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Estaba sentado en el suelo brillante con las piernas cruzadas y las manos en la cara. Movía el torso de delante hacia atrás, al ritmo de su respiración. Movía los labios, rezando con voz queda:
– El Señor es el Señor. Él es el eterno. Él ha dado. Él ha tomado. Alabado sea su nombre por los siglos de los siglos…
Había rasgado sus vestiduras, se había quitado los zapatos y se había cubierto la coronilla con cenizas de todos los fuegos de su casa, según prescribía la costumbre. Había leído la Tora. Los rollos yacían ante él, sobre el atril. Ahora tenía los ojos cerrados. No había hallado consuelo.
– ¿Por qué has tomado, Señor? ¿Porqué has tomado? -El dolor se había clavado en él como un negro puñal-. ¿Por qué has tomado, Señor?
Se había encerrado en la khizana, que le servía como despacho: una pequeña habitación anexa al salón principal de la casa, en la que se encontraba su biblioteca. Había echado el cerrojo a la puerta y había cubierto la ventana que daba al patio interior con unos maderos, que tenía preparados para los días de frío. Estaba sentado en la pequeña habitación desde las primeras horas de la tarde. Al oscurecer, había encendido una lámpara de aceite. La lámpara humeaba, pues apenas quedaba mecha. Hacía calor, y el aire era irrespirable debido al hollín de la lámpara. El no lo notaba. Movía el torso de delante hacia atrás y murmuraba oraciones; formaba las palabras con los labios sin prestar atención a su significado.
– Señor de la Verdad, Señor de la Vida, ¿por qué has tomado?
Quizá habría podido sobrellevar mejor el dolor si su fe hubiera sido más firme. Quizá le habría servido de desahogo poder blasfemar contra Dios, reñir con Él como Job, echarle en cara su dolor. Pero él no tenía la fe de Job. Él no podía hallar consuelo en la certeza de que esa muerte debía de tener un sentido acorde con la eterna voluntad de Dios, con las inescrutables disposiciones de Su justicia. Él no tenía tal certeza. Estaba solo con su dolor y su luto. Solo en la pequeña y lóbrega khizana, entre sus libros, junto a la lámpara que echaba humo y hollín, que empezó a tremolar y se apagó con un burbujeante siseo. Recitaba los salmos fúnebres tal como estaban escritos, sin buscarles ningún sentido. Estos salían entre sus labios como glumas secas.
Muy tarde, ya de noche, el cansancio le concedió unas pocas horas de sueño. Se llamaba Yunus ibn al-A'war y pertenecía a la congregación palestina de la comunidad judía de Sevilla. Era un hombre de cincuenta y dos años, alto, seco de carnes, de rasgos suaves a pesar de su nariz marcadamente aguileña, característica de la familia de su padre. La barba ya gris, los ojos no tan agudos como antes, un tanto entornados por el constante esfuerzo de la lectura. Médico con un consultorio importante en la calle de los boteros; un hombre estimado, de quien sus amigos afirmaban que no tenía enemigos.
Por la mañana había dado sepultura a su mujer. Habían estado casados veintiocho años y habían sido felices, aunque desdichadamente no habían tenido hijos. Su mujer había muerto a causa de una enfermedad que él no había sabido diagnosticar, una hinchazón en la zona del bajo vientre, una disfunción del hígado o de la vesícula; él no había sido capaz de descubrirlo. La enfermedad había llegado acompañada de punzadas desgarradoras, de dolores insoportables y agotadores, que al final ya ni las fuertes dosis de opio aplacaban.
Había muerto en la última hora de la noche, poco antes de salir el sol. Él la había velado junto al lecho, presenciando impotente cómo el dolor consumía su vida. Al sacarla de la casa, para llevarla a la sinagoga y de allí al cementerio situado en las afueras de la ciudad, él la había seguido. Y, de no prohibirlo la ley, la habría seguido todavía más allá. Cuando despertó, ya era de día. Yacía de costado, sobre su brazo derecho. El brazo se le había dormido y le dolía, como si estuviera lleno de agua caliente. También le dolía la espalda, y le costó levantarse; cuando por fin lo consiguió, se sintió mareado. Caminó a tientas hacia la ventana, quitó los tablones, acercó los ojos al enrejado de madera y miró hacia el patio interior. El sol colgaba tan bajo sobre el horizonte que el patio aún estaba todo cubierto de sombra. La luz era muy tenue y el blanco de las paredes todavía no hería la vista; y el verde de las plantas lucía más vivo por el rocío. Era una hermosa mañana, una mañana que prometía otro día de intenso calor. Pero ahora, poco antes de la salida del sol, todo era aún suave y vaporoso: los colores, las sombras, los sonidos de la ciudad que despertaba.
La vieja Dada estaba en la cisterna, adonde había ido a recoger agua para la cocina. Nabila y Sarwa atravesaron el patio vestidas con sus camisas de dormir, saludaron a la anciana y desaparecieron en el cuarto de aseo levantado junto a la cocina. Yunus las siguió con la mirada. Vio que actuaban con sigilo, procurando no hacer ningún ruido que pudiera molestarlo; y en ese mismo instante volvió a embargarlo el dolor, dejándolo impasible petrificado.
Empezó a andar de un lado a otro dentro de la pequeña habitación, entre la ventana y las puertas: cuatro pasos de ida, cuatro de vuelta; cuatro pasos de ida, cuatro de vuelta.
Hacia el final de la tercera hora, Dada se acercó a la puerta y llamó suavemente.
– Tienes que comer, señor, ¡por favor, tienes que comer!
Él no respondió. Esperó a que la mujer se hubiera marchado y reemprendió su caminata.
Empezó a hacer calor dentro de la habitación, a pesar de que las paredes, revestidas, aún conservaban el frescor de la noche. La sed empezó a atormentarlo. No había bebido nada desde la muerte de su mujer. Tenía la garganta seca como el papel.
Tras la llamada a la oración del mediodía, Yunus, repentinamente, cogió de un estante un cuaderno en octavo -uno de esos cuadernillos que llevaban los comerciantes en sus viajes para anotar sus ingresos y gastos-, se sentó en el alféizar de la ventana, sacó punta a la caña de escribir, preparó la tinta, alisó el papel y comenzó una carta. Escribió en árabe, pero empleando los caracteres cursivos hebreos, muy deprisa y con letras pequeñas que se ajustaban perfectamente a los renglones del cuaderno. Escribió a su mujer.
Siempre le escribía cuando estaba lejos de ella, de viaje, en otras ciudades. Solía escribirle por la noche sobre las cosas que había hecho durante el día, igual que, cuando estaba en casa, le contaba en la cena todo lo que le había pasado a lo largo de la jornada. Así, ella siempre estaba muy cerca de él. Ahora, al escribirle, él volvía a sentir que ella permanecía muy cerca.
Las dos muchachas se aproximaron a la puerta y llamaron, vacilantes.
– Te traemos algo de comer, padre -les oyó decir Yunus-. Dada dice que tienes que comer. -Yunus escuchó que murmuraban y caminaban indecisas de un lado para otro, y poco después vio a través de las rejas de la ventana cómo volvían al patio y desaparecían por la puerta de la cocina.
Eran las hijas de su hermano. Sarwa tenía once años; Nabila, catorce. Eran dos muchachas dulces y calladas; a juicio de la preocupada Dada, demasiado dulces y calladas, por lo cual siempre estaba detrás de ellas, mimándolas con todos los manjares posibles y esforzándose por atraer con esos mismos manjares a otras jóvenes del vecindario, para que les hiciesen compañía.
Hacía apenas dos años y medio que habían llegado a Sevilla en el barco de Ceuta junto con otros fugitivos del Magreb, con tan sólo un hatillo en la mano y una bolsita de cuero colgada del cuello que contenía una carta garabateada apresuradamente por su padre.
El hermano de Yunus había sido agente de comercio en Sigilmesa, una ciudad desértica del noroeste africano, a diez días de viaje al sur de Fez, cálida como un crisol de fundición, pero también rebosante del brillo del oro y tan importante como centro comercial del África occidental, que muchos de los grandes importadores y exportadores de Alejandría y al-Mahdiyya, de Sevilla y Almería, poseían sucursales propias allí. Éstos llevaban a Sigilmesa azúcar, aceite, tejidos de algodón, joyas, armas y artículos de cuero, y cambiaban estos productos por oro y esclavos negros, que eran sacados de los países del Níger en gigantescas caravanas. Los caminos infinitamente largos que atravesaban el desierto uniendo el Níger y Sigilmesa estaban dominados por nómadas pertenecientes a la tribu bereber del Sinhedja. Éstos cobraban elevados impuestos por la protección a las caravanas de oro y esclavos, y con ello compraban los productos enviados a Sigilmesa por los comerciantes. Un intercambio que dejaba satisfechos a todos.
Sin embargo, en algún momento, los grupos tribales del Sinhedja empezaron a disputarse el dominio sobre el oro y las rutas utilizadas para transportarlo. Los almorávides, que habitaban la región occidental del gran desierto, vencieron en cruentas luchas y sometieron a tribus hermanas que ejercían su control en Sigilmesa. Los almorávides eran nómadas del desierto, semisalvajes, bárbaros, educados por un celoso musulmán en un fanático rigor doctrinario.
Dos años y medio antes habían cercado Sigilmesa y atacado la ciudad. No sólo habían matado a muchos de sus habitantes, sino que, arrastrados por el odio ancestral de los nómadas hacia toda forma de vida sedentaria, habían arrancado las palmeras, devastado los jardines y destruido las instalaciones de agua. A más de una de sus víctimas le habían abierto el vientre aún en vida para buscar monedas de oro que pudieran haber tragado. Así lo contaron los que consiguieron escapar.
El hermano de Yunus y su mujer habían muerto abrasados por el fuego dentro de su casa. Sólo Dios sabía todo lo que las niñas habían tenido que presenciar ese terrible día. Nunca habían hablado de ello; pero Yunus había pasado muchas noches en vela al pie de sus camas y las había visto estremecerse por las pesadillas y llorar en sueños. Y la angustiosa dulzura con que se aferraban la una a la otra era seguramente una huella dejada por Sigilmesa.
Yunus vio que las muchachas volvían a salir de la cocina. Sarwa llevaba un cesto en las manos; Nabila, el papelito con la lista de la compra. Desaparecieron por la puerta del zaguán que separaba el portón de la casa del patio interior. La vieja Dada las había mandado al mercado.
¡La buena y vieja Dada! Por la tarde volvió a acercarse a la puerta de Yunus.
– ¡Señor, toma el agua, toma al menos el agua! -le rogaba-. Dejaré la jarra junto a la puerta. Sólo el agua. ¡Sólo para las abluciones!
¿Qué habría hecho Yunus sin ella? ¿Cómo habría sobrevivido a ese día? Las visitas de pésame, la espantosa diligencia de las lavadoras de cadáveres, las caras boquiabiertas de los musulmanes frente al cementerio, adonde sólo habían ido para contemplar a las mujeres que, en el cortejo fúnebre, se habían quitado los pañuelos de la cabeza. Y luego el hazzán, el nuevo cantor con sus salmos fúnebres a lo largo de todo el camino desde la sinagoga hasta el cementerio. Su voz casi le había desgarrado el corazón. Este hazzán, que había seguido el cortejo a pie detrás del ataúd, había cantado con la misma voz con que lo hiciera el cantor de la sinagoga de Almería, la primera vez que Yunus y su mujer se encontraron.
Oh, Karima, Karima al-Wuh.sha, ¿te acuerdas aún de nuestro cantor en Almería?
Había sido en el último día de las fiestas del Pésaj. Yunus nunca olvidaría ese día. Un mes antes había cumplido veinte años. Era un médico inexperto y un hakim con buenas perspectivas y grandes ilusiones. Tenía que leer por primera vez la Parasha que la comunidad había concedido a su padre en ese día de fiesta. Un gran honor para el hijo, verdaderamente un gran honor. Pero también había habido un buen motivo para ello. Durante las fiestas, su padre se había reunido en secreto con Amram Lebdí, el anciano más honorable, el joyero, el rico Amram, y los dos habían llegado a cierto acuerdo sobre un enlace de sus familias. Sus respectivas voluntades habían coincidido, pues el rico Amram deseaba que su hija se desposara con un hakim, con el hijo de un hakim. Y el padre de Yunus esperaba una nuera que aportara tal fortuna al matrimonio, que su hijo pudiera continuar sus estudios libre de la carga de preocupaciones económicas. Ambos deseos armonizaban perfectamente. La dote ascendería a ochocientos dinares, una suma que las mujeres de la tribuna de la sinagoga se pasarían de boca en boca sólo con respetuosos susurros.
Oficialmente, Yunus no sabía nada. Su padre aún no le había pedido su consentimiento. Pero su madre ya lo había informado en secreto. Además, conocía a la muchacha que habían elegido para él, la hija del rico Amram. Todos los jóvenes casaderos de la comunidad judía almeriense la conocían. Era una niña hermosa y despreocupada, de ojos risueños, que acababa de cumplir catorce años. Sí, la conocía, y no se sentía insatisfecho con la elección de su padre.
Pero entonces llegó aquel último día de las fiestas del Pésaj. Aún hoy tenía presentes todos los detalles. Se veía de pie tras el atril de la Tora. El cantor extendió los rollos ante él, y Yunus empezó a recitar con voz fuerte y segura. Conocía el texto de la Parasha de su padre tan bien como las palabras de la oración de la mañana. No necesitaba prestar atención a lo escrito. Miraba a su padre, que, hinchado de orgullo, estaba sentado en su sillón frente a él e intercambiaba miradas de complacencia con el rico Amram. Yunus miraba también hacia la tribuna de las mujeres, donde se encontraba su madre, a quien buscaba con los ojos. Y entonces la vio a ella.
Estaba en la parte de las niñas, y superaba considerablemente en estatura a todas las demás (tenía entonces diecisiete años). Y Yunus se preguntó: «¿Qué hace entre las niñas? ¿Por qué no está con las mujeres?». Y pensó: «¿Será nueva en la comunidad? ¿O a lo mejor es cristiana? ¿Por qué no la había visto nunca antes?». Y de pronto perdió el hilo del discurso y buscó desesperado la continuación en los rollos, sin encontrar la línea. Sin duda se habría quedado mudo de no ser por que en el último instante el cantor le susurró las palabras. El cantor fue el único que advirtió lo ocurrido.
Unos cuantos días después todo el mundo lo sabía. La noticia corrió como un reguero de pólvora por la comunidad. No hubo nadie que no tomara partido en el asunto. El padre montó en cólera por la desobediencia de su hijo. El rico Amram, ofendido de muerte, rabiaba por miedo a la humillación. La madre intentaba en vano servir de mediadora. Y Yunus se mostraba tanto más obstinado cuanto más lo acosaban.
Finalmente tuvo que abandonar la ciudad. Su madre le dio dinero y lo envió a casa de su hermano en Egipto, en Fustat. Sólo cuando ya estaba en el barco, un instante antes de la partida, su padre le dio su bendición.
Se quedó cuatro años en Oriente, estudiando en El Cairo y Bagdad. Cuando volvió, sus padres ya no vivían. Pero estaba ella. Durante su ausencia, cartas habían ido y venido entre los dos. El joven cantor les había servido de mensajero. Y ella lo había esperado, a pesar de la oposición de su familia.
Se casaron. Tuvieron que soportar la hostilidad de los ortodoxos y el odio abierto del rico Amram y su enorme séquito. Y como el matrimonio seguía sin tener descendencia y los malintencionados habían empezado a hablar del justo castigo divino, decidieron acabar con todo aquello. Por aquel entonces Ibn Abbas, el poderosísimo visir del príncipe de Almería, había entrado en conflicto con Samuel Nagdela, visir del príncipe de Granada, y había empezado a descargar su cólera contra el adversario judío sometiendo a impuestos especiales, limitaciones comerciales y otros impedimentos a las comunidades judías que se encontraban dentro de su ámbito de poder, por lo cual muchos judíos habían emigrado. Yunus y su mujer aprovecharon la oportunidad para trasladarse a Sevilla. Eso había ocurrido hacía veinticinco años.
Desde fuera llegaba ahora el estruendo de los tambores y timbales con que la guardia del al-Qasr anunciaba la hora de la primera oración de la noche. Poco después pudo oírse también la llamada a la oración de la torre de la mezquita principal y el débil sonido de las vísperas de las iglesias cristianas de los suburbios. Yunus cerró cuidadosamente el tintero, lo guardó junto con los Otros utensilios de escritura en uno de los estantes cerradizos de la pared y volvió a sentarse en el alféizar de la ventana.
Pronto oscureció. Yunus permaneció sentado en silencio, inmóvil, observando cómo la oscuridad lo envolvía y se adueñaba de su habitación, sintiendo el paulatino descenso del calor del día. Recuerdos y pensamientos fragmentarios de dolorosa claridad le atravesaban la cabeza. Era incapaz de retenerlos. Cuando menos lo esperaba, se quedó dormido. Lo despertó la sed. Sentía un fuego abrasador en la garganta y tenía la lengua pegada al paladar; y sus pensamientos giraban en torno a la jarra de agua que había fuera, junto a la puerta. Pero todavía no estaba dispuesto a romper su ayuno.
Empezó a darle vueltas al problema de la sed. ¿Por qué la sed era más difícil de soportar que el hambre? ¿Por qué el hombre muere de sed a los pocos días, mientras que, en caso de necesidad, puede pasar hasta seis u ocho semanas sin recibir ningún alimento sólido, y esto sin sufrir ningún daño?
Trabajó apasionadamente con las obras fundamentales de su biblioteca médica. Estudió a Galeno y al-Razi, el Qanun de Ibn Sina y el Kiteb al-Maliki de Ibn al-Abbas, sin encontrar ninguna indicación útil en las autoridades. Luego reunió los hechos, que le eran familiares por su propia práctica, y empezó a buscar él mismo una solución.
Había que partir de los cuatro elementos, de los que todo estaba compuesto: fuego, aire, agua, tierra. Luego, de los cuatro humores corporales, cuya mezcla correcta o errónea en el cuerpo humano determinaba la salud o la enfermedad: bilis amarilla, sangre, mucosidad, bilis negra. Agua y mucosidad poseían las mismas características: frialdad y humedad. Cuando el cuerpo no se nutría de agua, no podía formar mucosidad. En la proporción de la mezcla de los humores del cuerpo faltaba entonces el componente frío/húmedo, y la constitución corporal se desviaba hacia lo caliente/seco. La consecuencia: fiebre, así como merma en la segregación de saliva, mucosidades nasales y sudor, y desecación general del cuerpo. Estos eran los hechos básicos; pero no daban respuesta a la cuestión de por qué la falta de agua, que tenía como consecuencia la falta de mucosidad, conducía tan rápidamente a la muerte.
Eligió otro punto de partida para sus reflexiones. Siguió una serie de deducciones y llegó a la hipótesis de que probablemente, de entre todas las sustancias que quedaban en el cuerpo como residuos de la combustión de alimentos y del aire respirado, aquellas que normalmente eran eliminadas por las mucosidades poseían una mayor toxicidad que aquellas que eran eliminadas por los otros humores corporales a través de las heces, la orina y la sangre. Cuando, por falta de agua, no eran expulsadas mucosidades a través del sudor y la saliva, las sustancias tóxicas se quedaban dentro del cuerpo. ¿Era ésta la causa de tan rápida muerte?
Recordó a tres peregrinos de La Meca, a quienes había tratado cuando estudiaba en Bagdad, en el hospital de Sinán, junto a la Puerta Siria. Los tres habían conseguido salir con vida del desierto únicamente gracias a que habían bebido su propia orina. Esto apoyaba su tesis, pero no era una demostración.
Incluyó en sus reflexiones que los enfermos con fiebre necesitaban ingerir más líquido que los sanos, que la sed aumenta con el calor, que, por tanto, la necesidad de líquido aumenta en la medida en que la proporción de la mezcla de los humores corporales tiende hacia lo seco/caliente, lo que paradójicamente conduce a que el cuerpo, al segregar sudor, elimine aún más mucosidad, con lo cual la proporción de la mezcla empeora más todavía. Pero ¿qué efecto producía el liquido en el interior del cuerpo? ¿Qué diferencia había entre tomar líquidos calientes o fríos? ¿Necesitaban las mujeres, cuya constitución, por naturaleza, tiende más hacia lo frío/húmedo, consumir más líquido que los hombres? Y, de acuerdo con esto, ¿morían antes en caso de falta de líquido? Yunus se perdió en un laberinto de preguntas hasta que, de repente, vio dentro de la habitación, junto a la jamba de la puerta, la jarra de agua que la vieja Dada había dejado fuera. Yunus dirigió la mirada hacia el cerrojo que bloqueaba la puerta y no pudo explicarse cómo había entrado la jarra en la habitación. Se levantó contra su voluntad, dio dos pasos hacia la jarra, se detuvo, aguzó la vista, y se golpeó la frente con el pulpejo de la mano. Ya no había ninguna jarra junto a la puerta. Un espejismo. Había sido víctima de un espejismo.
Recordó que los tres peregrinos del hospital de Sinán le habían contado experiencias similares. Le habían hablado de vivísimos aguadores, beduinos que les hacían señas con los brazos y hasta caravanas enteras que habían pasado ante sus ojos y, al acercarse, habían resultado no ser mas que trozos de piedra corrientes y molientes, ni siquiera de formas especialmente llamativas. Así pues, ¿acaso la privación de agua y la falta de mucosidad afectaba al cerebro? ¿O no era tanto la carencia de lo frío/húmedo en la proporción de la mezcla de los humores corporales, como la resultante sobreabundancia de lo caliente/seco, es decir de la bilis amarilla, lo que producía estos efectos en el cerebro? ¿No escribe Galeno que la sobreabundancia de bilis amarilla produce la locura? ¿No apuntan los espejismos a una incipiente locura?
Por otra parte, los tres peregrinos, cuando estaban ya a punto de morir de sed, no habían mostrado en modo alguno los síntomas que suelen acompañar a la sobreabundancia de bilis amarilla. Ni estados coléricos, ni excitación, sino más bien depresión, total apatía, esto es, síntomas que habrían podido asociarse a una sobreabundancia de bilis negra, de 'melan khole'. Entonces, ¿era falsa la afirmación de Galeno? ¿O el error residía en sus deducciones? ¿Estaba la equivocación en la dirección de sus pensamientos, en la base misma del sistema?
Aún más preguntas. Muchas más preguntas. ¿Y qué sentido tenían todas esas preguntas? ¿Qué habría ganado si hallaba una respuesta? ¿De qué podía servirle a un peregrino que estaba a punto de morir de sed saber por qué se moría de sed? ¿No le sería mucho más necesario otro tipo de saber, un saber que le mostrara un camino a través del desierto, unos conocimientos que pudieran conducirlo a un pozo de agua?
Pensó en los días y noches que había pasado junto al lecho de dolor de su mujer. ¿De qué le habían servido todos sus conocimientos sobre la anatomía del cuerpo, sobre la naturaleza de las enfermedades, sobre los efectos de los distintos fármacos? ¿De qué le habían servido sus estudios, sus libros, su ciencia?
Cerró los ojos y se dejó caer en una desesperación que lo abrasaba aún más que la falta de agua.
A última hora de la tarde, Zacarías entró en el patio interior de la casa. Zacarías era su asistente en el consultorio, su único discípulo. Yunus siempre se había negado a aceptar discípulos. Según su propia opinión, la tendencia a dudar, muy propia de él, lo incapacitaba para ser maestro. Zacarías era la única excepción, y lo había aceptado tras largas cavilaciones. El padre de Zacarías había sido soplador de vidrio y había llegado a Almería en el mismo barco que Yunus. Tras la muerte de este hombre, Yunus aceptó a su hijo en el consultorio. Hacía ya tres años que el muchacho estaba con él, primero como ayudante, luego como aprendiz, y desde hacía poco como estudiante. Era aplicado, honesto y muy rápido de entendimiento, y se mostraba deseoso de aprender. Era odioso.
Yunus vio que hablaba con la vieja Dada en el patio interior y que luego ambos entraban en la casa. Un momento después los oyó acercarse por el madjlis, hasta la puerta de su habitación. Dada llamó a la puerta, primero con los dedos, después con el puño.
– ¡Señor! -gritó la mujer-. Zacarías ha traído a un hombre con una mujer enferma. Son campesinos de al-Jarafe. Quieren verte, señor, quieren ver al hijo del tuerto.
Yunus calló, pero esta vez la anciana no se dio por vencida.
– Señor, están en el zaguán. Te están esperando desde ayer. La mujer está muy enferma. Zacarías dice que está muy enferma.
Yunus seguía sin dar respuesta; entre otras cosas, porque no podía emitir palabra con los labios secos y pegados y la lengua inflamada.
Dada sacudió la puerta.
– Señor, si no abres iré a buscar a Amin Hassán para que abra la puerta. ¡Ya has oído, Yunus! Traeré a Amin Hassán para que abra la puerta. ¡Sal, Yunus, sal! Lo que haces no es bueno. -Su voz sonaba ahora muy enérgica. Estaba realmente enojada. Sólo lo llamaba por su nombre propio cuando estaba furiosa con él.
Yunus se levantó, se acercó a la puerta y carraspeó para aclararse la garganta.
– ¿Qué clase de gente son? -preguntó-. ¿Musulmanes?
– Si, hakim -contestó Zacarías.
– Entonces envíalos a Yusuf ibn Harún, el shaik. Él entiende más de la gente del campo -dijo a través de la puerta cerrada. Oyó que Zacarías se disponía a responder, pero Dada se le anticipó:
– Señor, ellos quieren verte a ti. Zacarías los ha enviado al shaik, yo los he enviado al shaik; pero ellos no quieren marcharse. Quieren ver al hijo del tuerto. Están acurrucados en el zaguán, y la cabra que han traído está cagándolo todo. ¡Así están las cosas!
– Ya lo he intentado todo, hakim -añadió Zacarías, interviniendo en la conversación-. Han pasado la noche en la mezquita de Abú Hassán. La mujer está muy débil.
Yunus ya tenía el cerrojo en la mano; pero, de pronto, se dio la vuelta. El sol se ponía ya en el horizonte, y su luz pasaba por debajo del emparrado y penetraba por las aberturas inferiores del enrejado de la ventana. Cinco rayos caían dentro de la habitación, atravesándola en diagonal hasta los pies de Yunus como cinco dedos de una mano cristalina, pintando cinco manchas luminosas en el suelo. Yunus imaginó al campesino, que habría hecho el largo y caluroso camino hasta la ciudad con su mujer enferma montada en el asno y la cabra atada a una cuerda, que habría ido de puerta en puerta preguntando por el hijo del tuerto, por el hakim. Conocía a esos campesinos desde los primeros años de su consulta. Probablemente había tenido en tratamiento a un vecino común durante quién sabía cuántos años, curándolo finalmente con la ayuda de Dios; y así se había ganado una fama inusitada en un pueblo de al-Jarafe que él ni siquiera conocía. «El hijo del tuerto», ése era un nombre que los campesinos nunca olvidaban.
Yunus quitó el cerrojo y abrió la puerta, atravesó el madjlis sin detenerse y, pasando por el patio interior, entró en el cuarto de aseo. La vieja Dada lo siguió contoneándose como una pava que hubiera reencontrado a sus polluelos. Yunus se lavó las cenizas de la cara y el pelo, bebió un poco de agua fresca en tragos cortos y cuidadosos, y se cambió de ropa. Sólo se negó a aceptar los zapatos que Dada le había llevado.
Al salir al zaguán, vio a la mujer tumbada en el suelo, envuelta en su manto, con la cabeza entre las rodillas. El hombre, que estaba de pie a su lado, parecía aún bastante joven -quizá veintitantos- y era muy alto y robusto. Recibió a Yunus con una mirada de desconfianza y se interpuso en su camino.
– Quiero a Ibn al-A'war -dijo el hombre en voz baja pero amenazadora-. ¡Nadie más que Ibn al-A'war tocará a mi mujer! -Por lo visto había imaginado que el hijo del tuerto sería un hombre mayor.
Yunus respiró hondo; pero la vieja Dada lo apartó con un brazo, se colocó ante los campesinos y anunció con un gesto grandilocuente y la voz de un orador:
– ¡Éste es Yunus ibn Ismail ibn Yunus al-A'war, el honorable, el bendito tabib, el hakim, a quien Dios ha revelado los misterios de la ciencia y a cuyas manos ha concedido la fuerza curadora!
Poco faltaba para que la mujer empezara a añadir los nombres y títulos honoríficos de todos los otros antepasados hasta la séptima generación, pero el campesino se había quedado tan impresionado que se hizo a un lado.
Yunus echó fuera a Zacarías y se puso a examinar a la mujer con la ayuda de Dada.
La cocina se encontraba en la parte interior del castillo, en una construcción pegada a la torre que servía de vivienda como un niño a las piernas de su madre. La entrada estaba a tres hombres de altura por encima del suelo: una boca tan grande como la puerta de un establo, que ahora en verano se mantenía abierta para que el calor pudiera salir. Una empinada rampa hecha con dos troncos unidos por maderos horizontales llevaba hasta allí arriba.
Para todos los hombres que servían en el castillo, tanto si eran criados como si portaban armas, regía la norma de que cada mañana, al salir del edificio de la tropa e ir a la cocina para tomar la sopa de la mañana y recibir la ración diaria de pan y tocino, o lo que fuese, debían recoger un poco de leña del montón apilado abajo y subirla a la cocina.
Esa mañana el robusto Pere llegó arriba con las manos vacías. Era evidente que no lo había hecho con intención. El campesino que traía un nuevo cargamento de leña cada semana acababa de llegar, y Pere, por cruzar unas cuantas palabras con él, se había olvidado de cargar su cuota de madera. Él habría vuelto abajo a recoger la leña, pero cuando Pere se topó de frente con el cocinero, éste estaba de muy mal humor y empezó a echar pestes: que qué se había imaginado; que si quería comer sin hacer nada a cambio, precisamente él, que era quien más comía de todos y nunca parecía hartarse, etcétera.
Después de esto, Pere ya no podía ir por la leña sin más, pues en la cocina había demasiados hombres, que lo habían escuchado todo. Se detuvo en la entrada con la cabeza gacha, los hombros redondos echados hacia adelante y los gruesos brazos caídos a los lados. Su figura se recortaba contra el cielo que brillaba fuera y parecía aún más robusta de lo que de por sí era en realidad. Se quedó un momento pensando. Casi podía verse cómo pensaba, cómo se movían los pensamientos bajo su ancha frente. Se quedó pensando un largo rato.
Entonces el asno del leñador empezó a rebuznar, y Pere, como si hubiera recibido una orden del animal, se dio media vuelta y bajó la rampa a trompicones. El asno estaba al pie de la rampa. Todavía llevaba la leña sobre el lomo y apenas se lo veía bajo el gigantesco montón de largas ramas. Pere se acuclilló a su lado, se echó la carga con asno y todo sobre la espalda, la levantó a pulso, la subió por la rampa, la metió en la cocina y la dejó en medio del foso de las cenizas, frente al fogón.
El cocinero se levantó como un pan en el horno, empezó a dar gritos y salió disparado de la cocina, en busca de alguien a quien quejarse. Pero nadie lo tomó en serio, pues el castellán estaba en Guarda y era seguro que la dueña no lo recibiría a tan tempranas horas de la mañana. Todos fueron a ver cómo el cocinero, agitando las manos desde la escalera exterior que conducía a la torre, increpaba al mozo que le prohibía la entrada, y todos rieron a carcajadas y palmearon en la espalda al robusto Pere y casi se cayeron de sus bancos cuando el asno, que seguía mirando embobado desde el fogón, se puso de pronto a rebuznar espantado por la sopa que salpicaba desde el caldero. Sólo Pere estaba sentado completamente tranquilo con su pan y su escudilla, actuando como si nada hubiera ocurrido.
Así había empezado el día. Desde el inicio, no había sido un día como los demás. No había sido un buen día. Una de las criadas dijo después que esa mañana, al llegar al castillo, había visto una corneja muerta en el antepatio. La muchacha se había santiguado y no había vuelto a pensar en ello. ¿Quién presta atención a todas las señales?
Al joven le habría gustado quedarse con los hombres en la cocina, pero tenía que llevarle el agua a la torre al señorito. Además, seguro que el ama de cría le daría un tirón de orejas, porque otra vez se había entretenido demasiado. Hacía ya un mes que el conde, el gran señor, lo había nombrado criado personal de su hijo, y desde que formaba parte de la casa tenía que observar muchas reglas. Él todavía no sabía bien cómo había ocurrido, ni si debía dar gracias a Dios por ello o no.
Un día que estaba sentado al pie de la torre, junto a la muralla del lado este, con las sillas de montar y las alforjas de todo el séquito del conde, se quedó dormido mientras limpiaba y engrasaba el cuero para el viaje de regreso a Guarda. Lo despertó un grito, y, todavía medio dormido, vio que un bulto volaba hacia él, amenazante, así que extendió los brazos, más para protegerse que para atrapar el bulto. Un instante después se vio tumbado en el suelo con el hijo pequeño del conde en los brazos. Así había sido, nada más. Y desde ese momento se encontraba cumpliendo aquel duro servicio.
No podía perder de vista al pequeño ni un instante, de la mañana a la noche. De noche tenía que dormir junto a su puerta; de día tenía que estar constantemente junto al niño y realizar las tareas que le encomendaban el ama de cría, la niñera y la camarera. Tenía incluso que probar las sosas papillas que el ama daba al pequeño cada dos días durante el destete. Así lo había ordenado el mismo conde. Y el conde era el amo, el poderoso conde de Guarda, a quien todos se sometían. Incluidos el castellán y el castillo de Sabugal. Incluidos también el padre del muchacho, su madre y el pueblo en el que había nacido.
Sólo al mediodía, cuando el pequeño dormía, el joven disponía de tres horas libres para que el capitán pudiera instruirlo en el manejo de las armas. Esto también lo había ordenado el conde, y era la única parte de su servicio que le agradaba, las únicas horas del día que esperaba con ilusión.
Hoy no tendrían lugar esas tres horas. Hoy era día de descanso para todos los hombres del castillo. Era fiesta, sólo la guardia cumplía servicio. El cocinero ya había afilado su cuchillo para sacrificar una cerda, y, por la noche, cuando el castellán y su gente regresaran de Guarda, habría un banquete en el gran salón de la torre. Vino para toda la guarnición.
Los hombres se habían ganado el día libre trabajando duro. Tenían tras de sí una agotadora semana de cosecha, con viento sur acompañado de un calor abrasador. El castellán había exigido que, si hacían falta hombres, trabajaran también los jinetes de la dotación del castillo. Además, se había mantenido un servicio de guardia más intenso que de costumbre, pues el castellán no quería correr ningún riesgo mientras el hijo del conde se encontrara en el castillo. Dos hombres en la torre y dos en la puerta; el portón exterior cerrado incluso durante el día, y por la noche guardia doble y rondas con los perros. Y todo eso a pesar de que para proteger al pequeño señor ya habían llegado expresamente de Guarda dos infanzones de la mesnada del conde con sus mozos, que sólo prestaban servicio en la corte y, por lo demás, no hacían más que andar pavoneándose por el castillo.
La cosecha había terminado hacía cuatro días, y cuando los hombres se disponían a tomarse un respiro, el castellán ya estaba allí con otra tarea. Había que ir por veinte caballos a los veraneros, a cuatro veraneros distintos, cada uno más lejano que el anterior, y eso con un importante contingente de hombres y el equipo completo, pues los pastores de los campos nororientales habían proporcionado ciertos informes sobre una tropa de jinetes forasteros.
La noche anterior habían llegado los últimos caballos. Estaban en los trigales recién cosechados, entre el patio de los señores y el río, y habían hundido la cabeza en la paja, en busca de las jugosas hierbas que habían crecido entre el grano. Todos los hombres estaban en el castillo, excepto dos peones que seguían fuera, río arriba, reparando el vallado de la dehesa. Antes de la noche, cuarenta reses más serían llevadas al castillo.
Unas dos horas después del amanecer, aparecieron en la pendiente que descendía hacia el río tres hombres, que luego tomaron el camino que llevaba al puente. El puente se había venido abajo en junio. El castellán ya había dado orden de volver a levantarlo, pero los trabajos se habían interrumpido con el inicio de la cosecha. En el lugar de las obras no había nadie más que los tres forasteros, que ahora se acercaban vadeando el río. El grupo lo encabezaba un hombre a pie, vestido con un blusón de campesino y una faja enrollada alrededor de la cabeza al estilo moro. A la espalda llevaba una aljaba de la que sobresalía un arco moro. Tras él venían dos «pardos», unos campesinos montados en grandes y huesudos caballos, pertrechados de correajes con lanzas cortas, el yelmo en el pomo del arzón.
El joven fue el primero en verlos. Los divisó aún antes de que los centinelas de la torre hicieran sonar con sus trompetas la señal habitual. El joven estaba en el adarve de la palizada que separaba el antepatio del patio interior del castillo, y se aburría. A su espalda, en el pequeño jardín que la dueña había mandado sembrar junto a la torre, el hijo del conde jugaba en sus andaderas. El joven tendría que haber estado con el pequeño, pero allí se hallaba también la niñera, alerta, y además el niño había encontrado algo que lo mantenía ocupado. Jugaba con un pájaro que le había traído el leñero. El pájaro, atado por una pata mediante un hilo largo y delgado a una de las barras de las andaderas, luchaba por su libertad batiendo las alas y piando espantado. El pobre animal saltaba sobre la barra, echaba a volar y caía apenas el hilo se tensaba; luego volvía a volar, y volvía a caer, una y otra vez. Y el pequeño reía y disfrutaba con ese ruidoso y aleteante ovillo de plumas, al tiempo que intentaba coger el hilo con sus torpes manecitas. Pero el pájaro aún tenía las fuerzas suficientes para escapársele siempre.
Los tres forasteros habían vadeado el río y tomado el camino que, rodeando el castillo y el poblado levantado tras él, seguía hacia el sur.
Los hombres de la dotación del castillo, que todavía estaban en la cocina, salieron a la entrada para mirar. No era usual que unos forasteros se acercaran al castillo a horas tan tempranas.
Cuando los tres hombres llegaron a la bifurcación que conducía a la puerta exterior del castillo, se detuvieron, y el que iba a pie, que parecía moro, se acercó solo a la puerta, de modo que el joven lo perdió de vista.
La puerta estaba cerrada, tal como se había ordenado. La primera guardia del día junto a la puerta le correspondía al viejo Aznar. Como segundo estaba uno de los jóvenes campesinos del pueblo. Este se encontraba arriba, en lo alto de la puerta, con los dos brazos colgando por encima de las almenas.
El muchacho vio que el viejo Aznar descorría el pasador de la mirilla, hablaba con el hombre que había fuera, y luego, dándose la vuelta, escupía y corría hacia los alojamientos de la guarnición, como si fuera en busca de alguien. A continuación oyó, de repente, un desgarrador chillido y, mirando hacia abajo por encima del hombro, vio que el pequeño por fin había conseguido atrapar al pájaro. El niño tenía al animal firmemente cogido entre sus manos gordezuelas y soltaba risitas alegres cada vez que el ovillo de plumas volvía a sacudir ligeramente las alas, hasta que de pronto advirtió que aquella cosa ya no jugaba, ya no se movía, aunque el crío la sacudía y pellizcaba. El pequeño contrajo el rostro en una mueca llorosa, como hacía siempre que algo no le gustaba, y estaba a punto de empezar a berrear cuando, de pronto, se oyó un grito, un grito tan terrible que el joven pensó que un cuchillo helado lo había atravesado por la espalda, un grito que lindaba con el dolor más extremo. Por un instante el joven se sintió totalmente confundido, pues lo que había esperado era el habitual berrido del niño, y se quedó petrificado de espanto hasta que comprendió que no había sido el pequeño quien había chillado, sino que el grito provenía del patio del castillo.
El viejo Aznar estaba tumbado en el suelo, a menos de veinte pasos de la puerta. Yacía boca abajo, y sacudía brazos y piernas intentando levantarse, pero no lo conseguía y gritaba, gritaba sin cesar. El individuo del arco moro debía de haberle disparado una flecha a la espalda a través del pequeño agujero de la mirilla.
Los tres forasteros ya habían emprendido la huida camino abajo, hacia el río, galopando con total normalidad, como si no tuvieran prisa alguna. El hombre de la faja mora en la cabeza iba montado a la grupa de uno de los dos caballos.
El joven pensó: «¡Por Santiago, han atacado el castillo! ¡Sólo tres hombres! Tres malditos pardos, ¡y atacan todo un castillo!». De pronto oyó gritar:
– ¡Han disparado al viejo Aznar! ¡El viejo Aznar! ¡Lo han matado!
Todos se pusieron en acción. En la torre sonaron las campanadas de alarma. Los hombres salieron de la cocina bajando la rampa con gran estrépito, y otros llegaron corriendo de los alojamientos de la tropa. La dueña asomó por la ventana superior de la torre y gritó algo. Alguien le respondió con otro grito. Por todas partes se oían ahora gritos de unos a otros. Los primeros habían llegado ya al establo del patio exterior del castillo, donde siempre había dos caballos preparados. Gritos:
– ¡Abrid las puertas!
Y gritos al capitán para que abriera el arsenal. ¿Dónde estaba el capitán? Los dos infanzones y sus mozos salieron de la torre por la escalerilla de madera:
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Los demás estaban ya en la puerta exterior, empuñando cualquier arma que hubiesen encontrado en el puesto de guardia, y el primero de todos era el joven Tomás, quien, ya sobre el caballo, sin armadura, sin lanza, sólo con un puñal corto en la mano, salía por la puerta a galope tendido, con la celada aún sin ajustar. El capitán seguía sin aparecer. Los infanzones seguían sin recibir respuesta:
– ¿Qué pasa? Maldita sea, ¿qué está pasando aquí?
El hombre apostado en la torre colgaba de la campana, y el claro repiqueteo se confundía con los demenciales gritos de dolor del viejo Aznar, que permanecía en el suelo sin poder levantarse.
El joven había llegado de dos saltos a la escalera y, ágil como un gato, había bajado y salido al patio exterior. No hizo caso de la niñera, que le estaba gritando algo; sólo tenía ojos para los hombres de allí fuera, que ya salían a dar caza a los tres pardos. El fuerte Pere, con la camisa abierta y un hacha en la mano derecha como única arma; Enneg, el mozo de cuadra, montado sobre un mulo sin ensillar, y Bermudo, que sólo ahora salía corriendo del edificio con su silla de montar en la mano y pidiendo a gritos un caballo para luego seguir hasta la cúpula exterior. Los otros pasaban a su lado con los puñales cortos del puesto de vigilancia. El arsenal seguía cerrado. Aún no había ni rastro del capitán. El fuerte Pere cruzó la puerta de un salto y los demás lo siguieron, hasta que al final sólo quedaron junto a la puerta el Gallego, que había repartido los puñales, y Regín el Largo con su gigantesco jamelgo. Éste todavía estaba ocupado en asegurar cuidadosamente las cinchas de su silla. Luego tropezó con su lanza, y finalmente pudo subir al caballo, metió ambos pies en los estribos y se acomodó para sentarse derecho en la silla. Pero para entonces el jamelgo estaba ya en la puerta, y Regín se dio de cabeza contra la viga del dintel, con tal fuerza que salió despedido de la silla. El joven estaba muy cerca de él, y vio cómo el Largo caía al suelo y su pie izquierdo quedaba colgado del estribo y cómo el caballo lo arrastraba ante la puerta, se encabritaba y lanzaba violentas coces con las patas delanteras, furioso porque su jinete seguía colgado de él.
En ese preciso instante el joven echó a correr. Se dirigió rápidamente, con los brazos extendidos, hacia el caballo, agarró las riendas, sacó el pie de Regín del estribo, se hizo con la lanza, saltó sobre el caballo utilizando la lanza como pértiga y consiguió que la bestia se pusiese en marcha. Era un animal enorme, todavía más grande de lo que parecía. El joven se sujetó al pomo de la silla. Sus piernas pendían a ambos lados del caballo y los estribos se balanceaban vacíos, golpeando contra los costados del animal, mientras éste cogía cada vez más velocidad y se precipitaba camino del río, que en seguida atravesó salpicando agua y enfilando tras las huellas de los demás, ya bastante alejados.
La lanza arrastraba por el suelo. Lope intentó empuñarla con todas sus fuerzas. Era pesada, mucho más pesada que aquellas con las que el capitán le hacía practicar y que él empuñaba desde muy atrás. Tanteó la lanza hasta que sintió en la mano el cardado de la empuñadura, llevó la punta hacia delante y la sostuvo a la altura adecuada. Dos cintas rojas ondeaban a lo largo de la lanza, desde la punta hasta la empuñadura; pero Lope no podía ni verlas, pues para él era como si toda la lanza ondeara en su mano.
En el prado que se extendía al otro lado del río, el caballo entró en un lerdo galope, que parecía lo máximo que podía dar de si. El joven lo condujo pendiente arriba, por el camino a Guarda. Los demás, que le llevaban mucha ventaja, ya habían desaparecido en lo alto de la colina, perdiéndose de vista.
De pronto, el joven advirtió que llevaba la lanza muy baja. La punta se inclinaba cada vez más, se hacía cada vez más pesada. Con todas sus energías trató de mantener la lanza horizontal, pero le temblaba la mano, todo su brazo se contraía por el esfuerzo. El viento se enredaba en las cintas, haciendo bajar aún más la punta. Lope sentía que lo abandonaban las fuerzas. Vio más adelante un montón de leña que se acercaba a toda prisa. Se agarró convulsivamente a la lanza y todavía pudo ver cómo se clavaba la punta en el montón de leña, arrancándolo de la silla y levantándolo por los aires. Notó entonces que el caballo salía disparado debajo de él, y durante un breve instante sintió que flotaba ingrávido sobre el suelo, hasta que cayó, como el pajarito atado al extremo del cordel.
La casa se hallaba en un arrabal al norte de la ciudad, junto a la carretera de Toledo. Era una casa de alquiler muy venida a menos, dispuesta alrededor de un espacioso patio interior. Tenía dos plantas; la superior se había levantado posteriormente al resto, con tabiques de esparto trenzado revestidos de barro, tan delgados que uno prácticamente vivía en la habitación del vecino. Una puerta tras otra, una vivienda tras otra, ocupadas por gente insignificante llegada del campo, limpiadores de letrinas, mozos de cuerda, recolectores de madera. En la planta baja vivían pequeños artesanos: zapateros remendones, estereros, fabricantes de cajones, tejedores de sacos. El patio interior bullía con el ruido de su trabajo y los gritos de sus hijos.
Ibn Ammar vivía arriba, en una estrecha habitación utilizada otrora como depósito y tan calurosa que sólo se podía estar en ella de noche. Ahora, poco antes del mediodía, el calor era insoportable. Calor infernal, agobiante, que hacía sudar a chorros, y ni la menor corriente de aire, a pesar de que la puerta y la ventana estaban abiertas.
Ibn Ammar había hecho un hatillo con sus cosas y lo había dejado en un rincón, debajo de la ventana. Aquel hatillo contenía todas sus posesiones: una manta de algodón para la noche, un abrigo con ribetes de piel de conejo para la estación fría, una túnica, un par de zapatos de madera, sus utensilios para escribir y un pequeño volumen de poemas de al-Ma'arri, el único libro que aún no había vendido. Estaba de pie junto a la puerta, contemplando el hatillo asegurado con una tira de cuero. Algún día mandaría a buscarlo. Él no quería volver a pisar esa habitación. Tres largos meses había pasado allí, como una rata en su agujero. Tres meses eran suficientes.
Cerró la puerta y se dirigió hacia la escalera. Las mujeres de la galería le abrieron paso, apartaron a los niños y lo saludaron con sumisa cortesía:
– ¡Dios te proteja, katib! ¡Dios te bendiga!
No había pasado mucho tiempo desde los días en que nadie en la casa le prestaba atención. En aquel entonces, cada vez que salía de allí, la mujer del albañil a quien subarrendaba la habitación le aseguraba con mirada penetrante que tendría que dejar sus pertenencias a cambio del dinero que aún debía por su alimentación. Ahora, esa misma mujer se le acercaba corriendo con la jarra de agua.
– Un trago de agua, señor, debéis tener sed, señor; el simún seca la garganta.
Desde hacía una semana todo había cambiado.
La casa pertenecía a Ahmad ibn Mundhir, uno de los hombres más ricos de Murcia, un comerciante de tejidos y armador que poseía varias casas en la ciudad, además de tres poblados en las huertas del sur y dos mercantes de alto porte en el puerto de Cartagena. Veinte días atrás, uno de sus administradores había contado los inquilinos de la casa, comprobando que vivía en ella mucha más gente de la estipulada en el contrato de arrendamiento. Muchas familias habían traído parientes; otras habían subarrendado. Las habitaciones rebosaban de gente.
El administrador había anotado sus cálculos en silencio. Al día siguiente había regresado y había anunciado que el dueño de la casa elevaría los alquileres en la misma medida en que había aumentado el número de inquilinos. La casa había estallado en una gran excitación y una comisión formada por los inquilinos más antiguos había ido a la ciudad para tratar de impedir el aumento de los alquileres, pero Ibn Mundhir ni siquiera los había recibido. Habían regresado desesperados y, tras deliberar cuál debía ser su reacción, decidieron pedir a Ibn Ammar que redactara una carta.
En la casa todos sabían que el trabajo de Ibn Ammar era escribir. Tenía un puesto junto a la muralla exterior de la mezquita del Viernes, donde se colocaban los escritores de segundo orden, apartado de la puerta principal. Era un lugar que había elegido concienzudamente. Escribía solicitudes a funcionarios y jueces, acuerdos matrimoniales y contratos comerciales, componía breves poemas para jóvenes enamorados, anotaba inscripciones en hojitas que servían de amuleto a los niños, y copiaba libros y tratados. Había pensado continuar al menos durante medio año en el papel de escribano, para despistar a sus perseguidores; pero después de dos meses y medio de vegetar en la más extrema pobreza se le había agotado la paciencia, y su aversión a la suciedad, la miseria y los despojos de los que se alimentaba había sido mayor que su temor a los agentes de al-Mutadid. El encargo hecho por los inquilinos de la casa le había parecido una señal del destino. Había decidido dejar de jugar al escondite. Ibn Mundhir era sólo un comerciante, pero ya una vez había trabajado con comerciantes, y sus primeros honorarios como joven poeta habían consistido en un saco de centeno. ¿Por qué no volver a emprender ese camino? Si la carta de solicitud le abría las puertas del madjlis de Ibn Mundhir, en algún momento encontraría también el camino a la corte de Ibn Tahir, el qa'id de Murcia.
Había hecho una obra de arte, una carta en prosa rimada escrita en árabe clásico, con una introducción repleta de citas de los grandes maestros, una breve presentación personal redactada con la mayor humildad, un himno de alabanza al destinatario en tono grandilocuente, y una despedida formulada con modestia que relacionaba la grandeza del destinatario con los humildes ruegos de moderación y exponía mediante artísticas metáforas el punto de vista de los inquilinos.
El shaik, como portavoz de los inquilinos, había llevado la carta, y toda la casa había esperado con gran nerviosismo a que llegara la respuesta. También Ibn Ammar.
Durante algunos días no ocurrió nada. Pero finalmente, hacía ya una semana, apareció el administrador. Alboroto en el patio interior, un repentino cese del barullo y, cortando el silencio, sólo la pregunta por la persona que había escrito la carta:
– Dónde está ese tal Abú Bakr ibn Ammar?
Ni un solo comentario a los inquilinos, sólo la pregunta por Ibn Ammar.
El comerciante lo había recibido en el makhsan de su palacio de la ciudad, entre montones de tela y gigantescos fardos traídos de ultramar, que todavía desprendían el salado aroma marino. Un hombre de sesenta años, pequeño y enjuto, ojos grises, rostro inexpresivo.
– Y afirmas haber escrito tú mismo esta carta. ¡Un pequeño katib de los arrabales!
Mirada cargada de menosprecio y desconfianza. La mirada de un comerciante que intenta valorar una mercancía que parece de buena calidad, pero se ofrece tan barata que despierta recelo. Un par de lacónicas preguntas y un par de respuestas corteses, con las que Ibn Ammar no consiguió disipar la desconfianza del comerciante. Luego la astuta idea de someter a prueba al desconocido e insignificante escritor.
Lo había llevado a una habitación cerrada, le habían suministrado útiles de escritura y papel, y le habían encomendado que redactara una invitación. Una invitación fina y pulida para una fiesta que pensaba dar Ibn Mundhir. Debía estar en verso y, siguiendo el ejemplo clásico, contener algunos detalles literarios: el nombre del convidado de honor debía leerse en las primeras letras de cada verso.
Ibn Ammar no había tardado ni dos horas en terminar lo que le habían pedido. Tenía práctica, pues durante años había vivido de trabajos semejantes y conocía el gusto de esos comerciantes enriquecidos que querían jactarse de poseer una formación literaria. Un criado había ido a recoger el manuscrito, y momentos después Ibn Ammar había tenido que comparecer nuevamente ante Ibn Mundhir, esta vez en el madjlis de la casa. En esta ocasión el comerciante se mostró bastante más amable.
– No está mal, muchacho. No se te puede negar un cierto talento.
Un elogio moderado y un gesto altanero indicando a Ibn Ammar que podía sentarse.
El comerciante no estaba solo; sentado junto a él había un segundo hombre, recostado con desidia en su sillón. Era alto, delgado, con la mirada serena y despierta y un toque irónico en la comisura de los labios. No era un comerciante, eso saltaba a la vista; debía de ser más bien un amigo de la casa a quien se pedía consejo en materia de buen gusto. El hombre entabló conversación con Ibn Ammar. Charla ligera sobre cuestiones de estilo, preguntas incidentales sobre su origen y su educación, que Ibn Ammar respondió con evasivas. A la postre, lo que Ibn Ammar había estado esperando: un encargo, un panegírico para el convidado de honor de la fiesta proyectada, cuyo nombre ya estaba escrito en la invitación.
Y luego la información confidencial de que ese invitado de honor era, ni más ni menos, el segundo hijo del qa'id de Murcia: Mohamed ibn Tahir. Ibn Ammar conocía el nombre, y ya al encargarle que escribiera la invitación había caído en la cuenta, pero había desechado que pudiera tratarse realmente del príncipe. La presencia del príncipe abría de repente nuevas perspectivas.
En esos momentos había olvidado por completo la carta de los inquilinos. Había dado las gracias y se había despedido siguiendo todas las reglas de la etiqueta, y ya estaba camino de la puerta de salida cuando, sorprendentemente, fue el propio dueño de la casa quien abordó el tema.
– Una cosa más, muchacho. Di a esa gente que vive en mi casa que sólo les exijo lo que me corresponde. ¡Y que lo que exijo es justo!
Ibn Mundhir se había levantado. No más amabilidades, el tono de su voz era nuevamente duro y comercial.
– Si alquilo una casa a seis personas por treinta dirhems, significa que cada uno de ellos está pagando cinco dirhems. Si llegan dos inquilinos más, es justo y barato que también éstos paguen cinco dirhems cada uno. ¡Cualquier persona razonable aprobaría estas cuentas!
Ibn Ammar no había contestado. Simplemente se había detenido, se había dado media vuelta y había respondido a la mirada de Ibn Mundhir con serena resignación. Y bien porque el comerciante no estaba completamente seguro de llevar la razón, bien porque esperaba la aprobación de Ibn Ammar, el hecho fue que de pronto tenía la carta en la mano y, señalándola con el índice afilado, inició un quejoso monólogo.
– Tú lo has formulado con mucha belleza en tu carta: «Los inquilinos adicionales pesan sólo sobre la tierra, que soporta hasta montañas sin quejarse, y no pesan sobre el dueño de la casa». Así lo escribiste. Pero no es como tú afirmas, y voy a decirte las razones, que son numerosas, conocidas y sólidas. Mientras más inquilinos viven en mi casa, más rápidamente se llenan las letrinas, y tengo que mandarlas vaciar con mayor frecuencia. Más pies pisan el suelo, las escaleras, los umbrales, con lo cual su erosión es mucho más rápida. Más manos abren y cierran las puertas, desgastando las bisagras y los cerrojos, por no mencionar que, además, todos los herrajes se desmontan y los clavos se salen. Más niños juegan en el patio, duplican el jaleo, hacen agujeros en el suelo para jugar a las canicas, remueven las losas del empedrado. Se lleva a la casa más agua, que gotea sobre las escaleras de madera y el encalado, haciendo que la madera se pudra y el mortero se desmorone, hasta que los cimientos se vuelven quebradizos y toda la casa corre el riesgo de derrumbarse, si no la han derrumbado antes los que clavan estacas en las paredes para colgar todo tipo de estantes.
»¿Y qué puedo decir de los que no abonan el alquiler, piden prórroga tras prórroga y están cada vez más atrasados en sus pagos, y luego desaparecen sigilosamente cuando envío a la shurta? Después salen huyendo y ya veré yo cómo cobro mi dinero. Por tratar bien a mis inquilinos, después tengo que arrepentirme de mi indulgencia. Me muestro paciente, y usurpan mis derechos y me hacen perder ingresos, por no hablar de los gastos adicionales que acarrean. Porque yo tengo que barrer, limpiar y arreglar una vivienda antes de que se muden a ella nuevos inquilinos; yo tengo que dejarla en perfecto estado, para que les agrade. ¿Qué hacen, en cambio, los inquilinos cuando se marchan? ¡Lo dejan todo hecho una pocilga!
Había hablado en un estado de gran excitación, acercándose a Ibn Ammar, gesticulando, marcando con los dedos cada punto de su argumentación. Ibn Ammar había dudado si responder o no. Ya había conseguido lo que quería. ¿Qué le importaba a él la gente de la casa? No les debía nada. Pero de pronto se le había ocurrido una idea y había sacado ante Ibn Mundhir unas sencillas cuentas. Muchas familias de la casa no estaban en condiciones de pagar un alquiler más elevado. Sólo podían hacerlo con ayuda de subarriendos y alojando parientes. Si el dueño de la casa exigía un alquiler más alto, se atrasarían aún más en sus pagos y terminarían huyendo a escondidas, como ya había sucedido. Pero si transigía, Ibn Mundhir podría aprovechar el temor a la subida del alquiler para conseguir que los artesanos de la planta baja, mejor situados económicamente, garantizaran el pago puntual de todos los inquilinos y se encargaran ellos mismos de hacer las reparaciones que necesitara la casa.
Esa noche Ibn Mundhir no había hecho ningún gesto que diera a entender qué pensaba de esa idea. Pero a la mañana siguiente su administrador había ido a la casa y había expuesto ante los más ancianos exactamente la misma propuesta. Habían llegado a un acuerdo, e Ibn Ammar había redactado un contrato que todos firmaron.
Desde entonces lo respetaban, como al buen qadi de al-Fayum. Sobre todo los vecinos de la planta superior. Atravesó la galería observando a los niños, que le devolvían la mirada con tímidas sonrisas, y a las mujeres, que hacían una profunda reverencia ante él y murmuraban sus bendiciones. Él ya no estaba tan seguro de haberles hecho realmente un favor. En adelante las familias de artesanos de la planta baja les harían la vida imposible cuando se atrasaran en sus pagos. Y de ellos no podrían escabullirse tan fácilmente, pues conocían todas las tretas. Los artesanos los obligarían a acudir a un prestamista tan pronto como debieran un solo dirhem, y allí tendrían que dejar más dinero del que el dueño de la casa había querido cobrarles.
Se sintió contento al dejar atrás la casa.
Pasó por la puerta del norte y dobló a la derecha por la callejuela que corría junto a la muralla de la ciudad. Al final de la calle había un establecimiento de baños y, junto a éste, una pequeña mezquita que se mantenía con los ingresos de los baños. Al parecer, el hombre que había erigido ambos edificios había obtenido su fortuna de manera poco grata a los ojos de Dios, pues los dos estaban equipados con un lujo extraordinario. En los baños, mucho mármol, vistosos azulejos, hermosos murales; en la maslah, un surtidor donde el agua salía de la boca de un delfín de bronce.
Ahora, hacia el mediodía, la actividad era escasa. El propio hammami apareció con las toallas, e Ibn Ammar estiró los miembros con fruición mientras se envolvía la fresca futa blanca alrededor de las caderas y se ponía las sandalias de baño. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que disfrutara de las delicias de un baño.
En el yeso de la pared del retrete alguien había grabado mediante arañazos un primitivo dibujo: la silueta de una mujer a la que el observador abría las piernas. Un expresivo garabato que, a pesar de su torpeza, excitó tanto a Ibn Ammar que tuvo que darse la vuelta rápidamente. También en eso había pasado mucho tiempo desde la última vez. ¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo hacía que no se acostaba con una mujer? ¿Cuatro meses? ¿Cinco? Una criada baja y desaseada en un figón para cristianos del puerto de Almería. A cambio de un dirhem, unas cabriolas apresuradas y de pie en la trastienda, entre malolientes desechos de pescado. Se avergonzaba con sólo recordarlo.
No permaneció mucho rato en la sala de precalentado, sino que pasó en seguida a la sauna. Allí, se sentó en las gradas colocadas frente a la pared del horno, se recostó, dejó caer los brazos y esperó a que el sudor empezara a brotarle de los poros, como si con la transpiración pudiera expulsar también todos los malos recuerdos de los meses pasados.
Un anciano calvo, que había dejado a un lado su futa, caminaba pavoneándose de un lado a otro. Piel amarillenta y una tensa barriga surcada por venas azules, que el viejo cargaba como un tumor. Se metió en la piscina de agua caliente soltando suaves quejidos, y al poco volvió a salir con los mismos quejidos, se enjugó el agua de la cara y se volvió hacia Ibn Ammar con una forzada sonrisa sobre los restos amarillentos de sus dientes:
– Yo he pecado mucho, Dios me perdone, pero siempre he cumplido uno de los mandamientos del profeta: que siempre debemos limpiarnos en un baño los placeres del coito.
Ibn Ammar recordó un poema de Abú Ishak, que oyera una vez en Almería:
No hay en el mundo teatro más grotesco
que el de un anciano cacareando y sin plumas.
Sólo la serena dignidad hace bellos a los viejos.
Cuando alardean de unos ojos negros, son lastimosos.
¡Escuchad, ancianos, que aún aprenderéis!
¿Qué creéis que os sale hoy del pantalón?
Donde antes había calor, fuerza y como una luna llena,
hoy no hay ya nada que merezca la pena mencionar.
Ibn Ammar observaba con los ojos entreabiertos las blancas piernas del anciano, sus articulaciones deformes y toscas, los ralos cabellos pegados a su cabeza como hierba marchita, y pensó fugazmente qué desdichada criatura habría ayudado a ese hombre en sus placeres, y encogió las piernas, hundió la cabeza entre las rodillas y cerró los ojos. No tenía ganas de hablar con ese hombre sobre los placeres de la carne.
No se quedó mucho rato en la sauna. Había perdido la costumbre. Llamó al hakkak y pidió que le untaran aceite y le dieran un masaje. Luego llamó al criado y éste lo lavó con la manopla de crines de caballo y fue poniendo en fila, a sus pies, los rollitos de porquería que sacaba al frotarle la piel, hasta que recibió su propina. Después Ibn Ammar mandó que le desenredaran, lavaran y cortaran el cabello, le atusaran la barba y, finalmente, lo envolvieran en una toalla limpia. Luego volvió a la maslah, que ahora, tras el baño caliente, estaba agradablemente fresca, se acostó en uno de los nichos y se quedó dormido.
Despertó ya muy entrada la tarde. Suave música de laúd armonizaba con el chapoteo de la fuente, y el murmullo de los bañistas sonaba como el lejano acompañamiento de una orquesta. La maslah se había llenado de gente. El bañero, armado de una larga vara, cogía toallas limpias de los cordeles tendidos en lo alto de la cúpula. A la luz difusa que se filtraba a través de los cristales multicolores de la bóveda, Ibn Ammar creía ver una especie de extraño animal de largo cuello que caminaba balanceándose entre los bañistas.
Ibn Ammar se levantó y empezó a andar lentamente de un lado a otro, intentando traer a su memoria el poema que tenía que recitar esa noche en la fiesta de Ibn Mundhir. Sabía muy bien la importancia de causar esa noche una buena impresión en los invitados del comerciante y, sobre todo, en el príncipe, pero no estaba nervioso. No tenía miedo ni fiebre de candilejas. Se sentía bien. Él había sido famoso por su declamación, su voz poderosa, su modulación, por el modo en que hacía las pausas, cambiaba los ritmos, la intensidad de los sonidos, la entonación. La cuestión era si los comerciantes de Murcia serían capaces de apreciar el arte de su recitación y la elegancia de su verso.
Junto a la piscina de mármol a la que el broncíneo delfín escupía su agua, uno de los bañistas había desenrollado un pequeño tapete de ajedrez y dispuesto algunas piezas como si se tratara de resolver el final de una partida. Había algunos espectadores, que guardaban una respetuosa distancia. Ibn Ammar se sumó al grupo y observó cómo el ajedrecista, jugada tras jugada, iba acercándose a la solución. El hombre parecía un experto. Cuando, tras el último movimiento, el ajedrecista levantó la mirada, Ibn Ammar lo reconoció. Era el hombre con el que había conversado la semana anterior en el madjlis de Ibn Mundhir.
El escritor trató de escabullirse sin ser descubierto. Dos días antes había dejado su poema en casa del comerciante para someterlo a su beneplácito, y estaba prácticamente seguro de que se lo habían enseñado al ajedrecista para oir su opinión. Ahora, poco antes de la fiesta, no tenía ganas de hablar de ello ni de verse obligado a satisfacer la curiosidad de nadie. Pero el hombre lo vio antes de que pudiera perderse entre la multitud y lo invitó a acercarse con un gesto, pidiéndole que se sentara. No le quedó más remedio que aceptar la invitación.
El ajedrecista esbozó una reverencia. Las comisuras de sus labios mostraban otra vez aquella sonrisa ligeramente irónica, que Ibn Ammar ya conocía. Parecía tenerla grabada en el rostro.
– Pero si es nuestro joven amigo, el del sorprendente talento poético -dijo, y, al advertir la reacción refleja de Ibn Ammar, se apresuró a añadir, con gesto conciliador-: No, eso no, muchacho; nada de falsas modestias. Yo sé lo que digo. En el trillado camino del panegírico muy pocas veces me he topado con algo tan fresco como tus versos. Lo digo en serio. -Al hablar, asentía con la cabeza, como para reforzar sus palabras-. Admito que al principio te tomé por un hábil plagiario. Pero si lo que has escrito procede de ti y no de otra fuente, que yo desconozco, puedes llegar muy lejos, muchacho.
Ibn Ammar no era insensible a los elogios, pero no le agradaba la manera en que el otro lo llamaba «muchacho» y «joven amigo». El hombre que estaba sentado frente a él lo aventajaba, como mucho, en diez años, no más, y ¿quién era él, un hombre de Murcia, un literato de provincia más o menos ilustrado, para atribuirse el derecho de emitir juicios?
– Conocer las buenas fuentes también es parte del trabajo -dijo Ibn Ammar, irritado.
El ajedrecista parecía no haberse tomado a mal el tono de su voz.
– No pretendía rebajarte -respondió amablemente-. Sólo quería expresar mi asombro. Me resultaba difícil creer que los versos que me dieron a leer procedieran de un principiante. Simplemente, me parecía imposible.
– A lo mejor fue un golpe de suerte -dijo Ibn Ammar encogiéndose de hombros. Andaba con cuidado.
– Sí, a lo mejor -repitió el ajedrecista-. Si así quieres llamarlo.
El hombre calló, como si ya no estuviese interesado en el tema, pero sostuvo su mirada pensativa e inquisidora sobre Ibn Ammar.
– Desde nuestro primer encuentro, me he roto la cabeza intentando recordar dónde te he visto antes -continuó pasado un instante-. Juraría que ya nos habíamos visto antes.
– Es la primera vez que vengo a Murcia -dijo Ibn Ammar.
El ajedrecista sacudió la cabeza en señal de negación.
– No. Si te hubiera visto aquí, lo recordaría. Hace sólo dos años que estoy en la ciudad.
Movía distraído las piezas de ajedrez.
– ¿Has estado alguna vez en Toledo?
Ibn Ammar respondió afirmativamente con un movimiento apenas perceptible de la cabeza. No había estado nunca en Toledo.
– ¿Cuándo?
– Hace cinco o seis años.
– ¿Estuviste en la corte del príncipe?
– No.
El ajedrecista volvió a callar y hundió la mirada en el tablero de ajedrez; era la mirada vacía de un hombre que hurga en sus recuerdos. Un momento después empezó a acomodar las piezas para una nueva partida, con rutinaria velocidad.
– ¿Jugamos? -preguntó Ibn Ammar.
El ajedrecista levantó la mirada sorprendido. -¿Por qué no? -contestó, echando una mirada a su alrededor. Se levantó y su rostro se tiñó de repente de una expresión de expectante tensión, que en vano intentó disimular tras una sonrisa indiferente. Ibn Ammar extendió una mano, cogió un peón blanco y uno rojo del tablero, y ocultó cada una de las piezas en una mano. En ese instante lo asaltó la idea extrañamente tranquilizadora de que ya había vivido esa escena antes. Vio que el ajedrecista señalaba con la cabeza su mano derecha. Sin necesidad de mirar, supo que en ella estaba el peón blanco y lo colocó en su lugar en el tablero, acomodando después también el peón rojo. Todo aquello ya había pasado antes, y de pronto recordó dónde había sido, y vio a aquel otro hombre que aquella vez se había sentado a jugar contra él con la misma mirada expectante, con la misma actitud tensa. Vio el rostro de aquella bellísima estatua de mármol a cuyos pies habían extendido el tapete de ajedrez, junto a la gran piscina de la maslah del Hammán ash-Shattara, en Sevilla. ¿Cuánto tiempo había pasado? Unos diez años, día más, día menos. También entonces llevaba apenas dos meses en una ciudad totalmente nueva para él, también entonces había ido a una casa de baños a fin de prepararse para una gran presentación, sólo que aquélla había sido la primera gran presentación en público de su vida.
¡Y vaya presentación!
Entonces tenía veintiún años y había recibido una invitación a la corte de al-Mutadid. Con una única y espléndida frase había pasado de la nada al más alto pedestal del favor principesco. Y también entonces, aquélla tarde previa a la presentación en la corte, se había topado con un jugador profesional en los baños.
– ¿Qué? -oyó preguntar a su rival-. ¿Damos un poco de interés adicional al juego o nos limitamos a matar el tiempo que queda hasta la noche?
La voz sonaba apagada, y cuando Ibn Ammar levantó la mirada, vio que el hombre se había inclinado hacia delante y, disimuladamente, se cubría la boca con la mano para que los espectadores no pudieran oírlo.
– Mientras mayor sea el interés, más rápido pasará el tiempo -contestó Ibn Ammar.
El ajedrista devolvió la mirada a Ibn Ammar y la sonrisa de la comisura de sus labios se marcó más aún.
– Entonces quizá deberíamos hacer una pequeña apuesta de… -Dejó la frase en el aire y miró inquisitivamente a Ibn Ammar. Su sonrisa pareció contraerse un tanto mientras esperaba una respuesta.
Ibn Ammar se tomó tiempo. Aquél era su juego. Quería saborearlo.
– ¿No prohíbe el profeta jugar por dinero? -preguntó.
El ajedrecista se llevó la punta de los índices a la nariz, de modo que sus manos hicieron techo a su boca.
– Lo prohibe, es cierto -dijo preocupado, para añadir inmediatamente con fingida seriedad-: Pero permite dos excepciones: dos hombres pueden disputarse un premio en combates con arco y flechas y en carreras de caballos, siempre y cuando sea un tercero quien estipule el premio, por ejemplo el emir al que sirven.
– Ya lo sé -dijo Ibn Ammar.
El ajedrecista extendió el brazo derecho, dejando flotar su mano sobre el tablero de juego.
– Pues bien -continuó el hombre-, aquí tenemos cuatro jinetes montados sobre cuatro caballos, compitiendo unos con otros. Y aquí… -señaló los dos reyes-…aquí tenemos a dos umara, cada uno de los cuales ha estipulado un premio. Así pues, se cumplen todas las condiciones.
– Perfecto -dijo Ibn Ammar-. Ningún maestro en leyes podría poner inconvenientes.
– Entonces, ¿cuánto?
Ibn Ammar miró a un lado. Los espectadores se habían sentado formando un apretado semicírculo, y estaban a la espera de que empezase la partida. No era inseguridad lo que hacía vacilar a Ibn Ammar. Podía confiar en su habilidad como jugador. Su padre lo había iniciado en los secretos del ajedrez desde que era un niño. Más tarde, en Córdoba, había llegado a ser un ajedrecista de segunda categoría, y muchas veces se había ganado el pan jugando. Luego, en Sevilla y Silves, se había enfrentado muchas veces con maestros de primera categoría, aunque nunca había logrado vencer a ninguno de ellos en siete partidas, que era lo que se requería para pasar a formar parte de la categoría máxima. Siempre le había faltado la necesaria perseverancia. Pero creía que, un buen día, podía derrotar a cualquier jugador de Andalucía. No, no tenía miedo de perder. Lo que le hacía titubear era el vergonzoso hecho de que no tenía qué apostar. Después de pagar el baño sólo le quedaba medio dirhem, nada más. No podía jugar por medio dirhem.
Se llevó la mano a la boca y dijo muy suavemente por entre los dedos:
– Apostemos tres dinares.
El ajedrecista se inclinó hacia delante:
– ¿Qué has dicho? ¿Tres dinares?
– Tres dinares -confirmó Ibn Ammar. Dijo tres como podría haber dicho diez o cien. En ese momento habría jugado por cualquier suma. De pronto lo había invadido un ansia irrefrenable de juego, de juego sin límites, sin contemplaciones, a todo o nada. Siempre había sido el mejor cuando había jugado arriesgándolo todo.
El ajedrecista se inclinó aún más hacia delante. La sonrisa había desaparecido de su rostro.
– Escucha, joven amigo -dijo con voz suave pero enérgica-, yo no juego para divertirme. Vivo gracias a que la gente quiere medirse conmigo y a veces desplumo a algún farolero adinerado que cree jugar mejor de lo que realmente lo hace. Pero a ti no quiero desplumarte. Dejémoslo en tres dirhems. Por tres dirhems te ofreceré un difícil duelo; pero tendrás una verdadera oportunidad de ganar. Si fueran tres dinares, jugaría fuerte y sin contemplaciones.
Ibn Ammar estaba a punto de duplicar la apuesta que había sugerido, pero se contuvo justo a tiempo. Había cometido un error y ahora por poco lo había empeorado. Había pensado probar su suerte, averiguar si ese día la suerte estaba de su lado. Pero de pronto el juego había perdido todo valor. Mucho más importante era ganarse al hombre que tenía frente a sí. Lo había juzgado mal desde el principio. El hombre era, sin duda, un jugador profesional; él mismo lo había dicho. Pero no era del mismo calibre que los jugadores de Sevilla.
– Bien -dijo Ibn Ammar-, entonces juguemos fuerte pero sin apuesta. El que pierda deberá un favor al otro. ¿Te parece mejor esta propuesta?
El ajedrecista lo contemplaba divertido.
– ¿Sigues pensando que me puedes ganar?
– Si -dijo Ibn Ammar.
– ¿Para demostrarme que me habrías ganado los tres dinares?
– No. Sólo quiero un juego fuerte, sin concesiones; sin contemplaciones, como tú has dicho.
El ajedrecista se sentó derecho y, con un enérgico movimiento, avanzó el caballo izquierdo.
– Lo tendrás -dijo-. Jugaré tan bien como me lo has pedido.
Pronto dejaron atrás los movimientos de apertura. El ajedrecista formó un frente simétrico, con los alfiles adelantados, los caballos detrás, flanqueados por los peones de la siguiente fila, y las dos torres una casilla hacia el interior. Una apertura clásica, como sacada de un libro. Ibn Ammar, por el contrario, se lanzó al ataque desde el principio. Formó a los peones en diagonal, el caballo derecho más adelante, los alfiles hacia afuera, la torre izquierda junto al rey. Cuando Ibn Ammar provocó el primer intercambio de peones y, poco después, sacrificó el peón del rey para abrir un pasadizo a la torre, se produjo la primera pausa. Un suave cuchicheo entre los espectadores, un largo plazo para pensar, durante el cual el profesional no quitó la vista del tablero, hasta que finalmente levantó la cabeza. La sonrisa irónica había vuelto a su boca.
– Ignoro qué pretendes con eso, y no recuerdo haber visto jamás una jugada semejante -dijo con moderado sarcasmo.
– Por lo visto la memoria te abandona con frecuencia -respondió Ibn Ammar en tono irritantemente sereno. La reacción del otro fue tan rápida como él había esperado:
– ¿Qué quieres decir?
– Tampoco recuerdas dónde me has visto antes, ¿no es así?
Un momento de duda. Después la respuesta:
– ¿Lo recuerdas tú?
– Yo no he afirmado haberte visto antes.
Ibn Ammar mantuvo la mirada gacha y se obligó a no decir nada más. Sabía que sacrificando el peón se había arriesgado mucho; pero, al mismo tiempo, tenía claro que su única oportunidad era un ataque desenfrenado y heterodoxo. Su adversario era un maestro de la defensa, un jugador que concedía más importancia al aspecto defensivo, que agrupaba las piezas en torno al rey, las reunía para defenderlas desde varios ángulos y para que se cubrieran mutuamente; un jugador que se atrincheraba, se parapetaba y, desde una posición inexpugnable, iba conquistando casilla tras casilla, avanzando su línea de peones jugada a jugada, despacio, como una tortuga acorazada, imparable e inexorablemente. Era un jugador al que no le interesaba inducir a su rival a cometer errores, sino que se concentraba en no cometerlos él. Ibn Ammar conocía esa forma de jugar, siempre la había temido; no era su estilo, no tenía la suficiente resistencia. Y, entre tanto, también se había dado cuenta de que frente a tal adversario no podía esperar ningún milagro. Ya difícilmente podría ganar en el campo de batalla. No tras sacrificar ese peón, ahora lo veía claro. Tenía que buscar otro camino. Tenía que atacar al hombre en otro plano.
Empezó a dejar caer tal o cual comentario, como sin querer.
– Hace cuatro años, en Málaga, perdí contra un hombre que jugaba como tú. Un sirio de unos sesenta años al que era imposible hacerle perder la calma. Era sordomudo, no me enteré hasta después de la partida -dijo-. ¿Has oído hablar de Abú Zikri ibn Sighmar, el judío? Una vez lo vi jugar en Almería contra el joven príncipe, al que le dio tres peones de ventaja. Un jugador genial. ¿Nunca has oído hablar de él? -dijo-. ¿Has estado alguna vez en Almería? Tal vez nos hayamos visto allí -preguntó.
– No he estado nunca en Almería -dijo el ajedrecista. Parecía estar completamente concentrado.
Ibn Ammar jugaba con el valor que da la desesperación. Llevó la torre izquierda tras las líneas enemigas, pero no encontró ningún punto sobre el que emprender un ataque, ningún punto débil. Tuvo que trocar un caballo y un alfil en el centro de su ataque. Llevó su segunda torre a la línea abierta, pero no pudo avanzar. Su rey estaba peligrosamente libre, y ya sólo era cuestión de unas cuantas jugadas que su línea de peones cediera por el lado del visir ante la creciente presión de los atacantes blancos. Tenía que ocurrírsele algo. Quería ganar esa partida. Se había obstinado en ganar. Pero su adversario no daba muestras de debilidad, ninguna señal de pérdida de concentración. Tendría que darle una buena pista, ponerse a descubierto. De todos modos, si esa noche tenía éxito en casa del comerciante, tarde o temprano tendría que revelar su identidad.
– ¿Has estado alguna vez en Sevilla? Es posible que nos hayamos visto allí -dijo en voz tan baja que los espectadores no pudieron oírlo-. Yo estaba en la corte de al-Mutadid, del príncipe, y tenías razón al decir que mis versos no parecían de un principiante. No soy un principiante.
Observó a su adversario por debajo de las cejas y bastó una mirada para ver que el anzuelo que había lanzado había caído en el lugar adecuado.
El ajedrecista estaba inclinado sobre el tablero y aparentaba estar cavilando la siguiente jugada. Pero sus ojos no estaban en el juego. No se movía, contemplaba las piezas como embobado, sin verlas. Luego levantó lentamente la cabeza.
– En Sevilla, Dios mío, en Sevilla, lo sabía -murmuró de manera casi inaudible.
Ibn Ammar, con mano tranquila, movió su segunda torre a la casilla hacia la que había enrocado ocho jugadas antes. Devolvió la mirada a su adversario, que ahora lo observaba con abierta curiosidad. Se obligó a no mirar el alfil blanco, que, en una sola jugada, podía hacer fracasar todo su ataque.
– Puede ser que nos hayamos visto en el madjlis del príncipe. Depende de cuándo fue que estuviste en Sevilla -dijo Ibn Ammar.
El ajedrecista levantó una ceja.
– ¿El príncipe Ismail, el heredero? -preguntó, vacilante.
– No -dijo Ibn Ammar-. El príncipe Mohamed, el segundo, que era gobernador de Silves.
El ajedrecista se levantó de su postura encorvada y se estiró. Era como si le hubiesen quitado de encima unas pesadas cadenas.
– Mohamed ibn Ammar -dijo con una sonrisa de alivio-, el amigo del príncipe, el afortunado, envidiado por todos, Mohamed ibn Ammar. Dios mío, ahora recuerdo. Estabas a punto de partir hacia Silves con el príncipe, y yo fui a la fiesta que disteis en esa ocasión. ¿Cuánto hace de eso? Por lo menos siete años.
– Ocho años -corrigió Ibn Ammar.
– Ocho años -repitió el ajedrecista balanceando la cabeza-. ¿Por qué no me habré fijado en tu nombre?
– En la carta que envié a Ibn Mundhir me presenté con mi nombre de pila, Abú Bakr, que sólo conocen mis amigos -dijo Ibn Ammar en voz baja.
El ajedrecista se inclinó hacia delante.
– ¿Cómo? -preguntó-. ¿Por qué juegas al escondite?
– Terminemos la partida, después te lo explicaré todo -contestó Ibn Ammar.
Observó cómo el ajedrecista, indeciso, movía la mano de una pieza a otra para, finalmente, coger el caballo, volver a retirar la mano y, tras largas cavilaciones, mover ese caballo dejando fuera de la partida al peón de uno de los extremos, que Ibn Ammar había dejado allí como señuelo. Cinco jugadas después Ibn Ammar estaría listo para ejecutar la jugada definitiva. Estaba seguro. Había calculado todas las posibilidades.
Cuando, en la jugada siguiente, Ibn Ammar movió el alfil para apoyar a las dos torres, su adversario tomó conciencia de lo que pasaba. Contempló boquiabierto la segunda torre, como si nunca antes la hubiese visto. Parecía tan desconcertado como el comandante de una fortaleza que, de repente, ve asomar a los sitiadores por la muralla más escarpada, considerada inexpugnable. No quería creerlo, pero se resignó a la derrota sorprendentemente pronto. Era un buen perdedor.
– Tienes mucho talento, amigo mío -dijo con sincera admiración-. Un talento sorprendente. No sé cómo podré pagarte mi deuda. No creo que necesites que te haga un favor. Prefiero pagarte los tres dinares.
– No -dijo Ibn Ammar-, dejémoslo en lo pactado. Es posible que hoy no necesite tu ayuda, hoy es mi día. Pero la fortuna va y viene, y un día te recordaré el favor. Dios lo sabe.
Poco después emprendieron juntos el camino hacia la casa de Ibn Mundhir, el comerciante.
El joven yacía tumbado sobre su espalda. Había anochecido y Lope contemplaba con ojos muy abiertos la oscuridad. Se había quedado dormido, había despertado, se había vuelto a quedar dormido y había vuelto a despertar. No tenía idea de qué hora podía ser, no se oía nada que pudiera darle una pista, tan sólo el latir regular de su corazón y un sordo palpitar bajo sus sienes, allí donde el castellán le había dado el primer golpe con el pomo del látigo.
Los acontecimientos del día pasaron por su mente en imágenes confusas que se sucedían rápidamente, desordenadas, espantosas e inconexas.
Recordó que, tras su caída del caballo, se había quedado tendido en el suelo con un sordo dolor en la espalda y un agudo chillido en los oídos, semejante al canto de una alondra en lo alto del cielo. Luego el chillido había dado paso a un suave golpeteo, primero muy lejano, luego más intenso, más amenazante, un creciente tronar, cada vez más fuerte. Había abierto los ojos y había visto el caballo de Regín, la enorme bestia con la que había salido al galope. Estaba paciendo tranquilamente a orillas del río, y tras el animal habían aparecido de repente unos jinetes, toda una tropa de jinetes, que avanzaban directamente hacia Lope. Este, al verlos, se había arrastrado a cuatro patas sobre el montón de leña y se había ocultado entre las ramas, como un escarabajo temeroso de la luz.
Vio ante él al fuerte Pere, con una terrible herida en el rostro, y a los muertos balanceándose en los palos donde los traían colgados. Vio al castellán, que cayó sobre él y lo molió a golpes con sus pesados guantes guarnecidos de hierro. Recordó claramente su rostro cubierto de polvo y desfigurado por la ira, sus ojos, que le habían parecido tan despiadados como los ojos de un pajarero; recordó los rugidos que el castellán había lanzado con cada golpe. Nunca en su vida olvidaría esa cruel paliza.
Sabía por qué lo habían golpeado así. Había perdido de vista al hijo del conde, había desobedecido las órdenes del conde. Pero no comprendía por qué lo habían encadenado. Había muchas cosas que no comprendía. Cómo había sido posible que toda la dotación del castillo saliera en pos de esos pardos, todos, desde el último mozo de las caballerizas hasta los infanzones de Guarda, hasta la dueña. Aún los viejos y los más experimentados se habían dejado embaucar; el viejo Aznar, que llevaba treinta años de servicio, y el fuerte Pere, que había matado a tres hombres en la lucha. Nadie se había detenido a pensar ni un momento que algo sospechoso había en que tres hombres con dos caballos desafiaran a la tropa de todo un castillo. Nadie había reflexionado. Nadie había gritado alto. Todos habían salido atropelladamente tras los forasteros.
¿Por qué ninguno de los hombres del castillo se había detenido? ¿Por qué nadie les había advertido? El capitán los hubiera detenido. El capitán hubiera sabido lo que pasaba. Pero no estaba presente. ¿Por qué no estaba el capitán? ¿Dónde se había metido?
Pensó en todo ello. Desde que estaba encerrado en esa barraca, no había cesado de rumiar esas preguntas. No se había atrevido a preguntar al capitán.
Se pasó la lengua por el labio superior, que estaba muy hinchado y sabía a sangre. Toda su boca parecía estar llena de sangre, y tenía la sensación de que sus dientes delanteros fuesen a ceder al empujarlos con la punta de la lengua. Movió cuidadosamente la mandíbula. Tensó los labios inflamados y se los tocó suavemente, pero el dolor era insoportable. Se incorporó, se sentó inclinado hacia adelante, con la cabeza entre las rodillas y las manos en los postes de los que salía la cadena que mantenía juntas sus piernas. Miró hacia la pared de enfrente, donde debía de estar el capitán. No distinguía nada.
– Capitán -llamó en voz muy baja. Su voz sonaba extrañamente ronca-. ¡Capitán!
Ninguna respuesta.
– ¡Capitán! -volvió a llamar-. ¿Dónde estabais, capitán? ¿Dónde estabais esta mañana?
Tampoco hubo respuesta. Ni siquiera un sonido, ni ruido de respiración. Nada.
– Capitán, ¿me escucháis? ¿Por qué no estabais allí? ¿Por qué, capitán? ¿Por qué?
Contuvo la respiración y esperó. Esperó largamente una respuesta. No obtuvo ninguna.
El hombre a quien el joven llamaba capitán yacía boca abajo. Le habían atado las manos a la espalda, apretando tanto las tiras de cuero, que ni siquiera podía mover los dedos. En todo caso, no sentía si se movían o no. El herrero había ajustado unos grilletes a sus tobillos, remachándolos bajo la vigilancia del castellán. La cadena que unía ambos grilletes colgaba de un garfio de la pared, tan alto que las rodillas del capitán quedaban un palmo sobre el suelo. Él se había arrastrado hacia atrás, hacia la pared, hasta que pudo apoyar las rodillas, de modo que, por lo menos, los grilletes ya no le cortaban los tobillos. Estaba quieto, respirando por la boca, intentando moverse lo menos posible. Estaba despierto. Había escuchado claramente la pregunta del joven. Estaba despierto y lúcido. Era una buena pregunta, buena y maldita. Pero ¿qué podía contestar? ¿Qué podía saber el joven? Era un niño, catorce años apenas. No comprendería. Además, ¿qué sentido tenía dar largas explicaciones?
Había salido del castillo por la noche. Nada más comenzar la primera guardia nocturna, el viejo Aznar, que hacía la ronda con perros en la palizada exterior, le había abierto la portezuela de escape de la parte trasera de los establos, y, a cambio de medio penique de plata, el capitán lo había convencido de que lo dejara entrar por el mismo lugar a la mañana siguiente, justo antes del amanecer. No era la primera vez que se escabullía del castillo. No había motivos para temer nada. Era época de cosechar el trigo, no época de ataques. ¿Quién podía osar atacar el castillo, con su dotación de quince hombres, sin contar a los dos infanzones y sus mozos?
Aunque estaba el asunto del afilador de espadas, Mafumate de Coimbra. Cada año, hacia el final de la época de cosechas, aparecía en el castillo: un mozárabe pequeño y simpático, conocido por todas partes en las montañas, a lo largo de todo el Mondego, hasta más allá de Guarda.
«Ningún hombre en Andalucía tiene una meada tan buena para pulir aceros como Mafumate de Coimbra», éste había sido siempre su lema.
Siempre se quedaba dos días en el castillo. Se instalaba en el patio, afilaba todas las espadas, cuchillos y tijeras, contaba chismes de los pueblos vecinos y vendía baratijas a las criadas. Hasta la dueña lo recibía regularmente en el salón.
Esta vez no había venido. En su lugar había aparecido, dos días atrás, un nuevo afilador, con el asno y la mesa de afilar del viejo Mafumate. El afilador había callejeado por el pueblo, presentándose a los campesinos como hermano de Mafumate. El viejo estaba enfermo; él, su hermano, tenía otra ruta, y pasaría por el castillo en el camino de regreso. Nadie había albergado sospechas.
Y también estaba el aviso de los pastores del norte, que podían divisar toda la gran llanura que se extendía hacia el Oeste. Pero los pastores habían enviado como mensajero al ordeñador más imbécil, y, además, aquél era ya el quinto aviso de ese verano. Esos imaginaban una tropa de jinetes forasteros tras cada nube de polvo. En el castillo ya nadie los tomaba en serio. Tampoco esta vez.
Así pues, el capitán se había marchado a la finca, dispuesto a desplumar a aquella pajarita. Era una de las jóvenes sirvientas, algo de una divina belleza. El capitán había visto cómo había crecido, y, esa tarde, mientras llevaban los caballos a la recua, de pronto se había dado cuenta de que la chica ya había pasado por los primeros escarceos y, además, parecía saber bien qué tesoro llevaba entre las piernas. Él, naturalmente, se había puesto a jugar al gallo en celo, y ella se había mostrado muy dispuesta a entrar en el juego. Primero se había hecho la jovencita tímida y remilgada, soltando risitas vergonzosas, y, finalmente, había insinuado dónde podría encontrársela esa noche. La cama estaba hecha, o, en todo caso, eso era lo que había imaginado el capitán.
Pero luego él se había acercado al establecimiento cerrado, había rascado y carraspeado, y había entonado su canción, y ella, desde el interior, le había dado esperanzas y lo había detenido, se había mostrado caliente y fría, hasta que finalmente el capitán se había dado cuenta de que todas las muchachas de la habitación tenían la oreja pegada a las grietas de la pared.
Después el capitán había pasado una hora junto al foso del Castillo, arrojando piedrecitas para que el viejo Aznar lo dejara entrar, y, al no obtener respuesta, se había emborrachado en el granero. Había bebido a más no poder, hasta vaciar el odre.
Le habían hecho ver que se había vuelto un saco viejo. La pequeña bestezuela se lo había dado a entender muy claramente, y tenía razón: se había hecho viejo. Demasiados días sobre la silla de montar, demasiadas noches sobre el suelo desnudo, demasiados dientes caldos, demasiado pelo dejado en el yelmo. Y luego se había desmayado en el henil. Había pasado todo el ataque simplemente durmiendo. Eso era todo. Esa era toda la verdad.
Volvió la cabeza y tosió para aclararse la garganta.
– Escucha, muchacho -dijo en voz baja a la oscuridad-, te diré dónde estaba. Pero guárdatelo para ti, ¿está claro?
Del lugar donde se encontraba el joven se oyeron salir susurros de paja y rechinar de cadenas.
El capitán bajó la voz, haciendo de ella un murmullo apenas audible.
– Estaba en el pueblo; con una mujer, ya sabes.
Hizo una pausa, dando tiempo para que el joven digiriera la noticia.
– Entiendo -dijo el muchacho seriamente-. Entonces no habéis oído gritar al viejo Aznar.
– Exacto. No me enteré hasta que empezaron a sonar las campanas. Y para entonces ya era demasiado tarde.
El capitán esperó durante unos molestos instantes a que el joven le hiciera más preguntas. Pero no llegó ninguna más.
Claro que había oído gritar al viejo Aznar. Cómo no iba a haberlo oído, si el viejo había gritado como un cerdo ante su verdugo. En algún momento, esos alaridos bestiales se habían abierto paso en su profundo sueño; el capitán había despertado y había creído realmente que estaban degollando al cerdo para la noche, para la gran comilona que habría en el salón. Había oído gritar y gritar, y se había preguntado por qué no lo remataban, por qué no terminaban de una vez de cortarle el pescuezo al pobre animal. Después había oído campanas, pero no había imaginado que se trataba de una alarma, sino que estaban llamando a misa, y se había preguntado por qué habrían degollado a un cerdo justo en el momento en que empezaba la misa. Tardó un buen rato en comprender que todo aquello no encajaba. Y sólo entonces estuvo completamente despierto.
Se había arrastrado hasta la trampilla del granero; se había dejado caer sobre el montón de paja que había abajo; se había levantado trabajosamente, cogiéndose de un poste; había conseguido ponerse de pie; había conseguido por fin entreabrir los ojos; había abierto de un golpe la puerta del establo… y no había visto nada más. Nada más que una brillante claridad, que le cayó en los ojos como un rayo.
Ése había sido el peor momento. Estaba tan consciente, que se había enterado de todo; había escuchado los gritos de los hombres, las órdenes, el traqueteo de cascos de caballos, los furiosos ladridos de los perros, la poderosa voz de la dueña gritando: «¡Dónde está el maestro armero! ¡Dónde está ese cerdo borracho que tenemos por capitán! ¡Lo haré colgar de los pies hasta que la sangre le salga por los ojos!». El capitán lo había oído todo claramente. Su instinto le había dicho que el castillo estaba en peligro, y se había quedado allí, indefenso como un ciego, con la mano en las puertas del establo, y había esperado hasta poder levantar un poco los párpados y volver a ver algo. Las puertas del castillo abiertas de par en par, los hombres a caballo, el capellán girando cómo un buitre en torno a Aznar, que se retorcía en el suelo. Al instante estuvo sobrio, con la cabeza despejada. No más velos, no más espesa niebla en el cerebro. Entonces había echado a correr, primero hacia el viejo Aznar. Con una ligera torsión había arrancado la flecha que Aznar tenía clavada en la columna, a tan sólo un grano de cebada de profundidad. El viejo había dejado de gritar en ese mismo momento, haciendo que de pronto reinara un inquietante silencio. Luego, Regín el Largo había montado, como siempre el último, y se había golpeado contra la viga de la puerta. El capitán todavía tenía el ruido del golpe en el oído, y se le revolvía el estómago con sólo recordarlo. A continuación, el joven había salido al galope con el enorme jamelgo de Regín y su larguísima lanza. El capitán había corrido tras él, dándole voces, y había visto cómo la lanza lo sacaba de la silla y lo levantaba por los aires como a una pluma.
En ese momento supo que todo estaba perdido. Todavía había intentado, con los dos o tres hombres que quedaban, traer caballos de la recua. Había intentado convencer a los infanzones, les había suplicado; pero ese par de testarudos eran inconmovibles. Se habían ceñido la armadura con toda calma y habían repasado todas las hebillas ajustadas por los mozos, como si se prepararan para un combate de exhibición. Habían mandado cerrar las puertas y subir el puente, habían movilizado a todos los sirvientes y criadas para que distribuyeran armas y levantaran la palizada interior, como si un ejército de asedio marchara sobre el castillo. El capitán casi había llorado de rabia ante tanta estupidez.
Y luego había aparecido la cuadrilla. Por el este, sobre las colinas, en apretada formación, apenas veinte hombres, no más, todos pardos, sólo dos con armadura. Habían bajado por la ladera muy cuidadosamente, como perros vagabundos acercándose a una hoguera abandonada. Bandidos, gentuza, un abigarrado montón de cuatreros. Si los dos infanzones y sus mozos se hubieran puesto en marcha, en esos momentos también el capitán habría salido ya a todo galope. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Los bandidos habían descubierto que el puente estaba levantado, y de ahí en adelante no habían mostrado la menor vacilación.
Habían arremetido contra el pueblo dando fuertes gritos. Habrían podido prenderle fuego al pasar, si los campesinos no hubieran apagado las hogueras. Pero cayeron sólo sobre los caballos de la recua. No eran tontos. No habían tardado más de lo que se tarda en rezar cinco padrenuestros, y en seguida habían escapado río abajo, por la vega, llevándose consigo toda la recua.
Sólo hacia el mediodía los infanzones se habían atrevido a enviar un mensajero al encuentro del castellán, que estaba en camino de regreso de Guarda.
Ahora podían oírse fuera los suaves jadeos de los perros y los crujientes pasos de los centinelas en el adarve. Acababa de empezar el segundo turno de guardia de la noche. El capitán levantó la cabeza y se volvió hacia donde suponía que estaba el joven.
– ¿Estás despierto? -preguntó.
– Sí -dijo el joven. Parecía débil y desesperanzado.
– ¿Tienes miedo?
– No lo sé -contestó el joven. Un rato después añadió-: ¿Qué harán con nosotros?
El capitán dudó antes de contestar. Podía haberle quitado el miedo, pero no sabía si más tarde podría necesitarlo. Si lo necesitaba, era mejor que el joven no se sintiera demasiado seguro.
– No tengo ni idea -dijo en un tono indeterminado que dejaba abiertas todas las posibilidades.
El joven no tenía nada que temer, eso era seguro. Estaba bajo la protección del conde, porque el conde creía que la mano de Dios se había posado sobre él.
El conde hubiera tenido que ser sacerdote, y sólo porque sus dos hermanos mayores habían muerto prematuramente lo habían sacado del seminario de Lugo. Era piadoso como un viejo monje. Muchos años había peregrinado a Compostela, dejando siempre sobre la tumba del apóstol Santiago diez mancusos de oro para que le enviara un hijo, y cuando, ya mayor, su deseo se había cumplido, había visto en el pequeño a un hijo de Santiago, invulnerable y sacrosanto. Además, el apóstol le había enviado una señal para confirmar que el niño estaba bajo su gracia. Cuando el pequeño había caído por la ventana del mirador, el joven que estaba abajo había podido cogerlo. El conde había traído al joven al castillo desde un pueblo perdido de la frontera meridional. Así lo había dispuesto Santiago. El joven había sido elegido para cuidar al hijo del conde. No, al muchacho no le ocurriría nada.
Pero en el caso del capitán las cosas eran distintas. El capitán no se hacía esperanzas. Lo colgarían de una viga y allí lo dejarían hasta que le faltase el aire. Era pura casualidad que siguiera aún con vida. El castellán ya había azuzado a sus perros contra él, pero la dueña lo había visto y había detenido a los animales con un silbido. No porque quisiera hacer una buena acción, sino para demostrar una vez más que era ella quien mandaba en el castillo, y no ese pequeño caballero de tres al cuarto, de quien no se sabía si la espada colgaba de él, o si él de la espada. Ese infanzón carcomido por la ambición, que cuando tenía treinta años se había colgado de una vieja pendenciera sólo para ser nombrado castellán de Sabugal. Ahora esperarían al conde para que éste emitiera su veredicto. No sería otro que el del maldito castellán.
Entre tanto, el capitán no se sentía culpable. Cierto, se había quedado dormido, no había estado en su puesto. Pero cómo hubiera podido prever que la guarnición fracasaría tan estrepitosamente. Los había tenido a sus órdenes durante ocho años, los había instruido, les había enseñado cómo se sostiene una lanza, cómo se blande una espada y cómo se lleva un ataque a caballo. Y, sobre todo, les había metido en la cabeza una y otra vez aquella importantísima regla fundamental, que valía para cualquier combate, lo mismo a pie que a caballo: nada de ataques individuales, nada de persecuciones desenfrenadas, permanecer siempre juntos, no dejarse dividir, atacar sólo en grupo. Ocho años había comandado a esos hombres, y en los dos combates en los que habían intervenido, se habían batido bien. El capitán realmente había creído que podía confiar en ellos.
Pero ahora, en el momento decisivo, los hombres se habían equivocado, habían olvidado todo lo que él les había enseñado. Habían salido tras esos tres pardos como perros jóvenes tras una liebre. Habían corrido ciegamente hacia una emboscada, que él mismo no podría haber. tendido mejor.
A una buena media milla del castillo, sobre la colina, al final de la larga subida del camino a Guarda, lo bastante lejos para que los caballos empezaran a mostrar los primeros síntomas de cansancio tras el duro galope, en un lugar donde el camino atravesaba un paso, a la izquierda un escarpado talud, a la derecha una ligera pendiente poblada de encinas y arbustos, que ofrecían un buen escondite a los atacantes. Allí los habían esperado los pardos, que dejaron pasar a los primeros tres perseguidores para luego caer con sus lanzas sobre el siguiente grupo. Los hombres ni siquiera habían tenido tiempo de hacer que sus caballos se volvieran en la dirección de donde provenía el ataque, tan rápido habían caído sobre ellos los pardos, cogiéndolos desprevenidos y derribándolos de sus monturas a la primera arremetida. No habían tenido ni la sombra de una oportunidad, los cinco sin armadura, tres incluso sin escudo.
El resto no había sido más que una huida precipitada. El joven Tomás había exigido tanto a su caballo que el animal se había desplomado muerto debajo de él. Sólo el fuerte Pere había ofrecido batalla, arremetiendo contra los pardos como un jabalí herido, ciego como siempre, sin reflexionar, completamente solo. Uno de los pardos le había acertado en la cara y Pere había caído del caballo con el acero en el rostro, dos dedos por debajo de la base de la nariz, atravesado hasta la oreja. Toda la cara se le había abierto como una enorme boca roja. Pere había conseguido volver al castillo por sus propios pies, flanqueado por dos campesinos que le servían de apoyo, y entonces la mirada de sus ojos de niño parecía tan sorprendida como si todavía no hubiera llegado a comprender que alguien había osado atacarlo a él, al fuerte Pere. En el combate cuerpo a cuerpo en la plaza de armas o en las ordalías en que había actuado como hombre del conde, con su armadura completa, espada y escudo, nadie había podido contra él. Cuando peleaba a pie, no tardaba en abatir a cualquiera. Pero era un mal jinete, y nunca había sido el más rápido de entendimiento. Ahora un pardo se lo había demostrado, abriéndole la cabeza hueca como un huevo.
Todos los hombres del castillo lo habían pagado caro. Y ahora también el capitán tendría que pagar por su estupidez. Tres hombres muertos, cuatro heridos de gravedad, veintiséis caballos perdidos. Ésas eran las cuentas que haría el conde. Sin duda, el capitán sería colgado. La única duda estaba en qué otras cosas le harían antes, para avinagrarle la despedida.
Fuera volvía a oírse a la guardia con los perros. El capitán no podía reconocer de quién eran esos pasos. No parecía nadie de la guarnición. Probablemente era uno de los nuevos, que el castellán había traído de Guarda para que escoltaran la caravana de caballos y reses. El capitán tendría que esperar el siguiente relevo.
Hasta ahora sólo había pensado muy someramente en qué podría hacer para escapar de sus circunstancias. Aún no había pensado seriamente en ello, llevado por el temor inconsciente de que una reflexión con detenimiento pudiera arrebatarle sus últimas esperanzas. Tampoco tenía un plan, ni nada similar, sino sólo una vaga idea, que apoyaba en los dos únicos medios de los que suponía que podría servirse: una pequeña navaja de afeitar que una vez le regalara el herrero de un convento y que llevaba oculta en el cinturón, y una bolsa de cuero con doce dinares de oro, que ocho años atrás, cuando llegó a Sabugal, había enterrado bajo un cacharro de cocina. Contaba con que podría liberarse de las amarras de las manos con la navaja, y esperaba que el oro lo ayudara a hacer que un hombre de la guarnición se acercara a la barraca. En ese caso quizá sería posible estimular aún más la codicia del hombre.
Pero sus pensamientos no llegaban tan lejos. Pensaba sólo en el primer paso. Cuando el primer paso estuviera dado, podría pensar en lo demás, antes no merecía la pena.
Empezó a mover las manos, las cerró en puños, intentando dilatar las amarras de cuero, al tiempo que dirigía toda su atención a los ruidos que llegaban de fuera. Tenía que esperar a la tercera guardia, al siguiente vigilante que hiciera la ronda. Si todavía se cumplían los antiguos turnos, el siguiente sería Diego, la Corneja, como lo llamaban por las manchas blancas de su barba. Diego había llegado del norte, de Galicia, hacía dos años; era un hombre solitario y poco comunicativo que sabía manejar bien el cuchillo. Era el único de toda la guarnición que no había participado en la persecución de los pardos, y el capitán estaba convencido de que también era el único que se atrevería a acercarse a la barraca.
– Santa Fides de Conques -rezo-. Permite que sea Diego el que haga la tercera guardia
A un hombre que conocía Córdoba y Sevilla, Murcia debía parecerle una ciudad más bien pequeña. No más de quince mil habitantes, toscamente calculados según el número de hombres que llenaban la mezquita cada viernes. Pero era una ciudad de enorme riqueza, cosa que se ponía de manifiesto no sólo en la magnificencia de los edificios públicos, sino, sobre todo, en el lujo que los ciudadanos adinerados exhibían en sus casas particulares.
La terraza en la que estaban sentados era un ejemplo de ello. De espaldas al al-Qasr, a la sombra de una alta muralla, flanqueada por las alas laterales de la casa y rodeada por una galería finamente tallada, parecía un pequeño jardín de ensueño. El suelo de las superficies libres del interior estaba cubierto por baldosas multicolores. Junto a las columnas de la galería se erguían grandes rosas. Palmeras, pequeños naranjos y adelfas crecían en grandes tiestos revestidos de cobre, y en el centro, sobre un podio enlosado, se levantaba, como un trono, un diminuto quiosco con un surtidor, que arrojaba chorros delgados como briznas de hierba. Hacia el sur podía divisarse un amplio panorama, que, pasando sobre el patio interior de la casa, se perdía más allá de los tejados de la ciudad. De día debía de ofrecerse una espléndida vista del valle del Segura, que se abría hacia el mar, así como de las huertas de ambos lados del río.
Ibn Ammar estaba sentado sobre blandos almohadones. La copiosa cena, el vino, el agradable aroma a perfume que desprendían las sirvientas, la atmósfera en sí de la fiesta lo habían sumido en un estado de perezosa comodidad, al que él se entregaba de buena gana. Lo mismo parecía ocurrir a los demás convidados. Estaban sentados en pequeños grupos repartidos por la galería y alrededor del quiosco, disfrutando del frescor de la noche. También los tres músicos, instalados frente a la balaustrada que separaba la terraza del patio interior, evitaban cualquier nota demasiado sonora. Era casi medianoche.
Ibn Ammar observaba al dueño de la casa, que estaba sentado junto al príncipe en el siguiente arco de la galería. Esperaba a que el comerciante le hiciera la señal para recitar su poema. Ya no podía tardar mucho.
El príncipe había llegado hacía apenas media hora en una silla de mano, sin llamar mucho la atención, acompañado sólo por dos hombres de su séquito y dos guardaespaldas. Para entonces Ibn Ammar ya había perdido la esperanza. Desde un principio le había parecido extraño que un miembro de la familia real honrara con su presencia la fiesta de un comerciante. Algo impensable en Sevilla. En Murcia, por el contrario, parecía ser cosa de todos los días. Los grandes comerciantes de la ciudad desempeñaban abiertamente un papel muy importante en las cuestiones políticas, y el príncipe Muhammad ibn Tahir, de quien se decía que ambicionaba el trono de su padre a pesar de ser sólo el segundo hijo, parecía considerar muy útil honrar a un comerciante con su visita. Cierto era que se había hecho esperar, pero finalmente había acudido, y la manera en que hablaba con Ibn Mundhir no daba el menor signo de altivez.
Ibn Mundhir era un hombre notable. Sus conciudadanos lo conocían mejor por el nombre de Ibn al-Mauwaz: el hijo del vendedor de plátanos. En efecto, su abuelo había ido de un lado a otro con un carro cargado de frutas. Cincuenta años había pasado recorriendo la larga calle Mayor, desde la mezquita del Viernes hasta la Puerta Norte, vendiendo plátanos y otras frutas y acumulando dirhem tras dirhem con una paciencia de hierro, hasta que finalmente había podido colocarse como dallal, esto es, como socio capitalista sin voz ni voto, con un pequeño comerciante de paños, primero con veinte dinares, luego con doscientos. El dinero había sido invertido en un negocio de importación de algodón, con tanto éxito que el vendedor de plátanos pudo establecer para su hijo una tienda de telas en el gran bazar contiguo a la mezquita del Viernes. Pasado un tiempo, este hijo murió de un modo tan inesperado como prematuro, y el nieto tuvo que encargarse del negocio. Para entonces Ibn Mundhir contaba apenas dieciséis años, pero bajo su dirección el pequeño negocio llegó a convertirse en una gran empresa internacional de compraventa de tejidos y en el mayor emporio de Murcia para el comercio de todo tipo de paños. Ocho años atrás había hecho una incursión en el sector naviero, primero con barcos alquilados, luego con sus propias naves. El más grande de sus dos veleros mercantes había atracado en Cartagena hacía tres semanas, procedente de Alejandría. El barco había atravesado sin contratiempos el peligroso estrecho entre Sicilia y la costa africana -entonces asolado por piratas de Pizza y Génova-, y había llegado con un rico cargamento: nuez moscada, azafrán y cardamomo, joyas de jade de China, hierro de la India, ámbar gris, palo de sándalo y alcanfor, índigo y antimonio, esclavos abisinios, algodón egipcio, lino de Tinnis y Dabiq, productos de lujo de todas partes del mundo, cuyos precios habían subido tanto debido al peligro que implicaban los piratas cristianos para el comercio naval, que en algunos casos estaban por encima del triple de lo normal.
La afortunada llegada del barco había sido el pretexto para la fiesta, y bien era cierto que no pocos de los convidados tenían motivos para celebrar. Algunos habían mandado traer sus propios cargamentos en el barco de Ibn Mundhir; otros habían participado directamente en la empresa, compartiendo los riesgos. Todos habían ganado, y el estado de ánimo que cada uno mostraba parecía un reflejo de la cuantía de sus ganancias.
La mayoría de los convidados eran, como el propio anfitrión, comerciantes; entre ellos se hallaban los más importantes mayoristas del bazar, algún que otro gran tujjar, banqueros y cambistas, un wakil que, como agente mercantil, representaba a los principales comerciantes de Alejandría y al-Mahdiyya y dirigía una gran lonja en Cartagena, un joyero desmesuradamente obeso y dos miembros de la nobleza de la ciudad, el muhtasib y el sahib ash-shurta. Muy pocos eran los que no pertenecían a la clase alta murciana; entre éstos, el ajedrecista, un gigantesco pelirrojo de piel muy blanca, que había echado dentro de sí enormes cantidades de vino y ahora, borracho, había empezado a recitar versitos obscenos, y un hombre serio de la edad de Ibn Ammar, de rostro marcado por el sol y la viruela y apariencia de timonel de barco, que era sobrino y sabí de Ibn Mundhir, uno de los jóvenes a los que éste había ocupado en el comercio de ultramar.
Ibn Ammar sentía que el vino se le estaba subiendo a la cabeza. Los dos jóvenes sirvientes, ataviados con vestiduras de seda a rayas azules y blancas, corrían rápida y sigilosamente de un lado a otro, trayendo nuevas bebidas, rellenando las copas, ofreciendo a los invitados almendras con miel, nueces y pasteles, llenando los incensarios, limpiando las lámparas de aceite. Los músicos de la balaustrada cambiaron de instrumentos y empezaron a tocar una sonora tushiya con un estridente violín que atormentaba los oídos. Ibn Ammar notó que, a pesar de la fuerte música, se estaba quedando dormido. Con una oreja oía a su derecha la voz penetrante del obeso joyero, que hacía ya un buen rato había entablado conversación con el sabí e intentaba sonsacarle sus experiencias. El sabí había escoltado al mercante llegado a Cartagena tres semanas atrás. Había estado en la India por encargo de Ibn Mundhir, y, como siempre que alguien recién llegado de la India entraba en una conversación, la charla había derivado inevitablemente hacia aquella costumbre que prescribía a los hindúes quemar a la esposa tras la muerte del marido. El joyero estaba sediento de detalles.
– No -dijo el sabí con el tono ligeramente hastiado de un joven que tiene la cortesía de responder a todas las preguntas-. No, no queman a todas las viudas; eso sólo se acostumbraba entre las clases altas, entre las familias distinguidas.
– No -volvió a responder el sabí-. No están obligadas. Deben decidir libremente; pero si se niegan, se toma como una deshonra y en el futuro son despreciadas por sus familias y tienen que realizar los trabajos más abyectos.
– Sí -dijo-, las queman vivas.
Sí, él mismo lo había visto. Y, de mala gana, empezó a contar:
– En el caso que yo presencié, se trataba de las tres mujeres de un alto funcionario del palacio de Dahbattán, en la costa Malabar. El hombre había muerto de una mordedura de serpiente. Los tres días siguientes a su muerte, las mujeres tuvieron la casa abierta a todos, ofreciendo comida, bebida y música; recibieron a sus parientes como si quisieran despedirse del mundo a lo grande. A la mañana del cuarto día les trajeron tres caballos y las mujeres montaron, cargadas de joyas, con trajes magníficos y muy perfumadas. Cada una llevaba un coco en la mano derecha, y en la izquierda un espejo donde se miraba. Las acompañaban todos los parientes, además de muchos brahmanes y músicos con tambores, cuernos y trompetas. La gente decía: «¡Saludad a tal y tal, a mi padre, a mi amo!». Y las mujeres contestaban sonriéndoles: «Sí… sí».
»Yo y algunos amigos seguimos el cortejo a caballo, a lo largo de unas tres millas, hasta el oscuro fondo de un valle surcado por muchas corrientes de agua. Entre unos árboles muy altos y espesos se erguían cuatro construcciones abovedadas con ídolos de piedra como adorno. En el centro había un estanque, tan estrechamente rodeado por árboles, que los rayos del sol no podían penetrar hasta él. Parecía un valle salido del mismísimo infierno, Dios nos guarde.
»Las mujeres se quitaron las joyas y los vestidos junto al estanque y lo repartieron todo entre los pobres, como limosna; después se bañaron y volvieron a vestirse con toscas telas de algodón según la costumbre del país, ciñéndose algunas alrededor de las caderas y empleando otras para cubrirse la cabeza y los hombros.
»Entre tanto, ya se habían encendido las hogueras en una depresión del terreno cercana al estanque. La leña fue rociada con aceite de sésamo y las llamas empezaron a prender. Quince hombres estaban preparados para avivar el fuego con montones de leña menuda, y, a su lado, otros diez cargaban largas varas de madera. Los músicos se habían colocado a un lado. Todos estaban esperando la llegada de las mujeres.
»Las hogueras mismas estaban ocultas tras una cortina sujeta por algunos hombres, cuyo objeto era, al parecer, ahorrarles a las mujeres la visión de las llamas. Cuando la primera mujer llegó hasta la cortina, de un tirón se la arrancó de las manos al hombre que tenía más cerca y dijo: "¿Para qué es esto? ¿Crees que no sé cómo es el fuego? ¡Quita de en medio!". Lo dijo sonriendo, imperturbable.
»Luego se puso las manos sobre la cabeza y se arrojó al fuego. En ese mismo instante los tambores, cuernos y trompetas empezaron a hacer un ruido ensordecedor y los hombres que tenían las varas de madera empujaron a la mujer hacia las brasas, mientras los otros le echaban encima montones de leña menuda. Me parece que las otras dos mujeres cayeron al fuego de la misma manera, pero no puedo jurarlo. Los gritos de la gente eran tan penetrantes, y yo mismo me sentía tan mal, que apenas podía mantenerme sobre la silla. Nunca más he asistido a una ceremonia semejante.
Los músicos habían terminado la tushiya y ahora interpretaban una melodía más alegre y ligera que, desde sus primeras notas, recordó a Ibn Ammar con mágica intensidad la época pasada en Silves. El poeta se recostó y cerró los ojos. Acudieron a su mente imágenes de un parque silencioso e inundado de luz, recuerdos de templadas noches de primavera en los rosales del palacio del gobernador, del aroma de las violetas y del perfume dulzón de las flores de los almendros, recuerdos de la luz plateada de la luna sobre la superficie de los estanques y del murmullo de los arroyos, recuerdos de los ágiles pasos de las muchachas en el jardín en flor alrededor del quiosco, de su respiración acelerada después del baile, de sus rostros encendidos, sus alegres risitas cuando entraban en los estanques con los pies desnudos y se salpicaban hasta que la finísima seda de sus vestidos se pegaba a ellas como una segunda piel y, en solazoso pánico por su desnudez, huían al quiosco. Buenos tiempos aquellos pasados en Silves con el príncipe, ajeno a toda preocupación.
Ahora la voz del sabí llegaba a Ibn Ammar muy apagada, como desde muy lejos. Seguían hablando de los hindúes: que si allí los infieles adoran a las vacas como a seres sagrados, que si beben como medicina la orina de las vacas, que si a quien mata una vaca aguarda tal o cual castigo… ¿Castigo a quién? ¿Por qué? Las voces eran cada vez más vagas, perdían su sentido, eran ya sólo un ruido molesto en los oídos de Ibn Ammar, que estaba a punto de quedarse dormido cuando, de repente, la música se interrumpió y el murmullo de voces cesó. Ni un solo sonido, únicamente el suave chapoteo del surtidor. Ibn Ammar abrió los ojos y vio que Ibn Mundhir, el anfitrión, se había levantado de su asiento y había salido de la galería, tambaleándose un poco, pensó Ibn Ammar, pero podía ser una ilusión, achacable quizá al rielar de las lámparas.
– ¡Amigos míos! -empezó a decir el comerciante. Su voz sonaba ligeramente a graznido-. Como todos sabéis, yo no soy de esos que dilapidan su dinero en placeres y hacen de su casa una sala de fiestas; todos lo sabéis.
Un creciente murmullo brotó de la galería, y el obeso joyero gritó en tono de broma:
– Lo sabemos demasiado bien, Ahmad ibn Mundhir. ¿Es ésta la primera vez que contratas músicos?
El anfitrión aceptó las carcajadas.
– Reconozco -dijo Ibn Mundhir- que hasta ahora no había concedido demasiado valor a todo eso. Que Dios me perdone si ha sido un error. Pero hoy será diferente – hizo una reverencia ante el príncipe-. En honor de nuestro distinguido invitado, que Dios le conceda todos sus deseos, me permito anunciar una pequeña sorpresa, un pequeño número que, espero, estará a la altura de su alto rango.
Hizo otra reverencia y dio unas palmadas con cierta afectación. Llevaba encima un capote de seda verde pistacho escandalosamente caro y se había teñido de negro azabache la barba gris; pero Ibn Ammar encontraba que el traje del rico señor no era tan bueno. En el papel de avaro propietario de casas, vestido con una simple zihara de algodón blanco, había estado imponente.
Dos criados se acercaron y levantaron una pantalla con palos y tela, de modo que ésta hiciera sombra al arco opuesto de la galería, donde una puerta llevaba a las alas laterales de la casa. Los preparativos hacían prever la aparición de una qayna; sin duda, los otros convidados también parecían esperar algo similar, pues salieron de la galería y se sentaron en torno al quiosco, donde estaban más cerca del escenario. La presencia del príncipe hacía probable que la cantante se mostrara también delante de la pantalla. Ibn Ammar miró a su alrededor y vio que, además de él, sólo el sabí se había quedado en su asiento bajo la sombra de la galería.
Los músicos entonaron un preludio. Luego se abrió la puerta y la pantalla se abolsó suavemente. Los músicos dejaron sus instrumentos a un lado, y en el silencio empezaron a sonar, como muy lejanos, unos dulces acordes de laúd que caían como pesadas gotas, arrancados suavemente, después más intensos y descomponiéndose en precipitadas carreras para volver a apagarse, cada vez más suaves, hasta que la voz irrumpió con inesperada claridad. La voz clara y pura de una doncella, tibia y fina como las notas de una flauta de madera, sencilla y natural, tan sencilla como la canción que entonaba, una antigua canción de amor árabe.
Ibn Ammar se preguntaba de dónde podía proceder la qayna. No era una berebere, de eso estaba seguro. Parecía más bien que se había educado en Damasco, posiblemente hasta en la misma Bagdad. ¿Había llegado en el barco de Alejandría? ¿La había traído el sabí? Ibn Ammar se dio la vuelta. El sabí estaba sentado, inmóvil a su lado, la cabeza apoyada en las manos, los ojos cubiertos por los dedos, una negra sombra. Parecía hechizado por la canción.
También los otros convidados escuchaban con mudo embeleso. Una expectante tensión tenía en vilo a todos, y cuando, al terminar la primera canción, el anfitrión hizo una seña a los criados para que retirasen la pantalla, esta tensión se descargó en un sonoro suspiro.
La qayna estaba sentada en un sillón alto. Conservaba el velo sobre la cara. De pronto se levantó, se dio la vuelta en una pirueta infinitamente lenta, dejó caer el velo, sonrió al público con una mirada que acarició a todos sin fijarse en ninguno, hizo una reverencia ante el príncipe y el dueño de la casa, y dirigió un guiño a los músicos para que empezaran a tocar.
El pequeño tamboril empezó a sonar, suave, titubeante, como refrenado. Luego se le unió la flauta, que jugó alrededor de los monótonos golpes del tambor con gran impaciencia, como queriendo aguijonearlos. La qayna estaba inmóvil como una estatua. Parecía que ni siquiera respiraba. Entonces, casi imperceptiblemente, empezó a mover las manos, los hombros, los brazos, hasta que el movimiento se apoderó de todo su cuerpo, lo sacudió en una suave ondulación, lo levantó sobre la punta de los dedos de los pies, y lo hizo girar lentamente.
Era una mujer bellísima. Alta, esbelta, de rostro expresivo y manos delgadas de largos dedos. El cabello negro, entretejido con cintas de seda de varios colores, le caía casi hasta las caderas. Su piel era de un color moreno claro. Boca grande, nariz bien perfilada, ojos ligeramente sesgados, frente alta. En la boca, una sonrisa vuelta hacia dentro, casi arrogante, dirigida a todos y a ninguno.
Era una qayna perfectamente adiestrada, de unos veinticinco años; una mujer que hubiera podido presentarse en cualquier corte de Andalucía y que en la de Sevilla habría alcanzado un precio de mil quinientos dinares, por lo menos. ¿Cómo había llegado una mujer así a la casa de un comerciante de paños?
La flauta intensificó el compás, obligando al tambor a avivar también, poco a poco, la cadencia de sus golpes, tentando a una segunda flauta a que la siguiera con trinos largos e inspirados. La qayna se dejó llevar, empezó a moverse a un ritmo más rápido, como si fuera la propia música la que infundía el movimiento en su cuerpo. Los cascabeles empezaron a sonar, se contuvieron un momento y siguieron con su suave tintineo. La qayna tenía una pandereta en la mano izquierda, y al girar, los sutiles y ondeantes velos de seda que la envolvían dejaban entrever fugazmente los perfiles de su cuerpo esbelto cubierto por el ceñido traje de bailarina.
Ibn Ammar seguía preguntándose cuál sería su origen. Entre todas las bailarinas y cantantes de la corte de Sevilla, nunca había visto a una mujer que tuviese el tipo de ésta. ¿Sería persa? ¿Caucasiana? Cuando estaba en la corte del príncipe, en Silves, una vez un comerciante de Alepo había ofrecido una esclava caucasiana por el exorbitante precio de dos mil dinares. El príncipe la había comprado y durante meses había estado loco por ella; pero Ibn Ammar nunca la había visto.
¿De dónde podía haber sacado Ibn Mundhir a esta mujer? Y, sobre todo, ¿qué había pensado hacer con ella? ¿No le bastaban el comercio de telas y la naviera? ¿Quería ampliar aún más sus negocios?
Ibn Ammar miró de reojo al sabí. El gigante estaba sentado con las piernas muy pegadas al cuerpo, la cabeza recogida en una postura extrañamente inclinada, y la mirada fija en la qayna, como si temiera perderse alguno de sus movimientos. Era curioso que no estuviera sentado junto a su tío. Ibn Mundhir no tenía ningún hijo; el sabí era su único sobrino, y había tenido una gran participación en las empresas comerciales juveniles del comerciante. ¿Por qué estaba sentado aparte? ¿Por qué ni siquiera había sido presentado al invitado de honor? Ibn Ammar podía ver que el sabí se llevaba constantemente el vaso a la boca. Bebía mucho.
La música había alcanzado un ritmo enloquecedor. Las flautas sonaban agudas y entrecortadas, se perseguían la una a la otra, adelantándose, arrastrándose; el tambor venía justo detrás de ellas, en un vertiginoso staccato. La qayna giraba en rápidas y sucesivas piruetas con el cuerpo completamente curvado, como una hoz. La pandereta aleteaba en sus manos como una inmensa mariposa. Sus pies sacaban del suelo un redoble desenfrenado. Los velos volaban como pájaros, y el cuerpo de la mujer, flexible como un látigo, parecía no pesar nada, mientras la música ascendía a un ritmo aún más acelerado.
Los hombres instalados alrededor del quiosco estaban nerviosos, buscaban apoyo con manos inquietas. En sus rostros se formaban contracciones involuntarias. Ibn Ammar estaba sentado con la cabeza gacha, las manos agarradas convulsivamente al almohadón del asiento. El joyero obeso miraba fijamente con los ojos y la boca muy abiertos, mientras su pecho iba y venía como un fuelle. Sólo el príncipe Muhammad ibn Tahir parecía sereno; estaba apoyado indolentemente en los cojines, con una placentera sonrisa en los labios.
Luego, con un estridente chillido de las flautas, la música cesó de pronto y la qayna se desplomó en un último giro. Los velos cayeron sobre su cuerpo, envolviéndolo, cubriéndolo, mientras ella se aovillaba en el suelo hundiendo la cabeza, como un pájaro multicolor caído del cielo.
Sonaron aplausos, aunque reprimidos, como si nadie se atreviera a expresarse demasiado abiertamente. Ibn Mundhir se puso de pie, miró a su alrededor -tenía unas manchas rojas en la cara- y azuzó a los criados para que volvieran a levantar la pantalla ante la joven, que seguía inmóvil en el suelo.
Ibn Ammar intentó observar al mismo tiempo al anfitrión y al sabí. Si se seguían las reglas de la etiqueta, ahora el príncipe tendría que demostrar su interés por la qayna. Ibn Mundhir tendría que ofrecérsela como regalo, y, pasados unos días, el príncipe le demostraría sus buenas maneras con un regalo en dinero que superase en algo el precio de venta normal. Cualquier otra cosa era impensable. ¿Por qué otro motivo, si no, iba a hacerse actuar a la qayna ante el príncipe? Pero ni el príncipe se expresó como mandaba la cortesía, ni Ibn Mundhir hizo gesto alguno que diera a entender al príncipe que quería hacerle el regalo acostumbrado. En lugar de eso, el gigante de piel blanca se adelantó de repente con inesperada agilidad y se colocó ante el príncipe. Los convidados acompañaron su aparición con amables gritos de aliento. El gigante parecía ser una especie de poeta casero de los comerciantes murcianos.
El pelirrojo recitó con una voz poderosa y muy vibrante, que fue lo mejor de su actuación. Su poema no era más que una sucesión de imágenes de uso corriente, en las que el príncipe aparecía comparado a una nube que refresca con su lluvia el suelo seco, a un árbol que da sombra al agotado caminante, al viento que hincha las velas del barco, y a otras cosas por el estilo.
Al terminar, improvisó unos cuantos versos sobre la qayna, que sonaron como muy trillados y convencionales; pero Ibn Mundhir tampoco se dio por ofendido esta vez. Era inaudito. En Sevilla, semejante comportamiento ante un invitado de honor se hubiera recibido como una afrenta intolerable. ¿Qué tenía pensado el comerciante? ¿Adónde quería llegar?
Ibn Ammar estaba tan desconcertado que casi no se dio cuenta de la señal que lo llamaba a entrar en escena, y tuvo que reunir toda su presencia de ánimo para poder concentrarse en su actuación.
Había revestido su panegírico de formas clásicas. Empezaba con la descripción de una joven en un jardín florido. Luego dejaba entrever con bastante claridad que la bella muchacha sólo vivía en la memoria del poeta, quien la evocaba con nostálgica tristeza. El poeta había tenido que emprender un viaje. El viaje lo había llevado a una lejana ciudad, a las garras de los calumniadores y, finalmente, a un calabozo. Y precisamente allí, en la extrema miseria, recordaba el jardín florido y a la joven que había tenido que abandonar. Sólo entonces empezaba el verdadero elogio: el poeta era salvado por un desconocido. Alababa su valentía, su generosidad y su sabio juicio: elogio indirecto. Sólo hacia el final el poema daba un sorprendente giro que permitía reconocer en el salvador desconocido al príncipe. Y, para que el destinatario del poema pudiera aceptar el elogio con toda modestia, Ibn Ammar había añadido al final unos versos que, con ligeras variaciones, había empleado también en aquel poema que diez años atrás le hiciera ganarse un lugar entre los poetas de la corte del príncipe de Sevilla:
Aunque tu grandeza no acepte himnos de alabanza,
acepta mis versos,
así como el jardín florido
acepta el viento,
que esparce su perfume por todo el país.
Ibn Ammar se inclinó con los ojos cerrados, esperando los aplausos. Al no sonar ninguno, levantó la mirada, confuso. El príncipe estaba sentado frente a él, en silencio, contemplándolo de arriba abajo. Sólo un momento después movió las manos. Pero era sólo un aplauso benevolente, sin entusiasmo, que hizo que también los demás convidados aplaudieran moderadamente. ¿Qué había pasado? Su poema había sido bueno, lo mismo que su recitación. ¿Acaso el príncipe no tenía buen gusto, no sabía lo que era bueno?
Atrapó al vuelo la bolsa que le arrojó uno de los acompañantes del príncipe y se llevó una nueva sorpresa. La bolsa no contenía más que tres dinares, lo sintió por el peso; tenía la suficiente experiencia como para poder calcularlo. ¡Nada más que tres dinares! Tres dinares del hijo del qa'id de una ciudad tan rica como Murcia. Se inclinó sonriendo. Se inclinó profundamente, como mandaba la cortesía. Vio que el anfitrión se acercaba al príncipe, inclinándose sobre su oreja. Ya durante su actuación Ibn Ammar había advertido que el ajedrecista había susurrado al dueño de la casa cierta información sobre él. Así pues, ahora también el príncipe estaba al corriente. Ninguna reacción especial, tan sólo una sonrisa de soslayo y una segunda mirada inquisidora, como si algo pudiera habérsele escapado en la primera.
Ibn Ammar se retiró andando hacia atrás, hasta alcanzar las sombras de la galería. Una vez sentado, apuró un vaso lleno de un solo trago.
El príncipe dejó la terraza poco rato después. Ibn Mundhir lo acompañó, y algunos de los convidados de más edad no tardaron en seguirlos. La tarjeta de invitación había prometido una fiesta que duraría hasta que abrieran los establecimientos de baños.
Ibn Ammar se ató la bolsa al cinturón. ¡Tres dinares! Diez años atrás, en Sevilla, el príncipe al-Mutadid había hecho que le pagaran cien dinares por su primer poema.
Se levantó. El sabí seguía sentado en el mismo lugar que antes, solo, meditabundo, con el vaso en la mano. Ibn Ammar pasó frente a él y empezó a rodear la galería. Había sido invitado a la fiesta para entretener a los demás, ése era su oficio, eso era lo que se esperaba de él; tenía que ganarse la invitación. Por qué no, ya no había nada en juego. Estaba entre comerciantes, así que hablaría de comercio.
Dejó que el obeso joyero le hablara de las perlas desde un punto de vista técnico, y tuvo ocasión de enterarse de que las del golfo Pérsico eran preferibles a las de la India, y, en cambio, las de la China eran mejores que las del golfo Pérsico. Soportó el monólogo de un gran comerciante de cuero, que le explicó las ventajas de concertar contratos de sociedad con participación en las ganancias con los zapateros de los pequeños zocos y de los mercados de baratillo de los suburbios, comprometiéndolos a comprarle el cuero exclusivamente a él, en vez de afanarse por conseguir pedidos de los selectos vendedores de cuero del bazar. Ibn Ammar escuchaba pacientemente y se esforzaba por plantear preguntas interesantes. ¿Por qué no? Tenía que volver a empezar desde abajo, tenía que conseguir encargos, estaba obligado a hacerlo. «Quien no tiene un gran mecenas, ha de tratar con muchos pequeños avaros.»
Cuando Ibn Ammar terminó de dar la vuelta a la galería, el sabí seguía sentado en el mismo lugar, exactamente en la misma postura, como si se hubiese quedado dormido. El sabí no parecía darse cuenta, pero estaba despierto, tenía los ojos abiertos.
Ibn Ammar se inclinó sobre él y le preguntó con fingido interés:
– Antes no llegué a comprender del todo qué es lo que hacen los hindúes con la gente que mata sus vacas sagradas. ¿Cómo era aquello?
El sabí no se movió. Dejó pasar tanto tiempo, que Ibn Ammar ya no esperaba recibir una respuesta. Entonces el sabí se volvió hacia Ibn Ammar y lo observó con mirada ausente:
– Los cosen vivos a una piel de vaca y los queman -dijo malhumorado.
– Al parecer tienen una especial predilección por quemar a la gente -dijo Ibn Ammar.
El sabí se había vuelto y mantenía la mirada fija al frente. No parecía interesado en continuar la conversación.
El joyero obeso, que estaba sentado ante ellos, junto al quiosco, empezó a dar fuertes ronquidos. Uno de los dos criados se acercó corriendo a él, le quitó de la mano el vaso medio vacío y lo tapó con una manta. Ibn Ammar esperó a que el joven volviera a retirarse. Después preguntó como de pasada:
– ¿Fuiste tú quien compró a la qayna? Tú la trajiste de Alejandría. -Vio de reojo que el sabí se levantaba bruscamente.
– ¿Por qué lo dices?
– Era sólo una pregunta -dijo Ibn Ammar en tono conciliador.
– ¿Por qué quieres saberlo? -preguntó bruscamente el sabí. De repente parecía estar otra vez sobrio.
– El hombre que la ha comprado tiene buen gusto -contestó Ibn Ammar.
El sabí lo miraba con tal expresión de furia en los ojos que parecía a punto de saltar sobre él.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé -dijo tranquilamente Ibn Ammar-. Ella es muy hermosa. Su voz, su modo de bailar, su modo de moverse; todo tiene un encanto extraordinario. -Hizo una pausa para luego continuar, sin dar un énfasis especial a la frase-: Me pregunto qué piensa hacer con ella Ibn Mundhir. A mi juicio, no es uno de esos hombres que al llegar a cierta edad se gastan el dinero en mujeres jóvenes.
El sabí entornó los ojos.
– ¡A ti qué te importa! -dijo groseramente y volvió el rostro, clavando la mirada en algún punto frente a él.
Esta vez Ibn Ammar estuvo seguro de que no tenía ningún sentido seguir insistiendo. Esperó un momento antes de levantarse, y, al empezar a andar, dijo suavemente por encima del hombro:
– «El amor juega con mi corazón como el gato con el ratón», dice Abú Nuwas.
No esperó una respuesta. Caminó a lo largo de la galería sin saber qué hacer, hasta que llegó al lado opuesto. Se hallaba solo. Los pocos convidados que aún quedaban estaban sentados alrededor del quiosco, cerca de los tres músicos, que, incansables, seguían tocando para ellos. La luna se había puesto, y el cielo ya mostraba en el este el resplandor del nuevo día. Ibn Ammar se sentía contento de estar solo.
Al pasar junto a la puerta que conducía a las alas laterales de la casa, escuchó de repente una voz susurrante que lo llamaba por su nombre:
– ¡Muhammad! ¡Muhammad ibn Ammar!
El poeta se quedó paralizado, como si al andar se hubiera estrellado contra una pared de cristal. La voz era de mujer. Ibn Ammar pensó en la qayna, pero en seguida descartó la idea. No, esta voz era más profunda, más oscura, era la voz de otra mujer. ¿Quién era? ¿Quién podía ser? ¿Quién en el harén de esa casa podía conocerlo? Pues no cabía duda de que el ala lateral pertenecía a la parte cerrada de la casa, como probablemente también la terraza, a la que se habría permitido la entrada sólo con motivo de la fiesta y no sin antes cerrar con pesadas tablas todas las puertas y ventanas que daban a ella. Ibn Ammar volvió lentamente la cabeza. Le pareció ver un movimiento al otro lado de las rejas de una ventana. Había alguien tras la ventana. Y allí estaba otra vez la voz, ahora completamente clara:
– ¿Eres Ibn Ammar, de Sevilla? ¿Muhammad ibn Ammar, el poeta? ¡Dime si eres tú!
– Sí -susurro él-, soy yo.
Seguía paralizado, y veía a través de la apretada reja un ojo dirigido hacia él. Estaba a punto de retroceder un paso para acercarse más a la ventana cuando una voz fuerte y balbucearte lo llamó al tiempo que un brazo se levantaba junto al quiosco. El que lo reclamaba era el ajedrecista:
– ¡Eh, poeta, ven a hacernos compañía!
Ibn Ammar no podía quedarse allí más tiempo.
– Dame una señal -dijo susurrando a la ventana-. ¡Dame noticias!
Al alejarse, vio cómo una cortina caía tras la ventana.
El capitán escuchaba conteniendo la respiración. Del adarve volvía a llegar el sonido de los pasos de los centinelas y los jadeos de los perros. Debía de ser el cambio de guardia; ya era la hora.
El cobertizo del antepatio, en el que estaba encerrado con el joven, se levantaba junto a la palizada exterior. El adarve pasaba sobre el tejado del cobertizo y terminaba en la torre norte, que era la fortificación angular del castillo. El orden de vigilancia prescribía que el centinela del adarve exterior esperara en la torre norte hasta que el centinela encargado de la ronda interior le hiciera una señal desde lo alto de la torre. Entonces volvía a empezar el recorrido, hasta encontrarse nuevamente con el otro centinela, en el extremo opuesto del adarve. En cada ronda pasaba dos veces sobre el cobertizo.
El capitán escuchaba los pasos, que se acercaban aprisa. Un nuevo centinela; podía distinguirse claramente. Era el relevo, la tercera guardia de la noche. Pero, ¿era Diego, el Gallego? Diego era lento, arrastraba los pies. En cambio, el centinela de allí arriba parecía ágil y enérgico, y era rápido, pues ya estaba en el tejado del cobertizo. Ya no había tiempo para largas consideraciones, no había tiempo para la cautela. Era la última oportunidad. Ahora, tras el inicio de la tercera guardia nocturna, sólo quedaban dos horas; después el cielo estaría tan claro que el centinela de la torre advertiría cualquier movimiento en el suelo. Entonces sería ya demasiado tarde.
Esperó a que el centinela estuviese justo encima de él.
– ¡Diego! -llamó en voz baja.
Escuchó que el joven se levantaba de golpe y se ponía en pie. La cadena de los pies se arrastraba ruidosamente.
– ¿Qué pasa? -preguntó el joven.
– ¡Nada! ¡Estate quieto! -susurró el capitán. Arriba, los perros gimotearon suavemente y, un momento después, los pasos volvieron a alejarse en dirección a la torre norte.
– ¿Ha dicho algo? ¿Qué ha dicho? -preguntó el joven muy nervioso.
– Nada -respondió el capitán-. No he dicho nada.
De pronto se encontraba muy cansado. Estaba inmóvil, y sentía que su cuerpo se enfriaba y que lo invadía el miedo. Estiró los brazos con convulsiva rapidez y cerró los puños. El punzante dolor en las articulaciones, debido a su postura curvada, casi le arrebataba la razón.
Cuando volvieron a oírse los pasos, el capitán estuvo seguro de que el que hacía la ronda no era Diego. Sin embargo, lo intentó. Gritó:
– ¡Eh, oye! ¿Qué te parecerían doce dinares de oro? Doce meticales del mejor oro. ¿Me escuchas? ¿Qué te parecería?
El centinela volvió a detenerse. Guardó silencio un instante, como indeciso. Luego llegó la respuesta:
– ¡Cierra la boca, mierda de perro! -gritó-. ¡Aquí no hay nadie que quiera recibir nada de ti!
El capitán y el joven oyeron que el hombre escupía, daba un tirón a los perros y seguía su ronda con paso sereno. Era el mozo de uno de los infanzones de Guarda.
El capitán apretó la mano alrededor de la navaja de barbero, que una hora antes había logrado sacarse del cinturón con un supremo esfuerzo. Escuchó que el joven tomaba aliento, como si quisiera hacer una pregunta, y que luego contenía la respiración y expulsaba el aire poco a poco, como si no se hubiera atrevido a formularla. Reinaba un completo silencio. El capitán empezó a intentar cortar las ataduras de cuero con la navaja. No quería darse por vencido. No podía darse por vencido. Sabía que sin herramientas era imposible abrir los garfios de los que colgaban sus pies, que el herrero había clavado en la pared con un pesado martillo. Sabía que no tenía cerca ninguna herramienta que pudiera servirle, pero tenía que hacer algo. Si no hacía nada, se volvería loco. Procuró concentrar las pocas fuerzas que aún le quedaban en los dedos que sostenían la navaja. Las correas eran duras y mucho más resistentes de lo que el capitán había pensado. El gran esfuerzo lo hacía temblar. Estaba tan absorto tratando de cortar las correas que no percibió cómo se levantaba la barra que atrancaba la puerta del cobertizo ni cómo se abría un resquicio en la puerta. No se dio cuenta hasta que una ráfaga de aire fresco le dio en la nariz. Vio que una sombra negra se deslizaba al interior del cobertizo y apenas tuvo tiempo de ocultar la navaja en la concavidad de su mano, pues la sombra ya estaba sobre él. De pronto la punta de una bota se le clavó en el costado, un cuchillo se pegó a su garganta y una mano le tanteó la espalda para asegurarse de que las ataduras seguían firmes. Y entonces el capitán escuchó una voz pegada a su oreja:
– No te muevas, viejo, ni un solo ruido, ¿entendido? -Era una voz ronca, apenas comprensible-. ¿Dónde están los doce meticales? -Era Diego, el Gallego. Debía de haber escuchado la conversación con el centinela.
El capitán se volvió cuidadosamente, hasta donde el cuchillo le permitía girar la cabeza. Tenía que ganar tiempo.
– Escucha, amigo, quita el cuchillo… -dijo.
– Te hundiré esto en la garganta antes de que puedas decir amén -lo interrumpió bruscamente el Gallego-. Quiero saber dónde están los doce meticales.
– Está bien -dijo rápidamente el capitán. Describió sin dilación el escondite en las viejas caballerizas. Sintió que el cuchillo se retiraba de su garganta. Esperó hasta que el Gallego estuvo casi en la puerta; luego dijo con voz tranquila y un tonillo imposible de oir:
– Cuando tengas los doce dinares, vuelve aquí. Tengo una oferta todavía mejor.
El Gallego dudó un tanto, luego abrió la puerta con cuidado y salió del cobertizo tan sigilosamente como había entrado. Los prisioneros oyeron cómo volvía a atrancar la puerta.
– ¿Quién era? – preguntó el joven con voz apagada.
El capitán se tomó su tiempo antes de responder.
– Nadie que tú conozcas -dijo malhumorado.
– ¿Qué quería de vos? -preguntó el joven, insistente-. ¿Qué quería?
El capitán pensó en el joven. ¿Qué haría con él si conseguía salir de allí? No podía dejarlo sin más. Tendría que llevarlo consigo o matarlo. Reflexionó sobre la primera posibilidad; después sobre la segunda. La segunda era la más sencilla, y el capitán se decidió por ella, sin desperdiciar ni un instante más de cavilación en el asunto.
– Nos ayudará a salir de aquí -dijo el capitán.
– Pero ¿cómo? -preguntó el joven. Ahora su voz estaba cargada de pánico.
– Eso déjamelo a mí -contestó el capitán-. Déjame hacer, tú tranquilo -y, al sentir que el joven quería seguir preguntando, repitió-: Tú tranquilo, ¿entiendes?
Hacía un rato que había empezado a trabajar otra vez con la navaja. Sus dedos estaban rígidos e hinchados, y tan débiles que el capitán tenía el constante temor de que la navaja se le cayera de la mano. Sin embargo, sus fuerzas aumentaban a medida que la navaja se iba abriendo paso a través del cuero. Siguió cortando hasta que un calambre en el brazo le obligó a hacer una pausa.
Prestó atención a los ruidos que atravesaban la oscuridad. Intentó calcular el tiempo que necesitaría el Gallego para encontrar la bolsa. Diego se vería obligado a cruzar todo el patio exterior, después debería mantenerse pegado a la muralla para no ser descubierto, pero en el escondite mismo no tendría nada que temer. Las viejas caballerizas no se veían desde el adarve. Seguramente las monedas se hallarían ya en su poder; la bolsa estaba enterrada a sólo un pie de profundidad. Probablemente ya había vuelto, y quizá esperaba a que los centinelas terminaran la siguiente ronda.
El Gallego llegó aún antes de que pasara el centinela. Cerró la puerta al entrar y se acuclilló a un brazo de distancia del capitán. No había hecho ni un solo ruido; sólo un penetrante olor a ajo delataba su presencia. Finalmente el capitán rompió el silencio.
– ¿Tienes la bolsa? -preguntó.
El Gallego continuaba callado, esperando agachado en medio de la oscuridad. Ni el sonido de la respiración, ni el más mínimo ruido. Tan sólo llegaba desde fuera el suave piar de un pájaro, tímido e inseguro, como si el propio animal temiera entrometerse con su canto. Aún era de noche, todavía era muy temprano para los cantos de la mañana.
La voz del Gallego pareció brotar de la nada:
– ¿Qué tipo de oferta?
El capitán no dijo nada. Se hizo esperar. Había acertado al juzgar al Gallego, siempre lo había sospechado. El Gallego no era hombre que se sintiera bien formando parte de un equipo. Era un solitario, siempre había querido marcharse de Sabugal, irse a una de esas colonias del este de las que tanto se hablaba, a Salamanca, a Ávila. Allí buscaban hombres que supieran manejar las armas y el caballo. Allí nadie preguntaba de dónde venía uno o quién era su padre. Allí cualquiera podía llegar a ser alguien. El mismo capitán había pensado muchas veces en la posibilidad de reiniciar su vida allí, pero nunca había hallado el pretexto que lo impulsara definitivamente a hacerlo. El Gallego tenía las mismas ideas en la cabeza, y precisamente por eso estaba tan ávido de dinero. Sólo con dinero tenía la posibilidad de llegar alto rápidamente en esas nuevas ciudades. Como caballero, con caballo propio y armas propias, y con una buena participación en los botines. Eso era lo que tenía en la cabeza.
– ¿Qué tipo de oferta? -volvió a preguntar el Gallego. Su voz era ahora un tanto más fuerte.
– Hay otro escondite -dijo el capitán sin mostrar el menor interés.
– ¿Cuánto hay en él? -preguntó el Gallego.
– Una talega sellada, como las que usan los comerciantes moros -dijo lentamente el capitán-. No la he abierto, pero a juzgar por el peso debe de contener como mínimo cuarenta meticales. Y también una bolsa con plata. Dirhems y céntimos, más de doscientas monedas, dos manos llenas.
El capitán oyó que el Gallego respiraba hondo y se humedecía los labios con un ligero chasquido de lengua.
– ¿Qué quieres a cambio, viejo? -preguntó el Gallego, esforzándose por dar a su voz un tono indiferente.
– Un hacha -dijo el capitán.
– ¿Un hacha? -preguntó el Gallego. Ni siquiera hizo el intento de ocultar su desconcierto.
– Un hacha -repitió el capitán-. Trae un hacha y déjala a mi lado. Y te diré dónde encontrar el dinero. Pero deprisa, no nos queda mucho tiempo.
El Gallego no se movió.
– ¿Por qué un hacha? ¿Por qué no pides que te ponga en libertad? -preguntó. Su voz sonaba ahora tan ronca que ya casi no se le entendía.
– Apenas me pusieras en libertad, caería sobre ti; y tú lo sabes -dijo el capitán-. Sólo quiero el hacha.
Oyó que el Gallego se levantaba y andaba a tientas hacia la pared,
palpaba las cadenas, el garfio clavado al muro y los grilletes que abrazaban los tobillos del capitán.
– Así pues, un hacha -oyó decir el capitán.
Esperó a que el Gallego hubiera salido; luego reinició sus intentos con la navaja. Trabajaba ahora con redobladas fuerzas. Había cortado una correa, aflojando tanto las ataduras que sus dedos podían agarrar con mayor firmeza la navaja.
Cuando el centinela pasó por el tejado en la siguiente ronda, el capitán ya tenía las manos libres. Giró sobre su espalda, se estiró, se desperezó, movió los hombros, se frotó las muñecas.
– Capitán, ¿qué pasa? -preguntó desde la oscuridad el joven, muerto de miedo.
– ¡Cierra la boca! -lo regañó el capitán-. ¡Tú sólo cierra la boca! El capitán se dejó caer sobre un costado y se llevó las manos a la espalda, cogiendo la navaja con la derecha. Estaba listo.
El Gallego regresó antes de lo que el capitán esperaba. Cerró la puerta de un empujón y se acercó al capitán con sólo tres pasos.
– Eres un viejo zorro -dijo el Gallego, impaciente-. En todo este tiempo me he estado preguntando si no estarás intentando embaucarme.
– ¿Tienes el hacha? -preguntó el capitán.
– Tengo el hacha -dijo el Gallego.
– Entonces déjala en el suelo, donde yo pueda alcanzarla -dijo el capitán.
El Gallego no se movió. Parecía indeciso, y cuando empezó a hablar, el tono de su voz confirmó esta impresión.
– ¿Qué pasaría si te doy el hacha? ¿Tú me dices dónde está el escondite y, después, vuelvo a quitarte el hacha? ¿Qué podrías hacer?
Era desconfiado como una vieja corneja.
– Si intentas quitarme el hacha, gritaré -dijo tranquilamente el capitán-. Gritaré tan fuerte, que los centinelas llegarán en seguida y te atraparán. Y entonces hablaré. No tengo nada que perder, ¿comprendes?
El Gallego no dijo nada, y el capitán, durante un instante, temió haber exagerado demasiado la suma guardada en el supuesto escondite. A cualquier hombre medianamente inteligente le habría parecido extraño que alguien con tanto dinero en el interior del país no se hubiese marchado hacía ya mucho tiempo.
– ¿Y quién me garantiza que encontraré el dinero? -preguntó el Gallego.
El capitán respiró hondo. Sonó como un suspiro.
– Escúchame, Diego -dijo casi con dulzura-. Tú sabes cuánto tardaré en romper las ataduras de las manos con el hacha. Tú has visto el garfio del que cuelga la cadena que llevo a los pies. El escondite está tan cerca de aquí, que estarás de regreso antes de que yo haya cortado la primera correa. ¿Por qué iba a engañarte?
En la oscuridad del cobertizo reinaba un silencio tal, que se oían afuera las primeras ráfagas de viento que anunciaban la mañana. Un resquicio se abrió en la puerta, y en las oscuras tinieblas se dibujó una franja gris algo más clara, en la que ahora se destacaba distintamente la silueta del Gallego.
– Deja el hacha en el suelo -dijo el capitán con el mismo tono tranquilo de antes-. Empújala bajo mi espalda. Estoy tumbado boca arriba. Cuando tenga el hacha en la mano te diré dónde encontrar el dinero.
Vio que el Gallego se agachaba y sintió cómo empujaba el hacha con el pie. El capitán estaba tumbado de lado, con la cara hacia el Gallego y las manos en la espalda. Al sentir el hacha se incorporó un poco, la cogió con la mano izquierda, sin sacarla de la espalda, como si siguiera atado; empuñó el hacha por el mango. En la mano derecha tenía la navaja.
– Tengo el hacha -dijo-. Ahora presta atención. -Hablaba en voz tan baja que el Gallego tuvo que agacharse para escucharlo. Empezó a describir el camino que supuestamente llevaba al escondite donde estaba el dinero. Hablaba con serena energía, al tiempo que pensaba si debía usar el hacha o la navaja. El hacha era más efectiva, pero si el golpe no era preciso el hombre podía echarse a gritar. El cuchillo, bien empleado, le impediría gritar en cualquier caso. Se decidió por el cuchillo.
Empezó a hablar en voz aún más baja, hasta que el Gallego tuvo que acuclillarse completamente. Su cabeza estaba justo frente al capitán, como una sombra negra recortada sobre el resquicio de la puerta. El capitán soltó el hacha. Sin dejar de hablar tranquilamente, levantó el torso liberando sus dos manos y llevándolas hacia delante. Y, sin interrumpir sus explicaciones, se arrojó sobre el Gallego, lo cogió por los cabellos con la mano izquierda, le echó la cabeza hacia atrás y con la derecha le pasó el cuchillo por el cuello en un rápido y único corte. Sintió que algo caliente le salpicaba la cara; notó que una mano salvaje le arañaba el pecho y la alejó con ambos puños; apartó al Gallego de un empujón; cogió el hacha; se arrastró hacia la pared, de costado, como un cangrejo, y levantó el hacha para asestar el golpe.
Se oyó un ruido mezcla de jadeo y silbido, como salido de un fuelle, un sordo quejido. Luego un frenético martilleo, que pronto se hizo más lento, hasta convertirse en débiles latidos, un apagado redoble, como talones dando patadas contra el suelo en la lucha de un hombre contra la muerte. Y luego, cuando el ruido ya había pasado, la voz del joven, entrecortada y deformada por el miedo:
– ¡Capitán, qué pasa! ¿Qué está haciendo ese hombre, capitán?
– Tranquilo, muchacho -dijo el capitán con su voz más serena-. Tranquilo, todo está bien. Este hombre nos está ayudando a salir de aquí, eso es todo.
El capitán aún no había terminado la frase cuando sintió que un fuerte temblor se apoderaba de él, tan de repente que apenas tuvo tiempo de buscar algo a lo que aferrarse. El temblor lo sacudía como si quisiera matarlo con sus vibraciones, lo estremecía, agarrotaba todas sus articulaciones. Se levantó tirando de la cadena anclada a sus pies; abrió la boca en un movimiento convulso, para que sus dientes no chocaran entre sí; encogió la cabeza sobre la nuca. Estaba indefenso como un gato en las fauces de un perro. Lo sacudían fuertes temblores que atenazaban todo su cuerpo, impotente y rendido ante su fuerza. Tenía miedo de que el joven pudiera darse cuenta de algo, de que pudiera verlo estremeciéndose colgado de la cadena. Y el miedo hacía aquello aún peor. El corazón casi se le salía del pecho; su respiración era una serie de impetuosas bocanadas de aire; sus dedos se aferraban con tal fuerza a la cadena que le dolían. Y luego la tensión fue cediendo poco a poco; los temblores se espaciaron; la mente volvió a despejarse. Había pasado, el capitán sabía que había pasado. Conocía ese tipo de ataques, pues no era la primera vez que los tenía; Dios sabía que no era la primera vez. Sólo que ahora lo había cogido por sorpresa. El último se había producido hacía ya mucho tiempo.
Buscó el hacha. Tenía que darse prisa. Necesitaba algo en que apoyarse para llegar al garfio. Arrastró el cuerpo del Gallego hasta la pared, lo dobló de manera que el torso cayera sobre las piernas, puso sus pies encima del cadáver y se levantó tirando de la cadena, hasta estar en horizontal. Ahora la cadena tenía suficiente juego como para poder sacarla del garfio, suponiendo que lograra doblarlo y abrirlo.
Introdujo el filo del hacha por la abertura del garfio, lo acomodó con los pulpejos de la mano y empujó con todas sus fuerzas, utilizando la hoja y el mango del hacha como palanca. No era tan sólido como había temido. El garfio cedió, cedió tanto que el capitán pudo sacar la cadena. Estaba libre. Aún tenía los grilletes en los pies y la cadena que los unía, pero la cadena media más de dos varas de largo, y si la mantenía tirante podía andar sin hacer ruido. Podía moverse, y tenía una herramienta que le permitiría abrir los remaches cuando estuviera lo bastante lejos del castillo.
Le quitó el cinturón al Gallego, lo ató a la cadena de los pies, guardó la bolsa con los doce dinares en su propio cinturón, sujetó el hacha a éste, y cogió la navaja de barbero. Tenía que silenciar al joven.
Caminó hacia la puerta, tirando de la cadena con el cinturón para mantenerla tensa; miró hacia fuera. Y casi echó a gritar de rabia.
Era de día. Ya estaba muy claro. Los gallos cantaban en el pueblo, y en algún lugar cercano balaban las ovejas. ¿Había estado sordo? ¿Había estado ciego? El tiempo había pasado más deprisa de lo que el capitán había pensado. O el cambio de guardia se había realizado más tarde de lo normal. Los cálculos del capitán habían fracasado. Ya era demasiado tarde.
Pero mientras él se quedaba paralizado junto a la puerta, su cabeza empezaba a trabajar. Había desperdiciado una oportunidad, tendría que aprovechar la siguiente. Siempre hay alguna otra oportunidad. El joven tendría que ayudarlo. Tenía que convencerlo de que saliera por la portezuela de escape de los establos. Quizá el joven podría conseguir bordear el río sin que nadie lo viera; era pequeño, podía arrastrarse, utilizar cualquier hendidura del terreno como escondite. Y aunque lo viera el centinela de la torre, pasaría un buen rato antes de que lo atraparan e interrogaran. Ésa era la oportunidad del capitán.
En tres pasos estuvo junto al joven, y le liberó las manos.
– Escucha, muchacho. -No le dejó hacer ninguna pregunta. Le explicó en pocas palabras lo que tenía que hacer, al tiempo que se ocupaba de las cadenas que ataban al joven a la columna y examinaba sus grilletes. El herrero sólo los había remachado en frío, y el capitán pudo abrirlos fácilmente con el hacha-. ¡Listo, muchacho! -dijo el capitán-. ¡Cuando estés fuera presta atención al centinela de la torre y al de la puerta. Muévete sólo cuando estén mirando en otra dirección. Y si te descubren corre tan rápido como puedas y atraviesa el río para que los perros pierdan tu rastro.
Acordaron encontrarse luego en una cantera ubicada a tres horas de camino del castillo.
– Espérame allí. Espérame aunque pasen dos días.
Empujó al joven a través de la puerta y lo siguió con la mirada hasta que desapareció bajo las sombras del adarve, al pie de la palizada. Si el joven lograba escapar, el capitán podía darse por salvado.
Rezó para que el joven lo consiguiera. ¡Santa María, ampáralo! ¡San Facundo, San Primitivo! Se hizo la señal de la cruz sobre la frente, sobre la boca, sobre el pecho. Besó la concha que llevaba colgada del cuello con una cinta de cuero. Se escupió en las manos, frotó la saliva y juntó las manos a la altura de su cara, de manera que los pulgares le rozaban los labios. En esta postura se quedó esperando junto a la puerta. Esperó hasta que estuvo seguro de que el joven había llegado a la portezuela y había salido del castillo. Luego empezó a buscar un escondite.
Contra la pared trasera del cobertizo había todo tipo de trastos, barriles inservibles, duelas apiladas unas sobre otras, cestos deshilachados, tinajas para grano, botijos viejos, odres de cuero agujereados y montones de estacas cortadas como las que se utilizaban para levantar cercas. Había muchos lugares donde ocultarse, pero al capitán le parecían demasiado evidentes como para servir de escondite. Necesitaba un rincón en el que nadie pudiera suponer que había alguien.
Encontró lo que buscaba en el ángulo formado por el cruce de vigas del tejado y el madero que anteriormente había sostenido el altillo. Junto a la pared delantera todavía quedaban sobre el madero algunas ramas enmarañadas y paja, que le daban a aquello el aspecto de un techo derrumbado. Ahí podía esconderse.
Haciendo un gran esfuerzo había conseguido trepar hasta el madero por los trastos amontonados junto a la pared posterior, se había tumbado boca abajo sobre él e intentaba arrastrarse hasta la parte delantera cuando, de pronto, la puerta se abrió. Volvió a cerrarse en seguida, y en un primer momento el capitán no pudo ver quién había entrado, pues el madero le tapaba la visión. Se agazapó sobre el madero, quedándose inmóvil, con los brazos y piernas curvados, como una araña sobre sus hilos. Entonces oyó la voz del joven.
– ¡Capitán! ¡Capitán! -llamó en voz baja el muchacho.
– ¡Cállate! -siseó el capitán. Estaba furioso. Había enviado al joven para que dejara un rastro. Había calculado que, por la mañana, el castellán y su gente saldrían con los perros apenas descubrieran la portezuela abierta, y que seguirían el rastro dejado por el joven. Había confiado en que lo atraparían y lo harían hablar, y que a él lo esperarían en la cantera. Ya podían esperarlo allí. En ningún momento se le había pasado por la cabeza ir en busca del muchacho.
– No he podido salir -dijo el joven desde abajo-. Fuera están los pastores. Todo está lleno de ovejas. Los perros casi me pillan.
Su voz sonaba como si estuviera a punto de echarse a llorar.
– ¿Has dejado abierta la portezuela? -preguntó ásperamente el capitán.
– Sí -dijo el joven agachando la cabeza, como si esperara una reprimenda.
– Entonces métete entre los toneles y jódete -dijo el capitán.
– ¿Qué es lo que debo hacer? -preguntó el joven.
– Haz un montón con los toneles -contestó el capitán-. Si no, no podrás subir aquí.
El capitán estaba tranquilo. Al menos la portezuela de escape no estaba atrancada, de modo que los guardas supondrían que habían escapado del castillo. Eso estaba bien. Quizá incluso mejor que si el joven hubiera podido escapar. Probablemente lo habrían cogido demasiado pronto.
Esperó hasta que el joven apareció entre los toneles y le hizo una señal para que subiera. Los dos se acomodaron en el escondite, estirándose tumbados boca abajo, frente a frente, cubiertos por la paja.
– ¿Tienes miedo? -preguntó el capitán.
El joven lo miró. Tenía un rostro ancho y abierto, ahora algo deformado por la hinchazón alrededor de los ojos y la boca. Cejas rectas que parecían casi demasiado largas para sus ojos de niño. Nariz enérgica, mentón redondo, dientes fuertes. La cara de un joven campesino, sin malicia, con una tímida sonrisa en las comisuras de los labios, que le daba un aspecto simpático. Quizá el muchacho era realmente uno de aquellos por los que siempre vela un ángel de la guarda, uno de los elegidos de Dios, como creía el conde. Era un milagro que nadie lo hubiese descubierto durante todo el rato que había estado fuera. Al mismo capitán le parecía cosa del cielo que todo lo que esa noche había ido mal, hubiera cambiado finalmente para bien. Hasta los pastores parecían enviados por un ángel. Cuando los perros perdieran el rastro del joven nada más salir por la portezuela, el castellán supondría que las ovejas lo habían borrado.
Quizá fuera provechoso llevarse al joven consigo; quizá aquel muchacho pudiera ayudarle en algo. Todavía era muy joven, demasiado joven para ser escudero. Pero no tardaría en crecer, y además era hábil, nada tonto y bastante fuerte para su edad. Al cabo de dos o tres años sería un buen escudero. Siempre era mejor aparecer acompañado de un escudero.
– ¿Miedo? -preguntó el capitán intentando esbozar una sonrisa.
El joven negó con la cabeza.
– Saldremos de ésta -dijo el capitán convencido-. Puedes estar seguro. -Era como si la presencia del joven le diera tanta confianza, que tuviese que devolverle parte de ésta.
Con la salida del sol, el techo de paja empezó a calentarse. El capitán escuchó las campanas de la capilla tocando la prima, y el áspero repique con el que contestaba la iglesia del pueblo. Escuchó el suave tintineo de las campanillas de madera de los pastores, que seguían en las inmediaciones del castillo, y el canto de los pájaros. Escuchó los sonidos del incipiente amanecer, como si fuera la primera vez que los oía. Notó que el cansancio se apoderaba de él y hacía pesados sus párpados, y se entregó al cansancio, porque se sentía seguro en su escondite bajo el tejado y junto al joven, que lo miraba lleno de confianza. Encargó al muchacho que lo despertara a la hora tercia y que no dudara en despertarlo a sacudidas si alguien se acercaba al cobertizo. Luego quiso soltarle toda una retahíla de precauciones, pero a la mitad de la frase se quedó dormido.
Yunus ya se había levantado cuando sonó el cuerno que anunciaba a los musulmanes la apertura de los baños en su día sagrado. Los viernes siempre se levantaba muy temprano, pues era el día que tenía más trabajo en el consultorio. Por la mañana, muchos pacientes musulmanes aprovechaban para ir al médico el tiempo que les quedaba antes de hacer las oraciones del viernes, y por la tarde acudían los judíos, que siempre imaginaban alguna pequeña enfermedad en la víspera del sabbat.
El consultorio se encontraba junto a un pequeño zoco, justo detrás de la puerta de Carmona, en la parte este de la ciudad. Allí trabajaba desde su llegada a Sevilla, hacía ya veinticinco años. Cuando empezó, el zoco era tan sólo un mercado de campesinos en el que se vendían exclusivamente artículos de cuero confeccionados según las necesidades del campo: botas, odres, cinturones, correas, arreos. En aquellos primeros tiempos también sus pacientes habían sido casi todos gente del campo.
Luego los campesinos se habían vuelto cada vez más hacia los mercados instalados en los suburbios, más baratos, y los comerciantes y artesanos del zoco se habían dedicado a satisfacer necesidades más exclusivas. Ahora ya sólo confeccionaban los más finos productos de cuero, para personas de gusto exquisito: sandalias con adornos de plata, botines bordados con seda, preciosas sillas de montar a medida, cinturones y sillones entretejidos y afiligranados de cuero de todos los colores. Y la posición social de los pacientes de Yunus también había cambiado. Ahora ya sólo trataba a gente de la ciudad y miembros de la pequeña nobleza que venían de sus fincas rústicas. No obstante, no era una zona muy buena para un médico, a pesar de que ya casi todos los fabricantes de odres, que habían dado nombre a la calle, se habían mudado. Pero Yunus nunca había pensado en cambiar de consultorio. No era hombre que anduviese siempre buscando cambios.
Cuando llegó al consultorio, Zacarías ya había extendido las cortinillas contra el polvo y colocado los cojines que servían de asientos. No hacía mucho que había salido el sol. En la sala de espera había una sola persona: al-Fasí, el zapatero.
Al-Fasí era vecino de Yunus desde hacía veinticinco años. Era uno de los pocos artesanos del zoco a quien no le había ido demasiado bien con el cambio de los productos para campesinos a los artículos de lujo. Fabricaba botas de cuero. Antes habían sido toscas botas de campesino, ahora confeccionaba botas de montar, zapatos de los mejores materiales, tan bien trabajados que duraban toda una vida. Sólo que, por desgracia, no seguían ni remotamente la moda, no tenían la elegancia exigida por la nueva clientela del zoco. En el fondo continuaban siendo las mismas viejas botas de campesino, sólo que de mucha mejor calidad. Y por eso eran prácticamente invendibles.
Yunus conocía este problema, así como los que se derivaban de él: los problemas sociales, económicos, familiares. No había nada que al-Fasí no le confiase; Yunus era su amigo, su hermano mayor, su parnas. Era el mar en el que desembocaban los ríos de sus preocupaciones, el pozo en el que se vertían las cascadas de sus problemas. Al-Fasí, como indicaba su nombre, se había criado en Fez, y, aunque hacía ya más de treinta años que vivía en Sevilla, seguía hablando el horrible árabe de la gente del Magreb, que él procuraba mejorar con un modo de hablar especialmente florido. ¿Qué podía haberlo empujado a dejar su taller tan temprano?
Yunus lo invitó a pasar a la habitación donde tenía la consulta y le ofreció un cojín para sentarse. El zapatero se enjugó una lágrima con el delantal, cogió las manos de Yunus, las apretó contra su pecho, y se rascó con el meñique debajo de la gorra de cuero que llevaba en la cabeza como una segunda piel. Estaba muy emocionado, como Yunus rara vez lo había visto.
– ¡Oh, hakim, dios de los excelsos, apiádate de mi!
El arco de la desgracia se había cerrado sobre su cabeza; las fauces de la desesperación se habían abierto de par en par ante él. Había muerto su hermano, el encuadernador, el fabricante de pergaminos. Tres meses atrás habían enterrado a la mujer de su hermano. Ahora sólo quedaba la niña pequeña, una muchachita de seis o siete años, al-Fasí no lo sabía exactamente. Por supuesto, al-Fasí la había tomado bajo su custodia. ¿Quién otro hubiera podido hacerlo? El resto de la familia estaba en Fez. Así que el zapatero había llevado a la sobrina a su casa.
Sin embargo, su mujer había reaccionado marchándose de casa, mudándose a casa de su hermano.
– ¡Me ha abandonado, hakim! Me ha insultado con palabras que habrán marchitado cualquier flor; me ha arrojado a la cabeza adjetivos que me han sacado chichones. ¡Dios quiera que se le forme pus en la lengua!
Yunus comprendía a la mujer. Tenía seis hijas de al-Fasí, todas mujeres. Con grandes esfuerzos acababa de reunir las dotes para las dos hijas mayores, cuando su marido le venía con una séptima.
Yunus siguió a al-Fasí al taller. Allí estaba la niña, sentada en el suelo, entre desperdicios de cuero. Una niña muy morena, de cabellera negra y tupida y mirada desconfiada. El vientre inflado de mucho pan y poca papilla de moyuelo. Por lo visto, el encuadernador había sido un pobre gusano, aún más pobre que su hermano. Pero la pequeña era hermosa. Si las hijas de al-Fasí hubieran sido la mitad de bonitas que esta chiquilla, su mujer no habría tenido que preocuparse tanto por las dotes, pensó Yunus.
– ¿Qué debo hacer, hakim, qué debo hacer?
Yunus prometió hablar con el rabí. Si todo iba bien, durante el sabbat podrían presentar a la pequeña en la sinagoga, donde quizá encontrarían una familia que quisiera adoptarla. Prometió hablar con la esposa de al-Fasí y con el hermano de ésta; tal vez la mujer volviera a casa si veía la posibilidad de una adopción. Y prometió también enviarle a la vieja Dada con dos o tres vestidos de sus propias hijas adoptivas, para que la pequeña pudiera presentarse bien arreglada en la sinagoga.
Al-Fasí abrió las puertas de su agradecimiento y ahogó a Yunus en un mar de bendiciones.
Más tarde, aún por la mañana, cuando la sala de espera de Yunus ya estaba repleta, se oyeron de repente los grandes atabales del al-Qasr y, cuando el simún amainaba un tanto, también trompetas y silbatos. Sonaba como si la gran banda del príncipe marchara en dirección al transbordador. Ninguno de los pacientes conocía el motivo, ni tampoco lo conocían los vecinos. Nadie podía explicar qué pasaba.
Entonces llegó al consultorio un paciente que era secretario del almirante de la flota real. Venia del puerto, y estaba al corriente de todo.
El príncipe había acompañado al transbordador a Sisnando ibn David, al-Kund, el conde cristiano que poseía un pequeño condado en el norte del reino de Badajoz, cerca a Coimbra, y que había pasado más de un mes en Sevilla. Al-Mutadid lo había despedido con todos los honores: gran banda militar, gran baldaquín. Incluso se le había ofrecido la galera dorada del príncipe para cruzar el río, y el príncipe mismo había desmontado de su caballo junto a la escalerilla de embarque y había hecho llegar al conde tres trajes de honor de la segunda categoría.
Las opiniones sobre la importancia de este acontecimiento eran contradictorias. El conde había sido vasallo del señor de Badajoz. Hacía seis años se había aliado con el príncipe, que lo había apoyado con dinero y armas. Desde entonces, el hijo del conde estaba en la corte de Sevilla, y ahora el conde había venido a recogerlo junto con todo su séquito. No había dejado en Sevilla a ningún miembro de su familia. ¿Significaba eso el fin de la alianza? ¿O acaso, como suponía el secretario, el conde había emprendido por encargo del príncipe un viaje a León, para tratar con Fernando, rey de León y conde de Castilla? La despedida colmada de honores hablaba en favor de esta última suposición. ¿Acaso el conde viajaba a León con la misión de firmar con el rey una alianza contra el señor de Badajoz, que dejaría a al-Mutadid las espaldas libres para emprender un nuevo ataque contra Córdoba?
Luego llegaron testigos oculares que habían estado en el atracadero y habían visto de cerca lo sucedido. El príncipe les había parecido cansado e inusualmente pálido. Su modo de sentarse sobre el caballo había dejado mucho que desear y, además, había llegado montado en un palafrén, lo que nunca antes había ocurrido. ¿El viejo dolor de espalda? ¿O se le habría agudizado la gota?
A última hora de la mañana, cuando algunos comerciantes del zoco que volvían de la mezquita hacían un alto frente al consultorio de Yunus antes de abrir sus tiendas, las discusiones eran mucho más intensas. De modo más o menos oculto, se criticaba la forma en que se había despedido al conde cristiano. Demasiados honores, a decir de algunos espectadores. Por lo visto, el tema también había interesado al fakih, quien había realizado un discurso incendiario en la muralla este de la mezquita principal. Era el viejo tema sobre el que tanto gustaba rumiar a los musulmanes ortodoxos. ¡No tratar con los cristianos del norte, no firmar alianzas ni negociar con ellos! ¡Ponerlos de rodillas! ¡Reducirlos a polvo! Campañas militares, expediciones punitivas, una guerra santa que los obligara a pedir clemencia, como en tiempos de al-Mansur, que obligó a los príncipes cristianos a enviar a sus hijas a su harén y mandó traer a Córdoba a hombros de los vencidos las campanas de Santiago, para colgarlas como lámparas en la mezquita principal. Aún había mucha gente que oía con gran entusiasmo las historias de las impresionantes victorias del ejército musulmán.
Después de la oración del mediodía, cuando la mayoría de los musulmanes ya se habían marchado y había vuelto la calma, llegó al consultorio Etan ibn Eh, el comerciante. Lo acompañaba un negro gigantesco, oscuro como la noche, que le sacaba dos cabezas de alto y caminaba detrás de él, como un guardaespaldas. Yunus lo hizo pasar a la sala de operaciones, que a las calurosas horas del mediodía era la habitación más fresca, y mandó a un joven al gran bazar por algo de comer.
Ibn Eh había oído hablar del discurso del fakih en la mezquita principal. Tenía oídos en todas partes.
– ¡No te hagas ideas! -dijo-. ¿Qué tipo de gente es la que escucha a esos rabiosos fukaha? Vendedores ambulantes, zapateros remendones, alquiladores de burros, escritorcillos sin trabajo, gente pobre de los zocos suburbanos, que sueña con que algún día verá regresar del norte a un ejército victorioso con un séquito de mil mujeres, como cuentan los abuelos. Se llenan la boca hablando de guerra santa, y en la cabeza no tienen más que sueños sucios y mezquinos.
Ibn Eh era uno de los más viejos amigos de Yunus. Se conocían ya desde los tiempos de Almería, donde sus padres habían sido vecinos. Ibn Eh había llegado a Sevilla un año antes que Yunus, y le había conseguido sus primeros pacientes. Tenía la misma edad que Yunus. Era un hombre pequeño, robusto y chafardero, que gesticulaba y gritaba mucho al hablar y poseía un inalterable optimismo. No obstante, no estaba muy bien considerado en la comunidad judía. No era invitado a las exclusivas recepciones del nagib; los ancianos ni siquiera le habían confiado un cargo honorífico, y no era admitido en los círculos más distinguidos de los grandes comerciantes y banqueros. Se menospreciaban sus arriesgados métodos comerciales, y muchos tampoco tenían en gran estima sus negocios, pues si bien comerciaba con casi todo aquello que permitía vislumbrar ganancias, como la mayoría de los mercaderes, lo cierto era que sus mejores operaciones las hacía trayendo esclavos negros del Níger, Sudán y Abisinia. Tenía estrechas relaciones comerciales con algún que otro tujjar musulmán, y gracias a éstas solía estar mejor informado de lo que ocurría en el gobierno que los propios miembros del Consejo de Ancianos autorizados a visitar la corte. También esta vez tenía la información más exacta en lo concerniente a la partida del conde.
– Es cierto que el conde se dirige a León por encargo del príncipe -dijo con la sonriente indiferencia de los iniciados-. Pero no se trata de una alianza contra Badajoz. El rey exige dinero, y el príncipe está dispuesto a pagar para mantener la paz y para que no tengamos problemas con los españoles. -Se abanicó con la manga de su zihara, y prosiguió, pensativo-: El rey de León es muy poderoso, que Dios lo azote con una enfermedad. Ya no tiene rival entre los príncipes españoles, que le temen. Ahora está en condiciones de dirigir todo su poder contra Andalucía. Sólo se detendrá si le dan dinero. AI-Muzaifar de Badajoz le paga tributos desde hace años; al-Ma'mun de Toledo también; y lo mismo hay que decir de al-Muktadir de Zaragoza. Y ahora pagamos también nosotros. En los próximos años enviaremos mucho dinero hacia el norte.
El joven al que Yunus había encargado la comida volvió del bazar. Ibn Eh comió con gran apetito. La perspectiva de que los pagos al rey de los españoles pudiera poner al reino de Sevilla a merced en cierta medida de León no parecía perjudicar su buen apetito.
– Nosotros recuperaremos el dinero -dijo sin dejar de masticar-. Un buen comerciante debe siempre seguir al dinero. Debe siempre presentarse con su mercadería allí donde está el dinero, y precisamente eso es lo que haremos nosotros. Ibn al-Kinani estará en los lugares de donde viene el dinero, en Audagust, en Sigilmesa, en Fez, donde sea que las caravanas del Níger arrastren su oro. Y yo estaré en los lugares de destino, en León, en Burgos y en Pamplona. Recuperaré el oro con mi mercadería. – Miró a Yunus con ojos alegres y extendió ambos brazos-. Para qué quieren los españoles nuestro dinero. Sólo pueden comprar nuestros productos, qué otra cosa podrían comprar, si ellos no tienen nada. -Y, tomando un nuevo bocado, añadió satisfecho-: Ibn al-Kinani y yo haremos buenos negocios.
Ibn al-Kinani era el hombre que poseía la más famosa escuela de cantantes, bailarinas y actrices de toda Andalucía. Hacía tan sólo tres años que había dejado Córdoba para instalarse en Sevilla. Era un hombre de más de setenta años, uno de los pocos comerciantes musulmanes que, durante décadas, había mantenido las mejores relaciones comerciales con los españoles del norte y que, como hiciera su padre antes que él, había viajado a las cortes de los príncipes españoles llevando consigo las mejores músicas, cultivadas doncellas y criados negros. El otoño anterior, durante un viaje a Zaragoza, su hijo mayor había sido asaltado por una banda de españoles en pleno camino entre Medinaceli y Calatayud. Ibn Eh había cabalgado día y noche hasta Osma, para rescatarlo, pero sólo había podido recuperar su cadáver. Como consecuencia de este incidente, Ibn Eh e Ibn al-Kinani se hicieran socios, repartiéndose entre los dos las esferas de influencia comercial: el musulmán se ocupaba de los negocios en el Magreb, donde en aquellos tiempos los judíos corrían gran peligro al comerciar, a causa de los almorávides; Ibn Eh se encargaba del comercio con los españoles y las comunidades judías del norte.
– Hay algo que no entiendo -dijo Yunus, pensativo-. Si vosotros lleváis mercadería al Magreb y pagáis a los almorávides para que os permitan intercambiar vuestros productos por el oro del Níger, luego traéis el oro a Sevilla, donde el príncipe lo utiliza para acuñar monedas que luego entrega al rey de León para que no nos haga la guerra, y entonces vosotros volvéis a llevar mercadería al norte para recuperar el oro, ¿no salimos perdiendo? ¿Alguien tiene que perder en todos esos intercambios?
Ibn Eh hizo esperar la respuesta. Masticó cuidadosamente, tragó, bebió, se secó los labios y se recostó cómodamente.
– Ganamos tiempo -dijo, sonriente.
– No has contestado a mi pregunta -dijo Yunus-. ¿Quién pierde, si ganan los almorávides y los españoles y también Ibn al-Kinani y tú? ¿Quién pierde?
Ibn Eh contrajo la boca en una sutil sonrisa y dijo lentamente y con prudencia:
– Perderán los artesanos y los pequeños comerciantes. Perderán precisamente esos que corren tras los fukaha y gustan de oir las historias sobre la guerra santa, de las que hablábamos hace un momento. Precisamente ellos saldrán perdiendo.
– Pero ¿no tienen razón en correr tras los fukaha? -preguntó Yunus.
– No -dijo seriamente Ibn Eh-. Con discursos encendidos no se consigue nada. Tienen que estar dispuestos a empuñar las armas, a enviar a sus hijos a las ciudades fronterizas. Pero eso no lo quieren hacer. Además, sería una insensatez. No se puede guerrear con panaderos, fabricantes de guantes y barberos. -Mandó al gigante negro que le echara agua en las manos y observó a Yunus con expectante satisfacción-. En Andalucía somos muy ricos -continuó diciendo, lentamente y en tono de reflexión-. Vivimos en una casa hermosa y bien construida, rodeada por una fértil huerta. Comemos manjares exquisitos, vestimos trajes de seda, disfrutamos del perfume de las rosas. No nos falta nada. Pero mientras a nosotros nos va tan bien, fuera, a la puerta, hay otros que nos observan llenos de envidia; Están en el norte, recién llegados de las miserables montañas, y en la costa de África, con el desierto a sus espaldas. Están empezando a sacudir nuestra puerta y a trepar por nuestros muros, y de pronto nos hemos dado cuenta de que hemos desatendido los muros y de que los maderos que atrancaban la puerta están rotos, y de que nuestros criados son incapaces de defender la casa y la huerta. -Se inclinó hacia delante y su dedo índice dio fuertes golpes contra el tablero de la mesa, en el que yacían los platos vacíos-. Ésa es la situación en la que nos encontramos. -El índice apuntó a Yunus-. ¿Qué debemos hacer, pues? -El índice se levantó, señalando hacia arriba-. Yo te diré qué es lo que debemos hacer. Arrojar a esos que están tras nuestra puerta unos cuantos mendrugos, unas cuantas migajas de nuestro lujo, como se arrojan unos pocos huesos a los perros del patio, esperando que se disputen esos huesos, que se maten entre sí por apoderarse de ellos. Y, entre tanto, ganar tiempo para mejorar los muros y los maderos de la puerta.
Ibn Eh calló; su dedo índice volvió a la calma. Por unos momentos, los dos amigos permanecieron en silencio. El negro tenía los brazos cruzados frente al pecho. Su expresión no dejaba entrever si había entendido o no la conversación; probablemente no hablaba árabe, de lo contrario Ibn Eh seguramente habría sostenido la charla en hebreo.
– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó Yunus.
– No lo sé -contestó Ibn Eh con cautela-. Sólo soy un comerciante. Uno de los que llevan los mendrugos a la puerta. Ese es mi negocio. Es un negocio peligroso, pero me hago pagar bien a cambio. -Volvió a mostrar una amplia sonrisa, y, mientras se levantaba y hacía una seña al negro, añadió como de pasada-: Si lo deseas, puedes participar. En primavera emprenderé un viaje a Francia, llevando, entre otras cosas, a un grupo de elementos como éste -dijo señalando con el pulgar al gigante, que estaba de pie detrás de él como una estatua de mármol negro-. Según me cuenta mi gente en sus cartas, en Francia los príncipes están ávidos de camareros negros. Y, al parecer, los príncipes de la iglesia muestran una especial predilección por los negros, sólo Dios sabe por qué. Parece que es una especie de moda. Y, como siempre que se trata de una cuestión de moda, pagan unos precios formidables. -Dio un golpecito alegre al negro en el pecho con el dorso de la mano-. Mientras más grandes y más negros son y más peligrosos parecen, mayor es el precio. Ibn al-Kinani los compra en Sigilmesa, yo los venderé a los príncipes franceses. -Cogió a Yunus del brazo-. Es un buen negocio. Y sin ningún riesgo. Si quisieras unirte…
Yunus se encogió de hombros. No era la primera vez que Ibn Eh le proponía invertir en una de sus empresas comerciales. Tampoco esta vez pensaba aceptar la oferta. Temía que la amistad existente entre ambos pudiera resentirse por negocios comunes, y esta amistad era más importante que una posible ganancia. Buscó una excusa para no herir a su amigo, pero antes de que pudiese decir algo, Ibn Eh se le anticipó:
– Déjalo -dijo-. No tienes que decirlo ahora mismo. Todavía hay tiempo. -Abrazó a Yunus y se puso de puntillas para besarlo en las mejillas-. Recuerda que me has prometido venir a yerme a casa. Te necesito. Mi hijo menor hace unas preguntas que yo no sé cómo responder. Ya sabes lo ignorante que soy.
Yunus lo acompañó a la puerta.
Al volver al consultorio, reparó de repente en que las últimas semanas Ibn Eh hablaba con inaudita frecuencia de su hijo menor. El joven tenía diecinueve años, ¿o ya habría cumplido veinte? Quería ser profesor; estaba en una edad en la que el padre debía estar buscándole novia. ¡Cómo no se había dado cuenta antes! Era evidente que Ibn Eh había fijado su atención en Nabila. Tendría que reflexionar. Él mismo ya había estado pensando en el futuro de su hija adoptiva cuatro meses atrás, cuando cumplió catorce años. La enfermedad de su mujer no le había permitido llegar a tomar una decisión. Tenía que considerar detenidamente al joven. Tenía que ser muy cuidadoso en su elección, pues Nabila no pondría ninguna objeción al hombre que él le eligiera.
Antes de la oración de la tarde, cerró el consultorio y se puso de camino hacia un establecimiento de baños del otro extremo de la ciudad que nunca había visitado. Esperaba encontrar allí a Yusuf ibn Harun, el shaik. Necesitaba hablar con él.
No había en Sevilla ningún médico cuyas opiniones valorara más Yunus que las de Ibn Harun. El shaik tenía casi ochenta años y había llevado a cabo su formación con Abu'l-Qasim az-Zahrawi, en Córdoba. No había nadie con más experiencia que él. Yunus le consultaba a menudo y lo mandaba llamar en los casos difíciles. También lo había hecho llamar cuando la joven campesina que trajeran a su casa ocho días atrás había entrado en estado crítico.
Encontró al shaik en la maslah del establecimiento de baños, y se retiraron a un nicho en el que nadie los molestaba.
– ¿Por qué no viniste cuando te llamé, Yusuf? -preguntó con un ligero tono de reproche.
Se miraron el uno al otro. El shaik guardó un largo silencio. Después dijo en voz baja:
– Estaba de viaje, Yunus. Pero ahora ya estoy aquí. El joven que me enviaste, Zacarías, me describió los síntomas. Una mujer de veinte años con esos síntomas. Eres un buen médico, ¿cómo habría podido ayudarte en un caso sin esperanzas? Lo único que hubiéramos podido hacer habría sido ofrecer la triste imagen de dos médicos unidos en su impotencia. No hubiéramos hecho más que arrebatar a una moribunda sus últimas esperanzas. -Hizo una pausa, buscando la mirada de Yunus-. La mujer ha muerto, ¿verdad? -preguntó sólo para recibir una confirmación.
– Murió ese mismo día.
– ¿Y no pudiste diagnosticar nada?
– No.
– Igual que con tu mujer.
Yunus asintió. Su mirada se tomó vidriosa. El shaik le puso una mano sobre el brazo, tan suavemente como pondría una venda sobre una herida.
– Te reprochas tu ceguera -dijo en tono cálido.
– Mi ignorancia -dijo Yunus. Y, en un repentino arrebato, continuo-: No quería volver a mi consultorio. Hoy lo he hecho. Tuve que obligarme a mí mismo a hacerlo. Ya no sé si mi decisión ha sido la correcta. Mi inseguridad es tan grande que temo contagiaría a mis pacientes. Cómo podría infundir confianza, si ya ni siquiera confío en mí mismo. Nuestra ciencia no nos da más que una muleta, con la que tenemos que andar a tientas, como ciegos. Poco podemos hacer, no mucho más que ayudar a los cuerpos enfermos a sanar por si mismos. Y si eso es lo único que podemos hacer, entonces, como tú mismo has dicho, ¡cuán importante es dar a los enfermos fuerza y esperanzas! No debí atender a esa mujer. Yo ni siquiera podía darle esperanzas.
– Cuando la enfermedad es más fuerte que la resistencia del cuerpo, hasta el mejor médico es impotente. Todas las autoridades están de acuerdo en eso.
– ¡Quién dice que la resistencia del cuerpo no era lo bastante grande!
– La mujer ha muerto -dijo el shaik con firmeza-. Está muerta, Yunus. Y en nuestro libro está escrito que toda persona tiene predeterminada la hora de su muerte. Dios así lo ha dispuesto. Ningún médico puede evitarlo.
Yunus levantó la mirada, sorprendido. Había conversado muchas veces con el shaik, pero ahora le parecía que en realidad apenas lo conocía. Sabía que el shaik pasaba por ser un musulmán piadoso. Algunos incluso lo consideraban un hafiz, que tiene el Qur'an sura a sura en la cabeza. Se decía que poseía veinticuatro copias del Qur'an hechas por él mismo, y que cada día escribía una página más. Pero Yunus también había estado presente en discusiones entre amigos íntimos, en las que el shaik había negado rotundamente toda manifestación divina y había explicado el surgimiento de las religiones a partir únicamente de viejas costumbres y de la necesidad de una ley moral común. Era un librepensador que se ocultaba bajo el manto de la religiosidad, o eso era lo que Yunus había supuesto hasta ese momento. ¿Acaso era también su escepticismo tan sólo un ropaje con el que se cubría?
– ¿Quieres que crea en la predeterminación del ser humano? -dijo Yunus, vacilante-. Tú mismo no crees en ella.
– Yo no he afirmado que la vida del hombre esté predeterminada -respondió el shaik con serena insistencia-. Cada persona determina su destino; nada hay que contradiga esto. En nuestro libro únicamente dice que la hora de la muerte de cada persona esta predeterminada. Y eso es verdad, porque es sabio. Es un conocimiento que nos ayuda a convivir con la muerte.
A última hora de la tarde, en la biblioteca de su casa, cuando Yunus escribía los acontecimientos del día en el cuaderno que mentalmente dedicaba a su mujer, anotó al final:
Sé bien que el shaik lo hace todo para consolarme, y en el hammén, sentado frente a él, me sentía dispuesto a aceptar su consuelo. Pero ahora vuelve a corroerme la duda. Las preguntas siempre se me ocurren demasiado tarde. Si nuestra vida no está predeterminada, entonces tampoco está predeterminado que junto al lecho de un enfermo haya un médico bueno o uno malo. Me habría gustado contar al shaik una historia que oí a al-Ilbiri, el cirujano.
AI-Ilbiri había ido al país de nuestros padres para visitar los santos lugares. Junto a la tumba de Abraham, en Hebrón, en el hospicio donde los peregrinos reciben una comida gratis, se topó con un grupo de francos que también estaban allí como peregrinos. Cuando éstos se enteraron de que era médico, lo llevaron a ver a un caballero que tenía un absceso en una pierna, y a una mujer enferma de la cabeza. Al-Ilbiri trató el absceso con compresas, hasta que éste se abrió y cedió la hinchazón, y prescribió a la mujer una dieta con la que esperaba reforzar el componente húmedo de la mezcla de humores de su cuerpo.
Acto seguido apareció un médico franco, que dijo: «¡Este hombre no tiene ni idea de lo que es el tratamiento médico!». Y preguntó al caballero: «¿Qué prefieres, vivir con una pierna o morir con dos?». El caballero contestó: «Vivir con una pierna». El médico franco dijo: «Entonces traedme un hombre fuerte y un hacha».
AI-Ilbiri estaba allí cuando trajeron el hacha. El médico colocó la pierna del paciente sobre un bloque de madera y pidió al hombre del hacha que la cortara de un golpe. Al-Ilbiri vio al hombre golpear una y otra vez, porque el primer hachazo no bastó. Vio que la médula salía de los huesos del paciente. El hombre murió poco rato después.
Luego el médico franco examinó a la mujer. «Esta mujer está poseída por el demonio. Se le ha metido el diablo en la cabeza. Afeitadle la cabeza.» Cortaron el cabello a la mujer y volvieron a darle de comer su bazofia habitual: ajo y cebolla. Poco después su estado empeoró, y el médico dijo: «El demonio se ha hecho fuerte en su cabeza». Cogió una navaja de barbero, hizo un corte en forma de cruz en la cabeza de la mujer, levantó la piel, dejando que se viera el cráneo, y echó sal en la herida abierta. También esta mujer murió poco tiempo después.
Contaré esta historia al shaik en nuestro próximo encuentro, y le preguntaré si acaso al-Ilbiri no hubiera podido retrasar la hora de la muerte de esos dos francos, haciendo que se continuaran los tratamientos que había prescrito.
Pero ya intuyo cuál será su respuesta. Responderá con el viejo proverbio de nuestros padres: para ser sabio no basta con quererlo. Dirá que no debemos utilizar la afilada sierra de nuestra inteligencia para cortar la rama en la que estamos sentados. Y yo volveré a quedarme sin una respuesta que satisfaga a mi razón.
El shaik empleó la frase: «Es verdad, porque es sabio». Quizá lo que él dice es verdad, porque él es sabio.
Yunus cerró el cuaderno. De la casa de oración de la congregación qaranista llegaba el suave canto con el que recibían el sabbat. Yunus ya estaba dejando en la estantería el diario y los utensilios de escritura, cuando de pronto se le ocurrió algo más, y volvió a sentarse para anotar un último comentario.
Olvidaba decirte cómo se llama la chica, la pequeña recogida por al-Fasí, el zapatero. Se llama como tú, Karima, lleva tu nombre.
El joven había concentrado todos sus esfuerzos en permanecer despierto, como le encargara el capitán, y más tarde había jurado solemnemente por la vida de su madre que permanecería despierto todo ese larguísimo tiempo. Pero luego se había quedado tan profundamente dormido como el capitán, y sólo entre sueños se había enterado de lo que ocurría a su alrededor: los toques de cuerno, los ladridos de los perros, los gritos de muchas voces abajo, en el cobertizo, la voz penetrante de la dueña, el retumbar ensordecedor, como si los toneles fueran arrojados unos sobre otros, los olfateos de los perros huroneando entre los trastos, y los gritos del amo de los perros azuzando a sus animales.
El joven y el capitán se habían quedado profundamente dormidos, como cobijados bajo las alas de un ángel.
Despertaron al mismo tiempo, sobresaltados por el mismo ruido. Ya era de noche, el sol se había puesto. Desde fuera llegaban sonidos inusuales: los gritos estridentes y guturales de los peones empujando el ganado y los mugidos de las vacas, gritos de muchas voces extrañas, órdenes, ladridos, relinchos y, una y otra vez, tronar de cascos de caballo sobre el puente levadizo, en la puerta exterior. No cabía la menor duda: el conde y sus hombres habían llegado de Guarda.
Poco después oyeron al propio conde. Tenía una voz inconfundiblemente alta, y fina, casi llorona. Lo oyeron acercarse. La dueña y el castellán estaban con él, hablándole, sin que pudiera entenderse lo que decían. Luego entraron en el cobertizo, primero el conde, inmediatamente después tres infanzones de Guarda, el escudero del conde y un quinto hombre de barba negra y trenzada, provisto de una coraza rojiza de cuero duro y un casquete bordado en la cabeza. Sólo cuando empezó a hablar lo reconoció el capitán. Era Diego Méndez, el hermano del conde de Portocale.
– Opino que debemos dejar que los perros se ocupen de esos dos, y nosotros ir por los pardos. Ya ha pasado mucho tiempo, demasiado. El rastro se enfriará. ¡Debemos partir tras ellos de inmediato! ¡Con todos los hombres!
El conde caminó hacia la pared donde yacía el cuerpo del Gallego e hizo rodar el cadáver con la punta del pie, de modo que éste quedó sobre un costado, mostrando la herida abierta en el cuello. El conde hizo la señal de la cruz sobre el muerto y murmuró algo que sonó como un precipitado juramento. Luego se volvió hacia Diego Méndez, que se había quedado tras la puerta del cobertizo.
– Son casi cincuenta caballos, Diego. Todavía podremos seguir esa huella por la mañana -dijo muy calmado. Luego añadió con energía-: Además, pienso que bastaría con enviar tras ellos a veinte hombres.
– ¿Sólo veinte? -dijo Diego Méndez, furioso-. Dios mío, Fortún, sabes tan bien como yo qué es lo que está en juego. Se trata de nuestro honor y de nuestro derecho. Si no devolvemos el golpe con todas nuestras fuerzas, esos cerdos nunca nos dejarán en paz. Hasta ahora sólo habían molestado a nuestros pastores y campesinos. Pero esto ya no ha sido un mero robo de ganado; ha sido un asalto en toda la regla, un ataque a uno de tus castillos. ¡Es la guerra!
El conde empezó a hacer un montoncito de tierra con la punta de su bota, empujándolo sobre el charco de sangre seca formado tras la puerta del cobertizo, donde se había desangrado el Gallego.
– No creo que debamos ver esto como un acto de guerra -dijo en voz baja-. Eran cuatreros. Los perseguiremos y castigaremos como a cuatreros comunes, y no como a otra cosa.
– Fortún, han atacado tu castillo -lo interrumpió Diego Méndez, y su voz bullía en ira acumulada-. Han engañado a tu gente para que salga del castillo. Se sienten lo bastante fuertes como para atacarnos abiertamente. Nunca antes había pasado algo así. Tenemos que demostrarles que seguimos siendo los amos de esta región. ¡Tenemos que demostrárselo!
El conde seguía cubriendo con tierra el charco de sangre. Daba la impresión de que toda su atención se concentraba en esa tarea.
– La cuestión es si acaso somos lo bastante fuertes como para demostrárselo -dijo en tono indiferente.
– ¡Qué dices! ¡Qué clase de gente son ésos! ¡Ladrones, criados, gentuza! Chusma montada a caballo.
– No sé si nos será tan fácil acabar con ellos -interrumpió el conde. Ya había cubierto la mitad del charco de sangre, y ahora había apoyado el peso de su cuerpo sobre la otra pierna, para ocuparse de la segunda mitad-. Ya no es como antes, Diego -continuó-. Los territorios del este, desde el Duero hasta el sur, hasta Gredos, antes eran territorios abiertos. Ahora los han acotado esos colonos. Empezaron a hacerlo ya en tiempos de mi abuelo. Entonces eran pocos. Hoy son tantos que hasta fundan ciudades. Y no están solos. Tras ellos hay grandes señores. El abad de Sahagún, el burgrave de Zamora y, primero de todos, el mismísimo rey, don Fernando, el maldito castellano. El rey está enviando vasallos a esas tierras: pequeños hidalgos, hombres sin nombre, que se establecen por doquier, construyen castillos, se comportan como condes, dictan justicia en nombre del rey, llevan el sello del rey, poseen la tierra para el rey.
– Son territorios libres. Nunca han estado sometidos al rey -dijo refunfuñando Diego Méndez-. ¡No al rey de León!
El conde meneó la cabeza. Ya había cubierto casi todo el charco de sangre y ahora tapaba lo poco que faltaba con un movimiento oscilante del pie izquierdo, aplanando la tierra cuidadosamente con la suela de la bota.
– Ahora bien, si los pardos nos atacan, debemos pensar que el rey está detrás. La razón está de nuestro lado; pero la fuerza está del suyo, y es lo bastante poderoso como para arrebatarnos esa razón. Pregunta a tu hermano; él piensa lo mismo que yo. Aunque todos los condes del Duero nos uniéramos, no tendríamos fuerza bastante para enfrentarnos al rey. Y ni siquiera estamos unidos. Sisnado Davídiz ya ha estado en León. Sólo Dios sabe quién más ha dirigido ya su atención hacia el rey. Quizá dentro de poco no nos quede más remedio que caer de rodillas ante él.
Diego Méndez escupió.
El conde le dirigió una mirada de desaprobación, retrocedió un paso, se volvió hacia el castellán, que estaba a su lado con la cabeza gacha, y dijo con inesperada aspereza:
– Por eso perseguiremos a los pardos con sólo veinte hombres. Tú, Álvar, te encargarás de la persecución. En tu nombre y sin que yo te haya enviado. Ve tras ellos como se va tras los cuatreros, y si los capturas, trátalos como a cuatreros. Cuélgalos, quítales los caballos, pero no emprendas ninguna acción hostil contra sus colonias. -El tono de su voz era ahora tan duro y cortante que el castellán asentía con la cabeza a cada palabra-. Y no vuelvas sin los caballos; no te atrevas a presentarte ante mis ojos antes de haber recuperado los caballos.
Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta, cuidando de no pisar ninguna de las salpicaduras de sangre dispersas por el cobertizo. Ya en la puerta, se volvió nuevamente hacia el interior y, señalando con la cabeza el cuerpo del Gallego, dijo como de pasada:
– Mandad enterrar el cadáver. Comienza a oler mal. -Y ya saliendo, añadió-: Pero primero mostradlo a la gente. Que vean lo que puede pasarle a los que intentan ayudar a nuestros prisioneros.
El capitán esperó hasta que se hubieron llevado el cadáver; luego, con sumo cuidado, intentó romper las cadenas de sus pies. No tardó en comprobar que era imposible abrir los grilletes que rodeaban sus tobillos; estaban muy bien remachados. Sólo pudo retorcer los ojales que sostenían la cadena, moviendo el primer eslabón de cada extremo de un lado a otro, con ayuda del hacha, hasta ablandar el hierro. Le quedaron los grilletes pero sus piernas estaban libres. Acolchando los grilletes con paja, éstos no le estorbarían al andar. Más tarde, cuando estuvieran fuera del castillo, los rompería con el hacha.
Cuando logró deshacerse de la cadena, hacía mucho que había oscurecido. Durante todo ese tiempo el joven había estado sentado junto a él, observándolo. Les esperaban momentos difíciles cuando salieran del castillo. Tendrían que caminar toda la noche y todo el día siguiente, y quizá también toda la noche siguiente. Estaba bien descansar ahora.
El capitán pensaba en qué dirección debían huir. Primero había planeado ir hacia el sur, hacia territorio moro. Durante los últimos años, las relaciones del conde con su vecino moro del sur se habían hecho cada vez más inconsistentes, si bien aún reconocía la soberanía del príncipe de Badajoz. No obstante, Badajoz estaba descartado. El conde todavía tenía gente en la corte de Badajoz. El comercio continuaba. La caravana de ganado que partía el día siguiente estaba destinada a Badajoz. Si querían ir hacia el sur, tendrían que ir más allá de Badajoz. Quizá a Córdoba o Sevilla. El capitán había conocido hombres, castellanos del norte, que habían servido como mercenarios al príncipe de Sevilla y habían regresado siendo ricos. Sevilla podía ser un buen objetivo, bastante alejado de Guarda. El único problema era que el capitán no podía llevar nada consigo, ni caballo, ni armadura, ni armas. A su edad era difícil presentarse en algún lugar a pie y sin equipo. En el sur era prácticamente imposible. Ningún emir moro le pagaría un anticipo, ni siquiera le darían oportunidad de demostrar sus conocimientos y habilidades. Ya había muchos jóvenes postulando por lo mismo. No, si iba al sur nunca llegaría a ser más que un perro miserable.
Recordó lo que había dicho el conde. Si los colonos del este se oponían al conde, con ellos era donde más seguro estaría. Además, allí tenían algo de valor los informes que podía ofrecer. Conocía al castellán, sabía cuán tenaz era, conocía sus trucos y tácticas, sabía de cuántos hombres disponía. Valiosos conocimientos para los pardos perseguidos por el castellán.
Pero ¿sería posible encontrar a esos pardos antes de que el castellán diera con ellos? ¿Debía seguir su rastro, intentar alcanzarlos antes de que el castellán emprendiera la busca? Sin caballo era imposible. Además, estaba convencido de que el rastro no conduciría al lugar donde se encontraban los pardos. La banda no le había parecido un montón de cuatreros de poca monta. Aquélla era gente experta, una tropa bien ejercitada y disciplinada. No era la primera vez que hacían algo así. Tenían que saber que una jauría saldría a darles caza. No dejarían ningún rastro que condujera a su guarida, de donde podrían hacerlos salir con humo. Tenían un día y medio de ventaja. Lo primero que intentarían sería malvender los caballos, de modo que se dirigirían al sur. Pues de donde venían no podrían obtener mucho por los animales que habían robado. No por esos animales.
A los infanzones de León y Castilla les gustaban los caballos grandes y pesados. De cuatro o cinco años, bien domados, de modo que uno pudiera montar y salir al galope. En el norte se apreciaba ese tipo de caballos. En cambio, los caballos que los pardos habían cogido de la recua eran bestias de tres años, recién traídos de los pastos, salvajes y sin domar. Sólo podrían venderlos en Andalucía. Los moros preferían estos caballos sin riendas. Les encantaba poner ellos mismos el bocado a sus caballos, embadurnándolo de miel para endulzar la doma al animal. Los ensillaban con sus propias manos, amablemente, con buenas palabras. Nunca dejaban sus caballos en manos extrañas. Ellos mismos los domaban y les daban de comer, criándolos con el mismo amor que a sus propios hijos. De ahí que sólo en el sur pudiera conseguirse un buen precio por esos tresañejos.
Esto también debían de saberlo los pardos. Los caballos de los condes de Guarda poseían una gran fama. Eran animales resistentes y ágiles, dotados de fuertes patas, pues se criaban en las montañas. Ya los antepasados del conde habían criado estos caballos, fruto de sementales y yeguas que les regalara el califa de Córdoba, mucho antes de la llegada del gran Almanzor. El padre del conde todavía había tenido un caballerizo moro, que escribía, en caracteres árabes, la tabla genealógica de cada animal. Los moros apreciaban esos caballos. Por eso los pardos probablemente se dirigirían a territorio moro, a Coria o incluso más allá. Intentarían vender los caballos tan pronto como fuera posible, y luego harían el camino de regreso separados en pequeños grupos, para que nadie pudiera seguirlos fácilmente.
Así pues, lo mejor era ir con el joven hacia el este, en la dirección en la que habían venido los pardos, siguiendo el rastro que habían dejado en su viaje a Sabugal.
Fuera se oía el crepitar del fuego, y el aire estaba impregnado de humo y de olor a carne asada. Como todas las noches anteriores a la partida de una caravana de ganado hacia el sur, el conde había mandado asar un par de carneros y servir vino a todos los hombres del castillo. Inmejorables condiciones para una huida. Por la noche, todos estarían borrachos y dormirían como erizos en invierno, y los centinelas no permanecerían muy atentos, pues se sentirían seguros habiendo tantos hombres.
Tras el toque de ánimas volvió el silencio. El capitán esperó a que la primera guardia fuera relevada, luego despertó al joven y bajaron de su escondite. Se quedaron en el cobertizo hasta que la segunda guardia hubo terminado tres rondas. Cuando salieron del cobertizo, la luna estaba oculta tras las nubes. Corrieron por debajo del adarve, a lo largo de la palizada. Las hogueras ya se habían consumido. Por todas partes se veía a hombres durmiendo en el suelo. Pasaron entre ellos sin prisas. Ninguno despertó, ninguno les gritó nada, ningún perro dio la voz. En la portezuela de escape no había centinelas, ni siquiera estaban puestos los maderos con que solía atrancarse, tan sólo el pequeño cerrojo. Salieron sin ser vistos. Ni un ruido, sólo un leve crujido cuando cerraron la puerta desde fuera y el cerrojo cayó en su anclaje.
Fueron hacia la izquierda, corriendo a lo largo del foso hasta la palizada baja que rodeaba el parque de caballos. Agachados, bordearon el parque y se detuvieron en la esquina más exterior, desde donde se divisaba la puerta del castillo. Todo el camino a lo largo del foso, desde el puente levadizo hasta la entrada del parque, estaba lleno de caballos y mulos, atados en reata al corral, que cerraba el paso al foso. A este lado del camino, en un rastrojo, ardía una hoguera. Junto a ella había tres centinelas. Los tres parecían dormidos, pues el fuego estaba ya muy consumido; hacía mucho que tendrían que haberlo reavivado. La puerta del parque de caballos estaba cerrada. No se veía por ninguna parte al mozo de cuadra que vigilaba el parque por la noche. Tampoco había señal de su perro.
Observaron los caballos. Había treinta animales, quizá más. Los oían resoplar; tenían su olor pegado a la nariz. Se hallaban a apenas cuarenta pasos de allí, pero la entrada al parque estaba tan oscura que Lope y el capitán sólo intuían a los caballos en las negras sombras.
Al probar el camino hacia el lado de la puerta del castillo, el capitán no había previsto una oportunidad así; había seguido su instinto y no un plan premeditado. Estaba sentado sobre sus talones, con el joven a su lado. Sentía la mirada del joven puesta en él, expectante y rebosante de confianza. Dudaba, aunque no había nada que pensar. Tenían que arriesgarse. Llevaban la ventaja. Si llegaban hasta los caballos sin ser vistos, los centinelas ya no podrían detenerlos. Conocían el terreno, pero no a los guardias, que parecían gente de Guarda.
– ¿Qué pasa? -preguntó el joven, susurrando.
El capitán seguía vacilante. Algo le presionaba el pecho desde dentro, le apretaba la garganta.
– ¡Corre! ¡Coge uno de los caballos! -dijo de pronto. Su voz sonaba oprimida.
El joven lo miró fijamente.
– ¿Yo? -preguntó, inseguro.
– ¡Vamos! ¡Ve! -dijo el capitán con aspereza. Su voz estaba nuevamente bajo control.
El joven asintió con la cabeza, enseñando los dientes en una ambigua sonrisa, y echó a correr. Corrió pegado a la palizada, agachado, con pasos cortos y rápidos, las manos casi tocando el suelo. Parecía un gran perro gris, un perro vagabundo en mitad de la noche. El capitán pudo verlo claramente durante todo el trecho, hasta que desapareció entre los caballos.
Los centinelas seguían tumbados en el suelo, inmóviles. Ni una ráfaga de viento que avivara el fuego. Tampoco se veía nada encima de la muralla del castillo; no se oía ni un solo ruido.
El capitán esperó. Esperó con creciente tensión. ¿Por qué tardaba tanto el muchacho? ¿Qué estaba haciendo? No podía tardar tanto en desatar un cabestro de la reata. ¿Dónde estaba?
Miró fijamente la fila de caballos. No se percibía ningún movimiento en las sombras junto a la puerta del parque, donde debía de estar el joven. ¿Qué había pasado?
Se arrastró más adelante para poder ver mejor; se arrastró con el vientre pegado a la tierra casi hasta la mitad del camino, sin separarse de la palizada. Volvió a arrastrarse hacia atrás, esperó tendido en el suelo, tras la esquina de la palizada. Esperó. ¡Santísima Virgen María, dónde estaba el joven!
Entonces lo vio. Vio que se acercaba lentamente, tranquilo, sin prisas, trayendo de las riendas un caballo, una gigantesca sombra negra, espantosamente fácil de reconocer, imposible de dejar de ver. Al capitán le pareció que el joven tenía una lanza en la mano. Vio que el caballo estaba ensillado. Dirigió la mirada hacia los centinelas, que seguían inmóviles. Escuchó que los caballos empezaban a inquietarse junto a la puerta del parque, precisamente allí donde había estado el joven. Pero lo escuchó sólo a medias, pues el joven ya había llegado. Ocultaron el caballo a la vista, tras la esquina de la palizada, y se dirigieron hacia el río, atravesando los campos recién cosechados, alejándose del castillo.
Llevaron al caballo de las riendas hasta llegar al río, luego un trecho por la orilla y a través del agua. Era un animal extraordinariamente grande, una yegua bien alimentada y fuerte de huesos. El capitán montó, cogió la lanza que tenía el joven y levantó al muchacho, sentándolo a la grupa. Quiso decir algo, algunas palabras de reconocimiento, algo que sonara a amigable elogio, pero no se le ocurrió nada.
Y de repente se escuchó un golpeteo de cascos de caballo, aún suave, lejano, pero sin duda procedente del castillo. Lo oyeron los dos al mismo tiempo, y se volvieron a mirar hacia la oscuridad. No se veía nada. Pero el ruido de los cascos se hacía cada vez más fuerte. Se acercaba a ellos; estaba claro que se acercaba a ellos.
El capitán clavó los talones en las ijadas del animal, lo espoleó, haciéndolo galopar pendiente arriba. Cuando habían llegado a la mitad de la pendiente, se volvió en su silla para mirar atrás. El golpeteo de cascos seguía tras ellos, más cercano, cada vez más cercano. El capitán hizo galopar al caballo a un ritmo vertiginoso hacia lo alto de la colina. Notaba que el joven se agarraba a él con todas sus fuerzas.
– ¿Cuántos son? -preguntó al joven por encima del hombro.
– No puedo verlos -contestó el muchacho sin respirar.
– ¿No los oyes? -gritó el capitán, con voz que delataba miedo-. ¿Cuántos?
– No lo sé -respondió el joven-. Creo que sólo uno.
– ¡Uno!
– No lo sé, me parece… ¡Sí, uno!
– ¿Sólo uno? -repitió el capitán-. ¿Sólo uno? ¿Por qué solamente uno? -se dijo a si mismo. El miedo se había desvanecido de pronto. Estaba sereno. Se sentó derecho sobre la silla e hizo retroceder unos pasos al caballo. Tenía la lanza cogida por la empuñadura, sentía el mango redondo y áspero en la mano. Intentaba calcular la distancia que aún los separaba de su perseguidor. La ventaja que llevaban era lo bastante grande como para detener el caballo, dar media vuelta y volver a coger velocidad para dar un buen golpe. Suficiente.
Se preparó con fría determinación. Se sentía bien, tan bien como hacía mucho no se sentía. Era como en los viejos tiempos, cuando aún era el hombre del látigo, as-Saut, el barraz del emir de Lérida, el sahib al-Fahs, el maestro de los duelos.
– ¡Cógete bien de mí! -gritó al joven-. ¡Abrázate a mí y apoya la cabeza en mi espalda!
Detuvo el caballo, lo hizo dar media vuelta casi sobre las patas traseras y lo echó al galope, apuntando a su objetivo sólo por el oído. Levantó la lanza mientras el caballo se precipitaba hacia delante. La tenía cogida de muy atrás y no llevaba escudo. Tenía que arriesgarse. Ahora ya podía ver la sombra negra acercándose a él, rápido, muy rápido. Dirigió la lanza al objetivo. Su misterioso adversario se aproximaba zumbando. Vio el caballo; no vio al jinete. Hizo pasar la lanza muy pegada a la cabeza del caballo y esperó el golpe. Dio en el vacío. El caballo pasó a su lado como un rayo. El capitán detuvo su cabalgadura con tal violencia que la yegua dobló las patas traseras. Se levantó apoyándose en los estribos, encorvado, sujetándose del pomo del arzón. Respiró hondo, expulsó el aire, y entonces empezó a reír, una risa sin entonación, que sonaba como una tos ronca. El capitán rió, rió a carcajadas.
Se imaginó a sí mismo contando esta historia, pasándolo en grande entre un grupo de amigos. Y rió aún más, lloró de risa. Había atacado a un caballo sin jinete; lo había atacado con la lanza según mandan todos los cánones del combate. No, ni siquiera un caballo. ¡Un mulo! El mulo se acercó con la cabeza erguida y las orejas levantadas, resoplando de satisfacción, saludó a la yegua y frotó la cabeza contra ella, Dios sabe por qué. A lo mejor los dos animales se habían criado juntos; quizá la yegua pertenecía a un infanzón y el mulo a su escudero. En todo caso, se había soltado y salido tras la yegua. Era un mulo fuerte y hermoso, además de muy veloz.
El capitán ayudó al joven a montar en el mulo. Luego se pusieron en marcha.
Dejaron que los animales avanzaran a paso de andadura. Ya no había motivo alguno para darse prisa. Si cabalgaban toda la noche, tendrían una buena ventaja.
Tomaron el camino que, a juicio del capitán, conducía a la región de donde habían venido los pardos.
Ibn Ammar estaba sentado en su puesto al pie de la pared sur de la mezquita principal, no lejos del estrecho puente de arco que unía el al-Qasr con la mezquita, entre los otros escritores que esperaban allí a los clientes. Estaba sobre una estera de juncos extendida en el suelo, tras un pequeño pupitre en el que descansaban sus utensilios de escritura. Era ya tarde, y en la calleja tendida entre las altas murallas del al-Qasr y la mezquita parecía haberse estancado el calor del día, un calor polvoriento y seco, tiránico, que se posaba sobre toda criatura viviente, paralizándola. Ibn Ammar llevaba allí todo el día, y no se marchaba a pesar de que a lo largo de la jornada sólo había tenido dos clientes, que, además, habían sido unos campesinos pobres que le habían pagado con fruta. No había conseguido reunir las fuerzas suficientes para levantarse; el calor lo oprimía, lo obligaba a seguir esperando con indolente resignación.
Tenía los ojos medio cerrados, y a través de la sombrilla de sus pestañas veía el adoquinado de la estrecha calle. De la gente que pasaba por su reducido campo visual no veía nada más que los pies. Pies planos, pies callosos, arqueados, salpicados de fango, tiñosos, pies negros de plantas claras, ligeros pies de muchachas con sus sandalias de colores, trotones piececitos de niños, pies cansados envueltos en harapos, enérgicos pies calzados con botas, pies de campesinos con sus zapatos de cuero mil veces remendados seguidos por revoltosos cascos de burro, elegantes botines de los que sólo se veían las puntas que asomaban bajo los ribetes de trajes blancos como el jazmín y avanzaban despreocupados por el polvo. Una variedad infinita, pasando de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.
Ibn Ammar intentó imaginar a los dueños de esos pies, imaginar qué aspecto tenían, en qué podían trabajar, a qué clase social pertenecían. Luego renunció a este juego, para ya sólo percibir los fugaces movimientos, el monótono ir y venir de pies apresurados y bordes de trajes ondeando al viento. Hasta que de pronto las imágenes dejaron de moverse y dos botas se detuvieron frente a Ibn Ammar, exactamente en el centro de su campo visual, con las puntas hacia él. Suficiente para darse cuenta en seguida de que aquél no era un cliente. La tela de su traje era muy fina; las botas, demasiado caras. Y de un momento a otro se apoderó de Ibn Ammar un pánico paralizante que le impedía levantar la cabeza. Durante un instante interminable se quedó petrificado en espera de algo terrible, hasta que le volvió la razón y se dijo que en vano se asustaba. ¿Qué peligro podía correr? Ya no tenía motivos para tener miedo, no aquí en Murcia. Su temor debía de ser producto del cansancio y el calor, de ese calor insoportable que propiciaba alucinaciones.
El hombre que se había detenido frente a él era Sammar ibn Hudail, el sabí, el hijo de la hermana de Ibn Mundhir, del comerciante de paños.
– Siento haberte asustado -dijo el sabí. Era aún más alto de lo que Ibn Ammar recordaba; se levantaba ante él como una torre. Rostro de barba bien recortada, moreno bajo la cinta blanca de la cabeza. Los ojos, de extraordinaria claridad, eran de un azul intenso.
– No ha sido nada -se apresuró a decir Ibn Ammar-. Es que me estaba quedando dormido.
El sabí lo examinó sin interés.
– Mi tío tiene un encargo para ti -dijo con voz que delataba una pizca de impaciencia-. Me ha enviado a buscarte.
Ibn Ammar no dio muestras de querer levantarse. Se quedó quieto, mirando a aquel hombre con terco espíritu de contradicción. Esperaba ese momento desde hacía días. Desde la mañana siguiente a la fiesta había esperado a que Ibn Mundhir volviera a llamarlo a su casa. A raíz de su recitación en casa de Ibn Mundhir se había hecho muchas ilusiones. Había ido dos o tres veces al bazar y se había presentado a los comerciantes y que había conocido en la fiesta. Todos lo habían reconocido y saludado con amable condescendencia; pero ninguno lo había invitado a sentarse, ninguno le había ofrecido algo de beber. Se había mudado a una casa en la ciudad y se había comprado ropa nueva, gastando todo su dinero con la esperanza de recibir una nueva invitación, un nuevo encargo. Pero nadie lo había llamado. Dos días atrás había vuelto a ocupar su viejo puesto entre los escritores de la mezquita, para ganarse por lo menos una comida caliente.
– ¿Por qué te ha enviado a ti? -preguntó en tono mordaz-. ¿Por qué no a uno de sus criados?
– Envió a un hombre a la casa donde vives, pero éste no te encontró. Y los criados de la tienda no te conocen tanto como para dar contigo aquí -dijo el sabí. En seguida, sin pensar, añadió-: Pero da igual. ¿Quieres quedarte aquí o vienes conmigo? Mi tío desea verte de inmediato.
Ibn Ammar guardó sus utensilios de escritura, los rollos de papel, la estera. Se tomó tiempo, mucho tiempo. Y se enfureció consigo mismo por estar dando ese miserable ejemplo de nimia venganza.
Hicieron el camino juntos y en silencio. Al cruzar la amplia plaza que separaba la mezquita de la zona del bazar, súbitamente llegaron de la calle que conducía a la puerta de Valencia los golpes de un único tambor y unos agudos chasquidos, que seguían un ritmo lento y extrañamente monótono. El tambor enmudeció, dejando paso a la estridente voz de un pregonero, tan chillona que no se entendía lo que decía.
El sabí empezó a andar más despacio. Ibn Ammar vio que miraba con gran interés la esquina de la plaza en la que desembocaba la calle. Dos lanceros, que llevaban los colores de la guardia de palacio del qa'id, giraron y entraron en la plaza. Tras ellos iba el tamborilero, seguido de un alto carro de dos ruedas tirado por asnos. Sobre el carro había un hombre, al que veían de espaldas. Estaba atado entre dos postes, con los brazos extendidos. Frente al hombre, en la parte trasera de la superficie de carga del carro, había un negro gigantesco con el torso desnudo, una gorra de cuero amarilla en la cabeza y guantes de cuero amarillos en las manos. Era él quien producía los chasquidos. Con las manos enguantadas, el negro golpeaba al encadenado en la cara, tomando impulso desde muy atrás, sin compasión, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, con terrible regularidad.
El convoy tomó camino del al-Qasr, dirigiéndose exactamente hacia donde se encontraban Ibn Ammar y el sabí. Los golpes de tambor volvieron a cesar y volvió a escucharse la voz chillona. Ahora veían también al hombre que gritaba, y pudieron entender lo que decía. Era un hombre bajo y gordo, de cabeza rapada y ropas raídas; no era un pregonero, sino probablemente un criado del prisionero, que estaba comprando su libertad al precio de maldecir a su amo durante el camino hacia el patíbulo.
– ¿Veis esto? -gritaba-. ¡Ved a este maldito, a quien Dios precipitará en la más profunda condena! Vedlo, es Abú Musa ibn Abdallah, perro callejero e hijo de un perro callejero. Arderá en llameante hoguera, como Abú Lahab, ¡y su propia mujer atizará el fuego! ¡Mirad! ¡Esto es lo que ocurre a todos los que traicionan a nuestro señor, el sublime qa'id Abú Bakr Ahmad ibn Tahir, el Magnánimo, a quien Dios tenga a bien conservar entre nosotros!
El sabí se había detenido de pronto al oir el nombre del condenado. Se había quedado inmóvil, como de piedra, con los puños apretados y la cara pálida bajo el moreno teñido por el sol.
El convoy se acercaba lentamente. La gente de la plaza se aproximó, formando una calle. Tres o cuatro jóvenes imberbes corrían junto al carro dando gritos y arrojando al prisionero bosta de caballo.
Ahora también Ibn Ammar recordaba a aquel hombre. Desde hacía una semana se había hablado mucho de él en la ciudad; habían circulado muchos rumores. Pocos años atrás había llegado de oriente sumido en la mayor pobreza. Según decían unos, era miembro de la antigua nobleza árabe de la tribu de Quraysh; según otros, era un aventurero de dudoso origen. Se había ganado la confianza del qa'id con sorprendente rapidez, había sido su protegido, había alcanzado una posición influyente en la corte y, finalmente, con sólo treinta años de edad, había recibido en feudo un castillo y grandes extensiones de terreno en el sur, en la frontera con Almería. Según se decía, hacía un año había intentado pasar a servir al príncipe de Almería. Al parecer el príncipe había rechazado la oferta y lo había tomado prisionero para entregárselo a Ibn Tahir, pero Abú Musa había conseguido escapar y refugiarse en Granada. Para sorpresa de todos, había regresado a Murcia hacía dos semanas y se había puesto en manos del qa'id. Un rumor decía que lo que lo había impulsado a dar este paso desesperado había sido la nostalgia que sentía por su mujer, que había sido retenida en Murcia y a la que amaba por encima de todo.
Ahora el carro estaba pasando al lado de Ibn Ammar y el sabí, y el poeta podía ver al condenado. Su rostro estaba hinchado hasta el punto de ser irreconocible, rojo como la carne cruda. La sangre le brotaba por los ojos, la nariz, la boca. El cuerpo se balanceaba como un barco sin remos bajo los golpes del negro.
El sabí, callado, había apartado la mirada, clavando los ojos en el suelo. Esperaron hasta que la gente se hubo dispersado y el carro hubo desaparecido doblando la esquina de la mezquita. Luego reemprendieron su camino.
Al llegar a la maraña de callejas de la zona del bazar, Ibn Ammar preguntó:
– ¿Conocías a ese hombre?
El sabí no respondió.
– ¿Es cierto lo que dice la gente de él, que quería entregar al señor de Almería esa plaza fronteriza de Cartagena?
Tampoco esta vez hubo respuesta. Pero Ibn Ammar se dio cuenta de que al sabí le resultaba difícil callar ante esas preguntas.
– ¿Y es cierto que regresó sólo por amor a su mujer y a su hija, como se dice?
El sabí siguió luchando consigo mismo unos instantes más, pero luego ya no pudo contenerse.
– Sí, ya sé qué es lo que dice la gente -dijo amargamente-. Lo convierten todo en una historia sentimental. ¡Por amor a su mujer! -Con un rapidísimo movimiento cogió a Ibn Ammar del brazo, con tal firmeza que se lo lastimó-. Yo te diré qué es lo que lo llevó a entregarse. Habían amenazado con vender a su mujer al dueño de una taberna del puerto de Cartagena. Por eso volvió.
– ¿Su mujer es cristiana? -preguntó Ibn Ammar.
– Proviene de una familia cristiana, pero se ha convertido a nuestra fe. Afirmaron que lo había hecho sólo en apariencia.
– ¿Quién lo afirmó? ¿Quién quería prostituiría?
El sabí tiró a Ibn Ammar del brazo para que se acercara y dijo en voz muy baja:
– La misma gente que dijo que él se había vendido al señor de Almería.
– ¿Qué gente? -preguntó Ibn Ammar-. ¿En el camino de quién se interponía Abú Musa? ¿Quiénes eran sus enemigos?
– Todos los que lo envidiaban por gozar del favor del qa'id y de la confianza de Hassun ibn Tahir, el príncipe heredero.
– ¿Te refieres a Ibn Ta'lab, el hadjib del qa'id? -preguntó Ibn Ammar.
El sabí no dijo nada, y cuando Ibn Ammar buscó su mirada, él lo esquivó.
– ¿Te refieres al príncipe Muhammad, el que estaba en la fiesta de tu tío? -siguió preguntando.
El sabí asintió casi imperceptiblemente.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Ibn Ammar-. Has estado mucho tiempo fuera.
– Tengo amigos que lo saben -dijo el sabí.
Ibn Ammar creyó estar empezando a comprender por qué el comerciante guardaba tanta distancia con su sobrino.
– El hombre del carro, Abú Musa, ¿era amigo tuyo? -preguntó con voz cálida.
El sabí soltó el brazo de Ibn Ammar, como si sólo ahora se hubiera dado cuenta de cuán firmemente lo había tenido agarrado todo ese tiempo.
– No lo sé -dijo en voz baja-. Para mi era un amigo. Lo conocía bien. Confiaba en él más de lo que hubiera confiado en un hermano. No creas lo que la gente dice de él.
– No lo creo -dijo Ibn Ammar.
– Lo conocí en Alepo, en mi primer viaje a los países de oriente -continuó el sabí-. Vino a Cartagena en el mismo barco en el que volví de ese primer viaje. Es hijo de un emir, pero me recibía en su casa como a un amigo, y tampoco me olvidó cuando estaba en la corte y gozaba del favor del qa'id. Ruego a Dios que le conceda fuerzas.
– ¿No crees que aún pueda obtener la clemencia del qa'id?
– No -dijo el sabí. Y, como para reforzar la negación, repitió-: No, no lo creo.
– Un príncipe que no conoce la clemencia no es un gran príncipe -dijo Ibn Ammar.
El sabí se detuvo, cogió ligeramente a Ibn Ammar del hombro y lo acercó a él.
– No vayas a decir algo así ante según qué gente -dijo, y en sus ojos podía verse una seria advertencia. Ibn Ammar no había visto nunca a un hombre de ojos tan intensamente azules.
El comerciante de paños los recibió en su despacho, una pequeña habitación de paredes blancas pobremente amueblada, cuyo único lujo consistía en que Ibn Mundhir la mantenía agradablemente fresca. En algún lugar debía de estar trabajando un vaporizador de aire hábilmente oculto. Ibn Mundhir estaba de pie tras un pupitre elevado, escribiendo con el brazo completamente extendido. No permitió que lo interrumpieran hasta que terminó de escribir.
– ¡Vaya, nuestro joven de Sevilla! -saludó, lacónico-. Según he oído, te has cambiado de casa. -Conocía al propietario de la casa-. No es la casa más adecuada para un joven de tanto talento. Ya veremos si se puede encontrar algo mejor. -Luego, sin más preámbulos, pasó directamente a hablar de negocios-: He mandado a buscarte porque he de escribir algunas cartas, que necesitan una forma… -buscó la palabra apropiada, sin encontrarla-…una forma especial, ya me entiendes.
No esperó una respuesta. Hizo una señal al sabí, al tiempo que señalaba una cajita de madera que descansaba junto a muchas otras cajitas iguales en una hornacina, detrás del pupitre.
– Ante todo necesito dos cartas dirigidas a dos personas que me deben dinero. Necesito el dinero, así que me veo obligado a reclamar el pago. Pero… -se interrumpió mientras revolvía el interior de la cajita-…pero como se trata de deudores muy bien situados, la reclamación tiene que ser formulada con mucho tino. Ya me entiendes.
Sacó un pequeño cuaderno, lo hojeó, lo sostuvo frente a él con el brazo muy estirado, y leyó ayudándose con el dedo índice. Tenía problemas en la vista, pero cuando el sabí le ofreció su ayuda, la rechazó. Parecía como si no quisiera soltar el cuaderno.
– Se trata de dos familias muy distinguidas, dueñas de grandes fincas río abajo, hacia el mar, en Albanilla y Albatera -dijo los nombres y la cuantía de las deudas. Eran sumas considerables, más de quinientos dinares en un caso y casi seiscientos en el otro, que, al parecer, habían sido gastados exclusivamente en telas y ropa. Algunos de los pagos atrasados se remontaban ya a tres y hasta cuatro años atrás.
– A algunos deudores no es fácil cobrarles. Resulta imposible acercarse a ellos. Evitan hablar de dinero. Piensan que un comerciante debe tener por un gran honor que ellos le compren, y que ese honor vale mucho más que el dinero que le adeudan.
Ibn Mundhir estaba masticando con la boca torcida un grano que no se dejaba cascar; lo escupió furioso y dijo:
– ¡A ese honor hay que apelar!
Volvió a meter el cuaderno en la cajita y cerró ésta cuidadosamente con una de las muchas llaves reunidas en un aro que le colgaba del cinturón. Era un manojo de más de veinte llaves del mismo tamaño, en el que Ibn Mundhir había encontrado la correcta al primer intento.
– Anota los nombres y las cantidades -dijo el comerciante señalando el pupitre-. Allí encontrarás todo lo que necesitas.
Ibn Ammar tomó algunas notas, mientras el comerciante caminaba de un lado a otro del despacho con paso cadencioso, las manos a la espalda, los hombros echados hacia delante y la cabeza gacha, como una cigüeña en un prado.
– Escribe en mi nombre. Escribe que valoro mucho el honor. Y que suene como algo literario. Son gente que hace alarde de su educación. No atribuyen ningún valor a una carta de reclamación, pero sí a una literaria. Escribe como se escribe en Sevilla, a la última moda. ¡Tienen que asombrarse, ya sabes! Y deja sólo entrever que quiero recuperar mi dinero, formúlalo de manera que… -Se dio la vuelta e hizo girar las manos intentando explicar qué quería decir; pero no lo consiguió tampoco con las manos, así que cambió inmediatamente de tono y blandió el dedo índice mientras decía-: Pero que quede claro que necesito urgentemente el dinero, que los plazos han vencido hace mucho tiempo y que, de no haber más remedio, me veré en la triste necesidad de reunirme en el bazar con algunos de mis amigos, quienes, según sé, también les han reclamado pagos pendientes de sumas parecidas, para tomar con ellos algunas medidas en común. ¡Que se enteren también de eso!
– Les echaré una filípica que parecerá una preciosa rama cubierta de flores -dijo Ibn Ammar sin levantar la vista del pupitre.
Ibn Mundhir se detuvo frente a él y lo miró perplejo, y durante un breve instante su rostro se contrajo en una risita de alegría casi infantil.
– ¡Eso es exactamente lo que quiero! -Se volvió hacia la ventana y observó el patio trasero a través de las rejas-. Exactamente eso -repitió dejando escapar una risita.
Ibn Ammar cogió la tijera que había sobre el pupitre, para recortar la esquina del pliego de papel en la que había escrito sus apuntes, pero Ibn Mundhir lo interrumpió.
– Espera, eso no es todo -dijo golpeando el pupitre con los nudillos-. Por muy bien que escribas, no me pagarán. Por eso la carta tiene una continuación. -El comerciante reemprendió su caminata entre la ventana y el pupitre elevado-. Escribe que les hago una oferta. Les ofrezco una participación en el mercante que tengo en el astillero de Cartagena. A uno por mil dinares, al otro por mil doscientos. -Esperó a que Ibn Ammar anotara las cifras-. Las cantidades que me deben serán consideradas como un crédito que les concedo. Lo que resta de los mil o mil doscientos dinares, según cada caso, deberán pagarlo en efectivo. El crédito me lo irán abonando con las ganancias que produzca el barco, hasta que esté saldado. Todas las ganancias posteriores les serán pagadas sin deducciones. Una participación de mil doscientos dinares corresponde a cerca del diez por ciento. Las cifras exactas se las podrás dar cuando tengas la factura definitiva del astillero.
Dejó de hablar al advertir que Ibn Ammar lo estaba mirando con expresión de desconcierto. El comerciante se acercó al pupitre y, señalando al sabí, dijo:
– Sammar está informado de todo. Él te ayudará. -Ibn Mundhir se volvió nuevamente hacia la ventana-. Y esta parte de la carta no hace falta que la escribas de forma literaria. Escríbela en estilo neutro. La oferta es buena, descaradamente buena; no hace falta esconderla. Pero escríbela de manera que hasta esos cultos señores puedan entenderla y darse cuenta de las ventajas. ¿Comprendido? -Su voz tenía ahora un tono aguzadamente cínico, como el del día de su primer encuentro con Ibn Ammar, cuando embistió contra el poco decoro que mostraban sus inquilinos a la hora de pagar.
– Necesito saber algunas cosas de los cabezas de esas dos familias -dijo Ibn Ammar-. Historia de la familia, preferencias, peculiaridades, etc.
– ¿Para qué?
– Si las cartas deben ser de su gusto, tengo que conocer sus gustos.
Ibn Ammar caviló un momento; luego intercambió unas cuantas palabras en voz baja con el sabí y, finalmente, dijo:
– Tendrás todo lo que te haga falta. Sammar te llevará a mi casa y te indicará una habitación.
Como despedida, una inclinación de cabeza sin el más mínimo rastro de una sonrisa, como si el comerciante hubiera agotado la amabilidad que tenía para ese día.
– Te espero aquí mañana después de la oración del mediodía.
Al salir del despacho siguiendo al sabí, Ibn Ammar se dio cuenta por fin de cómo funcionaba la instalación de aire acondicionado que producía un efecto tan agradable en la habitación. Dos de las cuatro paredes no estaban encaladas, como había parecido al poeta tras una primera y rápida mirada, sino cubiertas con hilos blancos de tono casi idéntico al de la cal. Las paredes de hilo eran empapadas con agua que se vertía desde arriba de manera casi imperceptible. Por lo demás, Ibn Mundhir parecía poner mucho cuidado en no mostrar en su tienda ningún signo exterior de su riqueza.
La habitación que se puso a disposición de Ibn Ammar en el palacete del comerciante quedaba justo encima del makhazim que el poeta ya conocía. La pequeña ventana abierta en lo alto de la pared daba al patio interior. Cuando estaba sentado al pupitre, Ibn Ammar podía ver la balaustrada de aquella terraza en la que había tenido lugar la fiesta y que ahora se hallaba revestida de una espesa reja que la protegía de miradas curiosas.
Ibn Ammar puso manos a la obra. Estaba familiarizado con ese tipo de trabajos. Antes de lograr cierto renombre con sus poemas, había sido un redactor de cartas muy solicitado. Se había ganado la vida escribiendo cartas alambicadas y de gran mérito artístico: cartas en prosa rimada; cartas en las que la vocal «a» no aparecía ni una sola vez; cartas con un mensaje oculto, cuyo sentido sólo se obtenía leyendo una de cada doce palabras; cartas en el estilo predilecto de los caballeros y damas de la nobleza, y que los comerciantes intentaban imitar con la ayuda de talentosos hombres de letras. A juzgar por su condición social, también Ibn Mundhir seguía esa moda.
Poco después de la puesta del sol, el sabí trajo al hombre encargado de dar a Ibn Ammar la información deseada sobre los destinatarios de las cartas. Era el ajedrecista. Parecía estar muy enterado de todo. Por lo visto, el ajedrez le abría las puertas de todas las casas.
Los dos cabezas de familia compartían las aficiones habituales de la nobleza: la caza, la música, la arquitectura. Uno de ellos cultivaba rosas. Sus respectivas familias se contaban entre las más importantes de la región. Tanto una como otra eran capaces de poner inmediatamente en acción a más de cuarenta soldados a caballo, y residían en fuertes castillos que controlaban los caminos hacia Denia y Valencia.
– Son personas a quienes el qa'id ha de tener en cuenta -explicó el ajedrecista-. Sus tierras limitan con la región de Denia, lo que los hace independientes.
Al parecer, Ibn Mundhir, dado el alcance de sus actividades comerciales, se había visto obligado a buscar una alianza con la nobleza. ¿Era el crédito ofrecido un cebo? ¿Un pago a cuenta del esperado apoyo político en la corte del qa'id?
Ibn Ammar intentó cuidadosamente sonsacar información al ajedrecista, pero no obtuvo más que evasivas. Sólo una cosa quedó clara: que en Murcia y Cartagena había cuatro grandes armadores dedicados al comercio de ultramar con barcos de alto porte. El más importante era Ibn Ta'lab, el hadjib del qa'id, quien al parecer utilizaba su cargo para mantener bajo presión a los otros. El qa'id, por lo visto, ejercía rigurosamente sobre los tres armadores más pequeños el derecho de tanteo, que le correspondía como príncipe y le facultaba a comprar antes que nadie y muy por debajo del precio de mercado todas las mercancías que desembarcaban en el puerto de Cartagena, y, en cambio, se mostraba muy indulgente con su hadjib. ¿Acaso Ibn Mundhir pretendía enfrentarse con el hadjib? ¿Era tan fuerte su posición como para oponerse políticamente al hombre más poderoso de la corte?
Ibn Ammar se quedó escribiendo hasta muy entrada la noche. De tanto en tanto, una extraña inquietud lo empujaba hacia la ventana y le hacía recorrer con los ojos la galería de la planta superior, contemplar las sombras que se movían tras las rejas de las ventanas. Esperaba algún tipo de señal, sin saber en qué debía reparar. Pero las luces de la casa se apagaron sin que llegara ninguna señal, y finalmente también él aplastó el pabilo de la lámpara de su escritorio.
Por la mañana, el sabí fue a su habitación, se sentó bajo la ventana y observó en silencio a Ibn Ammar, que estaba nuevamente trabajando en su borrador. En algún lugar, lejos de allí, una muchacha entonaba una canción que les llegaba suavemente, apenas perceptible, como el lejano trino de un pájaro sobre el barullo de la ciudad. Ibn Ammar no lo notó hasta que el sabí, que estaba acurrucado frente a él, como si quisiera hacerse lo más pequeño posible, ensimismarse, levantó la cabeza en gesto de atención y dirigió los ojos y la mirada vacía hacia la pared. Sólo entonces se dio cuenta Ibn Ammar de que la voz que oían era la de la qayna, la cantante que había actuado en la fiesta.
– ¿Sigue en la casa? -preguntó sorprendido Ibn Ammar.
El sabí se levantó súbitamente, como un colegial cogido por sorpresa en una travesura.
– Sí, está en la casa. ¿Por qué no? -dijo con voz insegura.
– ¿Tu tío aún no ha encontrado un comprador? -preguntó Ibn Ammar sin malicia-. ¿Qué piensa hacer con ella? ¿Se la quedará él?
El sabí esbozó una sonrisa atormentada. Ibn Ammar lo examinó con la mirada. Volvió a ver al sabí en la noche de la fiesta, siguiendo con la misma tensa actitud de ahora la actuación de la muchacha, y finalmente comprendió. Un hombre descomunal y, sin embargo, tan indefenso como un niño: sí, una vez más la vieja historia. La suposición de Ibn Ammar había sido correcta; sin duda, el sabí había traído a la muchacha desde Alejandría, había pasado con ella la larga travesía hasta Cartagena, le había entregado su corazón. Y, a juzgar por su aspecto, sus sentimientos probablemente habían sido correspondidos. La historia de siempre, una historia sin esperanzas. La muchacha era tan inalcanzable para el sabí como la luna del cielo. ¿Cómo consolarlo? ¿Qué decirle? No existían palabras de consuelo para él.
De pronto, Ibn Ammar recordó un antiguo cuento de Abu'l-Faradl. Si bien no podía consolar al sabí, quizá al menos podría darle ánimos.
– ¿Conoces la historia del viejo Abú Dulama y la bella esclava? -preguntó Ibn Ammar.
El sabí negó con la cabeza sin decir palabra. Ibn Ammar empezó el relato:
– Ésta es la historia de Abú Dulama, su hijo y la bella esclava.
»El poeta Abú Dulama se presentó ante al-Chaizurán, la sublime señora, esposa del gran califa Harún ar-Rashid, y dijo: "Oh, señora, soy un anciano, si me concedes tu favor serás recompensada".
»"¿Qué es lo que quieres?", preguntó ella.
»Abú Dulama se inclinó y dijo: "Regálame a una de tus esclavas, oh, señora. Necesito algo bonito que tener en la cama, pues mi mujer se ha hecho vieja. Donde antes era caliente, ahora es fría; donde era lisa, ahora está arrugada, y su trasero es descomunal".
»Al-Chaizurán contestó sonriendo: "Haré que se cumpla tu deseo".
»Poco después, llamó a una de sus esclavas más hermosas y a un criado y ordenó a éste que llevara a la muchacha a casa de Abú Dulama. El criado se puso en camino con la esclava, pero al llegar a la casa del poeta no encontró más que a la esposa de éste. Así pues, le dejó la esclava a la mujer, pidiéndole que se la entregara a Abú Dulama en cuanto llegase.
»Acababa de irse el criado, cuando llegó a la casa el hijo de Abú Dulama. Encontró a su madre hecha un mar de lágrimas, y al preguntarle por qué lloraba, ella le contó lo ocurrido y añadió: "Si tienes intención de hacer algo por tu madre alguna vez en tu vida, ¡hazlo ahora!".
»"Dime qué debo hacer y lo haré", contestó el hijo, a lo que la madre respondió: "Ve a la habitación donde está la esclava. Dale a entender que ahora tú eres el nuevo amo de la casa. Después acuéstate con ella. Así, tú padre tendrá prohibido hacerlo. Si no lo haces, esa joven le robará la poca razón que le queda y no volverán a oírse risas en esta casa".
»El hijo cumplió los deseos de su madre. Fue a la habitación de la muchacha y se acostó con ella. La esclava quedó encantada. El joven apenas había salido de la habitación, cuando su padre llegó a casa y preguntó: "¿Dónde está la muchacha?".
»La mujer señaló la habitación. Abú Dulama entró en ella inmediatamente e intentó besar a la chica, él, un viejo de barba blanca y dientes amarillos.
»"¡Qué haces! -gritó la muchacha-. ¡Tranquilízate, anciano, o te arrancaré la nariz de la cara!"
»El poeta, encolerizado, dijo: "¿No te ha encargado al-Chaizurán que seas amable con tu nuevo amo".
»"He sido amable con él", contestó ella. Luego describió al hijo de Abú Dulama y dijo: "Acaba de estar aquí, y ha obtenido de mi lo que quería".
»Al oir esto, Abú Dulama comprendió que había sido engañado por su esposa y su hijo. Salió de la habitación como un rayo, cogió a su hijo y lo llevó a rastras hasta el califa.
»"¿Qué quieres?", preguntó el califa.
»Abú Dulama contestó: "Este canalla me ha hecho algo que ningún hijo haría a su padre. ¡Sólo su muerte puede devolverme el honor!".
»"¿Qué es lo que ha hecho?", preguntó el califa, lleno de asombro.
»Abú Dulama le contó lo ocurrido. Al oírlo, el califa echó a reír de tal modo que se cayó de espaldas.
»Una vez que el califa hubo recuperado la calma, Abú Dulama le preguntó: "¿Tan gracioso te parece lo que ha hecho, que te echas a reír?".
»Entonces el califa ordenó: "¡Traed la espada y el cuero!".
»Pero antes de que llegara el verdugo, el hijo se dirigió al califa, diciendo: "Oh, comendador de los creyentes, ya has oído la versión de mi padre. ¡Escucha ahora también la mía!". Y, a una señal del califa, continuó: "Este viejo desvergonzado viene jodiéndose a mi madre desde hace cuarenta años, sin que yo nunca me haya disgustado por ello. Ahora yo, por única vez, abordo a su esclava, y él se comporta como el hombre más desgraciado del mundo".
Ibn Ammar interrumpió el relato al ver que el sabí no daba señales de atender. Sentía una gran compasión por el sabí.
– ¿No quieres saber cómo termina la historia?
– ¿Cómo termina? -preguntó el sabí, sólo por cortesía.
– Termina bien, como es natural -dijo Ibn Ammar, manteniendo el tono alentador-. El califa se desternilló de risa, y el hijo pudo quedarse con la muchacha. Cuando el califa se ríe, las historias siempre terminan bien.
El sabí no dijo nada. Tenía la cabeza gacha y se miraba fijamente las manos, que colgaban muertas entre sus rodillas. El suave canto cesó, y de repente reinó un silencio absoluto. Un rato después, el sabí levantó la cabeza, miró fugazmente a Ibn Ammar y dijo en tono sombrío:
– Ya no existen califas en Andalucía. Sólo miserables potentados que juegan a ser reyes. Tristes gatos que se creen leones.
– No vayas a decir una cosa así ante la persona equivocada -contestó Ibn Ammar, en un débil intento de dar un nuevo giro a la conversación. Luego volvió a callar. Ya no tenía nada más que decir. Al salir de la casa, Ibn Ammar vigiló si alguien lo seguía, pero no descubrió nada que pareciese extraño. Pasó un rato en la mezquita principal, donde se gozaba de un agradable frescor, afinó todavía un poco más su borrador, escuchó en el patio a un viejo que recitaba con voz sorprendentemente armoniosa poemas de al-Buhturi, y se puso en camino hacia la tienda de Ibn Mundhir.
Salió de la mezquita por la puerta del muro oeste y giró hacia el sur. Pero al llegar a la esquina suroccidental del muro exterior se dio cuenta de que había tomado la dirección equivocada, y supo también porqué había dado ese rodeo. Ante él se encontraba el imponente bastión de la puerta del al-Qasr, y, al levantar la mirada, vio que de uno de los ganchos empotrados en la pared, encima de la puerta, colgaba la cabeza de Abú Musas. Las cornejas ya se habían precipitado sobre ella. Sólo el cabello permitía saber que aquélla era la cabeza del hombre a quien el sabí había llamado amigo.
Ibn Ammar reemprendió el camino rápidamente. En el lugar que acostumbraba ocupar entre los escribas de la mezquita esperaba una mujer. Vestía como una criada, pero llevaba zapatos. Debía de servir en una casa distinguida, probablemente de doncella. Habló a Ibn Ammar sin ningún temor.
Le preguntó si era el katib que normalmente ocupaba aquel lugar. La mujer no tenía más de treinta años, y llevaba con descuido el velo que le cubría el rostro.
Ibn Ammar contestó que ya no trabajaba de escriba.
– Sólo una cosa muy corta, un par de líneas, maestro -rogó ella-. Me han enviado a vos.
Tenía los ojos pardos y una cálida mirada.
– ¿Qué es lo que tengo que escribir? -preguntó Ibn Ammar.
– Sólo un poemita -dijo ella-. La respuesta a unos versos.
Ibn Ammar se sentó junto a la muralla recogiendo las piernas, de modo que podía escribir apoyando el papel sobre sus rodillas.
– ¿Tengo que inventar los versos o ya los sabes?
– Sólo tengo el primer mensaje -dijo ella, sin cesar de mirar fijamente a Ibn Ammar.
– ¿Y qué es lo que dice? -preguntó el poeta.
Ella titubeó, como si tuviera que inventarse las palabras. Luego dijo los versos:
Te vi tras las rejas de la ventana.
Amargo siento el dulce, muy larga la mañana…
Le costó trabajo, pero logró pronunciarlo como se pide una receta al boticario.
– ¿Y quieres unos versos que contesten a ésos? -preguntó Ibn Ammar examinándola sonriente con la mirada, al tiempo que pensaba fugazmente a quién podía ir dirigida la respuesta. Quizá a algún criado de la casa vecina. No era el primer poemita de amor que componía en ese lugar. También entre el personal de servicio se consideraba elegante intercambiar pequeños saludos amorosos rimados. Escribió los primeros versos que le vinieron a la cabeza, y los leyó en voz alta:
Breve será el día en que nos encontremos,
permite que esas rejas superemos.
La mujer pareció quedar encantada, cogió el papel y se lo guardó en una manga. Sus ojos pardos recordaron a Ibn Ammar los ojos de su madre.
– Es gratis -dijo el poeta.
La mujer lo bendijo mientras él se retiraba.
Sólo cuando ya casi había llegado al barrio del bazar, Ibn Ammar reparó de pronto en que el primer mensaje podía estar dirigido a él mismo. "Te vi tras las rejas de la ventana», era un mensaje escrito por una mujer.
Se dio media vuelta y regresó corriendo a donde se había encontrado con la mujer. Casi rodeó toda la mezquita y buscó en todas las callejas adyacentes. La criada había desaparecido.
El hazzán estaba delante, junto al atril de la Tora. Era un hombre alto y delgado, de tez pálida, con una hermosa cabellera negra y rizada. Dirigía la vista al techo y cantaba con una voz plena, elástica, vibrante por lo intensa, que llenaba la cúpula de la sinagoga como el viento las velas de un barco.
Procedía de Italia y, según se decía, también había cantado en Montpellier, Narbona y Barcelona. Ahora era la atracción de toda la comunidad judía de Sevilla. Desde que él cantaba, la sinagoga de la congregación palestina siempre se llenaba hasta rebosar. En la galería de las mujeres, la aglomeración era tal, que algunas jóvenes se desmayaban. Y una de las melodías que el hazzán había traído consigo de su tierra natal se había hecho ya tan popular que la noche posterior al sabbat se la oía en uno de cada dos patios.
Si Yunus se inclinaba un poco hacia delante, veía al rabino, que estaba sentado unos cuantos sitios a la izquierda de él, con la cabeza roja, henchido de satisfacción y orgullo por haber conseguido traer aquel cantor a su sinagoga, y, además, a cambio de unos honorarios ridículos, como no se cansaba de repetir.
Si Yunus se inclinaba un poco más veía, más allá del rabino, a al-Fasí, el zapatero. Pero el aspecto de éste, por el contrario, era como para echarle a perder el disfrute de los hermosos cánticos a cualquiera. Al-Fasí se revolvía inquieto en el cojín que le servía de asiento, enroscaba con manos nerviosas las borlas de su túnica de oración y no cesaba de mover los labios. Tendría que tomar la palabra apenas terminara el canto litúrgico. Yunus le había redactado un discurso y había traducido el texto al hebreo, para que pudiera aprendérselo de memoria. Karima, la pequeña hija acogida por el zapatero, estaba muy bien situada en la galería, en primera fila, junto a la mujer y las seis hijas carnales de al-Fasí. Sin embargo, Yunus no estaba seguro de que la petición de ayuda del zapatero fuese siquiera escuchada, pues ya antes de la lectura se había hecho un insistente llamamiento pidiendo limosnas, y aquellos miembros de la comunidad que, como era sabido, siempre tenían un oído abierto a los menesterosos que solicitaban su ayuda en los oficios religiosos de la mañana del sabbat ya habían dado suficientes pruebas de su gran corazón.
Dos días antes habían llegado fugitivos de Sicilia, catorce familias con muchos niños, la mayoría sin ninguna pertenencia. Procedían de Mesina, una ciudad del este de la isla que dos años antes había sido tomada a punta de espada por Roger, el normando. Los fugitivos habían intentado establecerse en Palermo, pero tampoco allí habían encontrado la paz. Una flota de Pisa había conseguido conquistar el puerto de la ciudad y apoderarse de muchos barcos. Luego los fugitivos habían viajado a África, en un intento de encontrar un nuevo hogar en al-Mahdiyya. Sin embargo, la comunidad judía de la localidad no se hallaba en condiciones de acoger a los fugitivos; bastante tenían ya con cuidar de sus propios pobres, pues el precio del pan se había incrementado en un doscientos cincuenta por ciento desde que los transportes de trigo procedentes de Sicilia eran atacados regularmente por piratas italianos. Después, de camino a Qayrawan, una banda de beduinos había despojado a los desgraciados de sus últimas pertenencias. Ocurrido esto, y ya en la más extrema pobreza, habían puesto rumbo a Andalucía.
Como la mayoría de los judíos de Sicilia, seguían la doctrina de la congregación palestina, y por ello al llegar a Sevilla se habían dirigido en primer lugar a sus hermanos de fe. El rabino había hecho todo lo posible para conseguirles alojamiento entre su propia gente, a pesar de que la congregación palestina sólo constituía una minoría dentro de la gran comunidad judía de Sevilla. Además, los fugitivos habían nombrado portavoz a un haver, hombre muy erudito, que había descrito la historia de sus pesares con palabras en extremo sencillas y, precisamente por eso, mucho más conmovedoras. En comparación con las privaciones y necesidades por las que habían pasado, los problemas de al-Fasí y su hija acogida resultaban vergonzosamente insignificantes. Y, cuando finalmente tocó el turno al zapatero y éste se puso ante la congregación para soltar su discurso, esta impresión se acentuó aún más.
Las pocas frases hebreas que Yunus había escrito para él eran sencillas y poco emotivas. Pero el tono de voz de al-Fasí las convirtió en un himno fúnebre, en un lamento desesperado y quejumbroso. Él mismo parecía notar que con su discurso estaba consiguiendo precisamente el efecto contrario al deseado, y se sumió en el pánico. Puso en marcha la rueda de molino de su elocuencia y empezó a hablar en árabe, lo cual fue recibido con murmullos de indignación por los miembros más ortodoxos de la congregación. El zapatero pintó su situación con los colores más oscuros; las virtudes de la muchacha, con los más vivos. Clamó al Todopoderoso, a los patriarcas y profetas, y a todos los miembros del Consejo de Ancianos, nombrándolos con todos sus títulos. Por último, señaló con gesto dramático hacia la galería de las mujeres, donde su hija mayor sostenía en brazos a la muchachita. La pequeña estaba muy bien arreglada, tenía un aspecto encantador. Pero, de repente, pareció asustarse de algo, tal vez de los muchos hombres que la observaban desde las profundidades, tal vez tenía miedo de caerse; en cualquier caso, de pronto empezaron a caer gotas de la galería. Algunas cayeron sobre el vestido de la hija mayor, que empezó a regañarla. La pequeña rompió a berrear. La hermana mayor la trató con aspereza. La niña gritó con más fuerza aún y estallaron las carcajadas. La rueda de molino de al-Fasí se detuvo con un suspiro. Nadie se mostró dispuesto a adoptar a la pequeña.
Yunus pasó el resto del día en casa de Etan ibn Eh. Yunus y su amigo habían llegado a un acuerdo sobre la boda. Yunus había pedido a su vecino ar-Rashidi que actuara como wali de Nabila, de modo que el boticario había llevado las negociaciones en nombre de él y de Nabila. Yunus estaba muy satisfecho. Nabila estaría bien acomodada. Habían acordado que Nabila llevaría al matrimonio una dote por un valor de doscientos veinte dinares, todo en ropa blanca, enseres de casa, trajes y joyas; nada de dinero en efectivo. El dinero que tendría que poner el hijo de Ibn Eh fue fijado en ciento veinte dinares, diez para el casamiento -que incluían la compra de las dos alianzas de oro- y cuarenta como regalo de bodas; los setenta dinares restantes serían invertidos en firme y constituirían un tercer plazo, que se haría efectivo si el marido moría o, Dios no lo quisiese, pedía la separación. Por otra parte, Ibn Eh se había declarado dispuesto a construir una casa para la joven pareja. También se había fijado ya el día de la boda: la primavera siguiente, el segundo día del mes de adar, justo a tiempo para el viaje que Ibn Eh tenía previsto hacer al país de los francos, que quería emprender poco después de la fiesta de Purim.
Por la mañana, tras el servicio religioso, había habido una gran recepción y, luego, una comida entre amigos. Ahora, por la tarde, ya sólo quedaban tres: Yunus, Ibn Eh y ar-Rashidi, el boticario. Estaban sentados en el madjlis, los tres muy relajados, contentos de haber acordado tan rápidamente los términos del contrato matrimonial, sin disonancias, sin mezquinos regateos. Eran amigos, su amistad se había comprobado, y ahora la avivaban pensando en ella. Recordaron los tiempos en que ellos mismos se habían casado. ¡Dios santo, qué tiempos aquellos!
Ibn Eh se había prometido con la hija de un comerciante en pieles. Los padres habían concertado el matrimonio mucho tiempo antes; el contrato estaba firmado y ya se había fijado la fecha de la boda.
– De pronto, mi padre empezó a tener grandes pérdidas. En un solo mes se hundieron dos barcos con mercancías suyas a bordo. En aquel entonces yo estaba en Alejandría. Volví dos días después del plazo acordado. No fue mi culpa. El barco tardó diecisiete días en hacer el viaje, catorce más de lo normal, porque tuvimos que huir casi hasta Constantinopla para eludir a los piratas. Pero el padre de la novia aprovechó la oportunidad y rescindió el contrato matrimonial alegando ruptura del mismo. No quería entregarle su hija al hijo de un hombre que estaba al borde de la quiebra. Ya tenía hasta un nuevo novio. No podéis imaginar qué infeliz me sentí. La chica era bella como una rosa. Yo pensaba que no podría vivir sin ella. Nos encontrábamos en secreto. Ella se negó a casarse con el otro. Durante el sabbat, gritó en el patio de la sinagoga que se tiraría a un pozo o mataría a su nuevo novio antes que consentir en casarse con él. La consecuencia de ello fue que su padre la envió a Valencia, a casa de unos parientes.
Ibn Eh se recostó en su asiento, la mirada vuelta hacia su interior, como si aún tuviera ante sus ojos la nítida imagen de la muchacha gritando en el patio de la sinagoga. Luego se sacudió de encima estos recuerdos y una sonrisa liberadora se ensanchó en su rostro.
– Hace cinco años volví a verla por casualidad. No se casó conmigo ni con el otro hombre, sino con un boticario de Valencia. Estaba terriblemente gorda, hinchada como un odre lleno y fea como un sapo. Sólo Dios sabe que nos hace el bien, cuando nosotros pensamos que nos está arrojando a la desdicha.
También Yunus recordó los tiempos en que él mismo firmó su contrato matrimonial con su mujer y el padre de ésta. Su mujer no había consentido que un wali negociara el matrimonio en su nombre, así que los novios se habían sentado frente a frente y habían estado tan de acuerdo en todo como sólo puede estarlo una pareja de jóvenes enamorados. Habían reído en secreto cuando el padre de la muchacha, con imperturbable seriedad, insistió en todas las antiguas cláusulas que prescribía la tradición y comprobó con extrema desconfianza y ojo avizor que Yunus anotara correctamente en el contrato cada una de esas cláusulas: «El marido no podrá tomar una segunda mujer. El marido no podrá llevar una criada a casa contra la voluntad de la esposa. El marido no podrá salir de la ciudad si la esposa no está de acuerdo. La esposa tiene la última palabra en todas las cuestiones que conciernen a la cocina», y muchas otras. Yunus y su mujer consideraban que ese contrato era completamente innecesario, y si lo redactaron en toda regla fue sólo por dar gusto al padre de ella.
Yunus todavía veía frente a él al viejo maestro tintorero, con su barba blanca teñida de azul por toda una vida de trabajo cerca del añil. Ahora lo comprendía. Ahora era él mismo quien desempeñaba el papel de padre de la novia, y había insistido con la misma obstinación en que también el contrato matrimonial de Nabila incluyera las viejas y buenas cláusulas. A pesar de su amistad con Ibn Eh. Precisamente por esa amistad.
– Tú sabes que no desconfío de tu hijo, Etan. Sólo desconfío del tiempo, que cambia tantas cosas.
Cuando Yunus volvió a casa, Zacarías lo esperaba a la puerta. Yunus se sorprendió de que el joven no hubiese entrado en la casa. Hasta entonces nunca había sentido temor de entrar en ausencia de Yunus; era casi como de la familia. Yunus lo empujó hacia la puerta.
Zacarías había venido a devolver un libro, el tercer volumen de los escritos de anatomía de Galeno. También hubiera podido devolvérselo a la mañana siguiente en el consultorio, pero por lo visto quería llevarse el siguiente volumen para no perder la noche. Sus ansias de aprender eran terroríficas. La madre de Zacarías había contado a Yunus que a veces su hijo se ataba a un poste y no se dejaba desatar hasta que tenía completamente en la cabeza determinado capítulo de un libro. Por las noches gastaba leyendo más petróleo del que podía comprar con lo que ganaba durante el día.
Yunus había empezado a proporcionarle literatura médica, por encauzar en alguna dirección su desordenada sed de conocimientos. Zacarías tenía diecinueve años y estaba en una etapa difícil del aprendizaje. Se sentía insatisfecho con la rutina cotidiana de un pequeño consultorio médico, que no le daba respuestas a los grandes interrogantes que comenzaban a inquietarlo. Lo que él buscaba era una especie de sistema científico, que le explicara todo lo que parecía inexplicable, que respondiera a todas sus preguntas. Y lo que esperaba encontrar era una autoridad que lo iniciara en los secretos de tal sistema.
Desde hacía un año, Yunus intentaba transmitirle, junto a la práctica cotidiana, también las bases científicas de la profesión médica. En un primer momento había evitado darle libros, pues sabía por experiencia cuán prestos están los estudiantes a tomar como verdad inmutable todo lo que está en los libros. Había intentado explicarle que un médico, más que nadie, debe siempre cuestionar sus conocimientos y someterlos a prueba en la práctica.
Yunus recordaba el día en que dio a Zacarías una clase sobre aquellas fuerzas que los antiguos médicos denominaban «pneuma», fuerzas presentes en el cuerpo de todos los seres vivos en forma de sutilísimos humores y que debían ser vistas como el auténtico principio, en cierto modo como la encarnación misma de lo viviente. Él había distinguido tres de estas pneumas: la pneuma física o fuerza corporal, que dirige los movimientos de nuestro cuerpo, tiene su sede en el corazón y es transportada por las arterias, que parten del corazón; la pneuma vital o fuerza vital, que dirige nuestros apetitos, tiene su sede en el hígado y es transportada por las venas, que parten del hígado; y, por último, la pneuma psíquica o fuerza espiritual, que tiene su sede en el cerebro, palpita en las vías nerviosas y nos hace capaces de percibir, sentir y pensar.
Yunus había explicado a Zacarías que esas pneumas se alimentan principalmente del aire que respiramos, y que sufren daños si el aire es impuro, fétido o infesto. Le había explicado que la pneuma física es la más gruesa, y la psíquica, la más sutil; y que por eso ésta última es la primera que sufre daños si el aire es nocivo. Había citado asimismo a Galeno, quien afirma que un hombre que respira constantemente aire malo pronto empieza a padecer pérdidas de memoria y disminución de la inteligencia.
Ese mismo día había llegado al consultorio un hombre de Taryana, a quien la ronquera ya no permitía ni pronunciar palabra. Yunus lo conocía desde hacía quince años. El hombre trabajaba tamizando cal y estaba constantemente expuesto a un aire tan dañino como el que no respiraba ninguna otra persona en Sevilla. Según Galeno, su pneuma psíquica tendría que haber estado gravemente dañada.
Yunus dio de beber al hombre un cuarto de litro de vinagre y le alcanzó un cubo. El hombre se mareó y, entre toses, jadeos y ahogos, vomitó el vinagre; junto con el líquido y las mucosidades salió también una gran cantidad de polvo. Un instante después recuperó el habla. Hizo algunas bromas y se mostró muy agudo. Todavía recordaba perfectamente su primera visita al consultorio de Yunus, la recordaba mejor que el mismo Yunus. No tenía absolutamente ningún mal psíquico; en cambio, físicamente se hallaba en un estado lamentable. El ejemplo de aquel hombre daba literalmente la vuelta a la afirmación de Galeno, y corroboraba de la manera más expresiva la tesis de Yunus, según la cual aún las autoridades reconocidas deben ser puestas a prueba constantemente.
Sin embargo, era imposible hacer que Zacarías renunciara a su búsqueda del gran maestro omnisciente. Por un tiempo perdió la fe en Galeno, cosa que tampoco pretendía Yunus, así que decidió darle a leer los escritos sobre anatomía de Galeno, que eran los que más se ajustaban a la necesidad del muchacho de encontrar conocimientos científicos exactos en el ámbito de la medicina.
La vieja Dada entró en el madjlis, donde se habían instalado Yunus y Zacarías, les ofreció vino y agua, y limpió la lámpara. Zacarías rechazó la bebida. Yunus advirtió que el muchacho tenía los ojos enrojecidos y la cara muy pálida. El estudio parecía haberlo agotado más de lo que Yunus había temido. Por lo visto, el joven exigía demasiado de si mismo: su labor de asistente en el consultorio, los estudios de la Tora en la academia, los libros, los cursos de ciencias naturales con un profesor pagado por Yunus, las discusiones filosóficas con otros estudiantes y, además, las conferencias libres en la mezquita principal y la sinagoga, a las que asistía regularmente. Eran sobre todo estas conferencias nocturnas las que habían alimentado su fe en un «sistema» universal.
El primero en cautivar la atención de Zacarías había sido un erudito nómada de Zaragoza, un zahirit, un fundamentalista que rumiaba la antigua tesis de que el ser humano no habría adquirido sus conocimientos poco a poco y por sus propias fuerzas y capacidades, sino que Dios reveló estos conocimientos de una vez a Enoch, supuesto padre de todas las ciencias. Todo los saberes, todos los conocimientos de la humanidad, incluidos por tanto los médicos, se remontaban a este Enoch. Prueba: ninguna persona sería capaz de experimentar por si misma con los miles de materias vegetales, animales y minerales que existen en el universo en el tratamiento de los millares de enfermedades, para averiguar así qué substancias y en qué cantidades y mezclas tienen un efecto curativo sobre una dolencia determinada.
Zacarías había quedado fascinado por esa doctrina. Le parecía que, por fin, ésta le mostraba el camino por el que podía llegar a su meta: si se atribuía a Enoch ese saber universal que explicaba todos los enigmas y misterios del universo, entonces bastaba con estudiar los escritos de Enoch y sus discípulos para hallar todas las respuestas.
En aquellos días, Yunus sostuvo largas conversaciones con Zacarías. Se esforzó por sacarlo de ese camino utilizando la debida precaución. Argumentó que era posible que el viejo Enoch hubiera poseído todos los conocimientos, pero que, en tal caso, sus discípulos y los discípulos de sus discípulos habían perdido parte de ese saber o lo habían olvidado o transmitido incorrectamente, y por eso ahora los hombres estaban obligados a recuperarlo por sus propios medios y con ayuda de Dios.
Intentó explicárselo con un ejemplo extraído de las consultas de Ibn Butían. El gran médico cristiano, a quien Yunus había llegado a conocer en persona cuando estudiaba en Bagdad, había informado en aquel entonces de un paciente enfermo de hidropesía, bajo la modalidad que Galeno llama hydrops ascites, al que sólo se le habían hinchado las piernas y el bajo vientre. El hombre se encontraba ya en la fase final de la enfermedad, totalmente estropeado físicamente: las piernas abiertas, el bajo vientre inflamado, el cuello delgado como el pescuezo de una gallina. Ya era imposible ayudarlo mediante la medicina.
Algún tiempo después, ese mismo hombre pasó por el consultorio completamente sano, sin ninguna molestia. A la pregunta de quién lo había curado, dijo únicamente que su madre lo había cuidado, dándole de comer sólo pan remojado en vinagre. Ibn Butían fue inmediatamente con el hombre a casa de éste, examinó la jarra de vinagre y encontró en el fondo dos víboras, ya casi disueltas por el vinagre. De ese modo descubrió una pista que podía conducirlo a un posible medicamento contra la hydrops ascites: veneno de víbora disuelto en vinagre. Gracias al azar descubrió una pizca de saber o, si se quiere creer en el viejo Enoch, la redescubrió.
Zacarías no se había dejado convencer por esto. Todavía no quería aceptar que el saber se ensancha gracias a este tipo de casualidades. Consideraba tal posibilidad indigna de una ciencia que aspirara a ser tomada en serio. Durante un tiempo, según Yunus pudo deducir de distintas alusiones, Zacarías se quedó atascado en la idea de que el saber de Enoch y sus discípulos no se habría perdido, sino que se conservaba en libros secretos que celosos eruditos mantenían ocultos. El muchacho se embriagaba con la idea de que algún día redescubriría los escritos de Enoch en alguna biblioteca olvidada o entre las tribus perdidas de Israel, en las montañas de Sind.
Entre tanto, había encontrado un nuevo guía. Tres semanas atrás, un joven judío de Lucena, que se calificaba así mismo de «científico natural», había empezado a leer la Física de Aristóteles y a someterse dos veces por semana a las preguntas de los estudiantes en la sinagoga de la congregación palestina. Algunos miembros del Consejo de Ancianos habían intentado cerrarle las puertas de la sinagoga; pero este intento fracasó, pues el joven tenía el titulo de haver.
Zacarías se había convertido en uno de sus discípulos más entusiastas. Finalmente había encontrado su «sistema»: todo lo terrenal es asequible a la razón humana; todo tiene una explicación y una finalidad; todo efecto tiene una causa; toda materia tiene una forma estable; la materia es eterna, y todo lo que vive, se mueve y cambia sigue leyes naturales eternas e inmutables. Así pues, quien conoce estas leyes posee los conocimientos de Enoch, puede comprenderlo todo, explicarlo todo, actuar sobre todo.
Yunus se había resignado a que Zacarías se perdiera en Aristóteles. Sus pequeños consejos médicos, producto de la experiencia, que por desgracia sólo en contadas ocasiones seguían una regularidad perceptible, no podían competir contra la enorme construcción intelectual del filósofo griego.
Quizá no había sido acertado hacer al joven participe de sus propias dudas desde tan pronto, pensaba Yunus. La duda es un mal maestro.
Entró con Zacarías en su cuarto de trabajo y le entregó el siguiente volumen de la anatomía galénica.
– Tómatelo con calma -dijo Yunus- y no intentes aprenderlo todo de memoria. Hasta ahora has leído tres tomos de anatomía, éste es el cuarto y todavía te quedan otros doce. Y esto no es todo lo que escribió Galeno, ni mucho menos, y Galeno tampoco es el único autor al que deberías conocer.
Zacarías envolvió cuidadosamente el libro en un paño. Yunus sabía que Galeno se había convertido nuevamente en una especie de ídolo para Zacarías, desde que el joven había descubierto que el médico romano citaba constantemente a Aristóteles en sus escritos.
– Te contaré una historia más, que habla de la ciencia y la sabiduría -dijo Yunus al salir del madjlis.
Caminaron lentamente, el uno al lado del otro, a través del patio. Estaba oscuro; sólo en la galería, donde se encontraba la habitación de Nabila, una luz seguía ardiendo tras las cortinas. Yunus empezó a contar:
– La historia de los tres sabios.
»Esta historia se desarrolla en un país lejano y trata de tres hombres que eran considerados los más sabios del país. Dos de ellos no se daban por satisfechos con eso. Querían saber cuál de los tres era el más sabio. Así pues, se reunieron bajo un gran árbol en un lugar apartado, en mitad del desierto, para averiguarlo.
»El primero dijo: "Gracias a mi talento y a mis conocimientos, soy capaz de crear un león, tan perfecto y natural, que resulta imposible distinguirlo de un verdadero león". Y, empleando los más diversos materiales y substancias, empezó a componer la figura de un león, con tanta exactitud que, en efecto, era idéntica a un león verdadero hasta en la última pestaña.
»El segundo dijo: "Debo reconocer que tu león es perfecto en todos sus detalles; pero al conjunto le falta algo, un hálito de vida. Yo, gracias a mi talento y conocimientos, soy capaz de insuflar vida a esta figura inerte". Y empezó a hacer los preparativos para cumplir lo dicho.
»Entonces lo interrumpió el tercero y dijo: "¿Habéis pensado en que eso que acabáis de crear y que queréis despertar a la vida es un león?".
»El primero dijo: "¡Deja que lo intente, no lo conseguirá!".
»El segundo dijo: "¿Quieres que mi ciencia no dé sus frutos?".
»EI tercero se ató los faldones de la túnica al cinturón y dijo: "Esperad un momento, hasta que haya subido al árbol".
»Y, así, al final, una fiera salvaje decidió cuál de los tres era el más sabio.
Y este sabio tuvo suerte de que hubiera un árbol en mitad del desierto, quiso añadir Yunus; pero lo dejó estar.
Ya estaban en el pórtico, y Yunus sentía de pronto la necesidad de poner el brazo sobre los hombros de Zacarías. Pero también esto lo dejó estar. El joven era media cabeza más alto que él, había crecido increíblemente durante ese último año.
Cuando Yunus volvió a la casa y vio que una luz seguía ardiendo en la habitación de Nabila, quiso ir a verla.
La vieja Dada le cerró el paso.
– No es bueno que vayas ahora, señor -dijo ella-. Creo que no es bueno.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Yunus, preocupado, sin albergar aún ninguna sospecha.
– Nada -dijo Dada-. Nada para lo que haga falta un médico.
Yunus se detuvo, sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta.
– Dios mío -dijo-. Nunca pensé… -Bajó a tientas por la oscura escalera-. ¿Desde cuándo… desde cuándo lo sabes?
Dada lo cogió del brazo.
– No te hagas reproches, señor. Nadie sospechaba nada, ni siquiera la vieja Dada -dijo la anciana-. También la vieja Dada ha sido una ciega, y una tonta; oh sí, muy tonta.
Yunus la siguió a la cocina, en donde no entraba desde hacía años.
– Pero ¿por qué no me ha dicho nada? -preguntó Yunus, aún susurrando.
– Es una muchacha bien educada -dijo Dada-. A veces pienso que demasiado bien educada.
Mientras decía esto, caminaba inclinada por la cocina, recogiendo del suelo migajas que sólo ella veía.
– Deja de limpiar, Dada -dijo Yunus-. Siéntate conmigo.
La conocía desde que tenía memoria. Dada había llegado a la casa cuando él contaba apenas dos años. Había formado parte de un grupo de muchachas sudanesas que un comerciante de Aidhab había traído a Almería. Todas las muchachas estaban desfiguradas por una erupción cutánea supurante parecida a la viruela, por lo que el shahbender las había puesto en cuarentena. El hombre de Aidhab quería venderlas a cualquier precio, pues ya había empezado el otoño y pronto zarparía el último barco hacia Alejandría. Las ofrecía por cantidades ridículas; pero ningún comerciante quería comprarlas, pues todos los médicos consultados lo desaconsejaban categóricamente: la erupción de las muchachas era mortal. Sólo el padre de Yunus había hecho un diagnóstico favorable. El padre de Ibn Eh confió en ese diagnóstico y compró a las muchachas. Y cedió al padre de Yunus, como honorarios, por así decirlo, a la más joven de ellas.
– ¿Qué debo hacer, Dada? -dijo Yunus-. Dime qué puedo hacer. Dios me libre de hacer infeliz a Nabila, pero ¿qué debo hacer?
Dada se había sentado en una banqueta, junto al fuego. Su voluminoso vientre se balanceaba de un lado a otro, y su rostro negro y lustroso de sudor reflejaba las llamas de la lámpara de aceite.
– No debes hacer nada, señor -dijo ella-. Absolutamente nada. Nabila llorará un poco en su habitación, y Zacarías sufrirá otro poco; después se olvidarán uno del otro. -Hablaba con ese tono de voz ligeramente cantarín que tanto gustaba a Yunus desde que era niño y que Dada siempre empleaba cuando quería consolar a alguien-. Zacarías no sería un buen marido para nuestra corderita, te lo digo yo, señor, no sería un buen marido para Nabila. Nabila necesita un hombre sereno como una roca; es tan tierna… Zacarías no es como una roca, sino como el mercurio; siempre está buscando algo, como un perro hambriento. No es hombre para Nabila. Cree a la vieja Dada, ella sabe de estas cosas.
Yunus la creía. Quería creerla.
– No te preocupes por Nabila -continuó Dada-. Piensa en Sarwa, pronto estará muy sola; cuando su hermana se marche de casa, estará muy sola. Piensa en ella, señor.
Yunus le prometió que pensaría en ello.
Dos noches después, al hacer sus habituales anotaciones en el diario, Yunus escribió al final:
Tengo una cosa más que decirte, Karima, la más importante: he traído a casa a la muchachita, a la muchachita que lleva tu nombre.
AI-Fasí trajo a la pequeña a última hora de la tarde, en camisón y sin zapatos, tal como la vi la primera vez en el taller. AI-Fasí me ha dado un par de botas, de las que él fabrica, como regalo. No me permitió pagárselas. Nunca te he contado que le compro todas las botas desde que su tienda no va muy bien. Las tengo amontonadas en la habitación trasera de mi consultorio. Ammi Hassán las limpia regularmente con grasa para cuero. Hasta ahora tenía doce pares, todos sin estrenar. ¿Cuándo ha necesitado botas de montar un pequeño tabib judío? Y tampoco puedo regalarlas, pues sin duda al-Fasí las reconocería. Así que ahora se les suma el decimotercer par. Y, además, la muchachita.
La vieja Dada puso el grito en el cielo. Dice que ya es muy vieja, demasiado vieja para cuidar de una chiquilla tan pequeña. Y después la lavó, le dio de comer, la peinó y le puso un vestido nuevo. Hace apenas un momento la ha llevado a la cama. Puedo escuchar su voz. Está cantando la misma nana con que me hacía dormir cuando era pequeño.
La niña lleva tu nombre, Karima, y creo que cuando sea mayor será tan hermosa como lo eras tú.
¡Que Dios la haga como Sara, Rebeca, Raquel y Lea!
Cerró el cuaderno, esperó hasta que la vieja Dada hubo terminado de cantar la nana y repitió en voz baja la bendición, en hebreo:
– Jesimej Elohim ke-Sara, Ribka, Rajel wc-Lea.
Cada noche el joven hacía el mismo recorrido. Salía de la herrería, en la parte este del arrabal, y pasaba junto a los corrales, que se extendían hacia el río, hasta llegar a un ancho camino vecinal que, trazando un amplio arco, llevaba del puente a la ciudad. Ardían en dicho camino muchas luces, y estaba flanqueado por tabernas. Lope las conocía todas. Al principio, siempre tenía que ir a buscar al capitán a una de esas tabernas de la calle principal. De hecho, incluso habían vivido allí, justo detrás de la torre del puente, en la posada más elegante de las afueras. En aquellos días, el capitán tenía aún su propia habitación; por las noches, en el restaurante, invitaba a todos los que se sentaban a su mesa, y, más tarde, se llevaba una criada a su cuarto. Se comportaba como un conde y hacía bailar a todo el mundo a su son, el herrero, el fabricante de corazas, el barbero; todos, uno tras otro. Pero al cabo de tres días sus doce dinares se habían hecho humo, una semana más tarde debía ya ocho meticales al posadero, y, dos días después, había vendido el buen mulo y se habían mudado al establo del herrero de Serrano.
Ahora Lope tenía que ir a buscar al capitán en otro lugar, río abajo, en el arrabal occidental, el sector de los curtidores, desolladores y triperos, al pie de la colina donde se levantaba el Barrio Castellano. En esa zona se encontraban los peores antros y pululaba la gente más miserable: mendigos e inválidos, ladrones con marcas de hierro candente en ambas mejillas, violinistas ciegos, acróbatas en decadencia, putas viejas a las que ya nadie deseaba, hombres con gallos de pelea y hombres con osos bailarines, vendedores ambulantes y zurcidores de odres, apostadores, borrachos y multitud de peones camorristas que, camino de la ciudad, hacían un alto con sus reses al caer la noche y se emborrachaban. Siempre que dejaba la calle principal para sumergirse en ese oscuro barrio, Lope recogía la cabeza y echaba mano a su puñal.
Hoy no tenía miedo. Lo acompañaba el Mudo, el mozo del herrero de Serrano. Era la primera vez que no hacía el camino solo. Habían comido juntos, como todos los días últimamente, y Lope, al terminar, se había puesto en camino. Luego, cuando ya estaba a mitad de trayecto, de pronto apareció el Mudo a su lado y anduvo junto a él en la oscuridad, silencioso como una gigantesca sombra negra.
El joven enfiló muy seguro de si mismo hacia una de las cabañas de una sola planta construidas al lado del río, sobre cuya puerta de entrada colgaba un viejo tonel. Los últimos cinco días había encontrado al capitán en esa cantina. El capitán andaba detrás de la posadera; ella lo sabía y lo mantenía a raya sacándole la lengua por entre los dientes, y, cuando el capitán se impacientaba, se sacaba de debajo de la blusa uno de sus enormes pechos y le dejaba tocarlo.
– Allí delante -dijo el joven, señalando con el brazo en dirección a la cantina.
El Mudo no dijo nada. Hasta hacía una semana, el joven todavía pensaba que a ese gigante mudo le habían cortado la lengua. Entonces lo observaba con sigiloso recelo por las noches, cuando el capitán salía a hacer sus correrías nocturnas y el maestro herrero se marchaba a su casa en el barrio de Serrano, en la parte alta de la ciudad, dejando solos en la herrería a Lope y el Mudo. Poco a poco, el joven se había ido acercando a la fragua en la que el Mudo trabajaba de día y dormía de noche. Finalmente, había hecho de tripas corazón y le había dirigido la palabra. Dijo cualquier cosa, simplemente sintió la necesidad de decir algo, y no había nadie más con quien hablar. Hizo preguntas y, al ver que sus preguntas quedaban sin respuesta, siguió hablando; habló a trancas y barrancas, como un niño que, sumido en sus juegos, masculla para sí. El Mudo nunca decía nada. A veces asentía con la cabeza, a veces dejaba escapar un gruñidlo indeterminado, nunca una palabra. Hasta aquella noche, hacía una semana. El Mudo se había levantado de repente, se había colocado delante del joven y había proferido extraños sonidos guturales, al tiempo que juntaba a la altura de su pecho los pulgares e índices de ambas manos, formando un circulo, como hacen los monjes para pedir pan en las horas en que no se les permite hablar. Acto seguido, el Mudo se había marchado, y había vuelto una hora después con dos conejos. No era realmente mudo. Sólo que las palabras estaban enterradas en el fondo de su mente y él tenía que desenterrarías trabajosamente, sílaba por sílaba, cuando quería decir algo.
La cantina era sombría y estaba llena de humo; las únicas luces eran la del fogón y el tenue resplandor de una vela de sebo que ardía en la mesa del capitán. Esa luz frente a él era lo único que todavía lo distinguía de los clientes habituales, la última señal de dignidad. Estaba como una cuba. Ya era hora de sacarlo de allí. Sus manos se deslizaban inquietas sobre la mesa, y cuando Lope y el Mudo se sentaron a su lado y él levantó la mirada, sus ojos no pudieron sostenerse. Parecía como si ya ni siquiera los reconociese.
Al otro lado de la mesa estaba sentado el viejo manco de Ávila, con quien se habían encontrado en el vado del río Yeltes, al final de la clara huella dejada por los pardos camino de Sabugal, justo allí donde esa huella se deshilachaba en una multitud de rastros individuales, y donde finalmente habían decidido cabalgar rumbo a Salamanca. Con el viejo estaban dos peones larguiruchos que todavía no se habían dado cuenta de que el manco escondía un dado con dos números seis en la mano inútil, y que tampoco conocían aún su historia, esa maldita historia de la cabalgada en la que, por lo visto, había participado hacía más cien años y que Lope ya había escuchado más de cien veces.
– Así que atacamos aquel pueblo, un pueblo moro, un pueblo moro hermoso y grande… -Ya estaba sumido en su historia, muy animado; llevaba dentro la cantidad justa de vino para estar así de animado-. Se pactó el botín libre…, ya sabéis, cada uno se quedaba con lo que pudiera conseguir por sí mismo. Sin repartos. Sin quinta parte para el rey o para quien fuera. Cada uno a lo suyo…
El joven sabía que aún quedaba un buen rato hasta el momento en que el viejo llegaba al poblado moro y todas las mujeres salían corriendo en desbandada y atrancaban las puertas de sus casas, y el viejo veía por primera vez a aquella mujer de la que trataba toda la historia. El joven se acercó al capitán y le tiró del brazo.
– ¡Capitán! -dijo-. ¡Eh, capitán! Soy yo, Lope. ¡Ya es tarde, capitán!
El capitán levantó la cabeza con mucho trabajo y miró a Lope con expresión embobada.
– ¡Cierra la boca! ¡Cierra la boca! -dijo, al tiempo que levantaba pesadamente el brazo para apartar a Lope, tirando sin querer la vela de la mesa. Entonces gritó-: ¡Luz! ¡Dónde está la maldita luz! ¡Quiero luz!
En el acto, la posadera se acercó a la mesa con una vela nueva, la plantó frente al capitán, apretó la cabeza de éste contra sus pechos y dijo con voz tranquilizadora:
– Bueno, Capitano, todo en orden, Capitano, ya arde la luz de nuevo para nuestro Capitano -hablaba con el acento extranjero con que hablaban los franceses del Barrio Franco.
…y abrí la puerta dándole una patada con el tacón y allí estaba esa mujer -dijo el viejo despidiendo luz por los ojos-. ¡Vaya mujer! ¡Por la leche de mi madre, que nunca en mi vida he visto a otra mujer así! Y la habitación toda llena de alfombras, en el suelo, en la cama, en las paredes, por todas partes; una casa rica. Me acerqué a la mujer y le pregunté: «¿Dónde está el dinero?». Y empecé a quitarle las pulseras que llevaba en los brazos; pesadas pulseras de plata. Volví a preguntar: «¿Dónde está el dinero, mujer? Denarios, meticales, ¿dónde?». Ella señaló un arcón. Lo abrí y encontré dentro una cajita que contenía unas cuantas monedas, un poquito de oro, un poquito de plata, no mucho; demasiado poco para una casa tan rica. Me di la vuelta y me dirigí hacia la mujer… me acerqué a ella…, vosotros, peones de Gredos, ¡qué creéis que hice con ella! ¿Qué creéis?
El viejo hizo una pausa. Vació su jarra bebiendo lenta y plácidamente, se secó la barba, dejó la jarra sobre la mesa y llamó al tabernero. Siempre hacía una pausa al llegar a esta parte de su relato, así como poco antes de llegar a una cima se hace un alto para retardar el momento de felicidad. Los dos peones temblaban de impaciencia, pero el viejo los hacía esperar, se tomaba su tiempo. El muchacho ya se conocía la rutina: el viejo hacía esperar a los peones como una vez los hiciera esperar a él y al capitán, de camino hacía Salamanca. En aquella ocasión, también a ellos la historia los había tenido en vilo, porque era nueva y emocionante, casi como el anticipo de un prometedor futuro. Entonces todavía albergaban grandes esperanzas, que se hicieron aún mayores cuando vieron ante sí la ciudad. Ya la mera visión del puente los había impresionado. Un puente levantado sobre gigantescos bloques de piedra, un arco tras otro a través de todo el ancho río. Y luego la ciudad misma, incomparablemente mayor que Guarda. Cada uno de los barrios que se erguían sobre las colinas era en sí una ciudad, en parte rodeada por murallas hechas con los mismos grandes bloques que el puente, en parte protegida por palizadas, como el castillo de Sabugal. El viejo les había dicho que el puente y las murallas habían sido construidos por los descendientes de Rómulo, que estaban allí desde los tiempos en que Cristo fue crucificado.
Siguiendo el amplio camino que atravesaba la ciudad, habían cabalgado hacia el castillo, donde vivía el tenente del rey. Pero el tenente no los había recibido. Luego habían acudido al juez de Serrano, el barrio más grande, donde vivía gente llegada de las montañas al norte de León. Habían tenido mala suerte. Quizá todo hubiese sido distinto si aquel hermoso día de su llegada, cuando aún conservaban íntegra la confianza en si mismos, se hubiesen presentado de inmediato ante el juez o el tenente.
El viejo reanudó su historia:
– Prestad atención, peones -dijo con énfasis-. Caí sobre esa mujer tan presto como el gallo cae sobre la gallina. La examiné. La acomodé. Pero no llegué a donde quería llegar. Sólo el diablo sabe las cosas que se les ocurren a esos malditos moros para que nadie se acerque a sus mujeres. Miré mi objetivo y ¿qué fue lo que vi? Vi un lacito de cuero colgando justo allí donde yo quería entrar. Tiré del lazo. ¿Y qué saqué? ¿Qué pensáis que saqué, peones?
Miró a los peones mostrando los raigones que quedaban de sus dientes y moviendo las manos como si tuviera a la mujer frente a él. Los peones tenían la boca abierta y estaban tan impacientes que apenas podían esperar a que el viejo les desvelara por fin el gran interrogante. El silencio era tal que se podía oir el crepitar de la vela. Y entonces, en ese silencio, el capitán dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y resopló:
– ¡Escúpelo ya! -Tenía la voz desencajada de rabia. Inclinado sobre la mesa, volvió a gritar-: ¡Vamos! ¡Escúpelo!
El viejo entreabrió la boca, como si quisiera decir algo, pero no llegó a decirlo. Uno de los peones le puso una mano sobre el hombro, levantó la cabeza y miró al capitán a los ojos.
– Déjalo contar -dijo con un tono amenazante en la voz-. ¡Deja que el viejo siga su historia, hermano!
De repente, como salida de la nada, la posadera estaba allí, de pie entre el peón y el capitán.
– Bien, continúa contando, Trubal -dijo la mujer-. ¡No nos dejes en vilo!
El viejo reinició el relato, pero había perdido su entusiasmo:
– Os diré lo que esa mujer tenía dentro. Cien meticales, muy bien apilados uno encima de otro y metidos dentro de una bolsita de cuero. Una cosa tan larga y gruesa como un rabo bien tieso. Eso es lo que tenía dentro, eso es lo que tenía esa mujer entre las piernas.
El viejo volvió a sonreír, pero esta vez con una sonrisa cansada; levantó débilmente el brazo mutilado y el dado se le cayó de la zarpa. Los peones vieron los dados y miraron fijamente al viejo, con repentina desconfianza.
– Y entonces se lo hiciste a la mora, ¿eh, Trubal? ¿O no? ¿Se lo hiciste? -dijo rápidamente la posadera, sin apartar los ojos de los peones.
El viejo reunió fuerzas una vez más y rió débilmente. Sonó como una tos seca.
– Se lo hice -dijo lentamente-, eso os lo puedo jurar. Se lo hice; primero con esa cosa de cuero y después con mi propia cosa. Sí, así fue exactamente… se lo hice. -Ya apenas se le entendía de tanto como suspiraba y se relamía-. Nunca en mi vida he vuelto a tener una mujer así… ¡Por la leche de mi madre!
En ese mismo instante el capitán se levantó de la mesa golpeándose contra el borde y volcando las jarras.
– ¡Cierra la boca! -gritó. Estaba de pie detrás de la mesa, largo y bamboleante, enseñando los dientes-. ¡Qué habláis vosotros de mujeres! ¡Dios mío! -Se mantenía firme cogiéndose de la mesa con las dos manos; respiraba con dificultad-. ¡Qué sabéis vosotros de mujeres, qué sabéis vosotros!
Se dejó caer pesadamente sobre su asiento, con la mirada fija en la nada, y buscó a tientas la jarra, que había caído al suelo. De pronto sacó la barbilla y entornó los ojos, ahora enfadado y lleno de rabia.
– ¡Qué vais a saber! ¡Boyeros! ¡Maricones! ¡Montaburras! ¡Qué vais a saber de mujeres!
El peón más alto se levantó lentamente, haciéndose cada vez más grande, hasta que su cabeza casi tocó contra el techo.
– Repite eso, hermano -dijo en voz baja y amenazante-. ¡Repítelo!
El capitán se puso en pie rápidamente, sorprendiendo a todos, pues ninguno hubiera pensado que fuera aún capaz de tal demostración de agilidad. Tenía el cuchillo en la mano. Sólo el joven vio el arma o, mejor dicho, la intuyó. Todo ocurría exactamente igual que aquella otra noche en la taberna situada al pie de la torre del puente, tres días después de su llegada. Sólo que aquella vez el capitán había aprovechado ese veloz movimiento inicial para hundir el cuchillo en el costado de su rival, debajo de la última costilla. Ahora estaba demasiado torpe, demasiado borracho; además, el rival era rápido y fuerte, no un hidalgo fanfarrón como la primera vez, y la posadera ya se acercaba. El joven lo vio. Vio venir el golpe. Quiso gritar, pero ya era demasiado tarde: el capitán ya tenía el puño en la cara y caía hacia atrás al enganchársele las piernas en el banco. El peón, de pie junto al capitán y con los puños en guardia, vio el cuchillo y gruñó:
– ¡El muy cerdo tiene un cuchillo!
El joven vio al peón recoger el cuchillo.
– ¡No! -gritó, y vio venir hacia él una pesada mano que no pudo esquivar. Salió despedido hacia atrás y aterrizó con gran estrépito entre los bancos, dándose un fuerte golpe en la cabeza. Mientras caía, aún pudo ver cómo se arrojaba la posadera sobre la espalda del peón y lo agarraba con los dos brazos. La oyó gritar. Después se interpuso una espalda negra y de pronto se apagó la luz, saltaron astillas de madera, se oyó un fuerte golpe y jadeos y la voz estridente del viejo Trubal. Al reavivarse el fuego del hogar, Lope pudo distinguir vagamente la gigantesca silueta del Mudo, que agarró al peón, lo apartó con brutal violencia, se inclinó sobre el capitán y lo levantó como a una muñeca. Luego se acercó a Lope, le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.
– ¡Ven! -le dijo-. ¡Ven!
Por encima de todo eso se oía la voz chillona y fuera de sí de la posadera, que gritaba detrás de ellos. Esa voz resonaba todavía en los oídos de Lope mucho tiempo después de que hubieran ganado la calle.
Una hora más tarde dejaron la herrería. El Mudo los acompañó hasta la puerta. Cuando levantó al joven para ayudarlo a subir a la grupa del caballo del capitán, quiso decir algo. Lope se dio cuenta de que el Mudo buscaba las palabras. Pero no las encontró. Se quedó callado en medio de la oscuridad.
Cabalgaron río arriba, en dirección al este. Cuando amaneciera tenían que estar tan lejos de la ciudad como fuese posible. Tras el primer incidente, el juez había fijado el día de San Martin como plazo para que el capitán abandonara la ciudad, y le había advertido que perdería el pellejo si volvía a sacar el cuchillo. Eso podía significar el látigo, pero también podía costarle una oreja o la nariz. El juez no tenía aspecto de ser un dulce cordero del rebaño de Cristo.
El capitán tenía pensado dirigirse al sur. Uno de los hombres del tenente se lo había recomendado. Hacia el sur de la ciudad, a dos días de viaje, había muchas tierras, buenas tierras al pie de la sierra de Gredos. Tierras del Rey. Un trozo en propiedad con extensión suficiente para construir un cortijo y hacer una huerta. Lo demás en arrendamiento transmisible por herencia, bastante para un sembrado y criar vacas, cerdos y ovejas. Todo con diez años libres de impuestos y luego sólo una décima parte de las utilidades para el rey, sin la obligación de hacer el servicio militar salvo en defensa propia. El hombre se lo había pintado todo con hermosos colores. Lo único que no había dicho era dónde encontrar los mozos para hacer el trabajo. No, el capitán nunca había contemplado la posibilidad de volverse campesino ni nada parecido. Pero pensaba que quizá los campesinos de alguna de esas aldeas de colonos del sur podían estar buscando un hombre que los librara del servicio militar a cambio de una buena paga. Cada aldea tenía que poner a disposición de la tropa común, durante dos meses al año, a un hombre con caballo y lanza que vigilara la frontera. Había aldeas que contrataban gente para que lo hiciera. Más adelante, uno también podía pasarse al bando moro, ofrecer sus servicios a un emir si éste pagaba bien. Ya se vería.
Se detuvieron al borde de la cadena de colinas que flanqueaba al río por el norte. Dos horas después de amanecer alcanzaron el recodo del río, donde el valle giraba hacia el sur. Allí el cauce se dividía en varios brazos y avanzaba entre espesos bosques y concavidades pantanosas, de modo que Lope y el capitán tuvieron que trazar un amplio arco para seguirlo. Conforme remontaban el río, más desierta se hacia la región. Ya no había pueblos, tan sólo aisladas cabañas con los tejados cubiertos de piedras, que apenas destacaban en el entorno. De tanto en tanto, un rebaño de ovejas, algún cabrero. Sólo al caer la noche llegaron a una colonia más grande, con una iglesia y una torre bien fortificada, situada en un lugar donde el río atravesaba una barrera rocosa y los bosques y pantanos que lo hacían inaccesible retrocedían hasta la orilla. El pueblo, diez o doce casas de paredes de barro y techos de paja cercadas con zarzas espinosas, se levantaba en la margen oriental, sobre la cima montañosa que se erguía junto al río. Sólo la iglesia y la torre estaban amuralladas y unidas entre sí mediante palizadas para hacer más fácil su defensa.
El sacerdote les dio alojamiento en la iglesia, y, a cambio de un buen dinero, también pan calentado en las cenizas del hogar y sopa de huesos. Pasaron la noche en el sombrío edificio, dejando el caballo atado a la entrada. En la iglesia también dormía el sacerdote, que tenía un catre detrás del altar, sobre el arcón en el que guardaba los objetos de culto y la casulla. Con él dormían su mujer, criada o lo que fuera, y los tres niños.
A la mañana siguiente, el capitán le preguntó qué perspectivas había más al sur. El sacerdote le dio pocas esperanzas. Hasta Gredos ya sólo quedaban campesinos pobres, pastores, gente insignificante. Les recomendó que continuaran hacia el oeste.
Siguieron su consejo. Cruzaron el río por el vado cercano al pueblo y reemprendieron el viaje a través de aquella montañosa región, pero ahora en dirección al suroeste. Al mediodía llegaron al camino empedrado que partía de Salamanca en dirección al sur, hacia la región de los moros. Siguieron la calzada durante un trecho, luego doblaron nuevamente hacia el Oeste. Cabalgaron todo el día, pasando sólo por tres pequeños pueblos de colonos. En el tercero compraron pan y pidieron alojamiento, pero nadie se lo ofreció. Los hombres del pueblo eran reservados hasta la hostilidad; nadie les había dado nunca ni siquiera brasas para encender fuego.
Siguieron cabalgando hasta ya muy entrada la noche. Acamparon detrás de un bloque de granito que los protegía del viento, sobre una colina desde donde se divisaban los alrededores, y mantuvieron guardia por turnos. Al despuntar el alba ya estaban nuevamente en marcha. Los hombres del pueblo habían mirado su caballo con ojos demasiado ávidos.
Al suroeste se elevaba sobre el horizonte una cadena de altas montañas boscosas, y hacia allí se dirigieron. Ya no había caminos, sólo estrechas veredas que ninguno podía imaginar adónde llevaban. Una vez vieron sobre una colina tres casas, ocultas entre enormes encinas. Pasaron de largo, a pesar de que casi se les habían terminado las provisiones: tres familias podían ponerse de acuerdo con mucha facilidad para repartirse el botín, si alcanzaban a verlos.
Al atardecer, ya en las faldas de las montañas boscosas, se toparon con una ancha huella dejada por reses y caballos. La siguieron. Primero vieron subir el humo, luego se abrió ante ellos un profundo valle y, en la ladera opuesta, apareció un pueblo grande, con una treintena de casas, una iglesia y un pequeño castillo en la parte más alta. El lugar donde ellos se encontraban estaba bastante más elevado, y desde allí vieron a unos pastores que arreaban a un rebaño de vacas hacia el vallado que rodeaba el pueblo. Vieron asimismo al centinela de la torre del castillo, inclinado sobre el pretil, y a las mujeres que, con blancos atados de ropa sobre la cabeza, subían por el sendero empinado y serpenteante que partía del río.
El capitán decidió pasar también esa noche al raso. Ya era muy tarde, y el camino a través del valle era muy largo. Cuando llegaran al pueblo ya habría oscurecido, y tan pocos minutos antes de la caída de la noche nadie recibe bien a dos forasteros a los que nadie conoce y que no vienen en nombre de nadie.
Salieron del camino, internándose en el bosque, borraron sus huellas tan bien como pudieron, ataron firmemente al animal y el joven le echó un par de ramas para que comiera. Ya era de noche.
Al joven le tocaba hacer la última guardia de la noche. Se había buscado un lugar al borde de la pendiente, sobre un saliente rocoso desde donde veía todo el valle. Hacía fresco y Lope estaba completamente despejado. Por el levante, el cielo se tornaba gris y transparente. Se oyeron los primeros trinos de los pájaros y poco después, en el pueblo, los rebuznos de un asno y el canto de los gallos. La campana de madera de la iglesia empezó a repicar, apenas perceptible sobre el constante murmullo del río que corría en el fondo del valle. Tenues columnas de humo brotaron de los tejados, y las puertas se abrieron ruidosamente desde dentro. Salieron las primeras personas: hombres que meaban sobre el estiércol, mujeres provistas de odres que iban al río a recoger agua. Luego sacaron a los animales fuera del vallado y, en la puerta del castillo, se bajó el puente levadizo y apareció tras él un solo hombre, montado a caballo, que atravesó el pueblo y se perdió de vista por el camino en dirección al norte. Más abajo, salió del vallado una manada de gansos seguida por una muchacha descalza y vestida de azul, que llevaba un delgado bastón en la mano. Cuando un perro salió a su encuentro, los gansos estiraron el pescuezo y Lope casi creyó que los oía graznar. De pronto todo aquello se le había vuelto familiar, era exactamente como en el pueblo donde él había nacido. Allí, su hermana había sido la encargada de cuidar de los gansos. Lope intentó encontrar en su memoria la cara de su hermana, dos años mayor que él. El joven recordaba su espesa cabellera castaña y sus ojos serios mirándolo con severidad bajo las cejas fruncidas. Pero su cara se había desvanecido. También la imagen de su pueblo permanecía sólo vagamente en su memoria, pero creía recordar que en casa todo había sido mucho más grande que en ese pueblo que contemplaba ahora, las casas más cómodas, los campos más extensos. No tenían un castillo, pero a cambio la iglesia era mucho más grande, incomparablemente más hermosa, y durante un momento tuvo ante sí la imagen de su padre, vestido con su casulla blanca y levantando el cáliz detrás del altar, y se vio a si mismo junto a él, sujetando el incensario, en el que se quemaban enebrinas y piñas. Por un instante sintió incluso su olor. Pero la imagen no tardó en volver a desvanecerse. Había pasado tanto tiempo. Tantos años.
La muchacha de los gansos había llegado al sendero que cruzaba el río, y llevaba a su manada por la margen del río más próxima, para que los animales pudieran arrancar las jugosas hierbas del talud de la orilla.
El joven recordó el día en que el conde llegó a su pueblo. Ese día, su hermana había tenido que confiar sus gansos a otra muchacha. Su padre la había encerrado en la casa y ella tuvo que ver a través del tragaluz del techo al conde y su gran séquito entrando en el pueblo. Tampoco habían permitido a la muchacha que acudiera a la iglesia cuando su padre celebró una misa ante el conde y la dueña. Era la chica más guapa de todo el pueblo, y su padre temía que el conde quisiera llevársela consigo a su corte de Guarda.
Pero entonces el conde lo llamó a él. Y a él se llevó consigo.
Todo un día había durado el viaje a Guarda, que Lope hizo montado a la grupa del caballo de un escudero. En el castillo del conde había pasado tres meses, llorando de nostalgia por las noches. Luego lo llevaron a Sabugal, otra vez todo un día montado a la grupa de un jinete. Llegaron a su destino de noche, y el joven creyó firmemente que esta vez lo habían llevado de regreso a las cercanías de su pueblo. La mañana siguiente, Lope observó el paisaje desde la cocina y, al ver las colinas sobre el río y las montañas que se levantaban detrás, estuvo convencido de que su pueblo tenía que encontrarse tras aquella serranía. Cada mañana contemplaba las montañas desde la cocina y se consolaba pensando que sólo tenía que atravesarlas para volver a casa. Ya no lloraba. Y un día de primavera, cuando la nieve se hubo derretido, el joven se escapó a hurtadillas, trepó por la colina y siguió montaña arriba. Corrió cada vez más rápido, los latidos de su corazón cada vez más fuertes. Trepó por los peñascos que surgían a su paso y, finalmente, llegó al punto más elevado. Ya nada le estorbaba la visibilidad. Vio un vasto paisaje, pero su pueblo no estaba en él. No había más que un amplio valle pedregoso y, más allá, otra cadena montañosa, y, tras ésta, otra más alta.
Nunca volvió a ver su pueblo.
Se sobresaltó al oír los gritos del capitán a sus espaldas:
– ¡Lope, Lope!
Tardó un momento en comprender que lo llamaban a él. Era la primera vez que el capitán lo llamaba por su nombre.
– ¿Qué estás haciendo ahí? ¿Qué pasa? -preguntó el capitán.
– Nada -contestó Lope-. Todo tranquilo, capitán.
El joven echó un último vistazo al pueblo y el valle, y buscó con la mirada a la muchachita del vestido azul. Ahora la chica estaba a unos trescientos pasos del sendero, en la linde de un pinar que, río arriba, subía tapizando las colinas. De repente, la muchacha se paró, levantó un brazo en gesto defensivo, se dio la vuelta y echó a correr. Corría de regreso al sendero, tan rápido como podía. En plena carrera, levantó los brazos, se tambaleó, cayó de rodillas y se dio de bruces contra el suelo. Con los brazos todavía por encima de la cabeza, intentó arrastrarse, luego se detuvo y dejó de moverse.
En un primer instante, Lope estuvo a punto de levantarse de un brinco y salir corriendo hacia ella. Tuvo que esforzarse para permanecer sentado. Vio que los gansos corrían en desbandada, estirando el pescuezo hacia el bosque. Entonces vio a unos hombres, a dos. Estaban bien ocultos a la sombra de un bloque de piedra en los linderos del bosque. Lope los vio sólo porque se movían, de no ser así no habría podido descubrirlos desde esa distancia. Llevaban arcos, que sostenían en posición de disparar apuntando hacia la muchacha, que seguía inmóvil en el suelo.
– ¡Capitán! -gritó Lope. Retrocedió a cuatro patas, informó precipitadamente al capitán, tirando de él para que fuera a ver lo ocurrido-. ¡Allí! -dijo señalando el bloque de piedra. Los hombres habían desaparecido.
– ¿No habrán sido moros? -preguntó el capitán.
– ¡Tenían arcos largos! -dijo Lope.
– ¿Y sólo has visto a dos?
– Sólo a los dos hombres armados con arcos.
El capitán se mordió el labio inferior.
– ¡Maldita sea, maldita sea! Si sólo fueran dos no habrían disparado a la muchacha. No tan cerca del pueblo -dijo estrujándose la perilla de chivo con la mano derecha.
Dos jinetes salieron del castillo, atravesaron el pueblo, llevaron sus cabalgaduras pendiente arriba y se alejaron por el mismo camino por el que había desaparecido el otro jinete un rato antes. Todo estaba tranquilo y silencioso, sólo un campesino araba su sembrado, azuzando sin desfallecer a sus bueyes con furiosas maldiciones y gritos.
– ¡Esto me huele mal! -dijo el capitán, golpeándose la concavidad de la mano con el puño-. ¡Muchacho, esto me huele pero que muy mal!
Poco después apareció en la ladera opuesta el primer jinete. Salía del pinar. Espoleó a su caballo en diagonal hacia el pueblo. Llevaba armadura, una lanza corta y un escudo alargado. Montaba un pequeño bayo que galopaba con increíble rapidez en aquel terreno difícil y escarpado. El siguiente jinete lo seguía muy de cerca, y tras él iba toda una tropa, todos con cotas de malla, lanzas y yelmos de hierro: en total doce hombres seguidos por cuatro mozos que tiraban de caballos de reserva. El campesino que estaba arando la tierra los vio antes que nadie, detuvo sus bueyes y corrió hacia el pueblo. Lope y el capitán lo oyeron gritar. Vieron que el centinela apostado en la torre se llevaba el cuerno a la boca: sintieron el toque de alarma incluso antes de oírlo. Vieron a las mujeres correr con sus faldas ondeando al viento a través de los sembrados, en dirección a la entrada posterior del pueblo. Vieron a un anciano cojo que, con gran esfuerzo, intentaba cerrar la puerta del vallado exterior. El primer jinete ya estaba a sólo cincuenta pasos de allí. Otros dos abandonaron la formación y salieron en pos del campesino, que, al darse cuenta de que no llegaría a tiempo a la puerta, se desvió y se precipitó pendiente abajo a grandes zancadas. Cuando lo alcanzó su primer perseguidor, el campesino se arrojó al suelo y se arrastró hasta un peñasco. No dejó escapar ningún sonido cuando le clavaron el acero.
Los otros jinetes ya habían llegado a la puerta del pueblo. El viejo que había intentado cerrarla yacía a un lado, en el suelo. Los jinetes pasaron por encima del anciano y atravesaron el pueblo en dirección al castillo, pero dieron media vuelta al ver que la puerta del castillo estaba cerrada y que tres hombres asomaban por encima del pretil. Probablemente lanzaban flechas a los jinetes, aunque Lope y el capitán no alcanzaban a distinguirlo desde tan lejos. Lo que sí oían con claridad eran los gritos, gritos estremecedores, y las sonoras voces con las cuales se comunicaban entre sí los atacantes.
– ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! -dijo el capitán. Seguía en la misma posición que cuando empezó el ataque, golpeándose la concavidad de la mano con el puño, sin perder de vista el pueblo-. ¡Seis semanas! ¡Maldita peste! -dijo entre dientes.
– ¿Qué pasa? -preguntó Lope.
El capitán no respondió.
De uno de los tejados de la parte alta del pueblo, cerca del castillo, se elevaba ahora una espesa columna de humo amarillento, y tres jinetes provistos de largas escobas de paja encendidas bajaron por la calle del pueblo prendiendo fuego a la hilera de casas. Cuando llegaron a la puerta, las llamas ardían ya muy altas, y harapos encendidos salían disparados hacia el cielo. La gente del pueblo corría en todas direcciones, como gallinas espantadas por un azor. Los atacantes no parecían prestarles ninguna atención. Cinco de ellos, el del bayo antes que ninguno, se habían dispersado en lo alto de la colina para luego volver a bajar, arrear el ganado, detenerse de pronto, abrirse y unirse en formación, claramente visibles sobre el fondo brillante del cielo. Parecía como si alguien los atacara desde el otro lado de la colina. Partieron todos al galope al mismo tiempo, lanza en ristre, y desaparecieron por la cima de la colina, mientras el ganado, desbocado, se dispersaba por la pendiente.
Las casas que flanqueaban la calle del pueblo ardían. El capitán y Lope oían el crepitar del fuego y el crujir de los maderos quebrándose por el calor del incendio.
De pronto, un jinete apareció en lo alto de la colina y bajó a todo galope, pasando por delante de la puerta del castillo, en dirección al río. Bajó la escarpada pendiente con tal velocidad que por momentos parecía que el caballo fuera a rodar por el suelo. Sólo cuando ya había alcanzado la orilla aparecieron sus perseguidores, tres hombres en apretada formación, encabezados por el que montaba el bayo. Cuando llegaron a la parte escarpada hicieron alto. Abajo, el perseguido había saltado al río con su caballo, y luchaba contra la corriente y contra el miedo del animal. Sus tres perseguidores seguían en el recodo más alto del sinuoso camino que atravesaba la parte escarpada. Parecían indecisos. Finalmente desmontaron y empezaron a arrojar piedras al otro hombre. Éste había conseguido con gran esfuerzo arrastrarse hasta los peñascos de la orilla opuesta y ahora intentaba desesperadamente subir también a su caballo. Cuando el animal pisó por fin terreno llano, el hombre apenas pudo volver a montar. Parecía tener herido el brazo derecho, que colgaba inerte de su cuerpo.
– ¡Larguémonos de aquí! -dijo el capitán-. ¡Tenemos que irnos!
El hombre avanzaba directamente hacia ellos. Llevaba un yelmo redondo con protector nasal y una coraza mora adornada con tela verde. Cuando se internó en el bosque, debajo de Lope y el capitán, sus tres perseguidores dieron media vuelta y cabalgaron nuevamente hacia el pueblo.
– ¡Desata el caballo! -dijo el capitán, cogiendo su yelmo. Luego se dirigió hacia el camino por el que habían llegado la noche anterior, se ató la correa del yelmo debajo de la barbilla y se puso los guantes, mientras Lope le seguía con el caballo.
Cuando llegaron al camino, el capitán subió al caballo y pidió a Lope que le alcanzara la lanza. El hombre estaba debajo de ellos, en la pendiente. Prácticamente colgaba de la silla, apoyándose con la mano izquierda sobre el pomo del arzón e intentando penosamente mantenerse erguido; el hombro derecho le caía en una posición poco natural y el brazo se balanceaba inerte. También el caballo estaba maltrecho; tenía un brazo empapado de sangre.
– ¡Eh! -gritó el capitán cuando el hombre estuvo a veinte pasos de ellos. El hombre no pareció escucharlo. Sólo al tercer grito del capitán se dio cuenta de que lo llamaban. Levantó la cabeza y miró a Lope y al capitán con ojos vacíos. De pronto dobló el brazo izquierdo, perdió el equilibrio, resbaló de la silla y cayó a tierra blandamente por el lado derecho del caballo, golpeándose la cabeza contra el suelo. Quedó tendido con las piernas apuntando hacia la testa de su caballo.
Aún estaba con vida. Tenía los ojos abiertos y miraba fijamente a Lope y el capitán. Por su rostro ceniciento, parecía que se hubiera desangrado completamente, a pesar de que no se veía ningún agujero en su coraza. Pero un mar de espuma roja brotaba de debajo del protector del cuello.
El capitán hizo una señal con la lanza y Lope se acuclilló vacilante al lado del hombre. Sabía qué tenía que hacer, pero algo lo impulsaba a retroceder espantado: el hombre, aún vivo, mantenía los ojos fijos en él, como si quisiera defenderse con la mirada. Lope empezó a desatar la correa que unía la coraza del hombre al protector del cuello, pero el capitán le gritó:
– ¡Deja eso! ¡Déjalo! ¡Sólo el caballo! -dijo saltando de su cabalgadura, y arrancó al hombre las riendas, que todavía tenía en la mano-. ¡Maldición! ¿Es que no has visto quién era aquél de allí arriba? -Se inclinó sobre el caballo y examinó la herida del brazo del animal, que sangraba copiosamente; era un corte abierto, de un palmo de largo.
Lope estaba como paralizado. De repente supo a quién se refería el capitán; lo supo, pero se negaba a creerlo.
– ¿El castellán? -preguntó con voz débil.
– ¡Quién si no! -gruñó el capitán-. ¡Maldito carnicero! No se da por vencido… ¡Seis semanas y todavía no se da por vencido! -Mientras decía esto, había empezado a arrancar pelusas de lana de la manta de la silla de montar, para taponar con ellas la herida del caballo-. ¿Por qué crees que ha dejado escapar a este hombre? Sabía muy bien que éste ya estaba liquidado. Cuando termine con el pueblo enviará a unos cuantos hombres por él. ¡Quiera Dios que ya estemos lo bastante lejos cuando eso ocurra!
El capitán pidió a Lope que le alcanzara las riendas de su yegua y apartó a ambos animales del camino, internándose entre los árboles.
– ¡Borra las huellas! -gritó a Lope por encima del hombro.
El hombre los siguió con la mirada. Todavía quedaba un resto de vida en él, y movía los labios como si quisiera lanzarles una maldición. Lope hizo la señal de la cruz y se dio la vuelta, pero se llevó consigo la imagen de esos ojos fijos, en los que ya brillaba la muerte.
Un pájaro cantaba ante la ventana, fuerte y sin descanso, con trinos sostenidos que siempre terminaban en un tono alto e interrogante. Aún estaba oscuro. Fuera empezaba a despuntar el alba. Había que cerrar las mosquiteras. Ibn Ammar yacía de espaldas, estirado, desnudo bajo la fresca sábana de lino, que olía a clavel. Estaba relajado, los brazos y piernas completamente laxos, los ojos entornados, escuchando los melodiosos trinos acompañados del agudo silbido final, que sonaba como una incitante señal. Hasta que, de pronto, el pájaro interrumpió su canto y echó a volar. Poco después se oyeron a lo lejos unos gritos espantosos que rompieron bruscamente la paz de la mañana.
Ibn Ammar estiró el brazo bajo la sábana y buscó a tientas con la mano, pero el otro lado de la cama estaba vacío; sólo un hálito de calor indicaba el lugar en el que había estado la muchacha. Ella había ido a la cocina, para tener listo el desayuno antes del amanecer. Seis días había pasado Ibn Ammar sin tocarla. Era sólo una criada encargada de llevar la casa. Ibn Ammar no había pensado hacerla servir también en su cama. Pero esa noche, al volver a la casa en busca de un lugar fresco tras un largo y caluroso día de ayuno en la terraza, esa noche tibia y preñada del perfume de las rosas, bajo un brillante cielo estrellado y sin luna, después de haber bebido demasiado vino muy deprisa y con el estómago vacío, el deseo de poseer a una mujer se había impuesto. Ibn Ammar había llamado a la muchacha y había encontrado bajo su buba un cuerpo delgado, firme pero flexible, y, bajo el pañuelo que le cubría la cabeza, un rostro joven y hermoso. Ella se había resistido, quedándose rígida entre sus manos, y él la había tomado bruscamente en la avidez de la borrachera. Pero más tarde, cuando la borrachera ya se había disipado, Ibn Ammar intentó borrar ese mal comienzo, y, bajo su cuidadoso abrazo, el rostro de la muchacha recuperó su dulzura. Entonces ella se había despojado del manto de temor que la envolvía y su melosa ternura había despertado los sentimientos de Ibn Ammar hasta más allá de lo conveniente, tratándose de una criada.
Ibn Ammar se sentó en la cama al verla entrar en la habitación con la bandeja del desayuno en equilibrio sobre una mano, envuelta descuidadamente en su ghilala, el cabello aún alborotado por la noche. La vio quitarse las sandalias y arrodillarse junto a su cama, una sonrisa entre avergonzada y cómplice en el rostro, el comienzo suavemente redondeado de sus pechos en la abertura de la ghilala. La muchacha intentó cubrirse al notar la mirada de Ibn Ammar, pero él no la dejó hacerlo. Con una suave presión, separó sus dedos del ribete de la ghilala, cogió firmemente a la joven, le quitó el traje deslizándolo por encima de sus hombros y la atrajo hacia sí. Sus cabellos estaban impregnados del perfume fresco y cálido del pan recién horneado.
Ibn Ammar se levantó poco antes de amanecer. Subió a la terraza y contempló sobre el amplio valle del Segura, allí donde éste se abría al mar, el disco rojo del sol, que surgía lentamente entre los vapores del alba. La muchacha estaba abajo, lavándose en el pozo del patio interior. Él la veía vagamente entre el tupido follaje de las parras que cubrían enteramente la baranda. Ella estaba desnuda y despreocupada de su desnudez. Ibn Ammar la oía tararear una melodía.
Recordó una mañana, una mañana al término de una larga fiesta en la terraza del palacio de Dimaq, en las afueras de la ciudad, cuando todos, el príncipe y los pocos hombres de confianza que aún lo rodeaban, se encontraban en ese vacilante estado en el que la cabeza, llena de bruma, vuelve a despejarse, mientras que el cuerpo empieza a adormecerse, en ese estado de clarividencia en el que los ojos y las orejas perciben colores y sonidos nunca antes percibidos, todos los sentidos se agudizan hasta lo inaudito, los pensamientos poseen una dolorosa agudeza y, al mismo tiempo, cabeza y cuerpo se colman de paz, de una paz celestial, que todo lo nubla y todo lo esclarece. Recordó una mañana así. El príncipe había mandado traer a sus djawari. Las muchachas habían salido rápidamente a la terraza, todavía sumidas en sus sueños, todavía adormiladas. Se habían agolpado alrededor de la fuente y se habían lavado los ojos. Las gotas de agua quedaron colgando de sus rostros como gotas de rocío, y la brisa matutina abolsó sus ligeros vestidos de seda, que, a la luz del sol naciente, dibujaban las siluetas de sus cuerpos esbeltos, tentadoramente hermosos. Pero la atmósfera ingrávida de esa mañana no hacía brotar ningún deseo físico. Las muchachas eran como flores, como dulces potrancas de largas piernas en un prado bañado por el sol de la mañana, tan asustadizas e inocentes que todos contenían la respiración para no destruir esa bella imagen.
Aún estábamos despiertos, cuando la noche lavé
con rocío el negro maquillaje de sus ojos
y la suave brisa de la mañana
trajo hasta nosotros el perfume del vino.
El perfume tenía cuerpo, nosotros no;
el vino era como un fuego fresco en la aurora.
Aquella mañana al-Mutadid había regalado a Ibn Ammar una muchacha, en agradecimiento por la inspiración de este poema. El príncipe nunca había sido más generoso que en esos momentos de serena ingravidez, tras una noche bebiendo en espera de la mañana.
Ibn Ammar pasó la mañana escribiendo. El comerciante en paños le había hecho tantos encargos que apenas daba abasto. A él tenía que agradecer su nuevo domicilio, donde vivía desde hacía una semana. Era una pequeña casa de campo a algo más de una hora de camino de la ciudad, al pie de las montañas, justo al lado del canal de riego que delimitaba las huertas del sur. Era un edificio de una planta con un pequeño patio interior. La esquina norte de la casa tenía la forma de una torre fortificada y era dos veces más alta que el resto de la casa. La parte inferior de esta torre estaba rodeada de un sólido muro; la superior, provista de almenas: un pequeño bastión que antiguamente debía de haber ofrecido protección contra cualquier ataque a los anteriores ocupantes de la casa. Ahora los muros estaban cubiertos de arriba abajo por parras, lo cual quitaba a la torre su aspecto marcial y hacía que pareciese la copa de un árbol que salía de la casa. También crecían parras sobre la pérgola que rodeaba la casa. Todo el edificio desaparecía casi en medio del verde. Era como una parte viva del jardín que lo enmarcaba, un jardín umbroso hecho para contemplarlo, de entre cuarenta y sesenta pasos, rodeado por un muro de la altura de un hombre, que quedaba oculto tras los rosales trepadores y los geranios. En el centro se levantaba un quiosco de construcción ligera rodeado por palmeras. Y, oculto entre arbustos y colchones de flores, un susurrante arroyo que se alimentaba, mediante una noria, del agua del canal de riego que corría tras el muro.
Según Ibn Mundhir, la casa pertenecía a un antiguo médico de la corte, quien la había hecho construir para su mujer. La mujer había muerto, y era de suponer que la casa estaba vacía desde hacía años. Ibn Ammar había podido ocuparla por un alquiler mensual de dos dinares. La casa era demasiado lujosa para ese precio; el equipamiento, que incluía mula y jardinero, demasiado completo; la muchacha, demasiado bonita para criada. Aquello era un regalo. Algún día tendría que pagar por él.
Por la tarde fue a buscarlo un mensajero del comerciante en paños. Ibn Mundhir estaba en su casa de campo, que quedaba dos millas al suroeste de allí, en medio de las montañas, en un valle transversal oculto entre boscosas laderas. El comerciante estaba allí desde el inicio del ramadán; iba a la ciudad sólo muy de vez en cuando, y se mantenía en contacto con sus negocios en Murcia y Cartagena a través de mensajeros. La casa estaba en un lugar muy bien elegido para este fin. La carretera era fácilmente accesible desde allí gracias a un camino de herradura, y Murcia estaba al alcance de la vista. Y si hacía falta tomar una decisión urgente, podía establecerse una rápida comunicación con ambos lugares mediante palomas mensajeras.
Un criado esperaba a Ibn Ammar en la puerta. Era la segunda vez que Ibn Mundhir lo recibía en esa finca. Ibn Ammar siguió al criado hacia el patio interior de la casa señorial, donde un surtidor esparcía agua pulverizada que se quedaba flotando en el aire como una fina niebla y hacía aparecer un arco iris. Cuando entraban en el emparrado que rodeaba el patio interior, en el otro extremo se abrió una puerta por la que salió una mujer vestida con una jubba azul. No llevaba velo. Sólo cuando advirtió que el hombre que se acercaba a ella era un forastero, se llevó el velo a la cara, se detuvo de golpe, dio media vuelta rápidamente y volvió a desaparecer tras la puerta. Pero Ibn Ammar ya la había reconocido, quizá precisamente porque ella se había subido el velo, pues la imagen de sus ojos en la estrecha abertura que dejaba al descubierto el litham permanecía grabada con fuego en la memoria de Ibn Ammar. Eran los ojos que una vez le habían recordado a su madre. Era la doncella que le había pedido que escribiera un verso de respuesta a una declaración de amor, frente a la mezquita principal.
El criado acompañó a Ibn Ammar hasta la sala de baños y lo dejó en manos de un mozo, quien le quitó la ropa y le entregó una futa blanca como la nieve. Ibn Ammar apenas podía ocultar su excitación. «Te vi tras las rejas de la ventana…» Así pues, su intuición no lo había engañado. La doncella era la enviada de aquella mujer que le había hablado a través de la ventana de rejas el día de la fiesta.
Ibn Ammar tomó un corto baño para quitarse el polvo del viaje, y dejó que el mozo le diera fricciones y masajes. Cuando volvió a la maslah, se encontró con que allí lo esperaba el dueño de la casa, envuelto en un brillante capote azul y con una toalla del mismo color enrollada en la cabeza de manera tal que semejaba el turbante de un erudito. Ibn Mundhir se veía descansado, fuerte, nervudo. Bajo el turbante azul destacaba su rostro moreno por el sol.
Ibn Ammar lo observó con expectante atención. Una recepción en los baños era algo nuevo. Algo había cambiado. A un insignificante katib no se lo recibe en la sala de baños.
El comerciante se echó aceite en las manos y se frotó los dedos con sumo cuidado. Esperó hasta que el hammani los hubo dejado solos, y entonces dijo con voz malhumorada y ronca:
– Te he hecho venir para transmitirte una invitación, una invitación a la fiesta del final del ayuno en la corte de Hassún ibn Tahir, el príncipe heredero. -Estaba sentado junto a la piscina, en la que metía la punta de los dedos para luego humedecerse los labios con ellos. Parecía que el ayuno le causaba un gran fastidio-. Puedes pasar la noche en mi casa y partir mañana al mediodía. Pondré a tu disposición a dos de mis hombres para que te acompañen.
Ibn Ammar se recostó cómodamente. Así que era eso. Así que eso era lo tenían pensado para él.
El príncipe heredero vivía en un palacio de verano a tres horas de viaje de Murcia, hacia el norte, en un valle transversal del Segura. Era un hombre sin ambiciones, según se decía; no sentía el menor interés por los asuntos de gobierno, y, si se hacía caso de las habladurías que corrían por la ciudad, tampoco daba la talla que era de esperar en un sucesor al trono. Pero era el primogénito del qa'id y, como tal, el designado para sucederlo. Ibn Ammar nunca lo había visto en persona.
– ¿A quién tengo que agradecer la invitación? -preguntó cortésmente.
Ibn Mundhir continuaba humedeciéndose los dedos.
– Alguien se ocupó de que el príncipe heredero leyera el poema que escribiste para el príncipe Muhammad. Al parecer, quedó impresionado. Hassún ibn Tahir muestra más interés por la literatura y la poesía que su hermanastro. Si es posible, mañana deberías intentar superarte a ti mismo cuando te presentes ante él. -El comerciante echó a Ibn Ammar una breve mirada escrutadora, con el rostro liso e inexpresivo, sin dar la menor oportunidad de que se leyera en él qué era lo que realmente pensaba de Hassún ibn Tahir-. Quiero ser franco -continuó, con voz apagada-. Nos han informado de que el qa'id está muy enfermo. Los médicos no dicen nada, como de costumbre, pero parece que ya casi ninguno espera que se cure. Nadie contaba con esto. El qa'id siempre ha disfrutado de muy buena salud. Que Dios lo ampare. -Se levantó y, volviendo la espalda a Ibn Ammar, se colocó frente a la elevada ventana que daba al parque-. No tenemos mucha información sobre las intenciones del príncipe heredero. Casi no tenemos contacto con las personas que lo rodean. Al parecer son más bien hombres de dudosa reputación: astrólogos, curanderos bizantinos, literatos de segunda… A un hombre de tu talento no puede resultarle difícil ganarse su confianza.
– ¿Qué esperáis que haga? -preguntó serenamente Ibn Ammar.
El comerciante dio media vuelta girando sobre sus talones y miró a Ibn Ammar directamente a los ojos.
– Nada -dijo sin titubear-. Nada en especial. -Parecía sincero. Empezó a andar en círculos por la maslah, con las manos a la espalda-. Pero el negocio del comercio exterior se ha puesto muy difícil. Ahora es más inseguro que nunca antes. Barcos de Pisa y Génova mantienen una auténtica guerra de corso en la ruta de Sicilia. ¡Dios los maldiga! También las rutas comerciales del Magreb están expuestas a constantes ataques. Fez ha sido conquistada por una banda de beduinos, y no sabemos nada de nuestros agentes comerciales destacados allí. Palermo, devastada por una nueva y dura derrota ante los normandos, y el comercio con Sicilia interrumpido por completo. Llegan malas noticias de todas partes, que Dios nos ampare. Estaríamos tranquilos si supiéramos que cerca del príncipe heredero hay un hombre que conoce estos problemas; eso es todo. -Su voz era tan ronca que ya casi no se le entendía. Se detuvo junto a la piscina y volvió a humedecerse los labios.
– No sé si conozco lo bastante bien vuestros problemas -dijo Ibn Ammar titubeando-. Casi todas las cosas que me acabáis de decir son nuevas para mí. Yo escribo poemas, entiendo algo de literatura y quizá también de ciencia, pero no sé nada de comercio.
Ibn Mundhir se volvió hacia él y, por primera vez desde que Ibn Ammar lo conocía, su rostro mostró algo parecido a una sonrisa amigable.
– Ya tendremos ocasión de hablar de ello -dijo el comerciante-. Eres un hombre muy rápido de entendimiento; nos entenderemos.
Llamó al hammami dando unas palmadas, se sacó el turbante de la cabeza, se inclinó sobre la piscina, sumergió ambas manos y se tumbó sobre su espalda.
– He mandado preparar una pequeña comida. Espero que seas mi invitado.
Ibn Ammar observó al comerciante, que lamía con avidez los dedos humedecidos mientras el hammami lo ayudaba a vestirse, y lo que vio fue a un hombre pequeño y delgado, calvo, con la piel de la cabeza muy pálida, en marcado contraste con su cara morena, ya no tan imponente como antes, como si al quitarse el turbante hubiera perdido también parte de su dignidad.
Un príncipe enferma, su hijo tiene un par de manías que lo hacen inaccesible para los poderosos comerciantes del bazar, y eso basta para que se empiecen a enhebrar simples palabras sobre un insignificante katib, haciendo de éste un huésped honorable y un aliado, pensaba Ibn Ammar.
Cuando salieron de los baños los recibió un enorme parque. El camino, de suave pendiente, ascendía a la sombra de los pinos. A una cierta distancia, a la izquierda del camino, se levantaba un seto tras el cual se extendía la parte privada del parque. El dueño de la casa caminaba en silencio, con paso rápido y enérgico. Sostuvo el ritmo, sin esfuerzo visible, hasta que llegaron al punto más alto del parque, a unos trescientos pasos de los baños. En esa pequeña elevación del terreno, coronada por una torre de tres plantas, hacían esquina los muros que rodeaban la finca. Cuando subieron a la primera plataforma se abrió ante ellos una amplia vista del norte, Murcia, y del este, el valle del Guadalentín y las montañas que se alzaban detrás; el sol flotaba sobre ellas como una gran bola de fuego.
Ibn Mundhir se acercó al pretil, apoyó ambos brazos y se quedó en esa posición hasta que el sol se escondió tras las montañas. Un criado apareció sin hacer ningún ruido, vertió sobre las manos del comerciante y su invitado el agua para las abluciones y volvió a retirarse con el mismo sigilo, mientras los dos hombres cumplían con la oración. Un instante después regresó el mismo criado con dos grandes bandejas plateadas llenas de comida, colocó los ahumadores para espantar a las moscas y escancio vino.
Ibn Mundhir se dio la vuelta.
– Cuanto más viejo me hago, más me atormenta la sed -dijo el comerciante, agobiado-. Cada tarde tomo un baño, sólo para tragarme un poquito del agua. Que Dios me perdone. Cuando el ramadán cae en la época calurosa, los días se hacen terriblemente largos.
Caminó junto al pretil, mirando hacia el parque. Sólo se veía la parte occidental, donde se encontraban la casa de huéspedes y los edificios de explotación de la finca. La mayor parte de la zona privada quedaba oculta tras la enorme copa de un pino.
– Estos instantes -siguió diciendo en voz muy baja-, cuando el sol ya se ha puesto y ya he hecho la oración; estos instantes de duda, en los que ya se me permite comer y beber, y, sin embargo, todavía espero un momento antes de sentarme a tomar el primer trago y el primer bocado; estos instantes son los que más me agradan. A mi edad, me dan más placer que ninguna otra cosa. Son los únicos instantes en los que me siento realmente libre, dueño de mis decisiones. -Dirigió la mirada hacia los platos tentadoramente dispuestos, las garrafas de cristal metidas en cubas llenas de hielo para mantenerlas frescas. Y, en un repentino arranque, se apartó del pretil y se sentó en uno de los cojines-. Tampoco hay que prolongarlos demasiado -añadió, refunfuñando.
Ibn Mundhir comió y bebió con sano apetito, masticando cuidadosa y largamente con exagerados movimientos de mandíbula, como si siguiera el consejo de un médico que le hubiera recomendado triturar cada bocado con un número determinado de mascadas. Luego, entre bocado y bocado, empezó a hacer breves preguntas a Ibn Ammar. Preguntas sobre el tiempo que había vivido en Sevilla, sobre al-Mutadid, el príncipe, sobre la posición de Ibn Ammar en la corte del príncipe, sobre su relación con el príncipe Muhammad ibn Abbad. Preguntas que ponían de manifiesto que el ajedrecista ya lo había informado exhaustivamente de todos los detalles.
– ¿Y tus relaciones con el príncipe eran de tipo amistoso?
– Muy amistosas -confirmó Ibn Ammar.
– ¿Más que amistosas, quieres decir?
– Mucho más -dijo Ibn Ammar sin malicia. Dios sabía la gran amistad que lo había unido al príncipe. La primera vez que se vieron él tenía veintitrés años; el príncipe, catorce. Poco antes se había hecho un lugar entre los poetas de la corte, y era, con mucho, el más joven de todos cuantos gozaban del favor del monarca. El príncipe acababa de salir de la pubertad; era un joven muy poco educado, con granos en la cara, un gran corazón y una fatal inclinación hacia la poesía. Ibn Ammar era su gran modelo. El príncipe lo seguía con incansable devoción, unas veces respetuoso, otras molesto, otras simplemente fascinado. Leía en los ojos de Ibn Ammar todos sus deseos y lo colmaba de regalos; hasta mandó construir para él un palacio en Silves, junto al suyo, para tenerlo siempre cerca. No tomaba ninguna decisión sin antes pedir consejo a Ibn Ammar. Sí, había sido más que una estrecha amistad.
¿Quieres decir que vuestras relaciones eran más intimas de lo que es normal entre dos hombres? -preguntó Ibn Mundhir con moderada insistencia.
Por un momento, un sentimiento de furia invadió a Ibn Ammar. La vieja y estúpida sospecha de siempre. Igual que en Sevilla. Estaba a punto de responder violentamente, pero de pronto recordó el encuentro con la doncella esa tarde, en el patio interior de la casa, y pensó que posiblemente en ese mismo instante una mujer de la casa de Ibn Mundhir estaba buscando la forma de hacerle llegar un mensaje, y esta idea lo divirtió tanto que le hizo olvidar su enfado.
– No -dijo.
– Pero ¿había rumores? -insistió el dueño de la casa.
– Suposiciones, chismes malintencionados -dijo escuetamente Ibn Ammar.
– Rumores a los que el monarca dio crédito -continuó impasible el comerciante.
– Por desgracia -contestó Ibn Ammar. Tras una pausa, añadió a modo de explicación-: Su hijo mayor, Ismail ibn Abbad, el príncipe heredero, mantenía ese tipo de relaciones de las que habláis. Por eso, el monarca tenía un oído abierto a las murmuraciones.
– ¿Y no pudiste disipar sus sospechas?
– No; me fue imposible. Ya no me concedió audiencia. Una vez decretado mi destierro, me dieron sólo tres horas de plazo para abandonar la ciudad.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace cinco años; hace exactamente cinco años.
– ¿Y el príncipe? ¿No pudo interceder por ti ante su padre?
– No -dijo Ibn Ammar-. Vos no conocéis al monarca de Sevilla. Al-Mutadid nunca reconsidera una decisión.
– ¿Y el príncipe no te ayudó en el destierro?
– Lo hizo. Me ayudó contra la voluntad de su padre. Primero estuve en Málaga. Cada semana, el príncipe me enviaba un mensajero con dinero, cartas, poemas, regalos. Estábamos en constante contacto, hasta que su padre lo averiguó. Me fui a Almería. Allí reiniciamos nuestros contactos, con cuidado, en secreto, cambiando de mensajeros y de puntos de encuentro. Pero su padre volvió a descubrirnos y envió a dos de sus hombres a matarme. Por eso huí a Murcia y empecé a jugar al escondite. Temía por mi vida.
Ibn Mundhir lo miró con expresión de duda.
– Ese temor, ¿es realmente fundado?
– Yo he visto con mis propios ojos a los dos hombres que me perseguían -dijo Ibn Ammar. Al ver que aún quedaban rastros de duda en los ojos de Ibn Mundhir, añadió tranquilamente-: Vos no conocéis a al-Mutadid, os contaré algo de él.
No necesitó buscar mucho en su memoria, había tantos ejemplos… Habló de Abú Amir ibn Maslama, poeta de una distinguida familia cordobesa, que había desempeñado el cargo de visir en el califato y a quien el padre de al-Mutadid, el gran qadi, había llevado a Sevilla en calidad de amigo. Un día, al-Mutadid advirtió que Ibn Maslama siempre se mantenía reservado, mientras que los otros poetas de la corte prodigaban sus poemas de alabanza al monarca. Éste pidió a Ibn Maslama que también él le hiciera un poema de homenaje. Ibn Maslama solicitó la dimisión. Recibió serias advertencias. Una semana más tarde lo encontraron ahogado en el estanque de su casa de veraneo.
Contó el caso del arquitecto bizantino que había decorado la sala de recepción del palacio de Dimaq, con tanto arte que desde entonces el edificio pasaba por ser uno de los más hermosos de toda Andalucía. El soberano estaba muy orgulloso. Cuando el arquitecto recibió una oferta de al-Ma'mún, el monarca de Toledo, al-Mutatid le duplicó la paga, pero prohibiéndole que aceptara la oferta de Toledo. El arquitecto se marchó en secreto. Tres meses más tarde apareció apuñalado en su cama, en la corte de al-Ma'mún.
Contó la historia del comerciante en piedras preciosas Ibn Said, conocida en toda Sevilla. El comerciante había regresado de un viaje de dos años a la India, trayendo consigo una colección de hermosísimas joyas y perlas. Como de costumbre, el comprador del monarca subió a bordo del barco antes de que se concediera el permiso para desembarcar el cargamento y, despreciando todo el derecho consuetudinario, compró la colección completa a un precio que no dejaba margen de ganancia alguno al comerciante. Ibn Said acudió al qadi, pero no obtuvo justicia. Así las cosas, el viernes se presentó en la puerta de la mezquita del al-Qasr, donde se reunían quienes querían pedir justicia al monarca. Tres veces entregó su petición al secretario del monarca, y tres viernes contó a toda la gente que se reunía ante la puerta de la mezquita la injusticia que se había cometido con él. Al-Mutadid ordenó que lo detuvieran y le quemaran los ojos, confiscó todas sus propiedades y lo expulsó de la ciudad.
El comerciante en piedras preciosas, ciego y convertido en mendigo, continuó su vida, y en los años siguientes viajó a La Meca con un grupo de peregrinos. Ya en La Meca, se instaló junto a la Puerta de la Salud, por la que pasaban todos los peregrinos, y cada vez que reconocía una voz con acento andaluz, detenía a la persona y le contaba la injusticia que había cometido con él al-Mutadid.
Naturalmente, esto llegó a oídos del monarca. Este mandó escribir una carta en la que pedía perdón al comerciante y le prometía que repararía su error si volvía a Sevilla, y envió a La Meca un mensajero con la carta y una cajita llena de dinares de oro.
El mensajero encontró a Ibn Said junto a la Puerta de la Salud y le leyó la carta. El ciego se mostró desconfiado. Pidió al mensajero que le entregara la cajita, palpó las monedas y comprobó su autenticidad con los dientes. Un instante después, se desplomó, sacudido por convulsiones y echando espuma por la boca. Al-Mutadid había calculado muy bien la desconfianza del comerciante, y había mandado dar unas pinceladas de veneno a las monedas.
– Una de las características más detestables de al-Mutadid es su sed de venganza -dijo Ibn Ammar.
Ibn Mundhir dejó que su mirada errara pensativa sobre las fuentes vacías. Luego levantó la cabeza y dijo con una suave sonrisa en los labios:
– Será mejor que no cuentes esas historias en la corte de Hassún ibn Tahir. El príncipe heredero es un admirador del monarca de Sevilla, por los motivos que sean. -Ibn Mundhir sabía más de lo que decía y estaba mejor informado de lo que quería admitir. No se lo debía subvalorar.
– Tal vez yo no sea el hombre adecuado para la tarea que habéis pensado -dijo Ibn Ammar-. Mi admiración por al-Mutadid tiene sus limites, y tampoco poseo las inclinaciones que, según parece, esperabais que poseyera.
– No esperaba nada semejante -dijo rápidamente Ibn Mundhir.
– ¿No?
– ¡No!
– Pero era fácil suponerlo. Circulan rumores sobre el príncipe heredero.
– Absurdo -dijo Ibn Mundhir-. La gente habla demasiado. El príncipe ha cumplido cuarenta años y no tiene hijos, a pesar de que no le faltan mujeres. Eso siempre da pie a rumores -comentó con amargura, como si hablara por experiencia propia. Se levantó trabajosamente y añadió en tono sorprendentemente claro-: No, tú eres el hombre adecuado. Estoy convencido de que tú eres el hombre adecuado para esta tarea. Ya veremos.
A la mañana siguiente, Ibn Ammar oyó al despertar un suave canto. Esta vez reconoció la voz de inmediato. Era la qayna quien cantaba a horas tan tempranas. De modo que también ella se encontraba en la finca.
Ibn Ammar se puso a trabajar muy temprano. Se sentó en un quiosco del parque y empezó a concebir el poema que tendría que recitar esa noche ante el príncipe Hassún ibn Tahir. En algún momento apareció una persona vestida de azul, que andaba entre los árboles como buscando algo. Ibn Ammar estaba tan sumido en su trabajo que tardó en darse cuenta de su presencia. Debía de ser la doncella, pero estaba tan lejos de él que no podía gritarle que se acercara sin llamar la atención. Salió del quiosco y dio unos pasos hacia ella. Ella se alejó pendiente arriba. Estaba a unos cincuenta pasos de él, y mantenía siempre esa distancia. Era efectivamente la doncella. Al llegar a la parte más elevada del parque, la muchacha se desvió del sendero flanqueado por pinos y desapareció tras un rosal. Cuando Ibn Ammar llegó allí, ella lo esperaba tras un granado. Ahora Ibn Ammar estaba seguro de que la doncella lo estaba guiando, y de que no necesitaba correr para seguirla. Lo guió hasta los altos pinos que crecían al pie de la torre y, de repente, desapareció detrás de un árbol cuyas ramas tocaban el suelo. Al llegar al árbol, Ibn Ammar vio a la muchacha a menos de veinte pasos de distancia. Estaba a este lado del seto que dividía el parque, muy cerca del lugar donde el seto se unía con el muro exterior. La muchacha apartó una rama y atravesó el seto, perdiéndose de vista cuando la rama volvió a su lugar.
Parecía como si aquél fuese el lugar adonde la doncella había guiado a Ibn Ammar: un acceso secreto a la parte cerrada del parque. Ibn Ammar sintió que se le aceleraba la respiración. Por su vida ya habían pasado algunas esposas de comerciantes, mujeres de comerciantes enriquecidos que mostraban ciertas aspiraciones poéticas, damas aburridas en busca de pequeñas aventuras como las que describían las historias que leían en secreto. No era la primera vez que entraba al harén de una casa de campo a través de una entrada oculta en el jardín, pero sí era la primera vez que lo hacía en pleno día, y también era nuevo el hecho de que aún no hubiera visto a la mujer que lo esperaba.
Atravesó el seto. No habían abierto una puerta en él, pero las ramas cedían y en ese punto del seto no había zarzales espinosos; además, uno de los maderos de la valía, que corría paralela al seto, estaba suelto. Ibn Ammar miró hacia el otro lado a través de la verde cortina de hojas. La doncella seguía allí. Estaba en un bosquecillo de adelfas, junto a un quiosco cubierto hasta arriba de rosas. Ibn Ammar la veía de espaldas. Sólo al acercarse advirtió que se trataba de otra mujer, más alta que la doncella y de movimientos más elásticos, pero vestida con una jubba del mismo color que la túnica de la doncella, aunque del más fino brocado de seda, al que el sol daba un brillo dorado.
Ibn Ammar se acercó lentamente, sin dejar de contemplar a la mujer. No tenía que preocuparse por lo que pudiera haber alrededor; ella ya se habría cuidado de que no hubiera nadie cerca. Estaba a sólo unos cinco pasos de la mujer, cuando ésta se volvió. No llevaba velo, y por un instante Ibn Ammar vio su rostro, el rostro de una hermosa andaluza: ojos oscuros, nariz enérgica y ligeramente curva, boca grande y torcida en una delicada sonrisa, que no armonizaba con el brusco movimiento con el que se subió el velo y retrocedió hacia la entrada del quiosco.
– ¿Quién sois? -preguntó la mujer, y el miedo en su voz semejó sorprendentemente auténtico. Ibn Ammar estaba confuso. Aquella voz le recordaba a otra.
– ¿Qué buscáis aquí? -preguntó la mujer con aspereza.
– Perdonadme, sayyida -dijo Ibn Ammar haciendo una reverencia, sin quitar la vista de la mujer-. Y perdonad a mis ojos, que no quieren apartarse de vos.
Ella respondió a su mirada, y él creyó ver que bajo su velo continuaba la misma sonrisa. Ibn Ammar dijo rápidamente:
– He venido siguiendo a una criada a la que creía conocer. La seguí como se sigue a una esperanza. Y, sayyida, nunca una esperanza se ha colmado con tanta hermosura. -Dio un paso hacia la mujer, pero ella levantó una mano en gesto de rechazo.
– Habéis entrado en el harén de esta casa, en la que estáis invitado, ¡y vos lo sabéis! -dijo ella con ademán negativo.
Ahora reconocía Ibn Ammar su voz. Era la misma voz. Ella era la mujer que, tiempo atrás, lo había llamado por su nombre. Era ella, aunque ahora simulaba ser una dama sorprendida y asustada por un intruso inesperado. Simplemente jugaba al viejo juego. Ibn Ammar había despertado su interés, y ese interés había sido tan grande que ella le había enviado una mensajera y hasta se había atrevido a encontrarse con él. Había dado muchas facilidades a Ibn Ammar, e incluso le había dejado ver un breve instante lo que le esperaba detrás del velo. Ahora volvía a retroceder, guardaba una cierta distancia, mantenía libre una vía de escape. Ahora le tocaba a él. ¿Era un hombre por el que valía la pena interesarse? ¿Valía la pena arriesgarse por él o era sólo un aburrido cabeza de chorlito?
Ibn Ammar aceptó el juego, se atuvo a las reglas. Lo había jugado muchas veces, y siempre lo había excitado muchísimo más que la ligera disponibilidad y la obsequiosa complacencia de las muchachas del palacio de Silves o de la corte de Sevilla. Amaba el riesgo, lo necesitaba. Siempre había pasado por ser un hombre de extraordinario valor. Sólo él sabía que tras su arrojo se ocultaba un profundo miedo. El lo sabía, como lo habían sabido también su madre y algunas de las mujeres a las que había conocido. Ya de niño había sido miedoso, había estado siempre asediado por malos presentimientos y espantosas pesadillas. Pero había aprendido a vivir con sus temores, y se había dado cuenta de que éstos desaparecían apenas encontraba el valor de enfrentarse con un peligro.
De niño había mostrado un pánico cerval por las serpientes, pero a los ocho años había conseguido, ante los ojos de su padre, coger una escalera, trepar con ella a lo alto de la casa y coger con la mano desnuda una víbora que tomaba el sol sobre el tejado. Lo había hecho sólo para demostrar que era el joven valiente que su padre quería que fuese, y, para su sorpresa, gracias a aquella emocionante experiencia, descubrió que apenas echar a correr en busca de la escalera había perdido el miedo.
– ¿Qué estáis esperando? ¿Por qué seguís aquí? -dijo la mujer echando un rápido vistazo alrededor-. ¿No sabéis lo que os espera si los centinelas os ven aquí?
– Sólo temo una cosa, sayyida -respondió Ibn Ammar conteniendo su fuego-, despertar vuestro malestar.
Respiró hondo el perfume de las rosas, manteniendo tranquilamente la mirada sobre la mujer. Estaba frente a la esposa de su anfitrión; aquélla debía de ser la esposa de Ibn Mundhir. A juzgar por el valor de las joyas que llevaba y por la elegancia de su ropa, sólo podía ser la señora de la casa. Era una mujer orgullosa y valiente, sólo un poco más joven que Ibn Ammar; sería un placer jugar con ella.
Hoy sólo harían las primeras jugadas, un tanteo, un cuidadoso acercamiento, una breve charla con palabras bonitas y alusiones solapadas. Ella lo rechazaría y lo mantendría a raya; pero, al final, él lograría arrancarle la promesa de que volvería a enviarle a una mensajera para concertar un nuevo encuentro.
– No me despidáis sin darme la esperanza de volver a veros, sayyida -dijo Ibn Ammar en tono suplicante-. Haré lo que me ordenéis: si no queréis yerme, empequeñeceré; si no queréis oírme, estaré callado; si me castigáis con vuestro silencio, tendré paciencia. Pero no me dejéis marchar sin la esperanza de volver a veros.
Ibn Ammar intentó nuevamente acercarse un paso a la mujer, y esta vez ella se lo permitió, levantando la mano sólo porque las reglas así lo exigían.
Y empezaron a jugar al viejo juego.
Yunus volvió a casa media hora antes de la puesta de sol, más temprano que de costumbre. Ya al entrar a la calleja en la que se hallaba su casa, oyó los berridos de la pequeña. Eran gritos breves y furiosos, penetrantes y al mismo tiempo sofocados, como si se estuviera ahogando. Hacía ya casi dos meses que vivía en la casa, pero aún no se había acostumbrado. Era una niña difícil, casi indomable. Sólo Ammi Hassán, con su infinita paciencia, se entendía con ella. El criado negro había dejado que la muchachita calara muy hondo dentro de su corazón, y, así, aguantaba todos los malos humores, los arrebatos y la testarudez de la pequeña, y la rescataba de la vieja Dada, que a veces no sabía ayudar más que con golpes. Ammi Hassán amaba a la niña como si fuera un ángel.
La pequeña salió llorando al patio al encuentro de Yunus, se abrazó fuertemente de sus piernas y, entre sollozos y jadeos, empezó a contar con su horroroso español una historia que Yunus sólo comprendió cuando se acercó Nabila y le explicó lo sucedido.
Por la tarde, había estado allí una mujer con un niño en brazos, al que tenía oculto bajo una manta. A cambio de un cuarto de dirhem había retirado la manta para mostrar a un niño con dos cabezas. Todos en la casa habían visto a la deforme criatura: el viejo Hillel, que vivía en una habitación alquilada en la planta superior, Ammi Hassán, Dada, la criada de la cocina y Nabila. Sólo a Sarwa y a la pequeña Karima les habían prohibido verlo. Sarwa se había resignado, pero la pequeña había empezado a berrear y desde entonces no había dejado de hacerlo. Ya llevaba tres horas llorando.
Yunus la llevó a su despacho. El despacho era la única habitación de la casa que siempre estaba cerrada, y Karima consideraba un privilegio especial que a veces la dejaran entrar en ese misterioso cuarto. La pequeña parecía exhausta, y Yunus tuvo la impresión de que la niña casi le estaba agradecida por haberle proporcionado una excusa para dejar de llorar. Se sentó en el suelo, mirando en silencio cómo cortaba Yunus una hoja de papel y dibujaba algunas letras con la pluma. Luego, siguiendo las instrucciones de Yunus, Karima se entretuvo pintando de color rojo aquellas líneas, portándose como una niña muy formal.
Yunus le daba clases regularmente desde hacía un mes. Primero había pensado enviarla a la escuela primaria que había abierto hacía poco uno de los fugitivos de Sicilia, un maestro que enseñaba a leer y escribir a los principiantes mediante un nuevo e interesante método, según el cual los alumnos no tenían que aprenderse de memoria las letras, sino más bien palabras enteras y pequeñas frases. La mujer del maestro, que a su vez daba clases a las niñas, enseñaba con el mismo método. Sin embargo, al final Yunus renunció a enviar a Karima a la escuela. No porque desconfiara del nuevo método de enseñanza, sino porque la pequeña no tenía ni la mínima base. Hablaba casi exclusivamente en español; su árabe era extremadamente pobre. Primero había que familiarizaría con el idioma, antes de pensar en una educación más amplia. Por eso, Yunus se había propuesto, a partir de la primavera siguiente, tan pronto como se casase Nabila, traer a casa a una mujer que diera clases particulares a Karima. Hasta entonces se encargaría él mismo del asunto.
Poco después del redoble de tambores de la primera oración de la noche llamaron a la puerta. Yunus vio a través de las rejas de la ventana que la vieja Dada atravesaba el patio, mientras seguían llamando a la puerta, cada vez con mayor violencia. Un instante después vio volver a la anciana muy nerviosa. No tomó el camino que pasaba por el madjlis, sino que fue directamente a la ventana e informó tartamudeando a Yunus: a la puerta había un khádim de la casa del príncipe, acompañado por un jinete de la guardia de palacio.
Yunus salió con piernas temblorosas a preguntar el motivo de la inusual visita, pero el khádim ni siquiera le dejó pronunciar palabra: con voz áspera ordenó a Yunus que cogiera su maletín de médico y subiera a la mula que tenían preparada para él. En el camino le explicarían lo necesario.
Yunus intentó despedir con pretextos al khádim: él no era más que un insignificante tabib judío, indigno de tratar pacientes distinguidos de la casa del príncipe. Incluso intentó sobornar al hombre con cinco meticales para que se dirigiera a otro médico, pero el khádim no hizo caso de nada e insistió firmemente en que Yunus lo acompañara, como si se le hubieran encomendado la misión de ir estrictamente en busca de Yunus y de nadie mas.
Entretanto, la calleja se había llenado de gente. Los vecinos habían salido a la calle, agolpándose cada vez más cerca de las cabalgaduras de los inusuales visitantes y haciendo que los animales empezaran a inquietarse. Cuando partieron con Yunus, se oyeron gritos de indignación, y la vieja Dada corrió tras ellos hasta la puerta del al-Qasr, gimoteando y tirándose de los cabellos.
También Yunus tenía malos presentimientos. Y todo sucedió como él lo había temido. El paciente al que lo llevaron era el hijo de una djariya del príncipe, una concubina que por lo visto ya no gozaba del favor principesco, pues vivía en la parte más vieja del al-Qasr, en el harén del palacio de al-Mubarak, a pesar de que era una umm walad que había sido recibida por príncipes.
Nada más ver al hijo de la djariya, Yunus supo por qué el príncipe no soportaba su presencia ni la de su madre. Era un niño bajo, grueso, muy pálido y bizco; uno de esos niños a los que sólo su madre puede amar. El khádim acompañó a Yunus hasta el muchacho, a quien habían instalado un lecho de enfermedad, o quizá hasta de muerte, en una habitación secundaria de una de las salas de audiencia situada entre la parte abierta del palacio y el harén. El chiquillo yacía gimoteando entre los cojines. Sudaba copiosamente, apenas se le sentía el pulso, respiraba a estertores, y tenía el bazo tan hinchado y sensible que se echaba a gritar a la menor presión. El final parecía cercano.
De la madre difícilmente podía averiguarse nada acerca de los antecedentes de la enfermedad. Estaba sentada junto al lecho, envuelta en un mar de sollozos. Era una mujer muy joven y un tanto regordeta. Yunus le echó, a lo sumo, veinte años, pero no estaba seguro, pues el chico debía de tener como mínimo siete. La mujer llevaba en el rostro uno de esos pañuelos rígidos y ricamente bordados, de estilo bereber, que estaban de moda. El maquillaje negro que rodeaba sus ojos estaba emborronado por las lágrimas. No, la madre no sería de ninguna ayuda.
Tras un primer examen, Yunus quedó convencido de que debía de haber intervenido algún veneno. Así lo indicaban todos los síntomas, y Yunus suponía que probablemente los médicos de la corte también habían llegado a esa conclusión y precisamente por eso habían sido retirados del caso. Si realmente alguien había intentado envenenar al muchacho, Yunus se encontraba en una situación muy delicada: si diagnosticaba el envenenamiento, probablemente arremeterían contra él ciertas personalidades importantes interesadas en la muerte del chico; si no lo diagnosticaba, dejaría morir a un hijo carnal del príncipe, algo ciertamente desfavorable para su prestigio de médico.
Yunus pidió a la madre que rezara la primera sura, suministró al muchacho un fuerte vomitivo y esperó lo que viniera. Y, de repente, la crítica situación se resolvió con sorprendente facilidad. El muchacho vomitó toda una jofaina de uvas verdes mezcladas con nueces y almendras masticadas a medias; vomitó casi hasta los intestinos, y cuando finalmente tuvo el estómago vacío, se quedó apaciblemente dormido.
La madre estaba al borde de la histeria. Yunus intentó explicarle que ya todo había pasado, pero ella no quiso creerle e insistió en que el médico se quedara en el palacio, al lado del muchacho.
Yunus tuvo que pernoctar en una habitación cerrada por fuera. Y tuvo que pasar también todo el viernes al pie de la cama del muchacho, dándole con sus propias manos las comidas que había prescrito para que el joven se fortaleciera. Se resignó a lo inevitable, pues comprendía la preocupación de la joven madre. Si el niño moría, ella perdería todos los privilegios de los que disfrutaba por ser madre de un príncipe.
Lo dejaron marchar tan tarde que ya ni siquiera tuvo tiempo de hacer los preparativos para el sabbat. Pero, a cambio, como despedida, la agradecida madre le hizo llegar un traje de finísimo lino de Dabiqi y una bolsa con veinte meticales, una suma cuya cuantía se correspondía muy bien con el pánico que había pasado la mujer. A la mañana siguiente, de camino a la sinagoga, se enteró del grandioso acontecimiento que se había perdido por culpa de la estancia obligada en el palacio. Había llegado a la ciudad una embajada de Granada, encabezada por un judío llamado Isaak ibn Baruch al-Balia. Toda la comunidad judía parecía llevar la cabeza más alta que nunca. El viernes, inmediatamente después de la oración del mediodía, el embajador judío había entrado en la ciudad a caballo, seguido por otros dos dignatarios judíos, también montados. Una escolta de honor de la guardia de palacio los había acompañado hasta el antepatio del al-Qasr, y sólo allí habían descabalgado. El príncipe los había recibido ese mismo día.
– ¡Imaginaos! ¿Lo hubierais creído posible? ¡Tres judíos entrando a caballo en el al-Qasr!
Ese sabbat, naturalmente, los tres embajadores fueron los invitados de honor en la sinagoga principal de la congregación babilónica. Pero un rayo del gran esplendor cayó también sobre el templo de la comunidad palestina. Al-Balia había entregado a los judíos de la ciudad un mensaje de Josef ibn Nagdela, el mensaje habitual, esperado cada año con gran expectación, del gran nagid ha-negidim, del sapientísimo y venerable sar hasarim.
– ¡Que Dios vierta sobre vosotros la cornucopia de sus bendiciones! -leyó el cantor en tono grandilocuente ante toda la comunidad.
Josef ibn Nagdela había alcanzado una posición a la que ningún judío había accedido antes que él en Andalucía. Era el hadjib y brazo derecho del príncipe Badis de Granada, primer ministro y doble visir, al mando no sólo de la administración civil sino también del ejército. Y esto no sólo por capricho del príncipe, pues era ya la segunda generación. Su padre Samuel también había ocupado ese alto cargo. Este había sido visir y hadjib de Granada durante treinta años; al morir, hacía siete años, su hijo había asumido el cargo. En aquel entonces Josef ibn Nagdela tenía tan sólo veinticinco años, pero nadie le disputó la sucesión al cargo; tan grandes eran su prestigio y su poder.
Yunus siempre había sentido una gran admiración por el antiguo hadjib. Con el hijo, sin embargo, era más bien critico. Sabía que la posición privilegiada que tenían los judíos en Granada se debía sólo a las especiales circunstancias que se daban allí. Badis, el monarca, era bereber, descendiente de uno de los oficiales mercenarios a los que el gran al-Mansur trajo del Magreb a Andalucía. Badis podía haber nombrado hadjib a alguno de sus parientes o de sus subordinados, pero ningún bereber era capaz de administrar un reino tan rico como el de Granada. Los miembros de la antigua nobleza árabe tampoco contaban para el cargo, pues odiaban a los bereberes, a quienes consideraban intrusos que habían usurpado el poder. Los cristianos constituían una minoría pobre. Sólo quedaban los judíos, quienes, además, tenían la ventaja de representar el fragmento de la población más numeroso de la capital. Una vez consolidado su poder, Samuel ibn Nagdela, el padre, siempre había sabido apoyarse en esa numerosa comunidad judía de Granada, que contaba con más de cincuenta mil cabezas. Josef, el hijo, en el poco tiempo que llevaba gobernando se había enfrentado con algunas de las grandes familias judías de la ciudad o, cuando menos, no había conseguido mantenerlas de su lado. Estaba empeñado en destruir lo que en verdad era la base de su poder. No tenía la talla de su padre.
Por la noche, después del sabbat, Yunus escribió en su diario:
En la sinagoga, otra vez el mensaje anual de bendición del gran nagid de Granada, que Dios perdone su arrogancia. Como siempre, las noticias del éxito de su campaña militar estival han estado revestidas de ampulosos versos, que esta vez se me han hecho todavía más largos que en años anteriores. Ya no recuerdo todas sus conquistas -la lista era demasiado abrumadora- pero, si la memoria no me falla, ha vuelto a engastar en su diadema esa brillante perla que es la rebelde ciudad de Guadix, dicho a su manera, y ha tomado por asalto numerosos castillos en Wadi Ash. Todo expuesto en un lenguaje resabiado, muy elegante, muy brillante, muy colorido. Esto, por cierto, me trae a la mente los vivos colores que ha utilizado para pintar su triunfo: el dorado de su yelmo, que cegaba los ojos del enemigo cual un segundo sol; el resplandor plateado de la punta de sus lanzas y el filo de su espada, teñido de rojo por la sangre de sus rivales, y otras cosas por el estilo. Muy capaz, muy efectivo. Pero los poemas victoriosos de su padre me gustaban más. No sólo eran más cortos, sino también más sinceros. Toda guerra es cruel, y la sangre derramada conserva por muy poco tiempo su hermoso color. El viejo hadjib, que Dios se apiade de él, siempre lo decía sin tantas perífrasis. Para él, en el punta de las lanzas no había juegos de colores rojos y plateados, sino cabezas amputadas de dientes arrufados, y su alegría sólo era completa cuando esas cabezas colgaban de las puertas de Granada enhebradas en guirnaldas. Hablaba el mismo idioma que tanto gusta a nuestro príncipe. Duro, salvaje y con una terrible y desenfrenada crueldad. Pero, en cualquier caso, una crueldad que no ocultaba tras hermosos juegos de palabras.
Naturalmente, he vuelto a ser uno de los pocos que opinan así. El mensaje ha despertado un gran entusiasmo en la comunidad. Cada victoria ha sido aclamada, y cuanto más sangrienta parecía, tanto más adecuada era como consuelo de todas las humillaciones que un judío insignificante tiene que soportar a lo largo del año. En toda Andalucía, no son pocos nuestros hermanos los que sueñan secretamente con que, un día, Josef ha-Levi ibn Nagdela llegue a sentarse él mismo en la cima del reino de Granada. Un príncipe judío en Andalucía, fundador de un nuevo reino judío en el país de Sefarad, un segundo David. ¿No decía siempre Samuel ibn Nagdela, el padre, que él era el David de su tiempo? ¿Por qué no habría de hacerse realidad esta pretensión con su hijo? Quiera Dios que nunca pase de ser un sueño.
La tarde del sabbat tuvo lugar una recepción solemne en casa del nasi, en honor de los tres embajadores. Sólo se invitó a los personajes más destacados de la comunidad. Yunus recibió una invitación. Era la primera vez. Hasta ahora, la fracción ortodoxa del Consejo de Ancianos siempre le había negado el acceso a los círculos más exclusivos debido a su escepticismo, libremente expresado, en materia de religión. Por eso resultaba tanto más sorprendente que ahora fuera invitado precisamente a esa recepción para la que todos los notables, sin excepción, procuraban conseguir invitación valiéndose de sus influencias y relaciones.
El misterio se desvaneció cuando Yunus fue presentado al jefe de la embajada: Isaak al-Balia lo conocía y había insistido personalmente en que fuera invitado. Diez años atrás Yunus había hecho un viaje a Córdoba en busca de unos libros que resultaba imposible encontrar en Sevilla. Durante ese viaje había conocido a un rabino de Francia que se hallaba temporalmente en Córdoba dando clases. Isaak al-Balia era uno de los alumnos de ese rabino; tenía entonces dieciocho años, y era un joven muy prometedor, miembro de una de las familias más distinguidas de la comunidad judía de Córdoba.
También ahora parecía extrañamente joven entre los dignos señores del Consejo de la comunidad, pero su edad no lo inhibía en lo más mínimo. Estaba en el centro, y parecía considerar natural que todo lo demás girase a su alrededor. Era un hombre de corta estatura, robusto, de cabeza grande, mentón poderoso, nariz curva como una hoz, y ojos grises y atentos bajo unas cejas que no cesaban de moverse. Sabía mantener a distancia a sus interlocutores y, al mismo tiempo, dar la impresión de que cada palabra que les dirigía representaba una particular distinción. La fama de hombre culto que le precedía quedaba confirmada por cuanto se mantenía reservado durante la conversación, dejando caer sólo de tanto en tanto alguna observación que ponía de manifiesto su gran conocimiento del tema del que se estaba hablando. Era considerado un genio en materia de idiomas, pues dominaba incluso el latín y varios dialectos francos. El español de la gente común de Andalucía le era tan familiar que su acento era indistinguible del de un mozo de cuerda del bazar, y él se divertía introduciendo en mitad de una charla tan rimbombante unas pocas frases en ese español de la calle, como un malabarista encantado de mostrar con cuántas pelotas puede hacer sus juegos malabares o como un músico que demuestra su capacidad arrancándole una melodía virtuosa a una simple cana. Al-Balia parecía aficionado a desconcertar a sus interlocutores con giros inesperados en la conversación.
Cuando el nasi le preguntó si era verdad que, como se decía, el eminentísimo Josef ibn Nagdela tomaba personalmente todas las decisiones de gobierno, sin siquiera pedir su opinión al príncipe, al-Balia contestó escuetamente:
– ¡Qué remedio, si el príncipe está borracho día y noche!
A uno de los miembros del Consejo de Ancianos, que lo aburrió con un himno de alabanza en el que ensalzaba al hadjib llamándolo sostén de la fe y baluarte de la religión, al-Balia lo despachó con más dureza aún. Se sumó a los elogios y llevó la conversación a la mujer de Josef ibn Nagdela, hija del famoso rabino Nissim, de Qayrawan. El anciano, cada vez más entusiasmado, dirigió su himno de alabanza también a la mujer.
AI-Balia lo interrumpió con expresión de pesar:
– Lástima que sea tan bajita.
El anciano quedó desconcertado.
– ¿Es bajita? ¿Y eso es una lástima? -dijo.
– Una lástima, no. Pero sí una desventaja -contestó al-Balia, impasible-. Al hadjib le gustan las mujeres grandes, macizas.
El anciano estaba tan perplejo que apenas se atrevía a preguntar.
– ¿Queréis decir… que tiene más de una mujer?
– No ante la ley -contestó al-Balia con expresión inmutable-. Pero el harén de su casa está repleto de mujeres grandes y macizas. No le va a la zaga a ningún mawla musulmán. Que Dios le conserve las fuerzas.
El anciano retrocedió espantado, y no se atrevió a acercarse otra vez a al-Balia hasta que terminó la recepción.
Yunus conversó un largo rato con él. Hablaron sobre el rabino de Francia, con quien al-Balia todavía mantenía una intensa correspondencia, sobre Córdoba y sobre los motivos que llevaron a al-Balia a dejar la ciudad tres años antes.
– Una ciudad sin futuro -dijo-. Una ciudad que ya ha pasado su mejor época. Abulwalid ibn Djahwar, el qadi, otorgó a la nobleza de la ciudad y a los grandes comerciantes el derecho de intervenir en el gobierno. Ahora ya no puede imponerse. Las grandes familias han convertido sus palacios en fortalezas y combaten las unas contra las otras. Arman a los jornaleros y la chusma de los suburbios y hacen la guerra de un barrio a otro. Todo está como hace cincuenta años, después de la muerte de al-Mansur y sus hijos. Ya nadie se preocupa de proteger a los pueblos de los alrededores. Bandas armadas de los reinos vecinos, de Carmona, Toledo, Granada, hasta de Sevilla, asolan la campiña. Muchos pueblos ya han sido abandonados, el campo está despoblado en gran parte, y está cada vez más desolado.
– El futuro pertenece a las grandes ciudades residenciales, Toledo, Zaragoza, Sevilla. Allí está la esperanza. Allí están el dinero y el poder.
Desde hacía tres años vivía en la corte de Josef ibn Nagdela. Por encargo del hadjib había hecho dos viajes como embajador a Toledo, y de allí, por encargo del príncipe al-Ma'mún, había viajado también a la corte de León, donde había llevado a cabo unas negociaciones con el rey Fernando. No ocultaba en ningún momento su admiración por el hadjib de Granada, pero esa admiración parecía dirigirse menos a la persona que al cargo y al poder ligados a ella. Yunus tenía la impresión de que lo que más fascinaba a al-Balia eran las libertades que podía permitirse el poseedor de tal poder; por ejemplo, la libertad de mostrar una preferencia por las mujeres altas y macizas.
Al-Balia no dijo nada sobre el objetivo de su misión diplomática en Sevilla. Sólo hacia el final de la recepción manifestó, con mucho efecto, que al-Mutadid, el príncipe, lo había recibido en audiencia privada, lo cual aumentó considerablemente su prestigio.
Yunus no volvió a verlo en las semanas siguientes, pero a veces recordaba la conversación que había sostenido con él sobre Córdoba. Desde el domingo estaban llegando constantemente a Sevilla nuevas divisiones de jinetes del oeste del reino, de Beja, Silves, Huelva, Niebla; pequeñas tropas que cruzaban el río con el transbordador de Taryana y seguían viaje hacia Alcalá de Guadaira, donde Ismail, el príncipe heredero, estaba reuniendo sus tropas para la campaña de otoño.
En un primer momento se había dicho que la expedición de ese año se dirigiría contra Carmona, la ciudad vecina del noreste, gobernada por un clan bereber que también descendía de un oficial mercenario de al-Mansur. Sin embargo, en el transcurso de la semana se difundió el rumor de que la campaña planeada consistía en una breve incursión en la región de Córdoba, donde se encontraría poca resistencia. En el bazar se decía, asimismo, que había surgido un conflicto entre el príncipe y su heredero, debido al escaso número de hombres que al-Mutadid había puesto a disposición de su hijo.
El viernes, antes de la partida del ejército, cuando algunas tropas de élite desfilaron por la ciudad precedidas por la gran banda de música, se echó en falta la presencia del príncipe, quien en ese tipo de ocasiones solía escoltar al heredero hasta la puerta de la ciudad. Esto fue tanto más llamativo, por cuanto poco antes al-Mutadid, aún con todos los síntomas de orgullo paternal, había anunciado en la mezquita principal el nacimiento del tercer hijo del príncipe Muhammad, su segundogénito.
Por la tarde, en los baños, Yunus se enteró, por boca del siempre bien informado Ibn Eh, del verdadero motivo del escaso número de hombres puestos a disposición del heredero.
– Se espera una embajada de León para dentro de dos días -dijo Ibn Eh en voz tan baja que Yunus apenas lo oía-. El príncipe se ha reservado una parte de las tropas para dar una recepción impresionante a los españoles. La campaña de este año carece de importancia; es sólo el espectáculo militar de costumbre, para mostrar a la gente que todo sigue su cauce habitual. En realidad, la situación es extremadamente crítica. El rey de León ha reunido su ejército en Zamora, y todo indica que el encuentro entre el príncipe y el rey tendrá lugar dentro de tres o cuatro semanas. Al-Mutadid necesita todas las tropas que pueda movilizar, para poder presentarse lo más fuerte posible a las negociaciones con el rey. En este momento no puede emprender una campaña contra Carmona.
Al llegar a casa, Yunus se enteró de que la tan comentada parada militar también había causado un gran desasosiego en su familia. Una vez más, Karima salió a su encuentro llorando. Esa mañana, la pequeña, junto con Nabila y Sarwa, había escuchado el sonido armonioso de la música militar y, como todos los demás niños de la vecindad, había querido ir corriendo a la Puerta de Carmona para ver la partida de las tropas. Pero la vieja Dada no las había dejado ir. El propio Yunus le había dado la orden de no dejar salir de casa a las chicas, pues se había enterado de que, entre las unidades que desfilaban por la ciudad, había también un destacamento de bereberes de Sinhedja a los que el príncipe heredero había reclutado en Ceuta, y que llevaban el rostro cubierto por un velo, igual que los almorávides. Yunus quería evitar que Sarwa y Nabila vieran a estos guerreros bereberes de blancos albornoces y rostros cubiertos por grandes velos que sólo dejaban libre una ranura estrecha y amenazante para los ojos. Quería evitar que recordaran aquellos horribles días en Sigilmesa.
Las dos muchachas mayores ya habían olvidado el espectáculo que se habían perdido, pero Karima no olvidaba tan pronto. Había estado conteniendo su rabia todo el día, y en cuanto Yunus entró en el patio, la desató. Maldijo, gritó estremecida por la furia, e insultó a la vieja Dada, a quien tenía por culpable, con expresiones que Yunus no había oído jamás. Yunus la llevó consigo a su despacho, pero esta vez la magia de aquella habitación tampoco sirvió de nada.
Sólo se calmó ya muy entrada la noche, cuando Yunus por fin pudo acostarla, con ayuda de Ammi Hassán.
Después del sabbat, Yunus escribió en su diario:
Por lo que respecta a Karima, a la pequeña, tiene en vilo a toda la casa. Desde hace tres semanas se niega a irse a la cama. Inventa siempre nuevas excusas para no ir a dormir. Cada noche la misma rebeldía. A veces siento que se comporta así sólo porque tiene miedo de despertar por la mañana y no encontrarse entre nosotros. Intentamos tranquilizarla contándole cuentos. Nabila le cuenta uno, Ammín Hassán y Dada otro, y cuando nada funciona tengo que intervenir yo. Hoy no ha bastado con un cuento; he tenido que contarle otro, y luego otro. Y después todavía quería oir uno más largo.
Bien -le he dicho-. Escucharás el cuento más largo que conozco. La historia del rey y su cuentacuentos.
Y he empezado a contárselo:
«El rey tenía un cuentacuentos que cada noche le contaba larguísimos cuentos, hasta que el rey se quedaba dormido. Una noche, el rey no podía dormir, y pedía a su cuentacuentos que le contara una historia tras otra, hasta que al cuentacuentos casi se le cerraban los ojos de cansancio. Entonces el cuentacuentos dijo: "Rey, os contaré una historia tan larga que os daréis por satisfecho. Pero no podéis quedaros dormido a la mitad, pues la historia tiene un final maravilloso, y sería una lástima que os lo perdierais". Y empezó a contar:
» "Había una vez un pastor que tenía mil ovejas. Un día el pastor recibió una carta de su hermano, que era inspector del mercado de la ciudad. En la carta le decía que se pusiera en camino inmediatamente con todas sus ovejas, pues un misterioso forastero que tenía una hija bellísima había llegado a la ciudad en un barco negro y estaba comprando todas las ovejas al doble de su precio".
» "El pastor se puso en camino en seguida con sus mil ovejas, pero al llegar al río descubrió que el puente había sido arrastrado río abajo por la corriente, pues era primavera y las subidas habían provocado inundaciones. Al pastor no le quedaba más remedio que pasar las ovejas al otro lado del río con un bote que encontró en la orilla. Pero el bote era tan pequeño que sólo cabían en él el pastor y una oveja. Así pues, subió la primera oveja al bote, remó hasta el otro lado del río, bajó a la oveja en la otra orilla, remó de regreso y subió a la segunda oveja. Esta oveja era muy pesada y tenía las patas negras, así que el pastor tardó un poco más en cruzar el río con ella. La dejó en la otra orilla, remó de regreso, subió a la tercera oveja y remó hacia…
A la quinta o sexta oveja, Karima ha empezado a darse cuenta de que la había engañado, pero no quería dar su brazo a torcer. Ha apretado los labios y me ha mirado con expresión sombría, intentando hacerse la desentendida. Tras la duodécima oveja ha empezado a encontrar divertida la historia y reía para sí, volviendo la cara para que yo no viera cómo se reía, al tiempo que me observaba por el rabillo del ojo, firmemente decidida a permanecer despierta hasta la milésima oveja.
Ha aguantado hasta la número cuarenta y cinco. Yo casi me duermo antes que ella. Tiene una voluntad de hierro. Que Dios la proteja.
Coria era la primera ciudad mora que veía Lope. La situación de la ciudad le recordaba a Salamanca: también Coria se levantaba sobre un empinado talud, por encima de un río; también aquí había un puente de piedra que procedía de los tiempos de los hijos de Rómulo. Pero aquí terminaba el parecido. Coria no era un montón de edificios chatos de madera y chozas rápidamente construidas, separadas por establos y corrales, y amplios caminos lodosos en los que los cerdos buscaban desperdicios, sino una ciudad sólida, rodeada en toda su extensión por una muralla, hermosa como el nido de un pájaro, con casas de dos pisos, blancas por el encalado de sus paredes, y callejas empedradas y limpias. Al norte, donde se abría la puerta principal y la parte de la entrada era plana, al no estar protegidas las murallas por el talud natural, se levantaba el al-Qasr, con su alta torre cuadrada, de cuya cima asomaban el largo brazo de una catapulta y una delgada asta de la que colgaba la bandera del qa'id de Coria, del señor de la ciudad, vasallo del príncipe de Badajoz.
Habían llegado hacía un mes. El capitán conocía la ciudad, había pasado por allí unas cuantas veces trayendo caballos y ganado de Guarda, de camino a Córdoba. Uno de los posaderos de la amplia carretera que rodeaba la ciudad por el este y se dirigía luego hacia el puente, había reconocido al capitán, de modo que se habían instalado en el establecimiento de éste. El capitán podía hablar con la gente en el idioma de los moros. Era un hombre notable. Desde su llegada llevaba en la cabeza una faja como la de los moros, de manera que exteriormente apenas se lo podía distinguir de éstos.
Inicialmente habían pensado detenerse en Coria sólo unos cuantos días, con la intención de seguir luego hacia el sur; pero entonces habían llegado a sus oídos rumores de que don Fernando, el rey de León, había reunido a su ejército en Zamora para dirigirse a territorio moro y negociar con sus príncipes. En un primer momento no habían querido dar crédito a dichos rumores, pero éstos no habían tardado en confirmarse. Del sur llegaron unidades de caballería para reforzar la guarnición del castillo. Campesinos de los alrededores empezaron a arrancar la maleza del foso y el talud en las partes cercanas a las murallas de la ciudad, así como a reparar los muros y a arrastrar maderos y fajina hacia las torres y adarves. Pesados carros con flechas y azagayas, escudos, yelmos y armaduras, entraron en el castillo escoltados por jinetes con corazas. Largas filas de acémilas entraron en la ciudad cargadas de aceite, grano, heno, paja y leña.
También el capitán se había preparado. Ya no bebía como en Salamanca. En lugar de ello, salía cada mañana con Lope para enseñarle todo lo que debía saber el mozo de un hidalgo. Le enseñó cómo el mozo debía ayudar a su señor a ponerse la coraza, cómo sujetar a ésta las perneras de cuero y en qué orden ajustar las correas. Le enseñó cómo debía peinar hacia atrás a su señor, cómo ponerle la gorra de lino apenas ceñida, cómo colocarle sobre ésta el grueso casquete de cuero acolchado relleno con pelo de conejo y, luego, la caperuza de la coraza con el protector del cuello, sobre la cual debía ceñirle, finalmente, el yelmo de acero, sujetándolo firmemente con las correas de cuero. Le indicó cómo debía el mozo ceñir a su señor el cinturón de la espada, cómo debía sostenerle el estribo del caballo y cómo alcanzarle la lanza. Y le recalcó que antes de que el caballo empezara a moverse debía revisar una vez más las cinchas de la silla, la hebilla del cinturón y todas las otras correas.
Salían fuera cada día, a practicar. Practicaban la postura que debía mantener el mozo al cabalgar, a la izquierda y justo detrás de su señor, de modo que cubriera el lado del escudo. Practicaron las señales que indicarían al mozo que su señor quería cambiar de dirección, cambiar el ritmo de la marcha o pasar de trote a galope, o de galope a trote. Practicaron cómo debía el mozo evitar quedarse muy rezagado o adelantar demasiado o incluso precipitarse sobre el caballo del señor. El capitán montaba el caballo que habían arrebatado a aquel hombre agonizante cerca del pueblo de las montañas. Lope montaba la gran yegua de Guarda.
El joven era un buen jinete. Había pasado dos veranos con los criadores de caballos de la meseta, al oeste de Sabugal. Había aprendido a montar a pelo, y sus movimientos seguían a los del caballo como una sombra. Pero no era lo mismo tener ambas manos libres que tener que coger el escudo y las riendas con la izquierda y llevar un arma en la derecha. No era lo mismo poder concentrar toda la atención en el caballo y en el camino que no poder detener la vista en el camino, sino sólo en la vara de la altura de un hombre que el capitán había clavado en el suelo y a la que Lope, al pasar, tenía que golpear con el palo que hacía las veces de espada en los entrenamientos. Y no sólo tenía que golpear la vara, sino que además tenía que hacerlo con el movimiento correcto del brazo, desde la distancia correcta y acertándole justo una palma por debajo de la punta, y con tal rabia que le arrancara limpiamente el extremo superior.
– Un hombre que pelea a caballo será tan bueno como lo sea su modo de montar -gritó el capitán. Era una frase que repetía todos los días-. Piensa en el robusto Pere -gritaba una y otra vez mientras Lope pasaba a toda velocidad, intentando mantener el caballo en la dirección precisa del ataque-. Un buen hombre, el robusto Pere. Pero un mal jinete -gritó el capitán-. ¡Ya viste cómo regresó! ¡Ya viste cómo lo dejaron! -No perdía de vista a Lope ni un solo instante, no dejaba escapar ningún error. Era un maestro inflexible-. Tu caballo no puede ser un animal extraño -gritó-. Tiene que convertirse en una parte de tu cuerpo, tiene que sentir lo que piensas hacer aún antes de que se lo ordenes. Tiene que sentir a través de la piel qué es lo que quieres de él, por la presión de tus muslos, de tus talones, por el modo en que distribuyes tu peso sobre él. Tienes que hacerte uno con tu caballo, montarlo con el culo, no con la cabeza.
Lope creía saber a qué se refería el capitán. En Sabugal también había pasado algunos meses con los peones, y había participado en sus salvajes pruebas de valor, que consistían en montar a caballo y acercarse tanto a un toro que pudieran hacerle cosquillas en el pescuezo con el bastón de pastor. Allí Lope había aprendido lo que significa luchar contra el propio miedo y hacer perder al caballo el miedo a los cuernos del toro. Había aprendido a montar tan bien que podía hacer que el caballo, parado, echara a galopar de repente si el toro arremetía contra él; podía girar rápidamente para que el toro golpeara en el vacío y podía hacer que el caballo girara sobre sus patas traseras, diera pasos laterales o retrocediera, para hacer dar vueltas al toro hasta que finalmente doblara las manos. Todo eso lo había hecho. Dominaba muchas cosas que ni siquiera sabía que era capaz de hacer. El capitán le hizo tomar conciencia de lo que ya sabía y le enseñó los detalles y las pequeñas mañas, le metió en la cabeza las reglas, le indicó la postura correcta.
– Los pies hacia adelante, hasta que te puedas ver la punta de los pies. ¡Las piernas sueltas, sin estirar las rodillas! ¡No te inclines hacia delante! ¡Mantente erguido, como si llevaras una jarra sobre la cabeza!
Y Lope aprendió a golpear la vara de la altura de un hombre con el palo, arrancándole un trozo tras otro, desde arriba hasta abajo, hasta que ya sólo quedaban tres palmos de vara por encima del suelo. Aprendió a pasar un palo del largo de una lanza por el centro de una argolla colgada de una rama, a la altura de un jinete, y aprendió también a pasar y volver a sacar el palo de la argolla, tirando el cuerpo hacia atrás y estirando el brazo, para que el palo no lo levantara de la silla. El capitán sólo le permitía practicar con palos y varas de madera sin filo, para evitar que hiriera sin querer al caballo y lo dejara inservible para el combate. Estaba siempre detrás de Lope, muy cerca, gritando, maldiciendo y golpeándolo cuando estaba lo bastante cerca. Era muy parco en elogios, y al caer la noche todavía le exigía que se encargara él mismo de los caballos, les diera de comer y beber y los limpiara y cepillara con paja. Y cuando terminaba el trabajo de mozo de cuadra tenía que hacer de criado en la fonda, verter agua sobre las manos del capitán antes de la comida y alcanzarle la toalla, servirle los platos y llenarle la bota de vino. Sólo cuando el capitán terminaba de comer, podía servirse él mismo. A veces estaba tan cansado que se quedaba dormido encima de la comida, cosa por la que siempre se ganaba un duro golpe con la palma de la mano.
Pero al día siguiente, cuando volvía a montar, ya todo estaba olvidado. La aplicación de Lope era más grande que la impaciencia del capitán, y el joven aprendía rápidamente.
Cuando llegó la noticia de que el rey y su ejército habían salido de Zamora, el capitán y Lope se pusieron en marcha. Cruzaron el puente y cabalgaron en dirección al sur durante todo un día, hasta el ancho vado donde confluían el Tajo y la carretera de Salamanca.
Se quedaron en las montañas del este de la amplia cañada, donde Lope construyó un refugio con ramas, a una distancia prudente de la carretera. Las tabernas del vado estaban al completo desde hacía muchos días.
Vieron al aposentador del rey entrar a caballo en el valle e inspeccionar el campamento que se había levantado en la orilla norte del río, y vieron a la tropa de recepción del príncipe de Badajoz dirigiéndose hacia el norte: trescientos hombres con pendones ondeando al viento y tremolantes cintas en los yelmos. Mediado el tercer día, llegó la avanzada del ejército real, ocupó el campamento y empezó a levantar tiendas de campaña. Cuatro horas más tarde llegó el rey en persona con el grueso de sus tropas. Primero los jinetes moros, luego los caballeros de don Fernando en tropas de mayor o menor tamaño, capitaneadas por sus señores. Algunos llevaban los mismos trajes multicolores que los moros, pero la mayoría iba completamente de blanco; sólo los yelmos estaban pintados de colores o revestidos con tela de tonos brillantes. Luego pasaron ruidosamente algunos carros de grandes ruedas cargados hasta los topes de armas, de arcones guarnecidos de hierro y enormes toneles. Luego los estandartes del rey y de los caballeros de la guardia personal. El segundo hijo del rey, don Alfonso; el tercero, don García; y la hija mayor, doña Urraca, con sus damas. Detrás, dos obispos con un gran séquito, trompetas, cuernos, los guardias con perros, los cetreros y el corcel de batalla del rey, apartado de los demás, ensillado y embridado: un poderoso semental azabache.
Lope y el capitán estaban al lado de la carretera. Ambos a caballo, ambos completamente equipados, las armas relucientes, los caballos recién cepillados, con las crines trenzadas y los cascos pulidos.
Por la noche, el capitán mandó a Lope que le afeitara la barba y le cortara el cabello de la parte de la nuca, según había visto que lo llevaban los infanzones que rodeaban al rey.
A la mañana siguiente, al despuntar las primeras luces, cruzaron el río y volvieron a instalarse al lado de la carretera. No eran los únicos que esperaban al ejército y, con él, la oportunidad de entrar al servicio de algún señor. Había también otros que estaban allí con las mismas intenciones, entre ellos algunos personajes temerarios, pardos, viejos militares, jóvenes mozos con un armamento reunido pieza a pieza, grupos de dos y de tres hombres.
Empezó a llover, pero el capitán no se movió, ni siquiera se dejó poner el capote encerado. Permaneció inmóvil en la silla, viendo pasar las columnas del ejército. Sólo sus ojos estaban en movimiento, y parecían abrazar a cada hombre, escudriñar cada rostro. Cuando pasó el rey, el capitán se quitó el yelmo, levantó la lanza y gritó con potente voz:
– ¡Dios salve al rey! ¡Que las bendiciones del señor estén con él y con sus hombres!
La voz del capitán era tan potente que todos los hombres del convoy se volvieron hacia él; también el rey giró el rostro un instante: un rostro pálido con un delgado bigote negro cuyos extremos colgaban sobre las comisuras de los labios.
El capitán y Lope se unieron al convoy. Durante el descanso del mediodía, cabalgaron hasta las cercanías del entoldado que habían construido para el rey, y el capitán preguntó a uno de los centinelas por el jefe de la guardia personal del monarca.
– ¡Piérdete! -dijo el hombre. Más no se le pudo sacar.
Uno de los mozos de cuadra les dijo finalmente que se dirigieran al condestable del obispo de León. En Zamora, el condestable había perdido cuatro hombres que murieron envenenados por comer setas, y quizá él podría necesitar a un hombre armado.
El condestable no era más amable que el centinela con que se toparan cerca del entoldado del rey. Era un hombre corpulento y de cara redonda, a quien las penurias del viaje habían afectado ostensiblemente. Examinó al capitán con la desconfianza de un viejo prestamista.
– ¿De dónde vienes? -preguntó al capitán en tono poco esperanzador.
– De Aragón -dijo el capitán.
– Eso está muy lejos de aquí -afirmó el condestable.
– Me llamó Raymond de Montmurat -dijo el capitán. La mirada del condestable se tomó todavía más desconfiada.
– ¿A qué señor has servido? -preguntó.
– Al conde de Tolosa.
– ¿Cómo vasallo del conde?
– Primero en la corte. Después como vasallo.
– ¿Cuándo?
– Llegué a la corte del conde cuando era niño. El feudo me lo dio hace veinte años.
– ¿Y cómo has venido a parar aquí?
– Es una larga historia -contestó el capitán.
El condestable le echó una mirada inquiridora. Luego llamó a uno de los sirvientes que estaban comiendo detrás de él y ordenó:
– ¡Tráeme al francés!
El hombre se marchó, para volver un momento después con un hidalgo, un hombre bajo y corpulento de tupida cabellera oscura, más o menos de la misma edad que el capitán.
El condestable se reclinó en su asiento, miró a los ojos al capitán y le preguntó:
– Dime el nombre del conde.
– Pons, hijo de Guillem Taillefer -contestó el capitán sin hacer ningún gesto.
– ¿Y la mujer del conde?
– Almodis, hija del conde Bernal de la Marche de Limousin.
El condestable levantó la mirada hacia el hidalgo, quien asintió apenas perceptiblemente.
– Bien -dijo el condestable, al tiempo que despedía al hidalgo con un movimiento de la mano-. Cuéntame tu historia, pero sin hacerla muy larga. Si es buena, podrás quedarte. Pero si es mentira lo descubriré.
En ese momento llegó desde la vanguardia del convoy la primera señal de trompeta, anunciando que debía reemprenderse la marcha. El escudero del condestable trajo el caballo y ayudó a montar a su pesado señor. También el capitán y Lope subieron a sus caballos.
– ¿Por qué tanta desconfianza? -preguntó el capitán.
– Porque hay mucha gente que cuenta largas historias afirmando que tienen un nombre y que han servido a grandes señores -respondió ásperamente el condestable.
Sonó la segunda señal. El condestable se adelantó, colocándose al frente de la tropa del obispo. Hizo una señal al capitán para que se colocara a su lado. Lope se mantuvo justo detrás del capitán, al lado del escudero, quien se esforzaba en no prestarle atención.
– Te escucho -dijo el condestable.
El capitán comenzó su relato:
– Sucedió hace veinte años, tal vez veintiuno; no lo sé exactamente. Para el nacimiento de su segundo hijo, mi señor, el conde, hizo un regalo a un monasterio, que debía formar parte de la herencia del niño. En el regalo figuraba también un pequeño feudo: un castillo, un pueblo, un molino. Antes de que el regalo se hiciera efectivo, mi señor me dio como esposa a la viuda que vivía en el castillo. La mujer no tenía hijos, pero todavía estaba en edad de tenerlos, y un año después de la boda nacieron dos niñas. Sólo las vi crecer durante unos pocos meses, pues mi nuevo señor, el abad, viajó a Jerusalén, y yo tuve que acompañarlo. Seguimos la carretera hasta Luna, en Italia, y allí tomamos un barco. Cuando acabábamos de cruzar el estrecho de Messina, en Sicilia, se desató una tormenta. El barco fue empujado hacia los arrecifes y zozobró. Yo pude cogerme de una tabla y sobreviví. También mi ayudante salió con vida. El mar lo arrastró hasta la costa italiana y el muchacho pudo llegar a Luna. Allí visitó al comerciante al que yo le había entregado el dinero, por precaución. Cuando volvió a casa, contó que yo me había ahogado en el naufragio. Mi mujer lloró un tiempo, pero después se arregló y salió en busca de nuevos pretendientes. Pero yo me enteré de todo eso mucho más tarde.
Lope escuchaba el relato del capitán con gran atención. Conocía al capitán desde hacía tres años, desde que había llegado a Sabugal. Nunca se había preguntado cuál sería el origen del capitán; creía que había estado siempre en Sabugal. Tampoco había pensado mucho en por qué después de su huida el capitán le había repetido una y otra vez que no dijera ni una sola palabra del castellán o del conde, de Guarda o de Sabugal. «Hasta ahora siempre habías vivido en tu pueblo. Después llegué yo, te compré a tu padre y te llevé conmigo a Salamanca. ¡Ésa es la historia que tienes que contar si alguien te pregunta!» Esto le machacaba el capitán una y otra vez. El capitán debía de tener sus motivos, y en algún momento también Lope los averiguaría, algún día comprendería el porqué. Ahora su curiosidad no conocía limites. Era la primera vez que el capitán hablaba de sí mismo, la primera vez que Lope escuchaba su historia. Lo único extraño era que esa historia le pareciera tan familiar. Como si ya la hubiese oído antes.
– Así pues, estuve flotando en el mar cogido de una tabla -continuó el capitán-. Pasé dos días en el agua. Sólo el instinto de conservación, cosa que tenemos en común con los animales, me mantuvo con vida. A la mañana del tercer día me rescató una galera, una gran galera sarracena con quince filas de remeros. El barco atracó en un puerto de la costa de África: al-Mahdiyya. Vino un intérprete y empezaron a interrogarme. Me hice pasar por campesino. Todavía tenía la esperanza de poder hacer llegar noticias mías a mi gente para que me rescataran, y el dinero que pedían por el rescate de un caballero era doce veces más elevado.
»Como campesino, fui llevado a una finca y me pusieron una azada en la mano. Yo no sabía usar la azada, ni tampoco quería. Me apalearon y me tuvieron encadenado por las noches, hasta que, finalmente, confesé que yo sólo entendía de armas. No me creyeron. Pedí un escudo y una espada y lo demostré. Entonces me llevaron ante el emir. Tienen buenos jinetes, gente del desierto. Saben manejar el arco, la azagaya y la lanza corta a caballo, pero yo era mejor con el escudo y la espada. El emir me reclutó para su tropa. Estuve ocho años a su servicio.
– ¿Y tu gente no envió el dinero del rescate? -preguntó el condestable.
– Ya no pensé en el rescate, ni en huir -respondió el capitán-. Al reclutarme para la tropa del emir me dieron una bebida de hierbas que me hizo olvidar todo lo que había ocurrido.
– ¿Y después de esos ocho años?
– Ocho años después emprendimos una campaña contra el señor de Barqa -continuó el capitán-. Se llamaba Jabbara, y era el pirata más grande de cuantos asolan la costa entre al-Mahdiyya y Alejandría. Marchamos hacia la ciudad, y la mitad de nuestros hombres se pasó al otro bando. Jabbara había sobornado a todos los suboficiales. Yo fui tomado prisionero. Me dejaron elegir entre el mercado de esclavos y las tropas mercenarias de Jabbara. Entré a su servicio.
Lope oía hablar al capitán, oía cada palabra, pero, de repente, era otra la voz que sonaba en sus oídos, una voz vieja y quebradiza, interrumpida constantemente por la tos, una voz que hablaba un dialecto extraño que Lope tenía dificultad en entender, y que contaba con lentitud y pesadez aventuras increíbles sobre correrías corsarias en las galeras del gran pirata Jabbara de Barqa, sobre ataques a mercantes y barcos de romeros, luchas con arpones de abordaje, mujeres apresadas y tesoros incalculables. Lope tenía esa voz en los oídos, y conocía cada palabra del relato.
– Atacábamos todo lo que se ponía frente a nuestra proa -oyó decir Lope al capitán-. Barcos de Andalucía y de Sicilia, mercantes egipcios, italianos, griegos, cristianos y musulmanes; no hacíamos diferencias, capturábamos todo lo que no era lo bastante rápido para huir de nosotros, ni lo bastante fuerte para imponernos respeto. En otoño, cuando vendíamos nuestro botín en el mercado de Barqa, venían a tratar con nosotros comerciantes de Damasco y de Bagdad. Vivíamos como grandes señores. Cuando jugábamos a los dados, apostábamos únicamente oro. Seis años estuve en Barqa, hasta que nos topamos con un barco de Pisa que resultó superior a nosotros. Los pisanos mataron a toda la tripulación, a excepción de dos griegos y yo. Me llevaron a Pisa y de allí pude ir a Luna, y cuando volví a ver el puerto de Luna se desvaneció el efecto de esa maldita poción mágica y recordé a mi familia, mi castillo, mi patria.
»Me puse en camino. Cuando llegué a casa, nadie me reconoció. Habían pasado casi quince años. Me alojé en casa de un campesino, en el pueblo que pertenecía a mi castillo, para averiguar con calma qué había ocurrido durante esos años. Me enteré de que, debido a un trueque, mi castillo había pasado a manos del conde de Rouergue, y de que el conde había instalado en el castillo a su hermano bastardo y lo había casado con mi mujer. Acudí a mis viejos vecinos, pero nadie quiso ayudarme; el nuevo señor era un hombre muy poderoso. Luego, un día, una criada con la que una vez había intimado me reconoció en los baños gracias a una vieja cicatriz que tengo encima de la cadera.
Apenas el capitán mencionó la cicatriz, Lope lo vio todo con claridad. Vio al anciano, de noche, sentado junto al fuego de la cocina, remangándose cuidadosamente los pantalones para mostrar la cicatriz: una protuberancia roja del ancho de un dedo, en la parte interior del muslo. Lope lo recordaba perfectamente. El anciano había llegado un día a la puerta del castillo, cubierto de harapos, hambriento y enfermo de fiebre. El domingo, en la iglesia, se había acercado a la dueña, y la señora había sentido compasión por él y lo había acogido en el castillo. Estuvo en el castillo tres semanas, después murió, pero no sin antes contar su historia. La contó a todo el que quisiera oírla, lo mismo en la cocina que en el salón. Algunos se habían negado a creer su historia, pero la dueña sí que la creyó. Y ahora el capitán la había convertido en su propia historia. Sólo que la había alargado en los tres años que habían transcurrido desde entonces, y había cambiado el lugar de la cicatriz.
– A la maldita bruta de la criada no se le ocurrió otra cosa que correr donde mi mujer y ponerla al corriente -dijo el capitán-. Enviaron tres hombres a matarme, así que no me quedó más remedio que huir. Llegué a Narbona y volví a embarcarme. He servido en Ceuta y en Lisboa, y ahora busco un nuevo señor.
Calló. Estaba sentado muy derecho sobre la silla de montar, la cabeza mirando al frente.
– ¿Y hablas el idioma de los moros? -preguntó el condestable.
– Puedo entenderme con ellos -dijo el capitán.
– Bien -dijo el condestable, inclinándose ligeramente hacia él-, hablaré con el obispo. Creo que podrás quedarte.
Dos horas antes de la puesta de sol llegaron a una ciudad llamada Cáceres y ocuparon el campamento, que había sido levantado con antelación. El condestable dejó a Lope y al capitán en manos de dos infanzones a quienes se les había confiado la vigilancia de la parte del campamento ocupada por el obispo. Al caer la noche, los llevó a la tienda de campaña del obispo.
Lope caminaba detrás del capitán, llevando su escudo y espada. Un capellán los recibió en el interior de la tienda, donde reinaba una oscura penumbra. El aire estaba tan cargado de humo que costaba trabajo respirar. Frente a la entrada de la tienda había una mesa y, sobre ella, un crucifijo, dos cirios y un brillante relicario de oro. A través de una cortina se podía ver al obispo, que, recostado entre cojines, yacía sobre un colchón, tosiendo y lanzando ayes. Con él estaban un segundo capellán y un hombre que le sostenía un vaso en los labios, seguramente un médico.
El capellán que los había recibido acercó la boca a la oreja del capitán.
– ¿El condestable te ha puesto al tanto de las condiciones? -preguntó susurrando y, al ver que el capitán sacudía la cabeza en señal de negación, echó una mirada desdeñosa al condestable y añadió con voz apenas audible-: Recibirás mensualmente una pieza de oro en moneda mora, además de alojamiento, comida y regalos adecuados, como es costumbre.
– Dos piezas de oro -respondió el capitán igualmente en voz muy baja.
El capellán se volvió bruscamente, como si alguien le hubiera tirado de la sotana.
– ¿Qué dices? ¿Con qué fundamento?
– Traigo armas y caballos propios -dijo el capitán.
El capellán tensó los labios.
– Este no es lugar para regatear -dijo mordazmente.
El condestable cogió al capitán del brazo.
– Déjalo -susurró sin mover un solo músculo de la cara.
El segundo capellán cogió el relicario e hizo una seña al capitán para que se acercara al lecho del obispo. Lope vio que el capitán se arrodillaba ante el obispo y levantaba los dedos para prestar juramento, y que el obispo hacía la señal de la cruz sobre él antes de volver a dejarse caer en los cojines.
El capitán se levantó y se quedó un momento sin saber qué hacer, como si esperara algo más, pero los dos capellanes le dieron a entender con una señal inconfundible que la ceremonia había terminado. Al salir, el condestable se arrimó al capitán cogiéndolo del brazo y le susurró al oído:
– ¡No maldigas! ¡No, mientras el obispo pueda oírte!
Una vez fuera de la tienda de campaña, el capitán escupió:
– El capellán prometió los regalos de costumbre -gruñó furioso-. ¿Acaso en León no se acostumbra a dar un regalo de bienvenida?
– No en el caso de nuestro señor, el obispo -contestó el condestable con una sonrisa burlona en los labios-. El honorable don Alvito es un santo, que invierte todo el dinero en su iglesia, que será consagrada el día de Navidad, si Dios quiere y volvemos a salvo a León. También el regalo que te corresponde irá a parar a la iglesia. Es un regalo a tu alma, que agradecerás cuando hayas muerto -resultaba imposible saber si el condestable se tomaba en serio lo que decía.
Esa misma noche tuvieron otra muestra de la santidad del obispo. Un pastor de ovejas se acercó a la puerta del campamento. Era un hombre flaco y alto como un árbol, de cabello negro e hirsuto, que pedía ser recibido en audiencia por el rey. Venía de parte de un ermitaño a quien un ángel del señor había transmitido un mensaje para el monarca. Lo llevaron ante el camarero real, quien no lo dejó pasar, pues el rey ya estaba durmiendo. Así pues, lo llevaron ante el obispo.
El obispo habló con él un largo rato, luego montó a caballo y salió él en persona, escoltado por seis jinetes moros y ocho de sus propios hombres, entre los que estaban el capitán y Lope, y siguieron al larguirucho pastor a través de la noche.
Tras una cabalgada de hora y media llegaron a una pequeña capilla hecha de piedras apiladas unas sobre otras, no más grande que la cabaña de un pastor, que se hallaba al final de un valle sin árboles cubierto de bloques de piedra. El ermitaño estaba esperando frente a la capilla, junto con unos cuantos pastores. Se puso furioso al saber que no había venido el rey, sino sólo un obispo. Únicamente podía transmitir su mensaje al rey.
El obispo habló con él y acordaron volver a convocar al ángel rezando juntos, para preguntarle si el mensaje también podía ser transmitido al obispo. Acto seguido, se tumbaron el uno al lado del otro frente al altar, con el cuerpo y los brazos muy extendidos sobre el suelo desnudo, iluminado por el tenue resplandor de un cirio trémulo.
Hacia frío, soplaba un fuerte viento y no había leña, y el capellán que había venido con ellos vigilaba la puerta de la capilla y no dejaba entrar a nadie. Esperaron. Se sentaron muy apretados unos contra otros al abrigo del viento que les ofrecía la capilla. Y esperaron hora tras hora. En algún momento, Lope se sentó junto a la entrada. Vio que el capellán intentaba extender su manto sobre el obispo, y que éste se quitaba el manto de encima y despedía al capellán con un violento ademán. Escuchó el ronco murmullo del ermitaño, que parecía no tener fin. Vio cómo se consumía el cirio.
Más tarde, el ermitaño interrumpió su rezo, se puso de rodillas, extendió los brazos y se inclinó como un musulmán, al tiempo que se arrastraba hacia el obispo y le susurraba algo al oído. Un instante después empezó a cantar, con voz alta y fina:
– Benedicite Angeli Domini Domino, benedicite Coeli Domino…
El obispo intentó levantarse, pero no pudo hacerlo. El capellán corrió hacia él, le sirvió de apoyo, gritó pidiendo ayuda. El obispo estaba rígido como una tabla. Lo acostaron sobre un montón de mantos y enviaron a los pastores en busca de dos palos para hacer unas parihuelas. No estuvieron de regreso en el campamento hasta el amanecer.
Al terminar la misa de la mañana se acercó a verlo el rey. El obispo lo recibió a solas. Nadie se enteró de cuál había sido el mensaje del ángel.
Unos momentos después llegó el médico de cabecera del rey. Un judío con cabeza de pájaro y rostro gris, que parecía aún más sombrío cuando volvió a salir de la tienda del obispo y anunció ante los canónigos y vasallos reunidos junto a la puerta de la tienda que don Alvito no estaba en condiciones de seguir el viaje.
Se quedaron en el campamento, mientras el resto del ejército continuaba el viaje. Se quedó toda la mesnada del obispo, bajo el estricto mando de don Jimeno, el arcediano, un hombre alto y pálido que ordenaba constantemente que se rezara por don Alvito y que mandaba decir misas día y noche en el pequeño altar de la tienda del obispo. Cuatro días después, el estado de don Alvito había mejorado tanto que pudieron continuar el viaje, aunque el obispo lo hizo tumbado en una silla de mano que le había enviado el príncipe de Badajoz, y que cargaban por turno dos grupos de ocho esclavos negros cada uno.
Cuando llegaron a Mérida, las negociaciones entre el rey y los príncipes moros ya habían terminado. Sólo pudieron ver desde lejos la colosal ciudad de tiendas de campaña levantada por el soberano de Sevilla al otro lado del Guadiana. Y durante la misa de agradecimiento que mandó celebrar el rey a la mañana siguiente pudieron admirar al hijo del príncipe moro, quien se encontraba en el campamento por haber sido intercambiado por el príncipe don Alfonso mientras duraran las negociaciones, y que asistió a la misa acompañado de su séquito, espléndido con sus sedas y brocados, el resplandor dorado del pomo de su espada y el penacho de su yelmo. Nadie sabía cuál había sido el resultado de las negociaciones, pero el campamento bullía de rumores sobre los regalos que los príncipes moros habían puesto a los pies de don Fernando, y hasta el último mozo de cuadra albergaba la esperanza de que al menos dos o tres gotas de esa lluvia dorada cayeran sobre él.
Al atardecer de ese mismo día, cuando el ejército ya había empezado los preparativos para emprender el viaje de regreso, el arcediano reunió ante su tienda a toda la mesnada del obispo y anunció que don Alvito y una parte de sus hombres, junto con el obispo de Astorga y el conde Muño González, irían con el príncipe al-Mutadid a Sevilla, capital de su reino.
El capitán y Lope estaban entre los que tenían que tomar parte en ese viaje.
– Dios nos libre del diluvio -murmuró el jardinero, echando una tímida mirada a las montañas de nubes negras y pesadas que se estaban acumulando sobre la sierra, hacia poniente.
– ¿Crees que habrá tormenta? -preguntó Ibn Ammar.
– Sí, señor -contestó el jardinero-. Estoy seguro. Quiera Dios que no sea tan mala como ocho años atrás. Aquella vez llovió a cántaros sobre Lorca y el río se convirtió en una corriente devastadora, que dejó bajo las aguas a todo el valle de Murcia, hasta el mar. Mil hombres se ahogaron en las huertas. Dios nos proteja.
– ¿Corremos peligro aquí? -preguntó Ibn Ammar.
– No, señor -se apresuró en asegurar el jardinero-, ningún peligro. La casa está bastante alejada del río. Nunca ha subido tanto el agua. Nunca, en los años que yo puedo recordar.
– ¿Y los transbordadores que cruzan el río?
– ¡Nada de transbordadores, señor! Con semejante tiempo no habrá ningún transbordador en toda Murcia durante dos días.
Ibn Ammar oyó esto no sin cierta satisfacción. Si nadie podía cruzar el río, no tenía que temer que llegara tan pronto un mensajero pidiéndole que acudiera una vez más a la corte de Hassún ibn Tahir. Tenía al menos dos días, dos días de despreocupada soledad.
Al terminar la fiesta que celebraba el fin del ramadán, el príncipe heredero había retenido a Ibn Ammar en su palacio de verano y no había querido dejarlo marchar. El príncipe había cogido tal pegajoso apego a Ibn Ammar que casi no lo había dejado respirar.
Hassún ibn Tahir tenía poco más de cuarenta años. Era un hombre con el cuerpo blando de un eunuco y el espíritu de un muchacho regordete y quejumbroso. Criaba aves exóticas en gigantescas pajareras y tenía una gran colección de fieras en el parque de su palacio. Tocaba el laúd y se acompañaba cantando con una voz fina y trémula. Escribía poemitas de los que se sentía muy orgulloso y por los que gustaba de ser elogiado sin reservas. Hablaba mucho, bebía toda la noche e, inevitablemente, al despuntar la mañana caía en un inestable estado de compasión de sí mismo, en el que se desahogaba gimoteando y sollozando con llorona voz de falsete. Era aburrido y afeminado, pusilánime y falto de toda dignidad, pero era el hijo mayor del qa'id, y desde que su padre yacía enfermo, y a medida que los partes de los médicos se hacían cada vez más parcos, aumentaba el número de los que se agolpaban en su madjlis. Tenía muchos partidarios en las grandes familias de la ciudad y las familias nobles de los alrededores, que pensaban que con un monarca débil como él podrían aumentar su poder.
Sin embargo, con la presencia de su codicioso hermanastro Muhammad, el príncipe heredero en modo alguno hubiese podido sostener sus pretensiones de suceder a su padre, de no haber tenido de su lado a su madre, una mujer voluntariosa y dura de más de sesenta años, que montaba a caballo como un hombre y no llevaba velo ni siquiera cuando hablaba con hombres que no pertenecían a su familia; una mujer que compensaba con creces todas las debilidades de su hijo.
Había sido una de las muchas concubinas del qa'id, una esclava gallega, de donde venia su nombre: al-Djilliki, la Gallega. Tras el nacimiento de su hijo había ascendido a sayyida del harén del monarca, y desde entonces nunca se había dejado desplazar de esa posición, ni siquiera por la madre del príncipe Muhammad, que, de todos modos, era una de las principales mujeres. En los cuarenta años que habían pasado desde entonces, la Gallega había reunido una impresionante fortuna. Poseía vastas propiedades en las huertas que se extendían hasta Lorca, participaba en múltiples empresas comerciales, controlaba el mercado del trigo, capitaneaba, por medio de sus hombres de confianza, la flota del qa'id con base en Cartagena, y toda una serie de castillos del valle del Guadalentín estaban ocupados por gente adepta a ella.
Ella sabía que su hijo era un inepto, y en el fondo lo despreciaba, pero mantenía su mano sobre él porque lo necesitaba. Su hijo era la llave que la conduciría al poder. Si el qa'id moría y ella conseguía que su hijo se consolidara como sucesor, sería la soberana absoluta de Murcia. De su hijo no esperaba nada, pero no había perdido la esperanza de que, un día, le diera un nieto al que podría transmitir el poder. Lo esperaba con desesperada obstinación, a pesar de que, hasta el momento, el príncipe heredero también había demostrado ser incapaz en este sentido. La Gallega tenía una voluntad de hierro y dinero suficiente para imponerse. Sólo le faltaba el nieto. Ése era su punto débil.
Ibn Ammar lo sabía. La Gallega lo había llamado a conversar dos veces desde que sabía que el príncipe heredero había abierto su corazón al poeta. Y le había dado a entender claramente que podía llegar a ser un gran hombre en Murcia si conseguía ayudar a Hassún ibn Tahir a tener un hijo. La segunda conversación había tenido lugar en el parque del palacio, cerca al zoológico. Había sido una conversación extraña, un intercambio de alusiones, de miradas cargadas de significado, de indicios ocultos, de indirectas. La Gallega se había detenido junto al foso amurallado donde vivían los leones. Allí abajo dormitaba un león bereber de imponente melena, resplandeciente bajo el brillo del sol, y, junto a él, tres leonas, hartas, perezosas, que no movían más que el rabo para espantar a las moscas.
La Gallega señaló el león.
– A éste lo mandé comprar en Ceuta hace siete años -dijo-. Cuando lo trajeron le pusimos delante un carnero joven. Queríamos ver cómo le destrozaba el espinazo con sus garras. Pero el carnero echó a correr hacia el león con los cuernos por delante, dándole tal susto, que el león intentó trepar a una palmera. Parece un león, pero no lo es. -Calló un momento y luego añadió-: Compré siete leonas para que se divirtiera, pero no ha montado a ninguna. Cuatro ya han muerto, tal vez de la decepción. Me pregunto a qué se deberá, ¿si a las leonas o al león, que no es un león?
– Quizá pase como con los halcones, que no echan a volar si no hay un segundo halcón que le dispute la presa -respondió Ibn Ammar-. Quizá falta un segundo león.
La mujer se quedó mirándolo un largo rato.
– Es imposible meter un segundo león en la jaula. El más fuerte haría pedazos al otro, ¿no es así?
– El segundo león no debe invadir el territorio del primero -contestó Ibn Ammar.
– ¿Quieres decir que existe otra posibilidad?
– ¿Por qué no?
Ibn Ammar no evitó la mirada de la Gallega, y en los labios de ésta se dibujó una sonrisa apenas perceptible, una sonrisa de labios estrechos y duros, en la que se mezclaban la esperanza y la duda.
– ¿Cómo es que sabes tanto de leones? -preguntó la mujer.
– Tuve ocasión de observarlos en Sevilla, en la corte de al-Mutadid.
La Gallega examinó a Ibn Ammar con mirada escrutadora y mandó que le entregaran una bolsa con doscientos dinares, además de un documento sellado que indicaba a los centinelas de la puerta que lo dejaran entrar inmediatamente siempre que él lo deseara.
– Valoro a los hombres con conocimientos -dijo finalmente.
Ibn Ammar sabía en qué se había metido aquel día. Había avivado las esperanzas de la Gallega, y lo había hecho contra todo mandato de la razón, por puro capricho o quizá movido por la compasión a una anciana o hasta por admiración hacia ella, que, detrás de todo su orgullo, le había mostrado también su debilidad. Ibn Ammar sabía lo que le esperaba si la defraudaba, si sus esperanzas se convertían en ira. Pero no sentía ningún temor.
Empezó a llover. Gotas pesadas y aisladas que sonaban como plomo derretido al caer sobre el tejado. Abajo, alguien llamó a la puerta. Ibn Ammar vio desde el tejado que el jardinero se asomaba por la mirilla y se daba la vuelta, llevándose una mano a la boca.
– Sayyid, es la mujer que pregunta por vos desde hace varias semanas. ¿La dejo entrar?
Ibn Ammar asintió con la cabeza y se dirigió a la planta baja.
La mujer entró con un asno cargado a más no poder de esponjas, cepillos, peines, trozos de piedra pómez, jarras de jabón y otros artículos de baño. Con el permiso de Ibn Ammar, llevó el asno al establo. La lluvia empezaba a caer con mayor intensidad.
La mujer, desmesuradamente gorda, llevaba puesto un pañuelo negro en la cabeza y un capote teñido de añil. Traía un mensaje. Todo el mundo sabía que traía un mensaje, pero la mujer hacía de ello un secreto y esperó a que Ibn Ammar se quedara a solas con ella antes de sacar lo que traía. Era una pequeña carta perfumada cosida en una bolsita de seda y lacrada con cera. Contenía únicamente dos líneas escritas con hermosas letras redondeadas y de trazo amplio:
He enviado la barca de mi nostalgia,
Dios le conceda un feliz regreso.
Ibn Ammar volvió a guardar la carta en la bolsita. El delicado perfume de rosas se le metía por la nariz. Las rosas que rodeaban el quiosco. Los tiernos botones rojos a punto de abrirse que él le había dado antes de marcharse, el movimiento fugaz de las manos de ella al coger las flores. En aquellos días los rosales aún no habían terminado de florecer; cuánto tiempo había pasado, cuánto tiempo. Ibn Ammar veía el rostro de la mujer debajo del velo, la sonrisa de sus labios. En ese tiempo, Ibn Ammar había pedido dos o tres veces al príncipe heredero que le diera unas vacaciones, pero no le habían concedido ni un solo día libre. Ni siquiera había podido escribir una carta a la mujer, pues no conocía a ningún mensajero que tuviera acceso a ella.
En la esquina inferior de la bolsita de seda estaba bordado el nombre de Zohra. Debía de ser su nombre. Al despedirse, Ibn Ammar le había suplicado que le dijera su nombre. Ella había titubeado y, finalmente, le había prometido que se lo haría saber algún día, quizá muy pronto. Zohra, la Bella. Era un nombre adecuado para ella.
– ¿Qué otra cosa te han encargado que me digas? -preguntó Ibn Ammar a la mensajera.
La mujer hizo una apresurada reverencia.
– Oh, sí, señor. Buenas noticias, señor. ¡Qué suerte haberos encontrado, señor, precisamente hoy, señor! -dijo, haciendo una reverencia cada vez que decía «señor»-. Ocho veces he venido a veros, señor, ocho veces he llamado a vuestra puerta, ocho veces he hecho el largo camino hasta aquí, señor; un largo camino, señor.
Ibn Ammar comprendió que antes la mujer quería recibir su paga, así que se sacó un dinar del bolsillo y se lo puso en la mano.
– Dios os bendiga, señor. -La mujer se acercó aún más y bajó la voz hasta convertirla en un susurro, a pesar de que estaban a solas-. Buenas noticias, señor. Debo deciros que os esperan. Esta misma noche, señor, esta noche después de la segunda oración.
– ¿Esta noche? ¿Estás segura?
– Eso me han encargado que os diga, señor. Esta misma noche después de la oración del atamah.
Aún en susurros, describió el punto de encuentro en el que esperaban a Ibn Ammar.
– ¿Y avisarás a la persona que te ha enviado que iré esta noche?
– Oh, sí, señor; lo haré.
Ibn Ammar cogió sus utensilios de escritura, escribió un par de líneas en una hoja de papel, dobló la hoja y se la entregó a la mujer sin sellarla.
– ¿Quieres entregar esta carta, hoy mismo, tan rápido como pueda llevarte tu asno?
– Estoy a vuestro servicio, señor, podéis confiar en la vieja Hafsah, señor. Estaré siempre dispuesta a serviros cuando necesitéis un mensajero, señor. Bastará con que mandéis llamar a la vieja Hafsah; todo el mundo me conoce.
Ibn Ammar le dio un dinar más, para estar seguro de que podía contar con su discreción.
Poco después de la puesta de sol llegó el muchacho que debía guiar a Ibn Ammar: un sobrino del jardinero que aún no tenía ni dieciséis años, pero que, al parecer, estaba muy familiarizado con la región. El chico iba andando junto al caballo de Ibn Ammar y, cuando cayó la oscuridad, cogió las riendas del animal. Primero siguieron el camino paralelo al canal que bordeaba las huertas. A última hora de la tarde había dejado de llover, y los cascos del caballo no hacían ningún ruido sobre el suelo húmedo. Luego doblaron hacia el sur, internándose en las montañas y subiendo a través de bosques de pinos por senderos pedregosos y muy empinados que sólo ese joven podía descubrir. Parecía tener ojos en los pies.
– Será mejor que dejéis aquí vuestro caballo, señor -dijo el muchacho.
– Dónde estamos? -preguntó Ibn Ammar.
– A sólo trescientos pasos de la muralla -dijo el muchacho-. Allí arriba está la torre.
Ibn Ammar no podía ver la torre. Ni siquiera veía en qué dirección señalaba su joven guía. Desmontó, entregó el caballo al muchacho y escuchó cómo éste llevaba el animal hacia los árboles, acariciándole el pescuezo y diciéndole palabras tranquilizadoras.
Siguieron a pie hasta que la maciza y angulosa silueta de la torre apareció ante ellos, claramente recortada sobre el negro del cielo. El punto de encuentro estaba al pie de la muralla, treinta pasos al este de la torre. El muchacho se detuvo.
– ¿Hay un guardia arriba? -preguntó Ibn Ammar.
– No puedo verlo -dijo el chico-. Generalmente hay un guardia con un perro. Y por la noche también dejan perros sueltos en el parque.
Miraron hacia la plataforma de la torre. Allí no se movía nada. Tal vez la mujer había mandado dar al centinela vino mezclado con opio, pensó Ibn Ammar. Probablemente también habría mandado narcotizar al perro y a los perros del parque. No habría elegido un punto de encuentro tan cercano a la torre de no estar completamente segura de que no existía peligro alguno.
Caminaron hasta el pie de la muralla. En voz muy baja, Ibn Ammar pidió al muchacho que le mostrara en qué dirección se encontraba el caballo, se grabó en la memoria la porción del horizonte hacia la que señalaba el chico y acordaron una señal en caso de urgencia. Luego despidió al muchacho.
Esperó en la oscuridad, con la espalda apoyada contra la muralla. El primer almuecín empezó a llamar a oración; sonaba tan débil y lejano que parecía el canto de un pájaro de la noche. Se le sumó un segundo almuecín, ya más cercano, y un tercero, y un cuarto; los pueblos parecían estar muy cerca unos de otros. Probablemente eran los pueblos que formaban parte de la propiedad de Ibn Mundhir. Las llamadas de los almuecines se superponían, se entremezclaban. Ibn Ammar prestó atención, intentando oir si salía algún ruido de la torre, si acaso el centinela levantaba sus oraciones. Oyó un murmullo, pero no procedía de la torre, sino del pie de la muralla. Entonces se dejó oir una voz, muy cerca de él, apenas audible:
– ¡Sayyid! ¡Sayyid!
Una voz de mujer, la voz de la doncella.
Ibn Ammar se dejó ver y caminó a lo largo de la muralla palpándola con la mano. De pronto sintió que otra mano lo cogía de la manga y tiraba de él. En la muralla había una abertura; apenas dos codos de altura.
– ¡Con cuidado, señor!
Se arrodilló. Escuchó que la puerta se cerraba detrás de él y se corría el cerrojo.
– ¡Seguidme, señor!
La mano volvió a tirar de él, y él la siguió a ciegas. Sólo cuando llegaron al seto volvió a sentirse orientado.
La doncella se detuvo frente al quiosco.
– ¡Esperad aquí, señor! -dijo antes de marcharse rápidamente.
Ibn Ammar oyó primero unos suaves golpecitos y luego regresar a la doncella. Una puerta se abrió sin hacer ruido. Sintió que tiraban de él hacia el interior, se abrió una segunda puerta y tuvo que cerrar los ojos cegado por la luz.
Se quedó inmóvil. Un perturbador perfume de rosas, alcanfor y áloe llegaba a su nariz. Poco a poco, sus ojos empezaron a acostumbrarse a la luz. Miró a su alrededor parpadeando. Estaba en una habitación circular coronada por una bóveda. Las paredes estaban recubiertas de tapices de seda con bordados de flores; en el suelo, las alfombras se amontonaban unas sobre otras, y, encima de éstas, cojines y almohadas se apilaban en un derroche de lujo. En medio de todo aquello había dos incensarios y dos altísimas lámparas de velas; del techo colgaba una jaula de pájaros tejida. Ibn Ammar estaba solo. No se oía ningún ruido, a excepción de los suaves crujidos de la madera de áloe en los incensarios. Seguía quieto, inmóvil, respirando hondo y dejando que el aroma a rosas lo impregnara. Por el rabillo del ojo percibió un movimiento, un movimiento fugaz entre las cortinas de la pared, y oyó un delicado tintineo, como de campanillas de plata. Y entonces la vio. Había entrado en la habitación deslizándose como una sombra. El mantón que llevaba puesto era del mismo color que los tapices de las paredes y tenía el mismo bordado de flores. Parecía estar sin aliento, como si hubiera corrido mucho. Movía los labios sin decir nada, su mirada estaba fija en él.
Ibn Ammar había preparado un poemita para ese momento, dos pulidos versos con los que continuar el juego que habían iniciado unas semanas atrás, el juego del acercamiento y del rechazo, de la vacilación y el impulso. Pero ahora los versos ya no servían, aquello ya no era un juego, se habían saltado todas las reglas, habían cruzado todos los umbrales.
– ¡Sayyida! -dijo Ibn Ammar-. ¡Sayyida!
Ella lo interrumpió rápidamente, casi suplicante.
– ¡No, no! Ya sabes mi nombre. ¡Ya lo sabes!
Ibn Ammar dio tres pasos hacia ella, y ella le salió al encuentro, se le echó encima, se aferró a él, lo abrazó salvaje y ardientemente, se apretó contra él. Y las manos de Ibn Ammar buscaron su cuerpo bajo la gruesa capa de sus ropajes.
– ¡Zohra! -dijo él-. ¡Zohra!
Los dientes de Zohra en su cuello; sus labios en sus mejillas, en sus ojos, en su boca; sus dientes en sus dientes, violentos, dolorosos; su lengua entre sus labios; sus dedos suaves sobre su rostro, entre sus cabellos.
– ¡Oh, Abú Bakr, cuánto tiempo te he esperado!
De pronto ella se quedó quieta entre sus brazos, arrimó la cara al doblez de su cuello, sus hombros temblaron, y cuando él cogió su cabeza entre sus manos, sus ojos estaban húmedos, su rostro destilaba entrega. Ella, dócil y tierna, no sentía ningún temor entre sus brazos, como si fueran una pareja de amantes que vuelve a verse tras una larga separación.
Y siguió quieta mientras él le quitaba de encima de los hombros la malhafa, que era del mismo color que los tapices de las paredes y estaba bordada con las mismas flores. Y mientras le quitaba la hulla verde pistacho de ribetes dorados, que llevaba bajo el mantón. Y la hulla gris que llevaba debajo, y la qamis azul noche. Y ella no desvió la mirada mientras él la desvestía. Una ghilala de seda del color de la macis; una ghilala de seda teñida del color de la madera de sándalo.
– Me he puesto mis mejores galas para ti, Abú Bakr. Me he puesto mis joyas, quería estar hermosa para ti, Abú Bakr, quería ser para ti como una novia.
Ibn Ammar le quitó el pañuelo que le cubría el cabello, cabello profundamente negro entretejido con hilos de plata. Abrió el broche de la ghilala que llevaba debajo de todo, y el rojo fuego era tan fino y transparente que ya apenas si ocultaba su cuerpo. Ella seguía inmóvil, hasta que, de repente, se apartó de Ibn Ammar saliendo con un rápido paso del anillo de ropa que se había amontonado alrededor de ella, se colocó frente a él y, sin dejar de mirarlo a los ojos, dejó que la ghilala roja resbalara de su cuerpo con un suave movimiento. Las pulseras que llevaba en la muñeca producían un ligero tintineo. Era más esbelta de lo que Ibn Ammar había imaginado, y tenía los pechos firmes y redondeados. Alrededor del vientre lucía un cinturón de oro tirado con un medallón que le cubría el ombligo. El pubis, depilado, era liso y blanco como el marfil, y las puertas del paraíso estaban cubiertas de polvo dorado.
«Los encantos de la mujer del comerciante», pensó fugazmente Ibn Ammar mientras se arrancaba la ropa del cuerpo. Pero la frase voló inmediatamente de su memoria como un pájaro, incapaz él de retenerla.
Más tarde, cuando, extenuados por el amor, yacían juntos entre los cojines, ella dijo:
– Yo ya te había visto una vez, en Sevilla. ¿Lo sabias, Abú Bakr? Hace diez años. Te vi en el prado junto al río. Estabas con Muhammad ibn Abbad, el príncipe, y pasaste tan cerca de mi que te hubiera podido tocar -miro a Ibn Ammar sonriendo-. El día de la fiesta te reconocí a la primera mirada. No te había olvidado.
– Qué edad tenias cuando me viste en Sevilla? -preguntó Ibn Ammar, sorprendido.
– Dieciocho años.
– ¿Y cómo viniste luego a Murcia y a esta casa?
– No es una historia apropiada para esta noche -dijo ella, eludiendo la pregunta.
– Cuéntamelo.
– Si tú lo quieres -dijo. Se tumbó de espaldas, mirando el techo-. Es una historia muy corriente. Mi padre era comerciante en paños en Sevilla. Tenía una gran fortuna cuando yo era aún una jovencita. Luego lo perdió todo en el transcurso de un año. Entonces yo estaba prometida con el hijo de un wakil. El contrato se anuló. Mi padre tuvo que trabajar cuatro años para pagar todas sus deudas. Pudo satisfacer a todos sus acreedores, menos a uno. Entonces cayó enfermo. El único dinero que le quedaba era mi dote, que estaba muy bien invertida en una casa de alquiler en Taryana. Mi padre escribió una carta a su último acreedor proponiéndole que se casara conmigo. Así fue como vine a parar a Murcia.
– ¿Quieres decir que Ibn Mundhir se casó contigo sólo para no perder su dinero?
– Tal vez…, no lo sé -dijo Zohra sonriendo.
Ibn Ammar se incorporó.
– ¿Lo odias? -preguntó.
– No -dijo ella-. ¿Por que habría de odiarlo? Siempre me ha tratado bien. Es generoso con todos mis deseos; no tengo motivos para quejarme. -Su mirada contestó a la de Ibn Ammar, y su sonrisa se hizo más profunda-. No, no tengo motivos para quejarme.
Ibn Ammar contemplaba a Zohra tumbada frente a él, contemplaba el resplandor titilante de su piel bajo la tibia luz de las velas. Pensó a cuántos hombres habría recibido antes que a él en aquel discreto quiosco, y volvió a surgir por sí mismo aquel pensamiento, un pensamiento impropio, impropio de esa noche y referido a esa mujer: «Los encantos de la mujer del comerciante». La frase volvió a desvanecerse, pero ahora Ibn Ammar sabía qué quería decir y, sonriendo, se dejó caer sobre los cojines y se sumió en sus recuerdos.
Cuando era estudiante, en Córdoba, una vez había acudido a las clases de literatura árabe antigua que dictaba un viejo filólogo, un tradicionalista que vivía en olor de santidad. Para amortiguar la desenfrenada fantasía de sus jóvenes alumnos, el anciano les contó varias veces en el transcurso de sus clases una historia: la historia del joven piadoso y de la mujer del comerciante. Ibn Ammar todavía recordaba perfectamente cada palabra.
Un comerciante de Córdoba invitó a un banquete de despedida a un joven que había sido iniciado en el servicio de Dios y que quería marcharse a un ribat de la frontera para luchar contra los infieles. Cuando ya se habían sentado a comer, el comerciante fue llamado a atender unos negocios que tenía en otro barrio de la ciudad. Antes de marchar, encargó a su mujer que atendiera y entretuviera a su joven convidado hasta su regreso.
La mujer y el joven esperaron hasta la segunda oración de la noche. Al terminar la oración, estuvo claro que el comerciante ya no volvería a casa esa noche, pues a esa hora se cerraban las puertas que separaban los barrios, y nadie podía pasar.
El joven tenía muy buen porte, y la mujer del comerciante era tan joven como él y no menos guapa, de modo que la íntima cercanía en que estaban sentados, sumada a las favorables circunstancias en que se encontraban, hicieron aflorar el deseo hasta el punto en que ya no fueron capaces de reprimirlo. La mujer se arrimó al convidado y empezó a mostrarle sus encantos. El joven se mostró más que dispuesto a ceder a la tentación, pero entonces, justo a tiempo, recordó sus votos, pensó en el sublime Dios, puso un dedo en la llama de una lámpara de aceite y se dijo que el dolor que sentía en ese instante no era más que un débil preludio de lo que le esperaba en el infierno si se dejaba tentar. Así pues, se mantuvo imperturbable.
La mujer empezó a descubrir aún más sus encantos, y el joven, para poder resistir, puso un segundo dedo en la llama. Cuando finalmente llegó la mañana, el joven había podido resistirse a todas las artes de seducción empleadas por la mujer, pero, a cambio, todos los dedos de su mano derecha se habían convertido en negros trozos de carbón.
Así terminaba la historia. Muy edificante. Sin embargo, Ibn Ammar recordaba que en aquel entonces, cuando oía contar esa historia al viejo tradicionalista, nunca veía mentalmente los dedos achicharrados del estoico muchacho, sino tan sólo los encantos de la hermosa mujer. Los encantos de la mujer del comerciante.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó la mujer del comerciante que estaba acostada a su lado.
– En un hombre que se mantuvo inflexible en el lugar equivocado -respondió Ibn Ammar.
Bebieron vino dulce. Se amaron. Comieron de los platos que les sirvió la doncella. Hablaron de cosas sin importancia. Rieron juntos.
En algún momento, cuando ya estaba medio dormido, Ibn Ammar vio que Zohra estaba acuclillada junto a la puerta cuchicheando con la doncella, quien le sostenía la lavativa para que se limpiara. Las velas ya casi se habían consumido.
Un momento después se quedó dormido.
Cuando despertó, estaba oscuro. Escuchó voces susurrantes. La voz de Zohra, la voz de la doncella, un apresurado y siseante ir y venir. Y luego, a lo lejos, ladridos de perros y el espantoso rugido de un trueno, que apagó todos los demás sonidos. Ibn Ammar no podía ver nada en esa oscuridad.
– Zohra, ¿qué pasa? -llamó en voz baja en la dirección de donde venían las voces.
La puerta se abrió y entró Zohra con una tea; detrás de ella estaba la doncella.
– ¡Rápido! -dijo Zohra-. ¡Rápido, Abú Bakr! -Su voz sonaba nerviosa, y, al andar, tropezaba con la cola de su mantón-. ¡Tienes que marcharte!
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ibn Ammar. Se vistió, cogió su capote, la faja de la cabeza, y de una zancada se plantó en la puerta.
– No lo sé -dijo ella, mientras ambos seguían a la doncella a la antecámara-. Fuera hay gente con antorchas y perros. Han salido de la casa, no sé por qué.
Apagó la luz apenas la doncella abrió la puerta. Un relámpago cruzó el cielo sobre las montañas y los árboles crujieron bajo una ráfaga de viento huracanado. Los ladridos de los perros sonaban tan cerca que los oían claramente. Ibn Ammar oyó una voz detrás de él:
– Vete rápido, Abú Bakr, y ten mucho cuidado.
El trueno que siguió al relámpago interrumpió sus palabras. Ibn Ammar se volvió, buscó a Zohra a ciegas en la oscuridad y la atrajo hacia él.
– ¡Te enviaré noticias mías a través de la vieja Hafsah!
Una mano tiró de su manga.
– ¡Señor, tenemos que irnos! -dijo la doncella con una voz que delataba su miedo.
Los ladridos estaban ya muy cercanos, y también se oían gritos. lbn Ammar siguió a la doncella; podía oir su respiración, rápida y excitada. Se volvió para mirar atrás, pero lo que vio fueron tres antorchas, tres puntos de luz bailando en la oscuridad, a poco más de cien pasos de distancia. Delante estaban el seto y la silueta negra de los cipreses, en los que habían girado hacia el quiosco en el camino de ida. Ibn Ammar cogió a la doncella del brazo.
– ¡Espera! -le dijo-. ¡Regresa con tu señora!
Ella parecía no saber qué hacer.
– La señora me ha ordenado que os acompañe hasta la muralla.
Ibn Ammar la empujó en dirección al quiosco.
– Será mejor que estés en la casa cuando lleguen esos hombres con los perros -dijo.
Ibn Ammar corrió a lo largo del seto. De pronto empezó a soplar un fuerte viento. Fue tan repentino que Ibn Ammar se detuvo, asustado. Ya no se oía nada, tan sólo un lejano susurro y los jadeantes ladridos de los perros. Después, un ruido detrás de él, en el seto, un movimiento entre las ramas, y cuando Ibn Ammar se volvió hacia allí, presa de un creciente terror, vio acercarse una sombra. Retiró instintivamente la cabeza, se agachó y empuñó el puñal que llevaba al cinto. Pero, en ese mismo instante, un fuerte golpe le dio entre los ojos, haciéndolo trastabillar. El hombre se abalanzó hacia él, grande como un oso erguido sobre dos patas. Lo tiró al suelo y se arrojó sobre él con tal fuerza que Ibn Ammar pensó que iba a romperle el espinazo. Sintió que la mano del hombre se cerraba sobre su cuello y quiso gritar, pero no pudo emitir ni un solo sonido; veía con horrenda nitidez a la sombra negra cuando, de repente, un rayo cruzó el cielo bañándolo todo de una brillante luz. Ibn Ammar vio el brazo levantado, el cuchillo en la mano; vio el rostro del hombre que estaba sobre él y, sorprendido, esperó el golpe decisivo pensando que aquel hombre se parecía a Sammar ibn Hudail, el sabí. Y cerró los ojos, embargado ahora por una extraña y repentina serenidad. Creyó sentir que la mano que atenazaba su cuello se soltaba. Cayó un relámpago de luz cegadora, seguido por un doloroso y gran estruendo, como si una montaña se hubiera partido en dos, y, mientras empezaba a chispear, Ibn Ammar escuchó la voz del sabí:
– ¿Ibn Ammar? ¡Maldito seas! ¡Tú eres Ibn Ammar! ¿Qué haces aquí?
La voz sonaba ronca y desencajada, pero era sin duda la voz del sabí.
Ibn Ammar se levantó tambaleándose. La cabeza le estallaba y frente a sus ojos bailaban claros círculos luminosos. Sintió que el sabí lo cogía por lo hombros y lo sacudía.
– ¡Tenemos que irnos de aquí! ¿Sabes cómo salir?
Ibn Ammar intuyó vagamente que el sabí debía de ser el perseguido. Los gritos y ladridos se oían peligrosamente cercanos. Tiró del sabí llevándolo a lo largo del seto, encontró la adelfa que ocultaba la entrada, encontró la puerta secreta por donde lo había hecho pasar la doncella. Cuando estaban junto a la muralla, la lluvia cayó sobre ellos como una catarata.
Dos horas después Ibn Ammar, por fin, había alejado lo suficiente al sabí, y éste le contó lo ocurrido. Se trataba de la qayna, la cantante que había actuado en la fiesta de Ibn Mundhir. Se llamaba Nardjis, como la flor, y el sabí había intentado raptarla del harén de la finca de su tío. Una criada había dado la alarma. Uno de los centinelas lo había visto y lo había reconocido. Todo estaba perdido. Ibn Mundhir llevaría inmediatamente a la muchacha a un lugar seguro, y pondría en juego todos sus contactos para capturar a su sobrino.
Nada más llegar a su casa de campo, Ibn Ammar mandó preparar para ambos un baño caliente. Se sentaron a tomar un baño de vapor, el sabí con la cabeza gacha, el rostro cenizo, ya sin ninguna esperanza. Había planeado huir con la muchacha a Almería y de allí, en un velero de cabotaje, a Ceuta, donde tenía amigos. El año siguiente habrían viajado en el primer barco hacia el Oriente, de ser posible hasta más allá de la India, y se habrían instalado allí. Nardjis había sido su amante ya en el barco, en el viaje de Alejandría a Cartagena. Había sido él quien la había comprado. Ibn Ammar le fue sonsacando toda la historia poco a poco.
El sabí, junto con muchos otros comerciantes, había llegado a Adén en un gran velero mercante procedente de la India. Al pagar el impuesto portuario al shabender, le habían advertido que se esperaba la llegada de una flota del príncipe de Kish. La mayoría de los comerciantes prefirieron permanecer al abrigo del puerto. Sólo el sabí y otros dos hicieron pasar sus mercancías a un pequeño dhaw y prosiguieron su viaje. Llegaron a Aidhab sin ser molestados, y de allí siguieron por tierra hacia Assuán y, Nilo abajo, hasta Alejandría. Durante cuatro semanas fueron los únicos comerciantes que pudieron ofrecer productos traídos de la India. En el puerto encontraron comerciantes italianos que les pagaron cualquier precio por sus artículos. El sabí hizo grandes ganancias. Intentó volver a invertir su dinero en mercancía, pero poco antes de que partiera su barco seguía teniendo seiscientos dinares de oro.
– Tenía que gastar el dinero. Un buen comerciante no va por ahí con dinero en efectivo. Pero era una cantidad enorme y corrían tiempos de escasez. Entonces me enteré de que en El Cairo se habían puesto a la venta más de trescientas mujeres y muchachas, músicas, bailarinas, cantantes. Procedían de la casa de un alto funcionario de palacio que había caído en desgracia y había sido ejecutado. Un khádim que había sido uno de los hombres más ricos de la corte del sultán de Egipto. Tenía a su cargo la supervisión de los buscadores de tesoros que cavan en busca de oro en las pirámides construidas por los antiguos reyes. Según me dijeron, las muchachas de su casa eran todas de extraordinaria belleza, y, debido a la oferta, el precio era inusualmente bajo. Así que partí inmediatamente hacia El Cairo.
El sabí calló. Ibn Ammar empezó a pensar cómo podría llevarlo a un lugar seguro. Al caer la noche cada wali de cada pueblo y cada guardia de cada puente tendría ya su descripción. No podría salir en muchos días. Habría que buscarle un caballo, darle algo de dinero. El sabí no tenía absolutamente nada. Parecía como si hubiera caído en la tentación de actuar sin ningún preparativo, sin ningún plan. Ciego de amor, sólo Dios lo sabía.
– ¿Por qué has actuado con tanta precipitación? -preguntó Ibn Ammar para romper el silencio-. ¿Por qué no sobornaste a alguien de la casa? ¿Por qué no has dejado un caballo preparado para la huida?
– Ya no tenía tiempo -dijo el sabí. Su voz sonaba ronca-. Nardjis iba a ser llevada a Murcia, y yo no me enteré hasta ayer por la mañana. Ni siquiera pude hacerle llegar un aviso. Mi tío quiere regalársela al príncipe.
– ¿A Hassún ibn Tahir? -preguntó Ibn Ammar levantándose de repente.
– No, a Muhammad, el segundo hijo.
– ¿Cómo? Entonces, ¿por qué no se la ofreció al príncipe el día de la fiesta?
– Tenía planeado ofrecérsela a la Gallega. No sé por qué ha cambiado de planes. Sólo sé que se la regalará a Muhammad ibn Tahir dentro de dos semanas, cuando el monarca celebre la fiesta de la circuncisión de su primogénito.
– ¿Un regalo oficial?
– No, nada oficial.
– ¿Quién lo sabe?
– Sólo los amigos más íntimos de mi tío.
– ¿Así que es más un anuncio que un regalo?
El sabí se encogió de hombros. Pero Ibn Ammar no necesitaba oir su respuesta. Era un anuncio. Los grandes señores del bazar anunciaban al príncipe que no se oponían a sus ambiciones a la sucesión de su padre. ¿O acaso era algo más? ¿Acaso le anunciaban también su apoyo tácito? ¿Había juzgado equivocadamente a Ibn Mundhir? Tenía que intentar sonsacar más información al sabí.
Llamó a la criada. Ibn Ammar ya la había puesto al corriente de todo; era una mujer de confianza. Ibn Ammar le encargó que atendiera al sabí y lo ocultara de miradas curiosas. De momento, el sabí estaría a salvo en la casa. Más adelante podían intentar hacerle atravesar las montañas y llegar a la costa.
Al terminar el baño, Ibn Ammar se echó a dormir. Pero poco después volvió a despertarlo la criada. Contra las previsiones del jardinero, había llegado un mensajero con el encargo de llevarlo de regreso a la corte de Hassún ibn Tahir, el príncipe heredero. La tormenta de la noche no había hecho crecer el río hasta el punto de que el transbordador de Murcia tuviera que interrumpir el servicio.
A mediodía llegó un mensajero que presentó una carta con el sello de Isaal al-Balia y pidió ser recibido de inmediato. Zacarías acompañó al hombre al consultorio a pesar de que Yunus le había dado la orden de no molestarlo bajo ninguna circunstancia. A un mensajero de al-Balia, del sapientísimo rabino y embajador, no se le podía hacer esperar en la puerta. Pero Yunus se negó a recibirlo.
– ¡Que tenga paciencia!
Yunus se había encerrado en la sala de operaciones. Caminaba de un lado a otro con largos pasos, la cabeza metida entre los hombros, las manos a la espalda. Estaba furioso y excitado, e intentaba controlar su nerviosismo moviéndose. En su consultorio había tenido lugar una molesta escena que le había hecho abrir los ojos y descubrir, por fin, por qué últimamente buscaban su consejo médico tantas viudas de edad madura. Ahorra tenía que dejar de pensar en ello. Hizo esperar al mensajero un cuarto de hora antes de recibirlo.
La carta de al-Balia era extremadamente parca y contenía un encarecido ruego: pedía a Yunus que se dirigiera inmediatamente a un monasterio situado a hora y media de camino al norte de la ciudad. Un miembro de la embajada española se hallaba gravemente enfermo. El monarca tenía enorme interés en que el hombre no se marchara de Sevilla en un féretro En una posdata escrita en caracteres cursivos hebreos apenas legibles decía: «No necesito recordarte las ventajas que traería a nuestra comunidad que consiguiéramos satisfacer el deseo del príncipe».
Yunus tenía claro que, en ese caso, el favor del monarca recaería, sobre todo, en el propio al-Balia. El joven ya tenía una fabulosa carrera a su espaldas. Había acompañado a los príncipes a Mérida y había tomado parte en todas las negociaciones con el rey de León. Y, según se desprendía de la carta, por lo visto ahora también asesoraba a la embajada del rey en Sevilla.
Yunus encargó a Zacarías que le preparara su maletín de médico. No le quedaba alternativa. La mención del monarca convertía el ruego de al-Balia en una orden que tenía que obedecer.
El mensajero lo acompañó hasta Taryana, al otro lado del río. Allí, a la puerta de un funduq, lo esperaban un lancero del príncipe con un caballo y un hidalgo español acompañado por un mozo. El español le habló en un árabe entrecortado, instándolo a darse prisa. Era un hombre alto y delgado que rondaba los cincuenta años y tenía una cicatriz que confería a su rostro un aspecto curiosamente desolado. Un agudo cuchillo debía de haberle alcanzado la mejilla derecha alguna vez. La delgada cicatriz que había dejado le cruzaba el rostro de arriba a abajo.
El monasterio al que llevaron a Yunus quedaba muy cerca de la pequeña ciudad de Alcalá. Yunus nunca había estado allí, pero conocía el nombre. Era un buen lugar para ir de paseo, célebre por el excelente vino que servían los monjes.
Apenas había cruzado la puerta, salió a su encuentro al-Balia. Yunus no lo reconoció hasta que lo tuvo frente a él. El joven rabino vestía con inusual humildad. Llevaba puesta una sencilla túnica de lana marrón; de no ser por la faja de la cabeza casi se lo hubiera podido confundir con uno de los monjes. Al-Balia llevó a Yunus aparte, al huerto del monasterio, que, al encontrarse rodeado por un seto, les permitía estar a solas.
– Te agradezco que hayas venido tan pronto, Yunus ibn A'war -dijo el rabino. Parecía cansado, y su voz sonaba tensa-. Tengo que explicarte algunas cosas antes de que veas al enfermo.
– ¿Quién es, que el príncipe se preocupa tanto por su salud? -preguntó Yunus.
– Un obispo. El obispo de León -respondió al-Balia y, mientras caminaban lentamente hacia la iglesia, empezó a resumirle la historia en pocas palabras.
El monarca había mandado acondicionar para la embajada una casa de campo al oeste de la ciudad. Sin embargo, debido a su mala salud, el obispo había insistido en alojarse en una iglesia, por lo cual finalmente se había decidido que él y su séquito se instalaran en el monasterio.
– Muy a pesar del abad, por otra parte. El vicario del obispo ha dispuesto que se cierre la iglesia y, sobre todo, que se deje de expender vino, pues aduce que esta práctica podría hacer que la ira de Dios cayera sobre su señor, el obispo.
Ya la noche misma de la llegada del enfermo, al-Balia había mandado llamar a Ibn Sa'id, el único médico cristiano de la corte del monarca. Ibn Sa'id había examinado al obispo y había recomendado que se trasladara urgentemente al paciente fuera de la fría y húmeda iglesia, y que se lo tratara con baños, friegas y una rigurosa dieta. El obispo se opuso a todas estas medidas, por lo que Ibn Sa'id declinó toda responsabilidad y regresó a Sevilla.
– Como ves, el caso no es nada sencillo.
– ¿Por qué se opuso al tratamiento? -preguntó Yunus.
– Pues me parece -empezó a decir al-Balia, titubeante- que el obispo pasa por ser un hombre extremadamente piadoso, por decirlo con cierto recato. Ibn Sa'id lo llamó viejo asceta y mojigato, a pesar de que es su hermano de fe. -Al-Balia cogió a Yunus del brazo y siguió hablando, con mayor énfasis-: En cualquier caso, tenemos que actuar con mucho cuidado. Según parece, el obispo está convencido de que la proximidad del altar curará su enfermedad. Por eso no permite que se lo traslade a otra habitación. Guarda ayuno, de modo que sólo se le puede recetar una dieta que no contravenga los preceptos de su ayuno. Además, ha hecho la promesa de no tomar ningún baño ni cambiarse de ropa interior hasta la consagración de su nueva catedral en León.
– ¡Dios mío! -dijo Yunus espantado-. ¿Desde cuándo mantiene esa promesa?
Al-Balia le echó una mirada burlona por el rabillo del ojo.
– Desde que comenzó la renovación de su catedral. Hace doce años.
– ¡Desde hace doce años! -repitió Yunus con incrédula perplejidad.
Llegaron a la iglesia y al-Balia saludó a los dos hombres del obispo que guardaban vigilancia ante el portal. Los centinelas los dejaron pasar sin más.
– Sólo quería ponerte al corriente, para que sepas lo que te espera -susurró al-Balia.
El lecho del obispo estaba a la derecha del altar. Una cortina lo separaba de la nave de la iglesia. Estaba acostado de manera tal que tenía exactamente frente a sus ojos el altar y la cruz de oro colocada encima de éste. A la cabecera y a los pies de su lecho había relicarios adornados con piedras preciosas y candelabros de plata. Con él estaba un capellán, haciéndole aire con un flabelo. Un segundo capellán rezaba arrodillado frente al altar.
Yunus y al-Balia se detuvieron al llegar a la cortina y esperaron hasta que se les acercó el capellán del flabelo. AI-Balia habló con él en un español cerrado que Yunus entendió sólo a medias. Luego el capellán volvió a los pies del lecho del obispo.
– ¿Cómo lo tengo que llamar? -preguntó Yunus en voz muy baja.
– Vuestra Santidad -dijo al-Balia y, con una sonrisa divertida en los labios, añadió-: Si se te da mejor el latín, también puedes llamarlo Vestra Sanctitas.
El capellán les hizo una señal para que se acercaran. Hicieron una profunda reverencia y al-Balia pronunció una bendición en latín, a la que el obispo respondió. Por los comentarios previos de al-Balia, Yunus había esperado toparse con un hombre enjuto, pero el obispo pertenecía más bien al tipo flemático. Era bajo y corpulento, de cuello corto y cabeza redonda. Estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada sobre varios cojines. Yunus vio con espanto que respiraba con mucha dificultad.
Al-Balia presentó a Yunus, y el obispo le obsequió con una moderada sonrisa.
– ¿Eres médico, hijo mío? -preguntó, sin mucho interés.
– Intento ayudar a los enfermos, con la ayuda de Dios -contestó Yunus, cauteloso, añadiendo no sin cierta vacilación-: Vestra Sanctitas.
El obispo lo interrumpió con un gesto de rechazo.
– No, hijo mío -dijo-, yo sólo soy un insignificante siervo de Cristo y un gran pecador ante los ojos del Señor. Llámame don Alvito y estará bien. -Le costaba mucho trabajo hablar; jadeaba en busca de aire como si tuviera un lazo corredizo alrededor del cuello.
– Permitid que os ofrezca mis servicios médicos -dijo Yunus, haciendo otra reverencia. El capellán, que movía el flabelo de arriba a abajo junto a la cabeza del obispo, lanzó a Yunus una mirada hostil.
El obispo torció el gesto en una dolorosa sonrisa.
– Estoy en manos de Dios -dijo-. Dios me ha enviado esta enfermedad como castigo por mis pecados. Dios me curará cuando los haya expiado. Dios es mi médico.
Yunus dejó a un lado su maletín de médico. El paciente no lo había rechazado desde un primer momento, y ya no se sentía tan inhibido, aunque la penumbra de la iglesia, la trémula luz de las velas, el penetrante olor a incienso y tizne, la fría desconfianza que irradiaba el capellán y la tétrica solemnidad del lugar aún le inspiraban cierta inseguridad. Le costó trabajo dar un tono suave a sus palabras.
– Sé que mi medicina no es nada comparada con una plegaria al Señor -dijo contra su convicción-, pero, con la ayuda de Dios, a veces hasta mi pequeño saber puede servir para contrarrestar una enfermedad.
– ¿Crees que puedes contrarrestar una enfermedad que Dios ha enviado para castigarme?
– Eso no -respondió Yunus rápidamente-. Sólo afirmo que puedo contrarrestar algunas enfermedades si Dios lo permite -se acercó un poco más al enfermo, deteniéndose a los pies de la cama-. Tomad, por ejemplo, el caso de un hombre que recibe una herida en una arteria, en la muñeca, donde late el pulso. ¿Debe acudir únicamente a la oración? ¿No debería también llamar a un médico para que le vendara el brazo y le cosiera la herida? Dios nos ha dado los conocimientos para tratar una herida de esa naturaleza. ¿No deberíamos utilizar esos conocimientos para salvar una vida, quizá incluso una vida consagrada a servir al Señor?
El obispo se quedó mirándolo un largo rato, como si le resultara difícil encontrar una respuesta.
– Mi enfermedad es de otro tipo -dijo finalmente. Ya no parecía tan seguro de si mismo.
– Sé que vuestra enfermedad no se puede reconocer a simple vista, como una herida -contestó Yunus, cargado de paciencia-. Pero un médico, un hombre que ha estudiado la ciencia de la medicina, también puede reconocer a simple vista algunas enfermedades que parecen ocultas. ¿No deberíamos utilizar también estos conocimientos de la medicina? ¿Acaso los médicos no han sido creados también por Dios? ¿No es Dios quien les ha otorgado sus conocimientos? -Esperó una réplica del obispo y, al no producirse ninguna, continuó en el mismo tono sereno-: También se cuenta que, una vez, Moisés, estando enfermo, rechazó las medicinas que le ofrecía el médico porque quería ser curado por Dios. Entonces se le apareció Dios y le ordenó tomar las medicinas, diciéndole: «¿No confías en mí, que he proporcionado su eficacia a los medicamentos? ¿Acaso desprecias mi sabiduría?».
– Eso no está en las Escrituras -dijo el obispo en tono de protesta.
– No está en las Escrituras -respondió Yunus-, pero nos ha sido transmitido por nuestros padres.
El obispo se inclinó hacia delante.
– Nuestro apóstol Santiago dice en el capítulo quinto de su carta: «Si uno está enfermo, que llame a los más ancianos y les pida que recen por él y lo unjan en el nombre del Señor. Y la oración de la fe lo ayudará, y el Señor lo sanará». -Levantó el dedo y repitió enérgicamente-: ¡El Señor lo sanará!
Yunus respondió serenamente a su mirada y dijo:
– Pero también se dice: «El Todopoderoso hace brotar de la tierra hierbas medicinales, que el juicioso no rechazará». Y también: «Honra al médico cuando lo necesites, pues también él ha sido creado por Dios». Y Jerónimo el Eremita, a quien vuestra Iglesia cuenta entre sus santos, dijo: «Quien no acude al médico cuando lo necesita ha de ser llamado tonto y necio». -Había hablado con gran decisión y en voz alta, y ahora, al terminar sus palabras, la iglesia se sumió de pronto en un completo silencio. Hasta el capellán había dejado de abanicar. Tan sólo se escuchaba la jadeante respiración del obispo.
El capellán volvió a agitar el flabelo con reforzado celo, pero el obispo le ordenó con un movimiento espontáneo de la mano que dejara de hacerlo y se marchara, mientras con la otra mano hacía una señal a Yunus para que se acercara. Cuando Yunus estuvo a su lado, el obispo le sonrió débilmente y, en voz tan baja que ninguno de los dos capellanes pudieron oírlo, dijo:
– Entonces debo ser llamado tonto y necio. ¿Es eso lo que quieres decir?
Yunus quiso responder algo, pero el obispo le hizo una seña para que lo dejara estar. La sonrisa desapareció de su rostro y, tirando de la túnica de Yunus, el obispo lo hizo agacharse a su lado y le dijo con voz jadeante:
– Escúchame, hijo mío. Sé que Dios no tardará en llamarme a su lado. Lo sé. Estoy enfermo de muerte. He trabajado durante doce años embelleciendo mi iglesia de León para honrar al Señor. He venido a vuestra ciudad a recoger un tesoro que será la joya más bella de toda mi iglesia, ¿me escuchas? -Clavó sus dedos en el brazo de Yunus; su voz tenía ahora un tono casi suplicante-. Mi iglesia será consagrada tres días antes de la fiesta de la Natividad de Nuestro Señor. Quiero llevar ese tesoro a León. Ruego a Dios que me dé tiempo para terminar mi labor. Le ruego que me permita ver una vez más mi iglesia. ¿Crees que Dios me concederá ese tiempo? -Su rostro estaba ahora tan cercano a Yunus que éste podía verlo sólo vagamente. Las manos le temblaban por el esfuerzo. Esperaba una respuesta.
Yunus no sabía qué contestar. ¿Podía darle esperanzas? ¿No era contrario a toda razón esperar que ese hombre sobreviviera a un viaje de al menos veinte días, estando a las puertas del invierno y con todos los síntomas de encontrarse gravemente enfermo tan manifiestos aun a simple vista? ¿Debía darle esperanzas?
– Rezad a Dios -dijo Yunus- y permitid que yo intente ayudaros con los medios que Él ha puesto en nuestras manos.
El obispo lo estaba mirando fijamente. Las manos ya no le temblaban, pero seguían agarrando con firmeza a Yunus. De pronto, el obispo se dejó caer sobre los cojines, cerró los ojos, se llevó convulsivamente las manos al pecho e intentó respirar dando grandes y ansiosas bocanadas con la boca muy abierta. Yunus intentó procurarle algún alivio cogiéndolo de las axilas y sentándolo derecho. Los dos capellanes se acercaron rápidamente agitando las manos y murmurando oraciones, todavía llenos de desconfianza hacia Yunus, aunque indecisos por el hecho de que el obispo hubiera hablado tan íntimamente con él. Se quedaron junto al lecho, impotentes y preocupados, hasta que por fin pasó el ataque y el obispo pudo respirar con algo más de facilidad.
– Si he de ayudaros, tengo que examinaros -dijo Yunus-. ¿Me permitís que lo haga? ¿Me permitís que os haga unas pocas preguntas?
El obispo no parecía escucharlo. Yunus le cogió la muñeca. Tenía el pulso muy débil y terriblemente irregular.
– Cuando estáis acostado no podéis respirar, ¿verdad? Sólo podéis hacerlo estando sentado.
El obispo asintió débilmente.
– Y tenéis dolores en el pecho, una dolorosa presión. ¿Es así?
El obispo volvió a asentir.
– ¿Y dolores en las piernas? ¿Desde hace mucho tiempo? -El obispo quiso responder, pero Yunus se le anticipó-: No hace falta que digáis nada. Me basta con que me hagáis una seña. No debéis hablar; es demasiado esfuerzo para vos.
Yunus palpó con la mano debajo de la manta y confirmó lo que había temido desde el principio. Agua en las piernas, y el bajo vientre también bastante hinchado. Hydrops anasarca, y ya bastante avanzada. Por suerte aún no había agua en las partes superiores del cuerpo, y tampoco tenía fiebre. Pero el diagnóstico era bastante seguro, y lo confirmaba también la lengua cubierta de blanco: sobreabundancia de flema, de mucosidad. La mezcla de los humores corporales se había desplazado hacia lo frío y húmedo, y este desplazamiento estaba reforzado por la constitución ya por naturaleza flemática del enfermo y agudizado aún más por su avanzada edad, la estación fría y húmeda en que se encontraban y la mala alimentación, que había producido trastornos digestivos. Sobreabundancia de bilis negra, producida probablemente por un exceso de ayuno, unido a una mala alimentación. Es cierto que esto producía una disminución del componente húmedo, pero también una peligrosa intensificación del componente frío. La consecuencia de ello era un enfriamiento del corazón, que pasaba al pericardio y los pulmones. Esto ocasionaba una insuficiente combustión del aire respirado y, con ello, un suministro insuficiente de las neumas vitales que surgen de la combustión del aire. A esto se sumaba una insuficiente distribución de estas fuerzas vitales a través de la sangre de las arterias por todo el cuerpo, debida al debilitamiento del corazón. Es decir, que tanto el estómago como el corazón y los pulmones estaban suministrando una cantidad cada vez más insuficiente de lo caliente, que es el principio de la vida, y una sobreabundancia cada vez mayor de lo frío, que es el principio de la muerte. Una enfermedad mortal. Y el cuerpo del obispo estaba ya tan debilitado que quedaba completamente descartada la posibilidad de suministrarle algún medicamento medianamente fuerte. Yunus abrió su maletín. Llevaba muy pocos medicamentos. Tenía que averiguar si los monjes disponían de lo necesario para prepararlos. Tenía que hablar de la dieta con el cocinero del obispo. Tenía que convencer a los capellanes de que pusieran una camilla junto al lecho del enfermo para que, en caso de producirse una aguda falta de aire, pudieran al menos llevar al obispo hasta una ventana por la que entrara aire fresco. Tenía que hacer preparar urgentemente un determinado medicamento cardioestimulante para las crisis momentáneas del paciente. Se volvió hacia el obispo, que lo miraba con los ojos entornados.
– Os prepararé una tisana -dijo Yunus-. Un medicamento sencillo que os dará calor, y que sólo contiene pimienta blanca molida, nuez moscada y miel. -Le parecía importante informar bien al obispo para ganarse su confianza-. Mandaré que os preparen para la comida un pollo cocido en vino, si vuestro ayuno lo permite. También tendréis que comer pan de salvado remojado en salsa y, después, higos o ciruelas secos, para estimular la digestión. ¡Nada de pescado! ¡Nada de verduras ni de frutas, ni tampoco platos y bebidas fríos! ¿Tenéis dificultades para tragar?
El obispo sacudió la cabeza en gesto de negación.
– Buena señal -continuó Yunus-. Os prepararé para beber un jarabe con cinco partes de miel y una de vino, que beberéis disuelto en agua caliente. Y esto es lo más importante: ¡sólo comidas y bebidas calientes!
El obispo asintió con la cabeza, intentando sonreír, y, de repente, volvió a llevarse las manos al pecho y el rostro se le desfiguró por el dolor.
– ¡Dios mío, ayúdame! -dijo entre gemidos-. ¡Oh, Dios mío, esta terrible presión! ¡Es como si tuviera un demonio sentado sobre el pecho!
Yunus le acomodó la espalda.
– El medicamento que os traeré os aliviará -dijo Yunus intentando darle ánimos-. Pediré a Dios que os ayude.
Poco después, cuando Yunus y al-Balia salieron de la iglesia, el sol ya estaba muy cerca del horizonte y en la torre de la iglesia del monasterio sonaban las campanas de las vísperas. Yunus preguntó el camino a la cocina y empezó a andar con paso tan rápido que a al-Balia le costaba trabajo seguirlo.
– ¿Cuántos días crees que le quedan? -preguntó al-Balia sin rodeos.
– No lo sé -dijo Yunus. Su voz sonó malhumorada. Encontraba la pregunta inoportuna-. Si se queda en esa iglesia, cada día puede ser el último.
– ¿Estás seguro?
– Completamente seguro.
Al-Balia sujetó a Yunus de la manga, obligándolo a andar más despacio.
– ¿Qué podemos hacer, por el amor de Dios? No nos deja que lo saquemos de la iglesia, ¡ya lo has visto tú mismo!
– Debía de estar ya muy enfermo cuando empezó el viaje -dijo Yunus, pasando por alto la pregunta-. ¿Qué lo llevó a emprender el viaje? Me ha hablado de no sé qué tesoro que quiere conseguir para su iglesia de León. ¿A qué se refería?
– Se refería a un tesoro de su religión -contestó al-Balia-. Los huesos de una santa llamada Justa, o Justina. Una mártir de su fe de tiempos de los romanos, originaria de Sevilla. Los huesos fueron objeto de negociación entre el príncipe y el rey de León. Se trata de un deseo especial de la reina, que quiere adornar con esos huesos la catedral de León. Y, obviamente, también es un ferviente deseo del obispo.
– ¿Dónde está esa reliquia? ¿Dónde se encuentra? -preguntó Yunus.
Al-Balia se detuvo y, como siguió sujetando firmemente a Yunus de la manga, lo obligó también a detenerse.
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué sabes del asunto?
– Lo pregunto, porque el obispo cree en el poder curativo de esa reliquia. Mientras más importante sea esa reliquia, mayor será su poder curativo. Sin duda, los huesos que quiere son muy especiales para él. Si esos huesos estuvieran en una iglesia más apropiada para el estado del obispo y si, tal vez, esa iglesia tuviera una habitación que se pudiera calentar, entonces quizá existiría la posibilidad de trasladar allí al obispo.
Al-Balia paseó la mirada sobre Yunus.
– Dios sabe que tienes razón. ¡Tienes muchísima razón! -dijo, desalentado, para luego añadir con desazón-: ¡Pero los huesos no están! ¡No están! Están perdidos o quizá ocultos, o han sido robados. Al parecer nadie sabe dónde están.
Yunus lo miró desconcertado y reemprendió la marcha a toda velocidad.
– Tengo que ir a Sevilla, tengo que encargar el medicamento para poder traerlo esta misma noche. -Y, en el mismo instante, preguntó-: ¿Cómo es que no están los huesos?
Al-Balia caminaba a su lado gesticulando con las manos y ya casi sin aliento.
– Antes te he dicho que formaban parte del contrato. Los españoles exigieron un tributo anual. Oficialmente, se dice otra cosa, pero en realidad se trata de un pago unilateral, sin recibir nada a cambio. Puro chantaje. Exigieron una suma desvergonzadamente elevada…
– ¿Cuánto?
– La cantidad es secreta, pero tampoco viene al caso ahora. Como sea, lo exigido era impensable. Nosotros intentamos negociar, pero el rey se mantuvo inflexible. Tenía con él a dos mil hombres armados, la mayoría a caballo. Nuestra posición era lamentable. Hasta que esos huesos entraron en la conversación. Nos enteramos de que la reina había encargado a su marido que trajera esos huesos de Sevilla. Ella es la heredera de la corona real de León y la señora de esa región. Don Fernando es conde de Castilla, y ha llegado al trono sólo gracias a su matrimonio con la reina. Con esto quiero decir que la reina posee una gran influencia en la corte de León. Esto nos dio por fin un arma.
Llegaron a la cocina, una pequeña construcción cuadrangular provista de una elevada chimenea adosada a la pared del edificio principal del monasterio. El maestro de cocina era un anciano no tonsurado, duro de oído. Yunus tenía que gritar para hacerse entender.
Al-Balia continuó contándole lo ocurrido, sólo que pasó del árabe al hebreo apenas entraron en la cocina.
– Ya me entiendes. Por fin, poseíamos algo con qué negociar. El príncipe había llevado consigo a Mérida al arzobispo de Sevilla. Esto resultó ser extremadamente útil en este caso. El arzobispo se negó a entregar los huesos de esa mártir romana. Consideró que la exigencia de sus colegas de León no era más que un intento de expolio. Ya puedes imaginar lo delicada que era la situación. Su obispo contra nuestro obispo, y nosotros en el papel de mediadores. -Al-Balia hablaba llevado por el entusiasmo. El recuerdo de las negociaciones parecía darle alas, como si él mismo hubiera desempeñado un papel importante en su beneficioso final-. El príncipe hizo al arzobispo de Sevilla algunas concesiones que no le costaban nada, como suprimir algunos impuestos que gravaban el tañido de las campanas, los desfiles de comitivas fúnebres y las procesiones. El arzobispo dejó de resistirse inmediatamente. Y las pretensiones del rey de León descendieron considerablemente.
– ¿Y por qué ahora, de repente, los huesos ya no están? -preguntó Yunus sin mostrarse impresionado, mientras trituraba pimienta y nuez moscada en un mortero.
– Ya no están, porque el arzobispo de Sevilla es un cabeza hueca -dijo al-Balia en tono sombrío. El entusiasmo se le había pasado-. No podía guardarse todo para sí, tenía que pregonar a los cuatro vientos los grandiosos beneficios que había conseguido para su comunidad. El abad del monasterio de Santa Justa, en el que se encontraban los huesos, se enteró del pacto. Y sus monjes hicieron desaparecer la reliquia.
– ¿Lo sabe don Alvito? -preguntó Yunus. Era la primera vez que empleaba el nombre del obispo.
– No, claro que no.
– ¿Y el príncipe?
– Tampoco -dijo al-Balia-. Sólo Ibn Zaydún, el hadjib. Ha concertado una cita para mañana por la mañana. Con el abad y el arzobispo de Sevilla.
– ¿Estarás tú presente?
– Estaré.
– ¿Y qué pensáis hacer? ¿Coaccionar al abad?
– No -dijo al-Balia-. Eso no será posible mientras la embajada española esté aquí. Tampoco será necesario. Dejaremos todo en manos de los cristianos. O el arzobispo entrega los huesos de santa Justa, o tendrá que buscarles algún reemplazo.
– ¿Qué tipo de reemplazo?
– Alguna otra reliquia del mismo valor -dijo al-Balia. Y, ante la mirada interrogante de Yunus, añadió-: Por ejemplo, los huesos de San Isidoro.
– Eso no lo permitirá nunca -dijo Yunus convencido-. ¡Tú no sabes lo que significa San Isidoro para los cristianos de esta ciudad! San Isidoro ha sido el obispo más grande de Sevilla, el sabio más grande la cristiandad andaluza. ¡Es el santo patrono de la ciudad!
– Puede ser -respondió tranquilamente al-Balia-. Pero dejemos la decisión al arzobispo. Puede elegir libremente.
– ¿Y hasta cuándo tiene de plazo para decidir? -preguntó Yunus.
– Hasta mañana -contestó al-Balia.
– Está bien -dijo Yunus y, sin dar más vueltas al asunto, volvió al comienzo de la conversación-: Entonces preocúpate de que la reliquia, sea cual sea, vaya a parar a una iglesia como la que te he descrito antes. Y, a ser posible, manda que trasladen allí a don Alvito esa misma noche. AI-Balia examinó fugazmente a Yunus desde debajo de sus cejas enarcadas. Luego su rostro empezó a relajarse, cogió a Yunus amistosamente del brazo y dijo con una amplia sonrisa:
– Eso es precisamente lo que haré, Yunus ibn al-A'war.
Yunus había añadido a la masa de miel, pimienta y nuez moscada un poquito de aceite, para rebajar un tanto el picante de la pimienta, y migajas de pan de salvado, para dar a la mezcla mayor consistencia. Ahora estaba ocupado formando pequeñas píldoras redondas con la espesa masa.
Rozó a al-Balia con una mirada de reojo y vio que el joven rabino aún tenía la misma sonrisa de complacencia en los labios: Isaak al-Balia, el agraciado diplomado.
– Te has ganado una buena posición aquí en Sevilla -dijo Yunus sin volverse hacia al-Balia-. ¿Tienes pensado volver a Granada?
Al-Balia cogió una de las píldoras ya terminadas y la hizo girar entre sus dedos pulgar e índice.
– Y esta píldora, ¿me haría bien también a mi? -preguntó, hablando otra vez en árabe.
– Mal no te puede hacer -dijo Yunus-. Si estás cansado, te puede ayudar a seguir adelante.
– No estoy cansado -dijo al-Balia, mostrando los dientes-, nada cansado. -Se metió la píldora en la boca y, mientras la chupaba, añadió como de pasada-: En Granada, el clima es mejor que en Sevilla. Mucho mejor.
– ¿Te refieres al clima atmosférico?
– Al atmosférico. Sobre todo, al atmosférico.
– Pero hay demasiados judíos, ¿eh? Y el primer lugar ya está ocupado por uno de ellos, que tiene por delante al menos tantos años como tú -dijo Yunus sin malicia.
Al-Balia lo miró de reojo. Ya no sonreía.
– De momento acompañaré a la embajada española de regreso a León y, por encargo del príncipe, tomaré parte en la reunión de la corte que celebra el rey en León por el día de Navidad -dijo en tono inusualmente formal. Luego empezó a rodear la mesa en la que estaba trabajando Yunus, hasta quedar justo frente a él, y añadió con voz indiferente-: Quizá quieras acompañarme.
Yunus lo miró desconcertado. Estaba francamente asustado.
– Eso no, Isaak -dijo-. ¡Eso no! No me pidas eso.
Al-Balia respondió a su mirada, pero no dijo nada más. En su rostro estaba marcado el esbozo de una sonrisa.
Más tarde, la noche de ese mismo día, Yunus escribió en su diario:
Acabo de llevar a Karima, nuestra pequeña, a la cama. He rezado con ella la oración de la noche. Después le he hecho una pregunta. En hebreo (por algún motivo, estaba distraído). Ella me ha contestado en hebreo. Le he hecho otra pregunta. Ella ha vuelto a contestarme en hebreo. Está con nosotros desde hace tres meses y nadie sospechaba que hablaba hebreo. Le he preguntado quién se lo había enseñado. Su padre, dice. Su padre, el encuadernador. Por lo visto, no sólo encuadernaba los libros que le llevaban, sino que también los leía. Tal vez leía demasiado, y por eso murió en la pobreza. Pero dejó una buena herencia a Karima. Todo este tiempo me he estado preguntando cómo es que adelantaba con tanta rapidez en las clases de lectura y escritura. Creo que ahora sí que la enviaré a la escuela.
Por la mañana, ha sucedido algo desagradable en el consultorio. Se ha presentado una nueva paciente. Una viuda acomodada de entre cuarenta y cincuenta años, ricamente vestida, adornada con joyas, cuidadosamente maquillada y perfumada. Venía acompañada por una criada. Una paciente de esas que consideran que una visita al médico es una especie de pasatiempo social. Y no sólo eso. También es de las que creen en las maravillas de los exámenes de orina.
Parece que esa insensatez está volviendo a ponerse de moda, y algunos colegas la emplean desvergonzadamente. Estos colegas tienen en su sala de espera a una anciana que sonda a las pacientes y, un rato después, ya tienen el vaso de orina en la mano y leen en él los secretos más inverosímiles: que si la paciente ha soñado con un hombre joven, que si está en conflicto con una vecina, que si el pollo que ha comido al mediodía tenía demasiada salvia, y otras patrañas por el estilo. Ibn Abd al-Ra'uf, el sirio, fue el primero en utilizar este disparate, hace ya diez años, y ahora posee tres casas en la ciudad y una participación de mil dinares en una refinería de azúcar del delta, según me contó hace poco el shaik.
Así pues, yo no me he mostrado especialmente atento cuando esta paciente nueva le ha dicho a su criada que me entregara un vaso lleno de orina. Quizá he sido incluso demasiado brusco. El caso es que la dama ha salido de mi consultorio furiosa y, ya en la calle, ha arrojado el vaso de orina contra el empedrado. Naturalmente, ha habido un gran alboroto. Han venido al-Fasi y los otros vecinos. Eso todavía no hubiera sido muy llamativo. Pero entonces al-Fasi ha empezado a hablar de una cierta enfermedad que atacaba a las viudas y ha mencionado a las muchas pacientes que se agolpan en mi consultorio desde hace algunas semanas. Y por fin he comprendido.
Todavía no ha pasado ni la mitad del año de luto, y ya vienen a mi consultorio con el vaso de orina en la mano y esperando, en lo posible, que lea en la orina sus intenciones. Una idea repugnante. Por lo visto la mayoría de la gente espera que vuelva a casarme. Era fácil deducir esto de los comentarios de mis vecinos.
Yo hasta ahora no he pensado en ello. Y tampoco lo pensaré en el futuro. Si los ancianos insisten en que me case, prefiero renunciar a recibir pacientes mujeres. No volveré a casarme. Dios lo sabe.
Que su bendición se pose sobre nuestras niñas y sobre esta casa.
Estaba aún muy oscuro cuando Lope despertó. Algún ruido lo había despertado. Se sentó y prestó atención. Los tres mozos que compartían la habitación con él aún dormían. Podía oir su sereno respirar. Nada más. Profundo silencio. Luego, de repente, una voz, no muy clara, muy lejana. Y una segunda voz. Sonaba como si las voces procedieran de la iglesia. Lope contuvo la respiración para escuchar mejor.
Habían escoltado a don Alvito a su nuevo alojamiento, en la iglesia del arzobispo de Sevilla, situada en el centro de la ciudad, cerca del río. La habitación asignada a Lope y los otros mozos se encontraba en un pasillo que unía la iglesia con la casa del arzobispo. El lecho de enfermo preparado para don Alvito había sido colocado en la misma iglesia, en un coro alto, encima del altar.
Volvieron a escucharse las voces. Esta vez Lope estuvo seguro de que venían de la iglesia y creyó oir entre ellas también la voz de don Alvito. Su voz parecía excitada, casi furiosa. Lope se levantó sin hacer ruido y salió al pasillo andando a tientas. Bajo la puerta que daba a la iglesia brillaba una estrecha franja de luz. Lope prestó atención a lo que decían las voces al otro lado de la puerta.
– ¿Qué tiene que ver el abad? -oyó decir a la voz de don Alvito.
Una segunda voz le contestó, pero tan bajo que no se podía entender lo que decía. De pronto, Lope oyó un ruido detrás de él, en el otro extremo del pasillo. Se abrió una puerta y el resplandor de una lámpara bailó sobre la pared. Lope se escabulló introduciéndose a hurtadillas en el interior de la iglesia y, al amparo de la pared, se deslizó hasta un rincón ocultó por una columna truncada.
– ¿Cómo puede el abad tener la osadía de contravenir tus órdenes? -escuchó decir a don Alvito. El obispo estaba de pie, dando la espalda al altar. Uno de sus dos capellanes le servía de sostén. Frente a él, junto a la barandilla del coro, estaba el arzobispo.
– El monasterio es autónomo, no está subordinado a mí -dijo el arzobispo.
Por el pasillo en el que había estado Lope hacía apenas un instante, llegó ahora el arcediano, que, nada más entrar en la iglesia, se precipitó sobre don Alvito con los brazos extendidos en ademán de ruego.
– Excelentísimo señor, vuestra salud…
El obispo agitó los brazos y mandó callar al arcediano con un áspero movimiento de la mano.
– ¡Déjame en paz, mi salud está bien!
Añadió una severa orden en latín, que Lope no entendió.
– Además, tampoco es cosa del abad -continuó el arzobispo-. Tú mismo lo oíste ayer. Él estaría dispuesto. Es el capítulo el que se opone.
El arzobispo tampoco estaba solo. Lo acompañaban un capellán y dos canónigos.
– ¿Cómo pudiste prometernos en Mérida que nos entregarías la santísima reliquia sabiendo que pertenece al monasterio, y que el monasterio es autónomo? -preguntó el obispo, furioso.
– Tenía mis esperanzas puestas en el abad. Confiaba en que también el capítulo comprendería nuestra difícil situación. Pensaba que quizá estarían dispuestos a llegar a un acuerdo, un intercambio, probablemente, o una repartición.
– Nunca se habló de una repartición -le echó en cara don Alvito.
– También confiaba en tu comprensión, hermano. Intenté describirte la difícil situación en que se encuentra nuestra comunidad aquí, bajo la espada de los infieles, de los hijos de Ismael, de los enemigos de Cristo. -El arzobispo hizo la señal de la cruz y continuó con voz susurrante-: Estamos expuestos a los caprichos del príncipe y del qadi de esta ciudad. Estamos sometidos a numerosas limitaciones en el ejercicio de nuestra doctrina.
– A mí no me lo ha parecido -lo interrumpió don Alvito, nervioso-. Por el contrario, estoy más bien sorprendido.
– Te engañas, hermano -respondió el arzobispo con voz temblorosa-. Son muchos los lobos que amenazan mi grey. Y es sólo mi preocupación por mi rebaño lo que me ha obligado a hacer ciertas concesiones. Pero tú ya debes saber, hermano, que tu deseo de llevarte a León los santísimos huesos de Santa Justa nos ha sumido en el más hondo conflicto de conciencia.
– ¡No es que yo lo desee! ¡No es que yo lo desee! -lo interrumpió don Alvito, elevando la voz-. Fue la propia mártir quien expresó ese deseo cuando se apareció a nuestra señora, doña Sancha, reina de León. La propia santa ha pedido que sus santísimos huesos sean liberados del yugo de los paganos.
– Pero cómo puede ser posible -replicó al instante el arzobispo-. ¿Cómo puede ser posible que la santa exprese un deseo así y después ella misma impida que se cumpla el deseo?
– ¿Que ella misma lo impida? -contestó don Alvito, incisivo-. ¿Es ella quien lo ha impedido? ¿No dices, acaso, que el abad, los monjes del monasterio, han escondido los huesos? ¿No los han llevado ellos a un escondite secreto?
– No he dicho que los hayan escondido. No he dicho de qué manera se han perdido. Sólo he dicho que han desaparecido. Han desaparecido misteriosamente.
– Dijiste que el abad y el capítulo se habían negado a entregar los huesos. ¿Cómo pueden negarse a entregar algo que ya no tienen?
– Tienen el relicario, y creían que los huesos descansaban dentro del relicario en el que han estado siempre. Pero ayer, después de nuestra conversación, abrieron el relicario y estaba vacío.
– ¿Que el relicario estaba vacío?
– Así es. Estaba vacío, a pesar de que ninguna criatura viviente lo había tocado. Ni el abad, ni los hermanos. Están dispuestos a jurar que ninguno de ellos ha tocado el relicario.
– ¿Están dispuestos a jurarlo? -preguntó don Alvito, incrédulo.
– Están dispuestos a jurarlo sobre el altar de la santa -respondió el arzobispo con voz firme. Estaban de pie uno frente al otro, a un brazo de distancia, mirándose fijamente, como si cada uno hubiera apostado que él no sería el primero en desviar la mirada.
Unos instantes de silencio, de tenso silencio en la altísima nave de piedra de la iglesia, débilmente iluminada por tan sólo dos cirios del altar. Lope se acurrucó aún más en el rincón. Lo embargaba un miedo paralizador de que el arcediano pudiera descubrirlo. Siempre que se topaba con aquel hombre macilento y terriblemente estricto sentía temor.
Finalmente volvió a oírse la voz de don Alvito:
– No encuentro ninguna explicación -dijo lentamente, tomando aire después de cada palabra-. Si no fue la santa mártir Justa la que se apareció a nuestra señora, la reina, entonces ¿quién fue? -Se volvió en busca de ayuda hacia el crucifijo que colgaba sobre el altar, en el centro del retablo-. ¿Es posible que nuestra reina, cegada y subyugada por el resplandor de la aparición, haya pensado que tenía frente a ella a la santa mártir, mientras que en realidad no era Santa Justa sino algún otro? ¿Se puede explicar así esta innegable contradicción?
El arzobispo levantó los brazos en gesto de rechazo, pero don Alvito no se dejó interrumpir:
– La reina dijo que la aparición tenía en la mano una rama o una vara. ¿No podría tratarse de un bastón de pastor, del bastón de pastor de un obispo?
– ¡Hermano en Cristo! -lo interrumpió el arzobispo con la voz temblorosa de excitación.
– El báculo de un santo obispo -añadió don Alvito, imperturbable.
El arzobispo se acercó tanto a don Alvito que éste ya no pudo hacer como si no lo viera.
– ¡Don Alvito! -dijo, sumamente excitado-. Ayer estuvimos de acuerdo ante el hadjib del príncipe en que éste no era tema de negociación.
– Ayer todavía no sabíamos que el relicario de Santa Justa había reaparecido, pero no sus santísimos huesos -dijo don Alvito con fría dureza.
El arzobispo lo cogió del brazo.
– Hermano -dijo suplicante-, como siervo del Señor y siervo de su Iglesia no puedes pedirnos algo que no podemos darte. No puedes cargar sobre tu conciencia el peso de llevarte al protector de nuestra fe, al piadoso santo que nos ampara en nuestras necesidades; no puedes llevártelo de esta ciudad, que fue la suya, de esta iglesia, que fue la suya, de esta tumba, en la que descansa desde que Dios tuvo a bien llamarlo a su lado. No, no te atreverás, hermano.
Lope vio que el arzobispo miraba fijamente el altar, donde había un cofre dorado guarnecido con piedras preciosas. Y comprendió a qué se refería el arzobispo. Al anochecer, tras su llegada a la iglesia, el arzobispo y don Alvito habían celebrado una misa y habían sacado de la cripta, en procesión solemne, un relicario dorado que habían colocado luego sobre el altar. El relicario de San Isidoro. Don Alvito había anunciado en su sermón que la noche anterior San Isidoro se le había aparecido en sueños y había aliviado milagrosamente su enfermedad. Gracias a la mano bendita de San Isidoro había podido abandonar su lecho de enfermo. Sólo gracias a la intercesión del santo ante Dios estaba nuevamente en condiciones de decir una misa.
También ahora se mantenía en pie muy erguido, como si la enfermedad lo hubiera abandonado por completo. Su respiración era serena y su voz sonó firme cuando contestó al arzobispo:
– ¿Cómo iba a atreverme a pediros algo que no queréis entregar libremente y de todo corazón tú y los sacerdotes de tu iglesia y la gente de tu comunidad? -dijo don Alvito en tono solemne-. ¿Cómo iba a atreverme yo, un humilde siervo de nuestro Señor y un miserable pecador ante sus ojos? ¡Cómo podría atreverme! -Hizo la señal de la cruz, se inclinó ante el altar y se quedó así unos instantes, como si estuviera rezando una oración. Permaneció un largo rato en silencio, contemplando el relicario dorado. Después se levantó de repente y continuó, en tono de sermón-: Pero ¿cómo voy a callar, cuando el propio santo quiere que hable? Cuando él mismo me ha hablado por boca de la reina, nuestra señora. ¿Cómo voy a callar, cuando él mismo nos ha dado una señal para advertirnos que el mal se cierne sobre él y sobre todos los cristianos de esta ciudad…?
– ¿Qué señal? -gritó el arzobispo, furioso-. ¿Qué señal?
Don Alvito fingió que no lo oía y gritó aún más fuerte para acallarlo:
– ¿No tengo acaso que levantar la voz, si su santísimo cuerpo, que tanto amamos, corre peligro en la capital de los paganos? ¿No tengo acaso que prestarle ayuda, si me da una señal de que la paz de su tumba está amenazada por los apóstoles del anticristo?
– ¿Qué señal? -gritó el arzobispo-. ¿Qué señal?
Don Alvito no lo oía, no lo veía. Se sacudió de encima la mano que le tiraba de la manga.
– ¡Oremos, hermanos! -chilló con voz de falsete-. Oremos para poder reconocer la señal que nos dará. Oremos, hermanos. -Se arrodilló ante el altar y empezó a rezar. Sus dos capellanes se arrodillaron a su lado y el arcediano se quedó de pie detrás de él, como un gran ángel negro. Don Alvito rezó. Su voz potente y penetrante resonaba en la bóveda. Hablaba en latín, Lope no podía entender lo que decía. Tan sólo lo oía invocar una y otra vez el nombre del santo:
– ¡Sancto Isidoro! ¡Sancto Isidoro!
Y los capellanes contestaban a coro:
Te rogamus. ¡Audi nos!
El arzobispo se quedó indeciso al pie de los peldaños que llevaban al altar. Luego se dirigió hacia su gente, que esperaba al otro lado de la barandilla del coro. Habían llegado otros tres hombres, sin que Lope lo advirtiera. Todos llevaban sotanas negras iguales a la del arzobispo. Los hombres se dirigieron al arzobispo gesticulando con vehemencia, juntaron las cabezas para cuchichear, miraron, con todos los síntomas de estar furiosos, hacia don Alvito, que seguía rezando en voz alta, arrodillado ante al relicario.
Don Alvito se levantó de repente y, extendiendo los brazos hacia el relicario y pasando nuevamente del latín al español, dijo en voz muy alta:
– Y abramos el cofre, hermanos míos, el venerabilísimo cofre que contiene los huesos del más bendito y santo de todos los obispos. Abramos el receptáculo que contiene sus restos mortales, para que nos dé una señal. ¡Una señal, hermanos! ¡Una señal!
Por un momento, el arzobispo pareció como petrificado, incapaz de moverse, mientras que don Alvito, apoyándose en sus capellanes, tiraba con fuerza de la tapa del cofre. Y levantó la tapa. Lope pensó que rugiría un trueno y que un rayo caería sobre él, testigo profano y oculto de un acto tan sagrado, y cerró los ojos. Pero no ocurrió nada. Ni rayos ni truenos, tan sólo la voz potente y penetrante de don Alvito, y cuando volvió a abrir los ojos vio que el obispo levantaba el brillante paño verde y dorado que cubría el contenido del relicario. Una nube de polvo quedó flotando a la luz de los cirios, y entonces vio también los huesos. Huesos marrones, grises por el polvo. Costillas, fémures, huesos innominados, unos encima de otros, y en el centro la calavera, con los dientes amarillentos, las cavidades de los ojos vacías y rígidas.
Don Alvito contempló los huesos con mirada extática y continuó rezando sus letanías, introduciendo entre cada frase una invocación a San Isidoro. El arzobispo seguía inmóvil junto a él, con los brazos a medio levantar, sin saber exactamente qué hacer. Sus capellanes intentaban arrancar de las manos a los capellanes de don Alvito la tapa del relicario, en una extraña lucha disimulada y muda, casi inmóvil, una lucha sostenida sólo con las manos, que se reemprendió una y otra vez hasta el final de las letanías, sin que ninguna de las dos partes consiguiera una ventaja decisiva.
Entonces, con un movimiento repentino, don Alvito metió ambas manos en el relicario, sacó la calavera, la sostuvo levantada a la altura de su rostro y le habló en latín, como si la cabeza del muerto pudiese escucharlo y entenderlo. Le estuvo hablando durante mucho, muchísimo tiempo, hasta que los brazos le empezaron a temblar por el esfuerzo y le falló la voz. Los capellanes se acercaron corriendo, lo sostuvieron y lo ayudaron a volver a meter la calavera en el cofre. El arzobispo se le acercó por la espalda, se inclinó sobre su oreja y le habló en un susurro. Estuvieron así un largo rato, rodeados por los capellanes, el arcediano y los canónigos vestidos de negro; un grupito de personajes oscuros, algunos de pie, otros de rodillas, en la escalinata del altar. Hasta que don Alvito ordenó a sus acompañantes con un autoritario movimiento de la mano que debían alejarse. El arzobispo también despidió a sus hombres, de modo que finalmente ambos ancianos se quedaron solos frente al altar y con el cofre abierto. Se arrodillaron uno junto al otro, hablaron conteniendo la voz, tan bajo que Lope no podía entender lo que decían. Sólo veía que se trataba de una discusión exaltada, de un violento cambio de palabras, como si se estuvieran escupiendo con palabras.
Finalmente, don Alvito volvió a sacar la calavera, la cogió metiendo tres dedos de la mano derecha en una de las cavidades de los ojos y la sostuvo así ante el arzobispo. Este se persignó horrorizado, metió también tres dedos en la otra cavidad y sostuvo la calavera desde el lado opuesto. Se quedaron así un momento, inmóviles, en silenciosa obstinación, la calavera en medio de los dos. De pronto, don Alvito empezó a tirar. El arzobispo tiró en el sentido contrario. Empezaron a tirar más fuerte, en silencio; sólo se escuchaba su respiración jadeante, un gemido fruto de su supremo esfuerzo. Hasta que, súbitamente, el hueso podrido y marrón cedió y don Alvito se tambaleó un tanto y cayó hacia atrás rodando por los peldaños del altar, de modo que Lope lo perdió de vista.
Sólo el arzobispo seguía junto al altar, en la misma postura que antes, inmóvil, los hombros levantados y los ojos muy abiertos. Miraba fijamente, con indecible terror, el pequeño trozo de hueso que había quedado entre sus dedos. Le flaquearon las piernas y sus capellanes corrieron a sostenerlo. Y en ese mismo instante la voz de don Alvito, sonora y triunfante, gritó:
– ¡Esta es la señal, hermanos, ésta es la señal! -Corrió de nuevo hacia el altar, tan ágil como si lo llevara una mano invisible. Con la calavera aún en las manos, gritaba-: ¡San Isidoro mismo lo quiere! ¡Él mismo quiere que lo liberemos de las manos de los paganos, que llevemos sus venerables huesos a León, donde estarán a salvo de los hijos de las tinieblas y de los portaestandartes del anticristo! ¡Ésta es la señal! ¡Él mismo lo quiere! ¡Él mismo!
Las campanas empezaron a tocar, y Lope advirtió que fuera ya era de día. Y de todas partes, de la sacristía y del pasillo que conducía a la casa del obispo, empezaba a llegar gente: criados de la cocina, diáconos, hombres de la mesnada de don Alvito. También el capitán y los mozos de la habitación. Lope pudo mezclarse entre ellos sin llamar la atención.
Más tarde, a media mañana, llegó el médico judío. Volvieron a meter al obispo en la cama. Durmió dos horas. Al despertar se quejaba de dolores en el pecho y su respiración era tan jadeante como la de un perro.
El capitán estaba de guardia. Lope lo acompañaba junto a la puerta de la habitación del enfermo. Cada vez que ésta se abría, oían la respiración jadeante del obispo.
El cocinero trajo la comida y volvió a llevársela intacta. El obispo no estaba en condiciones de comer. El arcediano mandó que se celebrara una misa en el altar mayor de la iglesia y que trasladaran a la habitación el relicario de San Isidoro, para ponerlo a los pies del lecho del enfermo.
Por la tarde, el estado del obispo era tan grave que los hombres de la mesnada se reunieron en la habitación del enfermo. El arcediano ordenó preparar todo para suministrarle la última comunión y mandó encender cirios mortuorios.
Pero luego, gracias a Dios o a San Isidoro o a la ayuda del médico judío, el obispo se recuperó sorprendentemente. Empezó a respirar más tranquilo y relajado y, al caer la noche, incluso pudo comer algo. Lope escuchó a través de la puerta cerrada que don Alvito daba instrucciones para la partida, que se realizaría dos días después, por la mañana, tal y como se había planeado. Parecía como si el obispo hubiera recuperado completamente la salud gracias a un milagro.
Poco antes de la puesta de sol, el médico judío salió de la habitación del enfermo. El más joven de los dos capellanes estaba con él. Hablaban en voz baja y, un momento después, llamaron al capitán para conversar con él. Finalmente hicieron una seña a Lope para que se acercara y el capitán le dijo:
– Irás con este hakim. Haz todo lo que él te ordene, como si yo mismo te lo hubiera mandado. ¿Entendido?
Lope asintió con la cabeza. El joven capellán le puso una mano sobre el hombro y dijo:
– Acompañarás al hakim a su casa. Fíjate bien en el camino, para que puedas encontrarlo si por la noche tenemos que enviarte a llamar al hakim.
Lope volvió a asentir y siguió al médico hasta la calle. Cuando doblaron por una amplia calle, a espaldas de la iglesia, el médico dijo:
– El camino es fácil de recordar, sólo necesitas fijarte en dos calles. El cielo no está cubierto, así que la noche será tan clara que es imposible que te pierdas. Si te topas con la guardia nocturna, diles que vienes de casa del obispo y que vas a buscarme a mi, al hakim. Los guardias te acompañarán.
Ochenta pasos después doblaron por una calleja de piedra, más estrecha y menos poblada que la anterior, y tras otros cien pasos se detuvieron ante una puerta pintada de verde y el hakim picó con la aldaba.
Un negro gigantesco abrió la puerta y los alumbró con una antorcha. Atravesaron un pequeño antepatio y, pasando por una segunda puerta, entraron en un patio interior adoquinado de cuatro pasos de largo por diez de ancho, en el que crecía una pequeña palmera. Todo estaba a oscuras, sólo tras una puerta abierta frente a ellos brillaba una luz.
Entonces, de pronto, de entre las sombras del emparrado que rodeaba el patio salió corriendo una niña descalza vestida con un camisón de dormir blanco y ondeante. Corrió chillando de alegría hacia el hakim. Y, casi en el mismo instante, de la puerta iluminada salió una mujer tan negra como el gigante que les había abierto la puerta, pero dos cabezas más baja y redonda como un tonel. La mujer gritó algo a la pequeña e intentó apartarla del camino. Era una mujer sorprendentemente rápida a pesar de su desproporcionada figura. Pero la pequeña era más veloz y llegó antes. Se abrazó de las piernas del hakim y se apretó contra él. El hakim la levantó en brazos y le dio un beso en la frente, mientras la obesa negra se detenía frente a ellos y regañaba a la pequeña. Unos instantes después, Lope advirtió que la pequeña lo estaba mirando por encima del hombro del hakim y, señalándolo con un dedo, preguntaba algo en voz baja al hakim. Lope agachó la cabeza; se sentía abochornado.
Cruzaron el patio detrás del enorme negro, que llevaba la antorcha, y entraron en un amplio salón adornado con alfombras, cojines para sentarse en las esquinas y paredes tapizadas con paño verde. El negro encendió una lámpara. El hakim dejó a la niña en el suelo, hizo una seña a Lope para que se acercara y, cuando éste estuvo lo bastante cerca, lo cogió del brazo y tiró de él hasta colocarlo justo frente a la pequeña.
– ¿Cómo te llamas, muchacho? -preguntó el hakim.
Lope dijo su nombre.
– Ya has oído, se llama Lope -dijo el hakim a la niña, y, dirigiéndose nuevamente a Lope, añadió-: Ésta es Karima, mi hija menor. Tiene siete años y hace ya mucho rato que debería estar acostada. -Puso cara de enojado e hizo un guiño a la pequeña-. No se quedará dormida si no le cuento un cuento. ¡La niñita mimada no se duerme sin un cuento! -Dio una palmadita en la cabeza a Karima y ella escondió la cara en los pliegues de la túnica del hakim, pero no tanto que dejara de ver a Lope-. A lo mejor, Lope quiere contarte algún cuento -continuó el hakim-. Hoy yo no tengo tiempo, mi pequeña Karima. Todavía he de ir a casa del tío Musa, el farmacéutico, a recoger un medicamento para el señor de Lope. El señor de Lope está muy enfermo y necesita urgentemente su medicina, y Lope tiene que llevársela.
La pequeña asintió muy seria. El hakim le sonrió y, señalando a Lope, dijo:
– Si se lo pides, seguro que te cuenta algo. Viene de muy lejos. Ha cabalgado veinte días para llegar a Sevilla. Tiene un caballo propio y es hijo de un gran hidalgo. -Volviéndose a Lope, preguntó-. ¿Es así? ¿Eres su hijo?
Lope sacudió la cabeza negándolo, sin levantar la mirada del suelo.
– Entonces, eres su mozo, su escudero, ¿eh?
Lope asintió lentamente y el hakim, dirigiéndose nuevamente a la pequeña, dijo:
– Ya lo has oído, es el ghulam de un gran caballero del país del rey de León. Ha vivido mucho y seguro que podrá contarte muchas cosas.
El hakim puso una mano en la espalda a Lope, ejerciendo una suave presión para darle ánimos. Luego abrió una puerta y se marchó con el negro a una habitación contigua, dejando a Lope a solas con la pequeña.
La niña lo examinó con la cabeza ladeada mientras sus dedos jugueteaban con la gruesa trenza negra que le colgaba hacia delante por encima del hombro. Lope cruzó los brazos y dirigió la mirada a cualquier parte. Poco después, simplemente por no estar allí contemplando el panorama sin hacer nada, empezó a contar los cojines puestos en fila a ambos lados de la chimenea, en la pared frontal. Los contó dos veces, para no equivocarse.
– ¿Es cierto que tienes un caballo? -preguntó la pequeña.
– ¿Qué? -replicó Lope para ganar tiempo. Había entendido muy bien la pregunta.
– Si es cierto que tienes un caballo -repitió Karima pacientemente.
– El caballo no es mío -contestó Lope de malagana-. Su dueño es el capitán.
La niña lo miró fijamente con sus grandes ojos.
– ¿Quién es el capitán? -preguntó.
– El capitán es el capitán -dijo Lope con la voz más gruesa que tenía.
La niña enarcó las cejas, desconcertada, pero un instante después volvió a iluminársele el rostro.
– ¿Es el hidalgo del que eres ghulam? -preguntó.
Lope se encogió de hombros, dando a entender que esa conversación no le interesaba en lo más mínimo. Era una charla indigna de él. ¿Qué le importaba a él una niña de siete años?
La pequeña se acercó un paso, con mucho cuidado.
– ¿Es cierto que sabes montar a caballo? -preguntó. Sus ojos estaban rebosantes de admiración.
Lope pensó si merecía la pena o no responder a una pregunta tan tonta. Le parecía absurdo, pero de pronto se le ocurrió que, si se quedaba callado, la niña podía ponerse a berrear en cualquier momento, y que eso podía enojar al hakim judío que, al parecer, tanto importaba al capitán. Así que decidió contestar.
– Por qué no -dijo entre dientes.
El gigante negro salió de la habitación contigua con un papelito en la mano y salió rápidamente del salón por la puerta por la que habían entrado. Desde allí no se veía al hakim.
Lope advirtió con gran malestar que la niña se le había acercado un paso más.
– ¿Qué es eso que tienes ahí arriba? -preguntó la pequeña, señalando su frente con el brazo extendido.
– Nada -dijo Lope.
– Sí, hay algo sobre tu ceja, ¡tienes algo ahí! -dijo ella, obstinada, y acercó aún más su puntiagudo dedo índice.
Lope sabía a qué se refería. Tenía una cicatriz sobre la ceja derecha, una cicatriz en forma de hoz, curvada hacia arriba.
– Es una cicatriz -dijo Lope.
– ¿Por qué tienes una cicatriz? -siguió interrogándolo la pequeña, incansable.
Lope se esforzaba por prestarle atención, pero sabía que aquello no podía durar demasiado.
– Por una pelea -dijo, esquivo.
– ¿Qué pelea? -preguntó Karima inmediatamente. Sus ojos brillaban de curiosidad.
Muy a pesar suyo, Lope dirigió la vista a la muchacha.
– Me peleé con uno.
– ¿Con quién?
– Con uno… con uno de mi misma edad. Nos peleamos, eso fue todo.
– ¿Por qué? -preguntó ella-. ¿Por qué os peleasteis?
Lope supo que se había metido en un callejón sin salida. ¿Qué podía contarle? El chico con el que había tenido esa pelea había sido llevado al castillo de Guarda igual que él. Los peones del castillo y los mozos mayores lo llamaban a veces el «Hijo de la perra». Lope se había burlado de él por ese motivo, y por eso se habían peleado. Sólo un tiempo después se había enterado de por qué llamaban así al otro chico.
El muchacho era hijo de un campesino de las inmediaciones de Guarda. Seis meses después de su nacimiento se había desatado una terrible enfermedad en la granja de su padre, una especie de peste que, en sólo dos días, hizo presa en toda su familia: sus padres, hermanos, mozos y criadas. Los vecinos clausuraron desde fuera la puerta de la granja y pintaron el símbolo de la muerte en las paredes.
Seis semanas más tarde llegó el hermano del padre para tomar posesión de su herencia. Entró en la granja en compañía de un sacerdote. Y entonces los dos encontraron al niño: estaba en un cobertizo, entre una camada de jóvenes cachorros. Una perra le había dejado mamar de sus pezones y, así, lo había salvado. Dos de los perros, que eran hermanos de leche del chico, todavía estaban con vida cuando Lope llegó a Guarda.
Ésa era la historia. ¿Cómo podía contársela a la pequeña? ¡Era una historia demasiado larga!
– Nos peleamos porque el otro maltrató a un caballo -dijo con la esperanza de que la niña se diera por satisfecha con eso. Parecía interesada por los caballos.
– ¿Le pegó? -preguntó ella, espantada.
– Sí -dijo Lope y, al ver los ojos grandes y asombrados de Karima, supo en seguida que sólo había ganado una pizca de tiempo, y que tras la frente de la pequeña acechaban miles de preguntas más. E, involuntariamente, retrocedió un paso.
Pero entonces, por suerte, la puerta se abrió a su espalda. El gigante negro estaba de regreso, y traía consigo un saquito de lino y una botella con tapón de corcho. El hakim salió de la habitación contigua, llamó a la pequeña con una seña, le acarició la cabeza y dijo:
– ¿Y bien? ¿Te ha contado algo bonito?
Karima asintió en silencio, sin dejar de mirar a Lope. El hakim añadió:
– Entonces, vete ya a dormir. Y, si te portas bien, a lo mejor Lope viene otro día y te cuenta algo más.
Menos de cinco es soledad; más de cinco, un bazar. Siguiendo este refrán del príncipe heredero, Ibn Ammar había limitado a cinco el número de asistentes a la fiesta. Además de él mismo y el anfitrión, sólo habían sido invitados dos de los amigos más íntimos del príncipe. El quinto convidado era el nuevo astrólogo de la corte, Seth, el egipcio, quien desde hacía seis semanas figuraba en la nómina del heredero y había dado a Ibn Ammar el pretexto para la fiesta. Seth, el Mago de la Noche, un hombre impresionante, de unos cincuenta años, muy alto y corpulento, dueño de una rizada cabellera negra azabache y una barba igualmente negra, que contrastaba llamativamente con su rostro blanco como la leche.
Unos días después de llegar Seth a la corte, Ibn Ammar le había preguntado, más bien de pasada, si acaso podía encontrarse en el firmamento una causa a la lamentable esterilidad del príncipe. Y, tras hacer unos breves cálculos sobre la hora de nacimiento del príncipe, el egipcio había descubierto, efectivamente, una oposición -hasta ese momento totalmente desconocida- de Saturno y un aspecto desfavorable de Mercurio sobre la cola del cometa, constelaciones cuyo influjo negativo probablemente había hecho imposible que el príncipe tuviera un hijo. Instado por Ibn Ammar, el astrólogo también había llegado a la conclusión de que ese influjo negativo duraría sólo hasta los cuarenta años, edad que, por fortuna, acababa de cumplir el príncipe. Además, sorprendentemente, éste se encontraba a las puertas de una constelación irrepetible por lo positiva, que traía consigo todas las condiciones necesarias para engendrar un hijo. Una conjunción de Júpiter y Venus, a una distancia claramente inferior a los seis grados, y en la que el acercamiento máximo se produciría un día viernes, el día de Venus, y, según cálculos más precisos, en la primera hora del día, que era la hora tanto de Venus como de Júpiter. Y, para redondear esta suma de presagios favorables, la conjunción tendría lugar bajo el signo de Tauro, signo en el que había nacido el príncipe y que estaba regido por Venus, circunstancia que fortalecería aún más el influjo tan inusual que Venus ejercía sobre el impulso sexual.
Los signos eran tan favorables que en un primer momento Ibn Ammar pensó que todo aquello no era más que un mero engaño. Pero como el príncipe heredero mandó despedir inmediatamente a su viejo astrólogo al enterarse de las afirmaciones del egipcio, y como en la corte no había un segundo especialista que pudiera confirmar los fabulosos cálculos del nuevo taumaturgo, Ibn Ammar no tardó en desechar sus sospechas y empezó a concebir un plan que tendría que poner en práctica aquel consabido viernes.
Ibn Ammar encontró al astrólogo en el salón que sería el escenario de la fiesta. Con él estaba el arquitecto que había diseñado la decoración.
– ¿Todo a tu gusto? -preguntó Ibn Ammar.
El egipcio sacó hacia fuera el labio inferior y se encogió de hombros.
– En general, sí -dijo, y, con la voz atormentada de un hombre que siente sobre sus hombros todo el peso de la responsabilidad, añadió-: Sólo quedan dos o tres detalles en los trajes. -Dicho lo cual salió por la puerta que llevaba a la habitación donde las muchachas preparaban su entrada en escena. Bajo su dignísima careta de erudito, el egipcio era un viejo verde que mostraba especial predilección por las chicas muy jóvenes.
Si su arrogancia sigue en aumento, un día de estos meterán en su cama a una puta muy jovencita con alguna enfermedad venérea, pensaba Ibn Ammar sin odio.
Dos criados se pusieron a encender las lámparas. Desde los cojines en que debían sentarse el príncipe y sus invitados, se veía el sorprendente panorama de un paisaje desértico, que, a pesar de las pequeñas dimensiones del salón, producía una impresión de inesperada amplitud. El suelo estaba cubierto de arena blanca. Ocho cargas de mulo de la más fina arena de la costa, que el arquitecto había mandado traer de Cartagena. En el fondo había una blanca duna, que subía tan suavemente como el muslo de una mujer tumbada a su lado, y caía tan empinada como la curva de su cadera. De la superficie de arena se levantaban, colgando de todas las paredes del salón, tapices del mismo blanco que la arena, que se superponían casi imperceptiblemente. Sobre éstos se había trazado la vaga línea de un horizonte, y, encima, un cielo verde azulado que iba oscureciéndose a medida que se acercaba a la bóveda que remataba el salón. A la izquierda brotaban de la arena unas cuantas palmeras de hojas muy verdes y pesados racimos de dátiles brillantes como la miel. Ante las palmeras, un pozo, una hoguera y un espacio libre. Justo a la derecha, ocupando más de un tercio del salón, una gran tienda beduina con una cubierta de seda color azafrán. Era un paisaje que evocaba involuntariamente antiguos poemas.
El príncipe heredero era un gran aficionado a la antigua poesía árabe. Adoraba a los héroes de la lírica beduina clásica: Ibn Shaddad, Abú Nuwas, al-Muzani. Le gustaban, sobre todo, las historias, siempre recurrentes, del joven jinete del desierto que, enamorado y desdichado, sigue las huellas de la tribu de su amada y, cuando por fin llega a su campamento, no encuentra más que el cubo vacío junto al pozo y las cenizas frías de la hoguera. Esa noche de fiesta, Hassún ibn Tahir viviría la historia tal como la describía su poema favorito. Pero con una diferencia: esta vez, la muchacha no habría abandonado el campamento, su tienda seguiría junto al pozo. Ella regresaría. Lo recibiría en su tienda al amanecer. Exactamente en la primera hora del día.
El príncipe heredero apareció exactamente a medianoche, acompañado de sus dos amigos. Ibn Ammar había decidido que la fiesta empezara a esta hora tan tardía para que el príncipe no dispusiera de mucho tiempo que dedicar al vino. Pero, al parecer, esta medida de precaución había sido en vano. Hassún ibn Tahir había estado bebiendo antes de la fiesta. Estaba de un humor extrañamente exaltado. Tenía manchas de excitación en las mejillas, soltaba risitas y hacía muecas. En cualquier caso, le agradó, por lo visto, la decoración.
– Bonito -dijo-. Muy bonito, encantador. ¡Muy, muy bonito y encantador!
Su alegría se incrementó aún más cuando el egipcio empezó a explicarle con qué refinamiento habían ajustado el decorado a las dos estrellas afortunadas del día.
– Si me permitís haceros reparar en los colores, señor. Como podéis ver, son los colores de Júpiter. El blanco de la arena, el verde de las palmeras y el cielo, el amarillo de la tienda.
– ¡Los colores de Júpiter, naturalmente! -dijo el príncipe heredero-. ¡Muy excitante! ¡Una idea magnífica!
– Y si me permitís dirigir vuestra atención hacia los perfumes, señor. Son los aromas de Júpiter y Venus: alcanfor, almizcle, bálsamo.
El príncipe heredero olisqueó el ambiente.
– Es verdad, alcanfor y almizcle, cierto; el almizcle corresponde a Venus. Magnífica idea.
El príncipe levantó la mano en gesto de rechazo cuando el egipcio quiso seguir sus explicaciones. El también era aficionado a la astrología, y quería descubrir por sí mismo las correspondencias del decorado con los astros.
Ibn Ammar lo acompañó a la tienda y retiró la cortinilla que colgaba de la entrada. El interior de la tienda era un jardín de Venus verdaderamente seductor, un nido de amor decorado con velos y tapices de seda bordados con flores y pámpanos, flores de almendro y jazmines. El lecho era un prado cubierto de flores y lilas; las sábanas, como cosidas con hojas; los cojines, como cubiertos por brillante musgo verde. En el dosel de la cama, la prometedora constelación había sido bordada en el signo de tauro; de la cabecera colgaba una lámpara con ocho discos de cristal ordenados a imitación de las Pléyades. Hassún Ibn Tahír echó una rápida mirada al interior, volvió a salir y se encogió de hombros; sus ojos mostraban un inquieto centelleo.
– Si, encantador, todo muy bien acomodado, extremadamente bello.
Ibn Ammar dio a los pajes la señal de llenar los vasos. Empezó a sonar una música suave. Era un pequeño grupo musical elegido por Ibn Ammar acorde a la intimidad de la fiesta: dos laúdes, una chirimía grave. Los tres músicos estaban sentados en el borde posterior del bosquecillo de palmeras, ocultos tras unas cortinas. El príncipe heredero no prestó atención a la música; empezó a beber de inmediato. Parecía muy nervioso, le temblaba la mano al llevarse el vaso a la boca y un tic incontrolado se había adueñado de la comisura derecha de sus labios. Para distraerlo, Ibn Ammar adelantó la actuación de la cantante a la que había anunciado como sorpresa.
Entró la cantante, hermosa como una hurí del paraíso, y se sentó en el borde del pozo. Era Nardjis, la qayna de la casa de Ibn Mundhir, el comerciante en paños, la cantante por la que el sabí había perdido el corazón.
Ibn Ammar la había comprado por encargo de la Gallega pocos días después de su encuentro nocturno con el sabí en el parque de la casa de campo de Ibn Mundhir. Había cabalgado hacia Murcia y había visitado al comerciante en su despacho del bazar. Su intención había sido evitar que la muchacha fuese a parar a manos de Muhammad ibn Tahír, el hermanastro del príncipe heredero, como regalo político. Lo había hecho pensando no tanto en el sabí como en las esperanzas que la Gallega había depositado en él. El sabí sólo entraba en sus planes indirectamente.
Ibn Ammar tenía claro que no podría ayudar a que Hassún ibn Tahír tuviera un hijo a menos que consiguiera tener una persona de confianza en el harén del palacio, una mujer de cuya lealtad pudiera estar seguro y que tuviera la posibilidad de reunir información y transmitir noticias. El hecho de que había dado refugio al sabí en su casa era la garantía que le aseguraría la colaboración y el silencio de la qayna.
Cuando la compró, la muchacha había adelgazado terriblemente; estaba enferma de preocupación, como una flor azotada por la escarcha. Pero la noticia de que su amado estaba a salvo la había hecho reflorecer rápidamente. Y la esperanza de volver a verlo la había convertido en una dócil herramienta en manos de Ibn Ammar.
El poeta la contempló con los ojos sólo entreabiertos. Llevaba puesto el traje de pompa propio de las muchachas beduinas del Hijaz. Muchas joyas de oro, el cabello artísticamente trenzado. Era aún más hermosa de lo que recordaba Ibn Ammar. También su voz había cambiado; ahora era más plena, más delicada, como si el dolor la hubiera hecho madurar. Cantaba con tan indecible belleza, que uno podía imaginar que todo el espacio cantaba con ella, la curvatura de la cúpula, las hojas de las palmeras, el vino de los vasos.
Hasta el propio príncipe parecía extasiado. Había olvidado el vino y los nervios, y escuchaba atento con la cabeza ladeada. Cuando Nardjis quiso dar por terminada su actuación después de tres canciones, el príncipe le pidió que cantara una más. Cuando la muchacha se acercó para recibir los aplausos y el regalo acostumbrado, el príncipe la rechazó casi aterrorizado. El anillo que había pensado regalarle se lo hizo llegar a través de un paje.
Sólo después de que Nardjis abandonara el salón recuperó el príncipe su locuacidad, elogió con gran entusiasmo la actuación de la qayna, su canto. Elogió también a Ibn Ammar por la excelente sorpresa.
– ¡Maravilloso! ¡Realmente maravilloso! ¿Cuánto has pagado por ella, Abú Bakr?
– Seiscientos meticales, señor -respondió Ibn Ammar.
– Vaya, seiscientos, buena compra, tiene una voz muy bella, muy agradable. -Pero a continuación puso la primera objeción. Ibn Ammar ya la esperaba-: Quizá la nariz demasiado afilada, ¿no creéis, amigos? Y es un poco demasiado delgada para ser una madjula. -Dirigiéndose a Ibn Ammar, comentó-: No es que quiera decir que no vale el precio que has pagado por ella. De ningún modo. Sólo que me sorprende que Ibn Mundhir te la haya vendido tan barata. -Con repentina desconfianza, añadió-: ¿Y si estuviera enferma? ¿La hiciste examinar por un médico antes de comprarla?
Era su manera habitual de enfrentarse con una mujer que le inquietaba. Ibn Ammar ya lo conocía bastante bien. Ya podía uno presentarle al príncipe las más hermosas bailarinas, las djawari más selectas, muchachas tiernas como gacelas, que él siempre tendría que achacarles algo. Buscaba minuciosamente las pequeñas imperfecciones, de las que no están libres ni siquiera las mujeres más bellas y que, a ojos de cualquier otro, no hacen más que resaltar esa belleza. Pero el príncipe se aferraba a esas pequeñísimas manchas, las exageraba, las agrandaba hasta el punto de que ni siquiera la belleza más excitante se salvaba de ser pasto de sus palabras. Era su manera de enfrentarse con la incapacidad que Dios le había impuesto. Criticaba tanto a las mujeres que deseaba, que finalmente ya no le parecían apetecibles. Ibn Ammar había presenciado aquello varias veces, y había comprendido que el milagro que esperaba la vieja gallega no se produciría jamás por sí mismo. Ni por la más deseable de todas las mujeres ni por los hechizos de los médicos hindúes ni por el egipcio y sus estrellas.
El príncipe heredero se llenó la boca de almendras con sus dedos afilados y preguntó mientras masticaba:
– ¿Y cómo has dicho que se llama? ¿Nardjis?
Ibn Ammar asintió.
El príncipe rumió el nombre.
– Nardjis… Nardjis… como esa flor que no soporto. ¡Una flor que no huele! -dijo mordazmente, mirando de reojo a sus amigos, y volvió a dedicarse al vino.
Ibn Ammar había pensado volver a presentar a la muchacha después de la cena, esta vez bailando una danza beduina, pero anuló esa parte del programa, presentando en su lugar un número cómico.
Dos negras indescriptiblemente gordas entraron en escena acompañadas de un enano diminuto maquillado de blanco, que intentaba acercarse a las dos gigantes negras y quedaba aplastado entre sus voluminosas nalgas y sus enormes pechos. El príncipe y sus amigos se entregaron a una desmedida y obscena alegría, superándose unos a otros con historias cada vez más estúpidas, alusiones obscenas y chistes verdes.
– ¿Conoces a Ahmad ibn al-Haddad, de Lorca? Ése se traga un cordón de seda de dos codos de largo, grueso como un tallo de paja y con muchos nudos. Y, cuando el cordón empieza a asomarle por el culo, tira de él lentamente. ¡Dice que eso le produce más placer que ninguna otra cosa!
Carcajadas entrecortadas.
– ¿Lo has probado tú, Hassún?
– Piensa en lo bien que lo tiene el elefante. Tiene un rabo delante y otro detrás, y un tercero en el medio. ¿Y qué me ha dado Dios a mí?
– Te ha dado una cabeza calva arriba, y otra abajo. ¿Qué más quieres? -carcajadas aún más fuertes, carcajadas como relinchos, carcajadas que obligaban a darse palmas contra los muslos.
Ibn Ammar se alejó en silencio y, sin que nadie lo notara, se coló por la puerta que conducía a la habitación contigua. Habló brevemente con el maestro de baile y con el khasi que dirigía a las bailarinas y mozos que debían presentar el siguiente número. Hizo una señal a Nardjis sin buscarla con la mirada, permitiendo así que ella pudiera acercársele sin llamar la atención. Ibn Ammar no recibía noticias de ella desde hacía una semana. Tenía que hablar con ella, aunque fuera arriesgado. Necesitaba estar seguro de que la mujer de cuya complicidad dependía estaba dispuesta a colaborar. Necesitaba saber dónde se encontraba, si merecía la pena o no seguir con su plan.
– ¿Has hablado con ella? -preguntó Ibn Ammar susurrando.
Nardjis asintió.
– ¿Y está de acuerdo?
– Yo… yo creo que sí -titubeó la muchacha.
– ¿Crees? -preguntó Ibn Ammar espantado-. ¿No se lo has preguntado? ¿No te ha dado una respuesta?
– ¿Qué tipo de respuesta esperabais? -dijo ella casi imperceptiblemente-. Es una mujer, y es mucho lo que le pedís.
– También es mucho lo que puede ganar -respondió bruscamente Ibn Ammar.
– Ella lo sabe -dijo Nardjis, apaciguando los ánimos-. Se lo he explicado tal como me lo encargasteis, y ella lo ha comprendido.
– ¿Crees que tiene que el valor necesario?
– Sí, eso creo.
– ¿Qué edad tiene?
– Dieciséis, diecisiete… es una chica bonita, sana, fuerte. Podría tener muchos hijos.
– ¿Es una de las mujeres principales?
– Sí. La presentaron al príncipe hace dos años, pero, según me han dicho, él todavía no la ha hecho llamar ni una sola vez.
Del salón llegaban las carcajadas incontenidas de Hassún ibn Tahir y sus amigos y las risas roncas del egipcio.
– ¿Sabe lo que tiene que hacer? -preguntó Ibn Ammar precipitadamente. Tenía que darse prisa, el número cómico del enano blanco estaba a punto de terminar.
– Le he dicho exactamente lo que explicasteis, señor.
– ¿Y por qué no me habías hecho llegar noticias tuyas antes?
– Era imposible, señor. Desde hace una semana han duplicado el número de guardias, ya ni siquiera podemos movemos libremente en el parque.
– ¿Quién ha ordenado eso?
– Nadie lo sabe, sólo hay rumores. Uno de los khisyán afirma que la guardia se ha duplicado por orden de la Gallega. Pero yo no estoy segura.
– ¿Por orden de la Gallega? -repitió Ibn Ammar, pensativo, y asintió-. Has cumplido bien con tu parte. -Al ver los ojos interrogantes de la muchacha dirigidos hacia él, añadió antes de darse la vuelta para marcharse-: Ten paciencia. Él está bien. Te traeré noticias suyas. Pronto. -Le había prometido reunirla con el sabí como recompensa por sus servicios. Le costaba trabajo mantener su mirada, no tenía ni la más remota idea de cómo podría cumplir su promesa.
Cuando volvió al salón, el enano colgaba, indefenso, cogido entre las nalgas de las dos negras. Sus cortas piernecillas pataleaban en el aire. El príncipe y sus amigos se retorcían de risa. Ninguno parecía haber notado la ausencia de Ibn Ammar.
Pensó en la Gallega. Lo había complicado todo. Sin ella hubiera sido tan sencillo: una concubina ambiciosa, un mozo más o menos parecido al príncipe heredero, al que después se hubiera hecho desaparecer, un khasi sobornable en el harén del palacio. Y la Gallega habría tenido su milagro, el nieto que tanto deseaba, el heredero de su poder. Pero la vieja sayyida no quería tenerlo tan fácil. No, no por un camino tan llano.
Había recibido a Ibn Ammar en su castillo de Aledo, un agreste nido rocoso en las montañas, a un día de camino al oeste de Murcia, por encima de la carretera que conducía a Lorca. Allí, Ibn Ammar le había hablado de Seth, el egipcio, y de sus cálculos y de las constelaciones favorables que esperaban a su hijo. Ella se había mostrado extremadamente desconfiada.
– ¿Qué has planeado, muchacho? ¡Dime qué es lo que has planeado!
Él le había explicado sus planes: la fiesta, las actuaciones que prepararían al príncipe para el acontecimiento decisivo, para que hiciera el amor en la primera hora del día, que según las predicciones del astrólogo sería tan fértil.
Esto no había hecho más que aumentar su desconfianza.
– ¿Crees en las cosas que dice ese charlatán egipcio?
– Quizá sea un charlatán, pero ha presentado un escrito con el sello del emperador Constantino Monómaco, en el que se confirma que muchas de las predicciones que hizo en la corte de Constantinopla se han cumplido.
– Pregunto qué piensas tú de él.
– Yo sólo sé que vuestro hijo cree en él, sayyida. Dios conceda que se cumpla su deseo, que es también el vuestro. Vuestro hijo cree en esas predicciones, está seguro de que son ciertas. ¿No es eso más importante que lo que yo opine? ¿No es ése el mejor punto de partida para ese importante día, para esa hora decisiva?
– Un buen punto de partida para un milagro, ¿eh? -había contestado ella con sarcasmo. Y luego había puesto sus condiciones: nada de concubinas, nada de esclavas recién compradas, tenía que ser una de las mujeres principales; nada de embarazos fortuitos, tenía que ser un hijo nacido de una cópula oficial; nada de asuntillos secretos en el harén del palacio; todo abiertamente, ante testigos, bajo los ojos de hombres dignos de crédito, bajo la vigilancia del camarero mayor.
– Mi hijo tiene cuarenta años y no ha engendrado ningún niño. Si se produce ese milagro, tendrá que estar más allá de toda duda. No puede caer ni la sombra de una duda sobre la paternidad de mi hijo.
Ibn Ammar había intentado hacer alguna objeción, disuadiría de sus duras condiciones:
– Al-Hakam ibn Abderramán, que Dios lo bendiga, tuvo su primer hijo a los cincuenta años, sayyida. Y nadie ha puesto en duda su paternidad.
– Él era el califa de Córdoba, el soberano de toda Andalucía. Nadie se hubiera atrevido a dudar de su palabra.
– Nadie dudará tampoco de vuestra palabra, sayyida.
Ella lo había contemplado desde sus ojos viejos y cansados y le había cogido fuertemente la muñeca.
– Escúchame, muchacho -le había dicho-, tú has sido dueño de la atención de un príncipe al que admiro mucho. Quiero ser sincera contigo. Hay muchos que se inclinan ante mí, es verdad. Pero no hincan la rodilla ante al-Djilliki, la Gallega, sino ante la mujer del monarca, ante la madre del príncipe heredero. Yo no me hago ilusiones. Sé lo que ocurrirá cuando esté sola. -Lo había conducido hacia la delgada ventana que, desde el patio interior, daba a la gran muralla y los tejados de la pequeña ciudad que se extendía sobre el estrecho saliente de la montaña. Desde abajo llegaba el sordo golpeteo de las almádenas-. Como ves, he mandado reforzar las murallas de mi castillo de Aledo. Es sólo una medida de precaución. Los caminos del Señor son inescrutables. No temo por mí; me preocupo por los que me han sido fieles. -De pronto, había cogido a Ibn Ammar del cuello de su túnica, le había acercado la cabeza y, con el rostro del poeta a menos de un palmo del suyo, le había implorado con voz sofocada-: Dame ese nieto, Ibn Ammar, dame ese nieto.
Y él había comprendido que la aguda inteligencia de la Gallega no podía creer en un milagro, pero que deseaba ese milagro de todo corazón, hasta el punto de estar dispuesta a dejarse engañar, si era necesario. Sin embargo, esto sólo bajo unas condiciones que prácticamente excluyeran la posibilidad de un engaño. Y eso era precisamente lo que esperaba de Ibn Ammar: un engaño, tan finamente tejido que fuera imposible distinguir la puntada falsa; un engaño puesto en escena con tal refinamiento que nadie, ni siquiera ella misma, fuera capaz de advertirlo.
Entre tanto, ya se acercaba la mañana, y empezó la parte de la fiesta que debía llevar al príncipe a hacer el amor. El espacio libre que había frente a la tienda se llenó de animales que estaban bajo el signo de Venus y Júpiter. Muchachas y jóvenes mozos interpretaban el papel de los animales. Un pavo real pasó muy ufano, seguido por sus hembras. Tenía la corona adornada con lapislázuli y arrastraba tras de sí su larga cola de plumas, que abrió formando una rueda resplandeciente. Siguió una pareja de gacelas; el macho con la cabeza erguida y largos cuernos curvados. Luego entró un rebaño guiado por un carnero negro, representado por un sudanés alto y delgado. La chirimía apagó el sonido de los laúdes para entonar una lenta y pausada melodía pastoral. Una rana salió de un salto del bosquecillo de palmeras, una rana gorda y de enorme boca, cuya sedosa piel verde y brillante sin duda ocultaba a una mujer, gorda pero muy ágil. Otra rana, más pequeña y delgada, seguía a la anterior y daba altísimos brincos a su alrededor. Dos tórtolas se posaron en el borde del pozo y empezaron a picotearse. De pronto, empezaron a apagarse las luces alrededor del asiento de príncipe, una tras otra, hasta que finalmente sólo quedó iluminado el espacio dejado frente a la tienda. Y mientras la chirimía, acompañada por los laúdes, entonaba suspirantes y zalameros reclamos amorosos, los animales empezaron a girar unos en torno a otros, a bailar, a cortejar.
El carnero negro eligió una oveja de su rebaño; el pavo real mostraba solemnemente su celo a la pava; el palomo iba y venía junto a su paloma con pasitos cortos y la cabeza tirada hacia atrás; la rana pequeña desesperaba intentando trepar al lomo de su gorda hembra. Era un juego que Ibn Ammar había ideado años atrás, en Silves, para el joven príncipe Muhammad ibn Abbad. Aquella vez ellos mismos habían interpretado el papel del pavo real y el carnero, y habían imitado con las muchachas disfrazadas el juego amoroso de los animales, la delicadeza de las gacelas, el ridículo comportamiento ufano del pavo real, la bestial avidez del carnero, incapaz de decidir a cuál oveja de su rebaño montar primero. Esta vez se trataba sólo de una representación estilizada, de una insinuante puesta en escena con el fin de poner al príncipe heredero en el estado anímico oportuno.
Cada pareja salía al primer plano, mostraba sus galanteos, se retiraba para dejar paso a la siguiente pareja y luego volvía a acercarse, continuando el ritual del acercamiento y el rechazo y el nuevo acercamiento. Manos invisibles apagaban las lámparas, oscurecía poco a poco, como si estuviera cayendo la noche, mientras ahora la gacela macho pasaba por tercera vez al primer plano y dejaba ver que llevaba un balanceante falo de marfil.
El príncipe heredero estaba nervioso. Estaba ya muy bebido, en la comisura de sus labios latía otra vez un tic, y sus movimientos eran inquietos e incontrolados. Ibn Ammar lo observaba con creciente preocupación. Todo dependía de que al amanecer, cuando le llevaran a la mujer, el príncipe se encontrara en un estado en el que pudiera parecer creíble que era capaz de hacer el amor con ella. Si bebía hasta perder la conciencia, todo habría sido en vano. Había demasiados testigos, los camareros, los eunucos del harén, las muchachas, las músicas. Demasiados ojos y oídos que lo registrarían todo, y entre ellos, sin duda, habría también algunos espías del hermano del príncipe, Muhammad ibn Tahir. Ese mismo día ya se habría enterado toda la gente importante de Murcia.
Frente a la tienda, el pavo real montó a la hembra agachada frente a él y abrió su abanico, ocultando a ambos de las miradas de los espectadores. Ya sólo ardía una lámpara. Se había hecho de noche en el salón, mientras fuera apuntaba el alba. El camarero mayor entró para invitar a salir a los convidados, y del bosquecillo de palmeras salieron dos esclavas abisinias encargadas de acompañar al príncipe a la tienda. Hassún ibn Tahír todavía estaba en condiciones de levantarse por sus propias fuerzas; se mantenía de pie sin problemas, y siguió a las muchachas sin vacilar. Ibn Ammar vio la escena aliviado, antes de que el camarero mayor cerrara la puerta detrás de él.
Ibn Ammar acompañó a los otros convidados a la planta baja, donde había sido preparado un lugar en el que descansar durante las horas siguientes, mientras el príncipe recibía a la mujer principal elegida. Pero el poeta no se acostó allí, como los otros, sino que se dirigió al pabellón que ocupaba en el ala de invitados de la casa. Una vez allí, se dio un breve baño, se sentó desnudo frente a la chimenea y se frotó el miembro con un ungüento que una vez le había recomendado uno de los médicos de cabecera del príncipe de Sevilla. El ungüento se componía de diez lombrices de tierra mezcladas en el mortero con tres dirhem de pez y un cuarto de dirhem de sal amoniacal, todo ello convertido en una fina pasta con aceite de oliva y de jazmín. Ibn Ammar se estuvo frotando un largo rato, hasta que el miembro se le puso rojo, y se untó la misma crema aceitosa también en los testículos y las caderas. Hecho esto, bebió tres yemas de huevo batidas junto con la médula y el cerebro de un gorrión macho, y comió tres cucharadas de una pasta que la criada, siguiendo sus instrucciones, había preparado mezclando dos partes de miel de abeja espumada con una parte de zumo de cebolla y calentándola a fuego lento hasta que se consumiera todo el liquido. Luego se vistió con la hulla color azafrán que la criada le había ofrecido. Hizo todos los preparativos con la minuciosidad de un barraz que se alista para un duelo.
Ya estaba listo cuando pasó a recogerlo el criado, poco antes de empezar la segunda hora del día. Se sentía fresco y estaba rebosante de confianza en sí mismo. En apenas una hora llegaría la sayyida a ver por sí misma la sábana manchada de sangre que demostraría el éxito de la cópula. Antes de que eso ocurriera, y si todo marchaba bien, Ibn Ammar le habría dado el nieto que tanto deseaba. Él no fracasaría. Que después naciera un niño o una niña, eso ya quedaba en manos de Dios.
Cuando entró en el salón con los otros convidados, la luz seguía siendo mortecina; el ambiente, denso por el alcanfor y el almizcle. A través del salón se había tendido una cortina blanca de dos hombres de altura, y tan gruesa que la tienda, oculta tras ella, apenas podía vislumbrarse como una sombra amarillenta.
El camarero mayor, de pie en la entrada, golpeó el suelo con su vara y, tras pronunciar una bendición protocolaria, empezó a anunciar al príncipe heredero, quien seguía en el interior de la tienda, el regreso de sus convidados.
Hassún ibn Tahir lo interrumpió:
– ¡Suficiente! ¡Es suficiente! -gritó-. ¡Sentaos, amigos! ¡Sentaos! ¡Bebed! ¡Hacedme compañía! -Su voz sonaba como una trompeta. Ibn Ammar nunca lo había visto tan eufórico en la mañana siguiente a una fiesta, tan entusiasta, de tan buen humor. Sin duda, la mujer había seguido las instrucciones de Ibn Ammar, haciendo creer al príncipe que había cumplido con su deber. La primera parte del plan se había cumplido-. ¡Escuchad, amigos! -gritó el príncipe desde el interior de la tienda-. ¿Qué os parece esta idea? Si Dios me concede ese hijo, mandaré fundir dos esferas para la punta del minarete de la mezquita principal de Murcia, Venus y Júpiter, cada una de dos palmos de diámetro y de plata repujada. ¿Qué os parece?
Sus dos amigos nobles, todavía medio dormidos y medio borrachos, sólo ahora parecían haber comprendido de qué se trataba todo aquello. Se levantaron de un brinco, olvidando todas las convenciones.
– ¡Hassún, Hassún, qué dices!
Lo felicitaron y lo colmaron de bendiciones, como si el niño ya hubiera nacido.
– ¡Vino para mis amigos! -gritó el príncipe desde la tienda-. ¡Bebed, amigos, bebed conmigo!
Ibn Ammar se mantuvo rezagado y esperó hasta que el egipcio hubo leído el horóscopo del niño augurado por las estrellas, estrellas que no dejaban la menor duda de que nacería un hermoso niño, atendiendo a cada rincón del salón y fijándose en cada movimiento. De momento sólo se veía al paje que les servia el vino y al camarero mayor, que vigilaba la entrada y la cortina que colgaba ante la tienda. Ibn Ammar observó la cortina de la puerta que conducía a las habitaciones secundarias. Todas las cosas de comer y beber que sirvieran al príncipe y a la mujer que estaba con él tenían que llegar por esa puerta. Pero hasta ahora no había podido ver a ninguna criada. Tampoco las músicas estaban ya en el salón, aunque podía oírse una melodía. Probablemente estaban tocando fuera, debajo de algún cono acústico que desembocaba en la cúpula.
Entonces, de repente, un ligero sonido de palmas salió de la tienda. Ibn Ammar pudo ver a través de la cortina que algo se movía frente a la tienda, y se le hizo un nudo en el estómago al advertir que se trataba de una criada agachada que ahora se ponía de pie y, haciendo una profunda reverencia, recibía un orden. Ibn Ammar podía seguir cada uno de los movimientos de la criada a través de la cortina, podía incluso distinguir que la criada era negra. Por un momento se quedó paralizado. Lo había previsto todo, pero no que una criada vigilara la entrada de la tienda. ¿Por qué no lo había impedido la mujer? Ella debía saber que eso lo estropeaba todo, frustraba todo el plan. ¿Por qué no había hallado algún pretexto para despedir a la criada?
Vio de reojo que el camarero mayor abandonaba su postura de estatua, pegaba un oído a la puerta y comunicaba al príncipe que los centinelas habían anunciado la llegada de la sayyida. Vio que el camarero abandonaba el salón y la puerta se cerraba desde fuera. Ése era el momento que Ibn Ammar había previsto para el paso decisivo. El receloso vigilante tenía que dejar su puesto por unos instantes para recibir a la sayyida en el antepatio del palacio. Además, la vigilancia se había relajado ahora que parecía evidente que la cópula había terminado de manera satisfactoria para todos y la madre del príncipe heredero se encontraba a las puertas del palacio.
Ibn Ammar cogió el poema que llevaba en la manga y pidió permiso para recitarlo. Se sentía como un soldado que lucha a ciegas, aunque sabe que la batalla ya está perdida. Empezó a recitar, oyó las palabras que salían sordas y sin ritmo de su boca:
Al padre un hijo, Dios conducirá.
¡Al hijo seis hermanos, Él regalará!
Oyó el eco de su voz rebotando en la cúpula y se apresuró a terminar de recitar el poema, se apresuró tanto que, al acabar, temió haberse dejado algunos versos. Luego oyó la voz del príncipe heredero, que le ordenaba acercarse para darle un regalo. ¡El regalo! ¡La copa de plata! Tal como lo habían establecido. La mujer de la tienda estaba siguiendo exactamente sus instrucciones. Seguramente también habría cumplido todo lo demás: se habría hecho el pequeño corte para manchar de sangre la sábana; habría jadeado de placer lo bastante fuerte para satisfacer a todos los que escuchaban detrás de las puertas. Pero ¿por qué no habría encontrado algún pretexto para deshacerse de la criada?
– Ven, Abú Bakr -escuchó llamar al príncipe-. ¡Recoge tu recompensa!
Ibn Ammar caminó hacia la cortina con pasos rígidos, cruzó al otro lado, se acercó lentamente hacia la entrada de la tienda, donde esperaba la criada. Estaba de rodillas, con el rostro cubierto por un velo desde el que miraba fijamente al poeta. No era negra, más bien parecía una muchacha mestiza del Magreb. No bajó la mirada hasta que Ibn Ammar estuvo muy cerca.
Ibn Ammar se detuvo junto a la entrada de la tienda.
– Señor, me habéis llamado.
En el interior sonó un suave susurro, seda contra seda; luego la voz del príncipe heredero:
– Abú Bakr, tú debes tener la copa de la que he bebido esta mañana, esta feliz mañana.
Ibn Ammar vio una delicada mano de mujer saliendo entre las cortinas de seda amarilla. Recibió la copa y dijo:
– Señor, vuestra alegría de esta mañana me hace feliz, y vuestro regalo hace mi felicidad completa. Vio que la mano volvía a desaparecer entre las cortinas y miró a la criada, aovillada frente a él, con la cabeza entre las manos, la frente tocando el suelo. Y una demencial esperanza renació en Ibn Ammar. Si la criada continuaba en esa posición, quizá todavía era posible llevar a cabo también la última parte del plan. Tenía que ser posible.
La música sonaba más fuerte; Ibn Ammar imploró que siguiera a ese volumen.
– Señor -dijo-, permitidme mostraros mi agradecimiento y expresaros mi alegría con un pequeño libro, del que me atrevo a esperar que os guste.
Se sacó el libro de la manga.
– ¿Qué libro? -preguntó el príncipe heredero.
Ibn Ammar lo oyó murmurar y vio que la mano de mujer volvía a salir por entre las cortinas; le entregó el libro. Quería responder, pero de pronto tenía miedo, la voz podía delatarlo. Se arrodilló junto al poste de la tienda.
– Es una pequeña antología de poemas de Abú Nuwas -dijo finalmente. No perdía de vista a la criada, que seguía aovillada a su lado en la misma postura. Y de pronto algo se movió en el borde inferior de la entrada de la tienda e Ibn Ammar vio salir por debajo dos pies blancos con las plantas pintadas de rojo alheña. Se acercó a la tienda arrastrándose de rodillas y recogió las mangas de su hulla, metiendo los brazos por el interior del traje. Las piernas de la mujer ya estaban fuera hasta la rodilla. Ibn Ammar estaba exactamente detrás de ella. Vio que la pared de la tienda se curvaba y que la mano de la mujer se esforzaba por levantar sobre sus muslos la pesada seda. Ibn Ammar intentó ayudarla, pero se enredó con los pliegues de su hulla, cuyo borde se le había atascado debajo de las rodillas, y, cuando por fin tuvo las manos libres, ya la mujer había conseguido levantar la seda de la tienda y colocarla sobre la redondez de su trasero. Ibn Ammar vio frente a él aquel culo, blanco como la leche, enmarcado por seda azafrán; era como un extraño animal que lo contemplaba desde la entrada de su cueva. Por un momento fue incapaz de tocarlo. Todo aquello le parecía tan irreal, tan ridículo, como si se encontrara en medio de una divertida bufonada, de una estúpida farsa. Hasta que, a pesar de todo, consiguió por fin echar el borde de su hulla sobre ese culo erguido y cubrirlo. No había ninguna diferencia entre el amarillo de la tienda y el amarillo de su hulla.
Se cogió el miembro y, de repente, se apoderó de él un miedo cerval a fracasar, a que pudieran faltarle las fuerzas para terminar lo que había preparado con tanto cuidado. Cerró los ojos, intentando evocar imágenes capaces de excitarlo. El encanto de la mujer del comerciante. Zohra en su ghilala rojo fuego, que apenas la cubría. Zohra desnuda adornada con sus collares de perlas y sus tintineantes brazaletes. Imaginó que la tenía frente a él, imaginó que escuchaba su voz. Escuchó la voz del príncipe.
– Que Dios te bendiga, Abú Bakr -le oyó decir-. ¡Este libro es una joya! ¿Dónde lo conseguiste?
Tenía la respuesta preparada. Se había representado mentalmente esa conversación tantas veces, que tenía preparada una respuesta para cada pregunta.
– Señor, vuestro elogio es como aceite sobre el fuego de mi alegría -dijo y, en ese mismo instante, sintió que el trasero de la mujer se apretaba contra él y que, para su asombro, su miembro se levantaba y endurecía. Y mientras empujaba con un suave movimiento, añadió-: Lo descubrí en casa de un médico de Murcia. Procede de Córdoba. El abuelo del médico se lo compró a un carnicero que lo había obtenido como botín en el saqueo del palacio del califa, durante la guerra civil, en la época de las grandes revueltas -lo dijo escuchando sus palabras. Se asombró de que brotaran tan llanas y fluidas, sin la mínima señal de nerviosismo o excitación. De pronto se sentía tan tranquilo como si estuviera arrodillado sobre una alfombrilla de oración; se movía sin prisas, con gran regularidad.
Intentó imaginar al príncipe recostado entre los cojines en la cabecera de su lecho, con el libro en las manos. La lámpara había sido colocada a propósito en la parte posterior de la tienda. No, Hassún ibn Tahír no se daría cuenta de nada de lo que estaba ocurriendo tan cerca de él: demasiados cojines los separaban, demasiados velos colgaban del techo de la tienda.
Ibn Ammar empujó con mayor dureza, aumentó el ritmo de sus movimientos, sintió que la mujer se apretaba contra él, respondía a sus acometidas. Miró a la criada. No había cambiado de posición, parecía no darse cuenta de nada. Dios mío, pensó Ibn Ammar, haz que se quede un instante más en esa posición, haz que no levante la cabeza, sólo un instante más, sólo por ese instante. Clavó los dedos en las caderas de la mujer, tiró de ella con fuerza, empujó a un ritmo cada vez más acelerado. Y finalmente consiguió su objetivo, se mantuvo firme, oyó un suave gemido, algo apagado, oyó la voz del príncipe llegando como desde muy lejos, tan lejos que apenas podía entender lo que decía.
– Pero dime. Abú Bakr, ¿crees que el libro es un trabajo andaluz? Viendo las ilustraciones, yo más bien diría que procede de Bagdad, ¿no te parece?
Ibn Ammar respiraba con la boca muy abierta, intentando dominar los temblores de la excitación que aún lo embargaba, intentando liberarse de la convulsión que lo dejaba aterido e incapaz de pronunciar una sola palabra. Apartó el culo de la mujer. Se pasó la lengua por los labios secos.
– Oh, señor, vuestra agudeza supera toda medida de lo humano -se oyó decir a sí mismo. Estaba sorprendido de que su voz sonara tan indiferente, sin temblores, sin falsetes. Vio que la mujer se retiraba tras la pared de seda de la tienda-. Si lo abrís por la última página, señor -dijo-, encontraréis una nota donde se consigna que el libro fue adquirido en Bagdad por uno de los bibliotecarios del califa al-Hakam.
Desde fuera llegaban voces y órdenes. Ibn Ammar se acomodó la ropa interior, volvió a meter los brazos por las aberturas de las mangas, se levantó, miró a la criada. Y su cuerpo se paralizó a mitad del movimiento, quedándose agachado, como a la mitad de una reverencia. La criada había dejado caer el velo. Lo estaba mirando fijamente con la boca y los ojos muy abiertos, con una expresión de perplejidad que no dejaba ninguna duda, ni la más mínima duda, de que había visto lo que había ocurrido. Estaba como aturdida. Ibn Ammar oyó que se abría la puerta del salón y escuchó el retumbar de la voz del camarero mayor anunciando la llegada de la sayyida y pidiendo a los invitados que se levantaran para recibirla. Vio que la criada cogía rápidamente su velo y creyó advertir una sonrisa apenas perceptible en sus labios antes de que el velo los cubriera. Y vio la sonrisa también en sus ojos, que no se apartaban de él mientras se alejaba retrocediendo con las piernas entumecidas y rígidas. Y entonces, Ibn Ammar comprendió de repente que esa muchacha no era una criada cualquiera del palacio, sino la doncella de la mujer, su persona de confianza, su protectora. Que no estaba frente a la tienda como vigilante, sino como cómplice. Y una sensación de infinito alivio se apoderó de él, haciéndolo casi flotar sobre el suelo.
Se colocó en línea junto a los dos amigos del príncipe, que habían ocupado sus posiciones detrás de la puerta para esperar la llegada de la sayyida. Las alas de la puerta se abrieron de golpe, los centinelas hicieron el saludo y la sayyida entró envuelta en una nube de perfume y sudor de caballo, con pasos rápidos y cortos, pequeña, muy erguida, como de costumbre sin velo, acompañada sólo por su escolta negro. Ibn Ammar levantó la mirada al sentirla pasar rápidamente a su lado, y, por un brevísimo instante, vio los ojos de la sayyida dirigidos hacia él con una mirada en la que se mezclaban asombro, desconfianza y recelosa expectación.
Luego el camarero mayor dio la señal para que los convidados dejaran solos al príncipe heredero, su madre y la madre de su hijo. Y salieron del salón.
Ibn Ammar pasó el resto del día solo en sus habitaciones. Se acostó y durmió de un solo tirón hasta muy entrada la tarde. Poco antes de la puesta de sol llamaron a su puerta. Era un criado de palacio acompañado de una mujer que llevaba un oscuro velo de viaje. Ibn Ammar la reconoció al primer vistazo, a pesar de que su rostro estaba completamente oculto tras el velo. Era Nardjis, la qayna.
El príncipe heredero, en su incomparable bondad y generosidad, se la había regalado a Ibn Ammar, explicó el criado haciendo una reverencia especialmente pronunciada.
Terminaba la tercera hora de la noche y Yunus estaba a punto de acostarse, cuando un criado del obispo fue a buscarlo con la mayor urgencia. Don Alvito lo había mandado llamar. El obispo se hallaba al borde de la muerte, ya había recibido la sagrada comunión y ahora estaba expresando sus últimos deseos.
A Yunus esto no lo cogió por sorpresa. Ya en Zamora había temido que el obispo no sobreviviera a la noche. El estado del enfermo había empeorado día a día desde que dejaron Sevilla. En Mérida, la lengua y el paladar se le habían inflamado tanto que ya sólo podía ingerir líquidos, y desde Salamanca padecía también una terrible diarrea. Durante los últimos días, Yunus había insistido una y otra vez en la necesidad de hacer una pausa en el viaje. Había hablado con los capellanes y canónigos. El día anterior, en Zamora, se había dirigido incluso a don Jimeno, el arcediano, y le había hecho ver el fatal empeoramiento del estado de la enfermedad del obispo.
– El eminentísimo señor obispo no llegará con vida a León si no hacemos una pausa. Yo, como médico, no puedo responsabilizarme de que continúe el viaje mañana.
El arcediano lo había mirado con frialdad.
– ¿Te atreves a predecir la hora que está determinada a nuestro señor, el obispo, y que sólo Dios conoce?
– No predigo la hora de su muerte. Sólo afirmo que, a juzgar por mi experiencia como médico, el obispo no vivirá más de dos días si no interrumpís el viaje.
– Es deseo del propio obispo llegar a León tan pronto como sea posible. Él mismo insiste en que nos demos prisa.
– Entonces vuestro deber es disuadirlo. Si quiere volver a ver su catedral, tendrá que hacer una pausa mañana mismo.
– El obispo está bajo el amparo de nuestro Señor Jesucristo, lo que le ocurra será la voluntad de Dios -había contestado el arcediano con voz de indiferencia y señalando la puerta a Yunus con un ligero movimiento de la mano.
A la mañana siguiente habían reemprendido la marcha con las primeras luces del alba. El obispo viajaba en la silla de manos, acarreada por los gigantes negros de Ibn Eh.
Yunus recordó la conversación que había sostenido con Isaak al-Balia inmediatamente después de hablar con el arcediano. Había puesto al corriente al joven rabino de su entrevista con el arcediano y le había informado del extraño hecho de que en los últimos días se le había prohibido más de una vez acercarse al lecho del enfermo.
– ¿Qué otra cosa esperabas de un hombre que se entera por un médico digno de confianza de que dentro de un par de días tendrá libre el camino hacia la silla episcopal? -le había contestado al-Balia con una sonrisa cargada de sarcasmo-. ¿Quieres que él mismo se cierre el camino que ya tiene abierto?
– ¿Cómo lo sabes? -había preguntado Yunus.
– Sólo sumo los hechos. El arcediano es el primer hombre después del obispo, su sucesor natural. Además, don Jimeno pertenece a una de las familias más importantes del reino de León. Y, en caso de que el obispo muera antes de que lleguemos a la capital, también será el primero en enterarse de su muerte. Una ventaja incalculable para un hombre que aspira a sucederlo. Con la noticia de la muerte del obispo, no tendrá problemas en ser recibido en audiencia por el rey, y podrá ser el primero en presentar su propuesta. Podrá prometer montañas de oro a los canónigos, antes de que los otros aspirantes se hayan enterado siquiera de que la temporada de caza está abierta. Ganará una ventaja decisiva.
Por la noche, toda la embajada había hecho alto en un monasterio; también el castellán de Zamora, quien se les había unido con sus hombres porque quería participar en la reunión de la corte del rey de León. Sólo la mesnada de don Alvito había seguido cabalgando una buena hora más, hasta llegar a una aldea que pertenecía al obispado de León. Al entrar en la aldea, al-Balia había señalado una dehesa y a los caballos que pastaban en ella.
– Mira esos caballos. No parece que puedan pertenecer a los campesinos de esta aldea.
En efecto, los caballos no parecían jamelgos campesinos. Eran corceles bien alimentados y de largas piernas, veloces caballos de silla capaces de dejar atrás en dos días el trecho que quedaba hasta León.
Luego habían llevado al obispo a la iglesia del pueblo, previamente calentada con braseros y piedras calientes por recomendación de Yunus. Allí fue llevado a toda prisa por el criado.
El obispo yacía en su lecho, cubierto por un hábito marrón oscuro. Le habían puesto la estola alrededor del cuello y una gran cruz de plata encima del pecho. Tenía las manos sobre la cruz, las palmas untadas con ceniza. Doce cirios ardían en el altar, detrás de él. El relicario de San Isidoro, a sus pies, estaba abierto, y el resplandor de los cirios se reflejaba en el brocado que al-Mutadid había extendido sobre los huesos con un desvergonzado gesto de desesperado dolor por la separación, en el momento de despedir a la embajada cristiana. Todos los hombres de la mesnada se habían reunido en torno al lecho de muerte.
Yunus se quedó a cierta distancia del altar. El arcediano estaba agachado junto al enfermo, con la oreja inclinada hacia don Alvito; los dos capellanes estaban a su lado, escribiendo en tablillas de cera lo que el arcediano leía en los labios del obispo y repetía en voz alta. Se trataba de donaciones y obsequios hechos por el bien de su alma, según podía entender Yunus. El monto de la limosna que cada uno de sus colegas debía repartir en su nombre según cierto tratado, el número de misas de réquiem que debía celebrar por él cada sacerdote y cada diácono de su obispado, el número de misas que debían celebrarse en el altar mayor de la catedral, bajo cuyos peldaños quería ser enterrado, la suma de dinero que debía repartirse entre los pobres en su nombre a las puertas de la catedral, el número de panes, el número de escudillas de sopa y el número de días que debían repartirse después de su entierro. Los capellanes garabateaban con precipitado ajetreo en sus tablillas, el obispo parecía temeroso de que no le quedara tiempo suficiente para mencionar todas las limosnas.
Unos momentos después, la enumeración del obispo se interrumpió de pronto. Se produjo un gran nerviosismo; luego todos callaron y, en el silencio, don Alvito dijo en voz alta, que todos escucharon:
– ¿Dónde está el hebreo? -Al no obtener respuesta, repitió con voz acostumbrada a dar órdenes-: Traedme al hebreo!
Yunus sintió que lo empujaban hacia el lecho del enfermo. El arcediano le dejó un sitio de mala gana. Yunus se arrodilló. El obispo, con mano temblorosa, le hizo una señal para que se acercase más.
– Ayúdame, amigo -dijo con voz ronca y susurrante-. Por el santísimo padre Abraham, que también es tu padre, ¡ayúdame!
Entonces empezó a enumerar rápidamente y sin relación alguna cuántas misas había celebrado en determinados días, cuántas en cada día de Pascua, cuántas en las fiestas menores y cuántas en las fiestas mayores. En un primer momento, Yunus no comprendió adónde quería llegar el obispo, hasta que el capellán más joven le susurró al oído una apresurada explicación: el obispo quiere calcular el número de misas que ha celebrado en toda su vida; todas las misas, el número exacto, ni una menos, ni una mas. Insistía en ello con la obstinación de un niño pequeño, como si la paz de su alma dependiera de ese número. Empezó una vez más la cuenta: doscientas misas por exvotos, ochenta por enfermedades superadas, ciento veinte por la boda de la reina, sesenta por el rey durante la campaña contra Zaragoza. Era increíble aquella capacidad para recordar cada misa; era como si cada una de las misas que había celebrado desde que recibió las órdenes sacerdotales hubiera dejado una pequeña marca en su memoria.
Yunus anotó las cantidades en la sábana del lecho de muerte, sumó las columnas de números, escribió los resultados debajo, volvió a sumar, añadió los días intercalados y llegó a un resultado final de veinte mil trescientas misas.
– ¿Estás seguro de que el resultado es correcto? -preguntó el obispo lleno de temerosa preocupación.
– Estoy seguro -dijo Yunus con decisión.
– Veinte veces mil y tres veces cien -repitió el obispo con labios mudos; sus facciones se relajaron y cerró los, ojos con una sonrisa de satisfacción. Yacía tan quieto, que Yunus pensó que ya había muerto. Tenía la cabeza ungida con aceite y sobre la frente habían pintado con cenizas una cruz. Parecía muerto, pero, de pronto, volvió a abrir los párpados, miró a Yunus a los ojos y le preguntó con voz débil-: ¿Crees que Dios estará contento de mi?
Yunus sintió que se le saltaban las lágrimas. Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, y la confianza infantil que le dispensaba aquel anciano en el umbral de la muerte le llegaba al corazón.
– Si, venerable padre -dijo. Era la primera vez que utilizaba ese tratamiento-. Dios, el Señor, perdonará vuestros pequeños pecados y recompensará vuestras buenas acciones.
El obispo asintió inclinando apenas la cabeza y, sin dejar de mirar a Yunus a los ojos, dijo de pronto con voz sorprendentemente clara, que todos los presentes pudieron escuchar:
– Acércate, hijo mío. Pon tu boca sobre la mía y recibe así el hálito de mi espíritu.
Se hizo tal silencio, y el silencio era tan impresionante, que Yunus apenas se atrevía a respirar. Miró, buscando ayuda, al arcediano, que estaba de pie a la cabecera de la cama, mirando por encima de Yunus con expresión de rechazo. Yunus titubeó. Algo lo detenía, un temor inexplicable, una voz de advertencia.
Luego, con repentina decisión, se inclinó sobre el obispo y apretó su boca sobre los labios marchitos y azulados del enfermo, en los que la muerte ya parecía haberse posado. Y, de pronto, volvió a levantarse, avergonzado y confundido. Se alejó caminando hacia atrás. Sintió las miradas de los demás dirigidas hacia él. Intentó esquivarías. Vio que el arcediano cogía al obispo de la muñeca y caía de rodillas. Caminando siempre hacia atrás, se dirigió hacia la puerta palpando la pared, mientras ahora también los canónigos y capellanes se arrodillaban y continuaban sus oraciones con mayor fervor. Empujó su cuerpo contra la puerta y salió al aire libre.
¿Qué se había propuesto conseguir el obispo con ese gesto? ¿Por qué lo había elegido precisamente a él? ¿Por qué, de todos los hombres que lo rodeaban, lo había elegido a él, el forastero, el no cristiano, el judío? ¿Había sido un intento de convertirlo?
Recordó que al-Balia le había advertido que tuviera cuidado de no ganarse el afecto del obispo, que evitara el trato familiar con él:
– Es un obispo cristiano que vive en olor de santidad. Tú eres un hakim judío a quien se atribuye una gran dosis de cordura. Ningún judío aceptará que tú quieras convertir al obispo a la fe de los patriarcas, pero muchos cristianos creerán que el obispo, gracias a su santidad, posee el don de hacer de ti un cristiano.
Yunus pensó en ello. Durante las últimas semanas había tenido muchas oportunidades de observar al anciano, a solas, sin testigos, sin las barreras de las convenciones. Le había cobrado cariño a pesar de su ingenua fe en los milagros, su temor al infierno, sus votos ascéticos; a pesar de la férrea astucia que había empleado en bien de su iglesia. Al anochecer, junto a su lecho de enfermo, habían discutido muchas veces sobre cuestiones de fe, y por momentos Yunus había llegado a dudar si la piedad carente de crítica del obispo era realmente tan sólo una consecuencia de su escasa formación o si acaso escondía detrás un profundo conocimiento, una forma de conocimiento que él no podía llegar a comprender con su razón apoyada en la lógica. El anciano nunca había intentado hacerlo renegar de sus creencias. No, el beso en el lecho de muerte no había sido un intento de convertirlo. Yunus desechó esa idea.
Por la mañana, Isaak al-Balia trajo la noticia de que todos los sacerdotes de la mesnada del obispo, a excepción del más joven de los dos capellanes, habían partido hacia León esa noche con caballos de reemplazo. Don Jimeno a la cabeza. Hablaba como si quisiera disculparse de que sus predicciones se hubiesen cumplido tan pronto.
Yunus se dirigió a la iglesia. En la puerta salió a su encuentro un hidalgo de la guardia, que parecía ocultar algo bajo su capote. Dentro, todo estaba oscuro, ya no ardía ningún cirio. El obispo yacía amortajado encima del altar. La cama había sido hecha a un lado; uno de los criados estaba hurgando en ella. Se apartó rápidamente al acercarse Yunus. El capellán que se había quedado en la aldea dormía sobre la escalinata del altar. Yunus lo dejó dormir. Evitó volver a mirar a la cara al muerto.
León
Lope estaba desilusionado de León. Había esperado que la capital de don Fernando, el gran rey, fuera al menos tan grande como la ciudad del príncipe moro al-Mutadid. Pero León no era más que un villorrio comparado con Sevilla, ni siquiera la décima parte de grande. De no ser por la reunión de la corte del rey, el panorama hubiera sido aún más decepcionante; así al menos la ciudad estaba animada. Los abades, obispos y condes de todos los rincones del reino habían venido a la ciudad con sus vasallos y criados, duplicando el número de habitantes. Sobre la maciza pendiente que se erguía entre el río y las murallas de la ciudad se había levantado una ciudad de tiendas de campaña. Los suburbios estaban rebosantes de gente. La gran plaza del mercado que se extendía junto a la Puerta del Rey, al lado de la iglesia de San Martin, seguía iluminada una hora después de la puesta de sol. Por todas partes, a las puertas de las tabernas, restaurantes y asadores de pescado, ardían fuegos, y el polvo, el humo y el vapor de las cacerolas se juntaba formando una densa nube que, iluminada por el fuego, colgaba sobre la plaza como el techo rojizo de una tienda.
No hubieran encontrado alojamiento en la ciudad de no ser por el hidalgo de Sahagún, que los había acompañado desde Mérida. El hidalgo tenía un hermano que regentaba una taberna en el barrio de San Martin. Allí se habían alojado.
Cuando Lope entró en el comedor, vio al hombre de Sahagún sentado a la misma mesa que el capitán. Con ellos estaba también el Rojo, un jactancioso pelirrojo con el que se habían encontrado esa mañana, mientras intentaban en vano conseguir un lugar en la catedral para asistir a la misa del gallo y poder ver al rey y su séquito. El Rojo había llegado a Guarda en la misma época que el capitán, pero había abandonado el servicio del conde varios años antes de que Lope llegara a Guarda. Ahora estaba al servicio de don Sisnando, el conde de Tentúgal, y, a juzgar por lo que decía, apreciaba en mucho a su nuevo señor. Nunca hubiera podido encontrar a otro mejor, dijo.
– ¿Qué cosas pueden ser mejores en Tentúgal que en Guarda? -preguntó el capitán, malhumorado-. Las mismas montañas pedregosas, los mismos campesinos pobres. ¿Qué buscas en Tentúgal?
– No se trata de Tentúgal. Tentúgal es sólo el principio -dijo el Rojo en tono misterioso.
Lope se sentó al extremo libre de la mesa y esperó a que el capitán le empujara los restos de comida que tenía frente a él. Pero el capitán no parecía darse cuenta.
El Rojo se inclinó hacia delante.
– Hay muchos condes al sur del Duero -continuó en voz muy baja-, pero si quieres apostar por uno, apuesta por don Sisnando. Pues si apuestas por don Sisnando estarás apostando por el tenente de Coimbra.
– ¡Qué dices! -dijo el capitán-. ¡Don Sisnado no es el tenente de Coimbra, no es más que un pequeño conde, no es mejor que los otros!
– Pronto se sentará en el castillo de Coimbra -dijo el Rojo con serena convicción.
– ¿Un conde al que no siguen ni cien caballos? -preguntó el capitán en tono burlón-. ¿Has estado alguna vez en Coimbra? ¿Conoces la ciudad? ¿Sabes lo altas que son las murallas? Si se acerca a las puertas se desharán de él de un soplo.
El hidalgo de Sahagún se levantó y dejó caer su pesada mano sobre la espalda del capitán.
– Déjalo que cuente, amigo -dijo-. Parece que sabe de lo que habla.
Lope prestó atención. El hidalgo de Sahagún era un hombre juicioso. Había sido despedido por el emir de Mérida y andaba en busca de un nuevo señor, lo mismo que el capitán desde la muerte del obispo. Quizá ambos podrían encontrar a ese nuevo señor en don Sisnando.
– Coimbra es una ciudad mora, sometida al príncipe de Badajoz -dijo el capitán entre dientes-. Pero don Sisnando es cristiano. La gente de Coimbra no tolerará a un tenente cristiano.
– ¿Aunque lo imponga el mismísimo príncipe de Badajoz? -pregunto el Rojo en tono triunfante.
– ¿Quién lo dice? -replicó el capitán.
– ¡Lo digo yo! -contestó el Rojo.
Desde la puerta llegó una voz sonora y vociferante que a Lope le pareció tan conocida que se volvió bruscamente a mirar. Estaba allí un tipo alto con traje de cuero. Lope creía haberlo visto ya en algún lugar; pero, antes de que pudiera reconocerlo, el camarero ya se le había echado encima para empujarlo fuera.
El capitán apoyó ambas manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante.
– Y aunque lo imponga el mismísimo príncipe de Badajoz, ¿quién te ha dicho que la gente de Coimbra le abrirá las puertas?
– Tendrán que dejarlo entrar, pues el rey está de su lado -dijo el Rojo en voz tan baja que Lope apenas pudo entenderlo.
– ¿Don Fernando? -preguntó el capitán, incrédulo.
– Don Fernando, el rey -confirmó el Rojo.
Lope tenía la cabeza gacha; hacía como si no escuchara nada. Seguía esperando su comida; tenía un hambre feroz.
– ¿Cómo lo sabes, amigo? -preguntó el hidalgo de Sahagún.
– Lo sé -respondió el Rojo.
– Lo que dices suena bien -continuó el hidalgo, y, dirigiéndose al capitán, añadió-: ¿Tú qué opinas? ¿No suena bien? Yo opino que suena mejor que Aragón.
El capitán paseó la mirada por la mesa, malhumorado.
– Incluso con toda la dotación del rey, es imposible tomar el castillo de Coimbra. Es inexpugnable.
Si no el castillo, entonces la ciudad. ¿Qué más quieres? -dijo el hidalgo.
Y, en tono alentador, añadió-: ¿Qué podemos hacer? No podemos escapar de la guerra. Aragón o Coimbra. En Aragón, la guerra será más dura. Yo conozco a los moros del norte y a los del sur. Y prefiero luchar contra los del sur. Además, estaré mejor donde hace calor que en las malditas montañas de Aragón.
Lope sabía de qué iba la conversación. Desde hacía varios días, el hidalgo de Sahagún y el capitán estaban hablando de ir a Aragón si no se ofrecía nada mejor. El rey de Aragón quería emprender una campaña contra Zaragoza para vengar la muerte de su padre, que había sido asesinado por un sicario moro. Estaba buscando por toda España gente para su campaña.
Desde fuera volvió a llegar la voz chillona, y otra vez ésta le pareció a Lope extrañamente familiar. Se levantó sin darse cuenta, se precipitó hacia la puerta y miró a través de la cortina que cubría la entrada. Había media docena de hombres sentados alrededor de la hoguera que ardía allí fuera. A tres de ellos los conocía de Guarda: un peón y dos hidalgos que formaban parte de la guardia del conde. Por suerte, todos estaban bastante borrachos.
Regresó corriendo a la mesa y contó al capitán lo que había visto. El capitán no le creyó; fue él mismo a la puerta para cerciorarse. Desde su llegada a la ciudad habían estado fijándose en si veían gente de Guarda. Habían examinado todas las tiendas buscando los colores del conde de Guarda. Un hombre que debía de saberlo les había dicho que el conde no vendría a la reunión de la corte. ¿Les había informado mal?
Cuando volvió a la mesa, el capitán estaba una pizca más pálido.
– ¿El conde está en la ciudad? ¿El conde de Guarda? ¿Lo has oído decir? -preguntó al Rojo.
– Ha llegado hoy -dijo el Rojo.
– ¿Él en persona?
– Él en persona, con todos sus hombres.
– ¿Por qué? ¿Por qué viene a León? ¿Acaso es vasallo del rey?
– Aún no, pero pronto hará reverencias -dijo el Rojo con evidente sarcasmo-. Todos los otros condes del sur del Duero ya han jurado ante el rey; qué le queda. Ya puede estar contento si el rey se muestra condescendiente y lo acepta. Uno de sus hombres prendió fuego a una aldea del rey en algún lugar del sur, en la frontera. No consideró las consecuencias y asesinó a unos cuantos campesinos y a un tenente del rey. Se dice que el rey se mostrará piadoso si a cambio gana un nuevo vasallo.
El capitán no dijo nada. No quitaba la vista de la puerta.
– ¿Qué pasa? -preguntó el hidalgo de Sahagún-. ¿Quieres ofrecer tus servicios al conde de Guarda?
– ¡No! -dijo el capitán.
– ¿Por qué no vamos entonces donde don Sisnando? -continuó el hidalgo-. Nunca es malo depender de un hombre que tiene grandes proyectos y, además, cuenta con el favor del rey.
– Ya veremos -dijo el capitán de mala gana. Pero Lope sabía que el capitán ya se había decidido. Irían a Aragón, donde la guerra era más dura, como había dicho el hidalgo de Sahagún. Lo sabía. Sin levantarse del banco, se arrimó un tanto hacia el capitán, cogió el pan y la jarra de aceite y empezó a comer con avidez. El capitán parecía no darse cuenta de su presencia.
Yunus no encontró el tiempo necesario para hacer un par de anotaciones en su diario hasta cuatro días después de su llegada a León.
Hoy, segundo día de la fiesta que celebran los cristianos por el nacimiento del Nazareno, ha terminado la reunión de la corte del rey. Con un escándalo, según se dice. Don Sancho, el príncipe heredero, se ha marchado a mediodía con todo su séquito. Ha tenido una fuerte discusión con su padre. El trasfondo de la disputa traerá grandes preocupaciones a la comunidad judía de este lugar.
El rey convocó oficialmente la reunión de la corte con el pretexto de su sexagésimo aniversario. Acudió toda la nobleza de Castilla, León y Galicia. Cuando los barones y príncipes de la Iglesia estaban reunidos, el rey los sorprendió a todos presentando un plan preparado de antemano para reglamentar la sucesión y obligándolos a prestar juramento de fidelidad a sus hijos como futuros soberanos. Esta maniobra entusiasmó a los importantes señores del Consejo de Ancianos de la ciudad. En cambio, la forma de la sucesión les ha parecido más bien desafortunada.
El rey ha dispuesto que, a su muerte, el reino no pase a manos de su hijo mayor, don Sancho, sino que sea repartido. Don Sancho recibirá únicamente la tierra natal de su padre, Castilla, mientras que el reino de León pasará al segundo hijo del rey, don Alfonso, y Galicia a su tercer hijo, don García.
En el Consejo de Ancianos están convencidos de que habrá guerra apenas muera el rey. Y la marcha del príncipe, este mediodía, es ya un primer indicio en favor de esa opinión. Don Sancho ha rechazado el plan de división del reino desde el primer momento. Basándose en el derecho de primogenitura de los antiguos reyes visigodos de Toledo, ha reclamado para sí todo el Reino. Sus hermanos, por el contrario, mantienen que nadie puede apelar a ese derecho mientras Toledo continúe en manos de los moros. Como sea, el germen de la guerra civil ya está sembrado.
Ibn Eh ve esto como un presagio esperanzador. Dice que mientras más luchen entre sí en el norte, más tranquilos estaremos en Andalucía. Además, opina que debemos rezar para que el rey no viva mucho tiempo más. El potencial de guerra que ha demostrado en León es terrorífico. Una terrible amenaza mientras se encuentre reunido en una misma mano.
Se afirma que el rey empleará su poderío militar contra Coimbra la próxima primavera. Según opina Isaak al-Balia, esto augura un nuevo tipo de política de conquista frente a Andalucía. Por deseo del rey (o por exigencia suya, lo que viene a ser lo mismo), el príncipe de Badajoz habría determinado que el pequeño conde independiente Sisnando ibn David, quien de niño vivió mucho tiempo en Sevilla y era amigo de confianza de nuestro príncipe, sea nombrado tenente de Coimbra. Oficialmente se convertirá así en vasallo del príncipe de Badajoz, pero de facto es vasallo del rey de León. Y es también el rey quien lo ayudará con su potencial militar a acceder al cargo. Pues, como es natural, la ciudad se niega a reconocer como nuevo tenente a don Sisnando, quien en realidad es un hombre del rey.
AI-Balia estaba visiblemente asustado cuando me contaba todo esto. Como embajador, visita constantemente en la corte, de modo que está muy bien informado. El nasí le dará una recepción mañana, sabbat.
Precisamente ahora escucho venir a Ibn Eh. Está de un humor magnifico. En Sevilla tuvo la genial idea de ofrecerle al obispo enfermo sus gigantes negros para que cargaran su silla de manos, lo que le ha ahorrado pagar tanto la aduana de salida de Sevilla como la de entrada en León. Ahora ha regalado uno de esos negros a cada una de las dos hijas del rey (al parecer la más joven, doña Elvira, tiene un apetito de hombres insaciable). A cambio, ha obtenido un salvoconducto que le garantiza alojamiento en todos los monasterios del reino (¡a un judío andaluz!), y entre tanto ha encontrado a otros cuatro clientes de la alta nobleza que están dispuestos a pagar mucho dinero por un guardaespaldas negro. El viaje ya se ha pagado solo, dice. Pasado mañana parte para Francia. Yo emprenderé el camino de regreso a Sevilla dentro de tres días, junto con al-Balia. Que Dios sea nuestro rafiq.
Los señores del Consejo de la comunidad se veían todos muy dignos, muy piadosos, muy venerables en sus negros hábitos de oración. Yunus no había visto nunca antes una religiosidad tan lóbrega y celosa como ésta de sus hermanos de fe de León. Parecía como si en el sabbat les estuviera prohibido incluso reír. No había punto de comparación con los judíos de Sevilla o de cualquier otro lugar de Andalucía.
Yunus había notado esta diferencia inmediatamente después de su llegada. Hoy, sabbat, era aún más patente. Plegarias interminables, charlas religiosas sin final previsible. Yunus lamentaba que no estuviera allí al-Balia, con su sentido del humor y sus agudas bromas. Como embajador del monarca de Sevilla, había tenido que acudir a un banquete dado por don García, el hijo menor del rey, y Yunus no lo esperaba hasta la tarde. Pero probablemente ni siquiera él conseguiría sacar una chispa a esa avinagrada reunión.
Desde la oración del mediodía, las conversaciones giraban, sobre todo, en torno al nuevo obispo. El rey había dado a conocer su elección esa misma mañana: don Jimeno, el arcediano, el hijo del conde de Bierzo. Como se esperaba. Como se temía. Todos lamentaban la pérdida del viejo obispo. Todos los miembros de la comunidad habían salido a la calle cubiertos de ceniza, lanzando ayes y lágrimas, cuando el cuerpo de don Alvito fue llevado en andas a través de la ciudad, hasta la catedral.
– ¡Un señor bueno, un señor compasivo, un señor justo! ¡Dios se apiade de su alma!
La mitad de la comunidad judía de León era vasalla de doña Sancha, la reina; la otra mitad, del obispo de la ciudad. La reina siempre había seguido el consejo del obispo, y el obispo siempre había sido accesible, pues siempre había necesitado dinero para construir su catedral. La comunidad judía había comprado a don Alvito el derecho de ampliar la sinagoga, habían regateado con una prohibición de la misión judía y, a cambio de mucho dinero, habían conseguido incluso que aboliera aquel maldito acuerdo del concilio de Constanza que, trece años atrás, había prohibido a todos los cristianos del reino dormir bajo el mismo techo que un judío y sentarse a la misma mesa que él.
Ahora se planteaba la inquietante pregunta de si el nuevo obispo ratificaría estos derechos tan costosamente adquiridos. Y cuánto pediría por hacerlo.
– ¡Que el Señor, en su infinita bondad y misericordia, se apiade de nosotros!
Entró un criado anunciando la llegada de al-Balia. Los ancianos se colocaron en los lugares que les correspondían y el nasí extendió los brazos para saludar al convidado de honor. Al-Balia entró como una ráfaga de viento. Se detuvo en la puerta. Miró a su alrededor. Pasó junto al desconcertado nasí y se dirigió directamente hacia Yunus. Lo cogió del brazo y le dijo:
– ¡Tienes que marcharte! ¡Tienes que salir inmediatamente de la ciudad! -Antes de que Yunus pudiera hacerle alguna pregunta, añadió echando un rápido vistazo a su alrededor-: ¿Dónde está Ibn Eh?.Rápidamente se dirigió hacia donde se encontraba éste.
El nasí, revoloteando inquieto detrás de al-Balia, preguntó:
– Por la misericordia de Dios, ¿qué es lo que pasa?
– ¡Perdonadme! Os lo explicaré todo hermanos, en seguida -dijo al-Balia levantando los brazos. Y, dirigiéndose a Ibn Eh, añadió en voz baja pero penetrante-: ¿Cuánto puedes tardar en preparar una mula? ¿Y a un hombre de confianza?
Yunus, a su lado, seguía sin poder hacer nada ni formular una pregunta. Ibn Eh ya estaba en camino hacia la puerta. Al-Balia estaba ahora con el nasí, rodeado por los ancianos.
– Tenemos que difundir la noticia de que Yunus se marchó ayer… a Sevilla… recibió una mala noticia… su padre está al borde de la muerte… sí, su padre. -Sin parar siquiera un momento para tomar aliento, dijo dirigiéndose a Rubén ben Meir, el médico en cuya casa se alojaba Yunus -: Es posible que vayan a tu casa a hacer preguntas. Ya puedes tener cuidado de dar siempre las respuestas correctas, sea quien sea el que te interrogue.
Finalmente, Yunus se interpuso entre los dos y, tirando de la manga de al-Balia, preguntó:
– Isaak, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién dice que me tengo que marchar?
Silencio absoluto. Todas las miradas dirigidas hacia al-Balia. Y al-Balia miró tranquilamente a los ojos de Yunus y dijo:
– Se dice que don Alvito, el obispo fallecido, en su lecho de muerte y ya a punto de expirar, convirtió al cristianismo a un judío. Me han informado que esto se anunciará oficialmente hoy mismo, en la catedral. Desde el púlpito. Lo hará un sacerdote del nuevo obispo. -Hablaba rápidamente y sin hacer ninguna pausa, y, al notar que Yunus lo quería interrumpir, le hizo una señal con el brazo y continuó diciendo-: Se afirma que el judío convertido no es un judío cualquiera, sino un judío ilustrado.
– Es absurdo, completamente absurdo -balbuceó Yunus.
– Por absurda que pueda ser esa afirmación -continuó al-Balia, sin dejarse perturbar por la interrupción de Yunus-, por lo visto, alguien está interesado en hacerla circular. Alguna intención se esconde detrás.
– Pero es absolutamente absurdo -dijo Yunus, haciendo un desesperado gesto de rechazo-. Puedo explicarlo ahora mismo. Puedo explicarlo todo.
– Ya no tenemos tiempo para explicaciones, Yunus -lo interrumpió al-Balia con dureza-. El obispo muerto yace amortajado en la catedral. Ya han ocurrido dos milagros ante el catafalco. También la conversión del judío en el lecho de muerte será considerada un milagro. Me han informado que la catedral está repleta de creyentes que quieren ver al judío converso. ¡Incluso esperan que se bautice públicamente, como prueba del milagro!
– ¡Dios mío! -exclamó el nasí, horrorizado-. ¡Un santo obispo venerado como conversor de judíos! ¡Eso sería terrible!
AI-Balia se volvió hacia él y dijo en tono sereno:
– Necesitamos ropa poco llamativa para Yunus. Y botas, y una faja para la cabeza. Y un hombre que pueda sacarlo por la Puerta de Cauri sin que lo detengan. ¡Y lo necesitamos en seguida!
El nasí se marchó apresuradamente a cumplir los encargos; al-Balia cogió a Yunus del brazo y se lo llevó aparte.
– Escúchame, Yunus -dijo-, uno de los hombres de Ibn Eh te llevará a Burgos. Nadie supondrá que te has marchado en esa dirección. Si cabalgas toda la noche, por la mañana estarás en territorio castellano, fuera del alcance del obispo de León. En Burgos encontrarás a un hombre de confianza que te llevará a Logroño, donde podrás quedarte hasta que se te una Ibn Eh. Te daré una carta para ese hombre.
Yunus hizo un último intento de rehusar.
– Isaak, ¿por qué no me crees? -dijo en tono suplicante-. No hay una sola palabra cierta en esa historia. ¡Es un malentendido! ¡Una interpretación completamente absurda e infundada de un gesto de pura amistad!
– Ya sabemos que no es cierto, Yunus -dijo al-Balia con paciente seriedad-. Pero lo que importa no es nuestra verdad, sino la verdad que el obispo hará difundir desde el púlpito y que será creída por los fieles que acudan a la catedral. Te obligarán a bautizarte para conseguir que lo que afirman sea cierto. Tienen los medios para hacerlo, Yunus. Y si te mantienes firme presionarán a la comunidad judía. Exprimirán a nuestros hermanos de fe hasta que brote la sangre. El obispo necesita dinero. Ha sobornado a los canónigos y ha pagado una suma exorbitante al rey para ser elegido. Cogerá todo lo que pueda. Haciendo que el fallecido don Alvito sea un santo milagrero llenará los cepillos de sus iglesias. Convirtiéndolo en un santo conversor de judíos se hará de un garrote con el que extorsionar a los judíos de León hasta sacarles todo lo que tengan. Si el viejo obispo aún viviera, quizá habría atestiguado en tu favor, Yunus. Pero muerto sólo les sirve a los otros. Y a nosotros sólo nos queda la huida. Su mentira es más fuerte que nuestra verdad, Yunus. Que Dios te proteja.
Yunus lo escuchó con muda resignación. Unos momentos después, se dejó poner de mala gana las pesadas botas de cuero, la faja de lana, que le cubría hasta la barba, y la tosca túnica, que lo convirtió en un criado de la casa. Se dejó llevar por patios traseros y estrechas callejas hasta la Puerta de Cauri, y, a través de ésta, hasta la cuadra de alquiler donde Ibn Eh lo esperaba con una mula.
El hijo de Ibn Eh lo acompañó. Cuando ya habían dejado atrás la ciudad, avanzando un buen trecho por la carretera que se dirigía a Sahagún y, luego, a Carrión y Burgos, el sol colgaba sólo dos palmos por encima del horizonte. Tenían el viento en la espalda; un viento helado y cortante, que llevaba consigo finísimos copos de nieve. Antes aún de que cayera la noche, hacía tanto frío que los copos de nieve no se derretían al llegar al suelo. La blanca alfombra de nieve hacía la noche tan clara, que no tenían dificultad en seguir el camino.
– Pero no más de tres días, Abú Bakr -había decidido el príncipe heredero-. En ningún caso más de tres días. Tú sabes cuánto necesito tus consejos, sobre todo ahora, Abú Bakr.
No obstante, tres días. Tres días de vacaciones tras siete semanas en la corte. Siete semanas de servicio en la corte, día tras día, muchas noches enteras, sin descanso. No es que tuviera motivos para quejarse. Desde la fiesta en el salón del palacio de verano, había sido colmado de favores. Desde que los médicos confirmaron que Fahda Bint Ah ibn Mudjahid, princesa de Denia y ahora primera mujer del harén del príncipe heredero, había concebido, hasta los eunucos del palacio, quienes conocían mejor que nadie las relaciones de poder planteadas en la corte, lo colmaban de pequeñas atenciones y privilegios. No, en lo referente a su situación, no tenía motivo alguno de queja.
Le habían asignado unas habitaciones lujosamente amuebladas y provistas de un patio interior en la nueva ala del al-Qasr de Murcia, a la que se había trasladado el príncipe por orden de su madre, quien quería que se encontrara presente cuando muriera el qa'id. Ibn Ammar tenía allí dos criadas, un khasi que administraba la casa, un paje negro y una doncella para Nardjis. Recibía una paga mensual de cuarenta dinares y tenía el derecho de utilizar las caballerizas del príncipe heredero y de pedir la escolta de un lancero de la propia guardia del príncipe cuando quería salir a cabalgar. Se encontraba en la misma cima a la que había llegado una vez en Sevilla. Había vuelto a conseguirlo. Pero había tenido que pagar por ello. Vivía como un pájaro en una jaula dorada. Y se encontraba solo en su jaula. No tenía en todo el palacio ni un solo amigo, ni un solo hombre en quien confiar. La única persona con la que podía hablar abiertamente era Nardjis. Pero también ella se había convertido en una molestia. Una mujer joven que era de su propiedad y, sin embargo, pertenecía a otro. Una belleza tentadora que estaba con él cada día, que le parecía cada día más deseable y que lo trataba como una hermana trata a un hermano.
Ibn Ammar hubiera querido llevarla a su casa de campo mucho tiempo atrás, pero el príncipe heredero tenía la desagradable costumbre de preguntar una y otra vez por los regalos que había hecho, para cerciorarse de que eran apreciados. Por este motivo, Ibn Ammar tampoco había informado aún al sabí; no quería darle motivos para hacer alguna locura. Ahora, por fin, se verían los dos enamorados. Durante tres días. Nardjis vivía sumida en una impaciencia febril desde que se había fijado el día de la partida.
También Ibn Ammar había hecho sus preparativos. Gracias a la vieja Hafsah, ha vendedora de esponjas, había podido mantener correspondencia con Zohra. Cartas cargadas de nostalgia, cartas apasionadas, mensajes, billetes, poemas rebosantes de nostálgicos deseos. Ahora Ibn Ammar le había anunciado su llegada:
Te envío desde ya mi corazón,
cuídalo hasta que yo llegue.
Y ella le había escrito respondiéndole que lo esperaba allí, donde lo había esperado la primera vez, en el mismo pabellón, en el jardín de la casa de campo.
Tres días, tres largos días. Ibn Mundhir, el comerciante en paños, estaba en Cartagena. Nadie los molestaría cuando estuvieran juntos.
Cuando esa mañana del viernes, que debía ser el primer día de sus vacaciones, entró detrás del príncipe heredero en el madjlis de la parte vieja del al-Qasr, en el que tendría lugar la recepción del qa'id, Ibn Ammar se sentía como liberado.
Eh gran salón cubierto por una cúpula estaba lleno a rebosar. Hassún ibn Tahír había puesto como condición que él fuera el último en llegar, inmediatamente después de su padre, el qa'id. Muhammad, el hermano menor, ya estaba allí, sentado en el lugar dispuesto para él, a la izquierda del cojín elevado preparado para eh qa'id. Pero mientras los otros invitados se levantaron para saludar al príncipe heredero, él fue el único que se quedó sentado, hojeando unos papeles, como si no hubiera advertido la entrada de su hermano. No se levantó ni siquiera cuando el príncipe heredero había entrado ya hasta mitad del salón. Por unos instantes pareció como si estuviera pensando lanzarle un desafío abierto. Pero entonces, cuando ya todos contenían la respiración, se puso de pie de un brinco, se acercó radiante a su hermano, lo abrazó, se disculpó extensamente por no haber estado atento y volvió a su lugar. Una comedia fríamente calculada. A ninguno de los que llenaban el salón se le escapó con qué indecisión había reaccionado el príncipe heredero a la afrenta.
La escena tampoco se le había escapado a Ibn Ammar. Lo había puesto nervioso, como una lejana señal de alarma. Nunca antes había visto juntos a los dos hermanos. Difícilmente podía imaginarse que pudieran ser más distintos el uno del otro. Muhammad era pequeño, delgado, enjuto, casi raquítico. Hassún, en cambio, alto, pesado, blando y fláccido. Una comadreja y un conejo, pensó Ibn Ammar. La comparación le pareció desagradable.
El qa'id entró sin ser anunciado por una puerta oculta en una de las hornacinas de la pared. Caminaba doblado y con las piernas rígidas, y el hombre que le sostenía la sombrilla iba tan cerca de él que podía sujetarlo de ser necesario. Tenía el rostro desencajado, como si sufriera terribles dolores; sus ojos estaban enrojecidos, y la piel, transparente como pergamino.
Ibn Ammar lo veía por primera vez, y quedó sorprendido por el gran parecido con su hijo menor, visible a pesar de todos los rastros dejados por el envejecimiento. Los mismos dientes saltones, la misma cara afilada de nariz puntiaguda, la misma delgadez. Resultaba fácil comprender por qué el qa'id a veces había preferido a su hijo menor. Muhammad era su vivo retrato y, al parecer, no sólo en el aspecto externo.
No obstante, ahora, durante la recepción, el qa'id dejó ver sin sombra de duda que su primogénito sería su sucesor. Lo dejó claro no sólo con las muestras de respeto que le hizo a ojos de todos y con el modo en que le pedía consejo una y otra vez durante la conversación. Además de esto, dio una clarísima señal cuando, al retirarse, le cedió tanto la presidencia del madjlis como el asiento elevado del qa'id, de modo que al heredero ya sólo le faltaba el portador de la sombrilla para alcanzar toda la dignidad real.
Al final del servicio religioso en la mezquita principal, el nombre de Hassún ibn Tahir fue mencionado junto con el del qa'id e incluido en ha misma bendición. Ya nadie dudaba que pronto sucedería a su padre en el trono. La sayyida había puesto en juego toda su influencia y, por lo visto, había vencido.
Cuando Ibn Ammar regresó de la mezquita principal, Nardjis lo estaba esperando muy nerviosa, envuelta en un pesado mantón de viaje, el equipaje guardado en dos grandes alforjas; estaba lista para emprender eh camino, y temblaba de nervios, muda, pálida, los ojos muy abiertos. Parecía como si no hubiera dormido en toda la noche. Ibn Ammar, mientras mandaba traer los caballos y la ayudaba a montar, tomó dolorosa conciencia de cuánto envidiaba al sabí. No por la mujer, sino por el instante del reencuentro, en el que él no podría participar. Había informado al sabí de su inminente llegada. Pero en su carta no le había dicho a quién llevaría consigo.
Cabalgaron hacia el sur a través de las huertas. El lancero cabalgaba por delante. Soplaba el simún, como desde hacía ya unos días, y les arrojaba al rostro su aliento seco y polvoriento. En las huertas estaban trabajando muchos campesinos, podando las cepas, preparando la capa de mantillo para la primera siembra de hortalizas. Eh aire estaba impregnado de un soplo primaveral. Los primeros limones amarillos colgaban ya de los árboles; los primeros narcisos empezaban a florecer. Narciso, la flor cuyo nombre llevaba la qayna. Ibn Ammar desmontó, juntó un pequeño ramo y se lo dio. Una flor sin perfume, había dicho el príncipe heredero del narciso. Pero qué hermosa y delicada era. Y quizá el problema fuese sólo que los humanos no tenían un olfato lo bastante fino para percibir su aroma.
Tras dos horas de viaje llegaron a la casa de campo. Ibn Ammar despidió al lancero con una generosa propina, ayudó a Nardjis a desmontar y entregó los caballos al jardinero, que les había abierto la puerta. La criada salió de la casa para saludarlo. Ibn Ammar empujó a Nardjis a través de la puerta; todavía tenía el rostro cubierto por el velo para el polvo. Ibn Ammar la sentía temblar.
En el patio interior salió a recibirlos el sabí. Se precipitó sobre Ibn Ammar con el impetuoso entusiasmo de un gran perro fiel que vuelve a ver a su amo tras una larga separación.
– ¡Abú Bakr, amigo, hermano, qué alegría que estés otra vez aquí! -estiró los brazos hacia Ibn Ammar, lo abrazó con todas sus fuerzas, lo besó en las dos mejillas, en la boca, lo levantó por los aires-. ¡Hermano, apenas puedo expresar mi alegría por que hayas vuelto!
Ibn Ammar consiguió por fin liberarse del abrazo.
– Hubiera querido, hubiera tenido que venir antes, Sammar -dijo-. Lo intenté por todos los medios. -Se volvió hacia Nardjis, que se había quedado en la puerta del recibidor. Estaba apoyada con una mano en la jamba de la puerta, como si necesitara un sostén.
Eh sabí no parecía haberla visto siquiera. Pasó un brazo por los hombros de Ibn Ammar y empezó a llevarlo hacia el interior de la casa.
– Ven, hermano -dijo-. Todo está preparado para tu llegada, el baño caliente, la comida lista…
– ¡Espera! -lo interrumpió Ibn Ammar-. No he venido solo, Sammar. -Se quitó de encima el brazo que lo tenía cogido por los hombros, regresó a la entrada y, con una suave presión, empujó a Nardjis hacia ha puerta que llevaba al madjlis-. He traído a alguien conmigo -dijo. Hizo pasar a Nardjis a través de la puerta abierta. Vio la expresión sorprendida e interrogante en el rostro del sabí, y una centelleante esperanza en sus ojos. Vio que Nardjis se quitaba el velo para el polvo y empujó también al sabí hacia eh recibidor; cerró la puerta de golpe, haciéndola chocar duramente contra el marco.
Dios sabía cuánto los envidiaba en ese momento. No había querido ni siquiera ser testigo de su dicha.
Mantuvo la puerta cerrada. Escuchó al sabí gritar su nombre y cogió con todas sus fuerzas el pomo de la puerta al notar que tiraban de ella desde dentro.
– Nos veremos más tarde, Sammar -dijo rotundamente-. Pasadlo bien, yo no tengo nada que hacer aquí. Todo lo bueno que se nos concede viene de las manos de Dios.
Se alejó rápidamente; corrió de regreso hacia la puerta, donde el jardinero seguía ocupado en alimentar a los caballos y quitarles las alforjas. Llamó a la criada, le pidió que lo acompañase al baño y echó el cerrojo apenas la mujer volvió a dejarlo solo.
Pasó toda la tarde en eh baño. Cada vez que el sabí se acercaba a la puerta y llamaba, él le mandaba que se marchase, diciendo:
– Deja ya de echar abajo mi puerta, Sammar. Vuelve con ella. Tenéis sólo tres días. Tengo que llevármela de regreso a Murcia. Pregúntale a ella, ella te lo explicara.
Tenía que responder con aspereza para poder escapar del agradecimiento del sabí. Se alegraba de que hubiera una puerta cerrada entre ambos.
Poco antes de la puesta de sol salió sigilosamente del baño. Estaba muy bien vestido, envuelto en un capote oscuro. Se deslizó a través del patio interior bajo la sombra del emparrado y, al pasar, oyó que el sabí explicaba sus planes a Nardjis:
– Cartagena… Ceuta… Alejandría… Aidhab, y de allí a la India…
Salió sin ser visto. Encargó a la criada que atendiera a la pareja de enamorados, le dijo que a él no lo esperaran hasta dos días después y la cogió un instante en sus brazos al advertir que tenía los ojos llenos de lágrimas.
El muchacho ya esperaba a la puerta; sacó el caballo sonriendo tímidamente y sostuvo firmes las riendas del animal mientras Ibn Ammar montaba. Era el mismo muchacho que ya una vez lo había guiado. Y era el mismo camino el que seguían ahora, y el mismo objetivo: el pie de la muralla del parque, junto a la gran torre. Todo era tal como había sido ya una vez, y, sin embargo, todo era distinto. La doncella esperaba en la puerta secreta, y acompañó a Ibn Ammar por el mismo camino a través del seto de zarzas hasta el pabellón. Pero esta vez Ibn Ammar ya conocía el camino y sabía qué le esperaba. Esta vez no eran la curiosidad y la sed de aventuras las que lo empujaban, sino la nostalgia. Lo que una vez había sido excitantemente nuevo, era ahora familiar y, sin embargo, aún más excitante. Zohra, la bella. Ibn Ammar no había dejado nunca de tener frente a sus ojos la imagen de Zohra, sus ojos, su cabello brillante, el resplandor de las velas sobre su piel. Cuando volvieron a verse, él ya se había representado mentalmente lo que le esperaba. Él sabía qué le esperaba. Pero, cuando cayeron el uno en brazos del otro, todo fue distinto a como él lo había imaginado. Todo era familiar y, sin embargo, nuevo. Y ella era hermosa, incomparablemente hermosa.
– Zohra -dijo Ibn Ammar-. Zohra, Zohra.
Y Dios hizo como que no los veía mientras se amaban, y el tiempo pasó sin tocarlos y los dejó atrás. Ya no había un antes ni un después, y el universo que los rodeaba se había desvanecido. Ya sólo existía ese pabellón en el parque, como una isla en el mar, y esa doncella de cálidos ojos pardos, que venía cruzando el mar como un farero, trayéndoles fruta y vino, llenando el brasero, reemplazando las velas consumidas, calentando el agua para el baño y cuidando de ellos como un ángel protector.
Y ellos convirtieron la noche en día y el día en noche, y el tiempo se detenía y volvía a transcurrir mientras ellos dormían uno al lado del otro y despertaban juntos para decirse cosas absurdas, reír y jugar todos los juegos del amor.
En algún momento llegó también una noticia del lejano mundo exterior, que los espantó por un breve instante, como un pájaro de aletear desenfrenado que se hubiera colado en el pabellón: Ibn Mundhir había regresado de Cartagena sin previo aviso. Pero no se quedó más de lo necesario para cambiar de caballo; ni siquiera entró en la casa, siguió cabalgando a toda prisa hacia Murcia, sin dar una explicación, sin siquiera dejar un mensaje.
Ellos olvidaron el incidente. Olvidaron todo lo que existía en el exterior. Olvidaron el tiempo.
Pero el tiempo pasaba, y llegó la última noche, y el tiempo les dio alcance. Les quedaba tan sólo una noche. Eran felices de estar en invierno, en la estación de las noches largas. Esperaban que se desatara una furiosa tormenta de invierno que hiciese desbordar el río e impidiese cruzarlo.
Esperaban un milagro, que el sol no se levantara sobre el horizonte. Se quedaron dormidos muy nerviosos y, al despertar, miraron angustiados las velas para comprobar cuánto se habían consumido.
En algún momento, el tiempo empezó a adelantarlos. Transcurría tanto más de prisa cuanto más cerca estaba ha mañana. Y luego ha doncella apareció en la puerta, recordándoles la partida. Ellos no querían creer que ya brillaba el sol en el levante, no querían oir el canto matutino de los pájaros, tan intenso ya que se colaba por los postigos cerrados del pabellón. Y la doncella los apremiaba, temerosa, y ellos se daban un último abrazo, y un último abrazo más.
Cuando Ibn Ammar por fin partió, era ya tan de día que podía distinguir perfectamente el camino y la pared negra del seto, que se dirigía hacia la muralla.
Corrió, se echó la capucha sobre la cabeza. Escuchó que Zohra lo llamaba, pero no se volvió. Si se hubiera vuelto a mirar tan sólo una vez, hubiera regresado. Pero tenía que darse prisa. Ya era demasiado de día.
Aceleró el paso apenas estuvo a la sombra del seto, esperó un largo rato entre los árboles que crecían al pie de la muralla, hasta que el centinela de la torre cambió de posición. Cuando ya tenía las puertas a sus espaldas, tuvo que volver a esperar, agachado en un rincón de la muralla, el rostro oculto bajo la capucha, las manos metidas dentro de las mangas, hasta que el vigía abandonó su puesto en el pretil de la muralla.
El muchacho estaba dormido, con la espalda apoyada contra el árbol al que había atado el caballo, pero se levantó de un salto, como un buen perro guardián, antes de que Ibn Ammar se acercara a él. El muchacho saludó en silencio, cogió las riendas del caballo y caminó delante de Ibn Ammar por el estrecho sendero entre los arbustos. Cuando estuvieron fuera del alcance de ha mirada de los centinelas, el muchacho se detuvo y cogió uno de los estribos del caballo para ayudar a montar a Ibn Ammar. Luego siguió caminando al frente, a un paso más relajado, que el caballo podía seguir sin dificultad.
Cuando llegaron al llano del valle ya era completamente de día. Los primeros campesinos ya estaban en las esclusas de los canales de irrigación; las mujeres venían del pozo, y los niños espantaban los pájaros de las cuadras. De tanto en tanto se cruzaban con un campesino montado en un asno. A veces, el muchacho saludaba y recibía una respuesta a su saludo. Ibn Ammar se había enrollado ha faja de la cabeza de manera tal que sólo se le veían los ojos y la nariz. La próxima vez tendría que marcharse más temprano, como mínimo una hora antes de que despuntara el alba. Probablemente también sería conveniente cambiar de camino cada cierto tiempo. Si pensaba hacer ese camino con más frecuencia, tenía que ser más prudente.
Un anciano con un pie mutilado, que arreaba un rebaño de cabras, se cruzó con ellos. El anciano se detuvo cuando estuvieron más cerca, y abordó al muchacho. Hablaban en su dialecto castellano campesino, de modo que Ibn Ammar no podía entender ni una sola palabra de lo que decían. Sólo entendía que la conversación trataba de una majshar. El anciano empleaba ha palabra árabe.
– ¿Qué pasa? ¿Qué quiere? -preguntó Ibn Ammar.
El muchacho levantó la mano.
– Esperad, señor -dijo y pareció preguntar algo al anciano. Éste respondió con un alud de palabras incomprensibles y señaló con su cayado la dirección por la que había venido.
El muchacho miró a Ibn Ammar, se volvió sin decir nada y echó a correr, corrió como si le fuera la vida en ello. Ibn Ammar espoleó el caballo y siguió al muchacho.
– ¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho? -preguntó.
El muchacho volvió la cabeza sin dejar de correr.
– Dice que han venido soldados al pueblo.
Ibn Ammar sintió como si una mano helada lo cogiera por la nuca.
– Ha hablado de una majshar. ¿De qué majshar? -preguntó. Sabía que sólo había dos casas de campo en las inmediaciones del pueblo. Una pertenecía a un judío que comerciaba con perfumes; la otra, a él.
Eh muchacho fingió que no lo oía.
Ibn Ammar estiró el brazo hacia el chico.
– ¡Sube! -ordenó.
El muchacho, sin dejar de correr, se cogió del brazo de Ibn Ammar y montó a la grupa.
– ¿De qué majshar hablaba el viejo? -preguntó Ibn Ammar.
– No lo sé, señor -dijo el muchacho, todavía vacilante-. El viejo cuenta muchas historias. Ya no está bien de la cabeza.
– ¿De qué majshar? -volvió a preguntar Ibn Ammar, aunque ya lo sabía.
– De la vuestra, señor -dijo el muchacho, casi sin atreverse-. Dice que han entrado soldados en vuestra majshar. -Luego, esperanzado, añadió-: Pero quizá sólo hayan venido a traeros una noticia, señor.
– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó Ibn Ammar.
– El viejo dice que dos horas antes de salir el sol.
– ¿Qué tipo de soldados?
– Lanceros, señor. Como el que os escoltaba cuando llegasteis.
– ¿Cuántos?
El muchacho vaciló.
– El viejo me dijo… cinco.
Cinco lanceros, pensó Ibn Ammar. Nadie envía cinco lanceros para traer un mensaje, y menos de noche.
Estaban ya tan cerca de la casa que podían verla. Podían ver la imponente torre, las copas de los árboles. La muralla emitía un resplandor blanco bajo el sol de la mañana. La puerta estaba abierta, unas pocas personas del pueblo estaban en la entrada, pero se dispersaron al ver acercarse a Ibn Ammar. Ibn Ammar cruzó ha puerta, detuvo el caballo, hizo desmontar al muchacho. También estaba abierta la puerta de las cuadras; los corrales estaban vacíos. Ibn Ammar gritó llamando al jardinero, desmontó, llamó a la puerta del pequeño edificio contiguo a las cuadras en el que vivía el jardinero cuando él estaba en la casa. La gente del pueblo se agolpó en la puerta de entrada.
Ibn Ammar creyó oír un ruido que salía de la casa del jardinero y gritó llamando a la puerta con más fuerza, hasta que por fin se oyó la voz del jardinero:
– ¡Esperad un momento, señor! ¡En seguida salgo! -dijo con voz lastimera-. ¡Gracias a Dios que habéis venido, señor! -Salió. Tenía sangre en la cara. Se había enrollado la faja de la cabeza alrededor de la frente, como un vendaje. La tela rezumaba sangre. El jardinero se cogía ha cabeza con las dos manos.
– ¡Oh, señor! ¡Oh, señor! -gimió-. ¡Se lo han llevado todo, señor!
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ibn Ammar con aspereza-. Dime qué ha pasado.
– Me han golpeado, señor -sollozó el jardinero-. No pude hacer nada, señor. ¡Me habrían matado, señor!
– ¿Dónde está mi huésped? -preguntó Ibn Ammar-. ¿Dónde está la mujer que vino conmigo? ¿Dónde está ha criada?
– No lo sé, señor -gimió el jardinero-. ¡Cómo podría saberlo, señor! ¡Me han golpeado, señor!
Uno de los campesinos que estaban a la puerta dijo algo, y el muchacho lo repitió:
– Dice que la criada está con los suyos, en el pueblo. Dice que no le ha pasado nada.
Ibn Ammar dejó estar al jardinero y se dirigió a la casa. El muchacho lo siguió hasta la entrada. También la puerta de la casa estaba abierta. No había señales de que hubiera sido forzada. O la criada había abierto voluntariamente la puerta a los intrusos, o éstos se habían metido en la casa bajando por el tejado y habían abierto la puerta luego, desde dentro. Las habitaciones estaban vacías. Habían sido registradas una a una y saqueadas. En el madjlis, los tapices de las paredes habían sido desgarrados, lo mismo que el forro de los almohadones y cojines; no quedaba ni una sola alfombra en el suelo, salvo las baratas esteras de junco de los pasillos.
Ibn Ammar recorrió las habitaciones vacías; sus pasos sonaban sorprendentemente alto, no se atrevía a llamar, intuía lo que le esperaba, y se aferraba a una diminuta esperanza. Había una puerta secreta que llevaba al jardín, y otra en la muralla exterior. Quizá el sabí y la qayna habían conseguido escapar.
La puerta que daba a la habitación que Ibn Ammar había asignado al sabí como dormitorio estaba cerrada. Vaciló. Respiró hondo antes de derribar la puerta.
Los dos estaban muertos. Los dos desnudos y bañados en sangre. Nardjis aún medio cubierta por las sábanas, encorvada sobre un charco de sangre, con varias heridas de arma blanca en la espalda. El sabí estaba tumbado frente a la cama, como si en el último instante aún hubiera intentado echarse encima del agresor. Parecía como si hubiesen sido sorprendidos durmiendo, sin previo aviso, sin la menor oportunidad de defenderse o huir.
Ibn Ammar entró en la habitación henchida del olor de la sangre. Allí donde la sangre había formado charcos, seguía siendo roja, como si las heridas continuaran sangrando. Retiró la sábana que cubría la cabeza del sabí. Y retrocedió de espanto, retrocedió con pasos agarrotados hasta la puerta, se sujetó con ambas manos. Habían decapitado el cadáver.
Ahora Ibn Ammar estaba completamente seguro de lo que había pasado, no necesitaba ninguna explicación más. Los lanceros habían venido por su cabeza. Algo totalmente inesperado debía haber sucedido en el al-Qasr de Murcia durante su ausencia. ¿Una insurrección? ¿Un golpe de Estado violento? ¿Se habría levantado Muhammad ibn Tahir contra su padre? ¿O quizá había muerto el viejo qa'id y se había producido una lucha por la sucesión? Fuera lo que fuere, el príncipe heredero debía de estar entre los derrotados, y los nuevos gobernantes estaban aprovechando el tiempo para deshacerse de su séquito. En su caso, habían cogido la cabeza equivocada. Esto le daba dos o tres horas de ventaja para escapar. Quizá cuatro. No le quedaba mucho tiempo.
Luchando contra las náuseas, volvió a entrar en la habitación y cubrió los dos cuerpos. Luego salió rápidamente de la casa, cerrando todas las puertas y el portón de la entrada. El muchacho todavía lo estaba esperando. Los campesinos empezaron a perder el temor y se arrojaron sobre el patio como perros hambrientos. Ibn Ammar no intentó ahuyentarlos, de todas maneras hubieran caído sobre la casa apenas él se marchara.
Mandó al muchacho que lo esperara con el caballo y corrió hacia la torre de la esquina posterior de la casa, donde, al pie de la muralla, tenía un escondite en el que guardaba una bolsa con doscientos dinares. Se guardó la bolsa en el cinturón y corrió de regreso al portón. Dio un dinar a un shaík de cabello ya canoso que encontró allí, y le encargó que enterrara en el cementerio del pueblo los dos cuerpos que yacían en la casa. Era lo único que podía hacer por el sabí y Nardjis. Después subió a su caballo.
El muchacho lo esperaba junto al portón y por un momento Ibn Ammar pensó si debía llevarlo consigo. Podía necesitar un guía. Pero desechó la idea. Era demasiado peligroso para el muchacho. Le arrojó una moneda y se puso en marcha él solo.
No intentó borrar sus huellas; el tiempo que tenía era demasiado poco como para intentar dejar una pista falsa. Cabalgó bordeando las huertas, en dirección este. Tras una hora al trote, llegó a las faldas de la sierra que escoltaba el valle del Segura al sur, y, desde allí, avanzó hacia el sureste a través de las colinas pobladas de monte bajo, en dirección a la costa. Cuatro horas más tarde llegó a la estrecha carretera que, aproximadamente a una milla del mar, corría paralela a la costa. Siguió esa carretera en dirección norte. Antes de llegar al siguiente pueblo, Ibn Ammar detuvo su caballo; una espina de genista se le había clavado muy hondo en la pata delantera derecha, y debía dolerle mucho al pisar. Siguió el camino desmontado, llevando al animal de las riendas. Era poco probable que el wali del pueblo ya estuviera enterado del cambio de gobierno, pero tenía que ir con mucho cuidado. Un hombre que llega sin equipaje y ofrece a la venta un buen caballo para seguir viaje en barco siempre era sospechoso de ser un fugitivo.
En el pueblo encontró a un hombre que le compró el caballo cojo por doce dinares y se apresuró a cerrar el trato para ayudar a Ibn Ammar a encontrar un pescador que prometió llevarlo a Denia a cambio de una buena suma. Partieron dos horas más tarde en un diminuto bote de velas. El simún seguía soplando, no muy fuerte, pero sí constante. La tarde siguiente atracaron en una bahía que se encontraba a sólo dos horas de marcha de Denia.
Cuatro días más tarde, Ibn Ammar siguió viaje hacia Tortosa en un velero costanero, y desde allí se dirigió hacia Zaragoza.
Sólo allí, en Zaragoza, cuatro semanas después de emprender la huida, se enteró a través de un comerciante de lo que había pasado aquel día en el al-Qasr de Murcia.
Había sido un complot del más clásico estilo. El qa'id había muerto de muerte natural el mismo día en que había tenido lugar la recepción. El camarero mayor había mantenido su muerte en secreto, comunicándosela sólo a Muhammad ibn Tahir, el hijo menor del qa'id. La noche siguiente Muhammad ibn Tahir, acompañado por un puñado de hombres, había entrado en el al-Qasr con ayuda del camarero mayor. Una vez allí, habían mandado llamar a la habitación del difunto qa'id al capitán de la guardia, y le habían pedido que eligiera entre perder la cabeza o prestar juramento de fidelidad a Muhammad como nuevo qa'id. El capitán había prestado juramento y habían puesto a prueba su lealtad inmediatamente, obligándolo a tomar parte en el asalto al palacio del príncipe Hassún y en el asesinato de éste. Ni la ciudad ni la nobleza terrateniente había ofrecido una resistencia digna de mención al nuevo monarca.
La vieja sayyida, la Gallega, se había retirado a Aledo con los pocos seguidores que aún le quedaban, informó a Ibn Ammar el comerciante.
Era el primer día de la fiesta del Pésaj, y era la primera vez que Yunus no pasaba esa fiesta en casa y con su familia. Había pasado la noche del Seder solo en el monasterio. Ahora confiaba en que lo dejarían partir antes del mediodía, para así poder pasar al menos el segundo día de la fiesta en Rodez, entre sus hermanos de fe.
Las campanas empezaron a sonar, y del portal de la nueva iglesia del monasterio salieron cuatro portaestandartes seguidos por varios legos que llevaban cruces y cirios de la altura de un hombre, acetres de agua bendita e incensarios. Los seguían cimbaleros y trompetas, junto con los alumnos del monasterio, que llevaban flores en las manos; tras ellos venían los monjes, vestidos con brillantes sobrepellices azules y provistos de grandes hojas de palma. Yunus veía la procesión sólo a través de la estrecha rendija que dejaba el claro entre la puerta exterior del monasterio y la hospedería. No llegaba a ver el atrio de la iglesia, donde el abad, en ceremonia solemne, despediría a los feudatarios del monasterio.
Yunus se encontraba en la planta superior del hospital, en la habitación del armarius, a quien el día anterior había extirpado una fístula lagrimal del ojo derecho. El enfermo estaba dormido o fingía estarlo. Yunus tenía frente a él su diario abierto. Había anotado la fecha y tenía la pluma en la mano, pero no hallaba la forma de comenzar. En los tres meses que habían pasado desde su fuga de León no había escrito prácticamente nada más. Repasó las últimas anotaciones. No eran más que cinco párrafos garabateados con la mayor premura.
Ayer, tras una larga espera, por fin llegó Ibn Eh a Logroño, procedente de León. Ha hecho el viaje con el séquito del obispo de Le Puy, que estaba en Compostela y, en el camino de regreso a su sede, se detuvo en León para participar en la reunión de la corte del rey. Según parece, Ibn Eh ha hecho grandes negocios con el obispo francés. En cualquier caso, está muy bien considerado por el obispo. Si todo va bien, zarparemos mañana en una barca para dirigirnos, Ebro abajo, hacia Zaragoza.
Todavía en Logroño. Ibn Eh se ha enterado de que es imposible viajar de Zaragoza a Francia cruzando las montañas, que es lo que tenía pensado hacer. El rey de Aragón tiene cerrados todos los pasos. Está preparando una campaña contra Zaragoza para vengar la muerte de su padre, que la primavera pasada, durante el sitio de la fortaleza de Graus, fue apuñalado en su catre de campaña por un hombre del príncipe de Zaragoza.
Ahora Ibn Eh quiere partir rápidamente para dar alcance al obispo de Le Puy y llegar con él a territorio navarro, cruzando las montañas, lo cual, al parecer, es siempre peligroso en invierno. Ibn Eh ha tomado bajo su protección a un hidalgo español; un hombre con el que ya me topé una vez en Sevilla. Entonces pertenecía al séquito del difunto obispo de León.
Me queda elegir entre viajar por el Ebro hasta Tortosa, y de allí seguir hacia Sevilla en un velero costanero, o ir con Ibn Eh a Narbona y emprender desde allí el viaje de regreso a casa. También me quedaría el camino directo por tierra, pasando por Medinaceli y Toledo, pero en eso todos están de acuerdo: demasiado inseguro.
Hoy hemos llegado a Pamplona, la capital del rey de Navarra. Ha nevado y hace mucho frío. También está en la ciudad el obispo de Le Puy, esperando que mejore el tiempo. El paso de Roncesvalles, que lleva a Francia, no carece de peligro, según he oído decir. Y esto no por las inclemencias del tiempo, sino, sobre todo, por los fieros montañeses, de quienes se cuentan historias escalofriantes. Obligan a inofensivos peregrinos y a otros viajeros a llevarlos a hombros hasta lo alto de las montañas, y otras barbaridades semejantes.
Los súbditos del rey de Navarra pasan por ser todos un pueblo rebelde. Una vez, el gran Julio César envió a España legionarios galeses y escoceses para sofocar un levantamiento.
Los castellanos acorralaron a estos mercenarios en las montañas, entre Pamplona y Bayona; los legionarios se establecieron allí, mataron a todos los hombres de la región y tomaron a sus mujeres. De esta unión habría surgido el pueblo de Navarra.
Desde hace tres días estoy en Rodez, una pequeña ciudad bien fortificada situada al norte de la capital del conde de Tolosa. El obispo de Le Puy me ha «prestado» a su colega de Rodez (es la manera más exacta de decirlo). Mi presencia aquí es completamente innecesaria. Ya hay un muy buen médico, un griego. Pero a mí me consideran un milagrero, y el obispo de Le Puy me utiliza para quedar bien a ojos de los señores cuyos territorios atraviesa.
Aquí me veo obligado a representar el papel de fugitivo, porque toda la gente de Andalucía es considerada sospechosa. El asesinato del rey de Aragón ha irritado también a los señores franceses, y, al parecer, la llamada a la guerra contra los «infieles» está encontrando un gran eco. Muchos tienen pensado participar; también el obispo de Rodez enviará a sus hombres a Aragón.
Ibn Eh continuará el viaje hacia el norte, hacia Orleans y París. Partirá a primeros de mes. Quiere estar de regreso antes del Purim. Que Dios lo acompañe.
Todavía en Rodez, donde el obispo quiere retenerme recurriendo a todos los pretextos posibles, sólo para poder él, por su parte, «prestarme» a señores amigos. Pasado mañana debo ir a Conques, un monasterio en el que se venera la imagen de una presunta santa llamada Fides. Está a un día de viaje de aquí al norte. El abad está enfermo. Viajar es cada día más peligroso. La cosecha del año pasado fue terriblemente mala. Demasiada lluvia; tanta, que muchas veces el grano brotaba ya en el tallo. Y ahora empieza a sentirse la escasez. Los pobres comen raíces crudas y hornean pan con harina de mijo y bellotas molidas. Los caminos están repletos de jornaleros que no encuentran en ningún lugar pan y trabajo, y se agolpan a las puertas de las ciudades, iglesias y monasterios para disputarse a palos con los mendigos habituales las limosnas. Se habla sin cesar de asaltos, en los que recientemente habrían participado también pequeños caballeros. La comunidad judía de la región está alarmada. El vecino de mi casero precisamente acaba de ser rescatado de un secuestro a cambio de diez peniques de libra en moneda de Tolosa, lo que equivale a unos cuarenta dinares. Se dice que un pequeño barón lo había asaltado en plena carretera a diez días de viaje de aquí, en territorio aquitano. El obispo no pudo hacer nada para liberarlo. La familia tuvo que pagar. Ahora se temen más ataques. Por todas partes se recuerda que la experiencia del pasado dice que los años de hambre son años malos también para la comunidad judía. La desesperación de los pobres suele convertirse en una furia incontenida que a veces se vuelve contra la autoridad, pero que generalmente se dirige contra los judíos.
Espero noticias de Ibn Eh, que ya debería estar de regreso. Tampoco tengo noticias de su hijo, que se ha quedado en Le Puy. Sólo Dios sabe cuánto añoro volver a Sevilla.
Sólo Dios lo sabe, pensó Yunus. Dejó la pluma a un lado y cerró el cuaderno sin haber escrito una línea. No estaba de humor para escribir. Era curioso. Mientras más cosas pasaban, menos tiempo encontraba Yunus para anotarlas.
Miró por la ventana, vio a los espectadores que se agolpaban ante el portal de la iglesia, oyó la voz del abad. No llegaba a entender nada de lo que decía, pero el infirmarius le había explicado que el abad entregaría por primera vez la venerable bandera de Santa Fides a la tropa del monasterio, para que los caballeros la llevaran en la campaña contra los paganos. En el monasterio eran muchos los que esperaban obtener fabulosas riquezas con esa campaña; el abad era uno de ellos.
Yunus lo conocía. Lo había tratado varias veces a causa de su gota y lo había sometido a una estricta dieta, que Yunus sabía que no cumpliría. El abad tenía casi setenta años; era un hombre alto y pesado, tendente a la obesidad, poderoso y consciente de su poder, y dueño del mismo interés arquitectónico que el obispo de León don Alvito, aunque sin el estilo de vida ascético de éste. Inmediatamente después de asumir el cargo de abad, treinta años atrás, había comenzado a construir una nueva iglesia en el monasterio; una iglesia tan monstruosa y desmesurada como nunca antes se había visto en el mundo cristiano. Había continuado la construcción a pesar de que en la bóveda aparecieron grietas del grosor de un brazo, en las que muchos monjes creyeron ver la ira de Dios contra la obra babilónica. Eh abad amaba el lujo. Sus dos frailes capellanes era hombres jóvenes minuciosamente seleccionados. La casulla de seda azul que llevaba en la procesión de Ramos estaba adornada con 365 campanillas de oro. Había mandado duplicar el número de cantores y el número de oficios que se entonaban durante la misa. Le encantaba iluminar la iglesia con centenares de velas cuando él mismo celebraba la misa. Pero no quería el lujo sólo para sí mismo, también dejaba que los monjes tuvieran parte en él. Así, con su propia fortuna había convertido el monasterio en una gran propiedad, de cuyos beneficios alrededor de la tercera parte, unos noventa peniques de libra anuales, estaba destinada a cubrir el presupuesto de ropería; además, había transferido al monasterio dos iglesias de su heredad, cuyos ingresos habían permitido a la cocina del monasterio sumar a las comidas del mediodía un segundo plato, a excepción de los días de cuaresma.
– Cierra la boca a los hermanos con buena comida; los ciega con cucullas de seda para que aprueben sus demenciales proyectos arquitectónicos -había expresado con amargura el infirmarius, en presencia de Yunus-. En lugar de pobreza, predica ostentación; en lugar de trabajo, vida cómoda. Debería estar al servicio de la paz y envía a la guerra a los vasallos del monasterio. ¡Debería renunciar al mundo, y trae el mundo a nuestro monasterio!
No obstante, el infirmarius parecía estar bastante solo en su crítica. La mayor parte de los conventuales mostraban una veneración sin límites hacia el abad. Durante el tiempo que llevaba en el cargo, el prestigio del monasterio se había incrementado considerablemente. Los milagros realizados por Santa Fides habían sido difundidos a lo largo y ancho de la región, con lo que cada año eran más los peregrinos atraídos por Conques. Con el número de peregrinos habían aumentado también los ingresos, las ofrendas, las limosnas, los donativos, las entregas de dinero, bienes y fincas, las ganancias de la venta de cirios y símbolos de peregrinaje, los impuestos de arrendamiento de los posaderos y comerciantes que atendían a los peregrinos a orillas del río, y el número de novicios de familias ricas, con cuyas herencias incrementaban las propiedades del monasterio. Es cierto que este caudaloso río de oro y dinero aún no bastaba para taponar el enorme agujero abierto en las arcas del monasterio por la construcción de la iglesia nueva, pero ahora todas las deudas podían ser amortizadas de golpe. La campaña contra el príncipe de Zaragoza tendría como consecuencia un botín tan cuantioso, que la terminación de la colosal obra estaba asegurada. Por eso el abad había elegido el Domingo de Ramos para despedir a las tropas del monasterio, por eso había organizado una ceremonia tan costosa, con misas en tres estaciones, bendiciones para jinetes y caballos, y solemne ondear de banderas.
Yunus vio a los caballeros con las lanzas en alto, de cuyas puntas colgaban tremolantes pendones, bajar el empinado camino que llevaba de la ciudad y el monasterio al valle, pasando frente al castillo del alcaide que capitaneaba la tropa. Todas las campanas estaban tocando, y los cánticos de los monjes volvieron a elevarse cuando éstos emprendieron el camino de regreso a la iglesia.
Poco después, Yunus vio venir al infirmarius por el patio, salió de la habitación y se dirigió escaleras abajo.
El infirmarium era un recinto apartado del resto del monasterio, una especie de monasterio dentro del monasterio, con cocina, refectorio y capilla propios, y rodeado por un pequeño jardín de hierba. En la planta superior se encontraban los dormitorios de los enfermos y las habitaciones de los ancianos del monasterio, que aquí disfrutaban de las ventajas de la calefacción y de la dieta más sustanciosa de la cocina del hospital. Ahora, hacia el final de la cuaresma y tras un largo y crudo invierno, todas las camas estaban ocupadas. Muchos pacientes con síntomas de debilidad, muchos con erupciones cutáneas y forúnculos, causados por la incompleta alimentación de la cuaresma y por la falta de higiene (los monjes sólo se bañaban dos veces al año, antes de Navidad y antes de la Pascua de Resurrección). Entre los enfermos no faltaban tampoco algunos que fingían estarlo, y pedían que se les hiciera una sangría para poder comer bien en el hospital.
Yunus recorrió las hileras de camas junto con el infirmarius, explicando sus diagnósticos y dando consejos para cada tratamiento, mientras el infirmarius tomaba notas en una tablilla de cera. El joven director del hospital no tenía formación médica alguna -eso habría contravenido las normas de su orden-; poseía tan sólo algunos conocimientos adquiridos por medio de la lectura y unos pocos conocimientos prácticos sobre medicamentos sencillos, además de saber las normas básicas para tratar heridas. Cuando no sabía qué hacer llamaba a un médico de Rodez; en casos graves, al propio médico de cabecera del obispo. Así había llegado Yunus al monasterio.
Cuando estaban de camino a la celda del armarius, las campanas empezaron de pronto a repicar con inusual fuerza e irregularidad y sin motivo aparente. Miraron al patio por la ventana del pasillo. Llegaban gritos desde el portal de la iglesia. Algunos monjes corrían presurosos hacia el claustro; corrían tan rápido como podían hacerlo sin perder la dignidad, y al parecer con la intención de entrar en la iglesia desde allí. Poco después se oyó el duro golpe del gong de madera, que llamaba a los conventuales a la sala del capítulo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Yunus.
El infirmarius hizo la señal de la cruz.
– No lo sé -dijo-. O algo muy bueno, o algo muy malo -y, cuando estaba ya en el descanso de la escalera, gritó esperanzado por encima de su hombro-: ¡A lo mejor es un milagro!
Yunus se quedó junto a la ventana. Muchas veces había oído hablar al infirmarius sobre tales milagros. Si se podía creer lo que decía, Santa Fides, a quien se adoraba en la iglesia del monasterio, era especialista en determinados milagros. Hacía ver a los ciegos, resucitaba a los muertos, incluso a animales muertos, liberaba prisioneros. La iglesia estaba llena de cadenas y grilletes que prisioneros liberados habían dejados a sus pies. Además, era de suponerse que la santa también hacía curaciones milagrosas, y eran éstas lo que más interesaba a Yunus. Yunus había estado varias veces (una vez toda la noche) en la iglesia, entre los fieles, entre hombres, mujeres y niños, entre campesinos, mendigos, enfermos, mutilados, en medio de un olor indescriptible a sudor e incienso, orina de los niños y hollín de las velas. Había vivido piel contra piel el fervor animal de esa gente; un fervor contagioso como una enfermedad, una religiosidad que suspiraba, sudaba, gritaba, que se derramaba por la nave de la iglesia subiendo y bajando como una ola. Yunus había visto a un hombre que, encadenado a la barandilla del coro y con el torso desnudo deformado por una erupción supurante, se había flagelado a sí mismo hasta desplomarse entre sollozos y convulsiones. Había visto a la gente agolpándose de tal modo sobre la barandilla del coro, que una mujer que sufrió un desmayo tuvo que ser sacada de allí literalmente por encima de las cabezas de los demás, levantada en vilo por muchas manos. A Yunus todavía le resonaban en los oídos los gritos demenciales y desgarradores con los que un paralítico había apagado de pronto el suave canto de los monjes en la hora de maitines, para mostrar que Santa Fides le había dado fuerzas para mantenerse en pie por él mismo. Yunus recordaba los alaridos de la multitud cuando el hombre dio unos pocos pasos vacilantes, y las estridentes jaculatorias, que se convirtieron en un rugido furioso cuando el hombre volvió a desplomarse.
La iglesia estaba llena de enfermos día y noche. Algunos se quedaban allí semanas; otros se habían instalado ante la barandilla del coro y poseían ya sus sitios habituales, que defendían con uñas y dientes. Se arrancaban las vestiduras del cuerpo sin ningún pudor, para mostrar a la santa sus heridas y deformaciones. Por las noches se pasaban unos a otros sus calabacinos y cantaban; Yunus estaba convencido de que en los rincones oscuros de la nave lateral se entregaban también a otras diversiones. Yunus había presenciado todo lo imaginable, pero todavía no había podido ver nunca con sus propios ojos una de aquellas famosas curaciones milagrosas. Media hora después del inusual repique de las campanas el infirmarius volvió del claustro trayendo en brazos un bulto, que, al acercarse, resultó ser un niño. Lo seguía una multitud de hermanos, entre los cuales Yunus reconoció al sacristán que hasta ahora siempre lo había tratado con abierta antipatía. Yunus esperó arriba.
El infirmarius vino a por él. Estaba nervioso y sin aliento, y los ojos le brillaban.
– Un milagro -dijo, radiante-. Un niño ciego ha recuperado la vista. Todos los de la iglesia han sido testigos. ¡El niño puede ver! ¿Estás seguro de que era ciego? -preguntó Yunus.
– Era ciego, estoy seguro. Es de Conques, todo el mundo lo conoce, todo el mundo sabe que era ciego.
– ¿Ciego de nacimiento? -preguntó Yunus.
El infirmarius lo cogió del brazo y lo llevó escalera abajo.
– No, le quitaron la luz de los ojos. Su padre trabajaba de herrador en el monasterio. Tuvo una discusión con uno de los hijos bastardos del alcaide y lo mató. Huyó tan rápido como pudo con su mujer. El chico se quedó. Cuando los hombres del alcaide lo encontraron, le clavaron una lezna en los ojos. Yo mismo vi las heridas, los ojos atravesados. Lo vendé. Recé por él. Seis meses estuve rezando por él.
Habían sentado al chico sobre una mesa del refectorio. Los monjes lo rodeaban en apretado racimo. El chico no tenía más de cinco o seis años, el vientre hinchado, brazos y piernas delgados como alambres y el rostro de un anciano. Estaba sentado sobre el tablero de la mesa, petrificado de miedo, con las piernas extendidas y los ojos muy abiertos. Su cabeza, desproporcionadamente grande, se balanceaba de un lado a otro; tenía los labios metidos hacia dentro, cubriéndole los dientes, lo que le daba el aspecto de un perro necesitado. Era indudable que veía algo; como mínimo podía distinguir entre la luz y la oscuridad. Uno de los monjes estaba moviendo frente al muchacho un cirio del largo de un brazo, y el chico seguía la luz de la llama con los ojos.
– ¡Puede ver! ¡Puede ver! -gritó el monje cayendo de rodillas.
Otro monje le arrebató el cirio, quería comprobar por sí mismo el milagro.
– ¡Oh, Virgen bendita! ¡Oh, Santa Fides, preciosísima perla de la celestial Jerusalén! -gritó el monje que había caído de rodillas; sus cofrades se acercaron aún más al niño y el murmullo de voces se hizo aún más intenso, hasta que, de repente, una voz aguda y cortante apagó el barullo. El sacristán. Se hizo un instante de silencio. El sacristán volvió a hablar, ya en tono más bajo. Hablaba en latín. Yunus no entendía lo que estaba diciendo; sólo vio que, de pronto, todas las miradas se dirigían hacia él y que los monjes le dejaban paso respetuosamente mientras el sacristán le hacía una seña para que se acercase a la mesa.
Visto de cerca, el aspecto del niño era todavía más horripilante. Estaba completamente consumido. El infirmarius se inclinó sobre él y le habló intentando tranquilizarlo, pero el chico se cogió con todas sus fuerzas de una de las mangas del hábito del infirmarius y empezó a gritar con voz débil y sollozante:
– ¡Piedad, señor, tened piedad de mi, señor, compadeceos de mi, señor, por el amor de Santa Fides, compadeceos, señor!
– Ha estado con los mendigos -dijo el infirmarius en voz baja a Yunus, como si quisiera disculpar al chico-. Ha estado seis meses enteros con los mendigos del portal de la iglesia.
– Tenemos que hacer que coma algo -susurró Yunus-. Tenemos que sacarlo de aquí, está asustado, hay demasiada gente.
El sacristán lo interrumpió. Otra vez la voz cortante, otra vez en latín. El infirmarius se apresuró en traducir sus palabras:
– Nuestro padre, el venerable señor abad, desea que tú examines al chico -dijo y, titubeando, añadió el «maestro» que utilizaba siempre cuando hablaba con Yunus frente a terceros-. Desea que sus ojos sean examinados según mandan todas las normas de la ciencia médica, maestro.
Yunus levantó la cabeza sorprendido. A excepción del sacristán, que se volvió en clara señal de desacuerdo, todos lo estaban mirando. Yunus podía leer en sus rostros una esperanzada expectación y hasta un mudo nerviosismo, pero también recelo y desconfianza, y un altanero desprecio. Yunus comprendió lo que esperaban de él. Tenía que ratificar un milagro.
Él, el judío, que sólo admitía los milagros que las Sagradas Escrituras atribuyen a los profetas, tenía que confirmar aquí el presunto milagro de un santo cristiano. Y no podía negarse sin más ni más. Era un deseo del propio abad. Yunus tenía que intentar ganar tiempo.
– Necesito una habitación con más luz -dijo-. Y también necesito silencio.
El sacristán asintió con un movimiento apenas perceptible de la cabeza.
– Se hará todo según tus deseos, maestro -dijo el infirmarius, feliz.
Yunus llevó al niño al cuarto de baño instalado detrás de la cocina y lo sentó en la repisa de la ventana. Pidió al cocinero una escudilla de caldo y pan de salvado, y empezó la revisión tapando y destapando alternativamente cada uno de los ojos del muchacho. Al darse la vuelta, vio que no sólo lo había seguido hasta el cuarto de baño el infirmarius, sino también el sacristán y uno de los ancianos que vivía permanentemente en el hospital. Se habían sentado en un banco, junto a la puerta.
Yunus se dirigió al infirmarius susurrando:
– ¿Qué hacen aquí esos dos? -preguntó-. Preferiría que estuviésemos solos.
– Eso no es posible -respondió el infirmarius, también en voz muy baja-. El Capciarius Sacrista lleva el protocolo de este milagro. Tiene que estar al corriente de todo.
Yunus examinó las cicatrices del globo ocular mientras daba de comer al niño.
– Ve sólo por el ojo derecho, y creo que sólo puede vernos vagamente -dijo, y, señalando el ojo ciego, añadió-: Mira, aquí el cristalino ha sido atravesado de un lado a otro. Está destruido. Nunca más podrá ver por este ojo. En cambio, en el otro ojo el pinchazo fue a un costado. También este ojo tiene el globo perforado, pero el cristalino sólo está dañado en el borde.
Yunus vio la mirada desconcertada del infirmarius, llamó al criado de la cocina, le mandó que trajera un trozo de carbón de leña y con él empezó a dibujar en la mesa blanca del baño el perfil de un ojo. Mirando por encima del hombro, vio que el sacristán se había inclinado hacia delante e intentaba ver algo con que saciar su curiosidad, aunque sin levantarse de su asiento.
– Aquí puedes ver el globo ocular -dijo Yunus mientras completaba el dibujo-. Está recubierto por varias membranas muy delgadas, igual que una cebolla está cubierta por varias pieles. Debajo hay una capa más gruesa, a la que llamamos córnea y que sirve para proteger el ojo. Debajo de esta capa hay otra que tiene los colores del iris. En la parte anterior tiene una abertura, la pupila. Detrás de esta abertura está lo que llamamos el cristalino, porque parece cristal fundido. El cristalino es transparente y cuando uno le hace un corte con un escalpelo se siente como si estuviera cortando hielo quebradizo.
– ¡Cuando uno le hace un corte! -exclamó espantado el infirmarius.
– Uno de mis profesores me lo demostró con un ojo de vaca, que tuve que ir a buscar a la carnicería -se apresuró a explicar Yunus, para continuar enseguida-: El cristalino es la parte más importante del ojo. Está inmersa en una red de finísimos nervios, como un pez en la red de un pescador. Detrás del cristalino, los nervios se unen en un cordón nervioso que va hasta el cerebro, uniendo así el ojo con el cerebro.
Había terminado el dibujo, y esperaba alguna pregunta. Pero no hubo ninguna. También el sacristán guardó silencio.
– Los médicos de la antigüedad pensaban que, al ver, el ser humano emite un rayo que parte del cerebro, llega al cristalino a través de los nervios y, de allí, se dirige a una velocidad inimaginable hacia el objeto que tenemos ante los ojos, graba la forma y colores del objeto y nos trae esa información por el mismo camino: pasando por el cristalino y los conductos nerviosos, se dirige de regreso al cerebro. Este rayo de la vista debe de estar compuesto por algún tipo de pneuma, una materia infinitamente sutil, parecida al fuego. Por el contrario, otros médicos, jóvenes eruditos como Ibn Haithán, de El Cairo, dicen que no existe un rayo de la vista que parta del ojo, sino que, a la inversa, es el ojo el que recibe un rayo de luz. Todo objeto que brilla o refleja luz emite rayos luminosos que llegan al ojo y son transmitidos al cerebro a través del cristalino y los conductos nerviosos. Lo que vemos no es otra cosa que esa luz.
Yunus había hablado muy de prisa. Ahora se interrumpió. Estaba seguro de que sus intentos de explicación desbordaban incluso al infirmarius, a pesar de que éste se mostraba siempre afanoso y ansioso por aprender. Era absurdo querer explicar las distintas teorías de la vista a unos monjes cristianos carentes de toda formación. Era completamente absurdo.
– En cualquier caso -añadió Yunus rápidamente-, existen muchas teorías. Pero todas están de acuerdo en que el procedimiento de la vista pasa por el cristalino y los conductos nerviosos que lo unen al cerebro. Si uno de estos dos órganos está destruido, es imposible recuperar la vista. Todas las autoridades están de acuerdo en ello.
Calló para dejar que sus palabras hicieran efecto. Un momento después añadió en voz baja, de modo que sólo lo escuchara el infirmarius:
– Por eso también es imposible que una persona a la que le han arrancado los dos ojos pueda volver a ver alguna vez. En este mundo es imposible. -Sabía que se estaba metiendo en un asunto muy espinoso, pues la primera historia de un milagro que se conocía respecto a la santa adorada en el monasterio afirmaba precisamente lo contrario-. Por suerte este chico ha conservado los globos oculares. -Se apresuró en continuar-. Y en el ojo derecho también tiene el cristalino intacto. Es cierto que estuvo dañado, pero la herida ha vuelto a cerrarse. Por eso el chico ha recuperado la vista.
Se detuvo. Tenía la mano izquierda sobre la espalda del muchacho, y notó de repente que su cuerpecito enjuto había dejado de temblar. Su enorme cabeza ya no se balanceaba; sus ojos, mudos, apuntaban a la cara de Yunus, más bien a su boca, como si el muchacho se hubiera tranquilizado aferrándose a la voz del médico. Yunus miró al infirmarius y vio los labios apretados, el rostro de desilusión del joven monje.
Quiso decir algo conciliador, quiso decir que podía verse como un milagro que Dios hubiera dotado al ojo de la capacidad de recuperarse incluso de la herida más grave. No quería arrebatar a los monjes su milagro. Pero antes de que pudiera decir una sola palabra se le adelantó el monje anciano, que estaba sentado junto a la puerta y había estado escuchando a Yunus con el mismo silencio que el sacristán. El anciano se levantó soltando un ligero gemido, y, con las manos entrelazadas y una marcada contracción en la comisura de los labios, dijo:
– ¡Ésas son las palabras de un hereje! ¡Es un judío hereje! Incrédulo como lo fueron sus padres, que negaron los milagros que Nuestro Señor Jesucristo hizo ante sus propios ojos. -Tenía una voz muy aguda, que daba dolor de oídos a pesar de que no hablaba muy alto-. ¡Dios lo castigará por ello, como castigó a sus padres! -La voz empezó a abandonarlo, como si aquel estallido lo hubiera agotado, y continuó enronquecido e interrumpiéndose a cada momento para tomar aire-: Ay de ti, endurecido corazón humano; tú, ojo ciego; tú, oído sordo; tú, espíritu perturbado; tú, lengua balbuciente; ¡qué sabes tú de los milagros de Dios! Yo conocí a un hombre que negaba los milagros de Santa Fides, igual que tú. También él decía que si a alguien se le arranca un ojo, Dios no puede devolverle la vista. También él afirmaba que Dios no podía volver a encender la luz en un ojo vacío. Era un hereje, como tú, un hijo de Satanás. Yo lo vi en su lecho de muerte. Olí el repugnante olor del infierno, que fluía hacia él; vi la serpiente negra que salió arrastrándose de su boca cuando la muerte se lo llevó. Lo vi con mis propios ojos.
Respiró hondo, se dejó caer sobre el banco y se quedó allí sentado, con la cara blanca y los ojos dirigidos hacia Yunus. Los restos de fuerza que le quedaban al anciano estaban concentrados en su mirada, como si quisiera maldecir a Yunus también con los ojos.
Se hizo tal silencio, que por la puerta cerrada podía oírse el murmullo del agua hirviendo en el caldero puesto al fuego. Yunus no dijo nada. El infirmarius tampoco se atrevía a decir nada. Parecía atormentado, como si las palabras del viejo monje le hubieran caído en mitad del rostro.
El sacristán se levantó, sin sacar las manos de las mangas de su hábito.
– Si Dios así lo quiere, hace ver a los ciegos -dijo con voz cortante-. Si Dios así lo quiere, nos hace ver aunque tengamos los ojos vacíos. Él es el Señor. ¡Quien cree en él será sanado! -Dio un paso hacia el infirmarius y continuó en voz más baja y desinteresada-: Lleva al niño otra vez a la iglesia. Los peregrinos quieren verlo. Quieren ver el milagro que Dios ha obrado en él por intermedio de Santa Fides -y, sin dignarse siquiera a mirar a Yunus, dio media vuelta, cogió al anciano por debajo del brazo y se marchó con él.
El infirmarius miró al chico, luego a Yunus, buscando un apoyo, con los hombros encogidos.
– Tengo que obedecer -dijo, sintiéndose desgraciado.
Yunus esperó hasta que el infirmarius y el niño hubieron salido del hospital. Luego se dirigió a la habitación que le habían asignado como dormitorio y empezó a empacar. Ya casi había terminado, cuando recordó que había olvidado cambiar las vendas al armarius. Mandó calentar una medida pequeña de vino en la cocina y subió a la planta alta.
El anciano yacía en su cama casi como un cadáver. Su cuerpo enjuto apenas abultaba bajo la pesada manta de lana; tan sólo destacaban los dedos de sus pies. Uno de los monjes que había venido cuando trajeron al niño del claustro estaba sentado al lado de la cama. Nada más abrir Yunus la puerta, el monje calló y se apresuró en salir de la habitación. Al salir se rozó temeroso con Yunus e hizo rápidamente la señal de la cruz.
– ¿Quién está ahí? -preguntó el armarius con voz vacilante. El vendaje le cubría ambos ojos.
– Soy yo, el hebreo -dijo Yunus. Puso su maletín de médico al pie de la cama y empezó a retirar el vendaje. La herida de la operación parecía satisfactoria. Ni inflamación, ni secreciones, ni tumefacción. Lavó los bordes de la herida con el vino caliente y le aplicó una cataplasma. El armarius lo observaba con el ojo sano.
– Nuestro joven amigo, el infirmarius, es un gran admirador de tu arte -dijo el anciano.
– ¿Lo es? -contestó Yunus sin interrumpir su trabajo. Quiso colocar el nuevo vendaje, pero el armarius lo detuvo cogiéndole la mano.
– ¿Sabías que fue él quien propuso al abad que te encargara examinar al niño? -preguntó.
– No, no lo sabía -contestó Yunus.
– Pero no te sorprende.
– Lo suponía.
El armarius sujetó aún con más fuerza el brazo de Yunus.
– No fue una buena idea, ¿verdad?
Yunus se encogió de hombros. No dijo nada.
– Tú no crees en lo que mis cofrades llaman «milagro» -continuó el armarius.
– No -dijo Yunus.
El armarius soltó el brazo de Yunus y dirigió la mirada hacia el techo de ha habitación.
– «Milagro» es una palabra grande. Una palabra demasiado grande para llamar así a lo ocurrido -dijo el armarius-. Los campesinos que vienen a nuestra iglesia hablan de los jueguecitos de Santa Fides, de sus pequeñas diversiones. Eso es más acertado -volvió a dirigir el ojo sano hacia Yunus y le sonrió intentando infundirle ánimo.
– El Dios en el que yo creo no se manifiesta a través de pequeños jueguecitos milagrosos -dijo Yunus con más firmeza de la había querido.
El armarius no pareció tomárselo a mal.
– ¿Nunca tienes dudas? -preguntó tranquilamente.
– Tengo dudas -dijo Yunus-; grandes dudas, si tú quieres.
El armarius ya no sonreía.
– No todo el mundo es tan fuerte de espíritu o tan fuerte en su fe – dijo.
– ¿De quién hablas? ¿Del hermano Gerald, el infirmarius?
– También de él.
Yunus sacudió la cabeza con decisión, apartó la mirada y dijo mirando hacia la ventana:
– Tiene una inteligencia despierta y la emplea para acercarse a Dios. Es el mismo camino por el que los patriarcas de mi pueblo intentaban llegar a Dios. Es un camino escarpado, un camino sin fin. Pero para mí es el único camino -se puso de pie y empezó a andar de un lado a otro, junto a la cama.
Muchas veces habían llegado a este punto en sus conversaciones, lo habían rodeado y revestido de argumentos, con apasionamiento pero sin saña. El director de la biblioteca era la única persona del monasterio, además del infirmarius, que podía discutir sobre esos asuntos sin sacar a relucir un celo misionero. ¿Dios se manifestaba sólo a la razón, al entendimiento? ¿O el camino hacia Él pasaba sólo por la fe?
– ¿Quieres excluir de Dios a todos los débiles de entendimiento, a los niños, a los adolescentes, a los pobres de espíritu? ¿Acaso sólo pueden llegar a Dios los inteligentes, los listos, los que tienen una educación? -había preguntado una vez el armarius.
Y Yunus le había respondido:
– ¿Cómo puede reconocer a Dios un niño? ¿Desde qué edad se le puede conocer? ¿Desde que se es un niño de pecho? ¿A los seis años? ¿No necesitamos el entendimiento para conocer a Dios? ¿Y no aumenta éste con la edad, con la razón, con el estudio de las Escrituras?
Y el monje:
– Ante Dios todos somos niños, ¡hasta el más sabio de los eruditos!
Y Yunus:
– ¡Pero también somos imagen y semejanza de Dios, y es la razón lo que más nos acerca a él!
Y así se quedaban siempre discutiendo un largo rato. Sin llegar nunca a un final. Sin obtener ningún resultado.
Yunus se detuvo al pie de la cama. No quería dejarse enredar una vez más en una de esas conversaciones.
– Lo siento -dijo-. No volvamos a lo de siempre.
El armarius extendió el brazo hacia Yunus.
– Sólo una pregunta más, amigo -dijo. Era la primera vez que lo trataba de un modo tan familiar-. Si Dios es todopoderoso, ¿no tiene también el poder de hacer ver a un ciego desde las cuencas vacías de sus ojos?
– Dios nos ha dado ojos para ver. Sin ojos estamos ciegos, y nos quedamos ciegos para siempre. ¿Por qué tendría Dios que despreciar su propio plan creador?
El armarius asintió con la cabeza. Luego cogió a Yunus de la mano, lo hizo acercarse más y dijo con voz tenue:
– Y si tú fueras ciego, ¿podrías vivir sabiendo eso? ¿Podrías vivir sin esperanzas? ¿Sin ninguna esperanza?
– No lo sé -dijo Yunus. Sacudió la cabeza, dudando, y volvió a decir-: No, no lo sé.
El armarius le sonrió.
– Y si un ciego viniera a ti y, en su desesperación, te preguntara: maestro, ¿tengo esperanzas de recuperar la vista? ¿Le responderías no, ninguna esperanza?
– No lo sé -dijo Yunus, aunque sabía que con ello abría las puertas a muchas otras preguntas. De pronto se sentía muy cansado.
– ¿Por qué entonces quieres impedir que veamos esperanzas en aquellas cosas en las que un médico ya no ve ninguna? -preguntó el armarius-. ¿No ayudamos a un enfermo al darle esperanzas, aunque éstas vayan contra todo lo racional? ¿Quieres que lo abandonemos en la desesperanza, en la desesperación? ¿Quieres que la enfermedad de su cuerpo corrompa también su alma y le haga dudar de Dios?
Había hablado presa de una gran excitación; ahora calló, agotado, y miró a Yunus lleno de expectación.
Pero Yunus no respondió. De pronto, tenía ante sus ojos la imagen del chico, sus delgados bracitos extendidos hacia él en posición mendicante, sus ojos cortados. Seis meses había pasado ese niño a las puertas de la iglesia, con los mendigos; todo el crudo invierno. Era un milagro que hubiera sobrevivido. Un milagro que precisamente ahora el ojo se le hubiera curado lo suficiente como para atraer sobre sí la atención de los crédulos peregrinos. Ahora los monjes lo acogerían, lo sacarían de la miseria, cuidarían de que recuperara sus fuerzas. Todo por los intereses del monasterio. Ese era el verdadero milagro. Realmente, un milagro.
– Piensa también en nuestro joven amigo, el infirmarius -continuó el viejo monje-. Lo vengo observando desde hace cinco años, desde que llegó al monasterio. Es un buen monje, pero quiere ser un monje perfecto. Esperaba encontrar en nuestro convento un remedo del Reino de Dios. Pero sólo ha encontrado deficiencias. Está desesperado. Quiere creer con todas las fuerzas de su corazón, pero la razón le hace dudar de su fe, y las imperfecciones de sus cofrades no hacen más que fortalecer sus dudas. Había depositado todas sus esperanzas en ese chico ciego. Esperaba un milagro. Rezó por él, puso su mano sobre él. Quería traerlo al monasterio, pero se lo impidieron por consideración a la familia del alcaide. Cuando me enteré de que ése era el muchacho que había recobrado la vista, estuve seguro de que el infirmarius por fin encontraría la paz. Ése era el milagro que tanto había esperado. Y estaba tan seguro de ese milagro que pidió al abad que examinaras al pequeño. Te admira, admira la fuerza de tu razón. Y esperaba que también tú… -se interrumpió de repente, como si hubiera perdido de vista el objetivo de sus palabras; escuchó con la cabeza ladeada-. Ya no suenan -dijo.
Las campanas habían enmudecido. Yunus tampoco lo había notado hasta ahora.
– Están anunciando el milagro desde el púlpito -dijo en voz baja el armarius. Y, un momento después, añadió con una sonrisa de dolor-: Pero él no lo aceptará. No lo aceptará. -Volvió la cabeza, miró a Yunus a los ojos y dijo en tono suplicante-: ¿No quieres ayudarlo, hermano? Por el amor del Dios todopoderoso al que ambos adoramos, ¡ayúdalo! No te pido que le hables de un milagro. Llámalo como quieras, gracia divina, fuerza de la naturaleza, fenómeno inexplicable. Sólo te pido que hagas una concesión, que le digas que tú no hubieras podido ayudar al niño con tu arte médico, que es otro el que ha devuelto la luz a sus ojos. Ayuda a nuestro joven amigo a reencontrar su fe, la fe en el Dios todopoderoso, que le ayudará a ayudar a otros.
El sol había avanzado tanto en el cielo que se colaba en la habitación, arrojando una estrecha franja brillante sobre la pared blanca que se levantaba a los pies de la cama. Yunus observaba cómo se había ensanchado la franja de luz, indicándole que ya se había hecho demasiado tarde para emprender el viaje. Lo embargaba un estado de ánimo extrañamente conciliador, una sensación de cálido afecto que le brotaba de dentro y colmaba todo su ser. Contra su entendimiento, contra su voluntad, asintió.
Ese mismo día el milagro fue anunciado una segunda vez, y esta vez el anuncio lo hizo el mismo abad. Yunus se encontraba en la galería elevada que llevaba del claustro al coro de la iglesia del monasterio. Estaba a la vista de los ojos de los peregrinos, que llenaban hasta el último rincón de la nave de la iglesia, mientras el abad señalaba hacia él con los brazos extendidos y lo presentaba como el gran médico hebreo que, a pesar de su fe, había tenido que ratificar el milagro.
Yunus pasó toda la noche en vela, sin comer, beber ni lavarse. Con las primeras luces del alba, escribió en su diario, presa de una fría desesperación:
Todo se ha tergiversado, todo ha redundado en mi perjuicio. Oh, Karima, sólo a ti puedo hablarte. Escúchame.
Afirmo: no, Dios no quiere que demos falsas esperanzas de curación al enfermo incurable. Dios no quiere que despertemos esperanzas donde no las hay. Dios no quiere que nos arrastremos ante él suplicándole entre sollozos que nos sane. Él es Dios, el Señor, el Todopoderoso. No es un médico. Y aquél que llama en Su nombre a los enfermos, los paralíticos, los ciegos, a los que padecen males incurables, y les promete contra todo designio de la razón que pueden ser curados mediante la oración, aquél no los libera de sus sufrimientos, sino que les roba la razón y los hace pecar contra Él, el Señor. Pues Dios no nos ha creado como a criaturas inferiores, sino a su imagen y semejanza.
Poco después el infirmarius llamó a la puerta de Yunus y lo llevó rápidamente a la cama del niño. El muchacho ardía en fiebre. Vomitaba todo lo que le daban. Yunus y el infirmarius velaron juntos al lado de la cama. Dos horas después de la salida del sol, murió.
Poco después, Yunus dejó el monasterio. El infirmarius lo acompañó hasta la puerta. Lloraron al despedirse. Lloraron los dos. Y Yunus sabía que su sacrificio tampoco había traído la paz al infirmarius. Todo había sido en vano.
Cabalgaron por la amplia calle del campamento, en la que reinaba el barullo: gente de la ciudad que había cruzado el río para ver a los caballeros llegados de fuera, campesinos que traían heno y paja, pastores con cabras y ovejas, leñeros, vendedores que ofrecían sus productos a gritos, y voceadores aún más gritones que se encargaban de conseguir nuevos clientes para las posadas del río. A ambos lados del camino se habían levantado tiendas de campaña, toda una ciudad de tiendas, un bosque de banderas y pendones, muchos de cuyos colores eran desconocidos para ellos, tropas de señores que gobernaban países de los que el capitán nunca había oído hablar, parques de caballos, carros de bagajes, centinelas muy bien armados. Ellos, por el camino, iban preguntando: querían saber el nombre de los señores. Guihleaume, duque de Aquitania y conde de Poitou. Ebles de Roucy. Thibert de Semur, conde de Chalon. Gerard, señor de Busseii. Barones de Borgoña y de Provenza. Un ejército impresionante. No tan poderoso como el que llevó a Mérida el rey de León, no tan magnífico como los lanceros del príncipe de Sevilla, pero sí imponente y bien armado. Y había muchos señores a los que uno podía ofrecer sus servicios.
El capitán miraba ansioso. Habían llegado esa tarde, con el convoy del conde Ebles de Roucy. Durante el viaje, el capitán ya había intentado ofrecer sus servicios al conde, pero éste no lo había recibido. Tampoco ahora tenía suerte. Al parecer, los señores franceses no necesitaban a un hombre que conociera el idioma de los sarracenos y su modo de luchar. Se comportaban como si únicamente se tratara de repartir el botín, y como si un hombre más no fuera a hacer sino disminuir la parte que le tocaba a cada uno. Algunos centinelas se mostraban recelosos en cuanto el capitán empezaba a explicarles que él ya había estado en territorio sarraceno, como si lo tomaran por espía. Pero quizá fuese sólo que el capitán era ya demasiado viejo. Allí donde llegaban, encontraban únicamente hombres jóvenes, de veinte o veinticinco años, no más. Sólo unos pocos de sus jefes tenían la barba blanca. Quizá el capitán era realmente demasiado viejo.
Cuando cruzaron la sección del campamento ocupada por los hombres del conde Ebies de Roucy y por la dehesa donde se encontraban los caballos de su tropa, Lope vio la mula de Ibn Eh, el comerciante de Sevilla, y los animales de los otros cuatro comerciantes judíos que se les habían unido al partir de París. Había también otra mula, que le parecía conocida. Lope tenía buen ojo para los animales.
Hizo reparar en ello al capitán:
– Allí, señor, ¿veis esa mula? Pertenece al hakim de Sevilla.
¿Al hakim judío? -preguntó el capitán-. ¿Estás seguro?
Lope afirmó que estaba seguro.
¿Cómo puede haber llegado hasta aquí la mula del hakim? -preguntó el capitán.
– A lo mejor lo han traído igual que a Ibn Eh, el comerciante, y a los otros judíos -dijo Lope.
– Es imposible -dijo el capitán-. Lo habríamos visto.
– A lo mejor estaba en la vanguardia -contestó Lope.
El capitán no dijo nada. Evitó mirar al animal. Lope también se sentía incómodo. No había estado bien lo que la gente del conde había hecho al comerciante y a los otros. No había estado bien que lo golpearan y lo derribaran de la mula. El comerciante siempre había sido amable con ellos y había pagado muy bien al capitán por sus servicios. Hasta había ocultado a la gente del conde que el capitán estaba a su servicio. Lope no comprendía por qué ellos no habían podido ayudarlo. No comprendía por qué los caballeros franceses no toleraban que un hidalgo cristiano estuviese al servicio de un judío. Había muchas cosas que no comprendía. Sólo esperaba que el hakim no lo hubiera pasado tan mal como el comerciante. Durante el largo viaje desde Pamplona, a través de las montañas, el hakim había hablado muchas veces con Lope, y le había hablado como un padre a su hijo, no como un señor distinguido al mozo de un hidalgo. Muchas veces le había pasado a escondidas una moneda, y un día, cuando se encontraban en el paso y Lope estaba aterido de frío, como un perro mojado bajo el viento helado de las montañas, el hakim le había dado una manta.
– El hakim está en Le Puy -rezongó el capitán-. Muy lejos del camino por el que hemos venido.
Lope deseaba no haber visto la mula.
Al final de la calle que cruzaba el campamento había una docena de tiendas parecidas a aquellas que habían visto en el campamento militar del príncipe de Sevilla. Lino rayado y de colores muy vivos, azul y rojo, verde y amarillo; los postes de las tiendas ricamente tallados. Algunos de los caballos atados frente a las tiendas llevaban aprestos moros, y uno de los dos guardias que vigilaban la entrada tenía puesto un yelmo moro. La bandera que ondeaba sobre la tienda principal era amarilla y tenía bordada una llave plateada.
Eh capitán desmontó y preguntó al guardia del yelmo moro quién era su señor y de dónde venían.
– ¿Qué es lo que quieres? -replicó el guardia. Hablaba el mismo idioma que los caballeros normandos que habían viajado con la tropa del conde Ebies de Roucy.
– Busco trabajo -dijo el capitán. Ya no se daba tanta importancia como al empezar el recorrido por la calle del campamento.
El guardia lo examinó con la mirada, sin hacer un solo gesto, y se volvió hacia el segundo guardia; hablaron en otro idioma, incomprensible para el capitán. Un instante después, el segundo guardia se marchó a una de las tiendas.
Cuando volvió, lo acompañaba un hombre alto como un árbol y de piel blanca, con la barba afeitada, la cabeza descubierta y el cabello cortado de una forma extraña. El Largo se presentó al capitán y lo miró de arriba abajo.
– ¿Qué tienes que ofrecer, además de caballo y armas? -preguntó. No sonaba muy amable.
– Hablo el idioma de los sarracenos -dijo el capitán, que era una cabeza más bajo que el Largo.
– Viene con nosotros uno que aprendió de su madre el idioma de los sarracenos -dijo el Largo, y torció la boca en una sonrisa apenas perceptible.
– ¿No me crees? -dijo el capitán-. ¿O qué quieres decir con eso?
El Largo se encogió de hombros.
– ¿Qué otra cosa tienes que ofrecer, viejo? -preguntó.
– He estado en los lugares a los que os dirigís -dijo el capitán con aspereza-. He estado en la frontera de Aragón, en Lérida, en Zaragoza. Conozco la región, y conozco a los moros.
El Largo asintió con la cabeza, sonriendo.
– Eso suena bien -dijo y, volviéndose, le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera.
El capitán se desabrochó lentamente el cinturón y se lo entregó a Lope. Luego, señalando por encima del hombro con el pulgar la bandera que ondeaba en el poste de la tienda, preguntó al Largo como de pasada:
– ¿Quién es? Nunca había visto esos colores.
– El obispo de Roma -dijo el Largo.
El capitán se volvió bruscamente.
– ¿El obispo de Roma? ¿El papa? -preguntó incrédulo-. ¿Vosotros servís al papa de Roma?
– ¿Por qué no? -dijo el Largo en tono indiferente-. Es un señor como cualquier otro.
Eh capitán se apresuró a seguirlo, mientras Lope se quedaba fuera con los caballos.
Daban gracias a Dios por el calor que hacía, por lo seco que estaba el suelo y por los rayos del sol. Salvo los dos yernos del comerciante de Tolosa; todos tenían una edad en la que una noche a la intemperie podía ser fatal si hacía frío y había mucha humedad. Y ya habían pasado varias noches a la intemperie. Sí, ya podían dar gracias a Dios.
Eran seis: Yunus, Ibn Eh, los tres tolosanos y un rabino de Montpellier que se pasaba el día rezando. Estaban tumbados entre los carros que llevaban el armamento, con los pies sujetos a una cadena que iba de una rueda a otra. Los habían encadenado al llegar a Tolosa, a pesar de que los carros del armamento estaban muy bien vigilados y era impensable que pudieran huir. La cadena parecía más bien un medio de ejercer presión para acelerar las negociaciones del pago de un rescate.
Yunus tenía la mirada perdida en algún punto frente a él. Los cuatro días de marcha a pie lo habían agotado de tal modo que ya no tenía fuerzas para protestar. Lo ocurrido aún se le presentaba de una manera extrañamente ajena a la razón. Como si su cerebro se negara a enfrentarse a ello, como si no quisiera admitir que era real. Recordaba con especial nitidez aquella escena incomprensible en la taberna, que había precedido a su captura. Estaba solo, sentado a la mesa frente a los huevos cocidos que había pedido al tabernero a falta de alimentos preparados según el rito judío. Al otro extremo de la taberna estaban los caballeros, dos viejos y seis jóvenes, alegres y relajados por el vino. Y, de pronto, uno de los caballeros, un muchacho joven, alto, de cara rosada, de apenas unos dieciocho años, se acercó a él y le arrancó la gorra de un manotazo, con ojos fríos, sin previo aviso, sin motivo alguno. Luego lo arrastró por la mesa tirándole de la barba y lo echó fuera de un puntapié.
– ¡Qué hace aquí un judío! ¡Fuera!
Yunus hubiera tenido que huir inmediatamente, pero, por extraño que parezca, en ese momento no había pensado en huir. Se sentía asustado, humillado, indignado; pensó en todas las posibilidades, una confusión, un ataque de locura, la borrachera desvergonzada y arrogante de un chico demasiado joven y poco acostumbrado al vino. Pero no se creyó realmente en peligro.
Tampoco después, cuando le robaron todas sus pertenencias y lo hicieron correr tras ellos atado de una cuerda, tampoco entonces había creído posible que eso que estaba viviendo fuera parte de la realidad cotidiana, que fuera algo normal en el país de los francos, nada extraordinario. Sólo más tarde, cuando de pronto trajeron también a Ibn Eh y los otros y los encadenaron entre los carros, sólo cuando se enteró de que a ellos les habían hecho lo mismo, sólo entonces fue tomando conciencia paulatinamente de la situación en que se encontraba. Era difícil de comprender. Era difícil, porque la razón se negaba a aceptarlo.
La voz del capellán llegaba desde la puerta del campamento; era como un ladrido fuerte y rabioso. Los Otros ya habían sufrido bastante bajo ese capellán del conde Ebles de Roucy. El sacerdote se había ocupado de que les quitasen las mulas y les había recitado cada día, desde la mañana hasta la noche, un versículo del salmo 59:
– ¿No dice en el libro de vuestros padres, en el salmo cincuenta y nueve: «Señor, haznos recorrer la Tierra»?
Una y otra vez había venido a repetirles esta frase, incluso cuando ya nadie se reía de su estúpida broma.
Lo oyeron acercarse, lo vieron aparecer entre los carros, pequeño, ponzoñoso, con el mentón estirado hacia arriba. Venia empujando a un muchacho vestido con un caftán corto y muy burdo.
– ¡Os doy tiempo para tres padrenuestros! -dijo bruscamente el capellán.
El comerciante levantó los brazos, espantado al ver al muchacho. Quiso decir algo, pero no le salieron las palabras. No hacía falta que dijera nada, para todos era evidente que el muchacho era su hijo.
– Perdonadme, padre -dijo el joven-. Tenemos poco tiempo. No nos han avisado hasta esta mañana, y sólo ahora me dejan venir a veros -hablaba de prisa y poniendo mucho énfasis en sus palabras, y su voz delataba temor, aunque él intentaba reprimirlo.
– ¿No os habréis puesto de acuerdo con el obispo? -lo interrumpió su padre-. ¿Por qué no ha venido contigo un representante del obispo?
– Perdonadme, padre, pero el nasí está negociando con la gente del obispo desde hace cuatro días. Además de vosotros, hay otros catorce miembros de la comunidad prisioneros.
– ¿En este campamento? -preguntó espantado el comerciante.
– Algunos aquí, otros en Saint Sernin.
– ¿En Saint Sernin? -preguntó Ibn Eh.
– En el suburbio -explicó uno de los yernos del comerciante.
– ¿Y por qué no se ocupa el obispo de ponernos en libertad? -preguntó el comerciante con voz ahora chillona.
– Perdonadme si os hago enojar, padre -contestó el muchacho con descorazonadora cortesía-. Pero vos no sabéis lo que ha ocurrido en la ciudad estos últimos días. El obispo ha mandado que sus hombres vigilen nuestro barrio. Sólo Dios sabe qué nos habría pasado si el obispo no nos hubiera protegido. Todas las casas de judíos que están fuera del barrio han sido saqueadas. En Saint Sernin han prendido fuego a cuatro casas. -Mencionó rápidamente los nombres de los propietarios de las casas atacadas y los nombres de los que habían muerto o habían sido heridos durante los saqueos-. Estamos encerrados, padre. Nadie se atreve a salir del barrio. Yo he tenido que salir por la portezuela del palacio episcopal.
– No lo sabía -murmuró el anciano con voz apagada-. Que Dios no retire su mano de nosotros.
El muchacho repitió la apelación a Dios y continuó en voz más baja:
– El nasí, que Dios lo ampare, manda deciros que se ha tomado la decisión de no aceptar en esta situación exigencias de pago de un rescate. Todos los miembros del Consejo han optado por esta decisión.
– Una decisión muy acertada -gruñó Ibn Eh.
Eh muchacho siguió hablando con mayor rapidez:
– Debo informaros de que los señores que se dirigen contra los sarracenos también han tomado prisioneros a judíos de Rodez, Ahbi, Carcasona y Narbona durante su marcha hasta aquí. Y los tienen en este campamento. Debo informaros de que la comunidad de Narbona se ha dirigido al arzobispo, y que el arzobispo ha enviado un mensajero a Roma pidiendo al obispo de Roma una carta en la que prohíba a los señores que luchan contra los infieles por encargo suyo tratar como infieles a los miembros de las comunidades judías, robarles y matarlos.
– ¿Cuándo ha partido el mensajero? -preguntó el comerciante.
– Hace seis días -respondió el muchacho-. La noticia llegó esta mañana.
– ¡Hace sólo seis días! -exclamó el comerciante-. Necesita veinte días para llegar a Roma, y otros veinte para volver, y quién sabe cuánto tiempo hará esperar su respuesta el gran señor de Roma. ¿Tendremos que quedarnos varios meses con esta banda de asesinos?
El muchacho se acercó más a su padre y dijo en voz baja:
– Perdonadme, padre, pero yo sólo os he transmitido lo que me encargaron. Decidme qué debo hacer, y lo haré.
El comerciante se inclinó hacia él y empezó a decirle algo. Hablaba atropellada y rápidamente, y en voz tan baja que no podía entenderse lo que decía.
Ibn Eh se inclinó sobre la oreja de Yunus.
– El muy imbécil quiere pagar, lo intuyo -dijo-. No comprende lo que está en juego.
– Es un anciano, Etan -contestó Yunus en un susurro.
– No es mucho mayor que nosotros -replicó Ibn Eh, sin dejarse convencer.
De pronto el capellán estaba entre ellos.
– ¡Silencio! -dijo bruscamente. Levantó al muchacho tirándole del cuello y se lo llevó a rastras. El comerciante le gritó unas cuantas maldiciones en hebreo, tan terribles que hasta Ibn Eh se estremeció.
Más tarde, una media hora antes de la puesta de sol, cuando un criado les trajo la comida, volvió a acercarse el capellán. Se quedó de pie frente a ellos y los examinó uno a uno con la mirada, esbozando una sonrisa impaciente que dejaba ver sus dientes.
– En esta hermosa ciudad de Tolosa hay una vieja y bella costumbre, una costumbre que, por desgracia, ya casi había caído en el olvido -dijo lentamente, saboreando cada palabra-. Mañana, día de la Pasión de nuestro Señor, resucitaremos esa costumbre. Mañana, un judío sufrirá todo lo que nuestro Señor Jesucristo sufrió en manos de vuestros padres cuando lo llevaron ante el Sanedrín, en Jerusalén. Y será uno de vosotros el que lo sufra. Hemos prometido a la buena gente de Tolosa que pondremos un judío a disposición de su vieja y hermosa costumbre. -Se dio media vuelta sonriendo y, cuando ya se iba, añadió-: Tenéis tiempo hasta mañana para decidir a cuál de vosotros le será confiada esa honrosa tarea.
Yunus vio que el comerciante se estremecía e intercambiaba miradas de espanto con sus dos yernos.
– ¿Qué costumbre es ésa? -preguntó Ibn Eh. También él parecía nervioso.
– ¡Es ilegal! ¡Atenta contra todos los convenios y tratados! -gritó de pronto el comerciante-. El obispo no lo permitirá; el conde lo impedirá. Tenemos tratados escritos, tenemos la palabra del obispo, la tenemos garantizada por escrito y sellada.
Ibn Eh lo interrumpió bruscamente, preguntando a uno de los yernos:
– ¿Qué costumbre?
El joven paseó la mirada, inseguro, entre Ibn Eh y su suegro. Luego empezó a explicar:
– Antiguamente, cada Viernes Santo, un miembro de la comunidad judía de Tolosa era azotado en la iglesia episcopal, ante los ojos de todos los cristianos de la ciudad, como expiación por el supuesto crimen de nuestros padres contra ese tal Jesús de Nazaret. Hace treinta años la comunidad consiguió que se suprimiera esa atrocidad, y desde entonces hemos estado libres de ella.
– ¡A cambio tuvimos que pagar sumas escalofriantes! -gritó el comerciante-. Entregamos cantidades monstruosas de dinero al obispo y al conde. Pagamos muy cara la erradicación de esa terrible costumbre. ¡El obispo no puede retractarse ahora! ¡Atenta contra toda ley!
– Me parece que el obispo poco tiene que ver en esto -dijo Ibn Eh, dirigiéndose al yerno.
El joven asintió con la cabeza.
– Es la gente de Saint Sernin -dijo en voz baja.
– La gente de los suburbios -reafirmó Ibn Eh con el rostro rígido como la piedra-. La maldita gente de los suburbios. Como siempre, como en todas partes.
En un repentino arrebato, cogió la fuente que el criado había dejado en el suelo y la empujó hacia el centro.
– Mañana nos despertaremos temprano y decidiremos qué hacer -dijo con mucha decisión-. ¡Ahora tenemos que comer!
Yunus miró la fuente, que contenía una papilla gris en la que nadaban grasosos trozos de pan. El rabino de Montpellier empezó a bendecir la mesa en voz alta. Ibn Eh lo interrumpió nada más empezar.
– ¡No exageremos nuestro agradecimiento a Dios! -gruñó-. ¡Esta porquería no lo vale!
A la mañana siguiente, Yunus despertó sintiéndose fresco y descansado. Era la primera vez desde que fuera hecho prisionero que podía dormir toda la noche de un tirón. Al parecer, los otros no habían pasado una noche tan buena, y era evidente que estaban esperando impacientes a que Yunus despertase. Ibn Eh tenía en la palma de la mano cinco pajitas del largo de un dedo. El rabino rezaba con voz apagada.
Yunus miró la mano de Ibn Eh.
– Iré yo -dijo en voz baja y sin dar una entonación particular a sus palabras. Antes de que Ibn Eh pudiera poner alguna objeción, añadió con firmeza-: Déjalo estar, Etan, yo sé lo que hago; tengo mis motivos.
Cuando volvió el capellán, Yunus se levantó tan deprisa que se le nubló la mente, y tuvo que sujetarse para no caer al suelo.
– ¿Por qué él? ¿Por qué el médico? -escuchó preguntar al capellán, con recelo en la voz.
– Me ha tocado en suerte -dijo Yunus. Sintió con alivio que lo abandonaba la sensación de mareo.
El capellán llamó a un criado, que abrió los grilletes con martillo y cincel y llevó a Yunus a la calle del campamento, donde lo esperaban dos jinetes. Lo cogieron entre los dos y uno de ellos le ató alrededor del pecho una soga cuyo otro extremo estaba sujeto al pomo de su silla. Hecho esto, se pusieron en camino hacia la ciudad, por la calle del campamento.
Por encima del río se levantaba una rala neblina que ocultaba la ciudad y dejaba el sol reducido a una mancha brillante sobre ésta. La calle del campamento, que solía estar rebosante de gente desde las primeras horas de la mañana, se hallaba ahora extrañamente desierta. Sin que nadie molestara su marcha, llegaron a la ciudad de cabañas que rodeaba la rampa del puente. Al llegar al puente cambiaron de dirección y alcanzaron la orilla opuesta y el suburbio de Saint Sernin cruzando por un vado, río abajo. Apenas hubieron dejado atrás las puertas del barrio, oyeron gritos:
– ¡Ya está aquí el judío! ¡El judío!
La gente se detuvo a mirarlos y los niños corrieron a su lado repitiendo el mismo grito:
– ¡Ya está aquí el judío! ¡El judío!
Los dos jinetes espolearon sus caballos. A Yunus le costaba esfuerzo mantener el paso, hasta que finalmente los jinetes lo cogieron por las axilas y lo levantaron, de modo que sus pies ya apenas tocaban el suelo. Los niños se quedaron atrás, gritando.
Al cabo de un momento llegaron a una amplia plaza en la que se alzaba una colosal iglesia de ladrillos rojos. El edificio todavía tenía andamios en dos de sus lados, y el techo estaba aún a medio construir. La plaza estaba vacía; sólo ante el portal de la iglesia se agolpaba la gente, centenares de mendigos, enfermos e inválidos, a quienes había reunido allí la esperanza en la caridad de los parroquianos el día de Viernes Santo.
Yunus y los jinetes que lo llevaban rodearon la iglesia trazando un amplio arco, hasta llegar a un edificio con formas de castillo que se levantaba justo al lado de la iglesia. Allí los recibió un hombre vestido de negro, que cogió con expresión indiferente la soga a la que estaba atado Yunus y tiró de él hacia el interior del edificio como si de una res se tratara. Una vez en el interior, el hombre encerró a Yunus en una pequeña habitación oscura que llenaba el hueco de una escalera.
Yunus se acurrucó en el suelo. La habitación era demasiado estrecha para tumbarse, y demasiado baja para estar de pie. Esperó. Más tarde, en algún momento indeterminado, oyó un suave canto procedente del exterior, y, en algún otro momento, el hombre vestido de negro volvió a la habitación y dejó una jarra de agua en el suelo.
Yunus bebió con tragos breves y cuidadosos. Era agua buena, fresca, y Yunus tuvo que contenerse para no arrojarse ávidamente sobre ella. Luego oyó acercarse unos pasos y lo cegó el brillo de una lámpara. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz, vio ante él a dos sacerdotes vestidos con sobrepellices oscuras, que lo estaban mirando como a un insecto venenoso. Hablaban en francés, pero tan deprisa que Yunus no entendía lo que decían. Luego volvió nuevamente el hombre de negro, le hizo una seña para que saliera de la habitación y lo guió escalera arriba y luego por un largo pasillo iluminado tan sólo por delgadas ranuras que hacían las veces de ventanas. Se oía un extraño rugido, cada vez más intenso. Luego se abrió una puerta y estaban en la iglesia. El rugido era ahora tan fuerte que retumbaba en los oídos. Yunus podía distinguir ruidos particulares que brotaban del fragor general: gritos, carcajadas, ladridos y el sonido apagado de un gong de madera.
Se hallaban en el coro de la iglesia, frente al altar, que estaba velado con telas negras. Dominaba una sombría penumbra; no ardía ni una sola vela, y sólo por el otro extremo de la nave, cerca de la puerta principal, donde el tejado aún estaba abierto, se colaba una ancha franja de luz tan intensa que cegaba.
El hombre de negro acercó a Yunus a la barandilla del coro, que separaba éste de la nave de la iglesia. Ahora Yunus veía a los fieles, que llenaban toda la iglesia. Y, en ese mismo instante, la gente lo vio a él y el ruido se hizo aún más intenso. Y brotaron los mismos gritos que ya había oído en la calle:
– ¡Allí está! ¡El judío! ¡Allí está el judío!
Gritos agudos, que resonaban en la bóveda de la iglesia.
Habían clavado un poste de madera en el suelo. Yunus comprendió que el poste había sido preparado para él. No se defendió cuando lo pusieron de espaldas contra el poste, le encadenaron las manos y le pasaron una cuerda por debajo de las axilas. A través de la barandilla del coro veía rostros individuales, bocas abiertas gritando a voz en cuello, puños levantados. Cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, había tres hombres frente a él. Los tres eran más bajos que Yunus, y tenían los brazos gruesos, las cabezas redondas y el cabello muy corto. Yunus los observó, uno tras otro; no tenía miedo. Los dos de los extremos esquivaron su mirada; sólo el del centro la mantuvo, y le enseñó los dientes en una sonrisa burlona. Tenía una brecha inmensa en la mandíbula superior.
Desde el fondo del coro subía ahora un canto solemne que poco a poco fue haciéndose más intenso y apagó paulatinamente el barullo de los parroquianos. Luego llegó desde el altar la voz del sacerdote, y, desde la nave de la iglesia, la múltiple y monótona respuesta de la comunidad, que golpeó contra la bóveda como una ola. Yunus conocía el ritual de la misa cristiana y también conocía, a grandes rasgos, el texto de los Evangelios, así que podía seguir la lectura. Observó a los tres hombres que estaban frente a él y, nerviosos, cambiaban a cada momento la pierna en que apoyaban el peso de sus cuerpos.
– Ahora guardad silencio y escuchad las palabras del santo Evangelio según San Marcos -oyó decir al sacerdote y vio que, de repente, todas las miradas se dirigían hacia él. Supo entonces lo que le esperaba, y lo embargó el miedo. De pronto recordaba con toda claridad la descripción de aquel interrogatorio al que el Consejo había sometido a Jesús de Nazaret dos días antes de la fiesta del Pésaj, en Jerusalén. Los miembros del Yeshiva le habían preguntado si era realmente hijo de Dios, y él había contestado «vosotros lo habéis dicho». Con esta extraña respuesta indirecta y ambigua había perturbado a todo el Yeshiva, pues la afirmación implícita en ella atentaba contra el primer y más importante precepto del judaísmo, contra la férrea certeza de que existe un único Dios, un solo y único Señor del cielo y de la Tierra.
Yunus también sabía cómo continuaba la historia, relatada con todos sus desagradables detalles en los cuatro Evangelios: los miembros del Sanedrín habían escupido al blasfemo y habían ordenado a sus siervos que le pusieran un saco en la cabeza y lo golpearan, exhortándolo en tono de burla a adivinar quién le daba cada golpe, para que demostrara así su presunta omnisciencia divina.
El sacerdote leyó con voz muy potente los antecedentes de la historia, que empezaban con la cena de la noche del Seder y continuaba con la captura de Jesús de Nazaret, esa misma noche. La comunidad acompañaba las palabras del sacerdote con gritos. Las mujeres sollozaban, los hombres proferían violentas amenazas cuando se mencionaba a Judas Iscariote. Yunus ya no recordaba el desarrollo exacto de la historia, pero suponía que ahora seguiría la lectura de la captura. Y así fue.
De pronto los acontecimientos se precipitaron. Cuando el sacerdote llegó a la parte en que el gaón anunciaba la pena de muerte por blasfemia contra Dios, los tres hombres se adelantaron de repente y escupieron a Yunus a la cara, de forma tan sorpresiva que Yunus apenas pudo cerrar los ojos a tiempo. Sintió cómo le caían en la cara los escupitajos, escuchó el rugido de la gente y los gritos furiosos y enardecedores de los tres hombres, y un instante después ya tenía la cabeza cubierta por un saco y oía la voz potente y penetrante del sacerdote elevándose sobre el clamor de la multitud:
– Entonces algunos se pusieron a escupirle, le cubrieron los ojos y lo golpearon con los puños.
Yunus escondió la cabeza entre los hombros, apretó los dientes, cerró los ojos. Esperó inmerso en un creciente pavor el primer golpe, lo sintió venir, pero no estaba preparado para la terrible rabia con que le cayó encima. Sentía como si se le hubiera reventado el cráneo. La cabeza se le balanceaba de un lado a otro bajo los golpes, y en sus oídos resonaba un rechinante crujido, un trueno que apagaba todos los demás sonidos. Ya no podía distinguir dónde le caían los golpes. Quería gritar, pero el grito se le atascaba dolorosamente en la garganta. Sintió que estaba a punto de perder el conocimiento e hizo el desesperado esfuerzo de mantener firmes las rodillas, aterrorizado por la idea de que si flaqueaba caería en el vacío. Hasta que lo abandonaron todas sus fuerzas y se desplomó, quedando de pie sólo porque lo sostenían sus ataduras. En ese mismo instante cesaron los golpes, y Yunus comprobó que prácticamente no sentía dolor alguno, tan sólo el insoportable y ensordecedor bramido que parecía a punto de hacerle estallar la cabeza.
Prestó atención a los sonidos lejanos, que poco a poco se abrieron paso hasta su conciencia sofocando el horrible bramido. Chillidos de niños, gritos penetrantes y el aullido de un perro. Y luego otra vez la voz del sacerdote:
– En verdad, tú eres uno de ellos, tú habías como el galileo, ¡tú eres de los suyos!
Yunus entendía cada palabra, pero no llegaba a comprender el significado. ¿De qué galileo hablaba? ¿Y quién no conocía a ese galileo? El bramido que atormentaba sus oídos cedió y fue reemplazado por un dolor sordo y palpitante que parecía llenarle toda la cabeza. Yunus intentó localizar el dolor, entreabrió los ojos, movió cuidadosamente la mandíbula inferior, se tanteó los dientes con la punta de la lengua. Con cada movimiento surgían nuevos dolores, como si le clavaran en las sienes agujas al rojo vivo. Notó sabor a sangre entre los dientes, el labio superior se le empezó a hinchar y endurecer, y en el ojo derecho sentía una fuerte presión que le impedía levantar el párpado. Sentía la presión de sus ataduras en el pecho y las axilas, pero no hizo ningún intento de incorporarse. Prefería seguir colgado. Estaba infinitamente cansado, y daba gracias porque finalmente lo hubieran dejado en paz. Era la primera vez que sentía que le habían dado una paliza, una experiencia completamente nueva. Ni siquiera de niño le habían pegado, ni su padre ni ningún otro.
Sintió vagamente que le quitaban el saco de la cabeza y lo desataban del poste. Movió las piernas mecánicamente, como intentando andar, mientras lo sacaban de la iglesia para llevarlo de regreso a la pequeña habitación bajo la escalera. Más tarde comprobó, humillado, que mientras lo golpeaban le había fallado el esfínter, y se puso a limpiar su traje. Pero pronto lo dejó. Los dolores que le llenaban la cabeza eran más soportables si no se movía.
Cuando ya había oscurecido lo visitó un monje, que le dio de beber agua y le lavó la cara con un trapo húmedo.
– Te esperan fuera, para llevarte de regreso -dijo mientras ayudaba a Yunus a ponerse de pie. Rebosaba compasión.
Los que esperaban eran los mismos hombres que habían traído a Yunus esa mañana, pero ahora iban a pie. Tenían prisa, y actuaron con rudeza cuando Yunus no podía mantener el paso. Cuando tomaron la calle del campamento, unos cuantos adolescentes repararon en ellos, y uno reconoció a Yunus y se puso a gritar:
– ¡Allí está el judío que han apaleado en la iglesia!
Una anciana se interpuso en su camino intentando escupir a Yunus. Los guardias la hicieron a un lado.
– ¡Pero no hagáis tonterías! ¡Esfumaos! ¡Apartaos del camino!
Bajo la luz trémula de una antorcha, Yunus distinguió el rostro de un hombre que le era familiar. Un rostro pálido y afeitado al ras, con marcadas arrugas alrededor de los labios. Perdió de vista al hombre. Cincuenta pasos más adelante volvió a verlo y recordó quién era. Lo conocía de Conques. Era un monje al que había extirpado un furúnculo durante su primera visita al monasterio; un hombre sencillo y quejumbroso que, a pesar de la fuerte dosis de opio, había acompañado la inocua operación con alaridos bestiales. El hombre estaba en medio de la calle, sosteniendo una antorcha por encima de su cabeza y con la otra mano levantada hacia Yunus; una mano como una garra, el índice y el meñique extendidos. De pronto se puso a gritar. Frases cortas surgidas de un arrebato nervioso, gruñidos tan ensordecedores como incomprensibles, que se precipitaban unos sobre otros.
Los dos guardias lo amenazaron con sus lanzas, pero el monje no se dejó acallar. Empezó a andar hacia atrás, siempre frente a ellos y sin dejar de gritar. Y ahora podía entenderse lo que gritaba:
– ¡Satanás! ¡Satanás! ¡Es un siervo de Satanás, un discípulo del demonio! ¡Ha hecho un pacto con el demonio!
Empezó a acercarse cada vez más gente, hasta que el tumulto era ya tan grande que los guardias tenían problemas para abrirse paso. El monje levantó los dos brazos y empezó a hablar a la gente en tono de predicador:
– ¡Escuchadme, soldados de Cristo, nuestro Señor! ¡Prestadme atención! Yo vengo del convento de Santa Fides. Conozco a este hombre. Es un judío, un hereje, un siervo de Satán. Lo conozco, y os voy a contar cómo este hombre arrojó a uno de nuestros hermanos en brazos de Satán, el Espíritu del Mal y Señor de las Tinieblas. ¡Os lo voy a contar!
Los guardias se habían detenido, y Yunus con ellos. Ya no había por dónde pasar, un denso círculo se había cerrado alrededor de ellos, un circulo de rostros boquiabiertos y ojos temerosos dirigidos hacia Yunus con nerviosa curiosidad. El monje continuó su sermón:
– ¡Escuchad lo que os voy a decir! Un día Dios castigó a uno de nuestros cofrades enviándole enfermedad. El demonio le inspiró la idea de mandar traer a un médico, a pesar de que en el capítulo diecisiete de Jeremías dice: «¡Huid del hombre que se confía a hombres!». ¡Ay, si tan sólo hubiese depositado su confianza en Dios y en Santa Fides! Pero así fue como llegó este mago judío a nuestro convento. -Cogió la cruz que le colgaba del pecho y apuntó con ella a Yunus-. Mediante lisonjas y poderes mágicos, se ganó la confianza de nuestro cofrade y, finalmente, lo inició en sus misterios. Se aprovechó de la curiosidad blasfema de este desgraciado hermano y le prometió un encuentro con el diablo, con el mismísimo Satanás, el Maestro de la Maldad. Y oíd, hijos de la fe verdadera, oíd lo que ocurrió después.
Yunus miraba al monje, completamente desconcertado. ¿De qué estaba hablando ese hombre? ¿Qué quería de él? En Conques se había topado con él muy a menudo, y jamás habían tenido siquiera una discusión. ¿Qué podía tener ahora contra él?
– ¡Oíd cómo este hechicero judío invocó al demonio para perder a nuestro hermano! -continuó el monje en voz más alta-. Se encontraron en un lugar secreto, y el Príncipe del Infierno dijo a nuestro cofrade:
»-Si quieres participar de las enseñanzas ocultas de la magia, debes hacerme una ofrenda.
»Y nuestro cofrade, en su ceguera, le preguntó:
»-¿Qué ofrenda debo hacerte?
»Y Satán respondió:
»-Debes ofrecerme aquello que más ama el hombre.
»Nuestro cofrade preguntó entonces:
»-¿Y qué es eso, oh, Príncipe de las Tinieblas?
»Y Satán le respondió:
»-Es el flujo de tu semen; dame tu semen y serás maestro en todas las ciencias de la magia y conocerás los secretos de los libros sellados.
»Eso fue lo que dijo Satán a través de este judío, que es su discípulo y su siervo fiel; y, en verdad, lo dijo a un sacerdote consagrado. ¡Ay, infame sacrilegio! ¡Ay, terrible, maldito suceso!
Los espectadores hicieron la señal de la cruz, algunos lanzaron suspiros y otros se pusieron a rezar. Una mujer repetía una y otra vez, siempre en el mismo tono agudo y sollozante, el mismo versículo de la Biblia. Yunus veía con espanto cómo se convertía la hostilidad de los rostros en odio declarado. Pero todavía era incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo era posible que esa gente creyera a ese hombre, que evidentemente estaba loco? ¿Por qué a ninguno se le ocurría preguntarle si él había estado presente en ese supuesto encuentro con el diablo? ¿Cómo sabía con tanta exactitud qué se había dicho en ese encuentro? ¿Cómo era posible que nadie desconfiara de sus palabras?
– ¡Prestad atención! -continuó el monje, gritando a voz en cuello-. ¡Prestad atención a lo que os voy a decir, ovejas de Cristo! Este hermano entregado al demonio empezó a tener trato con una monja y se la llevó a escondidas a su celda, para hacer con ella lo que el demonio y este judío le habían encargado. Y cuando el abad, preocupado por su cofrade, fue a ver qué ocurría, aquel siervo indigno del Señor transformó a la mujer en una perra gracias a las artes mágicas que este diabólico judío le había enseñado, consiguiendo así ocultaría al abad. ¡Todo esto os digo! ¡Lo le visto con mis propios ojos y puedo jurarlo ante el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo! -Dio un paso hacia Yunus y le apuntó con la cruz, como con un arma-. ¡Y este judío, este hereje y enemigo de nuestro Señor Jesucristo, fue quien entregó al demonio esa alma desgraciada! ¡Fue éste quien lo hizo!
Se acercó aún más, y con él los que estaban a su lado. El círculo se estrechó, y Yunus advirtió que los dos guardias empezaban a apartarse cautelosamente de él.
– ¡Fue éste! ¡Éste de aquí! -gritó el monje. Estaba a menos de tres pasos de distancia. Yunus veía la cruz ya casi sobre su rostro, y veía las caras deformadas de la gente, en las que el odio finalmente había ganado la partida al temor que los había contenido hasta entonces.
– ¡Éste es el culpable! ¡Este judío!
Yunus se quedó inmóvil, incapaz de moverse. Cerró los ojos para no ver cómo caían sobre él y bajó la cabeza, impotente, incapaz de pensar y rígido como un animal a punto de ser sacrificado. Y esperó lo peor. Hasta que de pronto llegaron a sus oídos unos gritos, órdenes enérgicas y el sonido de cascos de caballos.
– ¡Dejad paso! ¡Dispersaos! -dijo una voz acostumbrada a impartir órdenes.
Yunus abrió los ojos y vio acercarse a dos jinetes que metían sus caballos entre la multitud sin ningún miramiento. El que iba delante era desmedidamente alto, de piel clara y cabello rubio, imberbe y con un corte de pelo como Yunus no había visto jamás: toda la nuca afeitada hasta lo alto de la cabeza, los cabellos de la coronilla cortados del tamaño de una uña y más largos conforme se aproximaban a la cara, hasta caer sobre la frente en un mechón hirsuto. El hombre detuvo su caballo junto a Yunus y esperó a que el segundo jinete llegara a su lado. Entonces ambos hicieron girar a sus caballos sobre las patas delanteras, deshaciendo con esta sencilla maniobra el circulo que se había formado alrededor de Yunus. Sólo cuando se encontraba a cubierto entre los dos caballos, Yunus advirtió que otros dos jinetes habían acudido también en su auxilio: el hidalgo español que los había acompañado desde Sevilla y su mozo.
La siguiente hora la pasó Yunus como en sueños, siempre al borde de un desmayo y, al mismo tiempo, completamente despierto. Lo llevaron a una tienda llamativamente grande. Allí lo recibió un criado negro, y éste mismo lo condujo ante un hombre que, hablando un árabe muy fluido, se presentó como hijo de un qa'id; era de origen árabe, natural de Sicilia, y había sido vasallo del emir de Palermo, aunque ahora estaba al servicio de un señor normando. El hombre padecía una hinchazón en su mano derecha, que ya alcanzaba el doble de su tamaño normal. Un quiste de pus que un curandero había cortado demasiado pronto, por lo que se había formado un nuevo quiste debajo del primero, que entretanto ya afectaba a todo el brazo. La franja roja que indicaba el avance de la infección llegaba ya hasta el codo.
Yunus retiró el vendaje, hizo un corte y lavó el quiste abierto con clara de huevo y vinagre. Una vez terminada la operación, se acercó el barón normando, un gigante de cara roja y cabello pajoso, y preguntó, sinceramente preocupado, por el estado del enfermo, como si se tratara de un pariente cercano. Resultaba increíble. Un musulmán siciliano al servicio de un señor normando, en pleno campamento de los caballeros franceses en campaña precisamente contra esos musulmanes de los que formaba parte el siciliano.
Pero fue aún más increíble cuando llevaron a Yunus a otra tienda, donde le esperaba Ibn Eh. Éste le informó de que el barón normando, llamado Robert Crispin, era además vasallo del obispo de Roma, a quien toda la cristiandad reconocía como papa y señor supremo.
– Estos normandos parecen ser un pueblo muy singular -explicó Ibn Eh con admiración-. Muy pragmáticos, muy distintos de los franceses. Este Robert Crispin, su jefe, hasta aceptó mi pagaré sin titubeos.
– ¿Qué pagaré? -preguntó Yunus.
– Le propuse que nos rescatara -respondió Ibn Eh con una sonrisa de satisfacción-. Acto seguido, habló con el conde Ebles de Roucy y acordaron un rescate de cien dinares de oro. El barón pagó al conde francés con una silla de montar que, para ser sinceros, no vale ni cincuenta dinares. Y yo le extendí a cambio un pagaré por cien dinares. También son muy hábiles para los negocios, estos normandos.
Yunus sabía que Ibn Eh había calculado perder tres o cuatro veces esa suma.
– ¿Y por qué aceptó meterse en este asunto? -preguntó Yunus.
– Necesitaba un médico -respondió Ibn Eh-. El siciliano es su mano derecha. Por lo visto, le tiene una gran estima.
– ¿Significa eso que estamos en libertad o simplemente que hemos cambiado de señor y ahora somos prisioneros de estos normandos? -preguntó Yunus en un súbito rapto de desconfianza.
Ibn Eh se encogió de hombros y estiró los brazos.
– Yo diría que ahora tenemos un nuevo señor, del cual podemos sentimos bastante satisfechos -contestó sin amargura.
– ¿Quieres decir que nos obligará a marchar con él?
Ibn Eh lo negó balanceando suavemente la cabeza y, alegre, dijo:
– Pero, naturalmente, iremos con él. Escribiré a mi hijo diciéndole que se quede en Le Puy hasta que hayan pagado todos mis deudores y la situación se haya normalizado, y que luego vaya a Narbona y coja allí un barco a casa, como estaba previsto. Y nosotros cruzaremos las montañas a salvo bajo la protección de estos normandos; hasta llegar a Barbastro.
– Hasta Barbastro? -preguntó Yunus.
– La ciudad que quieren atacar -dijo Ibn Eh en voz baja y hablando de pronto en hebreo.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Yunus.
– Me lo ha dicho el siciliano -contestó Ibn Eh, añadiendo rápidamente-: Desde Barbastro hay sólo tres días de viaje a Zaragoza, y tan pronto como lleguemos a Zaragoza estaremos a salvo. Como ves, no tenemos de qué preocuparnos. -Miró a Yunus de reojo, y, al ver que sus palabras no habían causado el efecto deseado, se levantó rápidamente, lo cogió del brazo y lo ayudó a ponerse de pie-. Ven, amigo -dijo, intentando infundirle ánimos-. Tengo otra sorpresa para ti. Estos normandos también son muy civilizados. Tienen una tienda especial para tomar baños. Te he mandado preparar un baño.
Yunus cerró los ojos. Cada movimiento hacía latir un dolor agudo en su cabeza.
– ¡Hoy es sabbat, Etan! -exclamó sin levantar la voz.
– Lo sé -respondió Ibn Eh, sin hacerle ningún caso. Tirando de Yunus con suave energía hacia la salida de la tienda, añadió-: Pero creo que esta vez Dios nos perdonará. Hoy no es un sabbat corriente, Yunus, hoy no.
El sol estaba muy bajo sobre el horizonte oeste; una brillante esfera roja cuyo borde inferior ya se posaba sobre las montañas. El amplio valle del Ebro yacía bajo las últimas luces del día, y un finísimo velo de niebla flotaba sobre la tierra, envolviendo a los pequeños pueblos blancos que destacaban sobre el verde oscuro de las huertas como perlas dispersas sobre una alfombra teñida por el moho.
Ibn Ammar dirigió la mirada hacia el este y, como siempre que veía la ciudad bajo la luz del crepúsculo, volvió a quedar hechizado por el paisaje. Desde su llegada a Zaragoza, había cruzado ya varias veces a última hora de la tarde el gran puente de piedra del Ebro y, atravesando los suburbios, había caminado aproximadamente media milla río arriba hasta llegar a una colina que ofrecía unas hermosas vistas, desde donde podía disfrutar del paisaje de la ciudad desvaneciéndose en el crepúsculo. Era una imagen fascinante: sobre la desidiosa corriente del río se levantaba casi treinta codos una muralla de imponentes sillares ennegrecidos por el tiempo, y sobre esta gigantesca pared negra flotaban las blancas casas de la ciudad, que brillaban misteriosamente bajo la luz crepuscular, como si la mano de un espíritu las sostuviera a mitad de camino entre el cielo y la tierra. De ahí que los geógrafos llamasen a Zaragoza «la ciudad flotante». Quien la veía por primera vez, creía por fuerza que se trataba de un milagro. En realidad, el fenómeno tenía una explicación muy sencilla. Detrás de la muralla de la ciudad, el nivel de la calle estaba sólo cinco codos por debajo de lo alto de la muralla. Por eso las casas sobresalían tanto. Pero aunque uno lo supiera, la imagen de la ciudad no perdía su encanto.
Desde el palacio nuevo la vista no era tan impresionante. El lugar era demasiado alto. El príncipe había concedido excesiva importancia a que las habitaciones más altas de su nuevo palacio superaran en un buen trozo la altura de los tejados de la ciudad.
El madjlis en el que se encontraban estaba en la torre este. Una cúpula sencilla, que descansaba sobre delgados pilares, permitía ver desde cualquier punto el río, las montañas cubiertas de nieve, al norte, y la imponente ciudad, que se extendía mil pasos río arriba, a orillas del Ebro. Era el madjlis verde, como se lo llamaba por los mosaicos de plantas de color verde sobre oro que adornaban la bóveda de la cúpula y por los numerosos tiestos con plantas esparcidos sobre la plataforma de la torre, que creaban la ilusión de que uno se encontraba en el quiosco de un amplio parque y no en el prominente bastión de un palacio construido como fortaleza inexpugnable.
Ibn Ammar disfrutaba por primera vez del gran honor de haber sido invitado a la corte del príncipe. Además de él, había tan sólo otros dos convidados: un shaik sesentón de barba blanca y descuidada y ojos astutos, que estaba considerado un importante astrólogo y había sido llamado a la corte ya por Sulaimán ibn Hud, el padre del actual príncipe; y Abú'l-Fadl Hasdai, a quien Ibn Ammar debía agradecer la invitación. Éste era un hombre tan sólo dos o tres años mayor que Ibn Ammar, elegante, juicioso y muy bien informado de todo cuanto ocurría en el reino del príncipe y las otras cortes de Andalucía y de los reinos españoles. Un judío de quien se decía que tendría todas las posibilidades de suceder al viejo hadjib con sólo declararse dispuesto a convertirse al Islam. Era uno de los pocos que siempre tenía acceso al príncipe. Administraba su fortuna, controlaba las finanzas, ocupaba el cargo de emil supremo, y contaba con su ilimitada confianza, lo que hacía de él uno de los hombres más poderosos del reino de Zaragoza.
Ibn Ammar estaba sentado frente al príncipe, separado de él sólo por una mesa baja de ajedrez. Ahmad Abú Djafar ibn Sulaimán ibn Hud al-Muktadir, príncipe de Zaragoza, señor de todo el fértil valle del Ebro, desde Tudela hasta casi la costa, desde Huesca, al pie de los Pirineos, hasta Medinaceli, la colosal fortaleza de la frontera con Toledo. Cuarenta años de edad, alto, de una seriedad rayana en la reserva. Un monarca severo, que imponía en su corte y en todo su reino un gobierno muy estricto, aunque sin las arbitrariedades de al-Mutadid de Sevilla. La corte de Zaragoza no conocía el lujo y la ostentación de las cortes principescas de Andalucía; la atmósfera era aquí más sobria, más fría y, debido a las constantes luchas por defender las fronteras, también más marcial. Comandantes de tropas y fortalezas daban el tono en la corte, y, en lugar de poetas y literatos, al-Muktadir prefería la compañía de científicos, astrónomos, geógrafos, botánicos y agrónomos.
Que Ibn Ammar hubiera conseguido introducirse en la corte no se debía a su fama como poeta, sino a su habilidad como ajedrecista. El príncipe jugaba muy bien, pero el placer que le deparaba el juego disminuía por el constante recelo de que sus adversarios le daban ventaja. Así pues, Ibn Ammar se esforzaba por no mostrar flaquezas en su juego, siguiendo el consejo de Abú'l-Fadl Hasdai, quien le había explicado que el príncipe prefería una derrota ajustada ante un adversario de reconocida valía a una victoria regalada.
Pero no era únicamente su talento para el ajedrez lo que había permitido la rápida ascensión de Ibn Ammar en Zaragoza. Eh visir judío tenía también otros motivos para interesarse por él. Habían llegado importantes noticias de Sevilla. Se decía que Ismael, el primogénito del monarca sevillano, se había enemistado con su padre. Se decía que el príncipe heredero se había quejado públicamente de haber sido enviado por su padre, con un ejército insuficiente, a una absurda campaña de primavera contra Córdoba. Y estaba irritado por la manera en que el monarca mostraba abiertamente su predilección por el príncipe Muhammad, su segundo hijo, sólo porque éste ya le había dado tres nietos, mientras que el príncipe heredero, quien sólo trataba con hombres, hasta ahora no había tenido ningún hijo.
Probablemente, Abú'l-Fadl Hasdai disponía aún de más información, y, en todo caso, sabía de la estrecha amistad que Ibn Ammar había mantenido con el ahora predilecto príncipe Muhammad, y era lo bastante previsor como para invertir en él.
Reinaba tal silencio que podía oírse el crujir de las ruedas de los molinos de la ciudad. El paje abisinio que atendía a los invitados se deslizó sigilosamente y encendió las lámparas de aceite. Las músicas, ocultas tras una mampara, habían dejado de tocar por un momento. El príncipe estaba inclinado sobre el tapete de ajedrez.
Tres jugadas antes del jaque mate, se dio cuenta de que había perdido. Se levantó y, con una sonrisa apenas perceptible, entregó a Ibn Ammar la joya que adornaba la cabeza de su rey rojo, un rubí del tamaño de una lente.
– Bello ataque con el alfil -dijo con una mínima sonrisa. Luego se recostó, miró a Ibn Ammar a los ojos y, sin transición, empezó a hablar del tema que por entonces dominaba todas las conversaciones en Zaragoza: la inminente campaña del rey de Aragón.
– Desde hoy tenemos noticias confirmadas de que la fuerza principal de los caballeros francos se ha unido a las tropas del rey -dijo.
– Dios los maldiga -respondió Ibn Ammar, consciente de su deber. Abú'l-Fadl Hasdai lo había preparado para la conversación.
– Se dice que el ejército cuenta con seis mil hombres, pero las cifras siempre se exageran. -El príncipe dirigió una mirada interrogante al visir, quien confirmó sus palabras asintiendo con la cabeza-. Marchan hacia Graus, por el mismo camino que siguió el padre del rey el año pasado -continuó el príncipe-. No tenemos pensado atacar con un ejército auxiliar. Sólo reforzaremos las guarniciones de los castillos fronterizos. Por lo demás, el enemigo podrá avanzar sin ser molestado hasta Barbastro, y también encontrará despejado el camino hacia Lérida. Nosotros únicamente impediremos que penetren en nuestros territorios. No más allá de Barbastro.
Ibn Ammar escuchaba con creciente interés. Aquello era algo nuevo para él; nuevo y desconcertante. Ibn Ammar sabía por qué el príncipe estaba descontento de los habitantes de Barbastro y del qa'id que capitaneaba la guarnición del al-Qasr de la ciudad. Abú'l-Fadl Hasdai también lo había puesto al corriente de que el príncipe quería enviarlo a Barbastro con una embajada. Pero ¿qué sentido podía tener enviar una embajada cuando el príncipe ya había decidido firmemente no prestar ayuda a la ciudad?
– Deseo que vayas a Barbastro y hagas conocer mi decisión al qa'id y al qadi de esa ciudad desagradecida -terminó el príncipe. Se levantó sin dar más explicaciones, llamó con unas palmadas al paje, que se apresuró a ponerle un capote, y salió del madjlis seguido por el shaik, dirigiéndose hacia la atalaya instalada encima de la cúpula, desde donde solía observar las estrellas cuando la noche era clara.
Abú'l Fadl Hasdai hizo una seña a Ibn Ammar para que se acercara.
– Partirás mañana. Todo está arreglado. El emir de Huesca pondrá a tu disposición una escolta que te acompañará hasta Barbastro.
– ¿Viajo por encargo oficial del príncipe? -preguntó Ibn Ammar.
El visir titubeó.
– Un embajador oficial del príncipe tendría que exigir el sometimiento incondicional de la ciudad -dijo por fin, en tono más bien indiferente y sin mirar a Ibn Ammar-. Tú no eres vasallo del príncipe. Tu condición te permite presentarte con modos más conciliadores y negociar con mayor flexibilidad.
– Pero ¿en nombre de quién negocio? -preguntó Ibn Ammar.
– En mi nombre -respondió el visir sonriendo-. En nombre del director de la administración fiscal.
– ¿Y cuál será el objeto de la negociación? ¿Qué ofertas puedo hacer? El príncipe únicamente ha dicho que dé a conocer su decisión.
– Ésa es tu primera misión -dijo el visir con rostro imperturbable-. La gente importante de Barbastro debe enterarse de que no han de esperar ayuda de Zaragoza. Ni la mínima ayuda. Debes dejar muy claro que el príncipe está furioso por su desobediencia. Puedes hacer que suene como información fidedigna de la corte. Di que el príncipe ha manifestado a un pequeño circulo de amigos que si Barbastro quiere someterse a su hermano, que busquen ayuda en Lérida. En cualquier caso, esta información es sólo para el qa'id.
Ibn Ammar empezó a comprender. Sabía que el qa'id de Barbastro y un grupo de ciudadanos influyentes y miembros de la nobleza de la ciudad, encabezados por el qadi, habían intentado utilizar en su provecho la tensión existente entre Zaragoza y Lérida. Habían presentado a al-Muzzafar, el monarca de Lérida, la oferta de entregarle la ciudad si estaba dispuesto a concederles a cambio determinados privilegios: abolición de los impuestos y una gran dosis de autogobierno. Barbastro se encontraba justo en la frontera, al norte. Debido a esta ubicación, la ciudad y las tierras circundantes estaban expuestas a constantes ataques de bandas de ladrones de las montañas y, en primavera, también a las correrías de caballeros del rey de Aragón y sus vasallos. Por este motivo, y como toda ciudad fronteriza, disfrutaba desde hacía mucho tiempo de privilegios que habrían sido impensables en las ciudades del sur andaluz.
Barbastro tenía además otra característica, ventajosa para las aspiraciones de autonomía de sus ciudadanos. La ciudad no sólo limitaba con Aragón, sino también con el reino de Lérida. Y gracias a su situación en la salida de un importante paso de los Pirineos que llevaba hasta territorio franco, la ciudad también debía de ser muy codiciable para Lérida.
Lérida, originariamente, formaba parte del reino de Zaragoza. Veinte años atrás, al morir Sulaimán ibn Hud, el reino se había dividido. Al-Muktadir, el hijo mayor, había conservado la parte más grande, incluida la capital, Zaragoza. Al segundo hijo, al-Muzzafar, le había correspondido Lérida, una pequeña provincia de la frontera nororiental, colindante con el condado de Barcelona. Al-Muktadir nunca se había resignado a esta división. Desde el inicio se había mantenido una pequeña pero incesante guerra entre los hermanos: constantes batidas a uno y otro lado de la frontera común, con mercenarios de Barcelona combatiendo del lado de Lérida y aventureros castellanos luchando del lado de Zaragoza. Hacía seis años, los dos hermanos se habían reunido por última vez para negociar la paz. Cuando menos se esperaba, un caballero navarro de la guardia personal de al-Muktadir había atacado con la lanza al señor de Lérida. Al-Muzzafar había sobrevivido al ataque sólo porque, en precaución, llevaba una coraza bajo el capote.
El príncipe de Zaragoza inmediatamente se había lavado las manos en aquel atentado y había mandado ajusticiar al caballero. Pero en Zaragoza podía oírse el rumor encubierto de que aquel hombre había sido decapitado con tal prontitud sólo porque su ataque no había tenido éxito. Desde entonces la enemistad entre los dos hermanos se había agudizado.
En estas circunstancias, resultaba comprensible que el príncipe de Zaragoza reaccionara con tal dureza ante la traición de Barbastro. Pero era difícil adivinar qué objetivo esperaba alcanzar con esa reacción. Si dejaba en la estacada a la ciudad, obligaba a su hermano a acudir en su ayuda. Pero si al-Muzaifar marchaba con un ejército y, junto con la gente de Barbastro, luchaba contra las tropas de asalto franco-aragonesas, al-Muktadir podría contemplar tranquilamente cómo los dos ejércitos se aniquilaban mutuamente y, luego, someter al debilitado vencedor con un rápido ataque. La pregunta era: ¿no llegarían a la misma conclusión al-Muzaifar y sus consejeros? ¿Y qué si el señor de Lérida no salía en auxilio de la ciudad sitiada?
Ibn Ammar hizo esta pregunta a Abú'l-Fadl Hasdai. El visir judío parecía estar esperándola. Respondió a la mirada de Ibn Ammar con una sonrisa y dijo tranquilamente, sin dejar de mirarlo a los ojos:
– En ese caso, tendrás que cumplir tu segunda misión. Si el sitio se prolonga sin que el señor de Lérida envíe ayuda, puedes dejar entrever al qadi que el príncipe estaría dispuesto a hacer determinadas concesiones si la ciudad se somete a él. No obstante, esto vale para la ciudad, no para el señor del castillo. No estamos seguros de quién ha sido el traidor, pero el príncipe opina que el mayor culpable es el qa'id. Existen además otros motivos. Eh qa'id era íntimo amigo de la familia del príncipe, un compañero de armas de su padre. El príncipe se siente personalmente afectado.
– ¿Qué concesiones? -preguntó Ibn Ammar.
El visir se sacó de la manga un papel doblado varias veces y se lo entregó a Ibn Ammar.
– Es una lista de ofertas: rebajas a cierto plazo de las tasas de impuestos, un incremento en la participación de la ciudad en los tributos del mercado, cesión de los derechos sobre el agua y los molinos, etcétera. Puedes aprenderte los detalles de memoria durante el viaje, pero destruye este papel antes de llegar a Barbastro -observó atentamente cómo Ibn Ammar leía muy por encima el papel-. Abajo encontrarás los nombres de algunas personas que han demostrado ser leales al príncipe, y a las que puedes pedir ayuda en caso de necesitarla.
Ibn Ammar echó un vistazo a la lista de nombres. Entre ellos estaban también los nombres de dos comerciantes judíos. Volvió a doblar el papel y lo guardó.
– ¿Y si la ciudad negocia con el rey de Aragón? -preguntó-. ¿Qué si acuerda una paz particular?
– Eso no sucederá -dijo Abú'l-Fadl Hasdai con convicción-. En primer lugar, porque en la campaña participan muchos francos, a los que sólo les interesa el botín, y no un tratado, del tipo que sea. En segundo lugar, porque el rey de Aragón ha emprendido esta campaña como venganza. -Antes de seguir, bajó la voz hasta convertirla en un susurro, de modo que no pudiera oírlo el paje, que estaba muy cerca de ellos, presto a cumplir sus deseos-. Ya sabes que el padre del rey fue acuchillado en su campamento la primavera pasada, durante el sitio de Graus. Lo asesinó un hombre al que pagamos mucho dinero por realizar ese atentado, aunque naturalmente actuó por cuenta propia. Lo que no sabes es cómo fue asesinado el rey. Muy pocos lo saben. El sicario lo esperó metido dentro de la letrina. El rey murió con una lanza clavada en el vientre, y el mango de la lanza le salía por el culo. No es una muerte muy digna para un rey. -Se recostó, cruzó los brazos y añadió con tranquila convicción-: No, no habrá una paz particular entre el rey y Barbastro.
– Todavía queda la posibilidad de que la ciudad se rinda a los enemigos -dijo Ibn Ammar, no sin algo de dureza.
– Eso tampoco ocurrirá -contestó el visir-. El rey de Aragón es un adversario peligroso, y los francos no lo son menos. Pero no están en condiciones de conquistar un castillo bien fortificado, y mucho menos una ciudad como Barbastro. No tienen ni las máquinas necesarias, ni los conocimientos. -Sonrió a Ibn Ammar-. Puedes sentirte completamente seguro en la ciudad, y tampoco tendrás dificultades para permanecer en contacto conmigo mientras dure el sitio. La gente de la frontera es muy valiente e ingeniosa. Ya los conocerás…
Ibn Ammar partió a primera hora de la mañana. Lo acompañaban un lancero del príncipe y un criado de la casa del visir. La noche del tercer día llegó a Barbastro. Según los últimos informes, que recibió en Huesca, el ejército del rey de Aragón había avanzado hasta la fortaleza de Graus, a un día de viaje al norte de la ciudad.
Barbastro se hallaba sobre una colina maciza y escarpada, en un recodo del río Vero. En el punto más alto se levantaba el al-Qasr, una colosal fortificación que interrumpía el perfil de la colina. En la pendiente que bajaba del al-Qasr yacía la ciudad, de edificios muy apretados rodeados por una muralla circular que parecía de tiempos romanos. Fuera de la muralla había un gran suburbio, que llegaba hasta el río y estaba rodeado por una palizada de troncos. La ciudad no era demasiado grande; en tiempos de paz debía de albergar a unos tres o cuatro mil habitantes. Ahora estaba rodeada de fugitivos que buscaban refugio tras sus sólidas murallas.
La carretera de Huesca desembocaba en una plaza alargada paralela a la muralla, que se extendía desde la puerta principal, justo al lado de la mezquita del Viernes, hasta el suburbio. La plaza, que por lo visto en otras ocasiones servía como mercado y matadero, estaba ahora llena de gente. Campesinos que traían consigo sus enseres domésticos y hasta sus animales se habían instalado al borde de la plaza en alojamientos provisionales; acémilas y carros cargados de trigo, leña, piedra y hierba recién cortada se amontonaban a las puertas de la ciudad. Los guardias de las puertas estaban bien armados; los controles eran inusualmente estrictos. Al parecer, se temía que el enemigo intentara introducir espías. Por este motivo, sólo se permitía entrar en la ciudad a aquellos campesinos que eran siervos o criados del qa'id o de los ciudadanos. Quienes no eran vasallos de la ciudad y no podían nombrar como garante a ningún señor de la misma tenían prohibido el acceso.
Ibn Ammar y sus acompañantes siguieron cabalgando hasta las puertas del al-Qasr. Allí, el tumulto era algo menor. Ibn Ammar entregó al capitán de la guardia la carta sellada que lo acreditaba como embajador del visir y se sentó en el puesto de guardia.
Allí le hicieron esperar seis horas.
A medianoche se presentó un criado del qa'id, que acompañó al interior del castillo a Ibn Ammar y sus dos acompañantes. Les quitaron las armas, incluidos los cuchillos, y los llevaron a un habitación que más parecía un establo vacío que un cuarto para huéspedes. Ni baño ni ropa fresca ni explicaciones. Sólo la hueca información de que el qa'id no había encontrado tiempo para celebrar una recepción formal debido al inminente ataque.
Al día siguiente, la misma información. Y un centinela a la puerta, que impedía a Ibn Ammar salir de la habitación. Así pasó un día tras otro. Sin más noticias, sin posibilidad alguna de saber qué pasaba fuera, si el enemigo ya había llegado a la ciudad o aún no. De tanto en tanto, algunos toques de cuerno incomprensibles; por lo demás, tan sólo el constante e insoportable martilleo de carpinteros y picapedreros, que parecía llenar todo el castillo y sólo cesaba al caer la noche. Fuera lo que fuere lo que esperaba Abú'l-Fadl Hasdai de la embajada, era evidente que había subestimado al qa'id.
La mañana del séptimo día apareció, en lugar del criado de costumbre, un hombre que se presentó como sobrino del qa'id. Eh hombre llevó a Ibn Ammar a la imponente torre que flanqueaba la gran muralla de contención oblicua a la colina, y que destacaba por encima de todo el castillo. En la plataforma superior de la torre lo recibió el qa'id.
Se llamaba Ibn al-Tuwail. Su apariencia externa no era muy impresionante: un hombre de más de sesenta años, de mediana estatura, delgado, que sufría dolores reumáticos que le entorpecían el andar y habían dejado una expresión de amargura en su rostro. Estaba rodeado por varios guardias pertrechados con armadura completa, pero él no llevaba ningún arma, ni siquiera coraza, aparentemente. El saludo fue parco y muy breve. Media frase como disculpa por el pésimo trato y la absoluta falta de hospitalidad. Un gesto torpe con el brazo señalando más allá del pretil de la muralla.
– Mira tú mismo cómo están las cosas. ¡Estamos ocupados día y noche!
Ibn Ammar siguió con la mirada el brazo extendido. En la prolongación de la colina, a dos tiros de flecha de distancia, podía verse un bloque de piedra, de formas regulares y achatado por arriba, que descollaba hasta dos hombres de altura por encima del terreno circundante. Sobre el bloque de piedra había tiendas de campaña, una al lado de otra, y una atalaya con dos centinelas. A ambos lados del bloque, un gran número de hombres levantaba fortificaciones, tiros de caballos arrastraban troncos, lanceros patrullaban por los alrededores.
– Sancho Ramírez, el rey de Aragón -dijo el qa'id, y entre dientes añadió-: ¡Así lo fulmine Dios, como fulminó a su padre!
Sus hombres repitieron la maldición.
El qa'id se volvió hacia el norte. Allí la colina caía en vertical hasta el fondo del valle; la mirada del qa'id se dirigía más allá del río, que, trazando dos suaves curvas, cruzaba una alfombra de pequeños sembrados y huertas rodeadas por muros de piedra. En la colina que se levantaba al otro lado del río había un segundo campamento.
El qa'id, volviendo altivamente la cabeza, miró a uno de los dos escribas que lo acompañaban. El katib hojeó una pila de pergaminos sellados.
– Guilleaume, hijo de Guilleaume, duque de Aquitania, conde de Poitou -leyó con celosa diligencia en sus pergaminos.
– ¡Francos! -refunfuñó el qa'id, y escupió por encima del pretil.
En la siguiente colina, al noreste, había otros dos campamentos.
– Ebles, conde de Roucy, y Thibert de Semur, conde de Chalon -leyó el katib a tropezones. Tenía dificultad con los nombres extranjeros.
El qa'id se dirigió al lado este de la plataforma. Desde allí se divisaba todo el al-Qasr y, detrás, la ciudad y los suburbios, un cúmulo de pequeñas casitas y chozas apretadas contra el recodo del río como un vientre tras un cinturón. En la ladera que se elevaba en la otra orilla, justo debajo del sol que despuntaba y a la misma altura que el al-Qasr, había un cuarto campamento. Pocas tiendas, pero un gran número de hombres, según podía verse desde esa distancia: un hormigueo de multitud de hombres abriendo zanjas y amontonando piedras y material de construcción.
– Ermengol, conde de Urgel -dijo el katib.
– ¡Perro maldito! -dijo el qa'id en un tono que dejaba ver que el conde de Urgel no era un desconocido.
Continuaron su recorrido rodeando la gigantesca catapulta que ocupaba la mayor parte de la plataforma de la torre. Al sureste se extendía la gran plaza del mercado, donde una semana antes aún se agolpaban los fugitivos. Ahora estaba desierta. Detrás de la plaza, en una elevación del terreno, se encontraba el cementerio de la ciudad. Por encima de los lejanos muros del cementerio podían verse las puntas de algunas tiendas, recortadas sobre el azul del cielo.
El katib balbuceó una lista de nombres francos, que empezaba con el conde de Tolosa. El qa'id lo hizo callar con un malhumorado movimiento de la mano.
– El campamento de esos francos no se puede ver desde aquí -rezongó, señalando con la cabeza las tiendas levantadas detrás del cementerio, y, con la barbilla estirada hacia adelante, añadió-: Ésos son distintos. Madjus, normandos. Su jefe se llama sire Robert Crispin. Dice que ha luchado en Sicilia contra el emir de Palermo. Dice que está al servicio del obispo de Roma, que es el imam de todos los cristianos. Afirma que estas tierras, conquistadas por nuestros padres, pertenecen a su señor en virtud de un antiguo derecho. Es un mentiroso, pero no podemos perderlo de vista. -El qa'id se dio la vuelta para marcharse y caminó con piernas rígidas entre las pirámides de esferas de piedra preparadas para la catapulta. Ya en la escalera, se volvió una vez más y dijo por encima del hombro-: En cualquier caso, es un hombre de buenos modales. Redactó sue en nuestro idioma.
Se pasó las cuatro horas siguientes haciendo una ronda de inspección, que lo llevó a todos los bastiones e instalaciones defensivas del castillo. Ibn Ammar se unió a sus acompañantes. Nadie le prestaba atención, nadie le dirigía la palabra ni le preguntaba su opinión, pero tampoco impedían que observara todo. Ibn Ammar pudo ver con qué cuidado controlaba el qa'id todas las medidas defensivas, los depósitos de flechas para arcos y ballestas y de lanzas para las catapultas, los cubos con fuego, las antorchas y las garrochas que servirían para hacer caer las escalas de asalto. Vio cómo revisaba los depósitos de agua para apagar incendios, los fardos de estopa, los toneles de aceite y sebo, los calderos hirviendo y el resto del material para defenderse de las máquinas de asalto. Vio cómo pedía le mostraran la potrera y le dejaran oir las señales de trompeta de los centinelas de las puertas. Vio cómo examinaba las pilas de madera y piedras; los ganchos de hierro dispuestos detrás de las murallas por si era necesario tapar algún boquete en las mismas; las rampas escalonadas, de una braza de ancho, que llevaban a los adarves de la muralla exterior, para que la guarnición pudiera reforzar rápidamente los sectores más amenazados; los maderos que atrancaban las portezuelas que unían las torres con los adarves; los ingeniosos mecanismos de poleas de los puntales de los adarves, que permitían derribar toda la construcción de madera entre dos torres, incluidos el tejado y el pasadizo, en caso de que el enemigo consiguiera alcanzar y ocupar un determinado sector de la muralla.
El qa'id habló con cada comandante de torre, con cada centinela; tenía palabras de aliento incluso para el más insignificante radjul. Conocía a todos sus hombres por su nombre y se esforzaba subiendo y bajando escalinatas, a pesar de que ello le causaba visibles dolores. Era un hombre experimentado y apreciado por sus subordinados; el prototipo de buen caudillo militar. Ibn Ammar empezó a dudar si el príncipe había sido bien asesorado en cuanto a hacer caer a un hombre tan capaz.
Durante la ronda de inspección, el qa'id no había mencionado al príncipe ni una sola vez. Tampoco durante la comida del mediodía, en el gran madjlis del castillo, se dijo una sola palabra sobre Zaragoza o Lérida. Ni una pregunta sobre los mensajes que Ibn Ammar traía de la capital. El qa'id permanecía en silencio; sólo de tanto en tanto dejaba caer alguna observación mordaz sobre los sitiadores. Hacía chistes tontos que sus hombres respondían con sonoras carcajadas, sacaba con los dedos curvados la carne de mitad de la fuente, se limpiaba la grasa de la boca con el dorso de la mano, escupía. Se comportaba como un soldado dispuesto a demostrar que no le interesaban un ápice los refinados modales propios de la vida cortesana.
Sólo después de la comida, cuando ya la mayoría se había retirado, el qa'id abordó a Ibn Ammar, y fue directo al grano:
– ¿Qué te han encargado que me digas? -preguntó con aspereza-. ¿Y quién te lo ha encargado?
Ibn Ammar notó la postura tensa en que lo observaba el qa'id, la expresión impaciente de sus ojos, y decidió renunciar a todo juego diplomático y responder sin rodeos:
– No vengo por encargo del príncipe, como ya sabes por la carta de acreditación que entregué a tu criado. Estoy aquí como mensajero de Abú'l-Fadl Hasdai, el katib az-Ziman.
– ¿El judío que quiere ser hadjib? -preguntó, burlón, el qa'id.
– Sí -dijo Ibn Ammar-. El me ha encargado que te comunique que el príncipe no está dispuesto a enviar tropas en ayuda de Barbastro.
Eh qa'id empujó cuidadosamente con la lengua el hueso de dátil que bahía estado mordisqueando, lo dejó posarse sobre el dorso de su mano y lo contempló como un anciano contemplaría su último diente que acabara de caérsele. Luego lo arrojó hacia arriba y volvió a atraparlo con la misma mano.
– ¿Lo ha dicho el propio príncipe? -preguntó enérgicamente.
Ibn Ammar dudó un momento qué responder, aunque con ello abandonaba la línea acordada.
– Son sus propias palabras -dijo-. Dirigidas a mi mismo. Durante una partida de ajedrez.
El qa'id se dirigió al hombre que estaba sentado a su derecha e intercambió unas palabras con él, susurrando. Aquel hombre se les había unido a la hora de la comida; tenía unos cuarenta años, la misma estatura que el qa'id y la misma expresión amarga en el rostro. Le habían dejado sentarse a la mesa en el lugar de honor, y ello había hecho suponer a Ibn Ammar que debía de tratarse del hijo mayor del qa'id. Los dos conversaron un largo rato, sin que Ibn Ammar pudiera oir lo que decían. Luego el qa'id volvió a dirigirse a Ibn Ammar, en un tono aún más áspero que antes:
– ¿Por qué te han encargado a ti que transmitas ese mensaje?
– Supongo que no encontraron a ningún otro dispuesto a hacer de mensajero.
El qa'id no hizo ningún gesto, pero en sus ojos podía verse la sombra de una sonrisa, como si la respuesta le hubiera parecido divertida. Ibn Ammar supo de repente que estaba pisando hielo muy quebradizo. Al parecer, el visir judío le había ocultado alguna información importante. Ahora tenía que confiarse a su instinto.
– Vengo de Murcia -dijo con forzada serenidad-. Formaba parte del séquito del príncipe heredero, Hassún ibn Tahir, que fue derrotado por su hermano en la lucha por la sucesión. Llegué a Zaragoza como fugitivo. Un fugitivo debe estar agradecido de que le encomienden cualquier misión, incluso una tan poco deseable.
El qa'id intercambió algunas palabras con el hombre sentado a su lado.
– ¿Qué otra cosa te han encargado? -preguntó después.
Ibn Ammar mostró las manos vacías.
– Nada más -respondió con decisión-. Sólo que también transmita el mensaje al qadi de la ciudad.
Se hizo un instante de desagradable silencio mientras el qa'id, sentado con las piernas recogidas, se daba masajes en las articulaciones del pie. Luego se levantó repentinamente, con un doloroso impulso, y, señalando con la mano derecha al hombre que estaba a su lado dijo sin mucho interés:
– Ya has cumplido ese encargo. Este es Ahmad ibn Isa, el qadi de Barbastro.
El qadi también se levantó, y los dos salieron del madjlis sin decir una palabra más ni despedirse siquiera. Sólo seguía allí el sobrino del qa'id.
Éste llevó a Ibn Ammar a un nuevo alojamiento, en el extremo sureste del castillo. Una habitación cuadrada, de cuatro pasos por lado, situada al pie de una pequeña torre y provista de una única ventana que parecía más bien una aspillera. Sólo se podía entrar en la habitación por una trampilla que comunicaba con la planta superior a través de una escalinata. En el suelo había una jarra con agua, un cubo para las necesidades y, en un rincón, un saco de paja. También estaba allí el equipaje de Ibn Ammar.
El sobrino del qa'id señaló una marca junto a la ventana, que indicaba la dirección en que se debía rezar. Por lo demás, no dijo una sola palabra, no respondió a ninguna pregunta, ni dijo nada sobre el paradero de los dos criados, a los que Ibn Ammar no había vuelto a ver desde esa mañana. Al salir de la habitación, retiró la escalinata y cerró la trampilla del techo.
Ibn Ammar se puso a revisar su equipaje. Salvo su navaja de afeitar, unas tijeras para la barba y un cuchillo que Hassún ibn Tahir le había regalado en Murcia, no le faltaba nada. Echó un vistazo por la ventana. Sólo se veía una muralla lisa, coronada por un adarve. Hasta donde alcanzaba a ver, no había nadie en el adarve.
Sobre el techo de vigas se oyeron voces y ruido de pasos, que no tardaron en alejarse nuevamente. Ibn Ammar se tumbó boca arriba en el saco de paja y cruzó las manos bajo la nuca.
Por lo visto, tenía mucho tiempo para reflexionar sobre su situación.
Lope estaba sentado en lo alto de la pendiente que caía sobre la amplia plaza situada ante la ciudad. Estaba sentado a la sombra de una higuera, con la espalda apoyada en el tronco y las piernas estiradas. Era mediodía y hacía tanto calor que el aire rehilaba sobre el suelo. Pero a la sombra el calor era soportable, y a veces llegaba de las montañas una brisa que acariciaba dulcemente la piel, como un soplo fresco.
Habían pasado casi siete semanas desde que llegaron a la ciudad; a Lope le parecía una eternidad. Salvo en los últimos dos días, la guerra había sido completamente distinta de lo que él había imaginado. Nada más que trabajo. Trabajo duro, agotador, desde la salida del sol hasta la noche, cada día, sin descanso. Habían levantado un campamento con muralla, foso y una palizada de troncos y ramas entretejidas. Al este y al oeste del campamento habían construido sendas atalayas de madera, para cerrar aún más el cerco de la ciudad. Habían talado árboles y acarreado material de construcción, piedras y maderos de casas abandonadas. Habían recolectado leña y ramas delgadas para hacer fajinas. Dos semanas atrás, cuando el campamento por fin estuvo terminado, habían tenido que ayudar al segundo grupo de construcción, el cual, bajo la dirección de un carpintero de ribera griego, estaba construyendo en la gran plaza que se extendía ante ha ciudad una torre de asedio, que, por expreso deseo del sire, debía estar rodeada por una fortificación. El trabajo no cesaba, y el sire en persona hacía una ronda dos veces al día para alentar a los hombres. Muchos de los mozos campesinos y de los aventureros que se les habían unido durante el viaje ya se habían escabullido al amparo de la noche y habían pasado a servir a algún otro señor, como el conde de Urgel, que no exigía tanto a su gente.
También Lope, algunos días, había terminado tan cansado que de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa. Pero, al mismo tiempo, se sentía orgulloso de que el capitán estuviera al servicio de los normandos, y de la excelente reputación que con eso había ganado, parte de la cual recaía a su vez sobre Lope.
Éste era un día en el que Lope tenía motivos para estar especialmente orgulloso. Era un buen día. Hubiera sido un día perfecto de no ser por aquel gimoteo, un gimoteo constante y quejumbroso a sus espaldas. En las últimas horas se había atenuado, y ahora, a ratos, incluso cesaba por completo. Pero cuando volvía, resonaba dentro de sus oídos. No lo dejaba en paz.
Tenía los ojos entreabiertos, dirigidos hacia su caballo, que estaba junto a él, a la sombra, mordisqueando las ramas que él le había cortado del árbol con su cuchillo. Dirigió la mirada nuevamente hacia la muralla y hacia la puerta de la ciudad, flanqueada por dos imponentes torres. En cuanto apareciera una tela blanca en lo alto de la muralla, Lope y el cabañero, que le había sido asignado como compañero en esa misión, tendrían que liberar a los dos prisioneros de la viga de donde colgaban atados de las manos. La tela blanca era la señal de que los moros de la ciudad estaban dispuestos a rescatar a los prisioneros. Si, por el contrario, se abría la puerta, lo que sólo podía significar que los moros preparaban un ataque, su tarea era cortar tan rápido como fuera posible las sogas de las que colgaban los prisioneros, para que éstos cayeran sobre las afiladas estacas clavadas debajo de ellos. Esa era la misión que les había confiado el capitán. Lope no podía perder de vista las murallas de la ciudad y, sobre todo, la puerta.
De pronto se oyó un ruido, piedra contra piedra, justo detrás de él. Lope se levantó sobresaltado y echó mano al cuchillo. Pero no era más que el cabañero, que estaba tirando piedras a los prisioneros. Los dos hombres colgaban de una larga viga apoyada de tal modo que el extremo libre sobresalía más allá del borde de la pendiente. Estaban desnudos, y podía verse que los brazos ya se les habían desencajado de los hombros. Colgaban inmóviles, como animales degollados en una carnicería. Al de más edad se le había erguido el miembro. A eso era a lo que apuntaba el cabañero con sus piedras.
– ¡Ya basta! -dijo Lope-. ¡Déjalo en paz!
El cabañero fingió que no lo había oído y arrojó una piedra más, y otra. La segunda dio al más joven en la cadera. Era casi un niño; no tenía más de catorce años. Se estremeció como un pez desfalleciente en el anzuelo, abrió los ojos y echó una mirada perdida a su alrededor, ya sin ver nada. Luego sus ojos volvieron a hundirse y su cabeza cayó hacia delante. Había llorado como un niño cuando lo colgaron de la viga, y, al empezar los dolores, había gritado y berreado. Luego solo había dejado escapar gemidos, durante horas.
– ¡Para, maldito! -gritó Lope. Estaba furioso por haberse sobresaltado tanto con el ruido de las piedras, y estaba furioso por tener que aguantar la presencia del cabañero.
El cabañero tiró una piedra más, sin apuntar, y se volvió hacia Lope enseñando los dientes en una sonrisa burlona.
– Cágate en los pantalones, pequeño -dijo. Tenía el labio superior muy delgado, y apenas abría la boca, éste se levantaba descubriendo los dientes delanteros y la encía.
Lope volvió a sentarse en su puesto e intentó reprimir la ira que vibraba dentro de él. Algún día le daría una lección a ese mierda. Ya desde el primer día no había podido tragarlo. Era un asqueroso e insignificante pastor de ovejas que se había topado con ellos en las montañas, detrás de Tolosa, y se les había pegado como una chinche. El capitán lo había tomado como segundo mozo, porque conocía endemoniadamente bien las montañas y sabía en qué arroyos encontrar peces y en qué lugares de los bosques podían tenderse trampas. Era un palmo más bajo que Lope, pero dos años mayor y algo más fuerte; un zoquete de cabeza grande y manos regordetas, inculto y basto, astuto y taimado, sumiso ante el capitán y artero con Lope. No podía fiarse de él ni un solo instante.
Lope volvió a dirigir su atención a la puerta y recorrió con la mirada la cima de la muralla. Al principio había tras las almenas un enjambre de moros que miraban hacia ellos y gesticulaban con los brazos; ahora todo estaba tranquilo, ya no se veía a nadie. ¿Habrían abandonado a esos dos miserables? ¿No podía su familia reunir el dinero? El capitán se había mostrado tan seguro de que los moros pagarían…
Los dos prisioneros eran hermanos. Iban ricamente vestidos y no tenían callos en las manos. Eran hijos de un comerciante en pieles, según habían confesado cuando el capitán empezó a interrogarlos. ¿Por qué un rico comerciante en pieles no podía reunir los doscientos dinares de oro que exigía el capitán? ¿Habría sido en vano todo el trabajo que se habían tomado?
Dos noches enteras habían pasado al acecho el capitán, dos caballeros normandos con sus escuderos y dos arqueros, ansiosos de procurarse caballos. Se habían arrastrado a lo largo de la pared del cementerio y bordeado la gran plaza, hasta alcanzar el foso paralelo a la muralla de la ciudad, donde habían esperado con los rostros ennegrecidos con hollín y los trajes empapados en orina de caballo. La segunda noche, los moros habían salido por la pequeña portezuela abierta en la parte baja de la puerta de la ciudad, para hacer pastar a sus caballos en el foso, tal como el capitán había previsto. Dieciséis caballos, cada uno guiado por un hombre, y dos guardias con perros. El capitán había elegido para él un gran caballo morcillo con un lucero blanco del tamaño de un puño en la frente, fácil de distinguir a pesar de la oscuridad. Habían esperado hasta que los moros se dispusieron a regresar a la ciudad. Entonces todo se había precipitado. El capitán se levantó de un salto, sigiloso como un gato, y con un par de pasos alcanzó el borde del foso. Luego alzó un brazo por encima de la cabeza, se oyó un suave silbido y, un instante después, el jinete del morcillo salió despedido de su silla como arrancado por la mano de algún espíritu. El capitán estaba aún a cinco pasos de él. El caballo que iba detrás se encabritó y derribó a su jinete. Para entonces, los normandos estaban ya en el foso, y arrastraron a los dos hombres fuera de éste; luego, a los caballos. Los otros moros se habían desbandado presas del pánico, gritando y pidiendo ayuda a los centinelas de la muralla, mientras el capitán y los otros corrían ya colina arriba, llevando consigo los caballos y a los dos prisioneros. No se detuvieron hasta llegar a la pared del cementerio moro, donde ya no podían alcanzarlos las flechas disparadas desde la muralla.
Lope tenía la mirada fija en la puerta; pestañeaba, ante sus ojos seguían las imágenes de la noche anterior. Y de pronto se levantó de un brinco. Allí estaba la tela, la tela blanca. Colgaba extendida entre dos almenas. ¿Se habría quedado dormido? ¿Cuánto tiempo llevaba allí la tela, sin que él lo hubiera notado? Dio un salto.
– ¡La tela! ¡La tela! -gritó al cabañero, saliendo de la sombra del árbol y mirando a los centinelas del bastión de la entrada de las fortificaciones dispuestas alrededor de la torre de asedio, que, desde donde se encontraba Lope, podía verse justo por encima del perfil de la colina. Como Lope ya había visto la tela blanca, ahora intentaba hacérselo comprender a los centinelas del campamento para que se lo comunicaran al capitán.
Lope y el cabañero empezaron a desatar de la viga a los dos prisioneros, como el capitán les había mandado que hicieran en caso de que los moros de la ciudad se prestaran a negociar. Soltaron primero al menor. Lope lo cogió por las piernas y lo cargó sobre su espalda mientras el cabañero desataba la cuerda. Luego lo dejó a la sombra de la higuera. Los brazos le colgaban inertes y extrañamente torcidos en los hombros, pero el chico no profirió sonido alguno. Estaba desmayado. Lope se alegró de que así fuera.
Cuando ya habían bajado también al mayor, escucharon ruido de cascos de caballos y, un instante después, vieron al capitán bajando por la colina. Estaba cien pasos más abajo y cabalgaba directamente hacia la puerta de la ciudad. Los dos normandos que habían participado en el ataque estaban con él, lo mismo que Ibn Eh, el comerciante judío; más atrás se veía ahora también a Yunus, el hakim judío, montado en un asno, con las piernas recogidas para que no arrastraran por el suelo. El hakim venía directamente hacia ellos, trayendo consigo su maletín de médico. Pero antes de que se acercara, Lope oyó que el capitán lo llamaba. Desató su caballo, montó de un salto y salió al galope colina abajo. Atravesó la plaza y se colocó detrás del capitán.
Cabalgaron hasta hallarse a unos sesenta pasos de la puerta de la ciudad, y Lope se situó entonces de manera que su cuerpo cubriera al capitán. El adarve entre las dos torres de la puerta estaba ahora repleto de gente, lo mismo que los sectores derecho e izquierdo de la muralla. Por todas partes, entre las almenas, asomaban los moros. Estaban tan cerca que Lope los oía hablar.
El capitán dijo algo a Ibn Eh, y el comerciante judío se llevó las manos a la boca y gritó algo en árabe hacia lo alto de la montaña. Un hombre con una faja roja en la cabeza respondió desde la torre de la izquierda. Hubo un intercambio de palabras, durante el cual Ibn Eh consultó varias veces al capitán, en voz baja. Una vez, el propio capitán grito algo a la torre, también en árabe; su voz sonó irritada, y el capitán hizo incluso como si quisiera interrumpir por completo la negociación. Pero entonces, el judío pareció llegar a un acuerdo con el moro de la torre, se dio la vuelta, hizo una señal con la mano, indicando que todo iba bien, y dijo que los moros estaban dispuestos a pagar.
El capitán envió a Lope por los prisioneros. El hakim había vuelto a encajarles los brazos y ahora estaba limpiándoles la cara con vino. Ambos habían recobrado el conocimiento, pero se los veía demasiado débiles para andar, de modo que Lope, con ayuda del hakim, los tumbó de vientre a la grupa de su caballo y los llevó así a la plaza. Detrás de ellos, sobre el perfil de la colina, se había reunido entretanto medio campamento, deseosos todos de presenciar esa partida de ajedrez que era la entrega de los prisioneros.
Los moros salieron por la pequeña portezuela de la puerta de la ciudad; siete hombres, todos a caballo y armados. El capitán levantó el brazo y los moros se detuvieron. Entonces, el capitán e Ibn Eh se adelantaron, y dos de los moros se separaron del grupo y salieron a su encuentro. Se reunieron a mitad de camino, y Lope vio que uno de los moros se desataba del cinturón dos bolsitas de cuero que entregó a Ibn Eh, una por una. Ibn Eh abrió la bolsa, sacó algunas monedas y comprobó su peso con una pequeña balanza. El comerciante se tomó su tiempo. Comprobó minuciosamente las monedas y devolvió las bolsas. Luego regresó solo, dejando al capitán con los dos moros, y recogió al primer prisionero, el más joven, que seguía colgando como muerto sobre la grupa del caballo. Entregó el prisionero a los moros y recibió a cambio la primera bolsa de dinero. Volvió a acercarse al grupo, mientras el segundo moro llevaba al chico hacia las murallas de la ciudad. Arrojó la bolsa a uno de los normandos y recogió al segundo prisionero, que entretanto había recobrado sus fuerzas hasta tal punto que fue capaz de andar sin ayuda. El capitán recibió la segunda bolsa y regresó con Ibn Eh. Sólo cuando ya estaban muy cerca del grupo y los moros habían regresado hasta el borde del foso, el capitán espoleó su caballo y Lope y los otros salieron al galope tras él, hasta el extremo de la plaza y, de allí, colina arriba hacia el campamento.
– ¿Cuánto? -preguntó impaciente uno de los normandos-. ¿Cuánto hay?
– Doscientos -respondió el capitán-. Como habíamos estipulado. Doscientos en buen oro.
Cabalgaba relajado. Se quitó el yelmo y lo colgó del arzón. Su rostro se mostraba imperturbable; no había en él ni una huella de triunfo, tan sólo una ligera sonrisa en torno de la boca.
En lo alto de la colina, ante las fortificaciones de la torre de asedio, los hombres se agolparon alrededor de ellos, gritando y gesticulando al tiempo que corrían a su lado.
– ¿Dónde está el oro? ¡El oro! ¡Dejadnos verlo! ¡Enseñadlo!
El capitán no dijo nada, sólo se daba golpecitos en el cinturón con la mano libre, manteniendo su caballo al galope.
En la cima, entre las fortificaciones y el campamento, vieron que el sire cabalgaba hacia ellos. Se acercaba a todo galope, seguido por algunos caballeros entre los que se encontraba el siciliano, que siempre estaba a su lado. El sire pasó junto al capitán y su grupo sin siquiera mirarlos, cayó sobre los hombres como un gavilán sobre una bandada de gorriones, les rugió por haber abandonado sus puestos en la obra y los hizo volver al trabajo, empujando con la lanza a los que no obedecían sus órdenes de inmediato. De regreso en el campamento, el sire se ocupó también de que Lope, el cabañero y los escuderos de los dos normandos reanudaran su trabajo en la obra. No permitía ninguna excepción. Luego entró en su tienda acompañado por el capitán y los otros señores, para recibir la parte del botín que le correspondía: un quinto para él personalmente, como jefe de la tropa; un quinto para su señor, el obispo de Roma. Además, el capitán tuvo que regalarle el morcillo del lucero blanco.
Lope trabajó hasta el anochecer. Al volver, muy cansado, Yunus, el hakim, lo recibió con la noticia de que el capitán había ido al pueblo y Lope tenía que reunirse con él allí. Esperó a que oscureciera. No tenía prisa; sabía dónde encontrar al capitán.
El pueblo estaba a algo más de una milla de la ciudad, detrás del campamento del conde de Urgel, en la ladera opuesta a la cresta montañosa que separaba el río Vero del río Cinca, junto a la carretera que llevaba a Graus. Primero eran tan sólo dos o tres casas de piedra abandonadas, de las que la gente del conde de Urgel se había llevado todo lo aprovechable. Luego alguien había instalado una posada en la casa más grande, y también las otras casas habían sido habitadas y provistas de nuevos tejados, puertas y ventanas. A ambos lados de la carretera se habían levantado cabañas en las que se habían instalado comerciantes, prostitutas y peristas, así como artesanos, músicos y gentuza de todo tipo, como la que suele seguir a los ejércitos. Había surgido, pues, un pequeño pueblo, una ciudad de chozas, en la que cada noche se formaba un gran jolgorio y donde, a cambio de dinero, podía conseguirse cualquiera de las cosas de la ciudad que se echan de menos en un campamento militar: vino, mujeres y dados; cordero a la brasa, pescado ahumado y jamón; espectáculos de tragasables, domadores de osos, monos disfrazados y músicos que tocaban toda la noche si encontraban a alguien que les pagase. Había zapateros que fabricaban botas a medida, sastres remendones, lavanderas, barberos, sacamuelas. Había traficantes de esclavos y prestamistas, compradores de toda clase de mercancías, jóvenes mozos del interior dispuestos a prestar cualquier servicio a cambio de una comida al día, y bribones sin escrúpulos capaces de matar a un hombre por los honorarios indicados. Todo aquello que el dinero podía comprar estaba allí al alcance de la mano, suponiendo que tuviese uno dinero suficiente.
El capitán tenía suficiente. Con su parte del oro de los moros en el bolsillo, era un hombre rico, un rey en el pueblo. Lope no tuvo que preguntar mucho por él; ya en la primera taberna estaban enterados: el capitán había hecho una ronda por todas las tabernas, y ahora estaba con la negra Doda.
La negra Doda vivía en la segunda casa más grande, de las cinco de piedra que había en el poblado, apartada de la ancha calle de chozas en la que se divertía el pueblo llano de los sargentos y pequeños hidalgos. La negra Doda era la mejor puta que podía encontrarse en la ciudad; la más cara, pues sólo podían conseguirse sus atenciones a cambio de oro, y la más codiciada, pues seleccionaba a sus clientes y sólo dejaba entrar a quienes llegaban a caballo. La hermosa Doda, de cuyos servicios disfrutaban también los grandes señores, mantenía una corte, como una dama; tenía un criado, dos criadas y dos guardias. Era la mujer, o la hermana, o la amante de un matarife de Carcasona, un individuo fuerte como un oso que había llegado en el séquito del conde de Tolosa. Todos los hombres del ejército conocían a la negra Doda, todos soñaban con ella. Eh capitán había estado ya dos veces con ella.
Cuando Lope llegó a la casa, uno de los guardias le cerró el paso.
– ¡Lárgate, chico! ¡Esfúmate!
Sólo cuando Lope explicó que era el mozo del capitán, el guardia se mostró más apacible y lo dejó entrar en el establo, donde se encontraba el caballo del capitán. La oscuridad era casi total: el cielo estaba nublado, no había luna, y tampoco salía luz de la casa, pues las ventanas estaban cerradas con postigos de madera. Lope se sentó a las puertas del establo, se acurrucó y metió la cabeza entre las rodillas. El capitán no salía de juerga desde hacía varias semanas, pues había estado escaso de dinero. Ésta sería una noche larga.
Lope estaba dormitando. A veces oía la voz del capitán salir de la casa. Maldiciones a voz en cuello y roncas risotadas. Otras veces oía la voz de la mujer, que podía ser suave y profunda, con un tono gutural similar al arrullo de una paloma, o aguda y entrecortada cuando reía, o sonora y enérgica cuando llamaba a la criada:
– ¡Mira! ¡Mira!
Lope se levantaba de golpe cada vez que oía ese grito, como si lo llamaran a él.
Luego se quedó dormido, pero algún ruido lo volvió a despertar. Oyó que la voz del capitán se hacía cada vez más ronca y quebradiza, hasta que ya no se entendía lo que decía; ya era sólo un jactancioso balbuceo, una serie de gritos inarticulados e inconexos. Lope sabía que el capitán no tardaría en callar, lo conocía bastante bien. Ya había presenciado muchas borracheras suyas. Podía verlo frente a él, con la cabeza balanceándose, la mirada fija, los ojos apenas entreabiertos, la barba surcada por hilos de saliva. No debía de faltar mucho para que perdiera el equilibrio y se pusiera a roncar.
Sin embargo, de pronto, Lope lo vio salir por la puerta. El capitán caminó a tientas junto a la pared, llegó al establo cruzando el pequeño patio de la entrada, tambaleándose, con los brazos extendidos en un intento por mantener el equilibrio. Se colocó de cara a la pared del establo para orinar, apoyando las dos manos contra la pared y mascullando para sí.
Cuando Lope se levantó para dejarse ver, el capitán retrocedió, se llevó la mano al cinturón y maldijo por no encontrar su cuchillo.
– ¿Quién está ahí? -preguntó, gruñendo.
– Soy yo, señor -se apresuró a decir Lope-. Sólo quería deciros que estoy aquí, por si me necesitáis.
El capitán se le acerco.
– ¡Lope! ¡Condenado! ¿Qué demonios haces aquí? -Su voz ya sólo era un ronco bramido, y Lope se preparó para recibir un golpe al ver que el capitán había levantado el brazo. Pero dejó caer la mano sobre su hombro y dijo-: ¡Qué bien que estés aquí! ¡Bien hecho, muchacho! -Y, agarrando firmemente a Lope, lo llevó consigo hacia la casa-. Ven conmigo, muchacho, ven a la casa. Muchacho, ya va siendo hora de que te enseñe cómo ataca un hombre con su propia lanza. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
El hombre que montaba guardia a la puerta les cerró el paso.
– No, sire, el chico no puede entrar en la casa -dijo con voz cordial pero, al mismo tiempo, enérgica-. El chico, no.
– ¡Apártate! -dijo el capitán, retirando el brazo del hombro de Lope y caminando hacia el guardia-. ¡Apártate, imbécil! -rugió, e inesperadamente, antes incluso de terminar la frase, lo golpeó con el puño derecho en la boca del estómago, a tal velocidad que el propio Lope quedó sorprendido. Luego hizo un movimiento apenas perceptible con la pierna izquierda y el guardia cayó al suelo, rodó hasta quedar tumbado de lado, apretándose las manos contra el estómago y jadeando con la boca muy abierta, como un pez al que le han dado un golpe justo debajo de la cabeza. El capitán pasó por encima del guardia, abrió la puerta de un empujón y metió a Lope en una gran habitación iluminada sólo por un débil fogón que ardía en la pared opuesta. Lope vio de reojo que había una muchacha junto al fogón, pero el capitán ya lo estaba llevando hacia una pesada cortina que limitaba la habitación por el lado izquierdo.
– ¡Vamos, muchacho, ahí adentro! ¡Ahí estaremos bien! -dijo el capitán apartando la cortina y metiendo a Lope a empellones en la habitación que se abría detrás de ésta: una habitación enorme y decorada con gran derroche, tan iluminada que Lope tuvo que cerrar los ojos, cegado por el resplandor. Un perfume penetrante y resinoso le subió por la nariz, cortándole casi la respiración. Y en ese mismo instante escuchó la voz de la mujer, chillona y furiosa:
– ¡Qué pasa! ¿Qué hace ese chico aquí? ¡Fuera con él, fuera!
Lope sintió sobre su espalda la pesada mano del capitán.
– ¡Cierra la boca! -oyó decir al capitán.
– ¡Saca a ese chico de aquí! ¡Estás borracho! -chilló la mujer.
– ¿Por qué no cierras esa boquita impertinente? -dijo el capitán en tono conciliador.
Lope sólo conocía a la bella Doda por las historias que contaban de ella los hombres del campamento. Nunca la había visto con sus propios ojos. Estaba recostada entre cojines moros, y en la mano izquierda sostenía una tela amarilla con la que ocultaba su desnudez. Lope podía verle los hombros desnudos, unos hombros suaves, redondeados. Piel blanca, tan blanca como Lope jamás había visto en una mujer. Su cabello negro y rizado caía de su cabeza como las crines de una yegua.
La mujer siseó como una serpiente, gritó regañando al capitán y le arrojó una bandeja, sin dar en el blanco. El capitán contestó a sus gritos, apagó sus gritos:
– ¡Escúchame, pedazo de mierda, estate tranquila! ¡Que pares de una vez, te he dicho!
El capitán estaba de pie frente a Doda, inclinado hacia delante. De pronto, dio a Lope un empujón que acabó con él en los cojines, junto a la mujer.
– ¡Maldita sea! -gritó el capitán señalando a Lope con el brazo extendido-. ¡Éste es mi mozo! ¿Has oído? ¡Mi mozo! Yo lo he formado, yo le he enseñado cómo tiene que pelear un hombre. Algún día será un luchador, un al-Barraz, como yo, algún día será mi sucesor. -Estaba de pie sobre ella, grande y peligroso, sin tambalearse, sin rastro de inseguridad, la voz tan firme como si no hubiera bebido una sola gota-. Es mi mozo, ¿entendido? ¡Así que sé amable con él! -Se sentó esparrancado en el colchón, al lado de la mujer, cogió la jarra de vino y echó un largo trago.
Lope no dejaba de mirar a la mujer. Elia parecía furiosa por dentro, mientras el capitán la observaba con ojos negros y centelleantes. Doda apretó los dientes y los labios le temblaron, pero no dijo nada.
– Necesitamos vino -dijo el capitán en tono alegre-. Vino para mí y para mi mozo, ¿me has oído? Di a tu pequeña fierecilla que traiga vino! -Su voz ya no sonaba tan firme como poco antes y, al dejar la jarra, tuvo que apoyarse para no caer. Sin embargo, un instante después volvió a levantarse y sacudió la cabeza, como si quisiera quitarse de encima la borrachera. Una amplia sonrisa iluminó su rostro y, con mano ágil como una serpiente, cogió la tela amarilla con la que se cubría la mujer y se la arrebató de las manos tan rápida e inesperadamente como antes había caído sobre el guardia de la puerta.
Lope miró a la mujer. Estaba desnuda hasta la cintura. Lope vio sus pechos, macizos y blancos, de los que los hombres del campamento habían hablado a menudo, describiendo con las manos sus amplias redondeces. Lope no apartó la mirada, se había quedado como petrificado, incapaz de moverse, hasta que de pronto la mujer se echó a gritar y saltó sobre el capitán como un gallo de pelea, clavándole las garras y cubriéndolo de insultos y maldiciones:
– ¡Cabrón de mierda! ¡Maldito borracho! ¡Puerco inmundo! ¡Ojalá se te pudra la polla! ¡Que te cosan el culo, a ver si te ahogas en tu propia mierda!
El capitán interceptó sus golpes sonriendo, se cubrió la cabeza con los dos brazos, le tiró del cabello, intentó cogerle los pechos mientras ella trataba por todos los medios de ponerse otra vez la parte superior del vestido.
– ¡Mira esto, Lope! -gritó el capitán-. ¡Mira qué tetas! ¡Así es como debe estar formada una mujer! ¡Fíjate bien, Lope! -dijo, intentando impedir que la mujer se cubriera el pecho con el vestido-. ¡Deja, condenada! Deja que el chico vea lo que puedes ofrecer. Quiero que seas amable con él, ¿has oído? Es mi mozo, yo pagaré por él. ¡Así que sé amable! ¡Enséñale las tetas, maldita zorra!
Lope contemplaba a la mujer. La veía resistirse y rechazar al capitán. De pronto se soltó y le dio al capitán una sonora bofetada que casi lo hizo caer.
– ¡Borracho, hijo de puta! -resopló la mujer-. ¡Yo no soy una de esas furcias, de esas campesinas, que se abren de piernas ante cualquier cabrero! ¡Recuérdalo bien! ¡Y lárgate enseguida con este pequeño bastardo! ¡Vete! -gritó-. ¡Vete, y se acabó!
Estaba de pie, mirando con ojos parpadeantes al capitán, arrodillado con la mano en la mejilla. Ella temblaba de rabia, pero el capitán no parecía tomarla en serio. En su rostro seguía la misma sonrisa de antes, aunque un poco más fría, un poco más rígida. Y la sonrisa se hizo aún más honda cuando cogió a la mujer de las rodillas, la hizo caer de un rápido tirón y, apenas volvió a levantarse, le dio dos golpes secos en la cara con el dorso de la mano.
Ella recibió los golpes en silencio, ni siquiera se llevó las manos a la cara, como si no hubiese sentido dolor alguno. Sus ojos eran tan sólo delgadas ranuras negras en la blancura de su rostro.
El capitán rebuscó en su cinturón y sacó una moneda de oro que lanzó al aire, la volvió a atrapar en la palma de su mano y se la arrojó a Lope. La mujer siguió la moneda con los ojos, sin mover la cabeza.
– Ya te he dicho que es mi mozo -dijo el capitán. Sonaba conciliador, casi dulce. Y en el mismo tono, continuó-: Y como es mi mozo, puede tener a la mejor puta. A la mejor de todas, ¿entendido?
Ella mostró los dientes. En sus pómulos empezaban a aparecer las huellas de los golpes. Estaba callada, pero su mirada oscilaba entre el capitán, Lope y la mano de Lope, cerrada alrededor de la moneda. Luego una sonrisa se formó en su rostro, se recostó en los cojines y echó la cabeza hacia atrás, dejando volar su cabello. Con su voz profunda, arrullante, que no había dejado de resonar en los oídos de Lope desde que la había escuchado un rato antes en el establo, dijo:
– ¿Qué quieres, viejo amigo? No tengo nada contra este granujilla. Pero tú has pagado por toda la noche. Ésta es tu noche. ¿Quieres compartirla con un chiquillo?
La mujer cogió la jarra de vino, miró dentro, volvió la cabeza hacia la pared de cortinas y gritó:
– ¡Mira! -El grito fue tan fuerte que Lope se sobresaltó. Doda, volviéndose hacia el capitán, añadió, nuevamente con su voz profunda e insinuante-: La muchacha sigue allí. Si este joven gallo quiere saltar, déjalo que salte sobre la pollita.
El capitán rezongó algo incomprensible, entornando los ojos. La mujer volvió a gritar, con voz aún más penetrante que antes:
– ¡Mira!
En ese mismo instante la muchacha apareció entre las cortinas. De pie, con la cabeza gacha, esperó las órdenes de su ama. Llevaba puesta una sencilla blusa azul que le llegaba hasta las rodillas. Su cabello era tan negro como el de su señora, pero no tan rizado, y su piel no era tan clara. Y era más joven, mucho más joven; era casi una niña, y delgada como una ninfa.
– Necesitamos vino, pequeña -dijo la mujer. Esta vez, su voz no sonó poco amable.
La muchacha se acercó. Iba descalza, y sus pies no hacían el menor ruido. Se inclinó para recoger la jarra, sin levantar la mirada del suelo.
– Y llévate contigo a este chico -agregó la mujer-. Es el mozo de este señor, ¿has entendido? Ocúpate de que el chico lo pase bien en mi casa.
La muchacha se había quedado quieta, con la jarra en la mano, y, a pesar de que seguía con la cabeza gacha, Lope notó que le echaba miradas furtivas. El apenas se atrevía a respirar. Miró al capitán en busca de ayuda, pero el capitán tenía los ojos cerrados y parecía no haber oído a la mujer.
– Venga, chico, ve con ella -lo instigó la mujer-. Ve con ella. Es una muchacha muy bonita, mírala bien.
Lope no se movió. La muchacha seguía inmóvil, esperando y examinando a Lope con la mirada. Y Lope creyó ver en su boca el esbozo de una sonrisa. Nadie decía nada, hasta que de pronto el capitán interrumpió el silencio.
– ¡Bien, ve! ¡Ve! ¡Coge a esa muchacha, atiéndela! ¡No me hagas quedar mal! -dijo con voz ronca y haciendo un amplio movimiento con el brazo. Ya estaba otra vez como en otro mundo; apenas podía abrir los ojos.
Lope se levantó y siguió a la muchacha a la parte anterior de la casa, separada de esa habitación por la cortina. El fuego se había consumido. Lope apenas si podía ver nada. Siguió a la muchacha a tropezones, se sentó junto al fogón, en un banco que le señaló la chica, y observó en silencio cómo levantaba una trampilla del suelo y se sumergía con la jarra de vino en la bodega. Reinaba tal silencio que Lope oía los latidos de su propio corazón.
Miró la moneda, que aún tenía en la mano, y la guardó cuidadosamente en su cinturón. No estaba dispuesto a entregar esa moneda por una muchacha, por ninguna muchacha del mundo. Esa moneda era para él mucho más que un pedazo de oro cualquiera, era la primera paga que recibía en toda su vida. El capitán nunca le había pagado nada, ni medio penique, por sus muchos servicios. No era dueño de nada, ni de las armas que manejaba ni del caballo que montaba, ni siquiera de la ropa que llevaba puesta. Todo pertenecía al capitán. Hasta lo que conseguía luchando tenía que entregárselo a su señor. No era dueño de nada, a excepción de ese dinar de oro que el capitán le había dado ahora. Ese dinar de oro le pertenecía a él solo, era como un tesoro, una prueba de que el capitán lo reconocía verdaderamente como su mozo. Ya no era un insignificante mozo de cuadra que podía darse por contento si su señor no lo despedía; ahora era un valioso escudero remunerado por sus servicios. Sentía la moneda a través del cuero del cinturón, redonda y dura. Jamás se separaría de esa moneda, por nada del mundo.
La muchacha subió de la bodega con la jarra llena para su señora. Luego volvió a bajar, regresó con una pequeña bota de cuero y se sentó al lado de Lope.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó la muchacha susurrando.
Lope dijo su nombre.
– Yo me llamo Mira -dijo ella.
– Lo sé -contestó él. No tenía intención de entablar una larga conversación con la muchacha.
Ella le alargó la bota.
– Bebe -dijo-. Es un buen vino.
Lope cogió la bota, pero no bebió. Eh vino no le interesaba. Demasiado vino había visto beber al capitán, demasiadas veces lo había visto vomitar.
– ¿Qué pasa? -preguntó la muchacha-. ¿Nunca has bebido vino?
Lope creyó sentir un tonillo burlón en su voz; se encogió de hombros, resopló desdeñoso y se echó un buen trago a la garganta. La muchacha no debía sospechar que el vino se le subía a la cabeza enseguida.
La chica cogió la bota, echó atrás la cabeza y dejó caer el vino. Estiró el brazo sin que el chorro abandonara la abertura de su boca y volvió a acercar la bota a sus labios, dejando que el vino le corriera por la garganta, sin tragar. Dios santo, la muchacha era aún más joven que Lope, pero manejaba la bota como una vieja tabernera. Sonrió a Lope. Sus dientes blancos brillaron en la oscuridad.
– ¿Con quién preferirías hacerlo? -preguntó la muchacha-. ¿Conmigo o con la señora?
La pregunta precipitó a Lope en una terrible confusión. No tenía ni la más remota idea de qué debía responder. Sabía a qué se refería; había estado presente muchas noches en las que el capitán se llevaba una criada a la cama. Había observado a través de la penumbra los salvajes jugueteos y embates, y había oído los jadeos y gemidos. Conocía todo aquello, y conocía asimismo la inquietud que lo embargaba de repente, y los chistes verdes y las historias lascivas que se contaban en las mesas de las tabernas y alrededor de las hogueras. Sabía todo lo que ocurría entre un hombre y una mujer, pero el misterio mismo lo ignoraba.
– Dime, ¿con quién preferirías acostarte? -volvió a preguntar la muchacha, arrimándose a Lope hasta que sus cuerpos se rozaron.
– ¿Cómo dices? -respondió Lope, sólo por decir algo. Se sentía espantosamente estúpido, y avergonzado. Se alegraba de que el cuarto estuviera oscuro.
– Hay muchos señores que prefieren acostarse conmigo – dijo ella. Su voz sonó orgullosa, y Lope comprendió que la muchacha sabía todo lo que él aún ignoraba, y esta idea lo excitó. Sentía el calor de aquel cuerpo a su lado, veía tan de cerca sus ojos, que lo miraban sin temor, sus rápidos movimientos de cabeza, con los que se apartaba el cabello de la frente. En ese instante, Lope habría dado gustoso la mitad de su vida a cambio de la experiencia del capitán.
La muchacha le dio la bota.
– ¿Quieres? -preguntó.
Lope bebió ávidamente, dando largos tragos y sintiendo cómo le corría el vino por la garganta y lo calentaba desde dentro. Era la primera vez que el vino le gustaba.
La chica le quitó la bota de la mano.
– Tienes que hacer como yo -dijo sosteniendo la bota frente a los labios de Lope, y cuando éste, obediente, abrió la boca, dejó que el hilo de vino cayera en su garganta. Lope se atragantó y el vino le cayó en la cara.
La muchacha se echó a reír, pero al instante se tapó la boca con la mano y se quedó quieta, escuchando con la cabeza tendida hacia la cortina. Ambos prestaron atención, conteniendo el aliento, pero todo estaba en silencio, nadie parecía haberlos escuchado.
– No debemos hacer ruido -susurró la muchacha con expresión de complicidad, con un dedo sobre los labios. Estaba ahora tan cerca que Lope podía sentir su respiración rozándole la piel.
– ¿Quieres que te dé un beso? -preguntó la muchacha.
– ¿Por qué no? -dijo Lope. Ya no reconocía su propia voz. Estaba rígido como un palo, inmóvil. Entonces sintió los labios de la muchacha sobre su boca, dulces y suaves a pesar de la ligera presión, y, de pronto, sintió que algo se abría paso entre sus dientes y tardó en comprender que era la lengua de la chica, que se había metido, ágil e inquieta, dentro de su boca. Por un terrible instante, Lope pensó que la muchacha lo había seducido sólo para introducir en él una misteriosa magia. Pero el pensamiento desapareció tan rápidamente como había venido, mientras la chica se arrimaba aún más a Lope y rodeaba su cuello con los brazos. Lope ya no pensaba, simplemente dejaba que la muchacha hiciera con él lo que quisiera. Se entregó expectante a sus labios, a su lengua, a sus sabias manos.
Entonces, de repente, la voz de la señora retumbó en sus oídos como un ruido espantoso rasgando el silencio. La muchacha se separó de Lope y se levantó de un brinco, y Lope la vio ir hacia la cortina atusándose el pelo al caminar.
– ¡Mira! -llamó la mujer-. ¡Mira!
La muchacha desapareció tras la cortina, y Lope escuchó que la mujer le decía algo. Al volver, la chica se detuvo en la abertura de las cortinas y le hizo una señal para que se acercara.
– ¡Ven! -le llamó con voz contenida, y cuando ya Lope estaba a su lado, añadió en tono muy bajo-: La señora quiere que vayas con ella. – Su voz sonaba sofocada, y Lope creyó ver que las manos le temblaban al apartar la cortina, pero no tuvo tiempo de pensar en ello.
La mujer seguía sentada en el mismo lugar, recostada perezosamente entre los cojines. El capitán estaba a su lado, a cierta distancia, cerca de la pared, tumbado de espaldas, con las piernas y los brazos estirados y la cabeza ladeada. Daba ronquidos irregulares y entrecortados.
– Siéntate, pequeño -dijo la mujer señalando con mano desidiosa el espacio junto a ella. Lope vaciló. Estaba alerta, no había olvidado los ojos con que la mujer había seguido el dinar de oro que el capitán le había arrojado. Se detuvo a dos pasos de la mujer. Ella golpeaba impaciente con la palma de la mano el cojín que tenía a su lado y, al ver que Lope seguía remiso, se inclinó hacia él y lo atrajo hacia sí tirándole del cinturón. La mujer sonrió a Lope con expresión ausente y le alcanzó la jarra de vino.
– ¡Bebe, pequeño! ¡Bebe conmigo!
La jarra estaba llena en una cuarta parte, y, por lo visto, el resto se lo había bebido ella sola. Movía la lengua con torpeza, y le costaba trabajo mantener la cabeza erguida. Instó a Lope a beber más. Se puso a hablar del vino, cómo lo había conseguido, lo caro que era, el trabajo que le había costado conseguirlo, la desvergüenza con que el vinatero había intentado estafarla. Siguió instando a Lope a beber más y más, y cada vez que se inclinaba sobre él, se ensanchaba un poco más la abertura del vestido.
Lope sentía que el vino se le estaba subiendo a la cabeza, e intentó apartarse de la mujer para escapar de sus manos, pero ella ya lo tenía cogido con fuerza.
– ¡El capitán! -dijo Lope en un desesperado intento de espantar a la mujer.
– El capitán no despertará hasta la mañana -dijo ella, al tiempo que sus manos se metían entre los cabellos de Lope y empujaban la cabeza de éste hacia su pecho. Y Lope se sumió en una nube de perfume de rosas, vaho de vino y olor a sudor, se sumió en esa carne suave, blanca, tibia, se rindió a las manos de la mujer, que parecían conocer cada parte de su cuerpo, dejó de defenderse. Oyó la voz de la señora, ronca y extrañamente excitada, se tumbó entre los cojines, sintió el peso de la mujer posándose sobre su cuerpo y vio a través del velo de sus cabellos al capitán, con la boca abierta al dormir, los amarillentos dientes de caballo, las bolsitas de saliva que le colgaban de la comisura de los labios. Cerró los ojos. En algún lugar de su cerebro bullía la idea de que era la negra Doda quien lo tenía entre sus brazos, la bella Doda, con la que soñaban todos los hombres del campamento; y pensó qué dirían cuando se lo contara. Y, por un instante, pensó también en la muchacha que esperaba allí fuera, en el dulce contacto de sus labios sobre su boca, y lo acosó también el recuerdo inquietante del dinar de oro escondido en su cinturón. Pero entonces le ocurrió algo que extinguió todos sus pensamientos, arrojándolo a un desenfrenado remolino que lo arrastró consigo como un violento torrente.
Día trigésimo noveno del sitio según la cuenta oficial, que empezó el día en que los señores entregaron ante las puertas de la dudad sus escritos sellados exigiendo la capitulación. Por lo visto, también en la guerra se presta gran atención al orden y al derecho, lo cual no deja de ser desconcertante para un civil como yo, que imaginaba la guerra como algo mucho más incivilizado. La guerra empieza sólo cuando se ha entregado formalmente al adversario la declaración de guerra. No se habla de conseguir un botín; los señores sólo defienden sus derechos. El rey de Aragón ha manifestado en su escrito que Barbastro tiene que reconocerlo como soberano, porque, según un antiguo derecho, la ciudad estaba sometida a sus antepasados. Sire Robert Crispin, el jefe de nuestra tropa, afirma incluso que toda Andalucía pertenece por derecho a su señor, el obispo de Roma. Los señores franceses quieren devolver a los habitantes cristianos de Barbastro sus antiguos derechos. Al parecer, toda la campaña esta montada sólo para reimplantar antiguos derechos.
También la realidad de la guerra parece distinta de lo que yo esperaba. Hasta ahora no había combates de ningún tipo, ni ataques, ni ruido de espadas. De tanto en tanto caen unas pocas flechas, cuando alguno se atreve a acercarse demasiado a las murallas de la ciudad, o caen un par de proyectiles de catapulta sobre el lugar donde se construye la torre de asedio; nada más. Todo está en calma. Los unos esperan lo que puedan hacer los otros. Por una parte, está la ciudad, segura al amparo de sus altas murallas; frente a ella, los sitiadores, igualmente atrincherados detrás de fosos, muros y palizadas, como si también ellos estuvieran sitiados. En el centro, una especie de tierra de nadie, en la que ambas partes pueden moverse con relativa libertad. Durante el día es usual ver gente de la ciudad ocupándose tranquilamente de sus huertos fuera de las murallas. Y hasta hace poco incluso enterraban a sus muertos en el cementerio, que se encuentra entre nuestro campamento y el al-Qasr. (Dejaron de enterrarlos fuera de las murallas de la ciudad sólo cuando cierta gentuza empezó a desenterrar a los recién sepultados para robarles las joyas y las mortajas.) De hecho, en las primeras semanas del sitio un observador sin experiencia, como yo, podía llevarse la impresión de que la guerra no es más que una competición inofensiva, más bien incruenta, en la que las armas sirven sólo para hacer ruido, no para matar.
En cualquier caso, desde hace algún tiempo puede intuirse que esta calma ya no durará demasiado. El aburrimiento de la vida en el campamento se ha transformado en una perniciosa irritabilidad, que puede descargarse en terribles peleas entre los soldados y violentas disputas entre los señores. El ejército de sitio ya no es una tropa unida. Cada unidad vigila celosamente el territorio que ocupa. Caballeros franceses atacan a gente del rey de Aragón cuando regresan de alguna expedición punitiva, y les arrebatan el botín. Una tropa de arqueros de nuestro campamento ha obligado a los tolosanos, que tienen su campamento más al este, a orillas del río, a soltar tres fugitivos. Hubo dos muertos. Los señores discuten sin cesar sobre cuestiones tácticas y sobre el reparto del esperado botín.
Por otra parte, los más juiciosos están convencidos desde hace tiempo de que tan sólo existe una mínima posibilidad de tomar la ciudad. Las murallas son demasiado fuertes, y en la ciudad no faltan víveres ni agua. Los hombres del rey de Aragón están construyendo una torre de asedio, con la que acometerán contra la parte más estrecha del al-Qasr, que está especialmente fortificada. Los expertos afirman que es una empresa sin esperanzas. Nuestro sire también está construyendo una torre móvil del mismo tipo, a mitad de camino entre el campamento y la ciudad. Cuando esté terminada, será llevada por la gran plaza a la muralla sureste de la ciudad. Pero aún faltan como mínimo seis semanas para que esté terminada, y entonces aún habrá que llenar el foso de tierra para poder acercar la torre a la muralla.
Por eso, las esperanzas de los sitiadores se concentran en el suburbio, protegido sólo por el río, que en esta época del año no representa un obstáculo, y por la palizada, que no parece infranqueable. Además, el suburbio está repleto de campesinos de los alrededores, y hay hambre, como sabemos de boca de los fugitivos que intentan huir de la ciudad al caer la noche. El número de esos fugitivos ha aumentado considerablemente en los últimos días. Intentan escabullirse entre los campamentos y escapar del cerco bordeando el río. Los franceses y la gente del conde de Urgel vigilan cada noche. Muchos fugitivos son capturados y robados, y, si son jóvenes, vendidos a los traficantes de esclavos, que ahora pululan por los campamentos cercanos al suburbio.
Entretanto, también en nuestro campamento empieza a decirse que donde puede conseguirse un buen botín es en el suburbio, más que en el sector que nos corresponde. Muchos salen secretamente por la noche a buscar su parte. Desde hace unos días, circulan también rumores de que se ha planeado un ataque al suburbio. Según parece, los rumores se están confirmando, y todo apunta a que el ataque tenga lugar mañana. Por lo visto, el rey de Aragón ha intentado impedirlo hasta el último momento, con la esperanza de que se pudiera obligar a toda la ciudad a negociar la rendición cuando el hambre se hiciera insoportable en el suburbio. Esta mañana, el rey ha convocado en asamblea a todos los comandantes del ejército de sitio. La mayoría de los señores franceses acantonados frente al suburbio, lo mismo que el conde de Urgel, no se han presentado a la asamblea, según me he enterado por boca de nuestro hidalgo español.
Y hay también otros indicios. Según información de Ibn Eh, los caballeros franceses sólo están obligados a servir a sus señores en la guerra hasta un máximo de cuarenta días al año. Mañana se cumplirán cuarenta días desde que se inició el sitio. La fecha también parece jugar un papel importante. Según el calendario cristiano, mañana es 15 de junio. En los campamentos de los franceses corren historias de un caballero llamado Roland, un vasallo del gran emperador franco Carolus. Según dicen, monjes franceses cuentan todo tipo de hazañas heroicas de este caballero, y trovadores cantan sobre él. Las historias narran que este caballero habría marchado con el emperador a Andalucía, habría vencido en duelo a varios caballeros del príncipe de Zaragoza y, al regresar con la retaguardia del ejército imperial, habría caído en una emboscada en el paso de Roncesvalles, encontrando allí la muerte. Al parecer, estas historias se cuentan para despertar sentimientos de venganza en los caballeros franceses y su séquito. En cualquier caso, muy sugestivo es que se dé como fecha de muerte de este Roland el 15 de junio.
También en nuestro campamento reina hoy una inusual actividad, a pesar de que estamos al otro lado de la ciudad y de que sólo un pequeño extremo del sector normando limita con el suburbio. Nadie sabe nada en concreto, pero todo el mundo parece olerse algo. Y ya he comprobado que los soldados tienen un olfato muy fino.
Yunus cerró el cuaderno y lo guardó junto con los utensilios de escritura en una jarra de barro, que metió en un agujero cavado en el suelo de la choza de esteras en la que vivía con Ibn Eh. Luego volvió a colocar la alfombra de césped que ocultaba el agujero y la pisoteó para asegurarla. En el campamento, todo lo que no estaba cuidadosamente oculto o vigilado terminaba siendo robado. Los soldados también habían demostrado poseer un gran talento en este sentido.
Cuando salió de la choza, el sol estaba tan bajo que ya no cegaba la vista. Se sentó a la entrada de la choza y observó a Lope, que estaba ensillando el caballo del hidalgo. La silla que ponía al caballo era la de pelea, con el respaldo alto. Al parecer, también el hidalgo preparaba algo. Tal vez sabía más de lo que había dicho.
Ibn Eh venia de la puerta norte, por la ancha calle del campamento. Yunus salió a su encuentro. El comerciante se había marchado a primera hora de la mañana; esos últimos días había andado mucho por los distintos campamentos, donde, al parecer, había encontrado muchos comerciantes.
– Yo tenía razón -dijo Ibn Eh en hebreo sin esperar la pregunta-. Esto se pone en marcha. Mañana al amanecer.
Yunus sabía que Ibn Eh se había puesto en contacto con dos judíos de Barcelona que tenían negocios con el conde de Urgel y que se habían reunido en el campamento del conde hacía seis días. Ibn Eh siempre encontraba fuentes de información fiables.
– Un ataque al amanecer, sólo con escalas, ¿puede tener éxito? -preguntó Yunus, dudándolo-. ¿Acaso en el suburbio no saben también desde hace tiempo que se está cocinando un ataque?
– Supongo que lo saben -dijo Ibn Eh-. Pero, a pesar de ello, la gente con la que he hablado está convencida de que el suburbio caerá. Supongo que el conde de Urgel ha tomado sus precauciones. En el suburbio hay una gran comunidad cristiana, en la que probablemente se encuentran también algunas familias de Urgel. El conde les ha garantizado un trato indulgente; a cambio, un sector de la palizada, cuya defensa corresponde a los cristianos, se rendirá sin luchar. Más o menos así es como sucederá todo.
Siguieron caminando el uno al lado del otro, en silencio.
– ¿Y después? -preguntó Yunus-. ¿Que ocurrirá después?
Ibn Eh vaciló antes de responder.
– Espero que después se dé por terminada la guerra -dijo finalmente-. Harán un muy buen botín, que alcanzará para todos aunque el conde de Urgel sólo ceda una parte. Y después no tardarán en decidir que la ciudad no es tan fácil de conquistar como el suburbio, y se retirarán. Ninguno de los hombres que rodean al conde creen posible tomar la ciudad.
Cuando llegaron a la puerta de su cabaña, parte del sol ya se había hundido en el horizonte. El hidalgo y su mozo pasaron junto a ellos. Ambos a caballo, ambos bien armados. El hidalgo los saludó:
– Pronto tendrá trabajo, hakim -gritó riendo.
Yunus e Ibn Eh los siguieron con la mirada.
– La noche de los saqueadores -dijo Ibn Eh en voz baja-. Pobre gente, la del suburbio. Que Dios los ampare.
Uno de los dos centinelas de la torre levantada junto a la puerta del campamento se inclinó sobre el pretil y gritó hacia abajo:
– ¡Eh, viejo! ¿Cómo ha ido? ¿Una noche caliente? ¿Todavía la tienes tiesa?
El capitán no respondió. Iba sentado perezosamente en su silla de montar. Lope lo observaba desde su caballo, que mantenía medio cuerpo por detrás de la montura del capitán, como estaba prescrito. Eh capitán había pasado casi todo el día tumbado en su camastro, maltrecho y malhumorado. No había dejado de incordiar a Lope y al cabañero encomendándoles una tarea tras otra: que trajeran agua fresca, que lo abanicaran, que ahumaran la cabaña con enebro, que fueran a por el hakim. Había estado de tan mal humor como no lo estaba desde hacía mucho tiempo. Pero Lope lo había soportado con paciencia. Él se sentía bien. Por la mañana, cuando volvieron al campamento y descubrió que la maldita puta había conseguido arrebatarle el dinar de oro, Lope casi había llorado de rabia. Pero ahora aquello ya estaba olvidado, ya no le importaba. Se sentía mejor que nunca. Algo había cambiado. El capitán ya no era tan grande. Y él mismo ya no era tan pequeño ante el capitán. Llevaba la cabeza alta.
Se unieron a los otros, que ya estaban reunidos a las puertas del campamento. El sire había ordenado a la guardia aumentar al triple las fortificaciones de la torre de asedio. La palizada del lado posterior de la fortificación aún no estaba completamente cerrada, y se temía que los moros de la ciudad pudieran emprender un ataque para destruir la construcción. Todo el mundo sabía que algo sucedería esa noche. Los arqueros tenían orden de disparar a cualquiera que se alejara del campamento o de las fortificaciones sin permiso.
Lope se echó a dormir cerca de la torre en construcción, abrigado del viento por una pila de maderos, junto a los dos caballos. Cuando lo despertaron, al empezar la tercera guardia, seguía con sueño, pero el viento fresco de la noche no tardó en despejarlo. El cielo estaba poblado de estrellas. Desde el pasadizo de la palizada se veía toda Barbastro: las torres del al-Qasr, la línea dentada de las murallas, la esbelta silueta del minarete de la gran mezquita que se levantaba tras la puerta de la ciudad. Abajo, en el valle, el suburbio se desvanecía en la oscuridad. Tampoco se veía luz en el campamento del conde de Urgel, ni en los de los franceses. Ni un resplandor, ni un ruido que dieran indicios del esperado ataque.
La luz de la luna menguante salió lentamente de su escondite tras las crestas montañosas del este. Entretanto, la mayoría de las guardias se habían reunido en la esquina noreste de las fortificaciones, que era desde donde mejor se veían el valle y el suburbio, y, aunque seguía sin verse nada especial, subieron al pasadizo y a la plataforma de la torre varios hombres a los que no les correspondía esa guardia, todos presa de un tenso nerviosismo.
La luna perdió paulatinamente su frío y tenue resplandor, y el perfil de las montañas empezó a contrastar intensamente con el cielo. De pronto, llegó desde el suburbio el redoble inquieto de un tambor, que fue seguido poco después por señales de trompeta y el repique frenético de un gong de madera. Todos supieron que el ataque había comenzado.
El cielo clareaba rápidamente, y los ruidos del nuevo día ya empezaban a sonar. Canto de gallos, rebuznos, ladridos, el trinar matutino de los pájaros, y sobre todos estos pacíficos sonidos de la naturaleza que despierta se levantaba, cada vez con más violencia, un estruendo indeterminado, que se abría paso desde el fondo del valle: multitud de gritos, señales de trompeta y el sordo tronar de centenares de tambores. Y a través de la neblina que la suave brisa llevaba lentamente río arriba, poco a poco, Lope y los demás guardias vieron qué estaba ocurriendo allí abajo.
Vieron que los hombres del conde de Tolosa avanzaban hacia el suburbio por la orilla del río. Los días anteriores habían abierto allí un pasillo a través de las huertas, talando árboles frutales y derribando los muros que delimitaban las huertas. Por ese pasillo avanzaban ahora, llevando fajinas en asnos y carros cargados hasta el tope. A ochenta pasos de la palizada se había levantado una pared de piedra, donde descargaban los hatillos de ramas secas. Otros hombres llevaban estas fajinas hasta la palizada, sosteniéndolas contra su pecho para protegerse de las flechas, las arrojaban al foso paralelo a la palizada, corrían de regreso cubriéndose la espalda con un escudo largo, y cogían nuevas fajinas. En un punto, el foso ya estaba lleno, formando un acceso de diez o quince pasos de ancho, y el montón de ramas crecía ostensiblemente. Arqueros se habían apostado a mitad de camino entre la pared de piedra y la palizada, protegidos tras escudos fijos, y mantenían a los defensores del suburbio bajo una constante lluvia de flechas. Mucho más atrás, entre las huertas, los lanceros esperaban el momento de entrar en acción.
Lope observaba el ataque con nerviosa expectación. Veía que la gente de la ciudad formaba cadenas para llevar cubos de agua a la palizada y vaciarlos sobre los montones de fajinas; veía también que los franceses arrojaban antorchas encendidas a las fajinas, y que empezaba a levantarse una gran cantidad de humo negro amarillento, que envolvía la palizada y flotaba hacia el interior del suburbio en densos nubarrones. Era como un juego extrañamente irreal. Hombres diminutos corrían de aquí para allá; a veces uno caía al suelo y no volvía a levantarse, entonces venían otros y se lo llevaban a rastras. No se veían las flechas que volaban de un lado a otro, y el fragor del combate llegaba muy atenuado. Aquello no parecía una batalla, sino más bien un juego de niños. Tampoco parecían tomárselo en serio ni el capitán ni los normandos que estaban con él. Empezaron a acompañar los esfuerzos de los franceses con comentarios críticos. Que si el viento era demasiado débil como para avivar lo bastante el fuego, que si la gente del suburbio tenía suficiente agua para apagarlo, que si todo el ataque estaba condenado de antemano al fracaso. Se burlaban del joven conde de Tolosa, que al cabalgar llevaba siempre un halcón en el puño, se hacía acompañar por tres capellanes y cargaba consigo un pesado arcón lleno de reliquias, que al parecer debían ayudarlo en el sitio. Podían verlo desde allí, rezagado, a una distancia prudente de sus tropas, protegido entre unos árboles. Con él estaban su portaestandarte y los señores de su séquito; los tres capellanes, vestidos con blancas albas y rodeados por acólitos, estaban arrodillados ante el arcón.
– Deberían arrojar ese maldito arcón al fuego, a lo mejor así conseguirían seguir el avance -dijo uno de los normandos, y los otros soltaron sonoras carcajadas, como si hubiera hecho un buen chiste.
El cielo se acharaba rápidamente, y de pronto hubo en el aire un sonido nuevo, primero casi imperceptible, luego cada vez más fuerte, hasta convertirse en un ruido ensordecedor. Lope nunca había oído nada similar, aguzó el oído presa de una gran inquietud, ni siquiera podía determinar exactamente de dónde procedía aquel extraño fragor, hasta que uno de los normandos señaló con el brazo extendido la pendiente opuesta, al otro lado del río.
– Allí -dijo el normando-. ¡Allí vienen!
Y en ese mismo instante lo vio también Lope. Toda la pendiente se movía. como un desprendimiento de tierra que cayese sobre el suburbio.
Montones de hombres alineados, provistos de escalas y fajinas, hachas y lanzas, de los cuales los más adelantados desaparecían ya tras la densa cortina de humo que flotaba sobre el suburbio. Centenares de hombres que bajaban por la pendiente lanzando gritos de guerra. Era la gente del conde de Urgel. Tenían frente a sí el río y la palizada, pero cargaban como si nada pudiera detenerlos.
Ahora todos observaban en silencio. El humo flotaba tan bajo sobre la ciudad que ya apenas podían verse el río y la palizada. Los primeros atacantes ya debían de estar muy cerca. Luego la cortina de humo se levantó por un breve instante y pudieron ver cómo llegaban los atacantes a la palizada, echaban las escalas y se dejaban caer en el interior; rebasaban la palizada como leche demasiado hervida que se derrama de la olla. Entonces los nubarrones de humo volvieron a interponerse, impidiendo la visibilidad. Pero todos lo habían visto, no cabía la menor duda: los hombres del conde de Urgel estaban dentro del suburbio; todo un sector de la palizada, delimitado por dos torres, parecía haber caído en sus manos.
El griterío se hizo aún más intenso, llenó todo el suburbio. Lope y los otros sabían qué estaba sucediendo ahora bajo esa cortina de humo. Se habían pasado semanas vigilando el suburbio. Habían visto la muchedumbre de personas que allí se hacinaban: miles de fugitivos que habían buscado protección tras las palizadas, llevando consigo todos sus enseres y pertenencias, además de los habitantes habituales con todas sus cosas. Y ahora todo parecía haber caído en manos del conde de Urgel y sus hombres. Lope casi veía cómo les subía la sangre a la cabeza a los hombres que estaban con él, cómo los embargaba la codicia.
En la palizada, junto al humeante montón de madera acumulado por los franceses, aparecieron los primeros fugitivos, que bajaban al foso con cuerdas, intentaban escabullirse por las huertas, y corrían como liebres cuando los lanceros del conde de Tolosa los descubrían y salían tras ellos. Luego, de repente, oyeron ruido de cascos y vieron salir del campamento una tropa de jinetes, quince o veinte caballos, que, a galope tendido, tomaron el camino del río. Los hombres de la guardia se miraron unos a otros. La pregunta ya no era si saldrían a cobrar su parte en el botín, sino quiénes de ellos se quedarían a vigilar las fortificaciones.
– ¡Estáis locos! ¡No podéis hacer eso! -gritó uno de los más viejos; pero para entonces los dos normandos que habían estado fanfarroneando antes ya se encontraban en la escotilla y se disponían a bajar por la escala.
– ¡Cierra el pico, viejo!
El capitán fue tras ellos. Lope quiso seguirlo, pero el viejo se interpuso ante la escotilla con la espada desenvainada y no dejó bajar a nadie más. Los mozos de los dos normandos también tuvieron que quedarse arriba. Y desde arriba vieron cómo el capitán y los otros montaban de un salto y salían a todo galope hacia la puerta posterior. Otros muchos querían salir también, venían de todos los rincones de la fortificación. Todo el que tenía un caballo quería salir, y hasta un par de arqueros que pretendían atacar a pie. Hicieron a un lado a los guardias de la puerta y salieron hacia el río envueltos en una nube de polvo; treinta hombres, como mínimo, la mitad de la guardia de las fortificaciones.
Eh viejo ordenó con estridentes voces a los guardias de la puerta que cerraran de una vez y mataran a todo el que pretendiera imitar a los otros, y, con angustiadas prisas, empezó a distribuir a los hombres que quedaban en los distintos bastiones y adarves. Puso en pie a todo el que tenía piernas, hasta a los carpinteros de la obra. A Lope lo envió a la torre cantonera que se levantaba justo frente a la puerta de la ciudad, encargándole que no perdiera de vista a los moros apostados en las murallas y que comunicara inmediatamente cualquier movimiento sospechoso.
El sol se levantó sobre las montañas del este. El suburbio continuaba sumido en una densa humareda, de modo que era imposible ver si la gente de Urgel ya se había apoderado de él o si aún estaban combatiendo. Seguían saliendo fugitivos por la palizada, pero Lope, desde su nueva perspectiva, no veía si luego eran atrapados. Tampoco veía a los hombres que habían salido en busca de un botín.
Lope dirigió la mirada a las murallas de la ciudad y a las torres de la puerta. Tras las almenas asomaban los vigías y guardias habituales, nada inusual. Todo estaba en calma, no había motivo para mantener una vigilancia especial. Lope se quedó inmóvil tras el pretil, sumido en sus pensamientos. Tenía la cabeza caliente. Le habría gustado ir con los otros, pero el viejo normando se lo había prohibido.
En algún momento percibió un movimiento en una de las hojas guarnecidas en hierro de la puerta de la ciudad, o más bien creyó percibirlo, pues tardó en comprender que aquello no era una ilusión, sino que el enorme batiente realmente se estaba abriendo. Se dio un golpe para despertarse y empezó a gritar:
– ¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen! -gritó con todas sus fuerzas, señalando la puerta y sacudiendo frenéticamente los brazos, mientras por la negra abertura asomaban ya los primeros jinetes-. ¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!
Alguno de los hombres tuvo la suficiente sangre fría como para coger el palo dispuesto para casos de alarma y golpear con él el madero colgado que hacía las veces de gong. Un cuerno empezó a sonar insistentemente en algún lugar. Lope dejó por fin de gritar. Estaba como pegado al suelo, con la mirada fija en los jinetes que se acercaban. Los más adelantados habían llegado ya al borde la plaza, y por la puerta de la ciudad seguían saliendo más, ahora seguidos también por una numerosa tropa de a pie, que avanzaba a paso ligero. No se dirigían hacia las fortificaciones, sino más al sur, como si no pensaran atacarías. Se oyeron sonoras órdenes, incomprensibles en el creciente barullo, y de pronto el viejo normando estaba al pie de la torre, rugiendo a sus hombres, que seguían arriba:
– ¡Que se queden ahí arriba tres hombres! ¡Los demás, venid conmigo!
En la plataforma eran ocho, y algunos vacilaban. Lope fue el primero en alcanzar la escala. Estaba contento de que hubiera alguien que le dijera qué hacer, estaba contento de haber superado el estupor en que lo había sumido la visión del ataque moro. Bajó rápidamente la escalinata. Abajo, esperaba un hombre que repartía las lanzas.
– ¡Vamos! ¡Vamos, vamos! -rugía el viejo.
Lope desamarró su caballo, uno de los carpinteros montó a su grupa, y salieron tras el viejo hacia la puerta posterior. La palizada entre esa puerta y la torre de la esquina sureste todavía no estaba terminada. El subsuelo rocoso había impedido cavar un foso. Todavía quedaba una brecha de cuarenta pasos de ancho que sólo estaba protegida por una cerca de la altura de un hombre, hecha con ramas y zarzales. Si los moros atacaban, lo harían por ese punto, todo el mundo lo sabía.
– ¡Ocupad vuestras posiciones! -gritó el viejo, enviando a los arqueros a las torres.
Lope se quedó junto al viejo. Como él, amarró su caballo tras la puerta, lo siguió hacia la brecha de la palizada y ocupó su lugar. Dos hombres que llevaban manojos de flechas en las manos salieron corriendo de la obra y subieron al bastión de la puerta. El viejo azuzaba a sus hombres con maldiciones y rugía pidiendo refuerzos. Lope subió al pasadizo y dejó sus lanzas a un lado. Junto a él había un muchacho alto y delgado que llevaba un traje de cuero y un yelmo deforme y basto revestido de tela. A su izquierda estaba el carpintero que había montado con él. A ninguno de los dos los había visto antes. Se sentía desgraciado, abandonado. ¿Por qué no regresaban el capitán y los otros? ¿Por qué no habían obedecido la señal de alarma? Tenían que haberla oído.
Miró por encima de la cerca: los primeros jinetes moros estaban ya a escasa distancia; al pie del montículo que impedía ver el campamento avanzaban en apretada formación; y por la derecha se aproximaban rápidamente en grupos, gritando, con sus escudos redondos resplandecientes al sol y banderas ondeando en torno a sus yelmos. El aire estaba impregnado de atabales que retumbaban sordamente en el estómago, y de penetrantes silbidos que desgarraban los nervios. ¿Cuántos eran? Dios santo, ¿cuántos eran los que se acercaban? ¿Y cuántos había tras la cerca para rechazar el ataque? No había más de una docena de hombres en toda la brecha, en su mayoría mozos jóvenes como él mismo. Tras esa cerca baja no tenían ninguna posibilidad, ni la más mínima.
Los moros estaban ya inquietantemente cerca; los primeros, a sólo cincuenta pasos, tan cerca que Lope podía verles las caras, las bocas abiertas profiriendo gritos de guerra. Los arqueros de las torres habían empezado a cubrirlos de flechas, pero ahora también los moros disparaban, sin dejar de correr o galopar. Lope se agachó involuntariamente cuando las primeras flechas pasaron silbando sobre su cabeza, para clavarse entre las ramas de la cerca. Por el rabillo del ojo vio que el muchacho del extraño yelmo arrojaba la primera lanza. Se levantó, arrojó también su lanza hacia los moros, sin apuntar, y de repente advirtió, al coger la segunda lanza, que el carpintero ya no estaba a su lado. Vio al viejo correr a tropezones hacia la puerta y a tres hombres huyendo agachados de la cerca hacia la obras. Vio al viejo gritar, sin oír lo que gritaba; el rugido ensordecedor de los atacantes estaba ya tan cercano que apagaba cualquier otro sonido. Y se quedó como petrificado, hasta que vio que el carpintero estaba junto a su caballo, intentando tranquilizar al espantado animal para poder montar. Entonces Lope echó a correr, dejándolo todo, su escudo, las lanzas listas para ser arrojadas. Vio a los otros huir a toda prisa hacia el interior de las fortificaciones; vio al carpintero salir a toda rienda en su caballo, a la grupa del viejo, y de pronto se encontró solo bajo la torre de la puerta. Al volverse, vio que los primeros moros ya estaban cruzando la cerca. Siguió corriendo llevado por el pánico. Se adentró entre las barracas de la construcción y los montones de maderos apilados junto a la obra, tropezó, se arrastró a cuatro patas por un estrecho callejón formado entre una de las barracas y una pila de pieles de vaca frescas de la altura de un hombre, se metió entre las pieles tiesas y viscosas, se detuvo, jadeando, se tumbó, todo el cuerpo le temblaba, estiró las piernas, cerró los ojos, como un niño pequeño que cree que se hace invisible cuando él mismo deja de ver.
Se quedó temblando en su escondite un largo rato, sin darse cuenta de nada, hasta que, poco a poco, fue abandonándolo el cegador y ensordecedor ataque de miedo, y sus sentidos volvieron a percibir lo que ocurría a su alrededor. El olor dulzón y nauseabundo de las pieles se le metió por la nariz. Oyó el penetrante zumbido de las incontables moscas que pululaban a su alrededor. Oyó los gritos de los moros, ruido de cascos de caballo, fuertes golpes de hacha y el crepitar de un fuego muy cercano. Abrió los ojos y vio por la estrecha rendija que dejaban las pieles la parte baja de la torre de asedio, alrededor de la cual habían amontonado grandes hatos de leña. Era allí donde ardía el fuego. Furiosas llamaradas se levantaban devorando la madera del armazón de vigas. A través de las llamas y el humo, Lope llegaba a ver la torre de la esquina noreste de la fortificación, en la que él mismo había estado momentos antes. Vio a los hombres detrás del pretil de la plataforma superior, arrojando piedras hacia abajo y manteniendo a raya a los moros con flechas. Por lo visto, la mayor parte de los hombres de la guarnición se habían salvado alcanzando las torres, bien fortificadas. Pero en el interior de la fortificación no se oía más que a los moros. Estaban en todas partes, y en todas partes sonaban sus gritos. Prendían fuego a cada rincón. Hasta la barraca tras la cual se encontraba Lope parecía estar en llamas. Lope sentía que el calor se hacía cada vez más intenso y, de pronto, oyó el débil sonido de una trompeta repitiendo una y otra vez la misma precipitada señal, y vio que las inmediaciones de la torre de asedio quedaban desiertas y que los moros se alejaban hacia la puerta norte, situada justo frente a la ciudad. Quizá fuera que llegaban refuerzos del campamento y los moros querían evitar enfrentarse con ellos, o quizá su único objetivo había sido destruir las obras y prender fuego a la torre de asedio, y ahora se retiraban.
El calor empezó a hacerse insoportable. Lope se arrastró desesperado fuera de las pieles, ayudándose con brazos y piernas hasta salir. Reptó como una lagartija por el suelo, alejándose de las llamas, jadeando y tosiendo por el humo que le llegaba a los pulmones, y temblando por el esfuerzo. Entonces vio al hombre. Se dio cuenta al instante de que era un moro. Era un hombre mayor, mayor incluso que el capitán, y más bajo que Lope. Llevaba una tela azul alrededor del yelmo y una coraza demasiado grande, que le llegaba hasta los muslos. Eh hombre tenía una lanza en la mano derecha y un gran fardo sobre el hombro izquierdo que apenas le permitía andar. Se dirigía hacia la puerta, y llevaba prisa. Al ver a Lope, se sobresaltó tanto como el propio Lope, y se puso a gritar como pidiendo ayuda. Estaban a menos de quince pasos el uno del otro, y Lope pensaba que el hombre se daría la vuelta y echaría a correr, cuando, de repente, dejó caer el bulto, levantó el brazo y arrojó la lanza, antes incluso de que Lope pudiera ponerse de pie. La lanza pasó rozando la cabeza de Lope. Lope no la vio, sólo escuchó el ruido siseante que hizo al pasar junto a su oído. Desenvainó la espada con mano temblorosa, advirtió espantado que ya no tenía el escudo y que el hombre corría hacia él, gritando como un animal rabioso, lanzando unos aullidos demenciales. Lope quiso esquivarlo, pero las piernas no le obedecieron, y un instante después el hombre ya estaba sobre él, golpeándole. Lope cogió la espada con las dos manos y, manteniéndola firme por encima de su cabeza, intentó parar los golpes del moro, doblándose bajo la espada. Tenía frente a él el rostro del hombre, sus ojos muy abiertos, los trozos de dientes en su boca; oía sus gritos, que en cada golpe se convertían en un aullido. El hombre sólo golpeaba de arriba a abajo, como un martillo. Lope veía venir los golpes y, sin saber bien cómo, interponía una y otra vez su espada entre él y el acero que caía, sin pensar, sin sentir dolor alguno cuando era tocado. En su cabeza martilleó de repente la voz del capitán: «¡Golpea tú, no dejes golpear al otro! ¡Golpea tú! ¡Golpea tú! ¡Golpea y mata! ¡Golpea y mata!». Oía al capitán con tanta claridad como si estuviese a su lado. Pero no podía obedecer, estaba como paralizado, doblado impotente bajo su espada.
Entonces volvió a oírse el agudo y claro toque de trompetas, como una lejana señal de alarma, y el hombre se detuvo un momento, cerró la boca de golpe, apagó su grito, Y en ese mismo instante Lope cargó contra él, empujó la espada hacia delante, sin mirar, sintió en las manos que su acero había golpeado contra algo, y vio que el hombre perdía el yelmo y retrocedía tambaleándose. Entonces Lope golpeó con todas sus fuerzas, golpeó gritando con los ojos cerrados y volvió a acertar, sin saber dónde había acertado. Una ráfaga de aire caliente le azotó la cara. Abrió los ojos y vio que el hombre seguía de pie, tambaleante, los brazos a medio levantar, el rostro extrañamente perdido en una expresión de asombro y dolor. Vio la infinita lentitud con que el hombre caía de rodillas e inclinaba el torso hacia delante, hasta que su cabeza dio contra el suelo. Vio, espantado y perplejo, que el cráneo se abría en dos y dejaba salir una masa sanguinolenta, que rodó hasta sus pies. Lope abrió la boca y tomó grandes bocanadas de aire, como si se estuviera ahogando. Se dio la vuelta, pero no desapareció de sus ojos la imagen de esa masa rojiza, similar a una esponja empapada en sangre. Una sensación de náuseas le subió por la garganta, agarrotándole el cuerpo y haciéndole vomitar con dolorosas convulsiones todo lo que tenía en el estómago. Se sentía como si las entrañas se le hubieran salido por la boca.
Poco después oyó ruido de cascos y, a través del humo y el fuego y del aire caliente y trémulo, vio acercarse a un jinete. Ya no tenía fuerzas para huir. Si hubiera sido un moro, Lope se habría dejado matar sin defenderse. Pero no era un moro, sino un normando. Y cuando estuvo cerca, Lope lo reconoció: era uno de los dos que habían participado en el ataque al foso de la ciudad.
– ¿Qué ha pasado, chico? -gritó el normando, deteniéndose junto a él y empujando con la lanza el cadáver del moro, hasta dejarlo boca arriba-. ¿Lo has matado tú?
Lope no contestó.
El normando desmontó de un salto, levantó el yelmo y la espada del moro muerto y se puso a desabrocharle las correas de la coraza.
– Bien hecho, muchacho -dijo-. Muy bien hecho.
Lope observó en silencio cómo el normando desvestía al muerto: primero la coraza, luego las botas y los pantalones, hasta dejar el cadáver completamente desnudo. De pronto sintió que estaba temblando. Se sintió avergonzado e intentó reprimir el temblor. Pero no lo consiguió.
Esa mañana había caído una tormenta sobre el valle; un infierno de palpitantes relámpagos y truenos estremecedores, que rebotaban en las montañas y abrían el cielo de par en par, dejando caer ríos de agua, como si quisieran inundar todo el valle. Durante toda una hora el valle se había sumido en una negra noche. Ahora el sol brillaba nuevamente, y ya sólo recordaban la tormenta el vapor que subía del suelo y el ruido del río, que se había convertido en un furioso torrente de aguas espumosas y parduzcas.
Ningún tejado había sobrevivido al aguacero. Por todas partes se veía gente extendiendo al sol ropa húmeda, sacos de dormir y colchones, por todas partes había cuerdas para tender ropa. Todo el campamento ofrecía una imagen de inusual calma. Desde la conquista del suburbio, once días atrás, la población del campamento había aumentado considerablemente en mujeres y niñas. Desde entonces no había soldado que no se hiciera atender por una criada. A veces casi parecía que había más mujeres que hombres.
A Yunus también le habían ofrecido una criada, pero él la había rechazado, con la esperanza de que su estancia forzosa en el campamento pronto llegaría a su fin. Pero, finalmente, Ibn Eh había comprado una muchacha nada más regresar de Zaragoza, hacía tres días. Debido a la gran oferta, los precios eran irrisorios. La muchacha comprada por Ibn Eh era una criatura fuerte y joven, de catorce años, que se ocupaba con gran celo de las tareas de la casa y cuidaba a los dos judíos con conmovedor afecto. La chica había puesto para Yunus un toldo junto a la pared posterior de la cabaña. Allí estaba ahora, tumbado de espaldas, disfrutando de la sombra y de la tranquilidad reinante. Necesitaba descanso. Se sentía débil y desdichado. Nunca había sido tan consciente de su edad como esos últimos días. Desde hacía tres meses, su alimentación era insuficiente; no había probado un solo bocado de carne. Y en los últimos once días se había sumado a ello la insoportable tensión de su trabajo. Tras el combate por el suburbio había tenido que vérselas con las más terribles heridas. Había realizado incontables amputaciones, cosido heridas abiertas, extraído flechas y puntas de lanza, tratado huesos rotos, mandíbulas hechas añicos, cráneos aplastados. Había visto hombres cuyas heridas estaban más allá de todo lo imaginable, y había visto a demasiados moribundos, a quienes ya ningún médico podía ayudar. También había previsto hacer una ronda para examinar a los heridos, pero Ibn Eh lo había obligado a tomarse un descanso, aunque sólo fuera porque era sabbat. Yunus le estaba agradecido a su amigo por eso. Se encontraba al límite de sus fuerzas.
Recordó las curiosas peripecias de ese viaje. Al principio había pensado aprovechar la estancia involuntaria en los territorios francos para ampliar sus conocimientos médicos. Había estudiado el ominoso tratamiento naturista del que hablaban tantos viajeros y había examinado nuevos medicamentos, desconocidos para él. Pero no había encontrado nada aprovechable.
En cambio, en este campamento a las puertas de Barbastro, del que no había esperado nada, había adquirido una experiencia que jamás habría conseguido en su consultorio de Sevilla. Aunque bajo terribles circunstancias, había adquirido una gran cantidad de conocimientos nuevos en el ámbito quirúrgico. Solo con el gran número de heridos y las incontables operaciones que había tenido que realizar, se había convertido en un experto cirujano. El primer día había operado aún con manos temblorosas, sintiéndose tan inseguro y temeroso como un estudiante. Pero con los días había ido ganando confianza, cada nuevo caso había incrementado su talento. Había aprendido a operar con rapidez, con una tosquedad de la que a veces él mismo se asustaba, pero que, como no tardó en comprender, era la única posibilidad de terminar con tan terribles heridas. Ahora era capaz de amputar una pierna con el escalpelo y el osteótomo en menos tiempo del que necesitaba para rezar el primer salmo.
Muchas cosas las había aprendido a costa de sus pacientes, y lo único que tranquilizaba su conciencia era el hecho de que, aparte de él, no había ni un solo médico con estudios capaz de librarlo de esa responsabilidad. Los príncipes cristianos habían marchado a la guerra con una inexplicable despreocupación. Había algunos médicos de cabecera, pero éstos sólo trataban a los señores importantes. Los simples soldados tenían que conformarse con dos o tres practicantes, cuyos conocimientos eran extremadamente limitados, y con las herbolarias que seguían a la tropa vendiendo sus medicamentos milagrosos, más o menos inocuos. No se tomaba ningún tipo de precauciones sanitarias; no había ni un solo médico para la tropa. Cosas que en las unidades andaluzas se consideraban evidentes, aquí no parecían existir. El que era herido, quedaba abandonado a su suerte.
Ésa era también la causa del gran prestigio del que gozaba Yunus en todos los campamentos que cercaban la ciudad. Los soldados lo adoraban como a un hacedor de milagros. Apenas lo veían llegar, corrían todos hacia él para intentar besarle las manos, hacerle algún pequeño obsequio o colmarlo de demostraciones de agradecimiento. Lo necesitaban, dependían de su ayuda. Yunus no podía abandonarlos. Y ésa era la segunda cosa curiosa de su viaje.
Desde hacía meses vivía con la esperanza de poder volver, por fin, a casa. Estaba enfermo de nostalgia. Ahora era libre, podía marcharse cuando quisiera y no tardaría más de un mes en estar en Sevilla. Y, sin embargo, se quedaba en el campamento, por su propia voluntad.
Dos semanas atrás, Yunus e Ibn Eh habían podido convencer por fin al sire de que los dejase marchar a cambio de un pago en efectivo. El día siguiente una unidad de caballería había llevado a Ibn Eh hasta Angúes, a mitad de camino de Huesca, y de allí a Zaragoza, donde podía agenciarse el dinero.
Pero antes de que Ibn Eh regresara, un legado del papa Alejandro había llegado con un decreto de su señor, en el que ordenaba a los comandantes del ejército cristiano en campaña contra los sarracenos no molestar a los judíos ni causarles daños físicos ni materiales. Por orden del legado, el conde Ebies de Roucy había tenido que devolver la silla de montar que le entregó el sire a cambio de los dos prisioneros. Así pues, estuvieron en libertad antes incluso de que Ibn Eh volviera de Zaragoza con el dinero para comprar esa libertad.
El legado era un hombre muy singular. Yunus ya lo había visto dos o tres veces y había oído sus sermones. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, delgado, de mediana estatura, piel blanca, casi albina, y cabello cano; bizqueaba de un ojo y, en general, su aspecto exterior resultaba más bien repulsivo, pero era un gran orador, dueño de una potente voz, y un hombre de claro entendimiento. Se llamaba Hugo y llevaba el sobrenombre de Cándido. Era cardenal, y uno de los hombres de más confianza del obispo de Roma. Desde su llegada, visitaba a todos los comandantes del ejército de sitio instándolos a continuar la lucha.
Había llegado justo en el momento en que la mayoría estaba ya a punto de rendirse. Lo ocurrido once días atrás, ese baño intermitente en el éxito y el fracaso, en la victoria y la derrota, había hecho decaer el estado de ánimo en todos los campamentos. Por la mañana, las tropas del conde de Urgel habían conquistado el suburbio casi sin derramar sangre, y capturado un cuantioso botín y más de dos mil prisioneros. Poco después se había producido el ataque de los moros de la ciudad y la destrucción de la torre de asedio de los normandos, hechos que, vistos en retrospectiva, habían sido más bien un aviso, pues este primer ataque tampoco había ocasionado muchas bajas. Y después, al caer la noche, había sobrevenido la catástrofe: el contraataque emprendido por la gente de la ciudad, un ataque completamente inesperado, silencioso y amparado por la oscuridad, sobre los vencedores del mediodía, cómodamente instalados en el suburbio con su botín y las mujeres capturadas, agotados por el saqueo y medio dormidos por el abundante vino. Una terrible carnicería que se prolongó en la persecución de los fugitivos hasta el campamento del conde de Urgel, donde el propio conde resultó gravemente herido. Aquello había trastocado el gran optimismo inicial en todo lo contrario.
Yunus sabía cuántas víctimas había costado el ataque; conocía el desarrollo de los terribles acontecimientos por los relatos de los heridos a los que había tratado. Pero también los demás podían hacerse una idea. Para ello bastaba con ir a las dos puertas de la ciudad. De las torres de cada puerta colgaban guirnaldas hechas con unas doscientas cabezas: los hombres del conde de Urgel que habían perdido la vida en el ataque.
En estas circunstancias, que el legado hubiera convencido a los señores, en especial a los franceses, de continuar el sitio era algo que rayaba en el milagro y daba buena muestra de su extraordinaria elocuencia.
Yunus miró con ojos entornados la estera que le servía de toldo. Los rayos del sol se colaban por las junturas de las cañas, formando un centellante mosaico de diminutos puntos de luz. Cerró los ojos. A diferencia de Ibn Eh, Yunus no tenía el don de poder quedarse dormido en cualquier parte y a cualquier hora, pero esta vez lo venció el sueño. Estaba demasiado cansado.
Un violento intercambio de palabras lo despertó, sacándolo de un sueño pesado y confuso. Podía oír a Ibn Eh, pero las otras voces no las conocía; a juzgar por el dialecto, debían de ser hombres de las montañas, de Aragón o de Urgel. Se levantó y se dirigió a la parte delantera de la choza. Eran dos jinetes del conde de Urgel, que llevaban consigo un caballo extra ya ensillado. Yunus conocía a uno de los hombres y no necesitaba preguntar qué querían. Todo el día había estado esperando que fueran a buscarlo.
Era la segunda vez que Yunus era llamado por Ermengol de Urgel. El conde había sido herido la misma noche en que la gente de Barbastro aniquiló a sus hombres en el suburbio. Una tropa de jinetes de la ciudad había seguido a los fugitivos hasta su propio campamento. El conde y algunos de los hombres de su séquito habían salido a enfrentarse con los atacantes. Le habían puesto la armadura a toda prisa, sin abrocharle bien las hebillas. En la lucha cuerpo a cuerpo, la lanza de un enemigo se le había metido por la abertura lateral de la cota de mallas. La punta se le había clavado en la axila, se había abierto paso a través de dos costillas y había vuelto a salir, pasando entre la séptima vértebra y el omóplato. La lanza se había roto dos palmos por debajo de la punta, quedando ésta incrustada en el cuerpo del conde.
Sólo a la mañana siguiente pudo ir a atenderlo un médico, el médico de cabecera del rey de Aragón, un griego del sur de Italia que había estudiado en Salerno, un hombre joven, que bordeaba la treintena, muy seguro de sí mismo. Yunus lo había conocido en su primera visita al conde. El griego había empujado hacia atrás la punta de la lanza, había drenado el canal y lo había mantenido abierto unos días, para luego vendar muy correctamente los dos orificios de la herida. Su procedimiento había sido muy correcto, aunque Yunus, gracias a la experiencia recién adquirida, habría preferido cortar con una sierra el palo astillado de la lanza y terminar de sacar la punta, que ya asomaba dos dedos por la espalda, lo que sin duda hubiera abierto menos el canal de la herida.
Cuando Yunus visitó al conde por primera vez, hacía cuatro días, la herida ya estaba curada, los bordes ya habían cerrado y exteriormente todo indicaba un rápido restablecimiento del paciente, pero éste había empezado a mostrar unos síntomas que daban mucho que pensar: un fuerte latido bajo el omóplato, ataques de escalofríos e intensa fiebre.
Cuando Yunus entró en la tienda del conde, el médico griego estaba al pie del lecho del enfermo y, con él, el capellán del conde y algunos señores de su séquito. Todos, excepto el conde, tenían cara de preocupación. El conde parecía estar de buen humor y muy animado, o como mínimo intentaba dar esa impresión, aunque el esfuerzo de su voz y la rigidez de su cabeza delataban que sufría agudos dolores. Pero él se esforzaba por ocultar estos dolores a sus hombres.
El conde estiró el brazo sano hacia Yunus, como hacia un invitado de confianza, y lo instó a sentarse en el borde de su cama.
– Te he mandado llamar porque me gustaría conocer tu opinión sobre un experimento que nos ha propuesto este joven -dijo, señalando con la cabeza al médico griego-. Dice que deberíamos coger a uno de los prisioneros moros y clavarle una lanza con la misma punta de la que me alcanzó a mí y en el mismo sitio en que se me clavó a mí -dirigió al joven médico una mirada interrogante-. ¿Es así?
El griego confirmó sus palabras con una ligera inclinación.
En un primer momento, Yunus creyó que no había oído bien. ¿Ese médico pretendía herir intencionadamente a un hombre y luego matarlo para poder practicarle la autopsia? Quiso hacer una pregunta, pero el griego se le anticipó.
– Evidentemente, el hombre que elegiremos para el experimento tendrá que tener una estatura, constitución y edad lo más parecidas posible a las del conde. De lo contrario, no podríamos sacar ninguna conclusión útil. Pero, en caso de que demos con el hombre adecuado, confío en que encontremos indicios muy útiles del proceso de curación a lo largo de todo el canal, bajo los orificios ya cicatrizados de la herida. Además de información sobre el estado de las costillas rotas; por ejemplo, si los bordes astillados han causado alguna irritación o si los pulmones corren peligro. Y, por supuesto, también información sobre la mejor manera de tratar una tumefacción interna, en caso de que se haya formado alguna -hablaba con serena objetividad, parco y preciso como un jefe de clínica que explica un caso a sus alumnos a los pies del lecho de un enfermo. Sin duda, tenía pensado practicar la autopsia al hombre.
Yunus lo miraba con una mezcla de repulsión y curiosidad. Se preguntaba qué podía llevar a un médico joven y talentoso a considerar la posibilidad de realizar semejante experimento, que contravenía todos los preceptos del padre de la medicina. ¿Era una desenfrenada ansia de saber, un ímpetu investigador tan intenso que disipaba todas las emociones humanas? ¿O acaso el griego sólo estaba pensando en su carrera? ¿Quería impresionar a sus señores con una propuesta espectacular: el gran especialista de Salerno y sus novísimos métodos de tratamiento?
Yunus se volvió hacia el conde.
– Disculpadme, señor -dijo con forzada serenidad-. Tengo que hacer a mi colega algunas preguntas médicas para las cuales me faltan las palabras en vuestro idioma. Permitidme que hable brevemente con él en árabe.
El conde asintió, con una pizca de desconfianza en los ojos. Yunus se quedó sentado a su lado, volviendo sólo la cabeza hacia el griego.
– ¿A qué viene ese absurdo experimento? -preguntó, dejando de lado toda cortesía, pero en el mismo tono sereno con que se había dirigido antes al conde-. Con eso no averiguaremos nada que pueda ayudar al conde. ¿Para qué, pues, esa locura?
El griego esbozó una sonrisa complaciente, que no llegó hasta sus ojos.
– No es eso lo que yo opino -dijo, sereno-. Y ya he indicado lo que espero obtener del experimento.
– No puede ser que hables en serio -replicó Yunus. Le resultaba difícil ocultar su rabia tras una voz dulce-. ¿Qué esperas averiguar en una herida once días más reciente que la del hombre al que quieres curar? Si dentro de once días haces la autopsia a tu víctima para averiguar cómo se ha desarrollado su herida, para entonces la herida del conde ya tendrá once días más. Es decir, que habrá muerto o estará en vías de recuperarse. En cualquiera de los dos casos, tu experimento no habrá servido de nada.
– Yo no creo que haga falta esperar once días para hacer la autopsia -dijo el griego sin dejarse convencer y con la misma sonrisa apagada que antes-. Me bastarán tres o cuatro días para determinar si dentro del canal de la herida hay alguna infección que pueda indicar la formación de una tumefacción. Esto confirmaría mi suposición de que hemos de contar con que ya se ha formado una tumefacción en el caso del conde.
– ¡Tu suposición! ¡Tu suposición! -lo interrumpió Yunus con violencia apenas reprimida-. ¡No cabe la menor duda de que ya se ha formado una tumefacción! ¡No hace falta un experimento para demostrarlo! ¡Los síntomas son ya bastante claros!
– El experimento me daría la certeza, y podría mostrarme un camino para llegar al tumor.
– Quieres decir que piensas operar? ¿Un tumor bajo el omóplato?
– ¿Por qué no? – dijo el griego, todavía sonriendo-. Si el experimento nos indica con certeza dónde se encuentra exactamente.
Yunus lo miró fijamente a la cara, buscando alguna señal de inseguridad o de duda. Pero no había el menor rastro de duda.
– ¡Dios misericordioso! -dijo-. Creo que eres realmente capaz de poner a uno de esos miserables contra la pared y perforarle el hombro con una lanza. Ya lo creo que eres capaz de hacerlo. Dios te castigará por ello.
El griego no parecía en absoluto impresionado. Se volvió hacia los señores del séquito del conde y dijo en un suave español, teñido de italiano:
– El hakim judío piensa que es un crimen sacrificar a un prisionero para salvar la vida del conde. -Inclinándose sobre el enfermo, añadió-: También yo lo consideraría así si ese prisionero fuera cristiano. -Levantó el dedo índice-. Pero yo he propuesto elegir para este sacrificio a un sarraceno, a un enemigo de Nuestro Señor Jesucristo, a un maldito pagano. ¿Por qué no habría de morir uno de los diabólicos prosélitos del profeta Mahoma, si con su muerte puede salvarse la vida de un caballero cristiano?
Se hizo silencio y todos miraron a Yunus; todos, salvo el joven médico. Yunus comprendió que la decisión ya había sido tomada. No sabía si tendría sentido decir algo en contra.
– Señor -dijo-, estoy de acuerdo con mi joven colega de Salerno en que se ha formado un tumor en vuestra herida, una pústula localizada dentro de vuestro cuerpo. Puede suceder que ese tumor se abra y que la pus envenene todo el cuerpo, y que Dios ponga así fin a vuestra vida. Pero también puede ocurrir que la tumefacción involucione o se encapsule, y que dentro de tres semanas podáis estar de pie como un hombre completamente sano. Nosotros, los médicos, no podemos hacer más que reforzar las energías de vuestro cuerpo con una alimentación y unos medicamentos tonificadores, y con compresas de médula espinal y sebo de vaca. No podemos extirpar el tumor. Todos los maestros de la medicina están de acuerdo en que en ningún caso es aconsejable operar cuando se trata de una tumefacción situada muy en el interior del cuerpo.
El griego echó a Yunus una mirada cargada de fría arrogancia.
– Si he propuesto el experimento es precisamente porque conozco los riesgos de una intervención semejante. Nos será de ayuda incluso en caso de extrema necesidad, cuando Dios haya tomado su decisión y nos quede la única posibilidad de una operación.
Yunus observó al conde y a los hombres de su séquito, callados y sombríos al otro lado de la cama. Era inútil enfrascarse ante ellos en una discusión médica.
– Señor -dijo en voz baja-, pensad también que Dios podría desaprobar que se asesine a un gentil que algún día podría hallar el camino hacia Cristo.
– Yo he propuesto elegir a un pagano incorregible -respondió rápidamente el griego, y por primera vez pudo oírse en su voz un ligero nerviosismo-. ¡Un pagano incorregible! -repitió dando un mayor énfasis a sus palabras.
– También un pagano incorregible podría aceptar algún día el bautismo, para salvar su alma -dijo Yunus serenamente, sin quitar los ojos del conde-. Pensad, señor, que, el Día del Juicio, Dios podría reclamaros su alma. -Calló y por unos instantes volvió a reinar el silencio. Pero esta vez eran las palabras de Yunus las que habían calado hondo.
El conde miró en busca de ayuda a su capellán, que se encontraba de pie a la cabecera de la cama.
– Ya has oído lo que ha dicho. ¿Y bien? ¿Es cierto lo que afirma?
Eh capellán hizo rápidamente la señal de la cruz. Era un anciano al que ya no le hacía falta afeitarse la tonsura y cuyas mejillas colgaban fláccidas bajo unos ojos brillantes de mirada extrañamente infantil.
– Sólo Dios sabe… -empezó a decir, vacilante.
– No quiero saber lo que Dios sabe, quiero conocer tu opinión -lo interrumpió bruscamente el conde. Estaba inseguro. Era evidente que temía por su vida, pero también temía por la salvación de su alma.
El capellán se inclinó sobre su oído y le susurró algo. Yunus no pudo entender lo que dijo. Esperó a que el capellán volviera a enderezarse y añadió rápidamente:
– Señor, yo puedo haceros una propuesta que os evitará tomar una decisión que quizá pueda atentar contra la gracia de Dios. Os propongo que hagáis el experimento con un animal, en lugar de con una persona.
– ¿Con un animal? -le salió al paso el griego, en manifiesto desacuerdo-. ¿Cómo podría utilizar un animal, que tiene una estructura corporal completamente distinta…?
– Obviamente, habría que elegir un animal que se parezca en cierta medida al ser humano -interrumpió Yunus. Pensó febrilmente qué tipo de animal podía proponer. Tenía que ser un animal que pudiera conseguirse con facilidad. Pensó en los monos disfrazados que llevaban consigo algunos juglares, pero la idea no le pareció buena. El conde podía sentirse ofendido. Un animal doméstico tampoco serviría. Yunus sintió que todas las miradas se dirigían hacia él, y estaba a punto de proponer a los monos, cuando pensar en los juglares le dio la idea salvadora-: Podríamos utilizar un oso. -Hacía poco había visto en el campamento a un domador con dos osos bailarines amaestrados-. El oso no sólo tiene un tamaño similar al de un hombre, sino que, además, tiene la capacidad de andar erguido, como el ser humano.
El griego abarcó de una rápida ojeada al conde y a los señores de su séquito. Sabía que había perdido.
– La propuesta es aceptable -dijo finalmente el joven médico, inclinándose ligeramente ante Yunus.
El conde estaba visiblemente aliviado. Como despedida, hizo entregar a Yunus un gran jamón de cerdo. El pequeño país que gobernaba estaba en lo alto de las montañas, al norte de Lérida, y lo componían unos pocos valles de alta montaña habitados por pastores y pequeños campesinos. Como probaba aquel regalo, tampoco él, al parecer, había viajado hasta mucho más allá de las fronteras de su pequeño condado.
Aún era de día cuando Yunus regresó al campamento. Pero ahora empezaba ya a anochecer. Los carpinteros habían construido una tribuna en el espacio libre que se extendía ante la tienda del sire, y ahora estaban atando antorchas a los postes levantados en las esquinas. Al legado le encantaba hacer sus discursos al anochecer. Por lo visto, era consciente de que su aspecto físico era menos impresionante que su voz. Yunus se apresuró a llegar a su choza.
Más tarde, cuando Yunus e Ibn Eh se habían sentado a comer, empezó a llegar hasta ellos la voz sonora y plena del legado. La dirección del viento les permitía escuchar cada palabra. Sonaba como si el legado se encontrara al lado de su choza.
Su sermón era fustigante y guerrero. Llamaba a sus oyentes «soldados de San Pedro», «soldados de Nuestro Señor Jesucristo», hablaba de «guerra santa contra los impíos» y afirmaba que cada uno de cuantos dejaran la vida luchando contra los sarracenos sería un «mártir en Cristo». Luego, elevando la voz, anunció un mensaje de su señor, el obispo de Roma, según el cual todo aquel que tomara parte en la lucha contra los impíos se haría merecedor de un indulto, que lo absolvería de todos sus pecados.
– ¡Dejad que Cristo sea vuestro abanderado! -gritó-. ¡Permitid que Cristo marche frente a vosotros y venceréis a los paganos!
Yunus recordó una larga charla que había mantenido con el infirmarius en Conques. El joven monje le había hablado, lleno de radiante esperanza, sobre los esfuerzos que hacía la Iglesia para abolir las guerras. Abades y obispos se habían unido para obligar a la nobleza guerrera a mantener la paz. Según el infirmarius, ya se había promulgado una Paz de Dios, que protegía de cualquier ataque a mujeres y niños, campesinos y clérigos, y que prohibía a los nobles amantes de la guerra empuñar las armas desde el inicio del Adviento hasta la Epifanía y desde el inicio de la Cuaresma hasta la Pascua. Y el resto del año sólo estaba permitido emplear las armas desde el amanecer del lunes hasta la puesta de sol del miércoles, esto es, no más de noventa días al año. La profecía de Isaías se había cumplido, las espadas serían refundidas para fabricar rejas de arado; las puntas de lanza, para fabricar podaderas. El reino de Dios estaba cerca, paz en la Tierra.
Yunus le había preguntado qué pasaría si los señores laicos desoían el mandato de paz de la Iglesia. En ese caso, ¿no tendría la propia Iglesia que empuñar las armas para obligar a las fuerzas en guerra a mantener sus armas en paz? ¿No tendrían que emprender la guerra esos mismos abades y obispos que predicaban la paz?
Tendrían que hacerlo, había concedido el infirmarius. Lamentable y necesariamente, durante un periodo de transición, hasta que todas las regiones estuvieran en paz, hasta que todas las armas reposaran. Pero entonces se habría alcanzado la última victoria, el hermano ya no lucharía contra el hermano, el criado ya no se enfrentaría al amo, el vecino no atacaría al vecino. El campesino podría trabajar sus tierras sin ser molestado, peregrinos y comerciantes podrían viajar sin temor, los que vivían en ciudades ya no necesitarían esconderse detrás de murallas. Habría paz entre los hombres; muy pronto, ellos mismos serian testigos.
El joven monje había pintado con sincero entusiasmo la imagen de un mundo en paz. Aquella vez, Yunus no había tenido corazón para destruir sus ilusiones, y se había guardado para si sus reservas.
No, no habría paz en la Tierra. Tampoco la Iglesia cristiana vencería a la guerra, al menos no mientras ella misma guerreara contra la guerra. La guerra era más antigua que la Iglesia, era una parte maligna de la herencia humana, una enfermedad que atacaba a los poderosos y a los ávidos de poder, y contra la cual no existía medicamento alguno. Los abades y obispos lo sabían bien, como lo sabían igualmente el Papa y su legado, que ahora anunciaba su mensaje desde el púlpito. No predicaban contra la guerra en sí, sino únicamente contra la guerra entre cristianos. Dejaban una vía de escape a los señores amantes de la guerra. Decían: seguid guerreando en paz, pero no luchéis entre vosotros, cristianos contra cristianos, sino contra los enemigos de Cristo, contra los otros, los paganos, los sarracenos impíos.
En Francia, Yunus se había enterado, con gran sorpresa, que la Iglesia cristiana exigía a los señores que hacían la guerra y a sus vasallos que hicieran penitencia tras cada combate. El que había matado a un enemigo en el campo de batalla tenía que guardar un año de ayuno, y cuarenta días de ayuno por cada herido. Un arquero, que no podía saber si había matado al enemigo o si sólo lo había herido, tenía que ayunar tres veces cuarenta días. A un mercenario que luchaba únicamente por dinero le correspondía la misma penitencia que a un vulgar asesino: tenía que hacer una peregrinación a Roma, Santiago o Jerusalén para expiar el pecado mortal que representaba el asesinato cometido. Naturalmente, no siempre se cumplían estas penitencias, como habían reconocido ante Yunus. Los vasallos hacían caso omiso, los señores compraban la exención con un donativo al monasterio correspondiente y dejaban que los monjes ayunaran en su lugar. Pero la Iglesia reivindicaba una y otra vez estas penitencias, condenaba las acciones violentas de la guerra y las gravaba con distintas penas.
Ahora, en la lucha contra los impíos, todo aquello había perdido su validez. Había guerras y guerras, y no todas debían medirse con el mismo rasero. La guerra contra los sarracenos era más bien una obra piadosa, grata a los ojos de Dios, santa. Los propios sacerdotes convocaban a esta guerra santa, y en esto no se diferenciaban de los imanes musulmanes, que antes de la batalla prometían a los soldados que si caían se habrían ganado el paraíso. Ahora, allí afuera, el legado del Papa estaba prometiendo exactamente lo mismo:
– A quien toque en suerte morir en la lucha contra los impíos, con el rostro vuelto hacia el enemigo, a ése le serán perdonados sus pecados, será acogido por Dios y le serán abiertas las puertas del paraíso.
Yunus todavía recordaba bien cuán hondamente lo había impresionado el mensaje de paz de Jesús de Nazaret cuando leyó por primera vez los Evangelios, hacía ya muchos años. Ahora, un sacerdote cristiano estaba presentando a ese mismo Jesús como abanderado, como un caudillo que guía a sus soldados a la batalla. Eso era lo malo de esa religión, que exigía demasiado a los hombres. Elevaba pretensiones mucho más altas de las que el hombre podía satisfacer, condenándolo con ello al hábito de mentir, haciendo de él, inevitablemente, un pecador.
El legado terminó su discurso con una oración en la que sus oyentes respondían de tanto en tanto con un sordo estribillo. Hacia mucho rato que ya era de noche. Ibn Eh se retiró a dormir. Yunus se quedó sentado afuera, solo, mirando en silencio la oscuridad. Mientras rezaba la oración de la noche, le parecía tener aún en los oídos las palabras del legado, y al pronunciar el antiguo lamento por la pérdida de Jerusalén y el desfallecimiento de su pueblo, sintió no sólo tristeza, sino también consuelo. Quizá su pueblo era débil y estaba disperso por todo el mundo, pero precisamente esa debilidad lo protegía de aquella enfermedad que era la guerra.
Al día siguiente, cuando Yunus llegó al campamento del conde, junto a la tienda de éste había una armazón de madera toscamente construida. Sobre esta armazón habían atado firmemente a un oso, tumbado de espaldas y con las patas delanteras extendidas. Era un animal del tamaño de un hombre. El oso movía la cabeza con la misma infatigable torpeza con que los osos bailarines adelantaban una pata tras otra al son del tambor de su domador. Intentaba en vano llegar con el hocico a la herida que le habían abierto. Un grillo asegurado alrededor de su cuello se lo impedía. Con cada movimiento de su cabeza pesada e hirsuta soltaba un profundo gruñido que le nacía en el pecho, y que no parecía tanto un grito de dolor, como un rugido de impotente furia.
La gran mezquita estaba rebosante de gente, cuarenta hileras de cincuenta hombres cada una. Toda la ciudad parecía haberse reunido allí. En la primera hilera, frente a la pared de Quibla, habían dejado unos sitios libres para el qa'id y su séquito. Cuando éste ocupó su lugar, se formó un ligero barullo, y los hombres de las últimas hileras alargaron el pescuezo, pero ello era más bien un gesto de curiosidad que un síntoma de malestar. No se habían tomado medidas de precaución de ningún tipo; los hombres del qa'id no llevaban armas bajo sus capotes. En caso de que el comandante del castillo tuviera enemigos dentro de la ciudad, no necesitaba, al parecer, preocuparse de ellos.
Ibn Ammar se sentía obnubilado cuando entró en la gran nave. La visión de tanta gente, el sordo y burbujeante murmullo de voces, le parecían misteriosamente amenazantes, le producían casi pánico tras las largas semanas de soledad en su prisión. Se alegró de que empezara la oración.
Todavía no sabía a qué circunstancias debía agradecer su sorprendente puesta en libertad. Esa mañana había sido despertado antes del amanecer, contra lo habitual. El criado le había traído una segunda jarra de agua y una esponja, de modo que había podido lavarse por primera vez, al menos lo imprescindible. Luego, un barbero le había recortado el cabello y la barba y lo había peinado, y hacia el mediodía se había presentado el sobrino del qa'id con ropa limpia y lo había llevado al patio del castillo, donde se había reunido el séquito del qa'id para ir a la mezquita.
Ibn Ammar había intentado averiguar algo de boca de aquel joven, pero éste no había contestado a ninguna de sus preguntas. Ni siquiera sabía qué había pasado con el sitio de la ciudad. Sólo una vez había podido escuchar una conversación entre dos guardias, por la que se había enterado de que el suburbio había caído. Intentó dirigir sus pensamientos hacia alguna otra cosa; era absurdo perderse en suposiciones, y ya había cavilado demasiado sin llegar a ninguna conclusión. Un hombre subió al púlpito, e Ibn Ammar necesitó un rato para darse cuenta de que se trataba del qadi de Barbastro, a quien ya había visto una vez en el madjlis del comandante del castillo.
– Hombres de Barbastro! ¡Oh, valerosos compañeros de armas y defensores de esta ciudad, escuchad lo que tengo que deciros! -gritó el qadi sobre las cabezas de la multitud. Su voz sonaba extrañamente fría, a pesar de que él se esforzaba en darle un tono apasionado-. Dios ha oído nuestras oraciones. Nos ha dado una señal de que se inclina de nuestro lado en la lucha; ha fulminado a nuestro enemigo. Esta noche, Ermengol, el conde de Urgel, el maldito rebelde que ha de pudrirse en el infierno, ha huido vergonzosamente. Según se nos ha informado, esta noche ha abandonado su campamento en secreto, muerto o moribundo, y con él sus malditos hombres, los pocos que escaparon a nuestra espada.
Brotó una ola de júbilo, que se duplicó cuando la noticia fue transmitida también a los hombres de las últimas hileras, quienes no habían llegado a oir las palabras del qadi. Fuertes aclamaciones y gritos. Todos se acercaron más al púlpito. Ya apenas podía entenderse lo que decía el qadi.
– El conde de Urgel es solamente el primero que abandona la lucha, hombres de Barbastro. Los otros lo seguirán y emprenderán la huida como el maldito Ermengol. ¡Dios es grande, Dios los aniquilará, y nosotros seremos el brazo que usará Dios para aniquilarlos!
Sus últimas palabras pasaron inadvertidas entre los gritos de júbilo. Cada vez entraban más hombres en la mezquita, dándose abrazos y agolpándose en un apretado ovillo alrededor del púlpito. Los hombres del qa'id habían formado un circulo alrededor de su señor, para protegerlo de la embestida de la multitud. De pronto, Ibn Ammar se encontró solo en un extremo de la gran nave; era el único que no tenía motivo de celebración, el único que quedaba excluido del entusiasmo general.
¿Qué le importaba a él la noticia de la retirada del conde? ¿Qué podía esperar de aquello? Lo habían puesto en libertad. Por lo visto, el qa'id ya no tenía nada que temer. Si él y el qadi tenían algún adversario político dentro de la ciudad, ya lo habían silenciado. La lucha común había unido a la ciudad. Si el enemigo realmente se retiraba, los dos hombres más influyentes de la ciudad serían inamovibles de sus cargos, y mucho más poderosos que antes. Los cálculos hechos por Abú'l-Fadl Hasdai, el visir judío del príncipe de Zaragoza, no habían sido acertados. El señor de Lérida no había enviado ejército alguno. La ciudad no estaba tan amenazada como para tener que pedir ayuda al príncipe de Zaragoza. Había rechazado el ataque con sus propios medios, había logrado conservar su independencia, y ahora estaba en situación de imponer sus condiciones, lo mismo si en un futuro reconocía la soberanía del señor de Lérida, como si reconocía la del príncipe de Zaragoza.
De regreso al al-Qasr se asignó a Ibn Ammar una habitación propia, situada en un antepatio lindante con la muralla que separaba el castillo de la parte alta de la ciudad. Ahora Ibn Ammar recibía el trato de un huésped, ya no el de un prisionero. Podía moverse libremente dentro de los limites del al-Qasr. Incluso estaba invitado a una recepción que daría el qa'id esa noche. Cuando expresó el deseo de ver las instalaciones defensivas del castillo, el sobrino del qa'id lo acompañó a hacer un recorrido.
Él cerco aún no se había levantado. Los campamentos enemigos seguían allí, y el espacio libre alrededor de las murallas estaba vacío. Nada parecía indicar una retirada. Hasta donde podía verse desde allí arriba, el suburbio parecía completamente desierto. Al parecer se había producido un gran incendio, pues la mayor parte de las casas habían quedado reducidas a cenizas. Sobre la torre que vigilaba el puente del Vero ondeaba una bandera extranjera. La ciudad ya no tenía acceso al río.
– ¿Cómo tenéis el asunto del agua? -preguntó Ibn Ammar.
El sobrino del qa'id lo llevó al patio interior del castillo, un amplio patio empedrado rodeado por altos edificios. En el rincón que daba al sureste, al fondo, había un pozo cubierto por una cúpula que sostenían unas columnas de piedra.
– El pozo es de la época de los romanos -explicó el sobrino del qa'id-. Tiene sesenta varas de profundidad. Abajo hay un canal que lleva suficiente agua. No tenemos problemas de agua.
En torno al pozo se apilaban montones de rocalla, entre los cuales estaban trabajando unos cuantos picapedreros. Aguadores esperaban a que se llenaran sus odres. Alrededor del caño del pozo se había abierto una zanja de cuatro hombres de profundidad, encofrada con tablones de madera. Dos hombres hacían girar una manivela, con la que bajaron hasta el fondo y volvieron a subir un gran cangilón de cuero. El caño del pozo caía en vertical hasta el fondo. Estaba revestido de grandes sillares bien trabajados, y no medía más de una vara de diámetro.
– Desde que los francos destruyeron la rueda de cangilones que está junto al puente, y desde que el suburbio está en sus manos, tenemos que abastecer de agua a la gente de la ciudad con este pozo -dijo el sobrino del qa'id-. Mi tío ha ordenado ensanchar la abertura del pozo, para que podamos sacar más agua en menos tiempo. Hay la suficiente.
Por un instante cesó el ruido de las obras, y pudo escucharse el murmullo que subía del fondo. El pozo debía de estar provisto de una enorme noria.
Ibn Animar y el sobrino del qa'id siguieron a dos aguadores hacia el patio exterior del castillo. Otros aguadores, cargados de odres vacíos, hacían el camino contrario. El cielo estaba despejado y el sol quemaba. Ibn Ammar se retiró a su habitación para pasar las horas del mediodía bajo el frescor de la casa.
En algún momento, ya en la tarde, se despertó sobresaltado. Un extraño nerviosismo impregnaba el aire. Desde fuera llegaban gritos excitados, y en el patio algunos hombres corrían hacia la puerta interior. Ibn Ammar fue tras ellos, obedeciendo más a una intuición que a una idea clara. Al llegar al patio interior, vio que media guarnición se había reunido alrededor del pozo, entre ellos unos obreros gesticulantes. La zanja que habían abierto estaba rodeada de gente. Un hombre gritaba una y otra vez la misma jaculatoria:
– ¡Dios misericordioso! ¡Dios misericordioso!
Se oyó una voz hueca que parecía salir también del caño del pozo, y otras voces respondieron desde el fondo de la zanja. Por todas partes, rostros desconcertados, preguntas susurradas:
– ¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?
Nadie parecía conocer la respuesta, ni siquiera los que estaban al borde de la zanja, que sólo tenían explicaciones insuficientes. Al parecer, algo había caído en el pozo, tapando el caño. El cangilón colgaba vacío de la manivela.
Ibn Ammar vio que el qa'id venia de la torre en la que se encontraban sus habitaciones, escoltado por un enjambre de hombres. El circulo humano cerrado alrededor de la zanja se abrió. Los hombres hicieron sitio, en silencio, y en silencio observaron cómo el qa'id bajaba a la zanja por una pequeña escalinata. Ibn Ammar se alejó sin llamar la atención. Nuevamente, lo hizo siguiendo su instinto, no un razonamiento consciente.
El antepatio exterior estaba desierto. Junto a la puerta había un único centinela, que no hizo ninguna pregunta cuando Ibn Ammar dio el santo y seña, que conocía por haberlo oído durante su paseo con el sobrino del qa'id. Lo dejaron pasar sin problemas.
Ante la puerta se abría una pequeña plaza, de la que partían tres caminos: a izquierda y derecha, dos amplias calles de tierra paralelas a las murallas; en el centro, una calle empedrada que conducía a la ciudad. Ibn Ammar tomó la calle de la derecha y, cuarenta pasos más allá, giró por un estrecho pasaje que se bifurcaba entre la maraña de casas. Paredes blancas y sin ventanas, puertas significativamente cerradas. Unos cuantos adolescentes, dos ancianas sin velo, que lo miraron con curiosidad al verlo pasar apresurado. Ibn Ammar se obligó a andar más despacio, no quería llamar la atención. Su inteligencia empezó a trabajar de nuevo, despejada y perspicaz. En la ciudad sería posible encontrar personas que pudieran ayudarlo, hombres que estuvieran a favor del príncipe. Tenía en la cabeza los nombres que le había dado Abú'l-Fadl Hasdai, pero ¿cómo encontrar a esos hombres? No podía simplemente preguntar por ellos, pues cuando el qa'id enviara sus hombres por él, a éstos les resultaría muy sencillo seguirle el rastro. Un extranjero que pregunta por una dirección, y en una ciudad sitiada, siempre es sospechoso. Todo aquel a quien preguntara se acordaría de él.
Dos hombres se acercaban hacia él. Por el corte de la barba, podían ser judíos, pero Ibn Ammar no estaba completamente seguro. Si lograba encontrar el barrio de la ciudad en el que vivían los judíos, y la casa del nasí de la comunidad judía, entonces quizá pudiera hacer perder el rastro a los hombres del qa'id. Era de los judíos de quienes más podía fiarse, como le había dicho también el visir. En todas partes, los judíos eran los siervos más leales del príncipe, y en casi todas las ciudades vivían en casas cercanas al al-Qasr. ¿Por qué no también en Barbastro? Tal vez se encontraba ya en el barrio judío. En las puertas no había escritos versículos piadosos del Corán, habituales en las casas de los musulmanes.
Preguntó a dos muchachos dónde estaba la sinagoga. Los chicos señalaron una estrecha puerta en el extremo de la calle. Ibn Ammar pasó frente a la puerta de la sinagoga sin detenerse, dobló en la siguiente travesía y se detuvo ante la tercera casa, en la que había un balcón tallado con especial finura. Llamó a la puerta.
Un joven asomó por la pequeña mirilla abierta sobre la aldaba.
– Shalom -dijo Ibn Ammar. El muchacho devolvió el saludo. Era una casa judía, como Ibn Ammar había supuesto-. Déjame entrar -añadió rápidamente-. Vengo de Zaragoza. Soy un mensajero de Abú'l-Fadl Hasdai, el visir. Tengo noticias urgentes para el nasí de vuestra comunidad.
El muchacho cerró la mirilla sin decir nada. Ibn Ammar ya pensaba que lo habían rechazado cuando, de pronto, se abrió la pequeña puerta de entrada y el muchacho lo hizo pasar.
– Os ruego que esperéis aquí hasta que avise a mi padre -dijo cortésmente el muchacho. Con él había un hombre robusto que obstruyó el acceso al interior de la casa y no perdió de vista ni un momento a Ibn Ammar mientras esperaba en el pórtico.
El dueño de la casa era un hombre de aspecto poco común: más bien pequeño, casi enjuto, de hombros levantados, vestido con un sencillo traje de estar por casa. Contestó al saludo de Ibn Ammar con clara reserva, sin mencionar su nombre, sin hacer ninguna pregunta. Simplemente esperó a que el visitante desconocido se explicara.
Ibn Ammar explicó en pocas palabras lo que lo había llevado a Barbastro, relató su llegada la ciudad, la prisión en el al-Qasr, las circunstancias que lo habían llevado a esa casa cercana a la sinagoga. El dueño de la casa lo escuchó atentamente, sin interrumpir. Cuando Ibn Ammar terminó sus explicaciones, el hombre lo miró con ciertas dudas.
– ¿Puedes demostrar lo que dices? -preguntó serenamente.
Ibn Ammar le devolvió la mirada.
– Entregué mis credenciales al qa'id; no tengo nada que me acredite -dijo-. Sólo puedo decir que el visir me aconsejó que acudiera al nasí de la comunidad judía en caso de verme en problemas. No exijo que me creáis, sólo os pido que me llevéis ante el nasí.
El dueño de la casa lo examinó con rostro imperturbable.
– Yo soy el nasí de la comunidad judía de Barbastro -dijo finalmente, sin dar un tono especial a sus palabras ni apartar la mirada de su inesperado visitante.
Ibn Ammar se inclinó ligeramente.
– En ese caso, debo transmitiros los saludos del visir e informaros de que, como deseabais, el visir ha entregado al hijo de vuestro hermano una carta de recomendación para el sabio rabino Musa ibn Meir, a fin de que pueda continuar sus estudios en Toledo.
El nasí inclinó la cabeza casi imperceptiblemente, se volvió hacia la puerta y la mantuvo abierta, invitando a Ibn Ammar a entrar.
– Disculpa mi desconfianza -dijo-, pero nos encontramos en una situación muy difícil. Somos leales al príncipe, y el visir, que Dios lo mantenga en su alto cargo, puede confiar plenamente en nuestra lealtad. Por otra parte, dependemos de la benevolencia del qa'id. Lo mismo vale para el qadi de la ciudad… También debemos lealtad al señor de la ciudad.
Ya sentados uno frente al otro en el madjlis de la casa, el nasí se expresó aún con mayor claridad:
– No estoy seguro de si el visir hizo bien enviándote a nosotros. No sé si puedo ayudarte. Temo que la gente del qa'id vendrá a buscarte en mi casa tan pronto como se enteren de que has sido visto en nuestro barrio. -Hablaba sin intentar en lo más mínimo ocultar su nerviosismo.
– ¿Quién puede ayudarme, entonces? -preguntó Ibn Ammar-. ¿Acaso el qa'id ya no tiene ningún enemigo en Barbastro?
– Tenía muchos, pero la situación ha cambiado -respondió el nasí, cada vez más nervioso-. La mayoría de los grandes comerciantes de aquí van según sople el viento. Tras la campaña que el príncipe emprendió el año pasado contra el rey de Aragón, para ayudar a la fortaleza de Graus, los ánimos estaban muy caldeados. La ciudad tuvo grandes pérdidas, no sólo por el pillaje de los aragoneses, sino también por el alojamiento de las tropas de Zaragoza. Se esperaba que tras la victoria del príncipe se concedieran ventajas fiscales, pero el príncipe no has concedió. Debió de tener sus razones para no hacerlo, que Dios lo ampare, pero su decisión resultaba muy difícil de comprender, incluso para nosotros, que somos sus más fieles vasallos. Todas las familias influyentes de la ciudad tomaron partido entonces por el al-Qasr, incluido el qadi. Prácticamente toda la ciudad se unió contra el príncipe.
Una criada trajo almendras y sorbetes. El nasí esperó a que la muchacha se retirara; luego continuó:
– Apenas el qa'id empezó a negociar con el señor de Lérida, el ánimo general volvió a cambiar. Barbastro vive del comercio. Ganado, cuero, lana, pieles. Cuando el qa'id nos cerró los mercados de Zaragoza y las rutas comerciales a Toledo, quedamos incomunicados. Lérida no podía reemplazar los mercados perdidos. En consecuencia, la mayoría se volvió nuevamente hacia el príncipe… Hasta ayer mismo habría podido nombrar docenas de hombres que hubieran hecho cualquier cosa para agradar al príncipe y perjudicar al qa'id. Pero las cosas han cambiado desde ayer. Desde que se sabe que el conde de Urgel se ha retirado, todos están convencidos de que el qa'id simplemente ha estado practicando un juego muy arriesgado. La oferta al señor de Lérida no ha sido más que un farol. Cuando se levante el sitio, el qa'id se volverá nuevamente hacia el príncipe y planteará sus condiciones, condiciones aún más duras que las que planteó la ciudad el año pasado. Y el príncipe tendrá que aceptarlas. No podrá negar nada a un hombre que se presente como defensor victorioso de Barbastro. Ésa es la opinión general. Y ésa es también nuestra opinión. -Se encogió de hombros, miró a Ibn Ammar a los ojos y añadió con expresión preocupada-: Me temo que no ha sido una buena decisión abandonar el al-Qasr. Si quieres oir mi consejo, yo te diría que regresaras.
Ibn Ammar se inclinó hacia delante.
– Olvidáis que las circunstancias han vuelto a cambiar -dijo Ibn Ammar con serenidad-. Vuestras conclusiones se basan en la suposición de que la ciudad podrá resistir. Ya os he explicado por qué salí del al-Qasr: el pozo está obstruido. ¿Puede resistir la ciudad sin el agua de ese pozo?
– El pozo del al-Qasr suministra agua desde hace siglos -contestó el nasí con una sonrisa complacida-. Hasta donde llega la memoria, nunca se ha secado.
– Intentaban ampliar el caño del pozo. Es posible que el brocal haya cedido; es posible que hayan caído pesados trozos de piedra en el caño.
– ¡Suposiciones!
– El propio qa'id ha bajado al pozo. Nadie llama al señor del castillo cuando sólo ha ocurrido un pequeño accidente.
– El qa'id es un hombre que se ocupa personalmente de todo. Es famoso por ello. No hay por qué preocuparse -dijo el nasí balanceando la cabeza, sonriente.
Ibn Ammar sentía que empezaban a humedecérsele las manos. ¿Habría sacado conclusiones demasiado precipitadas? ¿Se habría engañado? Trajo a la memoria los rostros asustados de los hombres que rodeaban el pozo, la muda consternación con que habían clavado su mirada en la zanja, la prisa enfermiza con que el qa'id había bajado por la escalinata. Sólo una suma de impresiones, ningún tipo de pruebas. El nasí no estaba dispuesto a quedarse al descubierto por un mero cúmulo de impresiones externas. Uno no podía tomárselo a mal. Era judío y tenía que actuar con cautela, no podía arriesgarse a desagradar, o incluso enfurecer, al qa'id. Pero ¿no se comportarían del mismo modo los musulmanes que el visir había calificado de leales seguidores del príncipe? ¿Quizá ellos se dejarían convencer?
Ibn Ammar dijo los nombres.
– ¿A cuál de ellos puedo dirigirme?
Eh nasí levantó las manos en señal de negación.
– ¿Cómo podría saberlo? Los tiempos han cambiado, las circunstancias han cambiado, amigos se han convertido en enemigos. ¿Cómo podría darte consejo?
– Me basta con que digáis el nombre de una persona que vos creáis que puede ayudarme -dijo Ibn Ammar.
El nasí se dio la vuelta. Sus ojos, inquietos, iban y venían de un lado a otro, como si esperase oir en cualquier instante que llamaran enérgicamente a su puerta.
– Ibn al-Turtushi, tal vez -dijo finalmente-. Ibn al-Turtushi, el comerciante en ganado.
– ¿Por qué precisamente él? -preguntó Ibn Ammar.
– Porque existe una enemistad personal entre su familia y la del qa'id. No es sólo un enemigo político.
– Llevadme a él -dijo Ibn Ammar bruscamente, dejando de lado toda cortesía. Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Eh nasí lo siguió agitando los brazos.
– ¡No puedes hacer eso! Podrían verte, podrían averiguar que vienes de mi casa. Ibn al-Turtushi vive junto a la muralla norte, al otro lado de la ciudad. El camino es muy largo, hay demasiada gente en la calle. ¡Es imposible!
– Entonces esperemos a que oscurezca -lo interrumpió Ibn Ammar, volviendo a sentarse.
Esperaron hasta que hubo pasado la cuarta hora de la noche. Luego Ibn Ammar, acompañado por un joven criado, se puso en marcha. Primero yendo de patio en patio, a través de puertas ocultas y estrechos pasajes que unían entre sí las propiedades vecinas; luego, al dejar atrás el barrio judío, por las callejas de la parte alta de la ciudad, bordeando los muros de las casas, acompañados por los ladridos de los perros, hasta la muralla de la ciudad. Allí, el muchacho se detuvo, señaló a Ibn Ammar la casa y desapareció en la oscuridad de la calleja por la que habían venido.
La casa tenía dos plantas, un tosco muro de sillares labrados en la parte baja y una construcción en forma de torre que sobresalía en la parte más apartada de la calle. Ibn Ammar llamó suavemente a la puerta. Antes de la puesta de sol, el nasí había mandado a esa casa a un criado, para que anunciara la visita de Ibn Ammar, pero, aún así, éste tuvo que repetir varias veces los golpes acordados para que le abrieran. Entró en un sombrío recibidor impregnado de un penetrante olor a suero de leche, orina y sudor. Dos oscuros personajes vestidos como boyeros cerraron la puerta detrás de él, mientras un tercero, mayor que los otros, le alumbraba la cara con una lámpara. Ibn Ammar dijo lo que tenía que decir. El hombre de la lámpara lo escuchó en silencio, para luego marcharse. Después de unos momentos, que a Ibn Ammar le parecieron horas, el hombre regresó con la noticia de que el dueño de la casa ya se había retirado a descansar.
Ibn Ammar tuvo que pasar la noche en el recibidor con los dos pestilentes peones, que no mostraron ningún interés en entablar conversación con él. Ibn al-Turtushi no lo recibió hasta media mañana. Era un hombre alto y muy robusto, calvo y sudoroso, de manos enormes y rojas. Escuchó las explicaciones de Ibn Ammar en silencio y con desconfianza, y no empezó a mostrarse interesado hasta que Ibn Ammar mencionó el pozo, si bien esto no atenuó su desconfianza ni lo llevó a expresar una opinión. Finalmente, el hombre ofreció a Ibn Ammar una habitación en la planta baja de la casa y rugió a un criado que lo acompañara allí. Al parecer, no consideraba necesario ocuparse él mismo de su huésped.
En el patio interior de la casa, bajo toscos tejadillos de protección, había distintos animales: caballos, vacas, ovejas. Unas cuantas gallinas escarbaban en el estiércol. Media docena de hombres holgazaneaban en el patio, simples peones, la mayoría tumbados a la sombra de la galería circundante. Ibn Ammar se sentó a la puerta abierta de la habitación y se puso a contemplar el patio. Estaba agotado, pero demasiado intranquilo como para conciliar el sueño.
Vio que, en el transcurso del día, varios hombres entraron por el recibidor y fueron acompañados al madjlis. Contó a ocho hombres. Cuando el propio Ibn Ammar fue llamado por su anfitrión, encontró a los ocho hombres reunidos a su alrededor. Los nombres de tres de los hombres le eran familiares, figuraban en la lista que le había dado el visir. Uno era un shaik con una barba que parecía hecha de algodón cardado; otro, un manco del brazo izquierdo. Todos estaban muy serios, sentados en posturas muy tensas sobre los cojines, encorvados, perplejos, examinando a Ibn Ammar con la mirada. Evidentemente, el dueño de la casa ya les había hablado de él.
– ¿Cómo está el pozo? -preguntó Ibn Ammar.
Los hombres se entendieron con los ojos y decidieron ceder la respuesta a su anfitrión. Era como Ibn Ammar había supuesto. Durante los trabajos de excavación se había derrumbado una parte del antiguo muro del pozo. Seis pesados sillares habían caído en el interior y se habían atascado en el fondo. Habían intentado arrastrar hasta el exterior con ganchos de hierro y cuerdas el primer bloque de piedra, pero no lo habían logrado. Los ganchos se habían doblado. Ahora estaban intentando romper los sillares con cincel y martillo. Sin embargo, el caño del pozo era tan estrecho que los picapedreros tenían que ser descendidos con sogas, atados de los pies y con la cabeza hacia abajo. En esas condiciones no podían trabajar mucho tiempo seguido, de modo que hasta ahora apenas se habían hecho progresos. Eh qa'id estaba intentando mantener el accidente en secreto, pero ya circulaban por la ciudad los más descabellados rumores, y tarde o temprano habría que informar a la población para que racionaran el agua. No había cisternas, ni reservas de ningún tipo. Todos habían confiado ciegamente en el pozo del al-Qasr.
– ¿Cuánto tiempo queda para que se enteren fuera de las murallas? -preguntó Ibn Ammar.
– Hasta mañana…, hasta pasado mañana… -respondió el dueño de la casa-. O quizá ya estén informados, esos malditos tragacerdos. Tienen hombres en la ciudad, siempre están bien informados.
– ¿Y cuánto tiempo puede resistir la ciudad sin agua? -preguntó Ibn Ammar.
Los hombres se miraron en silencio. Ninguno dijo nada, parecían de piedra.
– ¿Dos semanas? ¿Tres? -preguntó Ibn Ammar.
– Quizá Dios nos envíe lluvia -dijo el shaik, pero su voz sonaba como si ni siquiera él mismo confiara en ello. El silencio se extendió como el humo sobre un fogón sin tiro.
– Supongo que el qa'id intentará convencer al señor de Lérida de que venga en su ayuda con un ejército auxiliar -dijo Ibn Ammar. Ahora hablaba con rapidez y decisión. Había meditado un plan; había tenido suficiente tiempo para repasar todas las posibilidades-. Supongo que enviará un mensajero esta misma noche. Creo que debéis informar al príncipe de Zaragoza tan pronto como sea posible. No creo que el señor de Lérida envíe un ejército de ayuda, pero, tal como están las cosas actualmente, estoy convencido de que el príncipe intervendrá.
– Hasta ahora no ha mostrado ningún interés en venir en nuestra ayuda -rezongó el dueño de la casa-. ¿Por qué habría de hacerlo ahora?
– Porque ahora puede estar seguro de que recuperará la ciudad si expulsa a los sitiadores -contestó Ibn Ammar-. Hasta ahora el qa'id era intocable. Sin embargo, ahora ya no podrá mantenerse en el al-Qasr. Ésa es la diferencia.
Los hombres esquivaron su mirada. Sabían muy bien lo que aquello significaba. No sólo el qa'id sino toda la ciudad quedaría en manos del príncipe. Si el ataque del ejército de ayuda tenía éxito, el vencedor sería el príncipe, y haría pagar por su desobediencia no sólo al qa'id, sino también a la ciudad. Pondría en el al-Qasr a un hombre de su casa, con la misión de mantener a raya a la ciudad. Y todo eso sólo porque unas malditas piedras habían clausurado el pozo.
– Deberíamos esperar -dijo el manco sin levantarla vista del suelo-. Deberíamos comprobar cuánta agua nos queda, y cuánto vino. No estamos indefensos. Podríamos atacar el río para recoger agua. Si conseguimos traer algo de agua, podremos resistir varios meses.
– No lo creo posible -respondió rápidamente Ibn Ammar-. Sólo tenéis dos caminos hacia el río. Dentro de pocos días estarán bloqueados. Y aunque vosotros pudierais resistir más tiempo, la guarnición del al-Qasr no puede hacerlo. En el castillo hay todavía menos agua que en la ciudad. Y aún hay otra cosa que debéis tener en cuenta. -Hizo una pausa y miró a los ojos al dueño de la casa, a quien por lo visto los otros reconocían como portavoz-. Vosotros, los de la ciudad, tenéis todo que perder, vuestras familias, vuestra gente, vuestras casas, vuestras propiedades. Para la mayoría de los hombres de la guarnición las cosas son distintas. No tienen más que unas pocas cosas y sus armas. Nada más. Obligarán al qa'id a entablar negociaciones secretas con el rey de Aragón. El qa'id negociará la rendición del al-Qasr a cambio de que el rey de Aragón les asegure que podrán retirarse libremente. Y si entregan el al-Qasr habrán entregado también la ciudad. -Esperó a estar seguro de que sus palabras habían surtido el efecto deseado, luego añadió en voz baja-: Estoy convencido de que la única posibilidad que os queda es pedir ayuda al príncipe.
El dueño de la casa se revolvió en su asiento, incómodo.
– ¿Y tú llevarías el mensaje? -preguntó, enarcando las cejas.
– Si vosotros así lo queréis… -dijo Ibn Ammar, encogiéndose de hombros. Había madurado muy bien esta decisión. Las posibilidades que tenía de escapar del cerco de los sitiadores eran quizá de una contra una. No era demasiado, pero aun así era mejor que quedarse en la ciudad. Aquí caería en manos de los francos con toda seguridad. Estaba convencido de que, como al-Muzaifar de Lérida, el príncipe de Zaragoza tampoco vendría en auxilio de la ciudad.
Se oyeron gritos procedentes del patio. Parecía como si dos de los peones estuvieran a punto de pelearse. Ibn al-Turtushi se levantó de un salto, se acercó resoplando a la ventana y rugió un par de órdenes a través de las rejas, con tal fuerza que sofocó instantáneamente el barullo del patio. Al regresar a su asiento, se detuvo frente a Ibn Ammar.
– Lo pensaremos -dijo, y, señalando la puerta con la cabeza, añadió-: Déjanos solos.
Ibn Ammar volvió a la habitación que le habían asignado. Su nerviosismo se había disipado. Se quedó dormido en el acto.
Cuando lo despertaron ya era de noche. No había luna. Ibn Ammar preguntó al criado que lo había despertado qué hora era. Faltaba una hora para la medianoche. En el madjlis lo esperaban sólo el dueño de la casa y el manco. Habían decidido informar al príncipe de la situación en que se encontraba la ciudad. Para ello enviarían a Ibn Ammar y a otros dos mensajeros. Saldrían de distintos puntos de la muralla, para incrementar así la posibilidad de que al menos uno de ellos lograra atravesar el cerco enemigo.
Discutieron el contenido del mensaje. Ibn al-Turtushi concedía mucha importancia a que Ibn Ammar se grabara en la cabeza los nombres de las personas que habían participado en la reunión de esa tarde, decidiendo volverse hacia Zaragoza. El príncipe debía enterarse de quiénes eran sus más leales partidarios en Barbastro. Un criado trajo un caftán oscuro y unos pantalones de cuero de cabra, como los que usaban los pastores. Por último, llegó el guía que debía conducir a Ibn Ammar a pie a través de las líneas enemigas y, de allí, hasta Huesca. Partieron poco antes de la medianoche.
Ibn al-Turtushi era el comandante de la torre de las fortificaciones de la ciudad que se levantaba junto a su casa. Todo un sector de la muralla estaba vigilado por sus hombres. Gracias a un estrecho puentecillo podía llegarse directamente desde el tejado de su casa al adarve de la muralla. Cuando salieron al tejado, seguía sin verse la luna, pero sobre las montañas del este empezaba a asomar un tenue resplandor que hacía palidecer a las estrellas. Pronto saldría la luna.
El dueño de la casa los despidió desde el tejado. Uno de los centinelas los ayudó a pasar al adarve. Ataron una cuerda a uno de los maderos que sostenía el techo del adarve y descolgaron hasta el pie de la muralla primero al guía. Éste desapareció rápidamente en la negra sombra de la muralla. No vieron en qué momento alcanzó el suelo, simplemente lo notaron en la tensión de la cuerda. Ibn Ammar estaba esperando en la muralla. Buscó la cuerda con el pie, se la pasó una vez alrededor de la pierna, como le había indicado el guía, y se dejó caer cuidadosamente por el borde de la muralla. Se alegraba de no poder ver debajo de él el suelo, sino tan sólo un agujero negro sin fondo. Ibn Ammar no era de los que no se marean; cuando su mirada llegaba muy hondo, caía rápidamente en el pánico. Ahora estaba avanzando muy deprisa. Escuchó cómo gemía la cuerda bajo su peso y cómo, de repente, daba una nota extrañamente melodiosa. En ese mismo instante sintió un fuerte empujón, perdió su punto de apoyo, cayó. Aferrado aún a la cuerda, se precipitó en el agujero negro que se abría bajo sus pies. Dios, ayúdame, pensó, la cuerda se ha roto. Esos hijos de perra han cortado la cuerda, pensó, Ibn Turtushi me ha engañado, habían decidido en contra del príncipe. Uno de los hombres del maldito comerciante de ganado es un traidor, pensó, el guía que espera abajo se encargará de hacer desaparecer mi cuerpo, nadie se enterará de nada. Las ideas corrían frenéticamente dentro de su cabeza, pero antes de que pudieran llegar a su fin, Ibn Ammar chocó contra el suelo, y un intenso dolor le atravesó el cuerpo como un cuchillo al rojo vivo. Cuando la punta de ese cuchillo le llegó a la cabeza, Ibn Ammar perdió el sentido.
El día anterior había tenido lugar una pequeña escaramuza frente a la muralla de la parte baja de la ciudad. Dos prisioneros moros del campamento del conde de Tolosa habían escapado bajo el calor del mediodía, intentando alcanzar la portezuela abierta en la muralla de la ciudad junto al extremo norte de la gran plaza. Dos o tres arqueros franceses habían salido tras ellos y los habían capturado poco antes de que llegaran a la muralla. Instantes después, un enjambre de moros había salido por la portezuela con la intención de volver a liberar a los prisioneros, y se habían enfrascado en un demencial intercambio de flechas, hasta que finalmente los franceses habían tenido que retirarse.
Lope no había visto nada con sus propios ojos, pero el viejo Pero había contemplado la lucha desde las fortificaciones de la torre de asedio, y aseguraba que debía de haber quedado una gran cantidad de flechas frente a la muralla. El viejo Pero quería enseñar a Lope a disparar al estilo moro, pero para eso necesitaban las flechas.
Habían preguntado al capitán, y éste había estado de acuerdo en que fueran a recoger flechas por la noche, pero les había ordenado que llevasen consigo al cabañero, por si en el camino se topaban con fugitivos, con alguna patrulla mora o con a saber quién. Siendo tres podrían responder mejor ante una sorpresa de ese tipo. Así que tenía que ir con ellos el maldito cabañero.
Se pusieron en marcha dos horas antes de la puesta de sol. Salieron de la parte de las fortificaciones que quedaba justo frente a la ciudad, bordearon la gran plaza avanzando entre las huertas y alcanzaron el foso en la parte que éste tocaba con la portezuela, donde había tenido lugar la escaramuza. Era una noche muy oscura, pero el viejo Pero los guió a través de todos los obstáculos; se movía en las negras tinieblas con tanta seguridad como un zorro en su madriguera. El viejo Pero estaba con ellos desde hacía tres semanas. Unos días después de la conquista del suburbio había aparecido en el campamento ofreciendo sus servicios. Según él, venía de las montañas, pero Lope estaba seguro de que era uno de los que habían conseguido escapar del suburbio antes de que la gente de Urgel cayera sobre éste. Sabía muchas cosas de la ciudad y conocía demasiado bien los alrededores. Ese era el motivo por el cual el capitán lo había tomado a su servicio, a pesar de que ningún otro lo habría aceptado, pues no era más que un viejo saco de huesos, gris y apergaminado como los árboles de lo alto de las montañas. De dar crédito a todo lo que había contado, procedía de un pueblo cercano a Pamplona, la capital del reino de Navarra. Hacía más de cincuenta años, cuando él todavía era un niño, los moros del hijo del gran Almanzor de Córdoba habían emprendido una campaña contra el rey de Navarra. Su pueblo había sido reducido a cenizas, y él y su gente habían sido tomados prisioneros. Un señor árabe de Medinaceli lo había comprado y había mandado que lo instruyesen como arquero. Más tarde, había ido a parar al servicio del qa'id de Tudela, a quien había servido durante veinte años, primero en su guardia personal, luego como cazador. Hasta que un día, mientras cazaban osos, habían caído en una emboscada. Su señor, el qa'id, había sido herido de muerte por una flecha que le dio en el ojo, y Pero había huido a las montañas por temor de que le cargasen a él, como guía del grupo de cazadores, la responsabilidad por la muerte del qa'id. Luego había servido a distintos señores franceses al norte de las montañas; finalmente, se había encargado de los perros del conde de Cerdaña y, cuando éste lo despidió a causa de su edad, había regresado a las montañas, donde había ido tirando como trampero y cazador de animales de peletería. Esa era su historia. El final se cuidaba de mantenerlo en silencio, pero Lope suponía que, al llegar la primavera, traía al mercado de Barbastro las pieles que conseguía durante el invierno, y que, así, se encontraba en la ciudad cuando se cerró el cerco de los sitiadores.
El viejo Pero era un maestro con el arco moro, un anciano astuto e inteligente que dominaba el idioma de los moros tan bien como su lengua materna, y que destacaba en muchas cosas. Lope le había cogido cariño desde el primer día y, al parecer, el viejo correspondía a ese afecto. Era un buen maestro, paciente y tolerante, no tan estricto como el capitán. Lope lo quería mucho.
En la oscuridad, los tres se pusieron a buscar las flechas, arrastrándose a cuatro patas y tanteando el suelo con las manos. Cuando salió la luna, habían encontrado media docena. Entonces la noche empezó a aclarar rápidamente, y el viejo Pero los instó a marcharse de allí. Para regresar, bordearon agachados el pequeño muro que rodeaba los huertos lindantes con el foso, el viejo Pero delante, con las flechas en la aljaba que llevaba a la espalda, y Lope el último. Siguieron aproximadamente el mismo camino por el que habían huido los franceses el día anterior, buscando flechas también allí, pues los moros habían disparado a los fugitivos desde las murallas. Pero no encontraron ninguna más.
Cuando se apartaron de la muralla para coger el camino de regreso al campamento, Lope oyó de repente un ruido que lo hizo detenerse. No era nada que pudiera asustarlo, sonaba más bien como el lastimoso grito de dolor de un animal pequeño que ha caído en una trampa; los quejidos sonaban tan indefensos que conmovieron a Lope. Dio media vuelta y retrocedió unos pasos hasta una pared de piedra desde donde veía todo el foso. Recorrió con la mirada el fondo del foso; parecía que el sonido venía de allí abajo. Y entonces vio al hombre. Vio sólo un pie y la cabeza, el cuerpo estaba oculto tras un bloque de piedra. Se agachó tras la pared y levantó la mirada hacia lo alto de la muralla, sacando su cuchillo. No se veía a nadie, ningún movimiento sospechoso, y tampoco en el foso había señales de emboscada. De repente le cogió un extraño nerviosismo, una excitación febril que lo hacía temblar como la punta de la cola de un gato al saltar sobre el ratón. Durante los últimos días se había hablado mucho en el campamento de fugitivos que llevaban consigo fabulosos tesoros. Cerca del cementerio moro habían capturado a un chico que llevaba doscientos dinares de oro en el cinturón y una bolsa llena de perlas oculta bajo los pantalones, y, según se decía, detrás del campamento del rey de Aragón habían cogido a otro que llevaba consigo cuatrocientas piezas de oro. Tal vez el hombre que yacía en el foso también era un pez gordo.
Lope salió arrastrándose de su escondite, bajó al foso, siempre con el cuerpo pegado a tierra y un ojo dirigido a lo alto de la muralla. Cuando estaba a sólo diez pasos del hombre, éste lo oyó acercarse y volvió la cabeza. Lope siguió arrastrándose, con el cuchillo listo para atacar. El hombre miró el cuchillo con los ojos muy abiertos y levantó ambas manos, enseñando las palmas.
– ¡Amán! -gritó apenas, respirando muy deprisa-. ¡Amán, amán! -Y en español-: ¡No, muchacho! ¡No! ¡Estoy herido, no puedo defenderme! -La voz le fallaba por el miedo-. ¡Escucha, muchacho, tengo dinero! ¡En Zaragoza tengo gente que pagará por mi! ¡Escúchame! ¡Gente que pagará por mí! Puedes estar seguro de que pagarán. ¡Ayúdame, muchacho! Si lo haces no te arrepentirás.
Hablaba tan rápido, que Lope apenas si podía entenderlo. No hablaba el español como lo hacían los moros de Barbastro. Su español era más bien como el del hakim judío de Sevilla. Era cierto que estaba herido; Lope se hallaba ahora muy cerca y podía verlo con sus propios ojos. Tenía la pierna derecha rota por debajo de la rodilla, el pie torcido hacia dentro.
– ¡Cierra la boca! -dijo Lope entre dientes, y su voz sonó tan dura que el hombre enmudeció inmediatamente. Lope guardó el cuchillo. De pronto recordó que había olvidado avisar a los otros dos. Desde el fondo del foso no los veía, y no se arriesgaba a llamarlos, pues sabía que por las noches los moros soltaban perros sobre las murallas.
Eh hombre intentó levantarse, se cogió la entrepierna y volvió a dejarse caer. Lope vigilaba el borde del foso. La luna despedía tal resplandor que podía verse cada detalle: los muros de las huertas, los matorrales, las copas de los árboles frutales. Luego sintió un suave silbido y vio al viejo Pero agachado en el borde del foso. Lope le devolvió el silbido y lo llamó con una señal. Cuando el viejo estuvo lo bastante cerca, Lope lo llamó:
– ¡Ven! ¡Aquí! ¡Aquí hay uno, un moro!
El viejo se arrastró por el foso, se quedó en cuchillas junto a Lope y miró al hombre. Éste empezó a hablar otra vez, con la misma voz nerviosa que antes y con las mismas palabras: que en Zaragoza había gente que pagaría un rescate por él, y que él tenía dinero y bastaba con que fijasen la suma. Lo juró por Dios y por la vida de su madre.
El viejo Pero no parecía prestarle ninguna atención. Miró hacia lo alto de la muralla, luego se inclinó sobre el moro, buscó con la mano el pie torcido y, entre los quejidos del hombre, siguió palpándole la pierna hasta llegar a la cadera. Una vez tuvo el cinturón del moro en la mano, lo sopesó con desdén y dijo:
– Parece como si hubiera caído de la muralla. Tiene la pierna rota, tendríamos que cargarlo. Creo que no merece la pena.
Lope dirigió la vista al hombre, que lo estaba mirando con mudo espanto, y luego al viejo Pero, que había echado mano de su cuchillo. No podía soportar la idea de ver cómo el viejo clavaba el cuchillo en la garganta del moro.
– Créeme, no tiene sentido -dijo el viejo Pero, sin perder la calma-. Si cargamos con él hasta el campamento, dentro de tres días ya habrá huido.
Lope titubeó.
– ¿Y si es cierto lo que dice? -replicó sin mucha convicción-. ¿Si es verdad que tiene gente que pagaría un rescate por él?
Un ruido detrás de él lo sobresaltó, pero sólo era el cabañero acercándose por el foso. Lope esperó a que el cabañero se les uniera y, señalando al hombre con la cabeza, dijo:
– Un moro… dice que pagarían un rescate por él.
– Eso es lo que dicen todos -contestó el cabañero-. Una mierda de rescate -dijo-. Eso sólo se lo traga el viejo. Cojamos lo que lleva encima y repartámoslo entre nosotros. No hace falta que nadie se entere de que hemos cogido a un moro. – Desenvainó el largo cuchillo que llevaba cogido de una correa bajo el sobaco-. Podemos llevarnos la cabeza. A veces pagan por ella, para que no se presente sin cabeza el Día del Juicio.
El hombre movió los labios, pero no salió ningún sonido.
– No -dijo Lope-. ¡Lo llevaremos al campamento! -lo dijo sólo para llevar la contraria al cabañero. Lope era el segundo hombre, después del capitán. Si alguien tenía allí algo que decir, ése era él. Y quería dejárselo bien claro al cabañero.
El cabañero ya estaba inclinado sobre el hombre, cuchillo en mano, y por un instante pareció que no se detendría, pero el viejo Pero lo hizo a un lado.
– Si eso es lo que quieres, lo llevaremos al campamento -dijo, dirigiéndose a Lope. Se arrodilló entonces junto al moro y, señalando la pierna rota, añadió-: Sujetadlo fuerte de la rodilla. -Después dijo algo en árabe y el moro respondió con un precipitado aluvión de palabras, como si tuviera miedo de que no le dieran tiempo para decir todo lo que quería decir.
El viejo Pero le cogió el tobillo y dio un tirón; el moro lanzó un grito gutural y perdió el sentido.
– Dadme la faja que lleva a la cabeza -dijo el viejo Pero, cogiendo las flechas de su aljaba. Luego entablilló la pierna del moro con las flechas y las sujetó con la faja. Entre los tres sacaron al hombre del foso y lo llevaron al campamento. Cuando llegaron, el moro seguía inconsciente.
Yunus cortó la bota y examinó la pierna. Según el informe del joven, debía de tratarse de una dislocación del hueso agravada por un astillamiento, o de una rotura de la articulación tibiotarsiana o de la cabeza de la tibia, pero en realidad lo único dañado era la tibia y el peroné; una simple rotura, ni siquiera abierta. Yunus no tuvo problemas para enderezar la pierna. Mucho más grave era la contusión en los testículos que había sufrido el hombre. Al parecer, después de que la pierna derecha recibiera el primer golpe, el hombre había caído ahorcajado sobre una roca, de la que luego habría resbalado. El escroto se había desgarrado, y los dos testículos estaban inflamados, del tamaño de puños, y teñidos por hematomas. Los dolores debían rayar en lo insoportable. Cuando Yunus terminó los preparativos para coser el desgarro y tocó los testículos, el hombre despertó de su desmayo gritando, y mientras Yunus cosía no dejó de gritar y jadear a través del cuero que le habían puesto entre los dientes para que lo mordiera. Yunus tuvo que atarlo firmemente de brazos y piernas para mantenerlo inmóvil. El hombre no era uno de esos que prefieren arrancarse la lengua a mordiscos antes que dar un solo grito de dolor.
Más tarde, cuando Yunus le llevó algo de comer, el moro se disculpó, apocado, y buscó palabras para expresar su agradecimiento. Yunus advirtió el miedo interrogante que reflejaban sus ojos y dijo:
– Tendrás que acostumbrarte a la idea de que ya no podrás ser padre, tal como veo tu herida.
El rostro del hombre se ensombreció, y Yunus se apresuró a añadir la buena noticia tras la mala:
– Eso no significa que ya no seas un hombre, sino sólo que probablemente has perdido tu facultad de procrear. -De repente se dio cuenta de que había usado las mismas palabras que una vez empleó su maestro en Bagdad. Aquella vez el paciente había sido un herrador, un hombre recio y tosco que debía agradecer su atrofia testicular a la coz de una mula.
– ¿Queréis decir que todavía puedo ocuparme de mi mujer, pero que ya no puedo llenarle la panza? -había preguntado aquella vez el herrador, y, al oir la respuesta afirmativa del médico, se había golpeado el pecho con el puño, quejándose-: ¡Dios mío! De haberlo sabido, hace ocho años que me habría machacado los huevos en el yunque. Me habría ahorrado cuatro hijas.
Hacia el mediodía, Yunus salió en busca de unas cuantas sanguijuelas, que necesitaba para tratar los hematomas. Ibn Eh lo atajó a la salida de la choza.
– ¿Ya se puede hablar con él? -preguntó el comerciante.
Yunus sabía que Ibn Eh tenía el encargo de negociar el rescate con el moro. El capitán tenía prisa, quería saber cuánto dinero podía obtener y con qué prontitud podría recibirlo.
– Puedes hablar con él -dijo Yunus. Se alegraba de no tener que estar presente en las negociaciones.
Cuando volvió, una hora después, Ibn Eh lo estaba esperando a la puerta del campamento. El comerciante estaba muy excitado; cogió a Yunus del brazo y lo llevó a un lado.
– ¿Sabes quién es el hombre que está en nuestra choza? -preguntó lbn Eh, despidiendo chispas por los ojos. Hablaba en hebreo.
– ¿Por qué? -preguntó a su vez Yunus, inocentemente-. Se llama Ibn Ammar y es de la región de Silves.
– Se llama Abú Bakr ibn Ammar -corrigió Ibn Eh, acentuando cada parte del nombre-. ¿No te dice nada? ¿Ibn Ammar, el poeta, el amigo del príncipe Muhammad ibn Abbad?
– ¿El que desterró el monarca? -preguntó Yunus. Empezaba a recordar vagamente.
– ¡Ése, exactamente ése! -confirmó Ibn Eh-. ¿No lo viste nunca en Sevilla?
Yunus negó con la cabeza.
– Yo lo he reconocido nada más verlo, Dios lo sabe, una vez tuve tratos con él -dijo Ibn Eh, y respiró hondo, como si le costara trabajo recordar-. Hace cinco años Ibn al-Kinani y yo le vendimos dos muchachas. Él aceptó el precio sin siquiera intentar regatear. Nos vimos obligados a regalarle una tercera muchacha para no perderlo como cliente. Una semana después fue condenado al destierro. ¡Una muchacha valorada en cuatrocientos dinares! Fue el regalo más innecesario que puedas imaginar. Aquella vez me enfadé con Dios. -Contrajo el rostro en una mueca de dolor y, un instante después, rodeó a Yunus con el brazo y añadió, esbozando una pícara sonrisa-: Parece que ahora Dios quiere resarcirme.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Yunus.
Ibn Eh lo miró algo desconcertado.
– ¿Ya no recuerdas las noticias que traje de Zaragoza?
Yunus rememoró aquellas noticias y, mientras caminaba por la calle del campamento con Ibn Eh hablando y gesticulando con ambas manos, empezó, poco a poco, a comprender qué esperaba Ibn Eh de su paciente.
Según los informes del comerciante, en Sevilla se había producido un levantamiento: Ismail ibn Abbad, el príncipe heredero había intentado derrocar a su padre. Después de una campaña contra Córdoba, el príncipe se había presentado con unos cuantos hombres leales ante la puerta exterior del al-Qasr de Sevilla, montados todos en caballos extenuados, y había conseguido que los dejaran entrar asegurando que un grupo de enemigos venían pisándoles los talones. La segunda puerta había conseguido cruzarla con ayuda de su madre, que había sobornado a uno de los guardias. Luego, él y su gente habían buscado el harén del al-Qasr, para capturar a su padre. Pero el monarca no estaba en el harén. Al-Mutadid había salido del al-Qasr al atardecer, por sorpresa y sin llamar la atención, y se había dirigido a su nuevo palacio, construido al otro lado del río. Así pues, la confabulación había fracasado, y al príncipe heredero no le había quedado más remedio que huir. Había mandado abrir agujeros en todas las barcas de la orilla del río que daba a la ciudad, para que nadie pudiera avisar a su padre; había mandado requisar doscientas mulas y, al amanecer, había partido hacia el sur con la mayor parte del tesoro y con su madre, su séquito y su guardia bereber. Se suponía que con la intención de llegar a Algeciras y pasar de allí a África, donde podía buscar refugio en casa del hermano de su madre.
Sin embargo, esa misma noche, un jinete, que había cruzado el río a caballo, había informado a al-Mutadid de la intentona de su hijo. El monarca, utilizando correos rápidos y palomas mensajeras, había puesto al corriente de lo ocurrido a los señores de todos los castillos situados entre Sevilla y Algeciras. Uno de ellos, el qa'id de Medina Sidonia, había conseguido capturar al príncipe heredero y llevarlo de regreso a Sevilla. Un día después, el monarca había decapitado con sus propias manos a su hijo primogénito.
Tras la ejecución de Ismael, Muhammad, el segundo hijo del monarca, había sido nombrado príncipe heredero del trono de Sevilla. E Ibn Ammar, el paciente que yacía en la choza de los judíos, era el hombre de más confianza de este príncipe, su ejemplo, su mentor, su amigo. Toda Sevilla estaba enterada de la estrecha amistad que los unía. Por parte del príncipe era casi una especie de esclavitud, un afecto tan intenso que el monarca había tenido que desterrar a Ibn Ammar para que el príncipe no se convirtiera en un títere en manos del poeta. En Sevilla, todos lo sabían, y todos sabían también que el príncipe había ayudado a su amigo en el destierro. Y cualquiera podía sospechar qué sucedería cuando el viejo monarca abandonara este mundo.
Cuando Yunus e Ibn Eh dejaron la calle del campamento para dirigirse a su choza, la criada salió a su encuentro y les dijo que un hombre había entrado en la cabaña para ver al paciente. A juzgar por la descripción de la criada, ese hombre debía de ser el Siciliano, la mano derecha de sire Robert Crispin, el caudillo normando. Yunus se puso nervioso y quiso entrar inmediatamente a ver a su paciente, pero Ibn Eh lo contuvo, cogiéndolo del brazo.
– Te pido una cosa más, Yunus -dijo con seriedad-. No digas a Ibn Ammar ni una palabra de lo ocurrido en Sevilla. Ni una palabra de que sabemos quién es. Él no me ha reconocido, y yo no me he dado a conocer. Así debemos dejarlo hasta que lleguemos a Zaragoza.
Yunus asintió, ausente. Quería hacer una pregunta más, cuando, de pronto, se oyó un terrible grito, un grito inhumano que les puso los pelos de punta y los dejó petrificados por unos instantes.
Hasta pasado el mediodía, Ibn Ammar se resistió a la necesidad imperiosa de orinar. Finalmente, la presión sobre la vejiga se había hecho tan insoportable que había acallado el dolor de los testículos. Entonces Ibn Ammar había conseguido levantarse y, apoyándose en la pierna sana, había orinado al lado de la cama. El dolor insoportable en los testículos lo ayudaba a no conceder importancia a lo penoso de la situación. Luego se había quedado un largo rato inmóvil apoyado sobre la espalda, con los ojos cerrados y todos los sentidos dirigidos a los terribles golpes que, al mismo ritmo que los latidos de su corazón, caían sobre sus testículos como una almádena, y sólo se hacían tolerables cuando no movía ni un solo músculo.
No había oído entrar al hombre en la choza; no lo había oído acercarse a la cama en la que estaba acostado. Había vuelto a sumirse en un suave letargo, hallando consuelo en la convicción con que el hakim judío afirmaba que esos dolorosos latidos no tardarían en ceder y que lo peor ya había pasado. No se había dado cuenta de nada. El dolor atravesó su cuerpo con tan infernal violencia, tan inesperado, que en un primer momento Ibn Ammar ni siquiera había sentido de dónde había brotado. Sólo cuando se disipó el velo que el dolor había extendido ante sus ojos y vio al hombre que estaba junto a su cama, la fría sonrisa de su rostro, la afectada ceremonia con que iba sacándose de los dedos el guante que llevaba en la mano derecha, sólo entonces comprendió lo que había pasado. Debía de haber dado un grito bestial, pues de pronto los dos judíos aparecieron en la puerta de la choza y se quedaron mirándolo, hasta que el extraño los despidió con un movimiento de la mano. Luego Ibn Ammar perdió el conocimiento, pero al parecer sólo por un instante, pues cuando volvió en sí el extraño seguía exactamente en el mismo lugar, sin haber terminado aún de meterse el guante tras el cinturón. Ibn Ammar lo veía ahora con más claridad, aunque seguía medio ensordecido por el dolor y sus ojos parecían torcidos como por un calambre. Eh hombre tenía unos cuarenta años, rostro moreno, barba negra y de corte elegante, ojos oscuros; sólo podía ser el árabe de Sicilia del que le había hablado el comerciante judío.
El hombre habló a Ibn Ammar en un árabe extrañamente duro, casi atropellado, que difícilmente podía encajar con su elegante aspecto.
– Que Dios te dé salud -dijo-. Siento haberte causado dolor, no lo he hecho adrede. -Sonreía, pero la sonrisa sólo llegaba a su boca; sus ojos eran fríos e inexpresivos como los de un pájaro-. Mi amigo, el señor de este campamento, es normando, ya me entiendes: madjus. Quería venir él en persona a hacerte unas cuantas preguntas, pero yo se lo impedí. Le dije: Déjame ir a mí, deja que yo hable con él, hablamos el mismo idioma, podemos entendernos mejor. -Arrimó con la punta de la bota una albarda de madera y se sentó en ella-. ¿Has tratado alguna vez con normandos? -preguntó-. Por las malas, quiero decir.
Ibn Ammar negó con la cabeza.
– Dios te libre de hacerlo -dijo el Siciliano. Se apoyó cómodamente sobre la rodilla-. Voy a contarte una historia -continuó-. Sucedió hace un año. Algunos de los normandos que ahora están en este campamento, estaban acantonados entonces frente al castillo del emir de Palermo, cerca de Messina. En una incursión consiguieron capturar al hijo de un qa'id, que era vasallo del emir. El comandante de los normandos quería saber de él cuántas provisiones quedaban en el castillo. El joven no quería decir nada. Así que los normandos le arrancaron un diente. Y una hora después, el siguiente. Al atardecer, el joven dijo por fin lo que los normandos querían oir. Para entonces ya había perdido doce dientes, doce dientes hermosos y sanos. -La sonrisa que rodeaba su boca se marcó aún más, dejando ver una hilera de dientes blancos e inmaculados-. Absurdo, ¿no te parece? -Se inclinó hacia delante y la sonrisa desapareció de su rostro-. Tengo que hacerte unas cuantas preguntas -dijo.
Ibn Ammar respiraba rápidamente, a estertores. El miedo le oprimía el pecho.
– ¿Qué quieres saber? -preguntó. Su voz sonaba como si tuviera la garganta llena de arena.
– Nos han informado que la ciudad ya no tiene agua -dijo el siciliano-. Quería saber si lo que dicen esos informes es cierto.
Ibn Ammar asintió con la cabeza. Estaba preparado para esa pregunta. Desde el primer momento había sabido que lo interrogarían, y había meditado la respuesta. Se había propuesto confesar sólo una parte de lo que sabía, pero la mirada fría y sonriente del Siciliano alejó rápidamente esta intención. Contó todo lo que había visto y oído, inundó de información al hombre que lo interrogaba. Estaba tan ansioso de decirlo todo que se le saltaban las lágrimas cuando el Siciliano le hacía alguna pregunta desconfiada, dando la impresión de que no le creía. El miedo a nuevos dolores lo convertía en una dócil criatura carente de voluntad propia. Habría escupido sus secretos más íntimos, su vida entera, si el Siciliano, tan deferente y cortés, se lo hubiera pedido; habría traicionado a su propia madre con tal de satisfacer a ese hombre tan amable.
Y se avergonzaba de ello, se sentía humillado; sentía una vergüenza tan profunda que le hacía olvidar todo dolor. Un rato después, cuando entraron en la choza el comerciante judío y el hidalgo de nariz aguileña al que servían los tres hombres que lo habían encontrado ante la muralla, Ibn Ammar yacía completamente apático sobre su cama. Escuchó con total indiferencia cómo el hidalgo planteaba la absurda exigencia de seiscientos dinares. Con el mismo interés dejó pasar los esfuerzos del judío por rebajar la suma. Cuando finalmente el hidalgo se dio por satisfecho con la cantidad, comparativamente ridícula, de ciento veinte dinares, Ibn Ammar no sintió ni consuelo ni agradecimiento. El interrogatorio del Siciliano lo había dejado más gravemente herido que la caída de la muralla. Se sentía como si lo hubieran castrado del alma.
Partieron dos horas antes de la puesta de sol. Setenta hombres con cien caballos, la mitad pertenecientes al campamento normando; los otros, al campamento del rey de Aragón. Desde que el rey moro de Zaragoza había reforzado las guarniciones de los castillos fronterizos con divisiones de caballería ligera, ya nadie se arriesgaba a emprender una cabalgada hacia el sur si no se disponía como mínimo de medio centenar de hombres. Tres semanas atrás, una patrulla francesa había sido aniquilada por los moros. Sólo había quedado con vida un hombre, que había regresado al campamento descalzo y semidesnudo, y sin nariz ni orejas.
Cabalgaron ocho horas casi sin pausa, adentrándose en la oscuridad de la noche, primero hacia el sur, hasta dejar atrás el castillo de Monzón, luego hacia el sureste, por la llanura. Al frente cabalgaba un adalid, un peón natural de la región que conocía cada sendero y en quien se podía confiar, pues su mujer y sus dos hijos estaban bajo vigilancia en el campamento. El adalid, apartándose de las carreteras, los guió por estrechos senderos de pastores y a través de cumbres boscosas flanqueadas por precipicios cortados a pique, hasta una colina que se levantaba sobre la planicie como última estribación de la cadena de montañas. Pasaron el resto de la noche en un encinar que crecía en la pendiente occidental de la colina. Establecieron guardias y durmieron en el suelo, envueltos en las mantas de sus sillas de montar, entre los caballos estacados, junto a sus armas listas para ser empuñadas.
A Lope le había tocado hacer la última guardia con el viejo Pero. El adalid los guió a la cima de la colina, donde buscaron un lugar cómodo, un tronco donde apoyar la espalda. El viejo Pero no tardó en quedarse dormido, y Lope lo dejó dormir. Se sentía fresco, no había ningún peligro de que también él fuera vencido por el sueño.
Cuando empezó a amanecer, Lope trepó a un árbol y echó un vistazo a la llanura. Al sur, a unas tres millas de allí, había un pueblo bastante grande. Lope llegaba a ver la cúpula de la mezquita, la delgada punta del minarete y los tejados cubiertos de paja de las casas aglomeradas detrás de la palizada que rodeaba el pueblo. Recorrió con la mirada los caminos y los lugares de trilla. No se veía a nadie, ni un solo campesino yendo a trabajar a los sembrados, ni un arriero, ni un pastor sacando el ganado a pastar. Todo estaba quieto, extrañamente quieto.
Antes de salir el sol sonó el pitido que los llamaba de regreso al lugar donde habían acampado. Los hombres estaban reunidos en grupos; habían enviado exploradores que confirmaron lo que había notado Lope. Los campesinos se habían atrincherado en el pueblo; la sorpresa había fracasado. Algún vigía o algún pastor de cabras debía de haberlos visto llegar por la noche y habría avisado a la gente del pueblo. Los moros no se dejaban sorprender tan fácilmente, vivían alertas por los muchos ataques que ya habían sufrido, y con cien caballos era prácticamente imposible acercarse sin ser vistos. Ya no se podía hacer nada.
Dos o tres jinetes aragoneses abogaron por asaltar el pueblo, pero todos los demás se opusieron. Habría demasiados heridos, podían perder demasiados caballos. El posible botín no lo merecía, y el camino de regreso era demasiado largo. Desde que se sabía que los moros de Barbastro ya no tenían agua, nadie quería arriesgar demasiado. Así las cosas, emprendieron el regreso, enviando por delante una avanzadilla de doce hombres, a quienes se mandó que no se perdieran de vista. Cabalgaron dos horas a paso ligero hacia el oeste por campo abierto, con la esperanza de poder asaltar a unos cuantos campesinos, a los que luego podrían canjear por trigo. Pero la región parecía desierta. Todos los pueblos por los que pasaron estaban cerrados y en los minaretes ondeaban largas banderillas verdes. Era como si en lo alto de cada colina hubiera un espía siguiendo sus pasos y anunciando justo a tiempo su llegada.
Empezaron a cabalgar a un ritmo más lento. Cuando pasaban por campos de trigo aún sin cosechar se detenían y, bajo el calor sofocante, cortaban ellos mismos con sus espadas y cuchillos las espigas, que luego guardaban en sacos que habían traído consigo para llenarlos con el grano de los moros. En el valle del Cinca hicieron la primera parada, para que los caballos pudieran descansar. Lope y otros seis fueron enviados por agua. Cuando volvió, frente al capitán estaba uno de los aragoneses, un hombre fuerte como un toro, de cabello negro, cabeza estirada hacia delante y cuello muy corto; tendría entre treinta y cuarenta años, Lope no podía calcular su edad con más exactitud. Sólo sabía que los aragoneses llamaban a aquel hombre el «Cuatrodedos», porque le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda.
El hombre miraba fijamente al capitán, con los ojos entornados.
– Me resultas familiar, viejo -dijo-. Tengo la sensación de que ya te he visto antes, en alguna otra parte.
El capitán volvió lentamente la cabeza, abrió los ojos, miró al hombre como se mira a un tipo cargante que viene una y otra vez a pedir algo, y volvió nuevamente la cabeza.
– Te pareces a alguien a quien llevo veinte años buscando; te le pareces endemoniadamente -continuó el hombre. Se acercó dos pasos más al capitán y cruzó los brazos-. ¿Es posible que hace veinte años estuvieras por esta región? -preguntó-. ¿Es posible que sirvieras en la guardia personal del señor de Lérida, hace veinte años?
El capitán fingió que no oía nada, pero el otro no se dejó rechazar tan fácilmente; se quedó allí, como un tronco, con las piernas muy abiertas e inquietantemente tranquilo. También su voz parecía tranquila cuando volvió a hablar.
– En el campamento se dice que una noche tiraste a un moro de su caballo sin tocarlo con las manos, como por arte de magia. El hijo de perra al que estoy buscando también podía hacer cosas así.
Algunos hidalgos de la tropa aragonesa que andaban cerca de allí prestaron atención y empezaron a acercarse, uno a uno.
– Yo estuve presente cuando le acertaron con una flecha. Vi cómo el astil le atravesaba la pantorrilla. Debieron de quedarle dos cicatrices, y yo sé en qué parte. Me harías un gran favor si me permitieras verte la pierna. Sólo ese lugar, en la pantorrilla derecha. Así podrás liberarme de una horrible sospecha y devolver la paz a mi alma.
El capitán le escupió a los pies.
– ¡Lárgate! -gruñó-. ¡No me vengas a mí con historias!
El hombre al que llamaban Cuatrodedos no se movió. Y Lope, que no dejaba de mirarlo, sintió de repente un ligero temor, como jamás lo había sentido estando con el capitán. Siempre se había sentido seguro al lado del capitán, siempre había estado convencido de que el capitán podía acabar con cualquier adversario, siempre había tenido una confianza ilimitada en su astucia, su fuerza y su habilidad en la lucha. Ahora, por primera vez, empezaba a dudar. Miró al capitán, que estaba sentado en el suelo en una postura extrañamente relajada, huesudo, macilento, con los cabellos pegados y la cara manchada de polvo, que le daban un aire demacrado y viejo. Y miró al hombre que se erguía frente a él, pesado, brutal y rebosante de energía. E intuyó que el capitán no podría acabar con ese individuo, que contra él no tendría ninguna oportunidad.
– Escúchame, viejo -dijo el hombre-. El hijo de perra al que estoy buscando tiene las vidas de mi padre y mi hermano sobre su conciencia. Lo estoy buscando desde hace veinte años y lo encontraré. Por eso quiero comprobar si tienes esa cicatriz en la pantorrilla derecha. Lo comprobaré, viejo, aunque no colabores. No te perderé de vista, viejo, recuérdalo. A partir de ahora no te perderé de vista.
El hombre se quedó un largo rato mirando fijamente al capitán, con el mentón apuntando hacia delante, como si quisiera obligarlo con la mirada a mostrar la pierna. Luego dio media vuelta y se marchó, sin volver la mirada ni una sola vez.
Sólo cuando el hombre ya no podía oírlo, el capitán levantó la cabeza, miró a su alrededor y dijo, encogiéndose de hombros:
– ¿Qué quiere ese bocazas? ¿Qué quiere de mí? ¿Qué tengo que ver yo con sus historias?
Quería parecer burlón, pero su voz sonó más bien oprimida, como si tuviera en la garganta algo que le entorpecía el habla.
Los siguientes días transcurrieron en perezosa inactividad. En todos los campamentos se estaba a la espera de que la ciudad empezara a negociar la rendición. La construcción de la torre de asedio se había detenido y las guardias se habían duplicado en prevención de un ataque moro. Los centinelas se aburrían y mataban el tiempo jugando a los dados. Se jugaban ya el botín que esperaban conseguir.
A veces, por las noches, se reunían pequeños grupos, que se deslizaban a hurtadillas hasta las murallas de la ciudad con la intención de dar caza a algún moro que pretendiera huir. Pero en el sector normando esta cacería no dio ningún fruto. La mayor parte de los moros intentaban escapar por el río, se escabullían bordeando el cauce o dejaban que la corriente los llevara río abajo, donde se encontraban los franceses. Los franceses atrapaban dos o tres cada noche.
Lope era el único que aprovechaba el tiempo. Cada día pasaba algunas horas con el viejo Pero, practicando el tiro con arco en una colina pelada que se levantaba media milla al sur del campamento. En Sabugal había aprendido a usar el arco largo. Ahora tenía que olvidar todo lo que había aprendido. El arco moro requería un manejo completamente distinto al del arco largo. Ambas armas eran muy diferentes ya en su forma exterior. El arco largo estaba hecho de una sola pieza de madera de tejo; el moro, de varias piezas de madera, cuerno y tendones de animales artísticamente unidas con cola. Además, el arco moro tenía los extremos curvos, lo que le daba la extraordinaria característica de que el arquero sólo tenía que emplear todas sus fuerzas al principio, mientras que al final, cuando el arco ya estaba casi completamente extendido, los extremos seguían siendo flexibles, gracias a lo cual el arquero podía apuntar a su blanco con mucha más precisión. Igualmente distinta era la técnica con que se disparaba cada arco. En el arco largo, se tiraba de la cuerda con los tres dedos centrales; en el moro, con el pulgar. El arquero rodeaba la cuerda con la primera falange del pulgar y se cogía la punta de éste con el índice. De este modo le quedaban tres dedos libres, con los que podía llevar las riendas cuando iba a caballo. Ése era el misterio de los arqueros moros a caballo. Una mano sostenía el arco y sacaba las flechas de la aljaba con el pulgar y el índice. La otra mano también utilizando sólo el pulgar y el índice, cogía la flecha, la ponía en la cuerda y tiraba. La dificultad estaba en que esa mano, al tener los otros tres dedos que llevar las riendas siempre a la altura del arzón, tenía muy poco margen de movimiento. En lugar de mover la mano, el arquero tenía que mover el cuerpo para acomodarlo a la mano. Esto no sólo exigía que el arquero fuera un gran jinete, sino también que tuviera un dominio acrobático de su cuerpo. Y eso fue lo primero que el viejo Pero enseñó a Lope.
Practicaron de pie y a caballo. Practicaron la posición de la mano al coger la cuerda y al sacar la flecha de la aljaba. Practicaron la posición de los dedos, los brazos y los hombros, y los movimientos necesarios para tensar el arco y para apuntar. Practicaron un día tras otro, sin que Lope disparara nunca una sola flecha. El viejo Pero economizaba mucho sus flechas; era un profesor con método. Sólo una vez hizo volar las flechas, al principio, cuando introdujo a Lope en el arte de tirar con arco: disparar doce flechas en el tiempo que un sacerdote apresurado necesita para rezar un padrenuestro, y acertar con todas a un blanco del tamaño de una piel de oveja colocado a ochenta pasos. Acertar al mismo blanco, colocado a la misma distancia, cabalgando a todo galope. Y, a pie firme, acertar como mínimo con dos de tres flechas a una distancia de trescientos metros. Ese era el arte que Lope debía aprender.
En todo ese tiempo, el capitán no dio un solo paso fuera de los limites del campamento. Se comportaba de un modo extraño. Ya no bebía vino, holgazaneaba en su choza, mandó pulir sus armas, su yelmo, su armadura, su silla de montar. Nada le parecía bien. Estaba insufrible, malhumorado, camorrista. Lope lo observaba con preocupación. Por la mañana, mientras el capitán se vestía, Lope, casi sin darse cuenta, le miraba las piernas, pero no pudo llegar a ver si tenía dos cicatrices en la pantorrilla derecha. Tampoco podía recordar haberle visto alguna vez esas cicatrices.
El hombre al que llamaban Cuatrodedos no había vuelto a aparecer. No lo volvieron a ver hasta ocho días después de la infructuosa cabalgada, y se encontraron con él por pura casualidad.
Ese día el capitán había mandado que le trajesen una jarra de vino por primera vez desde la cabalgada. El vino despertó su espíritu emprendedor, y al ocultarse el sol envió a Lope al pueblo de cantinas para que anunciase a la negra Doda que la visitaría esa noche. Exigió que Lope fuera vestido con la armadura completa, y que el viejo Pero y el cabañero fueran con él. Cuando visitaba a alguien, quería presentarse como un gran señor.
Lope salió cabalgando por delante. Al llegar a la casa de la bella Doda y entrar en el patio vio salir por la puerta a Mira, la muchacha. Nada más verla se le cortó la respiración. Era todavía más bonita de lo que él recordaba. Tenía el cabello suelto y sonrió a Lope cuando éste desmontó, pero no pareció reconocerlo, a pesar de que una antorcha iluminaba la fachada de la casa. No lo reconoció hasta que Lope mencionó el nombre del capitán. La muchacha se llevó la mano a la boca, como apenada, quitó a Lope el yelmo, que le cubría la mitad de la cara, lo llevó a la luz de la antorcha y le preguntó, en tono de falso reproche, por qué no se había dejado ver en todo ese tiempo.
– ¿Dónde te habías metido? Te he estado esperando -dijo Mira tirando de Lope hacia la casa y arrimándose a él; luego llamó a un criado para que se ocupase de su caballo-. ¿Sabes una cosa? -dijo-. ¡Ay, me enfadé mucho con mi señora! ¡No sabes cuánto me enfadé!
No llamaba a Lope por su nombre, también lo había olvidado; pero eso a él no le importaba. Sentía el cuerpo de la muchacha a través de la coraza de cuero, y el fuerte perfume que brotaba de su cabello le llenaba la nariz. Lope todavía conservaba en la memoria cada una de las palabras que se habían dicho aquella noche junto al fogón de la cocina, cada uno de los movimientos de sus labios y sus manos.
En el interior de la casa todo había cambiado. Esterillas en el suelo; vigas nuevas en el techo; la habitación donde la dueña recibía a sus visitantes ahora estaba separada del resto por una pared recién enfoscada; había cacerolas de cobre y garrafas de vidrio junto al fuego, signos de un nuevo bienestar exhibido con orgullo. Mira también mostraba indicios de ese nuevo bienestar. Llevaba un collar de coral rojo y pulseras de plata en las muñecas, y su vestido era de seda. Ya no era la criada de la cocina. Al parecer, ese puesto lo ocupaba ahora una segunda muchacha, que estaba junto al fogón; una chica de catorce años, grande y corpulenta, más alta que Mira y de cabellos rubios que le colgaban sobre la espalda en una trenza. Mira le dio a entender con un movimiento de la mano que se marchara de la cocina. La muchacha obedeció de mala gana y, al pasar al lado de Lope, lo miró a la cara mostrándole los dientes en una sonrisa que, por un momento, dejó ver también su lengua. Pasó tan cerca a Lope que su falda lo rozó. Lope se sobresaltó al sentirla; estaba tan confuso que no se atrevió a volverse para seguirla con la mirada mientras salía de la habitación.
– ¿Has visto eso? -dijo Mira, señalando la pared nueva, cuyo enfoscado aún estaba húmedo en algunos puntos-. La mandamos construir por deseo del conde de Tolosa -explicó-. El conde de Tolosa ya ha estado aquí tres veces. Cuando viene lo escoltan doce caballeros; es un señor muy distinguido. -Con perceptible orgullo, añadió-: Nosotras ya sólo recibimos a señores distinguidos.
Lope no le hizo caso. Le dijo lo que el capitán le había encargado que dijera. Mira frunció las cejas y respondió que su señora no estaba en casa, que tenía que consultárselo a ella, y que los distinguidos señores a los que recibían ahora solían anunciar su visita con algunos días de antelación. Luego ladeó la cabeza, examinó a Lope desde sus cejas fruncidas, le dijo que esperara y se marchó apartándose el cabello de la frente.
Lope se quedó en la cocina sin saber qué hacer. Miró el banco colocado junto al fogón, en el que había estado sentado con ella aquella vez. No se percató de que la criada había regresado a la cocina, no oyó el susurro de sus pisadas sobre las esterillas hasta que estuvo detrás de él. La muchacha pasó por su lado sin mirarlo, con un hatillo de leña bajo el brazo. La falda azul que llevaba puesta le quedaba muy corta, por encima de las rodillas. Lope la observó mientras trabajaba en el fogón, limpiando las cenizas, soplando para avivar el fuego y colocando cuidadosamente la leña. Sus piernas eran largas y morenas. Al inclinarse sobre el fuego, la trenza se le cayó hacia delante. La muchacha volvió a echársela a la espalda con la mano y, al hacerlo, giró la cabeza y sonrió a Lope por encima del hombro.
Lope esquivó su mirada, pero vio por el rabillo del ojo que la muchacha se levantaba y, limpiándose la ceniza de las manos, se acercaba lentamente hacia él.
– Eh, guapo -dijo la criada-. ¿Qué tal? -Se detuvo a dos pasos de Lope y, sin quitarle la mirada de encima, se levantó la falda con un rapidísimo movimiento y enseñó lo que tenía para vender-. ¿Quieres que te lo haga? -dijo-. Ven conmigo, guapo, medio penique de plata. Di lo que quieres a cambio y yo lo haré.
La muchacha se acercó aún más, cogió la mano de Lope y se la metió entre las piernas. Lope sintió el suave vello de su pubis y retiró la mano violentamente; se alejó un paso, pero la muchacha se arrojó sobre él, haciéndolo caer, y lo abrazó por el cuello.
– Te lo haré muy bien, guapo. ¡Ven conmigo!
Lope quería decir algo, pero no podía; intentaba resistirse, pero tenía los pies clavados a la esterilla. Entonces, de repente, la muchacha se alisó rápidamente la falda, regresó apresurada al fogón y se puso a coger las cacerolas de cobre. En ese mismo instante, Lope oyó el ruido de la puerta y, todavía sin haberse incorporado del todo, vio entrar a un hombre. Supo enseguida quién era, pues, a pesar de que nunca lo había visto, muchas veces había escuchado cómo lo describían los hombres del campamento. Sólo podía tratarse de ese hombre, del carnicero de Carcasona, el hermano de la negra Doda, o su chulo, o su amante, o lo que fuera. Un gigante que tenía que inclinarse para pasar por la puerta. Cabello hirsuto y rojo parduzco, como el bigote que le colgaba sobre las comisuras de los labios; boca ancha y de grandes dientes; brazos desnudos, morenos, muy velludos; manos grandes como palas. Detrás del carnicero entró la bella Doda, riendo, ligera, con la falda ondeando al ritmo de sus movimientos y cintas de colores en el cabello. La mujer dijo algo en un idioma que Lope no comprendía y soltó una risotada; su mirada acarició a Lope, que la observaba petrificado de espanto. Pero la mirada pasó de largo y la mujer desapareció tras la doble cortina de la pared nueva.
– ¡Vino! -gritó el carnicero hacia el fogón, donde estaba la criada, y ésta bajó rápidamente a la bodega, mientras el hombre seguía a la bella Doda a la otra habitación.
La puerta de la casa seguía abierta, y Lope vio entrar rápidamente a Mira, temerosa y con la cabeza gacha. Tras ella entró un segundo hombre, y también a éste lo reconoció Lope al primer vistazo: era el hombre al que llamaban Cuatrodedos.
Éste cerró la puerta al ver a Lope.
– ¿Qué hace este chico aquí? -preguntó sin quitar los ojos de Lope.
– Es del campamento normando, sólo ha venido para anunciar que su señor vendrá esta noche; se irá enseguida -dijo Mira con temblorosa precipitación. Se había retirado a la pared posterior, recogiéndose junto al fogón. Lope dio un paso hacia la puerta.
– ¡Tú te quedas aquí! -dijo Cuatrodedos. Caminó lentamente hacia el centro de la habitación, al tiempo que desabrochaba las correas de sus calzones de montar de cuero.
La criada volvió de la bodega con una jarra de vino y la llevó a la habitación contigua, de la que salían la voz profunda y ronca del carnicero y la risa aguda de la mujer. Cuatrodedos siguió a la criada con la mirada, recorriéndola de arriba a abajo. Cuando regresó, el hombre dijo:
– ¡Tráeme a mí también una jarra, chica!
La criada le volvió la espalda, fingiendo que no lo había oído. Se hizo un inquietante silencio, hasta que Mira se levantó para bajar a la bodega.
– ¡Tú no! -dijo Cuatrodedos con aspereza, y señaló con la cabeza a la criada-: ¡Ella!
La muchacha miró a Cuatrodedos, luego a Mira, y, al ver que Mira asentía rápidamente con la cabeza, se dirigió nuevamente al sótano, sin prisas, y volvió con una jarra llena.
Cuatrodedos cogió la jarra.
– ¿Qué te pasa? -dijo-. ¿Eres nueva aquí?
La criada echó la cabeza hacia atrás y contestó desdeñosa:
– Por qué no.
El hombre la miró fijamente. Estaba de pie frente a ella, sereno, con la jarra en la mano izquierda y una sonrisa en la cara. Lanzó el golpe de un modo tan repentino que la criada no tuvo tiempo de esquivarlo. Le dio en la cabeza con el dorso de la mano, con tal fuerza que la hizo caer. La muchacha, soltando un suave quejido, corrió a refugiarse bajo el fregadero, en el rincón más apartado de la habitación. Cuatrodedos la siguió lentamente, quitándose los pesados calzones de cuero al caminar, arrojó éstos al banco colocado junto al fogón, se sentó en él y se recostó cómodamente contra la pared.
De pronto, la voz del carnicero irrumpió con violencia desde la habitación contigua. La mujer respondió con un estridente aluvión de palabras, y el carnicero volvió a gritarle: una acalorada discusión que se encendió y volvió a apagarse con la misma rapidez y violencia. Un momento después, el carnicero salió a la cocina y, mirando con ojos entornados las llamas que ardían en el fogón, dijo:
– ¡Ven, nos vamos!
– Ve tú primero, yo iré después -dijo Cuatrodedos. Y, señalando a Lope con la jarra llena, añadió-: Estamos esperando a su señor, uno del campamento normando, un viejo conocido. Tengo que hablar unas cuantas cosas con él.
– Como quieras -rezongó el carnicero, y salió de la casa. Antes de cerrar la puerta, volvió a meter la cabeza y dijo, dirigiéndose a Mira-: Y vosotras, atendedlo bien, dadle lo que desee. No paga, la casa invita.
Lope vio cerrarse la puerta. El cerrojo ya no estaba puesto. Cuando el carnicero se hubiera alejado, quizá él podría arriesgarse a escapar para poner sobre aviso al capitán. Abrir la puerta de un empujón, cruzar el patio, correr hacia la puerta exterior y perderse en el tumulto de la calle de las tabernas. El caballo podría volver a recogerlo luego. Pero era probable que la puerta estuviese cerrada con llave, y Cuatrodedos alertaría al guardia justo a tiempo para que le impidiera el paso. Aunque la puerta estuviera abierta, no tenía la certeza de conseguirlo, pensaba Lope. Tenía que esperar una oportunidad más propicia.
Cuatrodedos estaba sentado tranquilamente en el banco, con las piernas estiradas.
– Qué pasa con el servicio -dijo en voz muy baja.
Ninguna de las muchachas se movió de su sitio, ni Mira, ni la criada, que seguía con la mano en la mejilla dolorida. Lope vio que los ojos del hombre se empequeñecían, y, unos instantes después, vio que Mira cedía antes que la criada y se dirigía hacia Cuatrodedos, lentamente, paso a paso. Y, petrificado de espanto, vio cómo se arrodillaba entre las piernas extendidas del hombre y empezaba a desabrocharle el cinturón.
¡Esfúmate! -dijo Cuatrodedos, apartando a Mira de un empujón. Y, volviéndose a la criada, dijo-: ¡Tú! ¡Ven aquí!
Lope vio que la criada salía temerosa de su rincón y se colocaba frente a Cuatrodedos, protegiéndose la cara con las manos. Vio que el hombre se inclinaba hacia la muchacha, le cogía la falda, tiraba de ella y la obligaba a arrodillarse.
– ¡Ven aquí, pequeña. no te portes así! -le oyó decir Lope.
Luego vio cómo le cogía la trenza y se la enrollaba en la mano, como una cuerda, mientras ella le desataba los pantalones. Entonces Lope apartó la mirada. Ahora, pensó, éste es el momento. Cuando se levante yo ya estaré en la puerta. Y si intenta seguirme, la criada se interpondrá en su camino. Desplazó todo su peso hacia un lado y empezó a moverse imperceptiblemente hacia la puerta.
– ¡Tranquilo, muchacho! ¡Quédate donde estás! -dijo Cuatrodedos con tal voz que Lope se quedó inmóvil en el acto. Apenas se atrevía a respirar. Se quedó quieto, con la cabeza gacha y los hombros levantados. Por el rabillo del ojo veía a Mira, que, con la espalda apoyada contra la pared, lo miraba con ojos muy abiertos y asustados. Entonces, de repente, llegó desde fuera la voz del capitán, potente y vociferante, irreconocible a pesar de oírse muy cercana. Parecía que había estado bebiendo en el camino, que se había detenido en las tabernas de la calle del pueblo.
Lope vio que Cuatrodedos se levantaba de golpe, apartaba a la criada con un ágil movimiento y se dirigía a la puerta, pasándose por el cinturón la bragueta caída del pantalón. Cuando la puerta se abrió, Cuatrodedos ya estaba pegado a la pared, oculto en las sombras, apenas reconocible. El capitán no lo vio al entrar. Se detuvo frente a Lope, tambaleándose y con los ojos entornados, y, recorriendo la habitación con la mirada, gruñó:
– Pensaba que sería recibido como la paloma después del diluvio. ¡Pero con qué me encuentro en lugar de eso! ¡Nadie a la puerta! ¡No hay luz en el patio! ¡Ni siquiera un vaso lleno como saludo! -Y mirando a Lope a los ojos, gritó-: ¡Qué haces tú aquí! ¡Fuera, vete! ¡Ocúpate de los caballos!
Sólo al ver que Lope no se movía, el capitán se dio cuenta de que ocurría algo y volvió lentamente la cabeza. No mostró ningún signo de temor, ni siquiera parecía sorprendido, o se controlaba tan bien que uno no podía notarlo. Se quedó quieto, mirando por encima del hombro a Cuatrodedos, que se había separado de la pared y caminaba lentamente hacia el capitán.
– Buen lugar para un reencuentro -dijo Cuatrodedos en voz baja-, ¿no te parece, viejo? – Empezó a trazar un semicírculo alrededor del capitán, de manera que podía mirarlo sin perder de vista a Lope-. Me alegro de volver a verte después de tantos días; me alegro sinceramente, viejo.
– ¡Desaparece! -dijo el capitán-. ¡Lárgate de aquí!
Cuatrodedos balanceó lentamente la cabeza y torció la boca en una especie de sonrisa.
– No me entiendes, viejo. Todavía no me entiendes -dijo, arrastrando las palabras-. Quiero verte la pierna, sólo esa parte de la pantorrilla derecha. No quiero pelea, ¿me escuchas? Pero ya me rechazaste una vez, y con una tengo suficiente.
Lope miró al capitán y supo enseguida que no estaba dispuesto a ceder. Lo notó en la manera en que el capitán alzaba ligeramente la barbilla y enarcaba las cejas, y en cómo empezó a respirar tomando grandes bocanadas de aire con la boca entreabierta. De pronto, Lope sintió un miedo cerval. No eran ni tres pasos los que separaban al capitán de aquel hombre, demasiado poco para poder sacar el cuchillo a tiempo o para intentar esquivarlo. Por qué no cede, pensaba Lope, desesperado. ¿Por qué no deja que le vea la maldita pierna? ¿Por qué se arriesga a que ese toro lo crucifique? ¿Qué pretende? Los ojos de Lope iban y venían del capitán a Cuatrodedos, y de pronto empezó a concebir la punzante sospecha de que si el capitán se negaba a enseñar la pierna era únicamente por testarudez. Pero en ese mismo instante se abrió la puerta y entraron los dos normandos que habían participado en la incursión a la muralla de la ciudad, bromeando, riendo, colorados por el vino.
– ¡Hombre, pensaba que ya estarías haciendo lo tuyo! ¿Dónde están las mujeres? -dijo uno de los normandos dando un manotazo en la espalda al capitán. Y, con la misma alegría, incluyeron a Cuatrodedos en su saludo-: ¿Celebramos los cuatro, o qué haces tú aquí?
– Ya estoy servido -dijo Cuatrodedos, y, empujando al capitán de camino a la puerta, añadió-: ¡Hasta pronto, viejo! ¡Volveremos a vernos!
Un instante después ya se había marchado.
Lope había olvidado por completo la orden del capitán. Se volvió aliviado hacia Mira y la vio salir riendo de su rincón. Por un instante, creyó que venía hacia él, pero la muchacha pasó de largo y se arrojó al cuello del normando más alto, abrazándolo con fuerza y cubriéndolo de besos mientras el cabello le volaba sobre los hombros.
– Ocúpate de los caballos -refunfuñó el capitán-. Y mantén los ojos abiertos, no quiero más sorpresas. ¿Entendido?
Cuando Lope pasó a su lado, el capitán le dio un manotazo. Pero Lope no sintió el golpe.
Lope hizo la primera guardia de la noche sentado a la puerta del establo, mientras el cabañero y el viejo Pero dormían acostados sobre la paja, entre los caballos. Desde allí, Lope oía el barullo de la casa, la desenfrenada algarabía de los hombres, la risa de la bella Doda, y las voces agudas de las muchachas y sus estridentes gritos. Oía la voz de Mira, sus risitas alegres y chillonas. La oía aunque se tapara las orejas con las manos.
Pasó toda la noche en vela. Se quedó despierto incluso mientras los otros dos hacían la guardia y el interior de la casa estaba ya en silencio.
Una vez salió Mira. Estaba semidesnuda, y tan borracha que se cayó al suelo. Se arrastró hasta la esquina de la casa y Lope la oyó vomitar. Pero cuando Lope se le acercó, ella se defendió sacando los puños y bufando como una gata.
Quedaba por delante una larga noche.
El establecimiento de baños se encontraba en el centro del barrio judío, cerca de la gran sinagoga, y esa tarde, víspera de sabbat, estaba repleto. Pero a los invitados del nasí de la comunidad judía y poderoso administrador financiero del príncipe, el honorable Abú'l-Fadl Hasdai, se les había asignado un lugar privado en una de las masatib, reservadas para clientes distinguidos.
Yunus había cerrado a medias la cortina. Estaba solo. Ibn Eh seguía en el baño de vapor, y había pedido un masajista y un barbero, para disfrutar de todos los placeres del baño. El comerciante había llegado de Barbastro hacía apenas algo más de una hora, agotado tras dos días de viaje a marcha forzada, sudoroso, sucio y con el único deseo de darse un largo baño. Todavía tardaría un rato en regresar a la maslah.
Yunus cogió el delgado cuaderno que le servia de diario. En esas últimas semanas no había tenido oportunidad de continuar sus apuntes. Lo habían llevado de una recepción a otra. Había tenido que relatar sus experiencias en Barbastro una y otra vez en casa del nasí, ante públicos distintos. Junto con Ibn Ammar, había sido llamado incluso al madjlis del mismísimo príncipe, para que hablara ante la corte. La noticia de la capitulación de la ciudad había sumido a Zaragoza en un gran nerviosismo. Nadie, a excepción de los pocos que estaban al corriente de la desafortunada obstrucción del pozo, había contado con que las cosas tuvieran tal desenlace. Hasta ahora, siempre se había dado cuenta con relativa facilidad del antiguo enemigo del norte. El rey de Aragón jamás había conseguido conquistar ni uno solo de los grandes castillos de la frontera. Y ahora, de pronto, tenía en su poder una de las ciudades más grandes del reino.
La mayoría de los observadores estaban convencidos de que el rey debía esa victoria únicamente al apoyo de las tropas francas y normandas. A muchos los embargaba un miedo irracional, rayano en la histeria. Circulaban los rumores más descabellados, especialmente sobre los normandos, cuya astucia y destreza para la guerra eran conocidas ya por los informes de comerciantes sicilianos. Así pues, era más que comprensible que Yunus, como testigo ocular que había visto de cerca a los normandos durante el tiempo que duró el sitio, fuera constantemente bombardeado con preguntas desde todas partes. Entretanto, él ya había contado tantas veces los acontecimientos que llevaron a la toma de Barbastro que ahora le parecían extrañamente irreales, como si hubieran ocurrido meses atrás.
Abrió el cuaderno y releyó las últimas anotaciones. Algunos párrafos los había escrito con tanta prisa que ahora le costaba trabajo descifrarlos.
Cuatro jinetes salieron de la ciudad ayer por la mañana, dos hacia Zaragoza y dos hacia Lérida. El rey de Aragón los ha hecho acompañar por grandes escoltas hasta Monzón y Aguijes. Los cuatro emisarios tienen la misión de averiguar si la ciudad todavía puede contar con que recibirá ayuda. Un nuevo ejemplo de la curiosa burocracia de esta guerra de sitio, que nunca deja de sorprender a un profano como yo. Tan pronto se cometen las más terribles atrocidades para obligar a los defensores de la ciudad a entregarse y se estrecha cada vez más el cerco, como se deja pasar oficialmente a cuatro mensajeros y hasta se pone a su disposición una escolta para que lleguen sanos y salvos a su destino. Naturalmente, tras esta generosidad se oculta un frío cálculo: los sitiadores están convencidos de que ni al-Muktadir de Zaragoza ni al-Muzaflar de Lérida vendrán en defensa de la ciudad, Y que la ciudad se rendirá tanto más pronto, cuanto antes vuelvan los emisarios con esa noticia.
Nuestro sire afirma que los cuatro mensajeros fueron sometidos a una inspección antes de la partida. Se acordó que se permitiría que cada uno llevara consigo cincuenta dinares de oro. Uno llevaba setecientos dinares más cosidos en el forro de su traje. Obviamente, le quitaron el exceso de equipaje.
En los últimos días están capturando cada vez con mayor frecuencia a un gran número de hombres jóvenes que llevan consigo grandes sumas de dinero. Por lo visto, la gente bien situada de la ciudad está recurriendo a este medio para intentar poner a salvo como mínimo una parte de su fortuna. Los mensajeros cargados de dinero son recompensados con una décima parte de lo que llevan si consiguen atravesar el cerco con el dinero que les ha sido confiado. Es un juego muy arriesgado, pues los jóvenes que lo aceptan tienen que preocuparse no sólo de los sitiadores, sino también de las bandas de aventureros que asolan la región. Desde que se sabe que la ciudad ya no tiene agua, ninguno de los señores toma más hombres a su servicio. Los que han llegado demasiado tarde tienen, pues, que coger con sus propias manos su parte del botín. Están al acecho de los fugitivos que logran escapar de nuestros guardias. Asaltan a los comerciantes que vienen al campamento. Atacan incluso a tropas aisladas del ejército, cuando éstas se alejan demasiado de su campamento y no son lo bastante fuertes. Se dice que en estas bandas hay muchos hombres del conde de Barcelona. El conde no ha podido participar oficialmente en el sitio de Barbastro, porque tiene un tratado firmado con el señor de Lérida.
Todo está en calma. Ya no se ven centinelas sobre las murallas de la ciudad. Nuestros guardias también se han vuelto más descuidados que antes. Uno puede moverse fuera del campamento sin ser molestado hasta llegar casi a las murallas. La gente de la ciudad parece como paralizada. La falta de agua debe de ser terrible. Ayer al mediodía, a la hora de más calor, tuve ocasión de observar a un mozo de nuestro campamento que se acercó hasta la muralla misma de la ciudad, donde habló con una mujer que se encontraba en lo alto de la muralla. La mujer le pidió agua. Llevaba un bebé en brazos, y dejó caer un odre vacío atado a una cuerda. El mozo llenó el odre en el río. Al regresar, pidió dinero a la mujer. La mujer le arrojó dos pulseras. El mozo le pidió la faja que llevaba a la cabeza. La mujer se la arrojó. El chico ató el odre a la cuerda, pero sin soltarlo, y pidió también el mantón que llevaba la mujer. Ella le arrojó también el mantón. El mozo soltó la cuerda pero, antes de que el odre estuviera fuera de su alcance, le clavó el cuchillo. La mujer subió el odre tirando de la cuerda tan rápido como pudo, mientras el agua se derramaba en un delgado chorro. No sé qué cantidad del precioso liquido consiguió salvar, pero no puede haber sido mucha. Al final la mujer ya no tenía fuerzas ni para maldecir al muchacho,
Al regresar, el mozo pasó a mi lado y me enseñó lleno de orgullo el botín que había conseguido. Era un chico joven, apenas dieciséis años, mozo de uno de los caballeros normandos. Yo lo conocía bien, y siempre me había parecido inofensivo y bondadoso. La guerra lo corrompe todo. Y a los más jóvenes antes que a ninguno.
En la ciudad, el miedo es tan grande que, al caer la noche, los padres envían a sus hijos fuera de las murallas. Hay rastreadores, gente de los alrededores, que se escabullen entre las cadenas de guardias y ofrecen a los hombres adinerados de la ciudad llevar a sus hijos e hijas a Monzón o Huesca a cambio de una importante suma. Al parecer, trabajan en combinación con algunos guardias de los campamentos, que reciben una parte. A veces se llevan a los niños y se los dejan a nuestros guardias. Entonces se establece una repugnante negociación por el rescate. Llevan a los niños (que a veces son muchachitas de doce, trece años) hasta las murallas de la ciudad y les ordenan que griten llamando a sus padres. Luego los suben a alguna de las atalayas construidas frente a las murallas y, tan pronto aparecen los padres en el adarve, los amenazan con tirar a sus hijos desde lo alto de la atalaya si no pagan el rescate.
La barbarie ha aumentado espantosamente con el transcurso del sitio. Una parte no le va a la zaga a la otra, y cada atrocidad es respondida con una atrocidad aún peor. Cuando el conde de Urgel, gravemente herido, abandonó su campamento y se dispuso a regresar a su tierra, sus hombres decapitaron a treinta prisioneros ante las murallas de la ciudad. En contrapartida, por decirlo así, hace tres semanas algunos soldados de la guarnición del al-Qasr salieron sin ser vistos utilizando una pequeña portezuela de la muralla, rodearon el campamento del rey de Aragón, levantado frente al al-Qasr, y atacaron a una joven pareja que estaba jugando al ajedrez en el huerto vecino al campamento, que por lo visto no estaba muy bien vigilado, un capellán del rey y una dama noble. Mataron al capellán y raptaron a la dama. Al caer la noche, en la plataforma de la gran torre cantonera de la muralla exterior del castillo, la mujer fue violada por toda la tropa de la torre, bajo la luz de antorchas y a la vista de todo el campamento aragonés. A la mañana siguiente le cortaron la cabeza y la lanzaron al campamento con una catapulta, y arrojaron el cuerpo al foso.
En el campamento del rey de Aragón han comenzado las negociaciones de la rendición. Ayer volvieron los cuatro emisarios. Como era de esperarse, ni Zaragoza ni Lérida vendrán en ayuda de Barbastro. En el campamento reina un clima de nerviosismo. Los soldados rasos albergan recelos. Desconfían de cualquier negociación. Temen que los señores se repartan el botín sin tenerlos a ellos en cuenta, y que tengan que marcharse con las manos vacías. Desde hace tres meses están esperando ansiosos el momento de saquear la ciudad y hacer un gran botín. Ahora todo parece indicar que la ciudad no se entregará a ellos, sino que se rendirá ordenadamente a sus señores.
Pero los señores tampoco están de acuerdo entre ellos. El rey de Aragón quiere anexionar la ciudad a su reino. Está interesado en recibirla en el mejor estado posible y en ganarse a los ciudadanos como nuevos súbditos. Quiere sacar únicamente el dinero y el botín que pueda arrebatarse a los ciudadanos sin que esto haga tambalear su futuro. Apuesta por una victoria a largo plazo, y por ello persigue el objetivo de hacer pagar a la ciudad en su conjunto y entregar a cada comandante del ejército de sitio una parte del botín.
A los señores franceses, por el contrario, el futuro de la ciudad les es indiferente. Quieren volver a casa con tanto botín como sea posible. Por eso proponen repartirse la ciudad. Que a cada uno le corresponda un barrio, con el que pueda hacer lo que le plazca. Según parece, hasta ahora no se ha llegado a ningún acuerdo. Por lo visto, los normandos se inclinan más por la postura del rey, lo que podría indicar que piensan quedarse en la ciudad.
El pregonero está pasando ahora mismo por las callejas del campamento, anunciando que de ahora en adelante se castigará con azotes a todo aquel que intente vender agua en secreto a la ciudad. «¡Qué os pueden importar un par de monedas de plata, si mañana podréis tener todo el oro de la ciudad!», grita.
Hemos pasado dos días pésimos; y la gente de la ciudad, una noche terrible. Antes solía asombrarme el carácter anormalmente blando de nuestras leyes, que si bien ordenan a los soldados tratar bien a las mujeres capturadas en la guerra, al mismo tiempo les permiten tomarlas por la fuerza. Ahora comprendo la benevolencia del legislador. Según parece, la violenta embriaguez de la victoria no se puede contener con ninguna ley.
Pero voy a intentar narrar los acontecimientos en orden.
El sabbat todos los señores se reunieron en el campamento del rey de Aragón para recibir el pago acordado por dejar libre retirada a la guarnición del al-Qasr y los notables de la ciudad. Según dicen, ciento cincuenta esclavos y ochenta mil dinares de oro.
El domingo tuvo lugar la rendición oficial. La mayor parte del ejército de sitio se reunió en la gran plaza que se extiende ante la puerta principal de la ciudad. (Yo pude observar el desarrollo de los acontecimientos desde las fortificaciones de la torre de asedio, con Ibn Eh.) Por la mañana, una solemne misa de campaña. Luego se abrió la puerta. Las primeras personas de la ciudad salieron a la plaza cruzando el puente del foso, el qa'id y el qadi al frente, seguidos por los señores, a caballo; detrás, los soldados de la guarnición, a pie. Todos armados, pero sin ningún tipo de equipaje adicional, y sin sus mujeres (habían tenido que sujetarse a las más duras condiciones). Dos hileras de jinetes formaron una calle a través de la multitud de hombres del ejército de sitio. Los soldados de a pie franceses, en las últimas filas, empujaron hacia delante al ver que cada vez más hombres salían de la ciudad para unirse a la fila de fugitivos, cuyo otro extremo ya llegaba hasta la carretera a Monzón. La calle abierta entre la multitud se estrechó. Y, entonces, unos cuantos de estos soldados se abrieron paso a través de la cadena de jinetes y arremetieron contra los fugitivos (más tarde se dijo que quienes habían empezado aquello eran hombres de la tropa del conde Ebles de Roucy). Intentaron arrebatar a los fugitivos las armas, los aprestos, la ropa. En un primer momento, los jinetes que formaban la calle intentaron reprimir a su propia gente, pero pronto desapareció toda señal de orden, y los fugitivos fueron arrollados por la multitud. Sólo pudieron escapar los señores de la nobleza de la ciudad, que se encontraban al frente del convoy, y los soldados que ya habían alcanzado el final de la plaza, y los que aún estaban tan cerca de la puerta que pudieron volver a refugiarse en la ciudad. Todos los demás fueron muertos en un instante, fueron literalmente aplastados, pisoteados y cortados en pedacitos (más tarde vi los cadáveres, más de ciento ochenta muertos).
Naturalmente, la puerta de la ciudad fue cerrada enseguida.
Luego, los señores consiguieron volver a imponer orden. Parte de las tropas de a pie fueron enviadas de regreso a los campamentos, mientras la otra parte quedó apostada al borde de la plaza. Llevaron los cadáveres al cementerio. Hacia el mediodía, el rey mandó decir a la gente de la ciudad, mediante un pregonero, que volvieran a abrir la puerta y se reunieran sin armas en la plaza. El pregonero prometió que serían tratados bien y estarían a salvo. Unos momentos después salieron los primeros, vacilantes, y, protegidos por jinetes, se colocaron en el borde del foso. Cuando pudieron ver que esta vez no había nada que temer, se formó de pronto una gran aglomeración en la puerta. De repente todos querían salir, el tumulto era tan grande que varios niños y ancianos murieron arrollados. Muchos se descolgaban con cuerdas por la muralla, para llegar antes a los toneles de agua que el rey había tenido la precaución de preparar. Algunas mujeres bebían con tal desmesura que morían al hacerlo. La plaza se llenó de gente en un abrir y cerrar de ojos. Apenas una hora después del mediodía la ciudad estaba completamente desierta. Sólo quedaban en el al-Qasr algunos que no habían querido entregarse y se habían atrincherado allí.
Acto seguido, tropas avanzadas de todos los campamentos entraron en la ciudad y ocuparon murallas y torres, mientras los vencidos (más de cuatro mil personas, según mis cálculos) descansaban en la plaza, bajo un calor sofocante. A media tarde se presentó nuevamente el pregonero del rey para ordenar a todos los propietarios que volvieran con sus familias y criados a la ciudad y a sus casas. De aquellos que se quedaron en la plaza, se separó a los más viejos, se los revisó buscando dinero y se los despidió. Los jóvenes fueron repartidos entre los distintos campamentos y llevados inmediatamente a éstos, donde ya esperaban los comerciantes.
Más tarde, una hora antes de la puesta de sol, los señores y sus séquitos entraron en la ciudad. El rey de Aragón había tenido que ceder. La ciudad fue repartida entre las distintas tropas, calle por calle y casa por casa. Los comandantes se mudaron a las casas de los nobles de la ciudad; los caballeros, a las de los comerciantes y artesanos, según el rango y prestigio de cada uno. Cada casa era el botín de aquel a quien le había correspondido, incluidas las personas que vivían en la casa y todo lo que había en ella. Cuando oscureció, toda la ciudad estaba ya ocupada, y entonces empezó la horrenda noche de los vencedores. El nuevo amo tomó a la mujer de la casa o a su hija. Las sirvientas y criadas fueron entregadas a los seguidores y mozos. Los dueños de las casas, si no eran de los pocos privilegiados que habían conseguido comprar la libertad, fueron sometidos a terribles torturas para hacerles confesar dónde habían escondido el dinero y las cosas de valor. No se hacían diferencias por cuestiones de religión; musulmanes, judíos y cristianos estaban todos igualmente expuestos a los caprichos de los vencedores. Prefiero callar a seguir hablando de esa noche.
Esta mañana se han rendido también los hombres que aún mantenían ocupado el al-Qasr. Han tenido que dejar a sus mujeres e hijos, igual que todos los otros, pero se les ha garantizado que podrían retirarse libremente y con sus armas. Eran apenas cuarenta hombres. Al atardecer, ha llegado la noticia de que habían sido atacados por una banda de aventureros. Se dice que la mayoría han muerto.
Asimismo, esta mañana se ha celebrado la primera misa cristiana en la mezquita principal de la ciudad, después de complicados exorcismos que se han prolongado durante toda la noche. El monje de Conques cuyas calumnias casi me cuestan la vida en Tolosa ha consagrado la mezquita a Santa Fides, la patrona de su monasterio. A pesar de todas sus limitaciones, por lo visto el monje comprendió rápidamente que la mezquita principal dispone de considerables sumas de dinero procedentes de donaciones y de extensas propiedades. Sire Robert Crispin, el comandante de nuestra tropa normanda, es el único señor que no ha asistido a la misa. Se dice que ha protestado por la transformación de la mezquita en una iglesia. No soy capaz de decir si lo ha hecho por compasión hacia los humillados musulmanes o porque espera sacar algo del asunto. En cualquier caso, es posible que pronto dependa del apoyo de los musulmanes de Barbastro. Al parecer, el rey de Aragón le ha ofrecido hacerlo vasallo suyo y lo ha enfeudado entregándole el gobierno de Barbastro. ¡Un normando, un madjus, señor de Barbastro! Pero probablemente sea una bendición para los habitantes más miserables de la ciudad. El Siciliano me ha contado que, en su patria, los normandos permitieron a los musulmanes una total libertad de culto, protegiéndolos incluso de los propios sacerdotes cristianos y de los esfuerzos apostólicos del obispo de Roma.
Casi todos los caballeros normandos se están instalando para quedarse en la ciudad, mientras que la mayoría de los señores franceses ya están preparando el regreso. El rey de Aragón ha prometido a todos los nobles que se comprometan a quedarse a vivir en la ciudad y a no ausentarse de ella más de tres meses al año, entregarles en propiedad una casa acorde con su rango, además de eximirlos de prestar servicio con las armas y de pagar impuestos durante veinte años. A pesar de esto, parece ser que muy pocos señores de Francia y Aragón aceptarán la oferta. Sin los normandos sería imposible mantener la ciudad.
Los señores franceses han permitido a algunos comerciantes adinerados de la ciudad que viajen a Huesca y Zaragoza, a fin de darles la oportunidad de conseguir dinero para rescatar a sus familias. Ibn Eh ha recibido el encargo de traer el dinero a Barbastro y llevar las negociaciones del rescate. Le han entregado un documento sellado por el rey de Aragón, que lo acredita como exea oficial, como lo llaman aquí; comprador de prisioneros. Si Dios quiere, mañana nos pondremos en camino.
Habían partido la mañana del cuarto día después de la capitulación, llegando a Huesca al atardecer. Al día siguiente, Yunus e Ibn Ammar habían seguido viaje hacia Zaragoza, mientras que Ibn Eh se había quedado, en espera de que los comerciantes de Barbastro consiguieran las cantidades exigidas para el rescate.
Yunus sacó punta a su pluma y se puso a escribir lo ocurrido en el viaje y durante su estancia en Zaragoza. El jaleo de voces que llegaba de la maslah se abría paso hasta sus oídos, sin que él lo oyera. Ante sus ojos emergían inquietantes imágenes que él sabía que jamás podría olvidar. El rostro gris de un hombre intentando desesperadamente volver a meterse los intestinos por la herida abierta en el vientre. El rostro desencajado de una niña de doce años que cayó en manos de dos arqueros normandos en el patio de la sinagoga. El gesto asustado e impaciente con que un niño pequeño intentaba despertar a su madre de la rigidez que él, en su inocencia, creía un profundo sueño. Los arabescos de sangre, casi pinceladas, sobre la pared blanca de un baño; y, en el frío suelo de mármol, los ojos abiertos que parecían mirarlo en un mudo reproche.
Se sobresaltó cuando Ibn Eh entró en su campo visual, de buen humor, radiante y soltando un suspiro de placer al sentarse a su lado. Yunus no se lo tomaba a mal a su amigo. Sabía lo que sentía Ibn Eh; él también lo había vivido al llegar a Zaragoza: después de nueve meses, por fin un baño, la agradable sensación de limpieza, la deliciosa sensación de que con el polvo, la suciedad y los parásitos uno se ha lavado también todas las malas experiencias de los meses pasados, todos los temores, humillaciones y penurias. Yunus envidiaba a su amigo esos momentos de despreocupado bienestar; sabía muy bien cómo se disfrutaban.
Cuando salieron del establecimiento de baños, Yunus llevó la conversación al tema que le venia preocupando cada vez más desde hacía algunos días: el viaje de regreso a Sevilla. Había hecho algunas averiguaciones. Dos días después del sabbat partía un transporte de armas hacia Medinaceli, y algunos comerciantes residentes en Toledo querían unírsele. Si aprovechaban esa oportunidad, y con la ayuda de Dios, podían estar en Sevilla en tres semanas. La nostalgia que sentía Yunus se hacía tan intensa ante esta idea, que le dolía. Pero Ibn Eh rehuyó su pregunta y más tarde, la noche del sabbat, que pasaron en casa del nasí, el comerciante dio a entender que su misión como comprador de prisioneros en Barbastro aún no había concluido y que pensaba viajar una vez más a la ciudad conquistada. Y, contando con la total atención de los invitados del nasí, entre ellos Ibn Ammar y algunos notables de la comunidad judía de Zaragoza, Ibn Eh se puso a relatar las dramáticas circunstancias de su primer viaje a Barbastro.
Informe del comerciante Etan ibn Eh sobre sus experiencias como exea en la ciudad conquistada de Barbastro:
«Para los desdichados habitantes de Barbastro la peor desgracia está en que, últimamente, se ha puesto de moda en las grandes cortes de la nobleza franca hacerse servir por criados y criadas andaluces, por prisioneros sarracenos, para usar sus palabras. La mayoría de los niños y niñas de la ciudad, de los hombres y mujeres jóvenes, si no son feos físicamente, tienen por delante el destino de ser raptados y llevados a los países francos. Sólo sire Robert Crispin, el comandante de la tropa normanda, ha enviado ya cincuenta jóvenes a Roma como botín de guerra para su señor, el Papa de los cristianos. Los señores franceses harán lo mismo cuando vuelvan a sus países de origen. En Barbastro se derramarán muchas lágrimas, muchos padres llorarán por sus hijos. Sólo los que estén en condiciones de ofrecer mucho dinero pueden tener esperanzas de salvar a sus hijos de ser raptados, pues el corazón de los francos sólo puede ablandarse con oro. Su avidez de oro desborda cualquier imaginación.
»Por encargo de seis comerciantes, dos judíos y cuatro musulmanes, que querían rescatar a sus respectivas mujeres e hijos, negocié con el duque de Aquitania y con el conde de Chalon, y conseguí la autorización para que los comerciantes salieran de la ciudad e intentaran reunir las sumas exigidas. Las sumas eran tan elevadas que sólo los dos judíos pudieron conseguirlas en Huesca; los otros tuvieron que seguir viaje hasta Zaragoza. Yo me dispuse a esperar unos cuantos días, pero entonces fui llamado sorprendentemente al al-Qasr de Huesca, donde me llevaron ante un hombre de distinguido linaje árabe, que había sido uno de los ciudadanos más ricos de Barbastro. Dios se apiade de su dolor, no quiero mencionar su nombre. Cuando hayáis oído mi historia hasta el final, comprenderéis mis razones.
»El hombre del que hablo era uno de los pocos que había conseguido comprar la libre retirada antes de la capitulación de la ciudad. Pero había tenido que dejar en manos de los vencedores a una hija y a una cantante de la que estaba enamorado. Deseaba comprar la libertad de ambas, tan rápido como fuera posible y prácticamente a cualquier precio. Estaba dispuesto a ofrecer una suma de más de dos mil dinares, parte en oro, parte en trajes y telas costosas.
»Me puse en marcha la mañana siguiente. Hice cargar en tres mulas el tesoro de mi mandante, lo mismo que el dinero de los comerciantes judíos. Nunca en mi vida había viajado con semejante cantidad de dinero en efectivo, pero no me quedaba más remedio, pues con los francos sólo se puede negociar si uno les pone bajo las narices el oro acuñado. Afortunadamente, el qa'id de Huesca puso a mis órdenes una división de caballería que me escoltó hasta Barbastro.
»Llegué a última hora de la tarde. La casa de mi mandante había tocado en suerte al conde de Roda, uno de los que pensaban establecerse en la ciudad. Yo lo conocía de los días del sitio. Un hombre joven, poco más de veinte años, cabello negro, recio, ignorante como un campesino. Cuando estuve frente a él, apenas si lo reconocí. Me recibió en el harén de la casa, en las habitaciones privadas del dueño, en las que resultaba evidente que el conde no había modificado ni el más mínimo detalle. Los murales, tapices, alfombras y cojines; todo señalaba el más exquisito gusto andaluz. Y el conde mismo estaba vestido como un andaluz distinguido. Llevaba un traje de mi mandante y estaba sentado en su lecho. Con él había varias mujeres, todas sin velo y con el cabello suelto.
»El conde preguntó el motivo de mi visita, y yo le expliqué mi misión sinceramente y sin rodeos. El conde señaló a las mujeres, sonriendo, y dijo en su dialecto aragonés:
»-Míralas y dime cuáles son las dos que buscas. Si no las encuentras aquí puedes ir a mi castillo, en Roda, donde tengo un mayor surtido.
»Le contesté que no hacia falta ir a Roda, que las dos mujeres se encontraban allí, con él. Mi mandante me las había descrito con tal exactitud que las reconocí de inmediato. Las señalé y dije:
»-Dime el precio y lo pagaré sin regatear.
»-¿Qué puedes ofrecer? -preguntó el conde.
»Respondí que estaba dispuesto a pagar en oro y en ricos trajes y telas.
»-¡Y crees que con eso me puedes impresionar! -replicó él, en tono burlón. Luego se volvió hacia una de las criadas y, señalando un gran arcón colocado junto al lecho, dijo-: ¡Masha! -La muchacha se llamaba Bahdja, pero el conde no sabía pronunciar correctamente su nombre-. ¡Masha, enséñale a este viejo saco judío lo que tenemos en este arcón!
»La criada abrió el arcón y empezó a sacar bolsas llenas de oro y plata, bandejas de plata, copas, jarras y cofrecillos llenos de perlas y piedras preciosas, y fue amontonando todo aquello delante del conde. El montón era tan grande que el conde casi había desaparecido detrás de él. Lleno de orgullo, abrió algunas de las bolsas y cofrecillos para mostrarme su contenido. Luego se volvió nuevamente hacia la criada y le ordenó que trajera los tejidos y trajes que había tomado como botín. La muchacha, Bahdja, fue por lo que le habían ordenado y lo extendió todo sobre el lecho: costosas telas, fardos de valiosos brocados de seda y finísimo lino, y en tal cantidad que me costaba trabajo creer lo que estaba viendo. Comparado con aquello, lo que yo podía ofrecerle era realmente insignificante.
»-Todavía tengo más -dijo finalmente el conde. Y mirándome fijamente a los ojos, añadió con una fría sonrisa-: Pero aunque no tuviera este tesoro y tu oferta fuese mucho mayor, no aceptaría ese negocio, pues no pienso separarme de las dos mujeres que me pides. -Señaló a la primera y continuó-: Ésta es la hija del hombre al que antes pertenecían esta casa y este tesoro. Es muy hermosa, y la he convertido en mi favorita. Confío en que me dará muchos hijos. Su padre es un señor distinguido entre los sarracenos, y sus antepasados, cuando aún tenían el poder para hacerlo, tomaban a nuestras mujeres de la misma manera. Ahora ha cambiado la página y nosotros tomamos a sus hijas.
»Acto seguido, se volvió hacia la otra mujer y dijo:
»-A ella tampoco la entregaré a ningún precio, pues era la amante de ese hombre. Cuando bebía y le apetecía divertirse, la mandaba llamar para que le cantara algo con el laúd. Ahora yo también encuentro placentero divertirme de ese modo. ¡Mira qué hermosa es! -Hizo un guiño a la mujer y, en un árabe chapurreado que seguramente había aprendido de su ama de cría, le ordenó-: ¡Coge tu laúd y canta a este viejo saco judío una de tus canciones!
»La joven obedeció. Se sentó y afinó el instrumento. Vi que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras cantaba. Era una antigua canción árabe, no entendí la letra. El conde la entendió aún menos, pero escuchaba atentamente, suspirando en varios instantes y echando traguitos del vino que le alcanzó una de las criadas. Cuando la cantante terminó, se enjugó las lágrimas discretamente. Me di cuenta de que no tenía sentido seguir insistiendo, así que me despedí y me dirigí a los señores que habían ocupado las casas de los dos comerciantes judíos. Tampoco allí tuve demasiado éxito. Los conquistadores habían hecho tal botín, que algunos parecían haber perdido hasta su avidez de oro. Un hombre al que conocí durante el sitio, cuando era sólo un pequeño hidalgo, tenía ahora tanto dinero que podía mantener cuatro caballos. Y mandó sacrificar un carnero sólo porque le apetecía el hígado.»
Ibn Eh dio por terminado su relato. El comerciante hizo aún tres viajes más a Barbastro para negociar rescates y comprar la libertad de hombres, mujeres y niños. Era el único hombre de confianza que conocía a los señores aragoneses, franceses y normandos, y podía negociar con ellos con buenas perspectivas de éxito.
Yunus se dedicó a practicar el arte de la paciencia. Durante un tiempo estuvo sopesando la posibilidad de hacer el viaje solo, pero finalmente decidió esperar a su amigo y partir juntos. No tomaron la carretera que pasaba por Toledo, sino que bajaron por el Ebro hasta Tortosa, donde tomaron un velero rápido que los llevó bordeando la costa hasta Valencia, Denia y Almería. Allí tomaron un segundo velero costanero que, pasando por Algeciras y Málaga, los llevó directamente hasta Sevilla, donde llegaron tres semanas después de su partida.
Al cruzar el umbral de su casa, Yunus juró no volver a viajar nunca más., Nunca.
Lope sostenía en vertical la larga vara que le servía como lanza. Miró la caperuza de cuero acolchado que envolvía la punta y los trapos que simulaban el pendón, sacudidos por el viento de las montañas. Practicaban con ramas secas, ligeramente podridas y cortadas del tamaño adecuado, que se rompían al chocar. Habían preparado todo un atado de estas lanzas. Al terminar cada ronda, sólo tenían que cambiar de vara la caperuza y volver a atar los trapos, y ya estaban armados para la siguiente arremetida. Cada día de ejercicios hacían doce o quince rondas, a veces más, si el capitán estaba en buena forma.
Lope lo vio bajar por la colina y espoleó su caballo. Trazó un arco para ganar altura y sacar ventaja al capitán, al poder atacarlo de arriba a abajo. Levantó el redondo escudo moro, lo enganchó por el borde inferior al arzón, se agazapó detrás de él y se inclinó hacia delante, cuidando de que su caballo mantuviera la cabeza erguida y galopara recto, directamente hacia el adversario, sin dejar al descubierto el costado, sin rehuir el encuentro. Lope sostuvo la lanza con la punta hacia arriba hasta que estuvo a treinta pasos del capitán. Entonces empezó a bajarla y, mirando por encima del borde del escudo, encaró el blanco: la protección del cuello o los cuatro remaches del soporte del escudo, donde en caso de un combate en serio podía atravesarse el escudo y herir el brazo. Se apretó la lanza al costado con el codo, con tanta firmeza como podía, y agarró con fuerza el asta, esperando ese vertiginoso instante en que ambas lanzas golpeaban casi al mismo tiempo, ese bravísimo instante que, cuando el combate iba en serio, decidía entre la vida y la muerte, entre la victoria y la derrota.
Mantener la visión del conjunto en esa fase decisiva del combate, ése era el secreto: no perder de vista al adversario, hacer el escudo a un lado apenas se sentía que la lanza del rival se clavaba en él, dejar caer la propia lanza apenas ésta se rompía y, mientras los caballos se cruzaban a una velocidad de vértigo, intentar meter la mano derecha entre las riendas del adversario o coger de la mano o del brazo al rival, para apartarlo y tirarlo de la silla y, al mismo tiempo, para impedir que el otro hiciese algo similar. Esto es lo que el capitán intentaba enseñar a Lope.
Al principio, el capitán lo alcanzaba tan a menudo, rompiendo la delgada tira que hacia las veces de rienda y tirándolo del caballo, que Lope volvía a casa hecho pedazos, cojeando. Ahora podía defenderse mejor, pero el capitán aún no estaba satisfecho. Apenas se cruzaban sus caballos, Lope lo oía gritar:
– No prestes atención a lo que yo haga, fíjate en tu propia lanza. ¡No tienes que defenderte bien, tienes que atacar bien! Mientras mejor golpee tu lanza, peor lo hará la mía. ¡Esfuérzate por llevar tu lanza a su objetivo tan bien como puedas! Deja la defensa a tus reflejos, ¿entendido? Ataca con la cabeza y defiéndete con el cuerpo, ¡ése es el secreto!
Y mientras cabalgaban hacia el pie de la colina, donde se encontraban las lanzas de reemplazo, el capitán daba instrucciones a Lope para la siguiente ronda:
– Esta vez intenta pasar muy cerca, tanto como sea posible. Baja la lanza, intenta hacerla pasar a la altura de la cabeza de mi caballo, tan cerca que puedas acertarle a mis riendas. De esa manera no sólo tienes la posibilidad de acertarme a mí, sino también la de romperme las riendas.
Y volvían a alejarse, para emprender un nuevo ataque.
Desde hacía tres meses, desde el día de su juramento ante el sire, el capitán practicaba con Lope estos ejercicios. Casi cada día salían a primera hora de la mañana, cabalgaban por las montañas hacia el este, hacia el valle del Cinca, hasta esa vaguada surcada por pequeños arroyos y cubierta por extensos bancos de arena y lomas pedregosas, que ofrecía un estupendo escenario para los ejercicios. Un escenario provisto de superficies planas cubiertas de gravilla, pistas seguras para los caballos; de desfiladeros y escarpados acantilados, y densos matorrales y alisares que los ocultaban a las miradas curiosas. Casi siempre los acompañaba el viejo Pero, a quien el capitán apostaba para que vigilase los alrededores. A veces llevaban también al cabañero, pero sólo como vigía. En los combates de práctica, el capitán y Lope estaban a solas. El capitán ahora lo llamaba por su nombre, le decía «hijo» y lo trataba verdaderamente como si fuera su hijo.
– ¡Haré de ti un buen combatiente, hijo! Haré de ti un campeador, un al-Barraz, que no tenga nada que temer de ningún rival. ¡Así que presta atención a lo que te digo!
Practicaban el combate con la lanza y la lucha cuerpo a cuerpo con la espada. Y Lope, armado con un trozo de madera en lugar de con el auténtico acero, aprendía cómo peleaba a caballo y a pie firme un buen espadachín, cómo alternaba entre golpes y estocadas, cómo llegaba al adversario a la axila, el punto más débil de la armadura. Aprendió a apoyar las puntas de los pies en las espuelas y a levantarse sobre éstas, y a extender ampliamente el brazo de la espada cuando el enemigo arremetía desde el frente y, tras el intercambio de golpes, a golpear una vez más al pasar, buscando el muslo del adversario.
– ¡No saques la espada tan pronto! -gritaba el capitán-. Un buen luchador sólo desenvaina cuando está muy cerca del enemigo, ¡no lo olvides! Si ves venir hacia ti a uno que blande su espada desde muy lejos, puedes estar seguro de que es un principiante.
Cuando, agotados, hacían un alto para descansar, el capitán añadía con insistente seriedad:
– Grábate una cosa en la cabeza, hijo, grábate sobre todo esta regla: todo hombre tiene miedo antes de un combate, hasta el más valiente y el más experimentado. Sobre todo el más experimentado, pues es quien mejor sabe lo que le espera. No sientas vergüenza si te pones a temblar antes de entrar en combate. Sólo un necio puede afirmar que no tiene miedo. Pregunta a todos los hombres valientes con los que te encuentres; todos te dirán lo mismo. Pero el buen luchador tiene que saber cuándo ha llegado el momento de superar su miedo. Imagínate a dos hombres armados, el uno frente al otro. No arremeten uno contra otro inmediatamente; primero se insultan, muestran su fuerza, se jactan, como si un misterioso temor les impidiera caer el uno sobre el otro. Sólo cuando su rabia es ya incontenible cogen las armas. El buen luchador sabe eso y lo aprovecha. No espera a acumular toda esa rabia; golpea primero, con sangre fría, de improviso, sin previo aviso y rápido como una serpiente. Saber esto es lo que más necesitas si quieres llegar a ser un buen luchador.
Hacia el mediodía solían hacer una larga pausa. Generalmente, el viejo Pero les llevaba un par de peces o un conejo y unos cuantos pájaros, que asaban al fuego. Luego el capitán y Lope se retiraban a un amplio banco de arena, tan oculto entre altas filas de árboles que ni siquiera el viejo Pero los veía desde su puesto de vigilancia. Allí se ponían a practicar un tercer tipo de lucha, con un arma que sólo el capitán sabía manejar y de la que Lope no había oído hablar jamás: aquella arma misteriosa con que el capitán, desde una distancia de cinco pasos, había derribado de su silla a un jinete moro ante las murallas de Barbastro.
Hacía pocos días que habían empezado a practicar con esa arma. El capitán había clavado su espada en la arena, había mandado a Lope que se arrodillase frente a ella y lo había obligado a hacer un solemne juramento:
– Jura por esta espada, como si fuera una santa cruz. Jura que nunca te enfrentarás a mí, a tu maestro, con espada, lanza o cualquier otra arma. Jura que nunca emplearás contra mí el arte que te estoy enseñando. Jura por San Jorge, por San Martin y por San Mauricio que no transmitirás los conocimientos en los que te estoy iniciando a ningún otro mortal sin mi consentimiento, y que no enseñarás mi arte a ningún otro hombre mientras yo, tu maestro, viva.
Lope lo había jurado por la cruz de la espada, por los tres santos caballeros y por la vida de su madre. Y luego, en aquel oculto banco de arena del amplio valle del Cinca, le había mostrado el arma, el arma mágica: as-Saut, el látigo.
Era un látigo de cuero de toro, con el mango reforzado con hueso y el extremo inferior provisto de un largo lazo, con el que podía colgarse de la silla de montar. El otro lado del látigo, de más de doce varas de largo, estaba formado por tiras de cuero entretejidas artísticamente en una sola, que se angostaba a medida que se acercaba a la punta. Era un látigo de cuero pesado y flexible, rematado por una esfera de plomo del tamaño de un huevo de paloma.
Era un arma cuya peligrosidad radicaba en que nadie estaba preparado para enfrentársele, un arma con la que podía sorprenderse a cualquier adversario. Manejarla parecía sencillo. Se cogía la tira de cuero doblándola como en un lazo, se tomaba impulso echando el látigo por encima de la cabeza y, cuando se acercaba el caballo del adversario, se pasaba a tres o cuatro pasos fuera del alcance de su lanza y se calculaba el impulso de manera que el extremo del látigo se enredara en el cuello del rival, derribándolo de su cabalgadura. Si la caída no acababa con él, uno podía sujetar el látigo al arzón y arrastrar de él al adversario hasta que se rindiera.
Lope había comprendido la técnica rápidamente, pero tampoco había tardado en darse cuenta de que el manejo preciso del látigo, que parecía tan sencillo, requería un largo tiempo de práctica y mucha fuerza en el brazo y el hombro. Por lo regular, practicaba solo, mientras el capitán se acomodaba entre los árboles y hacía la siesta envuelto en la manta de su silla de montar. Lope se había construido con ramas y cuerdas un caballete del tamaño de un caballo, y había colocado encima un trozo de madera que hacía las veces de jinete. Allí practicaba con incansable perseverancia, hasta que se sentía tan débil que ya no podía levantar el látigo.
Practicó también ese día. Estaba tan absorto en su tarea que no advirtió la llegada de los tres hombres hasta que estuvieron a sólo sesenta pasos. Salieron de entre los árboles que flanqueaban el delgado brazo del río que corría al este del banco de arena. Los tres montados en fuertes bayos y armados con lanzas largas. Los dos de los extremos llevaban protecciones de cuero; el del centro, con armadura de hierro, era irreconocible tras el protector nasal y la protección del cuello, que le llegaba hasta el mentón.
Lope dio un grito de alerta y vio que el capitán se levantaba de un salto, apartaba la manta, cogía rápidamente su lanza e intentaba montar en su caballo. Pero no tuvo tiempo de hacerlo, los tres jinetes estaban ya demasiado cerca. Ahora reconocía Lope al de la cota de mallas. Era el hombre que andaba en pos del capitán, el hombre al que llamaban Cuatrodedos.
No lo habían vuelto a ver desde aquella noche en casa de la negra Doda. No había vuelto a aparecer desde la conquista de Barbastro, y Lope estaba convencido de que había dejado la ciudad, como la mayor parte de los otros caballeros.
– ¡Tranquilo, viejo! -gritó Cuatrodedos al capitán-. ¡No hagas ni un movimiento en falso!
Lope espoleó su caballo para interponerse entre el capitán y Cuatrodedos, pero éste fue más rápido.
– ¡No lo intentes, pequeño! ¡Quédate donde estás! -dijo, acercándose lentamente a Lope y señalando el látigo-. ¡Dame eso! ¡Vamos, dámelo!
Lope miró al capitán en busca de ayuda, pero un instante después Cuatrodedos le arrebató el látigo, lo dobló cuidadosamente y lo colgó del arzón de su silla.
– Ahora ya estoy seguro, viejo -dijo, golpeando el látigo con la palma de la mano.
El capitán permaneció callado.
– As-Saut, el Látigo, así te llamaban entonces en Lérida -continuó Cuatrodedos con voz serena-. Todavía lo recuerdo bien. Nunca supe por qué te llamaban así. Ahora lo sé. He tardado mucho tiempo en encontrar te, viejo, mucho tiempo.
Se acercó al capitán, la lanza enristrada en la mano derecha. Se detuvo a unos pocos pasos.
– ¡Abrevia! -dijo el capitán con voz ronca-. ¿Qué es lo que quieres?
Cuatrodedos dejó que la lanza tocara el suelo y se apoyó cómodamente con la mano izquierda en el arzón.
– No tan deprisa, viejo -dijo-. No quiero que nadie diga que he matado a un hombre desarmado. Tendrás un honroso combate, viejo, un honroso y último combate. -Se volvió hacia Lope y le hizo una señal impaciente con la mano-. ¡Vamos, ayúdalo a montar! -ordenó.
Lope hizo avanzar su caballo trazando un arco alrededor de Cuatrodedos y desmontó junto al capitán. El capitán pareció no advertir su presencia, y cuando Lope se puso a ajustarle la correa de la silla, el capitán lo apartó de un empujón y aseguró él mismo la correa. Exteriormente parecía tranquilo, pero Lope vio que le temblaban las manos, estaba blanco como la cal y gotitas de sudor frío le brotaban de las sienes.
El capitán también se puso con sus propias manos la coraza, permitiendo a Lope únicamente que le asegurara la protección de las piernas, el yelmo y los guantes. Estaba callado, mirando al frente con expresión ausente, mientras Cuatrodedos lo observaba desde cierta distancia, apoyado con indolencia en la lanza y el arzón, amenazadoramente negro sobre el cielo claro, en el que poco a poco empezaba a extenderse un resplandor rojizo.
Sólo cuando estuvo listo y Lope le alcanzó la lanza, sujetándole el estribo derecho para ayudarlo a montar, el capitán rompió su silencio, deteniéndose brevemente, ya con el pie en el estribo, para decir:
– No olvides lo que te he. enseñado, hijo. -Su voz sonó tan ronca y débil que Lope apenas pudo entender lo que decía-. No me deshonres. Es posible que nunca te vuelva a ver, hijo. ¡No me deshonres!
Lope lo miró y sintió que se le cerraba la garganta. El capitán no lo veía, tenía la mirada fija en algún punto remoto, y de pronto ya estaba en la silla, cogió la lanza, clavó las espuelas en las ijadas del caballo, lo puso al galope dando un grito salvaje y se dirigió hacia su adversario, profundamente inclinado hacia delante y con la lanza en ristre, para recorrer tan rápido como fuera posible la corta distancia que lo separaba del hombre. Cuatrodedos estaba a menos de cuarenta pasos del capitán, y tan sorprendido que ni siquiera tuvo tiempo de girar el caballo en la dirección de la que venía el ataque. Volvió el costado del caballo hacia el capitán, levantó justo a tiempo la lanza a la altura del pescuezo del animal, y el capitán ya estaba allí. Lope creyó ver que la lanza del capitán se clavaba en el escudo, vio que su caballo se paraba de pronto, como si hubiera chocado contra una pared, y que el capitán se echaba hacia atrás y buscaba vacilante un apoyo en la silla, mientras su caballo retrocedía un par de pasos a tropezones. Una lanza cayó al suelo, Lope vio que era la lanza del capitán y vio también que Cuatrodedos aún tenía su arma en la mano y que ahora la retiraba de un tirón y la levantaba extendiendo el brazo, mientras el capitán caía lentamente hacia delante y, aferrándose con ambas manos al pescuezo de su caballo, resbalaba de la silla y caía al suelo. El caballo sacudió la cabeza y se apartó haciendo escarceos, y Lope vio al capitán tumbado en el suelo, vio que intentaba levantarse apoyándose en los dos brazos y que volvía a desplomarse. Entonces dio una violenta patada con la pierna izquierda, en una terrible convulsión, y se quedó inmóvil en el suelo, con la cabeza enterrada en la arena.
Lope se había quedado inmóvil en la misma posición que antes, conteniendo la respiración, como si todavía tuviera el estribo entre las manos. El aire casi le hizo reventar los pulmones, y una ola de rabia subió por su cuerpo cuando vio que Cuatrodedos hacía girar el cuerpo del capitán con la espada. Lope desenvainó la suya y corrió gritando hacia el hombre, ciego y sordo de rabia, a tropezones, como si los pies se le hubieran hundido en la arena. Hasta que de pronto lo cubrió una sombra gigantesca, algo le golpeó duramente el yelmo y lo empujó desde atrás, haciéndolo caer de bruces.
Al volver en sí levantó la cara y miró a su alrededor, parpadeando y escupiendo arena, con los ojos llenos de lágrimas y un doloroso retumbar en la cabeza. Cuando se desvaneció el velo, vio ante sus ojos a Cuatrodedos, de pie con las piernas abiertas, entre los pies del capitán. Sus dos mozos estaban a su lado. Ya le habían quitado el yelmo y ahora estaban ayudándolo a quitarse la coraza.
Lope buscó a tientas su espada en la arena e intentó levantarse.
– Déjalo estar, pequeño -dijo Cuatrodedos-. Este hijo de perra no lo merece. ¿Me has oído? ¡Déjalo estar!
Lope se quedó de pie, con los brazos colgándole a los lados. Sentía que las lágrimas se le salían por los ojos, se secó la cara con el dorso de la mano y tragó saliva para librarse de la sensación de náuseas que tenía en la garganta.
– Voy a decirte cómo era este cerdo -continuó Cuatrodedos-. Era un perro cobarde, hijo de otro perro cobarde. Servía en la guardia personal del emir de Lérida junto con mi padre y mi hermano. Eso era en la época en que todavía gobernaba Zaragoza el gran Solimán, antes de que se dividiera el reino. Yo también servía en la guardia del emir; era el mozo de mi padre. Tenía más o menos la misma edad que tú tienes ahora. -Hizo una pausa mientras sus hombres le quitaban la coraza, sacándosela por encima de la cabeza. Debajo de la cota de mallas llevaba además un peto moro muy ceñido, adornado con brillantes trozos de tela verde-. El día del que quiero hablar teníamos la misión de recoger a las mujeres del emir en el palacio de verano, donde pasaban los meses de más calor, y llevarlas de regreso a Lérida. Éramos doce jinetes, en su mayoría hombres de gran experiencia. No teníamos nada que temer. Cuando nos atacaron, hubiéramos podido acabar fácilmente con ellos. Era sólo una banda de cuatreros, gente de la frontera, sucios pastores, no más de treinta hombres, y sólo la mitad a caballo. Hubiéramos podido acabar con ellos y hacerlos huir, tan sólo con que hubiésemos estado todos juntos. Pero este hijo de perra se había adelantado con otros cuatro hombres. Podíamos verlo en lo alto de la montaña, y él nos veía a nosotros. Podía vernos muy bien, pues estaba a menos de trescientos pasos. Vio cómo cayeron sobre nosotros y cómo nos fueron tirando de los caballos uno a uno, cómo sacaron a las mujeres de las literas y cómo capturaron a los sirvientes y criadas. Lo vio todo y no vino en nuestra ayuda. Puso pies en polvorosa sin siquiera volverse a mirar, mientras mi padre moría, y mi hermano y todos los otros; todos, excepto yo. No sé por qué me dejaron con vida. Quizá porque era demasiado joven, quizá porque me dieron por muerto. O quizá porque Dios quería que algún día le ajustara las cuentas a este hijo de perra. -Su voz sonaba ahora más cruda y amarga, y hablaba muy bajo, como si hubiera olvidado a Lope y estuviera hablando sólo para sí mismo-. Veinte años he pasado buscando a este hijo de perra -dijo-. Veinte largos años. Ya ni tenía la esperanza de encontrarlo.
Mientras sus hombres ataban el yelmo y la coraza al caballo, Cuatrodedos se agachó y se puso a manipular la pierna del capitán. Le desató el protector, le remangó la bota y le quitó con toda calma el peal, descubriéndole la canilla.
Lope vio que Cuatrodedos se inclinaba sobre la pierna del capitán, buscando la cicatriz, y que luego levantaba la vista y le echaba una mirada triunfante. Y en ese mismo instante vio al capitán, vio espantado cómo el capitán se incorporaba y no quiso creer en sus ojos al ver que el capitán se estaba echando sobre Cuatrodedos con un puñal pequeño y brillante, que le clavó en la garganta, sacó y volvió a clavarlo hasta la empuñadura. Por un instante, Lope creyó que el mismísimo diablo se había metido en el cadáver para empuñar el cuchillo. Hasta que vio que el capitán intentaba alejarse desesperadamente, respirando con dificultad, tumbado sobre el costado y arrastrando las piernas paralizadas, como un escarabajo pisoteado.
Cuatrodedos tenía los ojos muy abiertos, en una expresión de desconcierto y terror, y sus manos buscaban el cuchillo clavado en su garganta, pero ya no tenían fuerzas para sacarlo. Su boca se abrió como la de un pez, dejando salir un chorro de sangre que se derramó por los brillantes adornos verdes de su peto mientras él caía de espaldas y la vida abandonaba su cuerpo entre pataleos y convulsiones.
Un instante después Lope vio que el mozo que estaba más cerca del capitán salía de su estupor y cogía la lanza clavada en la arena, a su lado. Y entonces se oyó un grito que sonó como el chasquido de un látigo:
– ¡Alto! -Era la voz del viejo Pero-. ¡Suelta esa lanza!
Lope lo vio entre los arbustos, a menos de treinta pasos, con el arco listo para disparar. Durante unos instantes de inquietante silencio todos se quedaron inmóviles, como si el tiempo se hubiera detenido, hasta que el segundo mozo, que se encontraba detrás del caballo, montó de un salto e, inclinándose profundamente sobre el pescuezo del animal, huyó a todo galope cruzando el banco de arena en dirección al río. Lope oyó el sonido sibilante de la flecha que el viejo Pero disparó al hombre mientras el otro mozo gritaba a su caballo y emprendía la huida, y vio al viejo Pero sacar una nueva flecha de la aljaba, tensar el arco, disparar y coger la siguiente flecha con los mismos movimientos serenos y uniformes. Y vio que el primer caballo se levantaba sobre dos patas, se sacudía y daba coces con la pata trasera; vio al hombre que lo montaba ya casi arrojado de la silla, con los brazos extendidos; vio el segundo caballo ya sin jinete, con los estribos bamboleándose a ambos lados de su cuerpo; y, finalmente, apartó la vista, corrió hacia el capitán y se acuclilló a su lado.
El capitán había dejado de arrastrar las piernas. Estaba tendido de espaldas, con los ojos sin mirada dirigidos hacia el cielo. Aún vivía. Respiraba con estertores rápidos y breves; tenía la boca abierta y los labios tensos sobre los largos dientes amarillentos. La cota de mallas estaba desgarrada en el lado derecho, a la altura de la última costilla; un desgarrón apenas perceptible, tan sólo cinco o seis eslabones rotos, por los que manaba la sangre.
– Capitán -llamó Lope en voz baja-. ¡Capitán! ¿Puedo ayudaros, capitán?
El capitán no se movió, pero sí lo hicieron sus labios, y cuando Lope se inclinó sobre ellos, pudo entender lo que decían. Le costaba un gran esfuerzo hablar, y lo hacía con frases entrecortadas, como si tuviera que expulsar las palabras una a una de sus pulmones.
– ¿Qué ha pasado con el cerdo? -preguntó-. ¿Lo he matado?
Lope asintió vehementemente.
– Si, capitán -dijo-. Sí, está muerto. Está aquí, capitán -añadió, señalando el cadáver.
– Lo habría liquidado con la lanza si el suelo no hubiera sido tan blando -dijo el capitán-. ¡Maldita arena!
– Sí, capitán -dijo Lope. Sentía que los ojos volvían a llenársele de lágrimas-. Lo sé, capitán.
El capitán cerró los ojos y una tos seca sacudió su cuerpo.
– No debes creer lo que te ha contado -dijo-. Es un embustero, un maldito embustero. Nadie puede decir que yo he sido un cobarde. Yo era el duelista del emir de Lérida. No había otro mejor que yo. Yo era el al-barraz. No lo olvides, hijo mío. -Abrió los ojos e intentó levantar la cabeza, pero no lo consiguió hasta que Lope pasó la mano por debajo del yelmo y lo ayudó a mantener la cabeza en alto. Un nuevo ataque de tos lo sacudió y su respiración se aceleró terriblemente, deteniéndose por momentos. Entre jadeantes estertores, dijo-: No le caves una tumba. Déjalo donde está. Que se lo comen los cerdos. ¡Qué se convierta en mierda!
Luego sus facciones se relajaron y su cabeza cayó a un lado, mientras un delgado hilo de saliva mezclada con bilis y sangre le salía por la comisura de los labios.
Lope no se movió. Se quedó sosteniendo la cabeza del capitán, sin atreverse a retirar la mano. En algún momento sintió que alguien le tocaba el hombro y levantó la mirada. Era el viejo Pero.
– Déjalo, muchacho -dijo el viejo-. Está muerto.
Cavaron con las manos una tumba en la arena, en el lugar donde había caído del caballo. Lo metieron en la tumba con yelmo y coraza, tal como estaba. Lo cubrieron con arena, asegurando la tumba con piedras que fueron a buscar al río. Y el viejo Pero murmuró algo que sonó como una oración.
Luego quitaron a los tres hombres las armaduras y yelmos, reunieron las armas, arrastraron los cadáveres hasta los árboles y escondieron las sillas y las armas bajo un montón de madera flotante en la orilla del río. Los caballos sobrantes, incluido el alazán del capitán, los llevaron al bosquecillo de alisares y los amarraron allí.
Ya estaba muy entrada la noche cuando por fin emprendieron el camino de regreso. No fueron a la ciudad, pues a esa hora las puertas ya estaban cerradas y en la única portezuela por la que hubieran podido entrar probablemente había alguien que conocía al capitán y que habría preguntado por él, a lo que no querían exponerse. Pasaron la noche en una cabaña de pastores en las faldas de las montañas, a media hora de camino de la ciudad.
Lope se envolvió en su manta e intentó dormir, pero no consiguió conciliar el sueño. Se movía inquieto de un lado a otro y escuchaba extraños crujidos, chirridos y chasquidos que le infundían temor y lo mantenían despierto, a pesar de que se sentía extenuado y todavía le dolía la cabeza del golpe que había recibido.
– ¿No puedes dormir? -preguntó el viejo Pero.
– No -dijo Lope.
– ¿En qué piensas? -preguntó el viejo.
– En nada -respondió Lope. No sabía qué otra cosa contestar. Eran demasiados los pensamientos que rondaban su mente.
Permanecieron callados unos momentos. Luego el viejo reanudó la conversación:
– ¿Qué quieres hacer ahora? -preguntó-. ¿Lo has pensado ya?
– No -contestó Lope. Si había pensado en ello, pero había desechado todas las ideas.
– Podrías buscar un nuevo señor.
– ¿Quién? -preguntó Lope-. ¿A quién podría presentarme?
– Hay muchos. Eres joven y fuerte, y nada tonto. Podrías dirigirte a alguno de los señores normandos. Son mejores que los franceses, y mejores también que los de Aragón. Con los normandos correrías mundo. Yo en tu lugar lo intentaría con algún señor normando.
– No sé -dijo Lope, rehuyendo el tema, y, tras una pausa, preguntó-: ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú?
El viejo Pero guardó un largo silencio antes de responder:
– Creo que volveré a las montañas -dijo-. Pronto será invierno, estoy justo a tiempo para ver dónde puedo colocar, mis trampas.
– Eres demasiado viejo para ir a las montañas en invierno -dijo Lope.
– Soy demasiado viejo para todo. Qué le vamos a hacer. Dios no me ha dado una casa en la que envejecer -respondió el viejo Pero.
A la mañana siguiente se pusieron en camino a la ciudad muy temprano. Dejaron los caballos en el establo de alquiler del suburbio, donde tenían plazas reservadas por algún tiempo, y se dirigieron luego a la casa que le había sido asignada al capitán tras la conquista, y en la que se alojaban desde entonces. La casa estaba en la parte alta de la ciudad, cerca del al-Qasr, y pertenecía a un peletero judío, que también poseía una tienda en el bazar. Llamaron a la puerta, pero nadie abrió. Era sabbat y ésa era la hora en que el judío y su familia iban a la sinagoga, pero el cabañero debía de estar en casa, lo mismo que la criada de la cocina, que era cristiana. Volvieron a llamar. Cuando ya estaban a punto de darse por vencidos, se abrió la portezuela de la mirilla, el cabañero miró quién era y abrió la puerta disculpándose y haciéndolos pasar.
– ¿Dónde está la criada? -preguntó el viejo Pero.
– En el mercado -contestó el cabañero sin mirarlo. Entró en la casa, y Lope y el viejo Pero lo siguieron hasta el patio interior. Lope advirtió que el cabañero llevaba botas de montar y el peto de cuero que le había dado el capitán cuando repartieron el botín.
– ¿Estás solo? -preguntó el viejo-. ¿No hay nadie más en casa?
– Están en su maldita iglesia, ya sabes -respondió el cabañero de mala gana.
– ¿Qué has hecho con el asno? -preguntó el viejo. Se había detenido bajo el umbral de la puerta que llevaba del salón de la entrada al patio interior, apoyándose sobre su arco. Lope le echó una mirada de asombro y miró luego al cabañero, de pie en mitad del patio con las piernas separadas.
– ¿Con qué asno? -replicó el cabañero.
– Con el que estaba exactamente allí, en el patio -respondió tranquilamente el viejo Pero.
Lope siguió la mirada del viejo y vio los excrementos frente a la puerta de la cuadra, al lado del palomar; eran excrementos frescos, de los que aún se elevaba el vaho.
– ¿Qué pasa, viejo? ¿Qué es lo que quieres? -dijo el cabañero. Metió la cabeza entre los hombros y se dirigió con pasos cortos y rígidos hacia la puerta de la cuadra.
– Quiero saber si conoces a un hombre al que le falta un dedo en la mano izquierda -dijo el viejo Pero.
– ¿Qué hombre? ¿Qué dedo? -dijo el cabañero, con voz estridente. Lope estaba en ascuas. Miró nervioso a uno y otro. Y de pronto lo vio todo claro. Se había pasado toda la noche preguntándose cómo había conseguido Cuatrodedos sorprenderlos en el banco de arena sin que el viejo Pero los viera antes. Era imposible que el viejo no hubiera visto a tres jinetes en ese valle abierto. Ahora Lope conocía la solución del enigma: los tres hombres habían llegado antes. Habían sabido donde tenían que esperar para cazar al capitán. Lo habían sabido de antemano.
– ¿Qué te ha dado el hombre de los cuatro dedos? -preguntó bruscamente el viejo Pero.
El cabañero hundió aún más la cabeza entre los hombros, echó al viejo una mirada cargada de odio, llegó en tres pasos a la puerta del establo, la abrió de golpe y se metió tras ella.
Lope quiso seguirlo, pero el viejo Pero lo detuvo.
– ¡Déjalo! -le gritó el viejo-. Volverá, no tengas miedo. -El viejo seguía bajo el umbral de la puerta del salón de la entrada, apoyado sobre su arco-. ¡Ponte el yelmo! -ordenó.
Lope se echó sobre la cabeza la capucha con el protector del cuello, se puso encima el yelmo y se lo sujetó bien. Tuvo el tiempo justo para coger el pequeño escudo moro, que llevaba a la espalda, antes de que se abriera la puerta del establo y saliera el cabañero, oculto tras el escudo largo del capitán y con la espada desenvainada, gruñendo y enseñando los dientes como un perro acorralado.
– ¡Quítate de ahí! ¡Lárgate o acabaré contigo! -gritó el cabañero cuando Lope le cerró el paso. Blandió la espada violentamente sobre su cabeza y se acercó a Lope-. ¡Acabaré contigo! ¡Acabaré contigo! -gritó.
Lope golpeó como le había enseñado el capitán, fuerte y sin previo aviso. Pero el golpe fue muy lento y el cabañero pudo esquivarlo, a pesar de que no lo esperaba.
– ¡Cerdo! -gritó el cabañero-. ¡Eres un cerdo! ¡Te haré papilla! -gritó, levantando la espada, y descargó furiosos golpes sobre Lope.
Lope no dijo nada. Se apoyó firmemente sobre ambas piernas y levantó el escudo en diagonal contra la espada del cabañero, para amortiguar la fuerza de sus golpes. Veía venir cada golpe. Era como si su brazo izquierdo supiera ya de antemano cómo tenía que pararlos. No tenía miedo. Lo embargaba una fría rabia, una absoluta certeza de que ganaría esa pelea, una sensación de serena superioridad, que no lo abandonaba a pesar de los durísimos golpes del cabañero. Mantenía la mano de la espada baja, golpeando sólo muy de tanto en tanto. Sabía que ambos estaban demasiado bien protegidos y que, de no intervenir la fortuna, sería imposible dar un golpe decisivo mientras los dos siguieran frescos. Esperó su oportunidad. Golpes y estocadas. Tenía que acertar con una estocada. Vio la fe en la victoria reflejada en los ojos de su adversario y vio el miedo que empezaba a germinar en ellos al advertir que sus golpes no surtían efecto. Esperó a que el cabañero perdiera el ímpetu inicial, a que sus golpes perdieran fuerza, a que se detuviera agotado y respirando con dificultad; Entonces atacó, golpeando y dando estocadas, como le había enseñado el capitán.
Miró al cabañero por encima del borde superior de su escudo y golpeó por debajo de éste. No vio dónde le acertó, pero vio que su adversario retrocedía tambaleándose, y siguió atacando, golpeando, dando estocadas.
«¡Cuando des un buen golpe no lo celebres, aprovéchalo!», le había repetido una y otra vez el capitán. «¡Cuando consigas asestar un golpe a tu adversario, no lo dejes descansar ni un instante!» Hizo retroceder al cabañero paso a paso, sin dejarlo poner pie firme. Dio una fría estocada cuando el otro tropezó y tuvo que descubrirse un instante para no caer, golpeó cuando su adversario perdió el equilibrio, lo hizo caer al suelo, golpeó con todas sus fuerzas al cabañero, que, ahora indefenso y tumbado en el suelo, intentaba defenderse con brazos y piernas y lanzaba estridentes gritos, gritos chillones como los de un niño, desencajados por el miedo. Lope golpeó hasta que los gritos cesaron, hasta que el cabañero dejó de moverse, y le hundió la espada en el cuello hasta estar seguro de que no quedaba ni un hálito de vida en él.
Luego se dio la vuelta. La visión del muerto lo llenó de pronto de náuseas; se sentía vacío y agotado. No sentía ni alivio ni triunfo por la victoria; no sentía absolutamente nada. Dio unos cuantos pasos hacia un lado y le flaquearon las rodillas; tuvo que apoyarse a la pared para no caer.
El viejo Pero seguía en la puerta, y Lope vio que estaba cogiendo la cuerda del arco. No se había dado cuenta de que lo había sacado. El viejo se acercó a él, le cogió la espada, la limpió y la guardó en su vaina, sin decir nada. Luego se dirigió al establo, sacó el asno del peletero, metió dentro el cadáver del cabañero y cerró la puerta pasando el cerrojo.
El asno tenía puesta la albarda, y las alforjas que colgaban a los lados estaban llenas. El cabañero lo había preparado todo, había vaciado todos los arcones. El dinero que el capitán había escondido en algún lugar de sus habitaciones era lo único que no había podido encontrar, a pesar de que lo había registrado todo, había cortado los cojines y colchones, había arrancado los tapices de las paredes y hasta había destrozado a hachazos algunos maderos del suelo.
Lope y el viejo Pero no siguieron buscando. Tenían suficiente, y debían salir de la ciudad antes de que el judío y los suyos regresaran de la sinagoga. Llevaron el asno al suburbio, cargaron el equipaje en los caballos y salieron de la ciudad por la puerta sur, que daba a la carretera de Monzón. Cuando estuvieron fuera de vista, bordearon el río y giraron luego hacia el este, dirigiéndose por las montañas hacia el valle del Cinca.
Los caballos seguían donde los habían dejado.
Esperaron a que cayera la noche y cabalgaron río arriba, dirigiéndose luego hacia un valle secundario más pequeño, al este de allí. Cabalgaron en total oscuridad dejando atrás la fortaleza de Graus, por estrechos caminos de herradura y senderos ocultos que sólo el viejo Pero parecía conocer. Por la mañana, hicieron un alto en las faldas de una montaña, sobre un valle cubierto por un bosque de abetos que se extendía hasta donde llegaba la vista. El viejo Pero se encaminó hacia el bosque y volvió al mediodía con aceite, grasa de tejón y tela encerada. Pasaron el resto del día aceitando y haciendo paquetes impermeables con las armas y aprestos que no necesitaban usar. A la mañana siguiente, tras pasar otra noche entera cabalgando, guardaron los bultos en el interior de una cueva.
Luego se dirigieron a un convento que se levantaba al fondo del valle, no lejos del lugar donde el río abría en las montañas una profunda y estrecha garganta, que casi parecía cortada con sierra. El viejo Pero conocía al monje que estaba sentado a la puerta. Confiaron a éste dos de sus caballos y vendieron los otros cuatro al hermano cillerero. Obtuvieron por ellos un precio desvergonzadamente bajo, del que, además, sólo recibieron la cuarta parte. Otra cuarta parte se la quedó el herrero a cambio de un hacha, una sierra y otras herramientas que necesitarían para pasar el invierno, más unas pocas trampas. Otra cuarta parte tuvieron que donaría, de buena o mala gana, al monasterio, y el resto lo pagaron por la alimentación y cuidado de los caballos hasta la primavera, por lo cual, además, tuvieron que autorizar al cillerero a usar los caballos para trabajar en los sembrados del monasterio.
Dos días después de su llegada al monasterio partieron hacia el norte y atravesaron el paso que llevaba al lado francés de las montañas, donde se encontraban las tierras de caza en las que el viejo Pero conseguía las pieles.
La caída de Barbastro sumió a toda Andalucía en un gran temor. Cuando la noticia llegó a Córdoba y Sevilla, a mediados de agosto del año 1064, produjo una gran conmoción. Era la primera vez que los enemigos del norte conquistaban una gran ciudad andaluza, una ciudad que había estado en manos de los musulmanes durante tres siglos y medio. Muchos vieron en la caída de Barbastro una señal de malos presagios, tanto más por cuanto pocos días antes había llegado otra mala noticia.
También había capitulado otra ciudad fronteriza, Coimbra, situada en el lado opuesto de la península, en el extremo noroccidental de Andalucía. Coimbra se había rendido al empuje del ejército de sitio de don Fernando, rey de León, y había tenido que reconocer como señor al conde cristiano don Sisnando. Los acontecimientos ocurridos en cada una de estas ciudades no eran en absoluto comparables. Coimbra había sido anexionada a la zona de dominio andaluza hacía apenas un tercio de siglo, en tiempos del gran al-Mansur. Esta ciudad era menos importante que Barbastro y la mayoría de sus habitantes eran cristianos. Además, las tropas de don Fernando habían conquistado únicamente el suburbio, y el nuevo señor no era vasallo del rey de León, sino un gobernante independiente, un andaluz, no un español, y oficialmente aún vasallo del príncipe de Badajoz. No obstante, se trataba indiscutiblemente de una derrota, y la curiosa coincidencia temporal de ambos acontecimientos hizo que la conmoción fuese tanto más grave.
La fuerte muralla de la frontera norte, que se había mantenido firme durante siglos, se había quebrado repentinamente en dos puntos al mismo tiempo. Así pues, no es de extrañar que los fuqaha se levantaran en toda Andalucía llamando a la guerra santa y exigiendo a los príncipes que acudieran rápidamente en ayuda de los vejados campesinos del norte, ni que en todas las mezquitas se hicieran colectas para comprar la libertad de los hermanos de fe pobres que habían sido hechos prisioneros.
Yunus ibn al-Áwar y Etan ibn Eh tuvieron que presentar un informe al príncipe al-Mutadid nada más llegar a Sevilla. Desde Zaragoza, Ibn Ammar informó al príncipe heredero, Muhammad, en extensas y detalladas cartas. Cuando, en la primavera de 1065, al-Muktadir, príncipe de Zaragoza, formó un ejército para reconquistar Barbastro, al-Mutadid de Sevilla lo apoyó enviando una tropa auxiliar de más de cien jinetes.
El 17 de abril de 1065, la ciudad fue reconquistada. Sire Robert Crispin, el comandante de la guarnición, ordenó a sus hombres una salida general y pudo escapar con gran parte de sus caballeros, pero la mayoría de los soldados de a pie y sus mujeres e hijos cayeron en manos de los musulmanes y fueron muertos o hechos prisioneros.
Un suspiro de alivio recorrió toda Andalucía, pero la brillante victoria no podía hacer olvidar las anteriores derrotas. La amenaza continuaba. Junto con el botín que los conquistadores franceses y normandos habían sacado de Barbastro y llevado a sus países, había penetrado en los territorios francos también la noticia de la fabulosa riqueza de Andalucía, mostrando a los inquietos caballeros de esas regiones un nuevo objetivo. Era una suerte para los andaluces que los normandos aún estuvieran ocupados con la conquista de Sicilia, en el sur de Italia, y que, gracias a la muerte del rey Eduardo de Inglaterra, ocurrida en enero de 1066, los barones y caballeros de Normandía, encabezados por el duque Guillermo el Bastardo, estuvieran preparando la conquista de las islas británicas, y que por ello no mostraran demasiado interés en emprender una campaña al otro lado de los Pirineos. Por otra parte, un número cada vez mayor de caballeros franceses acudían a la península para ofrecer sus servicios a los monarcas españoles o para hacer fortuna luchando por su propia cuenta contra los «sarracenos». Por toda Francia circulaban las historias del valiente Roland, que había luchado contra esos sarracenos bajo las órdenes del gran emperador Carlos. No sólo los caballeros venían a la península en mayor número, sino también los peregrinos, que se dirigían a Compostela para visitar la tumba del apóstol Santiago. En los más diversos lugares aparecieron de pronto reliquias de Roland: en Blaye se descubrió su tumba; en Burdeos, su cuerno; en Belin y Orange, las tumbas de sus compañeros de armas. No pocos caballeros combinaban el piadoso ejercicio de la peregrinación a Compostela con la aventura de la lucha contra los paganos. Venían como peregrinos para contentar a la Iglesia, pues la peregrinación al Santo Sepulcro, en Jerusalén, o a la tumba de algún apóstol, en Roma o Compostela, absolvía de los asesinatos y muertes cometidos en la guerra. Y, en el camino de regreso, esos mismos peregrinos servían como caballeros andantes a las cortes de León, Castilla y Aragón.
Los monarcas españoles también consideraban que Barbastro marcaba un punto de inflexión. El encuentro con franceses y normandos amplió sus horizontes y los obligó a mirar por primera vez más allá de los Pirineos. Empezaron a cerrar alianzas con señores del mismo rango afincados al otro lado de las montañas.
Guilleaume, conde de Poitou y duque de Aquitania, que había tomado parte en el sitio de Barbastro y era uno de los monarcas más poderosos de Francia, emprendió un viaje de peregrinación a Compostela una vez tomada la ciudad. En León se reunió con don Fernando y acordó con él una boda: don Alfonso, segundo hijo del rey y futuro heredero del reino de León, tomaría como mujer a Agnes, la única hija del duque. También Sancho Ramírez, el joven rey de Aragón, encontró una esposa francesa gracias a Barbastro. Durante el sitio, el rey trabó amistad con el conde Ebles de Roucy, quien tenía su misma edad, y se casó con su hermana Felicia.
El mismo año en que se produjo la reconquista de Barbastro, 1065, al-Ma'mun, príncipe de Toledo, abrió a los españoles la posibilidad de conquistar Valencia, la rica ciudad costera y centro de una fértil provincia, el «frasco de perfume», el «ramo de flores» de Andalucía, como era llamada.
El señor de Valencia, Abd-al-Malik, todavía era un niño cuando sucedió a su padre. Apenas cumplió la mayoría de edad, despidió al regente e intentó independizarse de Toledo, que ejercía un dominio formal sobre Valencia. Al-Ma'mun había dado como esposa al joven Abd-al-Malik a su hija. Ahora, se volvió hacia León y compró el apoyo de don Fernando para una campaña contra el yerno rebelde. El rey participó personalmente en la campaña, dirigiendo el sitio de la ciudad. A primeros de noviembre, Abd-al-Malik tuvo que rendirse. Su suegro lo encerró en la fortaleza de Cuenca y nombró nuevo señor de Valencia al regente depuesto.
El episodio es digno de mención únicamente porque don Fernando, quien contaba entonces sesenta y tres años de edad, enfermó de tifus durante el sitio. La víspera de Navidad, marcado ya por la muerte, llegó a León, donde murió cuatro días más tarde. Con su muerte, su reino se dividió entre sus tres hijos, tal como él había dispuesto dos años antes, en la gran reunión de la corte de León: don Sancho, el mayor, heredó su tierra natal, Castilla; don Alfonso fue nombrado rey de León; don García, el menor, rey de Galicia.
Don Sancho había protestado contra la división ya durante aquella reunión de la corte, y tampoco ahora quería darse por satisfecho. La guerra entre los tres hermanos era inevitable. Mantenían la paz sólo porque seguía con vida su madre, doña Sancha, la poderosa señora de León.
En noviembre de 1067 murió también ella, y el verano del año siguiente empezaron los primeros conflictos armados entre don Sancho y don Alfonso. Se enfrentaron en una batalla en los campos de Llantada, a orillas del Pisuerga, el río que dividía ambos reinos. Don Sancho ganó la batalla, pero no fue una victoria decisiva. El conflicto continuo.
Durante ese tiempo, sólo uno de los príncipes andaluces supo ampliar su poder: Al-Mutadid de Sevilla. Con una crueldad sin parangón y una firme perseverancia, con poder, astucia y sobornos a las personas indicadas, al-Mutadid conquistó las provincias, gobernadas por emires bereberes, de Ronda, Morón, Arcos y Algeciras, y, finalmente la fortaleza de Carmona, considerada hasta entonces inexpugnable. Así, extendió las fronteras de su reino hasta hacerlo lindar con Córdoba y Granada.
En el verano de 1067 se le ofreció una nueva oportunidad de conquista: los habitantes de Málaga se levantaron contra su gobernante, el príncipe bereber Badis de Granada. La mayoría de los señores de los castillos de las inmediaciones se unieron al levantamiento, manteniéndose leal únicamente la guarnición, compuesta por negros, de la Alcazaba, la ciudadela de Málaga. Los ciudadanos enviaron un emisario a Sevilla, ofreciendo a al-Mutadid someterse a él si acudía en su ayuda.
El príncipe de Sevilla envió un ejército capitaneado por su hijo Muhammad. Fue una campaña llevada con gran alegría. En el camino ocuparon algunos castillos cuyas guarniciones se entregaron voluntariamente. En Málaga, los habitantes de la ciudad los esperaban con regalos. El príncipe heredero abrió las puertas de su campamento y celebró la victoria con bailarinas y cantantes y con el pesado vino por el que ya entonces era famosa la ciudad.
Entonces atacó por sorpresa un ejército de Granada, al mismo tiempo que los negros de la Alcazaba arremetían contra la ciudad. Los sevillanos, ebrios de victoria, emprendieron la huida, y el príncipe heredero pudo llegar a Ronda y salvarse, después de pasar muchos apuros. La gran oportunidad de hacerse con el dominio de Málaga y cortar así el acceso al mar al príncipe bereber Badis de Granada había sido desperdiciada.
El príncipe de Sevilla montó en cólera. Su hijo le envió de Ronda un poema cargado de arrepentimiento:
Con el alma oprimida, los ojos con lágrimas,
la vergüenza me impide levantar la mirada.
Con cabello blanco, con la frente pálida,
me presento ante ti. ¿Cómo vivir, siendo nada?
Al-Mutadid calmó su ira y perdonó. Su irreflexivo hijo Muhammad siguió siendo príncipe heredero y su sucesor oficial.
Los habitantes de Málaga habían aprovechado para levantarse el vacío de poder creado tras la muerte de Josef ibn Nagdela. El hadjib judío del príncipe de Granada, y regente del reino, el hombre que había alcanzado una posición más alta que la de ningún otro judío del mundo conocido, el gran Nagid fue asesinado durante una revuelta palaciega a finales de diciembre de 1066, para espanto de toda la judería andaluza. Josef ibn Nagdela había alardeado conscientemente de su poder. Se había hecho construir un palacio propio, más espléndido que el de su señor, en la colina de la al-Hamra, inmediatamente detrás del al-Qasr y de los jardines del palacio del príncipe Badis. Se había apoyado demasiado en los clanes bereberes y en algunas de las familias judías más influyentes entre las más de cinco mil cabezas que contaba la comunidad judía de Granada. El hecho de que fuera judío no hizo más que facilitar las cosas a sus adversarios para eliminarlo.
Con él, fueron ajusticiados centenares de sus seguidores. No obstante, logró escapar uno de sus hombres de más confianza: Isaak ibn al-Balia, el rabino de Córdoba. Isaak ibn al-Balia huyó a Sevilla, la ciudad que ya visitara una vez, en tiempos más felices, como embajador del hadjib judío. Allí volvió a cultivar su amistad con Yunus ibn al-Áwar, el hakim, y la ahondó aún más cuando se enteró de que Yunus se había encontrado en Barbastro con Ibn Ammar, el amigo de juventud del príncipe heredero Muhammad.
Yunus había vuelto a llevar su consultorio de la calle de los boteros y a atender a sus viejos pacientes día a día, a excepción del sabbat y de la tarde del viernes, que pasaba en los baños. La vida volvió a su curso habitual. Tal como se había acordado, casó a Nabila, la mayor de las dos hijas de su hermano que se habían criado en su casa, con el hijo de Ibn Eh, el comerciante.
En Barbastro, Yunus había decidido desposar a Sarwa, la menor, con su asistente Zacarías. Pero luego la vieja Dada lo convenció de que no eran el uno para el otro, de modo que cuando Sarwa cumplió los catorce años, Yunus le eligió como marido al hijo menor de su vecino ar-Rashidi, el farmacéutico.
El ansia de aprender de Zacarías seguía intacta, y sus deseos de saber aumentaban a la par que sus conocimientos. Cuando cumplió diecinueve años, Yunus lo envío a Bagdad con el dinero suficiente y varias cartas de recomendación, para darle la oportunidad de recibir de uno de los grandes y reconocidos clínicos de esa ciudad la autorización para ejercer como médico. Tras la partida de Zacarías y la boda de Sarwa, sólo quedaba en casa Karima, la pequeña hija adoptiva de Yunus.
Cuando Yunus regresó de su viaje, Karima pasó más de un mes sin querer mirarlo, escondiéndose de él, no hablándole apenas. Yunus tuvo que hacer gala de mucha paciencia y dedicación para volver a ganarse la confianza de la pequeña y hacerle olvidar que la había abandonado durante tanto tiempo. Pero finalmente Karima lo había perdonado y se había convertido en la pequeña princesa de la casa, tan querida y mimada por Yunus y Ammi Hassán, el criado de la casa, que la vieja Dada tenía que esforzarse por encontrar la severidad necesaria para equilibrar el desmesurado afecto y condescendencia de los dos hombres.
Karima fue haciéndose mayor. A los catorce años era ya una muchacha tan llamativamente hermosa que en la calle los hombres se quedaban parados al verla pasar. Ammi Hassán no la perdía de vista, y la seguía como una sombra tan pronto como ella salía de casa.
En Zaragoza, Abú'l-Fadl Hasdai, el administrador financiero del príncipe al-Muktadir, se había convertido al Islam y había desposado a una mujer judía al enterarse de la noticia del asesinato de Josef ibn Nagdela en Granada. Acto seguido, el príncipe lo había convertido en su primer consejero y lo había nombrado Hadjib.
Ibn Ammar participó también del ascenso de su mecenas. Tras su regreso de Barbastro, Abú'l-Fadl Hasdai lo había llevado a su corte, introduciéndolo en el grupo de sus principales colaboradores. Ibn Ammar y su mecenas tenían más o menos la misma edad y sostenían las mismas opiniones políticas, de modo que no tardó en desarrollarse una estrecha relación de confianza entre ambos. Ibn Ammar aprendió mucho del ducho administrador y experto en finanzas que era Abú'l-Fadl Hasdai. Como embajador del hadjib, conoció también las cortes de los príncipes españoles. Trató con don Sancho en Burgos, con Sancho Garcés, el rey de Navarra, y con Ramón Berenguer, el conde de Barcelona. Gozaba de un gran prestigio en Zaragoza, pero, a pesar de ello, añoraba Sevilla. Él era un andaluz del sur. El norte era para él demasiado estricto, demasiado frío en invierno, demasiado triste. Así, envió a Sevilla una conmovedora carta en la que pedía a al-Mutadid que pusiera fin a su destierro. Envió al monarca encendidos poemas ensalzando su victoria sobre los emires bereberes, y en los que volcó todo su talento.
No recibió respuesta alguna.
Esto hizo tanto más estrecha la relación epistolar entre Ibn Ammar y Muhammad ibn Abbad, el hijo del monarca. El príncipe heredero le hacía llegar exaltados poemas y largas cartas, donde ratificaba su vieja amistad y se abandonaba a recuerdos comunes de su juventud. Ibn Ammar le respondía con el mismo entusiasmo; por lo demás, apostaba por el futuro y esperaba con paciencia.
La noticia que esperaba llegó antes de lo previsto. El 28 de febrero de 1069 murió al-Mutadid, el príncipe de Sevilla. La noticia llegó a Zaragoza a mediados de marzo. Pocos días después, Ibn Ammar se puso en camino. En Córdoba lo esperaba una escolta enviada por su principesco amigo. Correos rápidos anunciaron su inminente llegada. Muhammad ibn Abbad, que al subir al poder había adoptado el nombre de al-Mutamid, salió a recibirlo a las puertas de la ciudad y decretó tres días de fiesta para celebrar el reencuentro.
Inmediatamente después, ofreció a su amigo de juventud un cargo público que podía elegir libremente entre cualquiera de los que existían en su reino, incluido el de hadjib, si así lo deseaba. Ibn Ammar le pidió un tiempo para pensarlo. El cargo de hadjib de Sevilla, que, en su condición de doble visir, tenía a su cargo tanto la administración civil como la militar, estaba ocupado desde hacía casi veinte años por Abú'l-Walid ibn Zaydun, un hombre al que Ibn Ammar siempre había admirado. Ibn Zaydun procedía de una antigua familia de la nobleza de Córdoba, y era considerado uno de los más grandes poetas de Andalucía. Ibn Ammar lo había visto de lejos dos o tres veces durante su época de estudiante, en Córdoba, y sus poemas, apasionados y, sin embargo, de una mesura clásica, siempre habían sido un ejemplo para él.
Como todo andaluz, Ibn Ammar también conocía la apasionada historia de amor que había unido al joven Ibn Zaydun con la famosa princesa Wallada, la hija del califa omeya al-Mustakfi, quien había gobernado Córdoba durante el breve lapso de un año y medio. La princesa había sido una mujer extraordinaria, una belleza rubia de ojos azules, que, siguiendo una moda inaudita, llevaba el cabello muy corto y suelto y aparecía en público sin velo. La princesa había sostenido un salón literario en Córdoba, en el que solía encontrarse la juventud dorada de la capital: poetas rebosantes de esperanzas y poetas aristócratas e hijos de las familias más ricas y poderosas de la ciudad. La princesa Wallada había sido la flor de esa ilustre sociedad, y había dado a Ibn Zaydun suficientes pretextos para componer numerosos poemas cargados de dolor y celos. Finalmente, ella lo había abandonado.
Pero Ibn Zaydun no era sólo un gran poeta. Como hadjib del reino de Sevilla, había sido capaz de demostrar a un monarca tan caprichoso como al-Mutadid que sabía tratar con el poder. Gozaba de un gran prestigio en todo el reino. Ibn Ammar no tenía ni el deseo ni la intención de desplazarlo de su cargo.
Cuando al-Mutamid, el joven príncipe, repitió su oferta, Ibn Ammar le pidió el cargo de gobernador de Silves. Era el cargo más importante que podía pedir al príncipe sin ofenderlo y, además, era un detalle diplomático: el palacio del gobernador de Silves era el lugar en el que habían pasado juntos sus mejores años de juventud.
La renuncia a un cargo más importante hizo que Ibn Ammar fuera bien visto tanto por el hadjib como por otros dignatarios de la corte. Al-Mutamid se sintió conmovido, y cuando Ibn Ammar partió hacia Silves, el príncipe lo acompañó con un gran séquito hasta Niebla. Antes de separarse, al-Mutamid le entregó un poema guardado en una costosa cápsula de plata labrada. Se despidieron entre lágrimas.
Ibn Ammar sabía que la separación no sería muy larga.
Lope conoció la vida en las montañas, la nieve y las tormentas de hielo que azotaban las cumbres, y las largas y heladas noches de invierno. Vivió la primavera, con sus avenidas de agua que se precipitaban violentamente por profundas gargantas y empinados precipicios, y con su fresco verdor, que se posaba como un suave velo sobre los prados grises, cubiertos de nieve. Conoció los animales a los que tendía el lazo el viejo Pero: osos, lobos, linces, zorros, martas, armiños. Y aprendió los múltiples métodos con los que podían cazarse: trampas con verjas, lazos, redes, cepos, jaulas. Conoció a los hombres que vivían en las montañas y los bosques: pastores y cazadores, ermitaños extravagantes, montañeses semisalvajes, fugitivos, parias y locos que vivían en cuevas, como animales.
Lope se quedó tres años con el viejo Pero. Cada primavera llevaban sus pieles al valle para venderlas a los comerciantes. A finales del verano regresaban a las montañas y recorrían sus cotos, marcando cuevas, construcciones, rastros, árboles a cuya sombra se podía dormir y lugares de reposo. Hasta que en diciembre empezaba la caza.
El cuarto invierno, durante una noche extremadamente fría en la que volvieron a su cabaña tan agotados que no encontraron fuerzas para encender el fuego, murió el viejo Pero. Se quedó dormido y no volvió a despertar. A la mañana siguiente, Lope lo encontró tan frío y aterido como a los animales que caían en sus trampas. Lope se quedó dos meses más en el bosque, solo. Cuando se derritió la nieve, enterró al viejo y se encaminó hacia el valle con las pieles, como había aprendido. En otoño entró al servicio de un administrador del conde Pierre von Foix, como cazador de lobos. El conde había establecido grandes recompensas por matar a los animales que bajaban a los valles en las largas y frías noches de invierno. Lope cazó tantos lobos que la gente le puso el sobrenombre de «el Lobo». Dos años después, el conde en persona se fijó en él. Hizo que Lope le demostrara cómo manejaba el arco moro y lo llevó a su corte, primero como cazador, luego como arquero y, finalmente, como lancero de su mesnie. Lope participó en varias campañas y tomó parte en tres combates. Mató al señor de un castillo del vizconde de Carcasona en un combate entre ambos, tomó prisioneros a tres hombres del caballero y consiguió cinco caballos como botín. Inmediatamente después, el conde lo invistió con la espada, nombrándolo caballero de su corte.
A principios del año 1070 murió el conde de Foix como consecuencia de un pequeño arañazo encima del ojo, que le había causado su halcón cetrero. La cabeza se le hinchó y tuvo una muerte extremadamente dolorosa. Apenas estuvo bajo tierra, su hijo se mudó al castillo de Foix. Éste mantenía un largo conflicto con su padre desde hacia años, y al trasladarse al castillo llevó su propio séquito y despidió a la mayoría de los hombres del viejo conde. Lope fue uno de los que tuvo que marcharse. Cuando anunció que se dirigiría a España, se le unieron otros seis hombres, que lo siguieron a través de las montañas, primero hasta Aragón, luego hasta Castilla. Cuatro de ellos entraron al servicio del conde de Carrión, y los otros dos se quedaron en Sahagún, donde el prior del convento de los Santos Facundo y Primitivo estaba buscando gente para una nueva colonia del sur.
Lope siguió adelante. Al principio no había tenido un objetivo determinado, pero al llegar a León tomó casi como si fuera algo obvio la carretera hacia Salamanca, desde donde se encaminó hacia el sureste, rumbo a Guarda. De pronto sentía la necesidad de volver a ver a los suyos, su aldea, sus padres, sus hermanos. Quería saber si aún vivían y qué había sido de ellos. Quería volver a casa.