienso en los enemigos que se sumarán a los que ya tienes, y tiemblo. Has provocado muchos cambios en la maquinaria de producción legislativa. Sí, ya sé que todos han sido necesarios para mantenerte, pero, como decían los griegos de Odiseo, la hebra de su vida era tan fuerte que rozaba todas las otras hasta romperlas. Creo que Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, tiene cierta razón de su parte en la actual situación, porque a él no se le puede imputar la intolerancia tan estrecha de miras del Numídico. Escauro ve, igual que yo, cómo van desapareciendo los antiguos métodos romanos. Yo entiendo que Roma se está cavando su propia fosa, y que si se pudiera confiar en el Senado para que te dejase enfrentarte con los germanos a tu manera, serían innecesarias esas sorprendentes medidas nuevas, extraordinarias y poco ortodoxas. Pero me duele, no obstante.
La voz de Mario no temblaba ni vacilaba, decidido como estaba a leerle toda la carta a Sila, pese a que la conclusión no fuese tan halagadora y disminuyese su gran contento.
– Ya queda poco -dijo-. Voy a acabarla.
Tengo que añadir, para terminar, que tu candidatura disuadió a todos los partidarios del honor y la alcurnia; algunas personas decentes que habían inscrito su nombre como candidatos, lo retiraron. Igual hizo Quinto Lutacio Catulo César, diciendo que contigo colaboraría con menos ganas que con su perro. En consecuencia, tu colega consular será elegido a suertes. Lo que no debe desanimarte más de lo debido, porque estoy seguro de que no te dará guerra. Sé que estás deseando saber quién es, pero sólo te diré de él que es venal, aunque creo que eso ya lo sabes. ¿Su nombre? Cayo Flavio Fimbria.
– ¡Ah, le conozco! -dijo Sila con desdén-. Un habitual de los lupanares de una Roma que era la mía, no la suya. Y más torcido que la pata de atrás de un perro -añadió mostrando los blancos dientes-. Lo que quiere decir, Cayo Mario, que no le dejes alzar esa pata y mearte.
– Daré un buen salto rápido de lado -contestó Mario muy serio, extendiendo la mano hacia Sila, que la estrechó-. Lucio Cornelio, hagamos la promesa de vencer a los germanos. Tú y yo.
El ejército de Africa, con su comandante al frente, zarpó de Utica rumbo a Puteoli a finales de noviembre, en medio de una gran animación. La mar estaba en calma para aquella época del año y ni el Septentrio ni el Corus, o viento noroeste, entorpecieron la travesía. Y eso era exactamente lo que Mario esperaba; su carrera iba viento en popa, la Fortuna estaba a sus órdenes igual que sus soldados. Además, Marta, la adivina siria, le había vaticinado un viaje tranquilo. Iba con él en la nave insignia, rebosando reverencias y cacareos desdentados, parecida a un saco de huesos, que los marineros, siempre supersticiosos, miraban con recelo y esquivaban temerosos. El rey Gauda no había querido dejarla marchar, pero ella se había sentado en el suelo de mármol frente al trono para echar mal de ojo al monarca y a toda la casa real. Tras lo cual todo fueron prisas porque se marchase.
En Puteoli, Mario y Sila fueron recibidos por uno de los recién nombrados cuestores del erario, un hombre muy enérgico, ansioso por ver el estadillo del botín, pero no por eso menos deferente. A Mario y a Sila les complació colaborar amablemente y, como tenían unos registros contables irreprochables, todo fueron sonrisas. El ejército acampó en las afueras de Capua, rodeado de nuevos reclutas entrenados por los gladiadores alistados por Rutilio Rufo, a quienes secundaban los veteranos centuriones de Mario. Lo lamentable, sin embargo, era la escasez de nuevos reclutas. Italia era un pozo seco y la situación no mejoraría hasta que hubiese una nueva generación de hombres de diecisiete años lo bastante numerosa para nutrir las filas. Hasta el censo por cabezas estaba exhausto, al menos entre los ciudadanos romanos.
– Dudo mucho que el Senado apruebe el reclutamiento de proletarios itálicos -dijo Mario.
– No les queda otro remedio -añadió Sila.
– Cierto. Si les presiono; pero en este momento no me interesa, ni le interesa a Roma, presionarlos.
Mario y Sila se separaban hasta el día de Año Nuevo. Sila, por supuesto, podía entrar en la ciudad, pero Mario, investido aún con el imperium proconsular, no podía cruzar el límite sagrado de la ciudad sin perderlo. Así pues, Sila se marchaba a Roma y Mario a su villa de Cumas.
El cabo Misenum constituía la impresionante lengua de tierra al norte de la llamada bahía de Crater, un enorme y seguro fondeadero dotado de buenos puertos como Puteoli, Neapolis, Herculaneum, Stabiae y Surrentum. Una tradición inmemorial decía que la bahía había sido un volcán gigantesco que había explotado dejando entrar al mar. Aún era evidente la actividad volcánica, pues los Campos de Fuego iluminaban amenazantes por las noches los cielos más allá de Puteoli por efecto de las llamas que surgían de las grietas del suelo y había por doquier charcos de barro con burbujas hirvientes y llamativos restos amarillos de incrustaciones azufrosas con encrespados chorros gaseosos que crecían y disminuían. Y, además, estaba el Vesuvius, una abrupta montaña rocosa de muchos miles de pies, de la que se decía que había sido un volcán activo, aunque nadie sabía en qué época, pues el Vesuvius dormía apaciblemente desde los tiempos de la historia.
A ambos lados del estrecho cuello del cabo Misenum había dos pequeñas ciudades y una serie de misteriosos lagos. En la parte externa estaba Cumas y en el lado de la bahía, Baiae; los lagos eran de dos clases: uno con agua sumamente pura y cálida, ideal para el cultivo de ostras, y otro de agua muy caliente con leves ondas de vapores sulfurosos. De todas las localidades marítimas a las que los romanos acudían a descansar, Cumas era la más lujosa, mientras que Baiae estaba prácticamente sin explotar. De hecho, más parecía irse convirtiendo en una piscifactoría comercial por mano de media docena de entusiastas que se dedicaban al cultivo de ostras, dirigidos por el patricio arruinado Lucio Sergio, quien esperaba recuperar la fortuna familiar produciendo y enviando ostras a los epicúreos y gastrónomos romanos más pudientes.
La villa de Mario en Cumas se hallaba situada sobre un gran acantilado que dominaba una panorámica con las islas de Aenaria, Pandataria y Pontia, tres picos con pendientes y llanuras perdidos en la lejanía, a guisa de cumbres que surgieran de un plano de neblina azul tenue. En aquella villa aguardaba Julia a su esposo.
Hacía más de dos años y medio que no se habían visto; Julia ya casi tenía veinticuatro años y Mario cincuenta y dos. Este sabía que ella anhelaba volver a verle, porque había viajado de Roma a Cumas en una época del año en que son frecuentes las tempestades por mar, mientras que en Roma se está estupendamente. La costumbre le impedía viajar constantemente acompañando a su esposo, en particular si éste cumplía cualquier clase de encargo público. No podía acompañarle a las provincias, ni en ninguno de sus viajes por Italia, a menos que él la invitase formalmente, y estaban mal vistas esas invitaciones. En verano, cuando las esposas de los nobles romanos se retiraban a una localidad marítima, ellos iban a acompañarlas siempre que podían pero hacían el viaje separados; y si pasaban unos días en la granja o en una de las villas de las afueras de Roma, raras veces las llevaban a ellas.
Julia no era precisamente recelosa; había estado escribiendo a Mario una vez a la semana durante su ausencia y éste había correspondido con la misma regularidad. Ninguno de los dos era dado al chismorreo, por lo que su correspondencia tendía a ser breve y ceñida a los asuntos familiares, pero sí que estaba llena de afecto y cariño. Naturalmente que a ella no le importaba que hubiera habido otras mujeres en su larga ausencia, y Julia era demasiado bien educada y formada para ocurrírsele preguntar, ni esperaba que él se lo dijese por iniciativa propia. Eran cosas que formaban parte del mundo de los hombres y en las que no se inmiscuía una esposa. En ese aspecto, como su madre Marcia había tenido la prevención de advertirle, tenía la suerte de estar casada con un hombre treinta años mayor que ella, con un apetito sexual -decía Marcia- más contenido que el de un hombre joven, del mismo modo que sería mucho mayor su placer al volver a ver a su esposa.
Pero ella le había echado de menos dolorosamente, no por el simple hecho de que le amaba, sino porque, además, Mario la complacía. De hecho, le gustaba, y por eso la separación había sido más dura, porque le había faltado a la vez un amigo que era esposo y amante.
Cuando él entró en su sala de estar sin previo aviso, Julia se puso en pie con turbación y notó que sus piernas no le respondían; tuvo que volver a sentarse. ¡Qué alto era! ¡Qué bronceado y lleno de vida! No parecía más viejo, en absoluto, si acaso, más joven de lo que ella recordaba. El le dirigía su mejor sonrisa -sus dientes seguían impecables-, aquellas fabulosas y pobladas cejas brillaban reflejando el fulgor de aquellos ojos negros y extendía hacia ella sus grandes y hermosas manos. ¡Y ella sin poder moverse! ¿Qué pensaría?
Nada malo, por lo visto, porque cruzó el cuarto y la puso suavemente en pie, sin mostrar intención de abrazarla y limitándose a mirarla con una sonrisa de admiración. Luego le cogió la cabeza entre las manos y le besó tiernamente párpados, mejillas y labios. Julia le echó los brazos al cuello, se apretó contra él y hundió el rostro en su pecho.
– ¡Oh, Cayo Mario, qué alegría verte! -exclamó.
– A mí también me alegra verte, esposa -respondió él, acariciándole la espalda; ella notó que le temblaban las manos.
– ¡Bésame, Cayo Mario! -dijo ella alzando la cabeza-. ¡Bésame como es debido!
El reencuentro fue tal como ambos habían imaginado: lleno de cariño y cargado de pasión. Y no sólo eso, sino que concurría, además, el deleite del pequeño Mario y la pena compartida por la muerte del segundo hijo.
Para mayor complacencia del agradecido padre, el pequeño Mario era un niño precioso, alto, fuerte, con un buen color de tez y grandes ojos grises que miraban con calma a su progenitor. Mario sospechaba que estaba poco disciplinado, pero todo eso cambiaría. El diablillo pronto descubriría que a un padre no se le domina ni manipula; un padre es para reverenciar y respetar, igual que él, Cayo Mario, había reverenciado y respetado a su querido padre.
Había otras penas aparte de la muerte del segundo hijo; Julia había perdido a su padre, cosa que él sabía, pero ahora se enteró delicadamente, por medio de Julia, de la muerte de su propio padre. Había muerto después de saber que le habían elegido cónsul por segunda vez en circunstancias tan extraordinarias; había tenido una muerte rápida y afortunada, un ataque cardíaco que le había sobrevenido mientras el anciano hablaba con unos amigos del recibimiento que Arpinum iba a tributar a su más ilustre hijo.
Mario hundió el rostro entre los senos de Julia y lloró; eso le sirvió de consuelo y le permitió comprender que todo había sucedido a su debido tiempo. Su madre, Fulcinia, había muerto siete años antes, dejando solo a su padre, y si la Fortuna no había permitido que el anciano volviera a ver a su hijo, la diosa al menos había consentido en que conociera su excelsa distinción.
– Entonces no tiene objeto que vaya a Arpinum -dijo ulteriormente Mario a Julia-. Nos quedaremos aquí, amor mío.
– Publio Rutilio no tardará en venir. Lo hará en cuanto se hallen algo más organizados los tribunos de la plebe. Creo que teme que resulten difíciles, porque algunos son muy inteligentes.
– Pues, hasta que llegue Publio Rutilio, mi dulce, queridísima y hermosa esposa, ni siquiera hablaremos de esa cosa tan irritante como es la política.
El regreso de Sila fue muy distinto. Para empezar, lo emprendió sin el placer sencillo y abierto de Mario. Y no quería saber por qué era así, pues, igual que Mario, él también había guardado continencia sexual durante los dos años en Africa, naturalmente por motivos distintos al del amor conyugal, pero la había guardado. La página nueva y prístina con que había dado por concluida su antigua vida no debía ser ensuciada; nada de corrupción ni deslealtad a su superior, nada de intrigas ni maniobras para lograr el poder, nada de intimidaciones, de debilidades camales, nada que pudiera enturbiar el honor o dignitas de Cornelio.
Actor hasta la médula, había asumido completamente el nuevo papel que el cargo de cuestor de Mario le imponía y lo vivía en su mente y en todos sus actos, gestos y palabras. Hasta entonces no había dejado de gustarle, porque le había ofrecido constante diversión, grandes retos y enorme satisfacción. Como no podía encargar su propia imago en cera hasta ser cónsul o lo bastante famoso y célebre en algún aspecto, optó por encargar a Magio del Velabrum un pedestal para sus trofeos de guerra, la corona de oro, las phalerae y las torcas, y dedicarse con gran entusiasmo a supervisar la instalación de aquel testimonio de sus proezas en el atrium de la casa. Los años en Africa habían sido una revancha, y aunque nunca llegaría a ser ningún gran jinete, se había convertido en uno de los soldados mejor dotados del mundo. El trofeo de Magio daría testimonio de ello a los romanos.
Sin embargo… Toda su antigua vida seguía igual allí en Roma; y lo sabía. Las ganas de ver a Metrobio, su gusto por lo exótico, los enanos, los travestidos, las viejas putas y los infames personajes, su execrable desprecio por las mujeres que utilizaban sus poderes para dominarle, la capacidad de prescindir de un tipo de vida cuando se hacía intolerable, la nula disposición a aguantar a los tontos y aquella ambición que le corroía y le consumía… Había terminado la gira teatral africana, pero no buscaba un descanso prolongado; el futuro presentaba otras perspectivas. Y sin embargo… Roma era el escenario en que se había formado su antiguo yo; en Roma quedaba todo por descubrir, desde la ruina a la frustración. Y así, emprendió viaje a Roma de mala gana, consciente de los profundos cambios que en él se habían operado, pero también consciente de que, en realidad, poco había cambiado. Actor entre dos actos, no era un ser que se hallase a gusto.
Julilla le esperaba con una actitud muy distinta a la de Julia respecto a Mario, convencida de que le amaba mucho más que Julia a Mario. Para Julilla, cualquier evidencia de disciplina o autocontrol era prueba irrefutable de una clase de amor inferior; el amor de rango supremo debía rebasar y derribar las barreras espirituales, aniquilar todo indicio de pensamiento racional, rugir tempestuoso, aplastar todo a su paso como un elefante. Y esperaba enfebrecida, incapaz de dedicarse a nada que no fuese la frasca de vino, cambiar de vestido varias veces al día o peinarse de una manera u otra; volvía locos a los criados.
Y todo eso lo lanzó sobre Sila como un palio tejido a base de las más tupidas telarañas. Nada más entrar en el atrium, allí la encontró, cruzando como una loca el vestíbulo para echarse en sus brazos extasiada; antes de haberla podido contemplar para motivar sus sentimientos, ella ya le había pegado los labios a los suyos como una sanguijuela, chupándole, devorándole, retorciéndose, húmeda, negra y sanguinolenta. Se aferraba con las manos a sus partes pudendas, hacia ruidos de lo más lascivo y ni siquiera se retuvo en enroscársele con las piernas en aquel recinto tan poco íntimo y en presencia de una docena de irónicos esclavos, totalmente desconocidos para Sila.
No pudo evitarlo: alzó las manos y le desprendió los brazos, al tiempo que echaba atrás la cabeza y se zafaba de aquella boca glotona.
– ¡Conteneos, señora! -exclamó-. ¡No estamos solos!
Ella contuvo un gríto, como si le hubiera escupido en la cara, pero había servido para reducir su ardor. Con inigualable torpeza, se cogió de su brazo y siguió con Sila por el peristilo hasta su sala de estar, en los antiguos aposentos de Nicopolis.
– ¿Es esto lo bastante íntimo? -inquirió, algo desdeñosa.
Pero Sila ya había perdido el ánimo y no quería que aquella boca y aquellas manos se abrieran camino hacia los rincones más íntimos de su ser, sin consideración a la sensibilidad de las capas que vulneraban.
– ¡Después, después! -replicó, dirigiéndose a una silla.
Julilla permaneció de pie, asustada y perpleja, como si fuese el fin del mundo. Estaba más hermosa que nunca, pero se la notaba más frágil y delicada, con sus delgados brazos asomando por un vestido que él en seguida reconoció como la última moda -un hombre con el pasado de Sila nunca perdía ese instinto para reconocer los estilos- y aquellos ojos enormes, con algo de loca, hundidos en las órbitas entre un denso sombreado negro y azul.
– ¡No lo entiendo! -chilló sin moverse de donde estaba y devorándole con la mirada, no con la avidez del reencuentro, sino con esa especie de fascinación que se siente ante alguien que no se sabe si es amigo o enemigo.
– Julilla -respondió él con la paciencia que tan bien dominaba-, estoy cansado. Aún no me ha dado tiempo a acostumbrarme a andar en tierra. Apenas conozco a la servidumbre, y como no estoy en absoluto ebrio, tengo las inhibiciones naturales respecto a la licencia que puede permitirse un matrimonio en público.
– ¡Pero yo te amo! -protestó ella.
– Eso espero. Igual que yo a ti. No obstante, hay ciertos límites -replicó él hierático, deseoso de que todo en el ámbito romano fuese lo correcto, desde la esposa y la casa hasta la carrera en el Foro.
Cuando, durante aquellos dos años, había pensado en Julilla, no había realmente recordado la clase de persona que era, sino solamente su aspecto y su frenético y apasionado comportamiento en la cama. De hecho, había pensado en ella como un hombre piensa en su querida, no en la esposa. Ahora contemplaba a la joven esposa, y pensó que resultaría una querida mucho más preciada siendo alguien a quien viese a su comodidad, con quien no tuviese que compartir la casa ni presentarla a sus amigos y socios.
Nunca debí casarme con ella, pensó. Me dejé llevar por una visión del futuro a través de los ojos de ella, pues eso es lo único que hizo: servir de medio para transmitir una visión entre la Fortuna y su elegido. No me detuve a pensar que habría docenas de jóvenes mujeres nobles más convenientes para mí que esta pobre tonta que quiso matarse de hambre por mi amor. Eso ya es un exceso. Y no es que me importe el exceso, sino el exceso dirigido a mi persona. ¡No, lo que me gusta es el exceso cuando lo hago yo! ¿Por qué he pasado mi vida unido a mujeres que me atosigan tanto?
El rostro de Julilla se alteró. Su mirada sufrió un desvío en aquellas órbitas inflexibles del rostro, con un destello que no expresaba amor ni lujuria. ¡Ah, sí! ¿Qué haría ella sin el vino… el fiel y amigable vino? Sin pararse a pensar, se acercó a una mesita y se sirvió una copa de vino puro, que vació de un solo trago; sólo en ese momento se acordó de Sila y se volvió hacia él con una pregunta en la mirada.
– ¿Vino, Sila? -inquirió.
– ¡Deja eso inmediatamente! -replicó él con ceño-. ¿Es que sueles beber de esa manera?
– ¡Necesitaba beber! -contestó ella inquieta-. Estás muy frío y deprimente.
– Ya lo creo -replicó él con un suspiro-. Pierde cuidado, Julilla. Ya mejoraré. O quizá tengas razón… sí, sí, dame vino -añadió, arrebatándole casi la copa que ella le había estado ofreciendo y bebiendo de ella a sorbos-. La última vez que tuve noticias tuyas… no escribes mucho, que digamos, ¿verdad?
Las lágrimas le corrían a ella por las mejillas, pero no sollozaba.
– ¡Odio escribir cartas!
– Eso está claro -replicó él secamente.
– Bueno, ¿qué decías? -inquirió ella, sirviéndose otra copa, que despachó con igual rapidez que la primera.
– Iba a decir que la última vez que supe de ti, entendí que teníamos dos hijos. Un niño y una niña, ¿no? No es que te molestases en decirme lo del niño; tuve que enterarme por tu padre.
– Estaba enferma -respondió ella sin dejar de llorar.
– ¿No voy a ver a los niños?
– ¡Oh, están ahí! -respondió ella, señalando irritada hacia la parte posterior del peristilo.
Sila la dejó enjugándose las lágrimas con el pañuelo y sirviéndose otra copa.
Los vio a través de la ventana del cuarto de juegos, pero ellos no se percataron de su presencia; se oía una voz de mujer, pero él nada más veía los dos pequeños de su sangre. Una niña, sí, ya de dos años y medio, y un niño que debería tener año y medio.
La pequeña era una delicia; la muñequita más preciosa que había visto en su vida, con una cabecita llena de rizos pelirrojos y dorados, cutis de leche y rosas, mejillas con hoyuelos y unos ojos grandes muy azules bajo sus sedosas cejas doradas. Feliz, sonriente y llena de cariño por su hermanito.
El niño, aquel hijo que Sila no conocía, era todavía más encantador. Ya caminaba -¡bien!- y estaba desnudito; por eso andaba su hermana detrás de él, debía hacerlo a menudo; ¡y también hablaba! El bergante no paraba de parlotear con la hermanita. Y se reía. Se parecía a César; el mismo rostro largo y atractivo, el mismo pelo espeso dorado, los mismos ojos azules vivaces que los de su finado suegro.
Y el adormecido corazón de Lucio Cornelio Sila no se despertó con un simple bostezo, desperezándose, sino que saltó al mundo del sentimiento como habría saltado Atenea desarrollada y armada de la frente de Zeus, haciendo sonar el clarín. En el umbral, se arrodilló y extendió hacia ellos los brazos, trémulo.
– Ha llegado tata -dijo- Tata ha vuelto a casa.
Los pequeños no lo dudaron un instante y echaron a correr a sus brazos, cubriendo de besos su rostro extasiado.
Publio Rutilio Rufo no fue el primer magistrado que visitó a Mario en Cumas. Apenas acababa de reinstalarse en la rutina del hogar el héroe africano, cuando el mayordomo entró a preguntarle si recibiría a Lucio Marcio Filipo. Intrigado por lo que querría Filipo, pues Mario no le conocía y sólo sabía de su familia por detalles muy superficiales, dijo que le hiciera pasar al despacho.
Filipo no se anduvo con rodeos y fue directamente al grano. Era un hombre de aspecto tranquilo, pensó Mario -demasiada carne en la cintura y demasiada sotabarba-, pero conservaba la arrogancia y el aplomo del clan de los Marcios, que se decían descendientes de Anco Marcio, cuarto rey de Roma y constructor del puente de Madera.
– No me conocéis, Cayo Mario -dijo, mirándole con sus ojos marrón oscuro directamente a la cara-, así que pensé en aprovechar la primera oportunidad para corregir la situación… dado que sois el primer cónsul del año que viene y que yo soy tribuno de la plebe recién elegido.
– Muy amable por vuestra parte en corregir la situación -contestó Mario con una franca sonrisa.
– Si, supongo que sí -añadió con voz queda Filipo, reclinándose en la silla y cruzando las piernas, un gesto que Mario jamás se había atrevido a hacer por considerarlo poco masculino.
– ¿Qué deseáis de mi, Lucio Marcio?
– Pues, bastante -respondió Filipo adelantando la cabeza, mostrando, de pronto, un rostro menos blando y claramente feroz-. Me encuentro en un apuro económico, Cayo Mario, y pensé que me incumbía, por así decirlo, ofreceros mis servicios como tribuno de la plebe. Se me ocurrió, por ejemplo, si no necesitaríais que se aprobase alguna ley o simplemente saber que podíais contar con un leal partidario entre los tribunos de la plebe en Roma mientras os encontráis fuera de ella conteniendo al lobo germano. ¡Esos estúpidos! Aún no se han dado cuenta de que Roma es un lobo, ¿no es cierto? Pero ya lo comprobarán, no me cabe la menor duda. Si. hay alguien que pueda demostrarles la naturaleza vulpina de Roma, ése sois vos.
La mente de Mario había trabajado con singular rapidez durante aquel preámbulo. También él se recostó en la silla, pero sin cruzar las piernas.
– En realidad, mi querido Lucio Marcio, hay una pequeña ley que me gustaría aprobase la Asamblea de la plebe sin que se levantara revuelo. Y me encantaría ayudaros a solventar vuestros apuros económicos si me evitáis ese obstáculo legislativo.
– Cuanto más generoso sea el donativo a mí causa, Cayo Mario, menor revuelo levantará la ley -respondió Filipo con una gran sonrisa.
– ¡Estupendo! Decid el precio -dijo Mario.
– ¡Oh, así… tan bruscamente…!
– Decid el precio -repitió Mario.
– Medio millón -contestó Filipo.
– De sestercios… -añadió Mario.
– De denarios -replicó Filipo.
– Ah, bien, por medio millón de denarios quiero algo más que una simple ley -dijo Mario.
– Por médio millón de denarios, Cayo Mario, obtendréis mucho más. No sólo mis servicios mientras desempeñe el cargo, sino también después. Os lo prometo.
– Pues, trato hecho.
– ¡Qué fácil! -exclamó Filipo, relajándose-. ¿Qué es lo que puedo hacer por vos?
– Necesito una ley agraria -contestó Mario.
– ¡Eso ya no es fácil! -replicó inmediatamente Filipo, con cara de sorpresa-. ¿Para qué demonios queréis una ley agraria? Yo necesito dinero, Cayo Mario, pero sólo si voy a vivir para gastar lo que me quede después de pagar las deudas. No entra en mis proyectos morir apaleado en el Capitolio, pues os aseguro, Cayo Mario, que yo no soy un Tiberio Graco.
– La ley es de naturaleza agraria, pero no contenciosa -dijo Mario, apaciguándolo-. Os aseguro, Lucio Marcio, que no soy un reformador ni un revolucionario y que tengo previstas otras cosas para los pobres de Roma que darles el precioso ager publicus. Los alistaré en las legiones y les haré sudar las tierras que se les concedan. No se le dará a nadie nada sino a cambio de algo, pues el hombre no es una bestia.
– Pero ¿qué otra tierra hay para dar que no sea el ager publicus? ¿O es que intentáis que el Estado compre más o conquiste otras tierras? Eso requiere dinero -replicó Filipo, manteniendo su inquieta actitud.
– No hay por qué alarmarse -respondió Mario-. La tierra en cuestión ya está en manos de Roma. Mientras conserve el imperium proconsular en Africa se dictará en mi provincia el USO de la tierra confiscada al enemigo; la puedo arrendar a mis clientes o venderla al mejor postor, o concedérsela a un rey extranjero como parte de sus dominios. Unicamente debo tener la seguridad de que el Senado confirma mis disposiciones.
Mario cambió de postura, se inclinó hacia delante y prosiguió:
– Pero no tengo la menor intención de pillarme los dedos para solaz de Metelo el Numídico, así que me propongo actuar como siempre he hecho, estrictamente de acuerdo con la ley o la costumbre general precedente. Así pues, el día de Año Nuevo voy a ampliar mis potestades proconsulares en Africa sin dar a Metelo el Numidico el menor pretexto.
"Las principales disposiciones relativas al territorio adquirido en nombre del Senado y el pueblo de Roma ya han recibido sanción senatorial, pero hay un asunto que quiero abordar, y es tan delicado, que deseo llevarlo a cabo en dos etapas. Una el año que viene y la otra al siguiente.
"Vuestro cometido, Lucio Marcio, consistirá en poner en marcha la primera fase. En pocas palabras, creo que si Roma ha de seguir organizando ejércitos como es debido, las legiones deben constituir una carrera atractiva para los que pertenecen al censo por cabezas, y no una simple alternativa a la que se vean impulsados por celo patriótico en las situaciones de urgencia, o por aburrimiento en otras circunstancias. Si se le ofrecen los incentivos de siempre, un modesto salario y una modesta parte del botín que produzca la campaña, no se sentirán atraídos. Mientras que si se les ofrece una buena parcela de tierra para que se asienten o la vendan al retirarse, tendrán un buen incentivo para hacerse soldados. Ahora bien, no puede ser tierra en Italia, ni veo por qué tiene que ser en Italia.
– Creo que vislumbro lo que queréis, Cayo Mario -dijo Filipo, mordiéndose el grueso labio inferior-. Es interesante.
– Eso creo. He reservado las islas de la Sirte menor africana como terrenos para asentamiento de mis soldados del censo por cabezas que estén licenciados, lo que, gracias a los germanos, no se producirá de momento. Así, quiero que el pueblo dé su aprobación para asentar a mis soldados en Meninx y Cercina. Pero tengo enemigos que tratarán de obstaculizarlo, por el simple hecho de que siempre se han dedicado a ponerme obstáculos -dijo Mario.
– Desde luego, enemigos sí que tenéis, Cayo Mario -dijo Filipo, asintiendo con la cabeza repetidas veces.
Sin saber con certeza si la afirmación encerraba sarcasmo, Mario lanzó una desdeñosa mirada a Filipo y continuó:
– Vuestro cometido, Lucio Marcio, consistirá en proponer una ley a la Asamblea de la plebe para reservar las islas de la Sirte menor africana dentro del ager publicus de Roma sin que puedan arrendarse, dividirse ni venderse si no es mediante futuros plebiscitos. No mencionaréis nada respecto a los soldados ni al censo por cabezas. Lo único que tenéis que hacer, muy suavemente y como de pasada, es aseguraros de que esas islas quedan a buen recaudo de manos codiciosas. Es fundamental que mis enemigos no sospechen que soy yo quien está detrás de la ley.
– Bien, eso creo que puede hacerse -dijo Filipo, animado.
– Muy bien. El día en que la ley entre en vigor, haré que mis banqueros depositen medio millón de denarios a vuestro nombre de tal modo que a mí no se me vincule para nada a vuestro cambio de fortuna -dijo Mario.
– Cayo Mario, tenéis a vuestra disposición un tribuno de la plebe -dijo Filipo, poniéndose en pie y extendiendo la mano-. Y lo que es más, seguiré siendo vuestro servidor durante toda mi carrera política.
– Me alegra oírlo -dijo Mario, estrechándole la mano. Pero nada más cruzar Filipo la puerta, pidió agua tibia y se lavó las manos.
– Que emplee el soborno no quiere decir que me gusten los que soborno -dijo Mario a Publio Rutilio Rufo cuando éste llegó a Cumas cinco días más tarde.
– Bueno, desde luego, cumplió su palabra -replicó Rutilio Rufo, poniendo cara de resignación-. Promulgó tu modesta ley agraria como si fuese cosa enteramente suya y la defendió con tal lógica que nadie pensó en hacer objeción alguna. Es muy listo ese Filipo, aunque algo rastrero. Se apuntó laureles de patriota diciendo a la Asamblea que pensaba que una parte nimia e insignificante de las vastas tierras africanas debían reservarse, depositarlas en una especie de banco es la expresión que empleó, para el uso futuro del pueblo romano. Entre tus enemigos, hubo incluso quienes pensaron que sólo lo hacía por irritarte, y la ley se aprobó sin la menor réplica.
– ¡Estupendo! -dijo Mario, con un suspiro de alivio-. De momento, tengo la seguridad de que esas islas quedan a mi entera disposición. Necesito más tiempo para demostrar la valía de la legión de proletarios antes de proceder a premiarlos con una parcela como retiro. Ya te imaginas el comentario: al soldado romano de antes no hacía falta sobornarle con el regalo de tierras, ¿por qué ha de dársele al nuevo soldado un trato preferencial? -añadió encogiéndose de hombros-. Bueno, basta de ese asunto. ¿Qué novedades hay?
– He aprobado una ley que permite al cónsul nombrar tribunos de la plebe suplementarios sin celebrar elección en casos de verdadera urgencia para el Estado -dijo Rutilio.
– Siempre pensando en el futuro. ¿Y has elegido alguno conforme a dicha ley?
– Veintiuno. El mismo número de los que perecieron en Arausio.
– ¿Incluido?
– El joven Cayo Julio César.
– ¡Esa si que es una buena noticia! Casi todas las de parientes no lo son. ¿Recuerdas a Cayo Lusio? ¿El que se casó con Gratidia, la hermana de mi cuñado?
– Vagamente. ¿De Numancia?
– Ese. ¡Menudo tipo! Pero muy rico. Bien, pues tuvieron un hijo que ahora tiene veinticinco años, y me han suplicado que lo lleve conmigo a la guerra contra los germanos. Yo no conozco al barbián, pero he tenido que aceptar, porque si no mi hermano Marco no me habría dejado en paz.
– Hablando de tus numerosos parientes, te complacerá saber que el joven Quinto Sertorio está en Nersia con su madre y estará recuperado para acompañarte a la Galia.
– ¡Estupendo! También Cota vuelve a la Galia este año, ¿eh?
– ¡Por favor, Cayo Mario! -replicó Rutilio Rufo-. ¿Tú crees que un ex pretor con cinco senadores sin relevancia para razonar con los de la alcurnia de Cepio…? Pero yo conocía a Cota, mientras que Escauro, Dalmático y el Meneítos no le conocían. A mi no me cabe la menor duda de que entre lo salvable estaba Cota.
– ¿Y Cepio, ya ha vuelto?
– Con el agua al cuello, pero se debate como puede para mantenerse a flote, no creas. Yo pienso que, con el tiempo, se las arreglarán para que le llegue a la nariz. Hay una corriente popular de animadversión contra él, y sus amigos de las primeras filas casi no pueden evitarlo.
– ¡Estupendo! Deberían meterle en el Tullianum y dejarle morir de hambre dijo Mario, tajante.
– Después de hacerle cortar leña para ochenta mil piras funerarias -añadió Rutilio Rufo con aviesa sonrisa.
– ¿Y qué hay de los marsos? ¿Se apaciguan?
– ¿Te refieres al proceso por daños y perjuicios? La cámara pasó el contencioso a los tribunales, claro, pero no se ganó con ello amistades para Roma. El comandante de la legión marsa, que se llama Quinto Popedio Silo, vino a Roma decidido a comparecer como testigo, y me imagino que no adivinas quién estaba dispuesto a testificar también -dijo Rutilio Rufo.
– Pues no, no lo adivino. ¿Quién? -respondió Mario, sonriente.
– Nada menos que mi sobrino el joven Marco Livio Druso. Por lo visto se conocieron después de la batalla, porque la legión de Druso estaba en primera línea junto a la de Silo. Para Cepio fue un golpe cuando mi sobrino, que es yerno suyo, inscribió su nombre para testificar en un caso directamente relacionado con su conducta en el campo de batalla.
– Es un cachorro con dientes afilados -dijo Mario, recordando al joven Druso en el Foro.
– Ha cambiado mucho desde Arausio -añadió Rutilio Rufo-. Es como si se hubiera hecho mayor.
– Así Roma tendrá alguien de valía para el futuro -dijo Mario.
– Yo creo que sí, pero es que he advertido un profundo cambio en todos los supervivientes de Arausio -añadió Rutilio Rufo, entristecido-. ¿Sabes que aún no han podido recuperar a todos los soldados que escaparon cruzando el Rhodanus a nado? Ni creo que los recuperen.
– Yo los encontraré -aseguró Mario-. Son del censo por cabezas, lo que significa que yo soy responsable.
– Eso le incumbe a Cepio, naturalmente -dijo Rutilio Rufo-. Pero él trata de achacar la responsabilidad a Cneo Malio y a la escoria del censo por cabezas, como llama a ese ejército. A los marsos no les gusta nada que les llamen censo por cabezas, y a los samnitas tampoco; además, mi sobrino Marco Livio ha manifestado en público bajo juramento que los proletarios nada tuvieron que ver en la derrota. Es un buen orador y sabe moverse en la tribuna.
– ¿Y cómo es que siendo yerno de Cepio le critica? -inquirió Mario, curioso-. Yo me imaginaba que hasta a los más contrarios a Cepio les horripilaría tal falta de lealtad familiar.
– El no critica a Cepio… al menos directamente. En realidad es muy limpio. ¡No dice nada en contra de Cepio! Lo único que hace es rechazar la acusación de Cepio de que la derrota fue por culpa del ejército de proletarios de Cneo Malio. Pero he observado que el joven Marco Livio y el hijo de Cepio ya no están tan unidos como antes, y es un gran inconveniente porque Cepio hijo está casado con mi sobrina, la hermana de Druso -dijo Rutilio Rufo.
– ¿Y qué puedes esperarte si todos tus malditos nobles se empeñan en casarse con sus respectivas primas en vez de incorporar sangre nueva? -inquirió Mario, encogiéndose de hombros-. Bueno, basta de eso. ¿Alguna otra noticia?
– Unicamente sobre los marsos; mejor dicho, los aliados itálicos. Se nos ponen las cosas mal, Cayo Mario. Como sabes, hace meses que intento reclutar soldados, pero los aliados itálicos se niegan a colaborar. Cuando les pedí el censo por cabezas itálico, ya que insisten en que no quedan propietarios con edad de ir a filas, me dijeron que tampoco les quedan proletarios.
– Pero hay población agrícola; supongo que es posible -adujo Mario.
– ¡Bobadas! Son braceros, pastores, mano de obra migrante, menestrales… lo que abunda en toda comunidad agrícola. Pero los aliados itálicos repiten que no hay proletarios. ¿Por qué?, les he preguntado yo en una carta, y me responden que todos los itálicos que habrían podido figurar en el censo por cabezas son ahora esclavos romanos, casi todos ellos llevados por deudas de cautiverio. ¡Oh, es muy grave! -dijo Rutilio Rufo-. Todos los pueblos itálicos han dirigido acerbas cartas al Senado protestando por el tratamiento que les da Roma; no sólo la Roma oficial, sino los ciudadanos romanos con posiciones de poder. Los marsos, los pelignos, los picentinos, los úmbricos, los samnitas, los apúleos, los lucanos, los etrurios, los marrucinos, los vestinos… ¡todos, Cayo Mario!
– Bueno, ya sabemos que hacía tiempo que se veía venir el problema -dijo Mario-. Espero que la amenaza general de los germanos sirva de aglutinante para toda la península.
– Yo no lo creo -replicó Rutilio Rufo-. Todos esos pueblos alegan que Roma ha mantenido tanto tiempo fuera de sus hogares a esos propietarios, que sus granjas y negocios han caído en la ruina por falta de atención, y que los que han tenido la suerte de sobrevivir sirviendo militarmente a Roma se encuentran endeudados con terratenientes romanos o negociantes de ciudadanía romana. Y alegan que por eso Roma tiene ahora su censo por cabezas a guisa de esclavos diseminados por todo el Mediterráneo. Y añaden que más que nada se hallan en Africa, Cerdeña y Sicilia, que es donde Roma necesita esclavos con experiencia agrícola.
Mario comenzó también a inquietarse.
– No tenía ni idea que las cosas hubiesen llegado a tal extremo -dijo-. Yo tengo también muchas tierras en Etruria y en ellas se incluyen numerosas granjas confiscadas por deudas. Pero ¿qué otra cosa puede hacerse? Si no hubiese comprado las granjas, habrían ido a parar a manos de Metelo o de su hermano Dalmático. Yo heredé propiedades en Etruria de la familia de mi madre Fulcinia y por eso he concentrado mis bienes en Etruria. Pero, sí, el caso es que allí soy un gran terrateniente.
– Y apostaría algo a que no sabes lo que hicieron tus administradores con los hombres de las granjas confiscadas -dijo Rutilio.
– Cierto, no lo sé -respondió Mario con aire molesto-. No tenía idea de que tuviésemos tal número de esclavos itálicos. ¡Eso es como esclavizar romanos!
– Eso también lo hacemos con los romanos que incurren en deudas.
– Cada vez menos, Publio Rutilio.
– No digo que no.
– Ya me ocuparé de las quejas de los itálicos cuando asuma el cargo -dijo Mario con decisión.
La insatisfacción de los itálicos se mantuvo amenazadora como fondo durante aquel diciembre, centrada en las tribus guerreras de las tierras de la meseta central detrás de los valles del Tíber y el Lirís, encabezada por los marsos y los samnitas. Pero había otros movimientos latentes, en contra de los privilegios de la nobleza romana y generados por otros nobles romanos.
Efectivamente, los nuevos tribunos de la plebe eran muy activos. Resentido porque su padre fuese uno de los generales incompetentes más odiados del momento, Lucio Casio Longino sometió a discusión una sorprendente ley en una reunión contio de la Asamblea de la plebe; todos aquellos a quienes la Asamblea hubiese despojado de su imperium, debían perder también su puesto en el Senado. Aquello era declarar la guerra a Cepio en venganza. Ya que, naturalmente, se asumía que Cepio, si se le juzgaba por traición según el sistema en vigor, resultaría absuelto, pues gracias a su poder y su riqueza, contaba con el apoyo de numerosos caballeros de la primera y segunda clase, mientras que la ley de la Asamblea de la plebe que le despoja de su puesto en el Senado era algo muy distinto, y a pesar de la tenaz oposición de Metelo el Numídico y sus colegas, el proyecto tenía buenos visos de convertirse en ley. Lucio Casio no quería que le afectara el odio a que se había hecho acreedor su padre.
Y en aquel momento estalló la tormenta religiosa, sobreponiéndose por su furia a todas las demás consideraciones. Era algo inevitable por su aspecto cómico, dada la complacencia romana por el ridículo. Cuando Cneo Domicio Ahenobarbo cayó muerto en la tribuna de los Espolones durante la polémica por la candidatura in absentia de Cayo Mario al consulado, dejó inevitablemente un cabo sin atar. El era un pontífice, un sacerdote de Roma, y con su muerte se producía una vacante en el colegio de pontífices. En aquel momento, el pontífice máximo era el anciano Lucio Cecilio Metelo Dalmático, y entre los sacerdotes se contaban Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, Publio Licinio Craso y Escipión Nasica.
Los nuevos sacerdotes los nombraba el colegio, llenando la vacante de un plebeyo con un plebeyo y de un patricio con un patricio; los colegios de sacerdotes y de augures generalmente se componían de plebeyos y patricios por igual, y, según la tradición, el nuevo miembro designado debía pertenecer a la familia del fallecido para que así el cargo de sacerdote y de augur pasase de padres a hijos, de tío a sobrino o de primo a primo. Había que conservar el honor y la dignitas de la familia. Y, naturalmente, Cneo Domicio Ahenobarbo hijo, ya cabeza de su rama familiar, esperaba ser nombrado en sustitución de su padre.
Pero existía un problema, y se llamaba Escauro. Cuando el colegio de pontífices se reunió para proceder a la elección del nuevo miembro, Escauro anunció que él no era partidario de que al finado Ahenobarbo le sustituyera su hijo. Una de las razones que no manifestó, aunque subyacía a todo lo que alegó y estaba bien patente en el ánimo de los trece sacerdotes que le escuchaban, era que Cneo Domicio Ahenobarbo había sido un individuo terco, irascible e intratable que había engendrado un hijo aún peor. A ningún noble romano le importaba la idiosincrasia de los de su clase y todos estaban dispuestos a admitir una amplia gama de rasgos de carácter poco admirables, a condición, claro, de que no prevaleciese la opinión del indeseado. Pero los colegios sacerdotales eran entidades de relaciones muy cerradas y se reunían en el reducido recinto de la Regia, el pequeño despacho del pontífice máximo; y el joven Ahenobarbo sólo tenía treinta y tres años. Para los que, como Escauro, habían aguantado a su padre tantos años, la perspectiva de tener que soportar al hijo era insufrible. Por suerte, Escauro contaba con dos buenas razones que exponer a sus colegas para que no cedieran el cargo a Ahenobarbo hijo.
La primera era que al morir Marco Livio Druso el censor, el cargo sacerdotal no había sido para su hijo, que por entonces contaba diecinueve años, por considerársele excesivamente joven. La segunda, que el joven Marco Livio Druso de pronto había dado muestras alarmantes de querer abandonar su legado natural de profundo conservadurismo, y a Escauro le parecía que si se le daba el cargo paterno, eso le haría volver al redil del vínculo tradicional de sus antepasados. Su padre había sido un tenaz enemigo de Cayo Graco, pero, sin embargo, por el modo en que se conducía en el Foro, el joven Druso parecía un Cayo Graco. Existían circunstancias límite, arguyó Escauro, y, sobre todo, el trauma de Arausio. Por consiguiente, ¿qué mejor alternativa que elegir al joven Druso para sustituir a su padre?
Los otros trece sacerdotes, incluido Dalmático, pontífice máxímo, consideraron que era una magnífica solución al dilema de Ahenobarbo, y más teniendo en cuenta que el finado había reservado un cargo de augur para su hijo Lucio poco antes de morir. La familia no podría argüir que quedaba indignamente despojada de influencia sacerdotal.
Pero cuando Cneo Domicio Ahenobarbo se enteró de que el ansiado cargo sacerdotal iba a concederse a Marco Livio Druso, no le hizo ninguna gracia. A decir verdad le indignó, y en la primera reunión del Senado anunció que iba a querellarse contra Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, por sacrilegio. La excusa fue la adopción de un patricio por un plebeyo, un complicado asunto que requería la aprobación del colegio de pontífices y de los lictores de las treinta curias; el joven Ahenobarbo alegaba que Escauro no había cumplido debidamente los requisitos. Perfectamente consciente de la motivación real de aquella súbita manifestación de meticulosidad sacerdotal, la cámara no se inmutó. Ni tampoco Escauro, que simplemente se puso en pie y miró de arriba abajo al rubicundo Ahenobarbo.
– Es que vos, Cneo Domicio, que ni siquiera sois pontífice, vais a acusar a Marco Emilio, pontífice y portavoz de la cámara, de sacrilegio? -le interpeló con voz tonante-. ¡Id a entreteneros con el nuevo juguete de la Asamblea plebeya hasta que crezcáis!
Y su intervención parecía haber puesto punto final al asunto, pues Ahenobarbo salió como una flecha del Senado, entre carcajadas, rechiflas y gritos.
Pero Ahenobarbo no se dio por vencido. Escauro le había dicho que fuera a entretenerse con su juguetito de la Asamblea de la plebe, y eso fue precisamente lo que hizo. Dos días después había presentado una nueva ley y antes de que concluyese el año lograba aprobarla tras previa discusión y votación: la lex Domítia de Sacerdotiis estipulaba que, en el futuro, los nuevos miembros del cuerpo sacerdotal o augural no los elegirían los miembros vivos del colegio, sino una asamblea especial de las tribus, y que cualquiera podía ser candidato al cargo.
– Muy sutil -comentó Metelo Dalmático, pontífice máximo, a Escauro-. ¡Pero que muy sutil!
Escauro reía como un poseso.
– ¡oh, Lucio Cecilio, admitid que nos la ha jugado magistralmente! -respondió finalmente, enjugándose los ojos llorosos de tanto reír-. Precisamente empieza a gustarme.
– En cuanto la diñe otro, seguro que se presenta a la elección -añadió Dalmático en tono lóbrego.
– ¿Y por qué no? -terció Escauro-. Se lo ha ganado.
– Pero ¿y si soy yo? ¡Sería pontífice máximo!
– ¡Ah, para nosotros sería un estupendo progreso! -añadió Escauro, impenitente.
– Me han dicho que ahora va a por Marco Junio Silano -dijo Metelo el Numidico.
– Exacto, por haber iniciado una guerra ilegal contra los germanos en la Galia Transalpina -añadió Dalmático.
– Bien, pues que la Asamblea de la plebe juzgue a Silano por ello, ya que el cargo de traición supondrá que pase a las centurias -dijo Escauro, con un silbido-. ¡Es fantástico! Empiezo a lamentar que no le hayamos elegido para sustituir a su padre.
– ¡Vamos, no digáis tonterías! -replicó Metelo el Numídico-. Parece que os divierte la jugarreta…
– ¿Y por qué no? -inquirió Escauro, fingiendo sorpresa-. ¡Estamos en Roma, padres conscriptos! ¡Y Roma ha de hacer honor a su nombre dejando que la nobleza compita saludablemente!
– ¡Tonterías, tonterías! -exclamó Metelo el Numídico, furioso porque Cayo Mario estuviera a punto de ser cónsul otra vez-. ¡La Roma que conocimos ya no existe! Se elige cónsul por segunda vez al cabo de tres años a quien ni siquiera estaba en Roma revestido de la toga candida, se forman las legiones con el censo por cabezas, se eligen sacerdotes y augures, el pueblo deroga las decisiones de gobierno del Senado, el Estado desembolsa fortunas para organizar los ejércitos y los hombres nuevos y los arribistas son los que mandan. ¿Esto qué es?