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Habían cabalgado seis horas seguidas, desde la salida del sol, y estaban buscando un lugar protegido del viento para hacer el descanso del mediodía cuando vieron al jinete. El sendero era tan estrecho que tenían que caminar en fila india. Lope iba a la cabeza, seguido por los tres judíos que se le habían unido en Salamanca y, cerrando la fila, el infanzón de Braganza con su mozo y los dos hidalgos que los acompañaban.
El jinete avanzaba directamente hacia ellos, bajando por una ladera llana. Al parecer iba solo. Era la primera persona que veían desde la mañana, desde que salieron de la taberna que había junto al vado del río Águeda. Lope recorrió los alrededores con la mirada. Toda la ladera se ofrecía a los ojos, y no se veía a nadie aparte de ese jinete. Aun así, Lope saco el arco de la aljaba y tensó la cuerda.
El hombre estaba desarmado. Era joven, poco más de veinte años; no era mucho mayor que el propio Lope. Llevaba una faja mora alrededor de la cabeza y montaba sobre una silla mora. Cuando llegó a veinte pasos de ellos, detuvo su caballo, desmontó, se acercó a Lope, se arrodilló, besó el estribo de su cabalgadura y dijo:
– Señor, soy un fugitivo, concededme la gracia de vuestra protección.
Hablaba castellano con acento andaluz. Era alto y bien formado, de rostro amplio y proporcionado y fuertes dientes. Iba vestido como un mozo de cuadra, pero no parecía un criado.
– ¿De dónde vienes? -le preguntó Lope.
El forastero hizo una reverencia.
– Vengo de Badajoz, señor. Era criado de un visir del príncipe de Badajoz. Pero me acusaron de haberme acercado demasiado a una de las mujeres de la casa de mi señor. Llevo cuatro días huyendo, señor, casi sin descanso.
No parecía acarrear sobre sus espaldas cuatro días de viaje a marcha forzada. Y su caballo tampoco; además, éste era un animal de inusual nobleza.
– Todo lo que poseo os pertenece, señor. Tomadme como criado, señor. Me llamo Salim.
Seguía arrodillado, cogido del estribo. Lope se inclinó hacia él y lo hizo levantarse tirándole del brazo.
– No necesito un criado. Además, tampoco estoy en condiciones de mantener uno -dijo Lope-. Busca otro señor -añadió, señalando al infanzón.
– Dejad que me quede con vos, señor -suplicó el forastero, abrazándose a la pierna de Lope-. Ya veréis qué útil puedo llegar a ser.
El infanzón se abrió paso hasta ellos y examinó el caballo. Luego llamó a su mozo con un gesto decidido y dijo:
– Caballo y silla me pertenecen.
Nadie hizo ninguna objeción.
– Si estáis buscando un lugar donde acampar, señor -dijo el forastero, con gran diligencia-, al otro lado de la colina, a dos millas de aquí, hay un pozo con agua muy buena.
Lope desconfiaba. Ordenó al forastero que los guiara y mantuvo los ojos bien abiertos. No creía la historia que les había contado. Pero no se veía nada sospechoso, ni pájaros que echaran a volar de repente ni pasos apropiados para una emboscada ni movimiento entre los árboles. Tampoco había nada sospechoso en el lugar de acampada al que los llevó aquel hombre. El fondo de un valle abierto, completamente expuesto a la vista, un pozo encauzado, algunas piedras aisladas.
Al llegar, el forastero se apresuró a coger agua, regó el suelo, desensilló los caballos, frotó a los animales con hierba seca; hizo, en fin, todo lo posible por agradar a sus nuevos amos. Al partir, caminó obedientemente delante de Lope, sin hacer siquiera un intento de recuperar su caballo.
– Creo que deberíamos dejarle montar -propuso Lope, pero el infanzón se negó.
– Este no es caballo para un esclavo moro -dijo-. Estoy seguro de que lo ha robado.
El forastero siguió a pie, sin quejarse. Caminó hasta el atardecer sin mostrar indicios de cansancio. También conocía un lugar seguro en el que podían pasar la noche, al pie de un peñasco desde cuya punta se divisaba toda la región. Entre tanto, toda desconfianza hacia él había desaparecido y, cuando se puso a dar de comer a los caballos, encender el fuego y cocinar, los otros empezaron a envidiar a Lope un criado tan servicial.
– Te ofrezco cuarenta dinares por el hombre -susurró a Lope el mayor de los tres judíos cuando estaban sentados junto al fuego.
– No es mi criado -respondió Lope de mala gana.
El forastero se había marchado a recoger salvia y romero. Al volver, pasó junto a los caballos, amarrados en el lado de la fogata protegido del viento, y junto a las sillas de montar, que él mismo había apilado a escasa distancia. Cogió el arco y la aljaba de Lope y tensó la cuerda.
– ¿Qué les parecería a los señores que añadiera un par de conejos a las raíces? -dijo sonriendo y, acto seguido, se echó la aljaba a la espalda, una flecha en la cuerda e hizo reventar la cacerola de barro puesta al fuego. Antes de que Lope y los otros salieran de su estupor, el hombre ya había montado su caballo y disparado la siguiente flecha. Acertó en el pecho al mozo del infanzón, que era el único que aún llevaba puesto el peto, pues le había correspondido hacer la primera guardia de la noche. El joven intentó huir, pero una segunda flecha se le clavó en la espalda, y se desplomó. El forastero estaba tan cerca que la flecha atravesó de lado a lado el peto del mozo.
– ¡Qué haces! -gritó el infanzón, que aún no entendía qué estaba pasando-. ¡Te has vuelto loco!
– ¡Cierra la boca, viejo! -dijo el forastero con serenidad. Tenía ya la siguiente flecha en la cuerda del arco.
Lope calculó la distancia que lo separaba de su caballo, pero no hizo ningún intento de salir corriendo. El trecho era muy largo, y el forastero manejaba muy bien el arco. No tenía ninguna posibilidad.
– ¡Desnudaos! -dijo el forastero. Al ver que vacilaban, levantó el arco, apuntando al infanzón, y repitió-: ¡He dicho que os desnudéis! -Su voz no dejaba la menor duda de que estaba hablando muy en serio.
Empezaron a desvestirse. Los tres judíos mascullaron algo en su idioma. Lope no entendió si eran plegarias o maldiciones. Los judíos se habían sentido muy aliviados cuando se toparon con Lope y éste los acompañó por el peligroso camino a través de la tierra de nadie. Y cuando los cuatro jinetes de Braganza se les unieron en el vado del río Águeda, se sintieron ya completamente protegidos. Eran de Coimbra, y en Salamanca habían vendido telas, perlas y joyas de coral, obteniendo a cambio mucho dinero. Ahora probablemente estaban rezando y maldiciendo al mismo tiempo.
El forastero insistió en que se despojaran también de la ropa interior. Luego se acercó un poco más, les arrojó unas cuerdas y les ordenó que se ataran unos a otros.
– ¡Las manos a la espalda! ¡Y cada uno a un árbol distinto!
Lope ató a los tres judíos. Luego se dirigió hacia donde se encontraba el infanzón, que entre tanto había atado a los dos hidalgos.
– ¡Date la vuelta! -dijo Lope.
Sin el pantalón de montar y el jubón acolchado, el caballero de Braganza tenía un aspecto deplorable. Era un hombrecillo menudo y flaco, de piel muy blanca, barriga fláccida y nalgas coloradas.
– ¿Por qué yo? -protestó el infanzón con lo que le quedaba de dignidad.
– Porque lo digo yo -respondió Lope bruscamente.
Una vez lo hubo atado a un árbol, Lope se volvió hacia el forastero.
– ¿Ahora qué? -preguntó. Estaba desnudo; pero aún llevaba puestas sus botas de montar.
– ¡Quítate las botas! -dijo serenamente el forastero.
Lope se encogió de hombros.
– Son nuevas -dijo-. Las acabo de comprar en Salamanca. No consigo sacármelas de los pies.
– Entonces siéntate en el suelo -ordenó el forastero. Desmontó, cogió la espada del infanzón, metió el arco en la aljaba y se acercó a Lope. Le pidió a Lope que le enseñara las manos y, empuñando firmemente la espada, dio una vuelta alrededor de él guardando siempre una cierta distancia.
– No tengo nada contra ti -dijo cortésmente el forastero-. Sólo cojo lo que puedo coger -tenía la espada en la mano derecha, lista para golpear-. No intentes nada, no merece la pena. No pienso mataros. Vendrás conmigo hasta que estemos a una milla de aquí; después podrás regresar y liberar a tus amigos. Así que pórtate bien.
Lope estiró el pie izquierdo hacia el forastero, y mientras éste cogía el talón de la bota con la mano que tenía libre, Lope echó mano del puñal que llevaba oculto en la caña de la bota derecha, en el mismo lugar en que solía llevarlo el capitán. Recogió la pierna izquierda de un tirón, se inclinó hacia el forastero y tiró de él haciéndole perder el equilibrio, al tiempo que lo golpeaba con la mano derecha, con tal rabia que le hundió el arma hasta la empuñadura. El hombre estaba muerto antes de caer al suelo.
Al anochecer, dispusieron una doble guardia, apagaron la hoguera y durmieron encubertados, junto a sus armas, listas para ser usadas. Pero no hubo más sorpresas. Por lo visto, el hombre que había dicho llamarse Salim era un solitario.
A la mañana siguiente, lo ataron de bruces sobre su caballo y lo llevaron con ellos. El infanzón quería enseñárselo al conde de Guarda.
Dos horas antes de la puesta de sol llegaron a la ciudad. Lope no había planeado ir a Guarda y presentarse al conde, pero el infanzón, a quien esperaban allí, había insistido en que fuera con él, y finalmente Lope había accedido. Dado su actual aspecto, con bigote, cabello largo y por lo menos una cabeza más alto, nadie lo relacionaría con aquel muchacho sucio y pelicorto que huyera del castillo de Sabugal siete años antes. Si no surgía ningún imprevisto, ni el conde ni la gente de su mesnada lo reconocerían.
Tan solo una hora después que ellos, llegó al castillo de Guarda el castellán de Sabugal. Había ido por doce caballos destinados a la condesa de Braganza. A Lope se le encogió el estómago al verlo. El hombre que antaño le diera tan brutales palizas no le parecía ya tan terroríficamente alto, pero, por lo demás, apenas había cambiado. Su cabello seguía siendo negro como la noche, y su rostro conservaba aún la misma expresión de despiadada dureza que le había hecho ganarse el apodo «Cabeza de Hierro».
El castellán reconoció a Lope tan poco como los otros, pero en su compañía estaba Regín, el Largo, y al atardecer éste entró en el salón y se sentó junto a Lope.
Lope aún tenía ante los ojos la imagen de Regín cayendo de su caballo en el puente levadizo después de haberse casi destrozado la cabeza contra la viga de la puerta, el día del ataque al castillo de Sabugal. El Largo siempre le había caído simpático. Era un tipo estrafalario de quien los otros se reían continuamente, supersticioso y un poco simplón, pero dotado de esa indulgente bondad tan habitual en las personas sencillas, y también de una memoria prodigiosa. Algún rasgo de Lope, el tono de su voz o quizá su modo de moverse, despertó la memoria de Regín, que aguzó la vista y el oído, hasta que, finalmente, descubrió el lunar en la muñeca de Lope.
Era una pequeña mancha pardusca en forma de pera, más pequeña que una lenteja, un lunar insignificante que no llamaba la atención de nadie, ni siquiera de Lope. Pero en aquel tiempo en que Lope, tras detener la caída del único hijo del conde desde la ventana de la torre de Sabugal, actuó como camarero personal del niño por expreso nombramiento del conde, que veía en él un elegido de Dios y un protegido de Santiago, Regín había descubierto que Lope tenía un lunar muy similar al suyo exactamente en el mismo sitio y, en su simpleza, había deducido de ello una especie de parentesco interior que, supuestamente, los unía y que, por consiguiente, lo hacía partícipe también a él de la gracia atribuida a Lope, inmunizándolo contra todas las desgracias y contrariedades de la vida.
Al ver esta marca en la muñeca del hombre que estaba sentado a su lado y reconocer a Lope, Regín perdió completamente la compostura. Se levantó de un salto y anunció a gritos su descubrimiento, tartamudeando de excitación, sin aliento, sacudiendo violentamente los dos brazos:
– Don Fortún, dueño de mi vida, buen señor, ved quién está entre nosotros, ved al hijo perdido que ha vuelto a casa. Es Lope, señor, el protector de vuestro hijo, el protegido de Santiago. Ha vuelto, señor. ¡Es un milagro! Dios ha mantenido su mano sobre él. ¡Está otra vez entre nosotros, como yo predije!
Se hizo un instante de total silencio. El conde llamó a un criado y le ordenó que iluminara el rostro de Lope, y, bajo la viva luz de la lámpara, lo reconoció también él y los otros creyeron reconocerlo. El castellán se levantó de su asiento dando un fuerte golpe sobre la mesa y dijo con voz llana e inexpresiva:
– Dejádmelo a mi, don Fortún. Respeto la paz de vuestra casa, pero dejádmelo a mí. Os ruego que me concedáis ese favor.
El conde hizo como si no hubiera oído. Daba la impresión de que el castellán ya no gozaba de su favor, o al menos no tanto como antes, cuando el conde le había dado como esposa a su hermana.
A la mañana siguiente, el conde propuso a Lope que entrara a su servicio con la misma tarea que le había asignado años atrás: vigilar a su hijo, ser para él un guía y un hermano mayor, y un paciente maestro en las artes caballerescas.
– Tiene nueve años y sigue bajo el cuidado de mi hermana, en Sabugal. Cuando cumpla doce años irás con él a una corte más importante, quizá a Braganza, o a Coimbra, donde don Sisnando Davidiz, o a lo mejor a una corte mora, sólo Dios lo sabe. En estos tiempos ya no pueden hacerse planes a largo plazo.
Siseaba como si le faltaran los incisivos. Debía de tener unos sesenta años, pero parecía mayor. De repente empezó a hablar en ese tono pusilánime y quejumbroso en el que caía su voz siempre que estaba nervioso, y que Lope recordaba perfectamente a pesar de los muchos años transcurridos.
– Los tiempos han cambiado, hijo mío. Ya nada es como antes. Don García, que se hace llamar rey de Galicia, quiere extender su mano sobre nosotros. No se da por satisfecho con lo que ha heredado de su padre; ahora también quiere someter a los condados del Duero. Sus reivindicaciones son falsas, inventadas. Nosotros nunca hemos estado sometidos a ningún señor, ni al rey de León, ni al califa de Córdoba. Hasta el gran al-Mansur respetó nuestras libertades y los tratados que cerraron nuestros antepasados con Musa, el hijo de Museir, el gran conquistador que derrotó al rey godo de Toledo. ¡Y ahora ese imberbe de don García quiere someternos por la fuerza!
Hablaba con imperiosa precipitación, cogiendo a Lope del brazo, acercándose a él. El aliento le olía a ajo y vino. Había mandado al mozo de cámara que le trajera una jarra de vino fresco, que bebía con sigilosa avidez, como si lo hubiera robado de una iglesia. Era la primera vez que Lope lo veía beber vino.
– Por lo bajo, don García está haciendo descaradas promesas a nuestros infanzones para que se pasen a su bando. No sé si los infanzones reciben bien esas promesas. Son pequeños caballeros, cuyos padres todavía eran criados. Ya no sé en quién confiar. Ni siquiera sé si puedo seguir confiando en Álvar Pérez, el castellán de Sabugal, en cuyas manos he puesto a mi único heredero. Deposito mis esperanzas en tí, hijo mío. Dios te envió a mi. ¡No puedes defraudarme!
Se levantó y descolgó de la pared una gran cruz de madera. En la parte posterior del madero vertical había una cavidad que ocultaba un paquetito envuelto en seda brillante como el oro. El conde sacó el paquete y lo puso en la mano abierta de Lope, que luego cerró y apretó con fuerza.
– ¡Jura! -dijo solemnemente-. Jura por este dedo de San Fructuoso que serás leal a mí, don Fortún Muñoz, conde de Guarda y Sabugal, y a mi único hijo y heredero, don Muño Fortúnez, y que nos defenderás de los ataques y asechanzas de nuestros enemigos, aunque en esto te vaya la vida. júralo por Dios y por su hijo, nuestro Señor Jesucristo!
Lope prestó el juramento y después hizo también el juramento de vasallaje, arrodillándose y poniendo las manos juntas en las manos del conde, como era habitual. Acto seguido, el conde le entregó ceremoniosamente tres piezas de oro en moneda mora, le dio su bendición y, respirando con dificultad, se dejó caer nuevamente en su asiento. Había bebido media jarra, y el vino empezaba a mostrar su efecto. Cuando volvió a hablar, su voz sonó débil y llorosa, como la de un niño asustado.
– ¡Tienes que proteger a mi hijo! -repitió-. Prométemelo. Harás de él un hombre, un caballero capaz de defenderse por si mismo. Serás un buen profesor, ¿entendido? -Se arrimó un poco más hacia Lope y lo miró fijamente, sin parpadear; sus ojos, enrojecidos, estaban tan fijos e inmóviles como los ojos de un ciego-. Mi hermana no comprende qué es lo que necesita mi hijo. Lo tiene rodeado de capellanes y criadas que le enseñan frases piadosas. Con la edad, mi hermana ha empezado a chochear. Tienes que ocuparte tú del muchacho. ¡Trátalo con mano dura!
Al atardecer, Lope había visto entrar en el salón al joven conde acompañado del capellán y, más tarde, había podido observarlo más de cerca sentado a la mesa de su padre. Era un niño delgado, de ojos grandes y curiosos y cabello rubio cenizo ligeramente ondulado. Había recibido a Lope con desconfiada animadversión, como alguien que teme lo peor de cualquier cambio y sospecha la presencia de un enemigo en cualquier desconocido. El pequeño arrastraba la pierna izquierda al andar, como si tuviera una deformación en la cadera. Era muy dudoso que pudiera hacerse de él un buen jinete.
– Tienes que endurecerlo, ¿me entiendes? -continuó el conde-. ¡Le tocará vivir tiempos muy difíciles! Yo ya soy viejo, no sé cuánto tiempo más podré mantener mi mano sobre él. Ni siquiera sé si todavía tengo fuerzas suficientes para defender su herencia. ¡Por los clavos de Cristo, ya sólo puedo rezar por él! -Hizo rápidamente la señal de la cruz y se puso a recitar un precipitado padrenuestro, mientras se le formaban en la boca bolsitas de saliva que luego se escurrían sobre su barba amarillenta. De pronto calló y despidió a Lope con un fugaz movimiento de mano, sin dignarse siquiera a echarle una última mirada.
Cuando Lope, ya en la puerta, se volvió una vez más, el conde ya estaba tumbado sobre la mesa, roncando, y el mozo de cámara se disponía a desabrocharle el cinturón.
Lope estaba al mismo tiempo impresionado y decepcionado. Lo habían llevado a Guarda cuando tenía diez años, y por aquel entonces el conde era para él un ser tan lejano como el mismo Dios, un señor encumbrado e inaccesible que apenas tenía rasgos humanos. Ahora Lope se había encontrado con un anciano lastimoso, con un viejo débil y torturado por temores rastreros, y cuyo aspecto hacía dudar de que llegara a ver el día en que su hijo se hiciera mayor de edad. Lope sentía una gran compasión por él.
Pero cuatro días después, cuando cabalgó a Guimaraes formando parte del séquito del conde, Lope vio en éste a un hombre completamente distinto. El conde montaba erguido, daba órdenes con gran majestad y severidad, e increpó con tal dureza a su maestro cetrero por no haber cogido inmediatamente a un halcón que cayó de su mano, que el hombre se puso blanco como una tumba. El conde tenía a sus hombres en un puño. Durante los tres días que duró el viaje no dejó ver ningún signo de cansancio.
El conde Nuño Méndez de Portocale había convocado a todos los condes del Duero a un encuentro en el castillo de Guimaraes. La convocatoria apuntaba a formar abiertamente una coalición contra don García, el rey de Galicia. En un primer momento, el conde de Guarda había dudado si tomar parte o no en el asunto, pero finalmente una noticia traída por el infanzón de Braganza lo había movido a arriesgarse y dar ese paso.
El conde de Braganza había muerto en otoño del año anterior, dejando mujer y un hijo de ocho años. La condesa había asumido la regencia, con el fin de preservar para su hijo la herencia paterna y entregársela cuando cumpliera la mayoría de edad. Pero don García se había acogido a los derechos de señor feudal con titulo regio. Había enviado a la condesa un mensaje en el que la conminaba a elegir entre aceptar que su hijo tuviera un tutor designado por el propio don García o casarse con un hombre propuesto asimismo por el rey. O bien, si quería seguir gobernando en nombre de su hijo, pagar anualmente a don García treinta libras de oro. La condesa había despedido al emisario, pero sola no podía hacer nada contra el rey.
El capellán del conde se la había descrito a Lope durante el viaje:
– Una mujer orgullosa. Cabalga como un hombre y maldice desde la silla como un peón; lo he visto con mis propios ojos.
Lope la conoció el domingo por la noche en el castillo de Guimaraes, cuando los condes e infanzones se reunieron a deliberar en el gran salón. Era una mujer llamativamente alta, de tez pálida y distinguida, cuyo negro luto de viuda no podía ocultar ni su belleza ni el rojo encendido de su cabello. Su voz era suave, y tan femenina que parecía desmentir las palabras del capellán; pero esa aparente dulzura sólo duró mientras la condesa se lamentaba de la suerte de su pequeño hijo, pues cuando empezó a hablar de don García, su lengua se volvió áspera como una lima.
– Vosotros, señores, quizá creáis que podéis refugiaros en vuestros antiquísimos derechos; quizá creáis que basta con mostrar los tratados que los padres de vuestros padres cerraron con el califa de Córdoba. ¡Pero, por las llagas de Cristo, que os voy a decir yo lo que podéis esperar de ese hijo de la gran puta! Hará trizas los tratados ante vuestros propios ojos, os meterá los pedazos en la boca y os ordenará que os los traguéis. Y después os pondrá frente a la nariz sus propios documentos. Ese perro pulgoso obliga a sus escribanos a falsificar descaradamente todo tipo de documentos, que luego lacra con sellos falsos. Falsifica la firma de los antiguos reyes. Afirma con desvergonzada frescura que Braganza pertenece a su reino. Pronto os presentará también a vosotros sus documentos falsos. No dejará en paz a ninguno de vosotros, ni tampoco a don Sisnando, que se cree seguro en Mondego y no ha considerado necesario reunirse con nosotros. ¡Unámonos, señores! -exclamó, y su grito atravesó todo el salón-. ¡Respondamos a ese hijo de puta con la espada! No cada uno por su cuenta, sino todos juntos, para que no nos pase como a Ramiro de Tuy. -Su mirada recorrió las hileras de hombres; era como si quisiera mirar a los ojos a todos.
Los señores guardaron silencio, confusos.
El conde de Tuy había sido atacado por don García el verano anterior, sin que nadie acudiera en su ayuda. Era el primer conde independiente del sur de Galicia que era sometido por el rey.
Tuy había sido sede episcopal hasta el año del Señor 1016. Aquel año, los normandos habían subido por el Miño en sus veloces naves sin ser descubiertos, habían saqueado y prendido fuego a la ciudad y habían esclavizado a la mayoría de sus habitantes. También habían destruido la iglesia y raptado al obispo. Nadie había vuelto a tener noticias de él.
Sólo los condes de Tuy habían conseguido salir sin grandes perdidas de ese ataque normando. En los años siguientes se habían ido adueñando poco a poco de vastos territorios del antiguo obispado, estableciendo un gran dominio en torno a la desembocadura del Miño. Tres años atrás, don García había empezado a reclamar esos territorios, con el pretexto de que quería reinstaurar el obispado de Tuy. Como el conde de Tuy se negó, el rey marchó de improviso hacia la ciudad con un pequeño ejército, atacó por sorpresa al conde y lo hizo prisionero. Ahora el rey estaba reconstruyendo la catedral para poner un nuevo obispo en la ciudad.
– Tenemos que evitar que nombre obispo de Tuy a uno de sus favoritos sin nuestra aprobación -gritó don Nuño Méndez, que había tomado la palabra después de la condesa. El señor de Portocale y Guimaraes era el conde más poderoso del Duero, y quería que los demás lo reconocieran como su portavoz-. Ya ha sentado a uno de sus lameculos en la silla de Compostela. Y ha entregado a un segundo el obispado de Orense. Si lo hace también en Tuy, tendremos su aliento en la nuca. Y Tuy no es lo único que quiere. Me han informado de que también pretende restablecer la sede de Braga.
Un murmullo surcó las hileras de hombres. Todos los presentes sabían lo que eso significaba. Braga había sido uno de los grandes arzobispados de España. Los moros habían expulsado al metropolitano hacía ya siglos, y desde entonces la sede estaba abandonada. No había un solo conde entre el Miño y el Duero que no hubiera estado asentado alguna vez en tierras del antiguo arzobispado de Braga. Todos sabían también que el poder del rey sería inamovible si conseguía ser el primer señor que reinstaurase bajo dominio cristiano uno de los antiguos obispados sojuzgados por los moros.
El salón se sumió en el silencio. La lluvia chapoteaba sobre el tejado. Todos miraban fijamente a don Nuño.
El conde de Portocale hizo una señal a su mayordomo y, unos momentos después, dos mozos de cámara trajeron al salón una mesa tallada sobre la que descansaba un relicario de plata.
– ¡Hermanos! ¡Amigos! -empezó a decir don Nuño elevando la voz-. Juremos solemnemente que nos ayudaremos unos a otros para combatir al enemigo que nos amenaza. Que todos acudiremos en ayuda de cualquiera de los presentes cuando ése lo necesite. Que cada uno de nosotros marchará con toda su tropa cuando comience la lucha. Que ninguno se quedará al margen cuando marchemos al campo de batalla -y juró él antes que ninguno, posando la mano izquierda en el relicario y levantando la derecha. Inmediatamente después juró la condesa de Braganza, con su hijo, y tras ella los otros condes e infanzones que poseían vasallos. Uno tras otro, todos, sin excepción, fueron prestando juramento.
Al terminar la ceremonia, repentinamente dejó de llover. Uno de los dos sacerdotes que habían acompañado con sus plegarias el solemne acto, se lo hizo notar a don Nuño.
– ¡Una señal de Dios! -gritó el conde.
Se levantaron gritos de aclamación, los hombres empezaron a golpear con las palmas los tableros de las mesas y, como si también dentro del salón se hubiera retirado un sombrío nubarrón, el ánimo general se tomó de pronto barullero y relajado. Entraron músicos y los hombres pidieron que les trajeran vino dulce. Luego el conde los mandó callar nuevamente, y en el salón entró, acompañado por un criado alto como un árbol, un hombrecillo diminuto vestido con un traje de plumas multicolores. El hombrecillo, de piernas cortas y arqueadas y cabeza desproporcionadamente grande, no medía más de dos varas de alto. El criado lo cargó y lo puso sobre una mesa, donde todos podían verlo, y el conde, apagando las carcajadas que brotaron de todos los rincones del salón, gritó:
– ¡Amigos míos! Quiero presentaros a un huésped que viene de Orense, precisamente de la corte de ese ilustre rey. Vedlo: el bufón de la corte de don García, el bufón de un bufón. ¡Escuchad las cosas que cuenta de su señor!
El bufón, tras una reverencia de cómica dignidad, hizo ondear su gorro de plumas y dijo:
– Prestad atención, señores. Oíd lo que tengo que contaros de la corte de don García, el Simplón. Dos años estuve a su servicio, hasta que ordenó a sus criados que me colgaran de la viga de la puerta. Ya tenía la soga al cuello, pero pude librarme de ella gracias a la ayuda de Dios.
Tenía una voz aguda, como la de un pato, que llegaba hasta el último rincón del salón.
– ¿Queréis oir, señores, por qué desperté la ira de mi rey? ¿Queréis oírlo?
Caminaba en circulo dando pasitos cortos y rápidos y arrojando su gorro al aire.
– Prestad atención, señores. Había invitados en la corte, y el rey estaba hablando con ellos y haciendo sus tontos comentarios, como de costumbre. Entonces yo dije a mi manera: «¡Oíd, oíd, nuestro señor rey se parece cada vez más a nuestro Señor Jesucristo!». Todos callaron, y el rey, sintiéndose alabado, preguntó: «¿Por qué lo dices, bufón?». Y yo contesté: «Se dice de nuestro Señor Jesucristo que de niño era ya tan sabio como un hombre de veinticinco años. Mientras que de nuestro señor, el rey, puede decirse que a los veinticinco años es tan sabio como…». -Dejó la frase en el aire, sonrió de oreja a oreja e hizo una profunda reverencia balanceando el gorro.
Los hombres fueron comprendiendo poco a poco el sentido de su broma, y el salón se llenó de carcajadas. Carcajadas estridentes y desahogadas, acompañadas de sonoras palmas sobre los muslos. Todos habían oído decir ya que la cabeza del rey no era precisamente la más brillante, y ahora se lo confirmaba una fuente de primera mano.
La fiesta duró hasta más allá de la medianoche.
Sólo el conde de Guarda no se dejó arrastrar por la algarabía general. Tampoco celebró como los otros la broma del bufón.
– Menospreciar al enemigo es un error -dijo en tono preocupado-. ¡Es un grave error!
Al oeste, en el cielo, se extendía una cinta de nubes cuyo desflecado borde superior llegaba hasta el cenit, y que ahora, cuando el sol empezaba a hundirse en el horizonte, se transformaba lentamente en una bandera roja como el fuego. Un viento fresco soplaba desde el mar, meciendo suavemente la hamaca redonda de esteras en la que descansaba Ibn Ammar, colgada con una larga cuerda de la rama de un plátano. El poeta estaba relajado entre los cojines, con las manos cruzadas bajo la nuca. El viento le acariciaba la piel como una mano tierna. Veía a la muchacha a través de los rosales, allí donde el arroyo que serpenteaba por los jardines del palacio se precipitaba en centelleantes cascadas por una balaustrada de mármol. La muchacha se hallaba sentada al borde del estanque en que caían las cascadas, cantando para sí una extraña melodía, cargada de rara nostalgia, que perdía, retomaba y volvía repetir una y otra vez, como si un hermoso recuerdo estuviera ligado a ella. Ibn Ammar había olvidado el nombre extranjero que la muchacha le había mencionado, y aún no le había dado ningún otro. Dulce muchacha morena.
Nadie sabía de dónde había venido. Hacía tres semanas, un comerciante franco la había ofrecido a un precio asombrosamente bajo. La muchacha no hablaba ni una sola palabra de árabe, ni de ningún otro idioma mediante el cual uno pudiera entenderse con ella. No tenía educación alguna, ni como cantante ni como bailarina ni como concubina. Pero el comerciante había asegurado que aún era virgen, y una criada lo había confirmado. Y cuando se desnudó frente a Ibn Ammar, éste sencillamente se quedó sin habla. Era hermosa como una flor por la mañana, bella como una hurí. Una esbelta gacela de ojos negros de la que podía pensarse realmente que venía del paraíso.
En Sevilla, en la maslah del hammami ash-Shattara, la casa de baños más bella de la ciudad, había una estatua de mármol blanco que en tiempos del viejo qadi había sido desenterrada en Itálica, la antigua colonia romana del otro lado del río. La estatua representaba a una mujer joven con un niño sobre su regazo, que, con una expresión indescriptiblemente hermosa, mezcla de temor y preocupada ternura, ahuyentaba una serpiente que amenazaba al niño.
Ocurría con frecuencia que hombres, lo mismo jóvenes que ancianos, se enamoraban de esa mujer de mármol y pasaban semanas y meses visitando cada día la casa de baños para adorarla con mudo embeleso.
De similar y casi inaccesible hermosura era esta muchacha morena que Ibn Ammar había comprado al comerciante franco.
Ibn Ammar aún no la había tocado. La había reservado para este día, que debía ser un día de perfecta armonía. Había esperado hasta este día.
Desde un principio había sabido que no se quedaría mucho tiempo en Silves. Ningún paraíso terrenal es eterno. Había sido demasiado hermoso. Una región tranquila y pacífica, apartada de todos los conflictos y guerras. Campesinos amigables que, llenos de orgullo, le llevaban sus melones más grandes al palacio del gobernador: frutas tan grandes que un campesino no podía llevar más de cuatro a la espalda. Aplicados viñadores que prensaban un vino suave y aterciopelado, que calentaba el corazón. Pescadores arrojados que conducían sus diminutas barcas a través de la rompiente, en busca del atún. Una tierra bendecida por la mano de Dios, tan pobre que no daba pasto a la envidia, pero lo bastante rica para que cualquier campesino pudiera tener un asno.
El día anterior, dos horas antes de la puesta de sol, había llegado extenuado un correo rápido con una carta que llevaba el sello de al-Mutamid. La carta seguía cerrada junto a Ibn Ammar. Ya sabía lo que decía. Había mandado llamar a su secretario particular y le había hecho anular todas las obligaciones del día siguiente: la habitual audiencia matutina en el madjlis, la entrevista con el muhtasib y el director de la cámara de finanzas, la vista judicial acordada con el qadi. Había pasado la noche solo, mandando antes de acostarse que su cantante favorita lo despertara al amanecer con una canción. De mañana había paseado por el parque y había hablado con el jardinero sobre la posibilidad de plantar una pequeña algaba de naranjos.
Tras la salida del sol había dado un paseo a caballo, escoltado sólo por dos guardias, a los que había pedido que permanecieran apartados para no perturbar su soledad. Había cabalgado hacia el sur, hasta ver el mar. El «Mar de las Tinieblas», como lo llamaban los geógrafos porque estaba sumido en la oscuridad cuando el sol se encontraba sobre la parte habitada del globo terráqueo; el «Mar Verde», como decía la gente de la costa, que lo veía cada día.
Se había sentado a la sombra de un árbol para contemplar el mar, la mirada dirigida hacia el suroeste, donde, más allá del horizonte, debían encontrarse las legendarias Islas de los Bienaventurados, que constituían el extremo más occidental del mundo habitado. Y tras ellas, hasta las lejanas costas de la India y China no había nada más que mar, el mar infinito, solitario e intacto desde la salida del sol hasta el ocaso.
Las Islas de los Bienaventurados.
¿Había puesto Dios la felicidad máxima en el borde del mundo?
Cuando era joven, Ibn Ammar había oído una vez a un viejo hombre de mar que afirmaba haber estado en esas islas. Él y otros siete aventureros habían partido de Lisboa hacia el oeste, con la intención de cruzar el gran océano. Tras once días de viaje los había abandonado el valor, y habían virado hacia el sur. Al cabo de otros doce días habían llegado a una isla en la que pastaban enormes rebaños de ovejas, sin que pudiera verse a ningún pastor. Luego habían navegado otros doce días hacia el sur y, finalmente, habían vuelto a hallar tierra. Precisamente esas islas afortunadas. Allí se habían encontrado con hombres muy altos de cabello liso y rojo, cuyas mujeres poseían una extraordinaria belleza. Aquellos hombres los habían tomado prisioneros, pero tratándolos amistosamente, y unas semanas después los habían subido en un barco y, tras un viaje de tres días, los habían dejado con los ojos vendados en las costas africanas. Desde allí habían tardado dos meses en volver por tierra a Lisboa.
Si era cierto que Dios había bendecido esas islas con una gran felicidad, entonces debía de haber hecho el camino hasta ellas muy largo y penoso.
¿Quizá la muchacha morena procedía de una de las islas?
Tras regresar de su escapada, disfrutar de una buena comida en compañía de estupendos amigos y de un sueño reparador acunado por la suave música de laúd, Ibn Ammar, al caer la tarde, había mandado llevar a la muchacha a los jardines del palacio, adornada y maquillada como a él le gustaba, envuelta en seda azul, y los cabellos entretejidos artísticamente con sartas de coral.
Él la había desnudado y se había deleitado con su belleza, con el juego de luz y sombras sobre su piel, y le había arrebatado la virginidad con experta ternura.
Pero no había sido el placer perfecto que había esperado. Ella había tolerado sus abrazos con lánguida resignación y había soportado sus caricias con indiferencia. Él se había sentido al mismo tiempo desilusionado y avergonzado. Quizá habría sido mejor prepararla para esa tarde. Quizá había sido su silencio el que había impedido a la muchacha compartir su sentimiento. Quizá era tan sólo que había esperado demasiado tiempo.
El tiempo que Ibn Ammar había querido revivir estaba ya muy lejano. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que él y el príncipe llegaran por primera vez a Silves? ¿Cuánto, desde que jugaron sus alegres juegos en ese encantador jardín del palacio del gobernador? ¿Catorce años? ¿Quince? Despreocupados días de juventud, dorados por el resplandor del recuerdo. ¿No hacían que cualquier otra cosa palideciera ante ellos?
Le cruzó la mente aquel poema que al-Mutamid le había entregado al despedirse, en Sevilla, y que reflejaba tan bien el ánimo de aquellos días: la ligereza, el desenfreno, el entusiasmo de su juventud:
Saluda a mi Silves, Abú Bakr, y pregúntale
si aún recuerda nuestros días juveniles,
y dile también que es cada vez mayor mi nostalgia
por el palacio, el castillo de ash-Sharadjib,
el Patio de los Leones, las estatuillas de mármol
del parque, los tranquilos lugares de ensueño
donde, bajo la fresca sombra de las palmeras,
tomábamos muchachas como gacelas,
de piel blanca y piel morena, flexibles como mimbres al bailar;
donde la mirada de alguna de ellas nos hería más que espadas y lanzas.
Cuántas horas pasé allí, en el parque,
junto a la cascada, en tibias noches de primavera,
con una muchacha cuyos ojos hacían palidecer hasta a la luna llena,
que me emborrachaba con su ternura y sus besos
mucho más que con el vino que me daba.
Ella tocaba el laúd, eso nunca lo he olvidado.
Dejaba caer su ropa como hojas en otoño.
Era como un capullo que se abre, hermosa entre todas.
La bandera de nubes del cielo se había teñido de negro. Sólo en el borde inferior, pegado casi al horizonte, tenía aún un ribete rojo. La muchacha seguía sentada junto al estanque de mármol, con los pies metidos en el agua. Un destello opaco reposaba sobre su piel, el resplandor de la última luz del sol.
Ibn Ammar la llamó. Ella se levantó de un brinco y se dirigió hacia él bajo el techo de plátanos, con pies ligeros y caderas cimbreantes. Las plantas desnudas de sus pies no hacían ningún ruido al andar.
¿No bastaba con su belleza? ¿Dios le habría dado también pasión, inteligencia y todo tipo de artes y dones femeninos?
Ibn Ammar recordó una historia que le habían contado sobre al-Mutassim, el señor de Almería. El príncipe había encargado a su arquitecto el proyecto de un palacio que debía poseer una belleza perfecta. El arquitecto mandó comprar los terrenos necesarios para la obra y consiguió adquirirlos todos a excepción de uno, en el que había un orfanato. El príncipe tenía el poder de demoler el orfanato, pero antes de dar la orden pidió consejo a un shaik considerado hombre sabio. El shaik le dijo:
– Tienes que elegir entre agradar a gente de buen gusto o agradar a Dios.
Así, al-Mutassim dejó el orfanato donde estaba, y su palacio tuvo un acodo que rompía ostensiblemente la simetría del conjunto. Ya no era una obra perfecta, como había deseado el príncipe. Pero cuando algún visitante se lo decía, al-Mutassim solía responder:
– Al principio no me sentía muy satisfecho, pero ahora debo decir que en todo mi palacio no hay nada que me guste más que esa pequeña imperfección.
Ibn Ammar hizo una señal a la muchacha y ella se acostó obedientemente a su lado. Ibn Ammar volvió a tomarla y la despidió regalándole la pulsera de oro que había preparado para esa primera tarde.
El día había terminado. Los hermosos días en Silves habían terminado, e Ibn Ammar sabía que habían terminado para siempre. Él no estaba hecho para la sosegada felicidad, para la paz paradisíaca de una pequeña ciudad de los confines del mundo. No volvería a Silves nunca más. Se llevaría consigo a la muchacha para que ella le recordara la región a orillas del Mar Verde y el palacio sobre la ciudad y el perfume de las rosaledas. Al contemplar su belleza disfrutaría con la certeza de saber que no había nada que añorar.
Volvió al palacio atravesando el parque, envuelto ya en la oscuridad de la noche, y se dirigió al pequeño baño que había mandado construir para la muchacha, que ahora se disponía a usar él solo. Disfrutó del baño de vapor y los masajes, se hizo cortar el pelo y se puso un traje nuevo. Sólo más tarde, en el cenador de la torre este del palacio, que se levantaba sobre el parque, cogió la carta que le había enviado al-Mutamid.
La carta contenía unas pocas líneas escritas de puño y letra por el príncipe, y sin las habituales florituras retóricas de la secretaría de la corte:
Oh, Abú Bakr, amigo y hermano,
contemplo las nubes lleno de nostalgia,
y mi mirada se pierde en el oeste.
Me gustaría tener alas para seguirla,
pero penosas obligaciones me retienen aquí.
¿Qué me queda sino llamarte?
Te ruego, te suplico:
date prisa, amigo mío, la grandeza nos espera;
necesito tu consejo y tu proximidad.
Debajo, la rocambolesca firma de al-Mutamid, que ya había practicado desde muy joven.
Era la noticia que Ibn Ammar había esperado. La llamada a la corte de Sevilla. Una carta característica del joven príncipe: no era una orden, sino un deseo sentimental que, sin embargo, tenía que cumplirse de inmediato.
Ibn Ammar mandó hacer los preparativos necesarios esa misma noche, para poder partir a primera hora de la mañana con una pequeña escolta. Eligió el camino terrestre, pues el viaje por mar tardaba demasiado. Al-Mutamid era generoso como ningún otro príncipe de Andalucía, pero también era impaciente como un niño. No se le podía hacer esperar.
Sevilla
Tres millas antes de la ciudad Ibn Ammar se encontró con que tenían preparado para él un caballo morcillo de la más pura raza, ricamente ensillado y embridado. Cuando llegó al río y lo cruzó en la galera dorada del príncipe, lo vistieron con un traje de honor de primera clase. En la orilla opuesta lo esperaba la gran banda de música con los atabales, para acompañarlo al al-Qasr. Seis askari negros con armadura de desfile asumieron su escolta. Una cantante persa entonó como saludo una canción compuesta por ella misma especialmente para esa ocasión. Durante todo ese día, le llevaron un regalo cada hora, hasta que, al atardecer, el príncipe mismo lo acompañó al amplio palacio de la ciudad que había mandado preparar para él. Parecía como si al-Mutamid quisiera superar incluso la grandiosa recepción que le había dado cuando regresó de su destierro.
La alegría del príncipe por el reencuentro era tan grande que, rompiendo el protocolo, abrazó a Ibn Ammar como a un hermano ante los ojos de todos. Habían acordado que cuando se trataran en público observarían los preceptos del ceremonial cortesano, incluido el tratamiento formal que correspondía al príncipe. El propio Ibn Ammar había insistido en ello y, tras una larga charla, había conseguido convencer a al-Mutamid de que su amistad debía posponerse a la dignidad de la posición del monarca. A Ibn Ammar no le costaba trabajo emplear perfectamente el larguísimo título del príncipe, pero ese día a al-Mutamid le resultaba ostensiblemente difícil mantener la fría reserva que se esperaba de él. Corroído por la impaciencia, abrevió la ceremonia de recepción, despidió a los invitados antes aún de que cayera la noche y se retiró con Ibn Ammar a una habitación de una de las torres del palacio de al-Muharram.
Ibn Ammar estaba conmovido por el afecto y generosidad de al-Mutamid, que no parecían conocer limites, pero también estaba intranquilo. Ya desde los despreocupados días de juventud, su amistad había padecido por el desequilibrio existente entre sus respectivos orígenes: el poeta pobre procedente de una familia insignificante y el joven dorado de casa principesca. Al-Mutamid nunca había querido reconocer esa diferencia, y siempre había hecho todo lo posible por tratar a Ibn Ammar como a uno de su misma posición. Pero nunca se había cerrado el abismo que existía entre ellos. Éste se mostraba tanto en las exageradas manifestaciones de amistad del príncipe como en la obligada reserva que se imponía Ibn Ammar para no someter esa amistad a un peso demasiado grande.
Jamás había olvidado aquella noche en Silves, en la que había aprovechado el desmesurado afecto de al-Mutamid para que éste le concediera un favor prohibido. Una bailarina le había insinuado su simpatía, e Ibn Ammar se había enamorado de ella a pesar de que el príncipe se había reservado la muchacha para si mismo. Al-Mutamid tenía a la sazón diecisiete años, y sus juramentos de amistad nunca habían sonado más sinceros que en aquella época; pero cuando Ibn Ammar le pidió a la muchacha, al-Mutamid tuvo un ataque de celos, se emborrachó de cólera y, en su embriaguez, llamó a los guardias y al verdugo. Sólo cuando el verdugo ya había colocado en el suelo el cuero para recibir la sangre, al-Mutamid volvió en sí y, sollozando de arrepentimiento, pidió perdón a Ibn Ammar y lo cubrió de regalos en un intento de relegar el incidente al olvido. Pero varias semanas después Ibn Ammar seguía despertando a medianoche bañado en sudor, sobresaltado por violentas pesadillas en las que el príncipe levantaba con sus propias manos la espada del verdugo. La amistad entre zorro y león nunca es del todo segura para el zorro, y esto había vuelto a mostrarse el día en que Ibn Ammar llegó de Silves. La recepción había sido tan desproporcionadamente pomposa, que sobrepasaba los limites del afecto natural para caer en una propensión exagerada.
Entre los invitados había faltado Ibn Zaydun. En los informes secretos sobre la corte que Ibn Ammar había recibido en Silves no se había hablado nunca de desavenencias entre el príncipe y el hadjib. Sólo poco antes de la recepción en el al-Qasr, Ibn Ammar se enteró de que Ibn Zaydun estaba en Córdoba desde hacía unos días. ¿Acaso el hadjib había emprendido ese viaje para no tener que asistir a la recepción? ¿O el príncipe lo había enviado a Córdoba para desembarazarse de él? ¿O había planes para firmar una alianza?
Al-Mutamid no tardó en sacar a Ibn Ammar de su ignorancia.
– ¿Sospechas por qué te he mandado venir? -preguntó apenas se quedaron solos, sentados el uno frente al otro. El mismo respondió-: Abdalmalik ibn Djahwar de Córdoba nos ha pedido ayuda.
– ¿Contra su hermano? -preguntó Ibn Ammar.
– No, contra al-Ma'mún de Toledo -respondió al-Mutamid con ansiosa lentitud, como si quisiera saborear la sorpresa que depararía a su amigo la noticia.
Era una sorpresa para la que Ibn Ammar no estaba preparado, una noticia que abría perspectivas insospechadas.
– ¿Al-Ma'mún piensa atacar Córdoba? -preguntó.
– Eso afirma Abdalmalik.
– ¿Y sus informes son de confianza?
– Nosotros estamos convencidos de que lo son.
Ibn Ammar no estaba seguro de si ese «nosotros» incluía también al hadjib.
– ¿Hay noticias fidedignas del propio Toledo? -preguntó.
– Aún no -dijo al-Mutamid-. Pero hay mensajeros en camino. -A modo de pregunta, añadió-: Pero ¿importa algo que recibamos una confirmación de Toledo?
– No -dijo Ibn Ammar tras reflexionar brevemente-. En el fondo, no.
Ibn Ammar conocía bastante bien las circunstancias de Córdoba como para poder formarse un primer juicio. Abulwalid ibn Djahwar, el antiguo y grande qadi, que había asumido el gobierno de Córdoba tras los desórdenes intestinos, había dimitido de su cargo hacía seis años debido a una enfermedad crónica, dejando los asuntos oficiales en manos de sus dos hijos. Abderrahmán, el mayor, se había convertido así en la cabeza de la administración civil, mientras que Abdalmalik había asumido la conducción del ejército. Pero esta división del poder gubernativo no había durado mucho, pues poco tiempo después Abdalmalik había destituido a su hermano. Sin embargo, no lo había expulsado por completo de la ciudad, pues su padre seguía con vida y, además, Abderrahmán contaba con el apoyo de una importante fracción de la nobleza de la ciudad, que veía con gran desconfianza las ansias de poder de Abdalmalik. Hacía poco, el nuevo amo de la ciudad había dejado ver su pretensión de subir al trono, al hacerse incluir en la oración del viernes bajo el título de «Soberano por la Gracia de Dios», lo cual jamás se le había pasado por la mente al viejo qadi. Casi se produce un levantamiento en la ciudad.
– ¿Abdalmalik necesita tu ayuda sólo contra Toledo, o también contra los enemigos que tiene en la ciudad? -preguntó Ibn Ammar.
– Oficialmente, se trata tan sólo de un pacto de ayuda mutua en caso de ataque -dijo al-Mutamid sonriendo.
Ibn Ammar le devolvió la sonrisa.
– Al-Ma'mún no se atrevería a atacar Córdoba si no contara con aliados dentro de la misma ciudad -dijo Ibn Ammar-. ¿Quién? ¿Abderrahmán, el hermano?
– ¿Tú qué crees? -preguntó a su vez al-Mutamid.
Ibn Ammar se levantó y caminó hacia una de las estrechas puertas flanqueadas por delgadas columnas que conducían a la galería de la torre.
– En Córdoba hay muchas grandes familias que podrían elevar las mismas pretensiones al trono que los Banu Djahwar -dijo en tono pensativo-. Probablemente preferirían a un príncipe que tiene su sede muy lejos de allí, en Toledo, que a uno de ellos mismos, que tendría que privarlos de poder para encumbrarse. -Se volvió hacia al-Mutamid-. ¿En quién puede apoyarse Abdalmalik? ¿Todas las grandes familias están contra él?
– La mayoría -contestó al-Mutamid-. Pero tiene a su lado al bazar y a la gente de la calle.
– La gente de la calle siempre está a favor del que más promete, y los comerciantes del bazar siempre están del lado del gobernante si éste es lo bastante fuerte para mantener el orden y la tranquilidad, y si los negocios les van bien -dijo Ibn Ammar-. La cuestión es si Abdalmalik es lo bastante fuerte.
– Ibn Zaydun lo averiguará. Para eso lo he enviado a Córdoba -dijo al-Mutamid con una pizca de consciente dignidad.
– ¿Qué opina el hadjib del pacto de ayuda? -preguntó Ibn Ammar, mirando hacia la noche.
– ¿Por qué te interesa su opinión? -replicó el príncipe tras una incomoda pausa.
– Es cordobés, hijo de una de las grandes familias de Córdoba. No hay nadie que conozca mejor que él esa ciudad -dijo Ibn Ammar, todavía de espaldas al príncipe.
– Ibn Zaydun no iba a Córdoba desde hacía veinte años -replicó al-Mutamid de mala gana. A continuación, con impaciencia apenas reprimida, preguntó-: Yo quiero saber qué opinas tú, Abú Bakr.
Ibn Ammar se dio la vuelta y lo miró, radiante.
– ¡Y tú me lo preguntas! -dijo en un rapto de sincero entusiasmo-. Oh, Muhammad, lo sabes muy bien. No habrías podido sorprenderme con una noticia mejor. Es la oportunidad que esperaba el padre de tu padre, que Dios lo tenga en su paraíso. Serás tú el que haga realidad sus esperanzas. ¡Conseguirás lo que a tu padre siempre le estuvo vedado!
Dio un par de pasos hacia el príncipe, como si el entusiasmo lo empujara hacia él. Deliberadamente había mencionado primero al abuelo, para empequeñecer el papel del padre, aunque sabía que había sido este último quien había abierto el camino hacia Córdoba. Sólo su dinero había hecho posible que Abdalmalik se hiciera con el poder. Pero al príncipe no le gustaba ser comparado con su padre, mientras que, por el contrario, idolatraba a su abuelo.
Al-Mutamid se levantó de un salto y abrazó a Ibn Ammar con impetuosa alegría.
– ¡Lo sabía! -gritó-. ¡Oh, Abú Bakr, lo sabía!
Más tarde, estaban de pie el uno al lado del otro apoyados en el pretil de la torre, contemplando el río que, más allá del parque, brillaba entre las copas de las palmeras.
– Es el mismo río, aquí y allí -dijo Ibn Ammar.
– El mismo río -repitió al-Mutamid, sumido en sus pensamientos-. Pero allí es más caliente. Dicen que allí los veranos son más calurosos.
– A mí no me lo pareció -respondió Ibn Ammar-. Hay mucha agua, burbujeantes arroyos en todos los jardines, agua fresca, clara, que viene de las montañas.
– ¿Conoces el palacio de az-Zahra? -preguntó al-Mutamid.
– He estado allí muchas veces -dijo Ibn Ammar-. Los bereberes que lo saquearon hicieron su trabajo a conciencia. Arrancaron todo lo que podía darles dinero. Pero algunos salones todavía se conservan, y hasta las ruinas son de una belleza incomparable. Los arroyos siguen corriendo por los parques. A veces, los días festivos en que hace buen tiempo, media Córdoba se reúne allí. Llevan la comida en cestos y se sientan bajo las palmeras. Y hay música en cada rincón.
– Podría reconstruirse el palacio -dijo al-Mutamid, lleno de ilusiones.
Una suave brisa empezó a soplar del sur, arrastrando consigo el aroma salado del mar.
– ¿Hueles el mar? -preguntó Ibn Ammar. No podía dejar que el príncipe jugara con tanta ligereza con esa idea de Córdoba. AI-Mutamid era demasiado hablador y demasiado dado a sumirse en fantásticos sueños sobre el futuro. Ibn Ammar tenía que hacerle poner los pies sobre la tierra. Pero primero debía aclararse él mismo. Las perspectivas que se abrían a Sevilla con la oferta de alianza hecha por Abdalmalik podían avivar la imaginación hasta del espíritu más sensato.
Córdoba era un objetivo que bien valía cualquier riesgo. Córdoba, la gigantesca ciudad llena de vida, llena de inquieta erudición, la capital del antiguo califato, ante la cual hasta Sevilla palidecía. El centro de Andalucía. Quien gobernaba Córdoba tenía derecho a todo el reino. Al-Mutamid como sucesor de los califas Omeyas, como un nuevo al-Mansur que volvería a unir Andalucía y sometería a los españoles y a los francos escudados al norte, detrás de sus montañas. ¿Podía el joven príncipe de Sevilla hacer realidad ese sueño? ¿Era él el hombre adecuado para esa tarea.
¡Oh, Andalucía!, pensaba Ibn Ammar, mi bella Andalucía. Y entonces recordó una fábula que le contó en Silves su antiguo profesor:
«Cuando Dios separó lo seco de lo húmedo y creó la tierra, Andalucía le pidió un cielo siempre azul.
»Dios cumplió el deseo.
»Andalucía pidió un mar azul, frutas dulces, mujeres hermosas.
»Dios se lo concedió todo.
»-¿Y un buen gobierno? -pidió Andalucía.
»-No -dijo Dios-. Eso sería demasiado. Conténtate con ser un paraíso terrenal».
Pero, ¿por qué Dios no iba a apiadarse del país más hermoso que había creado? ¿Por qué iba a entregárselo a esos bárbaros del norte? Quizá al-Mutamid no tenía la talla de un gran soberano, quizá era demasiado blando, demasiado indeciso, demasiado romántico. Pero sus súbditos lo amaban, y su padre le había dejado las arcas llenas y un reino bien ordenado. Además, ¿por qué no iba a crecerse conforme se le fueran planteando nuevas tareas? Córdoba podía ser un buen inicio, un toque de atabales que toda Andalucía escucharía con atención. Había que dar una señal, responder al ataque de al-Ma'mún con tal poder que no quedaran dudas sobre las pretensiones de dominio y la superioridad del reino de Sevilla.
Como de costumbre, el príncipe de Toledo reforzaría su ejército con mercenarios. Había que oponerle un ejército superior. Las tropas de al-Mutamid no eran suficientes. Había que reclutar jinetes del Magreb para reforzar las unidades bereberes, y, como contrapeso a éstos, había que reclutar también mercenarios españoles. Podía reclutárselos en Galicia o, mejor aún, acudirse a Sisnando ibn David y a los otros condes del norte del Mondego, con quienes el padre de al-Mutamid ya había mantenido buenas relaciones. El príncipe tenía que salir de esta primera campaña como brillante vencedor. Había que enviar mensajeros a Ceuta y Coimbra cuanto antes, a la mañana siguiente de ser posible.
Ibn Ammar, aunque con cauta reserva, empezó a adherirse a los planes del príncipe.
Yunus recibió la invitación durante una sesión matutina del Consejo de Ancianos. Ibn Eh también fue invitado. Isaak ibn al-Balia los llevó a un lado al terminar la sesión y les comunicó que Ibn Ammar, el excelentísimo visir del príncipe, había preguntado por ellos dando muestras de la mejor voluntad y esperaba recibirlos en una audiencia privada. Al-Balia ladeó la cabeza y sonrió a Yunus con aquella expresión de segura superioridad que en él era muestra de afecto. Estaba informado de todo. Lo sabía todo sobre todos.
Al-Balia había realizado un fabuloso ascenso. Por recomendación de Ibn Ammar, el príncipe lo había nombrado astrólogo de la corte y tras dos predicciones que se cumplieron con sorprendente rapidez, lo había encumbrado a la posición de nagib de todas las comunidades judías del reino de Sevilla. Gozaba de la confianza del príncipe en una medida nunca antes alcanzada por ningún otro judío.
– El visir ha insinuado en mi presencia la propuesta que quiere haceros en esa audiencia -dijo al-Balia, sin darle mayor importancia-. Supongo que espera que os ponga al corriente.
Yunus asintió torpemente. Desde que al-Balia fuera nombrado nasí, Yunus siempre se sentía extrañamente cohibido en presencia de éste. Lo que le molestaba no era el alto cargo que ostentaba ahora el rabino, ni la arrogancia con que lo llevaba, pues ante Yunus e Ibn Eh siempre mostraba la mayor deferencia, sin olvidar en ningún momento que fueron ellos quienes lo presentaron a Ibn Ammar; lo que molestaba a Yunus era la desfachatez con que al-Balia pretendía, incluso en privado, tomarse como algo serio y científico los embustes astrológicos con los que se había granjeado el favor del príncipe, a pesar de que Yunus sabía muy bien que antes al-Balia había rechazado la astrología como cualquier persona razonable. Un simple guiño de ojos habría bastado, pero el nasí ya no se permitía tales gestos.
– El visir está jugando con la idea de donar un hospital para dar gracias a Dios por su encumbramiento -continuó al-Balia-. Un pequeño gesto para agradar a los ortodoxos. Quiere comprar el viejo funduq de la puerta de los tintoreros y restaurarlo. No será un gran hospital, para no ofender al hadjib; sólo una modesta institución piadosa para la gente que no puede permitirse llamar a un buen médico -miró a Yunus a los ojos-. Supongo que el visir te encargará la dirección de ese hospital.
Yunus sacudió la cabeza, malhumorado.
– ¡No es una buena idea! -dijo-. ¡En qué está pensando! ¡Hacer una donación piadosa y confiársela a un judío!
– Supongo que se siente en deuda contigo -dijo al-Balia, encogiéndose de hombros-. Quiere mostrarte su agradecimiento.
– ¡Sacará de sus casillas a todos los musulmanes! -dijo Yunus.
– ¿Tú qué le recomendarías?
– Que nombre director a un musulmán.
– ¿Conoces a algún médico musulmán que puedas proponer para el cargo?
– ¿Con cuántos médicos quiere dotar al hospital? -preguntó Yunus después de mencionar dos nombres.
– Con tres o cuatro, por lo que yo sé -dijo al-Balia.
– ¿Por qué no un musulmán, un judío y un cristiano? -propuso Ibn Eh.
Al-Balia no le hizo caso. Seguía mirando a Yunus, que caminaba de un lado a otro con creciente nerviosismo.
– Si el visir te lo pide, ¿estarías dispuesto a trabajar en ese hospital a las órdenes de un médico musulmán? -preguntó al-Balia-. El puesto está bien pagado… ¡Un gran honor!
Yunus se volvió hacia el rabino.
– ¿No basta con que me haya incluido en la lista de médicos de la corte? ¿No tengo ninguna posibilidad de escapar de ese honor?
– También sería un honor para nuestra comunidad -dijo al-Balia, inflexible-. Ibn Ammar es el hombre de mañana. Es demasiado listo como para desbancar al hadjib, pero pronto lo sucederá en el cargo. Ibn Zaydun es viejo, y su salud no es la mejor. No puedes rechazar un gesto noble del futuro hadjib sin tener una razón de peso.
– ¿Por qué yo, Isaak? Soy un anciano que trata a pacientes ancianos que dependen de mi. ¿Por qué no otro médico judío?
– Ibn Ammar quiere honrarte a ti, Yunus. Si fuera a otro, habría donado una mezquita o una casa de baños.
– ¿Por qué no Zacarías? -dijo Ibn Eh con obligado celo.
– ¡Sí! ¿Por qué no Zacarías? -aprobó Yunus, esperanzado-. Es buen médico, llegará a ser mejor que yo, reúne todas las condiciones…
– Si, Yunus. Si fuera tu hijo -lo interrumpió al-Balia, impaciente.
– Para mi es como un hijo, es mi asistente desde hace casi diez años, entra y sale de mi casa como si fuera mi propio hijo.
– ¡Pero no es tu hijo! -dijo al-Balia, poniendo énfasis en cada palabra.
Se quedaron un momento en silencio. Luego, Yunus dijo en voz baja:
– Pronto será mi yerno. -Al detectar la mirada sonriente de al-Balia, añadió con la cabeza gacha-: Os ruego que guardéis silencio sobre esto. De momento es sólo un deseo que llevo dentro.
En un primer momento, Yunus sintió vergüenza por haber revelado el secreto antes de tiempo, pero pronto recobró la calma. No había nadie en la comunidad que esperara algo distinto a que Karima se casara con Zacarías: la hija adoptiva con el joven al que Yunus había convertido en médico, que era su ayudante en el consultorio y que un día sería su sucesor. Yunus esperaba esa unión desde hacía años, sin haber pensado mucho en ella. Cuando Zacarías regresó de Bagdad, Yunus observó con callada complacencia que el joven no había hecho nada por intentar conseguir otra mujer. Y como ese año Karima había cumplido catorce, Yunus había decidido, sin pensarlo demasiado, dar su bendición a ambos. Estaba convencido de que eran el uno para el otro, y la vieja Dada compartía su opinión. Además, sabía que Zacarías estaba esperando con impaciencia que él le dijera algo, aunque en un primer momento no había estado completamente seguro de si Karima respondería al afecto de Zacarías.
Sin embargo, cuatro semanas atrás los dos jóvenes se habían encontrado en el consultorio, y desde entonces Yunus había tomado la firme decisión de casarlos.
Yunus había tenido que mandar en busca de Karima para que lo ayudara en un caso extremadamente complicado. Un fabricante de clavos de Taryana, musulmán ortodoxo, le traía pruebas de sangre de su mujer desde hacía semanas, exigiendo un diagnóstico sin la presencia de la paciente, pues no quería dejar que su mujer fuera examinada por médico alguno, ni siquiera por una asistenta. A partir de la orina y de la descripción hecha por el musulmán, Yunus había llegado a la conclusión de que la mujer padecía hidropesía. No obstante, la paciente creía que estaba encinta, y esto había hecho dudar a Yunus, pues había dado a luz seis hijos y, sin duda, conocía muy bien los síntomas de un embarazo. Al empeorar el estado de la mujer, su esposo había accedido por fin a llevarla al consultorio, pero con la condición de que la examinara una muchacha.
Karima la había examinado en la sala de operaciones, y había excluido rápidamente la posibilidad de un embarazo. Luego había descubierto que el diagnóstico de hidropesía tampoco concordaba con los síntomas, y que la mujer padecía una enfermedad del útero, muy fácil de confundir con un embarazo.
Durante el examen, Yunus había cedido la palabra casi por completo a Zacarías, y se había dedicado a escuchar a ambos jóvenes, que intercambiaban preguntas y respuestas precisas a través de las cortinas cerradas de la puerta, mostrando una gran compenetración. Sobre todo lo había sorprendido Karima. A los doce años había empezado a interesarse por el trabajo de Yunus, y pronto ese interés había aumentado tanto que Yunus había tenido que darle pequeñas lecciones y familiarizarla con algunos sencillos preceptos médicos. Desde entonces, Karima lo había acompañado muchas veces al consultorio, pero ese día Yunus había descubierto que la muchacha sabía más de lo que él le había enseñado. Debía de haber leído secretamente algunos libros de su biblioteca.
Yunus se había sentido tan orgulloso como sólo puede sentirse el padre de una muchacha hermosa e inteligente.
– Si Zacarías se convierte en tu yerno, nada impide que lo propongas en tu lugar -dijo al-Balia con una mirada de aprobación-. El deseo que tiene el visir de honrarte quedará satisfecho. La comunidad también tendrá su parte. Y el visir puede estarnos agradecido por haberle evitado dar un paso en la dirección equivocada.
Parecía sumamente satisfecho. De pronto Yunus tenía la sensación de que, sin que ellos se dieran cuenta de nada, el nasí había intentado desde un principio conducirlos hacia esa solución.
La audiencia con Ibn Ammar confirmó las sospechas de Yunus. Al-Balia manejaba todos los hilos y, sin que el visir lo notara y con fina diplomacia, llevó también a Ibn Ammar a aceptar todas sus propuestas.
Al comienzo, Yunus se sintió dolido, pero luego se impuso su alegría. Se alegraba por Zacarías. En el camino de regreso, se propuso comunicar sus planes a Karima esa misma noche y pedirle su aprobación. Intentó ordenar las palabras con que se lo diría. Pero cuando llegó a casa y Karima salió corriendo hacia él por el patio, lo abrazó y lo acompañó al madjlis, donde le tenía preparada una pequeña merienda, Yunus volvió a posponer el asunto.
Esa noche escribió en su diario:
Dios sabe que soy un padre egoísta. Ella tiene catorce años y está muy desarrollada para su edad; hace mucho que debería haber empezado los preparativos para la boda. Pero en cuanto está conmigo empieza a dolerme el corazón y contemplo con temor el día en que tenga que marcharse de mi casa. Estaré muy solo sin ella. Quería decírselo en la fiesta del Pésaj, quería decírselo hoy. Que Dios me perdone si espero un par de semanas más. Sólo un breve retraso. Sólo hasta Shavuot.
Etan ibn Eh me acompañó casi hasta casa. Durante la recepción sostuvo una larga conversación privada con Ibn Ammar. Se va de viaje a Coimbra. «También por negocios», según dijo. Eso significa que viaja por encargo de Ibn Ammar. Que Dios lo proteja.
Creo que pospondremos la boda hasta su regreso.
La avanzada, que se había mantenido a la vista durante toda el viaje, se detuvo de pronto, como si el camino estuviera obstruido por un obstáculo inesperado. Los hombres del grueso de la tropa se sobresaltaron, y como ningún jinete de la avanzada regresaba para comunicar lo que sucedía, como solía hacerse, los que iban en la vanguardia del grueso de la tropa echaron a galopar cada vez más deprisa, arrastrando a los que venían detrás, hasta que finalmente llegaron a toda rienda en un solo y largo grupo al lugar donde la avanzada se había detenido.
Sólo Lope e Ibn Eh conservaron la calma, dejando que sus caballos siguieran avanzando a paso lento. Sabían qué era lo que había detenido a la avanzada. Conocían aquel punto del camino en el que se ofrecía por primera vez a los viajeros procedentes del norte el paisaje del valle del Guadalquivir y la gran ciudad de casas blancas y resplandecientes. Cuando se unieron al grupo, la mayoría de los hombres habían desmontado para contemplar la ciudad desde el borde del camino, protegiéndose los ojos del sol con las manos.
– ¿Sevilla? -preguntaron los hombres con respetuosa admiración-. ¿Eso es Sevilla?
– ¡Sí, eso es Sevilla!
Faltaba poco para la medianoche. Habían partido de Guarda hacía once días. Sólo once días habían tardado en cubrir el largo trecho cabalgando a marcha forzada y casi sin pausa, ocho, nueve horas al día. Habían atravesado el reino del príncipe de Badajoz como un negro espectro, trescientos jinetes con caballos de reemplazo y asnos cargados con las armas. Habían cabalgado a tal velocidad que los jinetes moros que debían haber advertido de su presencia a los campesinos casi no habían podido seguirlos. No habían sido importunados en ningún punto del recorrido, aunque en Mérida, el emir había puesto en alerta a su guardia cuando cruzaron el enorme puente de piedra del Guadiana.
Se habían reunido en las afueras de Alcántara. Tropas de Braganza, Portocale, Coimbra, Guarda. Ibn Eh había ofrecido buenas cantidades de dinero a los condes, y éstos se habían apresurado en reunir a los hombres de los que podían prescindir. La oferta de Sevilla había llegado en el mejor momento, pues los condes necesitaban mucho dinero para la inminente lucha contra don García, el rey.
El conde había nombrado comandante de la tropa de Guarda al castellán de Sabugal. Lope habría tenido que quedarse en el castillo con el hijo del conde, pero éste decidió lo contrario al enterarse de que el joven conocía al emisario del príncipe de Sevilla e incluso a uno de sus visires. El conde había mantenido una larga charla con Lope, en la que le había encargado que transmitiera un mensaje al visir, y le había entregado dos de sus mejores caballos para que los llevara como regalo para el príncipe.
– Diles que estamos dispuestos a cerrar cualquier pacto contra ese bastardo de Galicia. Diles que siempre hemos respetado nuestros tratados con los reyes moros. Diles que a ellos también les conviene que detengamos a ese bastardo del otro lado del Miño. ¡Díselo!
Cuando llegaron al fondo del valle fueron recibidos por una división de caballería mora y llevados a un amplio cortijo, en el que les habían preparado alojamiento. Nada más desmontar, el jefe de los moros mandó que repartieran dinero entre ellos, dos dinares de oro para cada hombre y bolsas repletas para los comandantes. Una buena forma de recibirlos.
La tarde siguiente Lope e Ibn Eh fueron a visitar a Yunus, el hakim. Cabalgaron apenas una hora hacia el oeste, bordeando las faldas de las montañas, y giraron luego por un estrecho valle transversal. Media milla más allá, el valle se abrió y se encontraron ante una hilera de fincas blancas ocultas entre verdes jardines. Más allá, hacia el final del valle, podía verse una muralla defendida con torres, que cortaba el camino.
– ¿El palacio? -preguntó Lope. Ibn Eh le había contado que el hakim había sido nombrado médico de cabecera de uno de los hijos del príncipe, y que le habían entregado en propiedad una finca cercana a una residencia de verano que el hijo del príncipe frecuentaba con su madre.
– Sí -dijo Ibn Eh-. Y parece que la princesa está aquí.
Ante la puerta había dos centinelas. El capitán de la tropa mora había afirmado que la madre del pequeño príncipe se encontraba en su residencia de verano desde hacía dos semanas, de donde Ibn Eh dedujo que, siendo así, tendrían que buscar al hakim en su casa de campo. El hijo del príncipe contaba sólo siete años. La tarea del médico de cabecera consistía en encontrarse siempre lo bastante cerca como para poder ir a verlo en cualquier momento.
Preguntaron a una criada, y ésta les mostró el camino. La casa del hakim era la última de la hilera, la más cercana a la residencia principesca. Al acercarse oyeron voces, y cuando llamaron a la puerta, les abrió el enorme criado negro al que Lope ya había visto una vez en Sevilla, muchos años atrás.
El criado saludó alegremente, sorprendido al reconocer a Ibn Eh. Luego miró a Lope sin disimular su desconfianza y se quedó de pie bajo el umbral de la puerta, cerrando el paso.
– Tranquilo, Ammi Hassán -dijo Ibn Eh-. Es un amigo. El hakim lo conoce y se alegrará de verlo.
El criado miró hacia atrás por encima de sus hombros, indeciso, y finalmente los dejó entrar. Cuando sus caballos cruzaron el umbral, el criado dijo a Ibn Eh algo que Lope no llegó a entender. El comerciante se detuvo y, titubeando, dijo:
– En ese caso ve a la casa y avisa de nuestra llegada. Nosotros mismos nos ocuparemos de los caballos.
Lope seguía junto a la puerta. Desde allí no se veía la casa; rosales y jazmines estorbaban la vista. El establo cubierto levantado detrás de la puerta estaba vacío. Lope cerró la puerta al entrar, mientras Ibn Eh amarraba ya su caballo y el criado se alejaba retrocediendo lentamente, como si no se decidiera del todo a dejar que los invitados de su señor se ocuparan ellos mismos de sus caballos.
El criado aún no había llegado a los rosales, cuando de pronto se oyó una voz clara y, un instante después, una muchacha salió de entre los arbustos. Una muchacha envuelta en un vestido blanco como el jazmín, descalza, con la cabeza descubierta y una radiante sonrisa de alegría, que desapareció repentinamente cuando vio los caballos extraños y volvió a brillar cuando reconoció a Ibn Eh. Corrió hacia él como si quisiera abrazarlo. Su cabello subía y bajaba a cada paso, su cabello largo y rizado, negro como el ala de un cuervo sobre su vestido blanco.
– ¡Ammi Etan! ¡Ammi Etan! -gritó cogiendo a Ibn Eh de las manos y saludándolo con el precipitado júbilo del reencuentro. Su voz era como una canción.
Lope estaba detrás de su caballo. En un primer momento, ella no lo había visto. Sólo advirtió su presencia cuando Ibn Eh miró hacia él. La muchacha enmudeció y se llevó las manos a la cara en un gesto de recatado sobresalto. Cuando Lope vio sus ojos dirigidos hacia él, la reconoció: era la muchachita de Sevilla, la hija del hakim, que casi lo había sacado de sus casillas con sus curiosas preguntas infantiles. La pequeña había crecido a palmos; era más alta que Ibn Eh. Lope agachó la cabeza para no parecer descortés, pero no dejó de mirarla, y vio que ella tampoco le quitaba la mirada de encima mientras se sacaba de la manga un pañuelo que se llevó a la cabeza en un vano intento de ocultar su rebelde melena negra.
Entonces, como caída del cielo, una negra gorda llegó dando gritos a la hija del hakim, la ocultó rezongando bajo su amplio manto y se la llevó consigo a la casa. Antes de desaparecer entre los rosales, la negra tuvo tiempo de echar a Lope una fulminante mirada de reproche. Lope la había reconocido, e incluso recordado. Dada, así era como la había llamado la pequeña aquella vez. La vieja Dada.
El criado salió de su pasmo, se acercó a Lope y le quitó las riendas de las manos, e Ibn Eh le explicó con un cierto embarazo:
– El hakim todavía está en el castillo. Su hija lo estaba esperando a él; hace mucho que debería haber regresado. -Y, tirando a Lope del brazo, añadió de muy buen humor-: Dios mío, me acaba de decir que es Shavuot, Pascua. Yo ni siquiera lo recordaba.
La casa era más grande de lo que parecía desde fuera. Un edificio sencillo, pintado de blanco, colocado entre dos patios interiores. La vieja Dada recibió a los dos visitantes en la entrada. Se había calmado y los acompañó amablemente al salón, apresurándose luego a prepararles un baño. Lope e Ibn Eh la oían dar instrucciones a los criados con voz sonora y dominante.
La muchacha no estaba allí. Lope no volvió a verla hasta el anochecer, cuando se sentaron a cenar con el hakim bajo la gran palmera del patio interior.
Yunus había llegado poco antes de la puesta de sol. Con sorpresa y alegría, había dado la bienvenida a sus visitantes, abrazando fuertemente a Lope.
– Dios mío, si me hubiera topado contigo en la calle no te habría reconocido. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Te has convertido en todo un hombre. ¿Tanto tiempo ha pasado?
Cuando la vieja Dada sirvió la cena, la acompañaba la muchacha. Ahora llevaba una túnica azul y la cabeza cubierta por una faja que sólo dejaba a la vista su cara, y que ella sostenía de manera tal que también le ocultaba la boca.
– Mi hija Karima -dijo Yunus dirigiéndose a Lope. Al parecer, nadie le había dicho que se habían visto en la puerta.
Ella hizo una ligera reverencia y se sentó en el lugar que le señaló Yunus, algo apartado, fuera de la luz de la lámpara.
– Ya la habías visto antes, cuando era pequeña. ¿Lo recuerdas? -continuó Yunus.
Lope asintió cortésmente.
– No lo he olvidado -dijo.
– Aquella vez la dejaste muy impresionada -dijo Yunus, lanzando una sonriente mirada de reojo a su hija-. Varios años después me seguía preguntando por ti. El ghulam del caballero español. Oh, si, recordaba cada una de tus palabras. ¿Todavía te acuerdas, Karima?
La muchacha asintió en silencio. Lope la miraba furtivamente, pero ella mantenía la cabeza gacha, y la faja de la cabeza caía de tal modo que Lope no le veía la cara.
Durante la cena hablaron del obispo de León, en cuyo séquito Lope había llegado a Sevilla aquella vez. Hablaron de Barbastro. Hablaron también de Ibn Ammar.
– Te pedirá que te pongas a su servicio -dijo Yunus a Lope, sonriendo-. Apenas te reconozca te nombrará arif o comandante de su guardia personal o qué sé yo.
– Ya está informado -dijo Ibn Eh-. Mandé que el mensajero adelantado se lo comunicara. Supongo que ya ha mandado preparar la recepción.
– Su agradecimiento por lo ocurrido aquella vez en Barbastro no tiene límites -continuó Yunus-. Yo sólo lo cosí un poco, y Etan no hizo más que prestarle algo de dinero. Pero tú le salvaste la vida. A ti no te regalará una casa de campo sino un palacio.
– Te casará con una hija del príncipe -superó la oferta Ibn Eh, divertido. Los tres se echaron a reír.
Pero luego Yunus se sumió en una repentina seriedad y dijo, sacudiendo la cabeza:
– Por lo menos no puede nombrarte médico de la corte. -Pero con inesperada resignación, añadió-: Todos envidian mi posición, pero yo ya casi no puedo ir a mi consultorio. Me paso el tiempo buscando los dientes de leche flojos de un niño de siete años. No tengo nada que hacer, más que estar sentado en una finca demasiado grande y cobrando seis veces más de lo que recibía antes trabajando con mis pacientes. ¡Qué vida es ésta!
Observaron en silencio cómo la vieja Dada quitaba la mesa, traía agua para las manos y rellenaba las lámparas. La anciana iba y venía con paso inquieto, como una gata que quiere llevarse consigo a sus cachorros, y Lope comprendió que había llegado la hora de que la hija del hakim dejara solos a los hombres. La miró de reojo y supo de repente que ya no la volvería a ver, y esa idea le produjo una curiosa y desconocida excitación.
Empezó a sentir un odio inexplicable hacia la vieja criada, que no dejaba de revolotear alrededor de la muchacha. Lope la seguía con los ojos, como si con la mirada pudiera obligarla a abandonar el patio. Respiraba aliviado cuando la criada por fin se marchaba a la cocina, y volvía a estremecerse tan pronto como ésta regresaba.
La hija del hakim escuchaba en silencio las idas y venidas de la conversación. Tenía la cara semioculta y la cabeza gacha, con tímida reserva. Durante la cena, Lope había creído notar dos o tres veces que los ojos de la muchacha se dirigían hacia él, pero sus miradas no se habían llegado a cruzar. De pronto la conversación decayó, y Lope temió que Yunus aprovechara la pausa para despedir a su hija, y se sintió infinitamente aliviado cuando oyó decir algo a Ibn Eh, como si con ello se le hubiera concedido un plazo de gracia.
– No, nadie sabe nada; pero en la corte circula el rumor de que al-Ma'mún de Toledo ya está reuniendo sus tropas en Calatrava -oyó decir a Yunus. No había llegado a oir la pregunta de Ibn Eh.
– ¿Y cuándo partirán las tropas del príncipe? -preguntó Ibn Eh.
– Creo que hoy -dijo Yunus después de pensarlo un poco-. Sí, hoy. Se dice que el príncipe los despedirá la mañana del viernes. Por la mañana habrá un desfile en la sharia.
– ¿Quién estará al mando, el hadjib?
– No. Parece que Ibn Zaydun está enfermo.
– ¿Ibn Ammar?
– Sólo los comandantes de las tropas, hasta donde yo sé. Ibn Martin y Halaf Ibn Nadjah.
– ¿Y el príncipe?
– El príncipe irá luego, cuando la cosa ya haya empezado.
– Cuando todo haya terminado, y bien -corrigió Ibn Eh, con ligero sarcasmo.
La vieja Dada despabiló por segunda vez la mecha de la lámpara y volvió a alejarse refunfuñando. Su rostro ancho y brillante de sudor era un furioso reproche. Lope la siguió con la mirada y respiró aliviado al verla entrar nuevamente en la casa. Había seguido la conversación sólo con una oreja, y se sobresaltó cuando Yunus se dirigió a él de improviso y le preguntó con el preocupado interés de un anfitrión que quiere introducir a sus convidados en la conversación:
– ¿Se sabe en vuestras tropas cuándo partiréis hacia Córdoba?
A Lope le costaba trabajo ocultar su turbación. Había escuchado cada palabra, pero, a pesar de ello, el sentido de la pregunta se le escapaba. Balbuceó algo que sonó como una disculpa y giró la cabeza en busca de ayuda, como alguien que despierta de golpe de un profundo sueño y se encuentra en un ambiente extraño. Antes de que se le ocurriera alguna respuesta, se encontró de repente con la mirada de la muchacha. Era una mirada abierta, sin temor ni vergüenza, una mirada seria y escrutadora, que lo cogió tan desprevenido que creyó que el corazón le dejaría de latir. La muchacha no desvió los ojos, agarró firmemente a Lope con la mirada. Y Lope tuvo que zafarse violentamente. Sintió que los colores se le subían a la cara. Estaba seguro de que el hakim ya había adivinado lo que pasaba por su mente, y se sintió como un niño pequeño al que han cogido robando. Pero al levantar la vista descubrió que el hakim le sonreía amablemente, como si nada hubiese ocurrido, y que tampoco Ibn Eh parecía haberse dado cuenta de nada. La muchacha estaba sentada como antes, con la cabeza recatadamente gacha y los ojos dirigidos al suelo.
– El arif que nos recibió todavía no tenía ninguna orden -explicó Ibn Eh, como si quisiera salir en ayuda de Lope-. No creo que les hagan participar en el desfile a los españoles. Los harán cruzar el río en Alcalá, desde donde podrán marchar directamente hacia Carmona, para reunirse allí con las otras tropas.
– ¿Irás tú con ellos? -preguntó Yunus a Ibn Eh.
– ¡Por el amor de Dios, no! -respondió Ibn Eh con fingido espanto-. Regresaré a Sevilla lo antes posible y pasaré toda la tarde en los baños. Y haré que me den un masaje de tres horas. Este viaje me ha maltratado más que todo lo que he vivido hasta la fecha junto. Me estoy haciendo viejo.
La criada negra volvió a salir de la oscuridad del emparrado que rodeaba el patio, y esta vez se empecinó en quedarse de pie junto a la muchacha, hasta que Yunus no pudo seguir haciendo como si no existiera, y con un suave reproche pidió a su hija que se marchara con ella.
– ¡Ya es hora, Karima!
La muchacha se levantó, obediente, se despidió de Ibn Eh, se inclinó en silencio ante Lope, sin regalarle una sola mirada, y abrazó a su padre de un modo tan cariñoso y familiar que Lope se sintió curiosamente conmovido. Lope vio el orgullo paternal en los ojos de Yunus y siguió con la mirada a la muchacha mientras ésta atravesaba el patio, alta y erguida, dando largos pasos junto a la obesa Dada, que trotaba suspirando de satisfacción a su lado.
Antes de doblar por el emparrado, la muchacha se volvió una vez más, y Lope atrapó de nuevo una mirada suya. Era una mirada dirigida únicamente a él, y que duró un brevísimo pero significativo instante más de lo que permitía el decoro.
Lope la siguió hasta que la oscuridad la ocultó a su mirada. Karima, pensó, se llama Karima. Y se grabó el nombre en la memoria, para no olvidarlo jamás.
Córdoba
El acantonamiento en que se habían instalado las tropas del príncipe se encontraba media milla al este de la ciudad, a la orilla de un recodo del río. Una amplia superficie rodeada por una muralla semiderruida, tan grande como la propia ciudad. Un laberinto de casas, la mayoría ya sólo ruinas de tejados hundidos y fachadas desmoronadas. Grandes palacios con bellos patios interiores en los que aún podía adivinarse el lujo de antaño, algunos edificios habitables, algunos reconstruidos urgentemente, revestidos con delgadas ramas. Nuevas murallas levantadas sobre los escombros de antiguas murallas, agujeros en los tejados recubiertos con caña, ventanas vacías tapadas con esteras. El arif que los había acompañado desde Sevilla y hacía las veces de oficial de enlace, les había contado que esa gigantesca ciudad en ruinas fue levantada una vez por al-Mansur, el gran al-Mansur. Su antiguo palacio se encontraba en la parte oriental de la explanada, separado del laberinto de casas por un gran muro. Imponentes salones columnarios semiderruidos, retahílas de habitaciones sin techo, terrazas ganadas por la vegetación, piscinas de mármol en las que aún chisporroteaba agua cristalina. Allí estaban acantonadas las tropas andaluzas del príncipe y los destacamentos de negros. Las unidades bereberes acampaban en tiendas en el parque, ahora silvestre, que se extendía entre el palacio y el río.
No eran los únicos que poblaban la antigua ciudad palaciega. En todas partes, allí donde aún quedaban tejados capaces de proteger de la lluvia, se guarnecían pobres, jornaleros, pequeños artesanos. Niños harapientos en las callejas, ovejas y cabras en los jardines ya casi sin hierba, gallineros entre ruinosas columnas de mármol, pequeños mercados, tabernas y mesones baratos. En algún lugar, tras un estrecho patio, también un salón con una cruz en la entrada y una campana de débil repique sobre la cumbrera. Los habitantes estaban obligados a proveerlos de alimentos y alojamientos adecuados. Al principio había habido mucho barullo y dos o tres rencillas violentas, pero entre tanto la gente se había resignado a sus huéspedes forzosos y hacía negocios con ellos. Habían venido putas, músicos animaban las tabernas, y el vino corría a raudales.
Lope vivía con otros comandantes de la tropa mercenaria española en uno de los palacetes menos derruidos y parcialmente reconstruido, junto a la muralla del palacio. Los señores le habían dado a entender con suficiente claridad durante el viaje que no lo consideraban uno de ellos. Era un hombre sin nombre. Pero desde la recepción en Carmona, cuando Ibn Ammar, el gran visir moro, como ellos lo llamaban, había distinguido a Lope sobre los otros y le había hecho ricos obsequios, todos los señores se habían vuelto más asequibles.
Todos, excepto el castellán de Sabugal.
Habían llegado a Córdoba hacía cinco días, dirigiéndose a sus acantonamientos cabalgando en una sola larga columna a través del puente y a lo largo de la amplia carretera ribereña paralela a la muralla de la ciudad. Desde entonces estaban a la espera de que el enemigo llegase de Toledo. Cada mañana se reunían en el recinto del palacio con los comandantes de las unidades sevillanas, Ibn Nadjah e Ibn Martín, con sus oficiales y con Abdalmalik, el príncipe de Córdoba, para intercambiar los informes de los exploradores que espiaban el avance del ejército enemigo. Ibn Martín llevaba la voz cantante. Era un hombre hercúleo, de unos cuarenta años, hijo de un mercenario castellano, que había servido al príncipe de Sevilla ya desde tiempos de su abuelo y que se había convertido a la fe islámica. Era tan sólo un qa'id, y su rango era inferior al de Abdalmalik, pero tenía el mando supremo sobre trescientos hombres de Sevilla, mientras que el joven príncipe de Córdoba sólo disponía de una tropa de doscientos jinetes.
Esa mañana, Ibn Martin decidió que el ejército debía salir de su acantonamiento. Los exploradores habían informado de que los enemigos se encontraban a sólo dos días del Guadimellato, el último gran río que se interponía en la carretera hacia Córdoba.
El Guadimellato estaba a menos de cinco horas de camino de Córdoba. Era un río difícil de vadear, orlado por densos bosques. El puente que lo cruzaba se encontraba justo por encima de la desembocadura del río en el Guadalquivir. El valle era estrecho. En ese punto las montañas que flanqueaban al Guadalquivir por el norte llevaban casi hasta el río, formando un paso estrecho, fácil de defender. Junto a la rampa de entrada del puente se levantaba una sólida torre, cuya guarnición había sido debidamente reforzada. Un campamento cristiano situado al pie de las montañas servia de cuartel al grueso del ejército. La posición estaba bien defendida. El enemigo tenía que atravesar el río, y no tenía posibilidad alguna de dar un rodeo para esquivar las barreras.
Ya la primera noche después de tomar posiciones las tropas sevillanas, unos cuantos jinetes de la avanzada toledana se dejaron ver en la orilla opuesta. Veinte hombres montados en caballos rápidos, que se acercaron al puente hasta estar casi a tiro de flecha, cabalgaron río abajo por la orilla del Guadimellato y volvieron a desaparecer.
Dos días después apareció el comandante de los toledanos con una tropa de jinetes, para examinar personalmente el terreno. Recorrió el mismo camino que habían hecho antes los jinetes de la avanzada. Finalmente, cabalgó un buen trecho cuesta arriba para obtener una visión panorámica.
Los exploradores habían calculado que el ejército de Toledo contaba con tan sólo medio millar de jinetes y otros tantos soldados de a pie. Por lo visto, la resistencia sería mínima. Lo que ahora estaban viendo los toledanos debía quitarles toda esperanza.
Ibn Martín había mandado exhibir todo su potencial militar. Mil quinientos hombres codo con codo, una división junto a la otra, formados en la estrecha franja ribereña que se extendía entre el río y las faldas de las montañas.
La campaña terminó antes de haber comenzado. No hubo ninguna batalla, ni siquiera las escaramuzas habituales entre tropas espías y avanzadas. Ibn Martin cerró el puente y no dejó pasar ni a un solo hombre. Cuando los vigías apostados en lo alto de las montañas informaron de que los toledanos habían emprendido la retirada y los oficiales de la plana mayor sevillana insistieron en salir tras ellos inmediatamente con todas sus fuerzas, Ibn Martin lo impidió, manteniendo a toda su tropa en sus posiciones detrás del río. Su decisión se mantuvo a pesar de que los toledanos arrasaron varios pueblos en su retirada.
Empezaron a circular rumores sobre que Ibn Martin había llegado a un acuerdo con el enemigo, y el hermano del conde Nuño Méndez, que comandaba la tropa de Portocale y Guimaraes, avivó abiertamente la sospecha de que el comandante sevillano sólo quería privar a los españoles de su parte en el botín, y finalmente salió en pos de los toledanos por su propia cuenta. La tropa de Braganza se le unió en la persecución, lo mismo que un par de tropas más. Los hombres de Guarda también querían salir tras los toledanos, pero el castellán se opuso.
– ¡Es una pérdida de tiempo! ¡Un trabajo inútil! -dijo-. El jefe de los toledanos ha sido lo bastante listo como para retirarse. También lo será para reforzar tanto la retaguardia que no se le pueda coger de improviso.
El castellán tenía razón. Los perseguidores regresaron tres días después. Habían perdido ocho caballos, dos hombres habían muerto y unos cuantos habían resultado heridos. La retaguardia del ejército toledano estaba formada por mercenarios de León, huesos duros de roer, y tan furiosos por no haber podido obtener botín alguno en esa campaña como sus propios perseguidores.
Inmediatamente después, Ibn Martin condujo el ejército de regreso y mandó que en Córdoba se los vitoreara como vencedores. Se quedaron tres días más en al-Madinat az-Zahira, la ciudad en ruinas. Luego se preparo la partida.
Era el quinto día de la semana. Se realizaría un desfile a las puertas de la ciudad, y se decía que Abdalmalik, el príncipe de Córdoba, pagaría cuatro piezas de oro a cada hombre de la tropa, el doble a los jinetes y el cuádruple a los de armadura.
Formaron en la carretera ribereña, frente a la muralla de la ciudad. Primero atabales y trompetas, luego la tropa de negros e Ibn Martin con los hombres de su séquito. Detrás, las unidades andaluzas, todas armadas como para entrar en combate. Lope, con los hombres de Guarda y las otras tropas mercenarias, estaba al borde de la plaza empedrada que se extendía entre el bastión del puente y la puerta de la ciudad. Desde allí podía distinguir a Abdalmalik. El príncipe estaba montado en un caballo blanco, rodeado por su guardia personal. Un negro vestido de rojo brillante sostenía una sombrilla frente a él. Estaba en lugar muy visible para todos, en la rampa que conducía a la puerta de la ciudad. Su tropa se hallaba formada en tres filas frente a él, a pie, armada con largas lanzas y apostada ante la puerta como un cerrojo.
Abdalmalik también mandó que tocaran sus atabales y su banda militar y dio un discurso en su idioma, que Lope y los otros no entendieron.
Cuando terminó el discurso, todos alargaron el pescuezo para ver si por delante ya habían empezado a pagar las soldadas, pero no se veía nada. Abdalmalik estaba sentado muy derecho en su cabalgadura, la cadena de guardias apostada frente a él se mantenía firme como una muralla. Se hizo silencio. Toda la tropa miraba fijamente al príncipe, que aún no parecía dispuesto a dar la orden que todos estaban esperando.
De pronto, el trompeta de Ibn Martin hizo sonar una señal que pareció la orden de ponerse en marcha. Se produjo un súbito nerviosismo. Todos permanecieron inmóviles, y no empezaron a sonar los atabales. En lugar de éstos, una segunda señal de trompeta respondió desde el otro extremo de la carretera, donde se encontraba la retaguardia, formada por las tropas bereberes. Luego, de repente, brotó de entre las primeras filas una potente voz, que apagó el creciente barullo, y un clamor general recorrió las filas de andaluces. Lope no tenía ni idea de lo que estaba pasando; ninguno de los españoles entendía nada. Hasta que de pronto el arif rugió:
– ¡No hay soldadas! ¡El muy cerdo no quiere pagarnos las soldadas!
En ese mismo instante empezó a moverse la cadena de guardias apostada frente a la puerta, y toda una división se separó y se dirigió hacia Ibn Martin, con las puntas de las lanzas hacia atrás y los escudos a la espalda. Los atabales empezaron a retumbar como truenos, y estalló un salvaje griterío.
Lope vio que, en la vanguardia, la tropa de negros empezaba a arremeter contra los cordobeses; vio desaparecer tras la puerta el caballo blanco de Abdalmalik, seguido por la desbandada de las tropas que le seguían siendo leales, mientras los guardias, desesperados, intentaban cerrar la puerta guarnecida en hierro a pesar de la marea de hombres que pretendían refugiarse tras ella. Vio a Ibn Martín, que se encontraba tranquilamente junto al bastión del puente, con sus oficiales y su guardia personal, como si todo ese tumulto no fuera cosa suya. Y se dio cuenta de que todo aquello estaba calculado de antemano: la promesa de soldadas había sido sólo un rumor hábilmente difundido; el desfile, un pretexto para arremeter más fácilmente contra Abdalmalik. Todo había sido preparado de antemano.
El río de caballos en el que fue arrastrado Lope se detuvo un instante en la congestión de la puerta, pero pronto cruzó el umbral y entró en la ciudad, y su caballo siguió a un grupo de otros jinetes que se había dirigido hacia la derecha nada más dejar atrás la puerta. Siguieron a todo galope a lo largo de las altas murallas, se precipitaron por calles y callejas desiertas, entre las paredes blancas de las casas, las puertas todas cerradas, el estrépito de los cascos de sus caballos sobre el empedrado, los furiosos ladridos de los perros. De tanto en tanto una piedra reventaba sobre los adoquines, junto a ellos, y un bramido les llegaba desde lo alto, donde la gente, oculta en los tejados, los observaba asomando apenas la cabeza tras los pretiles de los muros. El mozo de Lope no estaba con él, ni ningún otro hombre de su tropa, a excepción de dos o tres de Braganza que se mantenían detrás, muy cerca de él.
La ciudad parecía no acabar nunca. En algún momento se toparon con una muralla, que siguieron en dirección norte, para luego girar hacia el Oeste e internarse en el laberinto de callejas. Momentos después se cruzaron con hombres armados con hachas y largos cuchillos, que seguían la misma dirección que ellos. Otros venían en la dirección contraria, arrastrando un botín compuesto por colchones, enseres domésticos, atados de ropa. Allí delante estaban saqueando algo. De pronto oyeron un ruido indeterminado y llegaron a una gran plaza repleta de gente, jinetes y soldados de a pie de todas las unidades del ejército, moros de la ciudad, armados y desarmados, una multitud vociferante que arremetía contra un edificio palaciego levantado en el extremo norte de la plaza. Una de las puertas del edificio estaba abierta. Por ella entraban jinetes encogidos bajo sus escudos. En el tejado había arqueros y en el suelo de la plaza yacían unos cuantos muertos. Un hombre con una flecha clavada en el brazo corrió aullando hacia ellos.
Sólo más tarde se enteraron de que el edificio que había saqueado la gente de la ciudad era el palacio de Abdalmalik, y de que el príncipe se había atrincherado en una de las torres cantoneras del edificio frontal. Lope ya estaba de nuevo con su gente. Habían acampado en uno de los muchos patios del antiguo palacio de los califas, que ocupaba todo el rincón suroccidental de la ciudad: un solar gigantesco y sin murallas, una intrincada e inabarcable colección de fortificaciones, un laberinto de casas, establos, almacenes, torres parduscas por el paso del tiempo y blancos palacios de mármol en todos los grados de deterioro. Lope y los hombres de Guarda estaban desalentados. Prácticamente ninguno de ellos había hecho botín, nadie sabía qué había pasado, nadie sabía por qué no se les había dejado saquear libremente la ciudad, ni por qué les habían dado la orden de emprender la retirada.
A última hora de la tarde se supo que Abdalmalik se había rendido al comandante y ya estaba camino de Sevilla, como prisionero.
Dos horas después del ocaso, el arif se presentó al centinela de la entrada del patio y preguntó por el castellán y por Lope.
– Mi señor tiene una misión para vosotros -dijo el arif.
– ¿Cuál señor? -preguntó el castellán.
– La orden viene de arriba -dijo el arif.
El castellán lo examinó con abierta desconfianza.
– ¿Por qué nosotros?
El arif esbozó una sonrisa conciliadora.
– En Guadimellato demostraste que eres un hombre sensato. Confían en ti. -El arif hizo una pausa, como si esperara otra pregunta. Luego señaló la gran muralla que se levantaba detrás de ellos y dijo-: Detrás de esa muralla está la principal mezquita de Córdoba. Un lugar sagrado. Un lugar de paz. Por desgracia, un hombre ha buscado refugio en ella, un hombre al que a mi señor le gustaría tener cerca. Tengo la misión de convencerlo de que lo mejor para él es salir de la mezquita.
– ¿Quién es ese hombre? -preguntó el castellán.
– No hace falta que lo sepáis -dijo el arif.
– Quiero saberlo -replicó el castellán.
El arif reflexionó un instante. Luego dijo, encogiéndose de hombros:
– Abulwalid ibn Djahwar, el padre de Abdalmalik.
– ¿Está solo?
– No; está con sus mujeres y sus criados.
– ¿Guardias?
– Ninguno.
– ¿Quién más está dentro?
– Sólo los que atienden la mezquita.
– ¿Armados?
– Sin armas.
– ¿Y la gente de la ciudad?
– No pueden entrar. Las puertas están atrancadas desde el ataque.
El rápido intercambio de preguntas y respuestas se interrumpió de pronto, y el castellán, rompiendo el silencio, preguntó con súbita aspereza:
– Si las puertas están cerradas, ¿cómo pudo entrar el hombre que buscáis?
– Hay una entrada secreta -respondió rápidamente el arif.
– ¿Y por qué no lo cogéis vosotros mismos.
– Respetamos la paz de la mezquita. Somos musulmanes.
El castellán reflexionó un instante.
– ¿Cuánto vale para vosotros ese hombre?
El arif lo miró con ojos inexpresivos.
– Podéis quedaros con lo que lleva encima su gente. Pero a él no lo toquéis. Ni tampoco a sus mujeres. ¡Y respetad la santidad del lugar!
El castellán eligió a diez hombres y les ordenó que se echaran encima unos mantones y se ataran una tela alrededor del yelmo, como era costumbre entre los moros. Luego se pusieron en camino.
El arif los guió a través de pasillos oscuros y los hizo bajar una escalera que desembocaba en una puerta custodiada por dos guardias. Detrás de la puerta se abría otro pasillo estrecho, que también terminaba en una escalera y una puerta cerrada. El arif descorrió el cerrojo, abrió la puerta y se hizo a un lado. Lope y los hombres se quedaron inmóviles frente a la puerta, subyugados por la visión que se ofrecía a sus ojos.
Frente a ellos se abría un bosque de columnas, un imponente recinto que parecía extenderse hasta el infinito por todos sus lados. Estaba lleno de una luz misteriosa, viva, y de palpitantes sonidos extrañamente ultramundanos, que parecían venir desde muy lejos y, sin embargo, se escuchaban con maravillosa claridad. A la derecha, en la lejanía, sólo vislumbrado tras las infinitas hileras de columnas, brillaba un claro resplandor, que emitía centelleantes reflejos dorados.
– Traed aquí al viejo -oyeron decir a la susurrante voz del arif-. Está allí, donde brilla esa luz. Está en una litera. A los otros dejadlos allí si no quieren seguir a su señor por su propia voluntad. -Estiró dos dedos hacia el mantón del castellán y añadió-: No os fijéis en los tesoros de la mezquita, de lo contrario no saldréis con vida. ¡Y cumplid vuestra misión en silencio, sin gritos!
El castellán enarcó ligeramente las cejas, miró al arif y la mano que le cogía el mantón. Luego se volvió sin decir una palabra y entró en la mezquita.
Lope y los otros lo siguieron muy de cerca. Avanzaron pegados a la pared, vigilando con acechante temor los entrecruzados pasillos de columnas que pasaban a su lado, se abrían, volvían a cerrarse, uno tras otro, silenciosos, oscuros, al parecer infinitos. Las columnas y los adornados arcos que las remataban semejaban moverse, deslizarse unas contra otras al ritmo de sus pasos, ocultándose y volviendo a aparecer una y otra vez, mientras ellos corrían detrás del castellán.
Luego, de repente, algo que rompía la simetría, una sombra entre las columnas, moviéndose contra el ritmo uniforme de la mezquita. Un hombre de túnica oscura y turbante blanco, a menos de treinta pasos de ellos. Un anciano. Se quedó mirándolos y preguntó algo con voz entrecortada. Como ellos siguieron callados, el anciano repitió su pregunta, acercándose. Ellos se habían quitado los mantones. Cuando el anciano estuvo lo bastante cerca y vio sus armas, se detuvo un instante para luego echar a correr hacia ellos con los brazos extendidos y dando alaridos, sin ningún temor a pesar de ser sólo un anciano contra tantos hombres armados, como si creyera que podía hacerlos huir con sólo agitar las manos. El castellán le golpeó la cabeza con la parte roma de su espada y el hombre se desplomó soltando un último grito.
El grito del anciano resonó en las bóvedas de la mezquita, formando un eco múltiple y entrecortado que fue silenciándose paulatinamente, hasta perderse en la lejanía. El castellán y sus hombres se quedaron paralizados, escuchando tensos, hasta que de pronto oyeron otro sonido, un grito apagado, la voz de una mujer asustada.
– ¡Vamos! -dijo el castellán internándose en el bosque de columnas, en la dirección de la que había llegado el grito de la mujer. Tenía la espada en la mano, y ahora también los otros desenvainaron sus armas. De pronto había más luz y se oían muchas voces, un cuchicheo nervioso. Y un instante después estaban frente a una pared brillante como el oro, junto a la cual, entre las columnas, vieron al anciano sentado en una litera, tal como lo había descrito el arif, con la espalda apoyada sobre un cojín que lo ayudaba a mantenerse derecho. A su alrededor estaba su gente, mujeres, criadas, sirvientes negros, unas treinta o cuarenta personas apiñadas a la sombra de la bóveda.
Por un instante se quedaron todos en silencio. Luego el anciano extendió una mano temblorosa hacia ellos y dijo algo que sonó como una maldición. Su voz sonaba como cristal quebradizo.
El castellán llamó a cuatro de sus hombres. Algunas mujeres dejaron escapar grititos apagados al escuchar los nombres españoles.
– ¡Cogedlo! -dijo el castellán, acercándose lentamente con los cuatro hombres al grupo del anciano.
– Estamos desarmados -gritó el anciano en español-. ¡Que Dios os maldiga si rompéis la paz de la mezquita! -gritó con voz cada vez más quebradiza, mientras el castellán se abría paso ahuyentando con la espada desnuda a las mujeres y criados, y sus cuatro hombres cargaban la litera para llevarse al anciano.
– ¡Dios os maldecirá! ¡Su maldición caerá sobre vosotros! -gritó hasta perder la voz.
El castellán esperó hasta que la litera estuvo detrás de él. Luego extendió su mantón en el suelo y, señalándolo con la punta de la espada, dijo:
– Quiero ver aquí encima todo lo que tenéis, joyas, dinero, todo lo que posea algún valor. ¡Todo! -Señaló con la punta de la espada a una de las mujeres-. ¡Tú! ¡Ven aquí! ¡Comienza tú!
La muchacha no se movió. Nadie se movió. Todos estaban como paralizados, como si aún no pudieran creer lo que estaba ocurriendo ante sus ojos.
– ¡Ven! -dijo el castellán en tono amenazadoramente suave. Pero antes de que la muchacha pudiera obedecer su orden, se levantó una mujer que estaba sentada más atrás, entre dos criadas negras. La mujer salió lentamente del grupo, hasta estar frente al castellán. Era baja, delgada y vieja, y vestía una túnica azul oscuro que emitía un resplandor plateado. Tenía el cabello blanco, atado en una trenza que le rodeaba la cabeza como una corona. Evidentemente, se trataba de una mujer distinguida.
– No te atreverás, español -dijo la mujer con voz firme y valiente-. ¡No te atreverás a robar a mujeres indefensas! -Le apuntó con el índice, como si pudiera llegar a tocarlo-. ¡No te atreverás, español!
El castellán le cogió la mano, rápido como un gato en pos de un ratón, la cogió firmemente y le quitó las pulseras de oro que llevaba en la muñeca, arrojándolas luego al mantón extendido a sus pies.
La mujer se soltó de un tirón y escupió al castellán a la cara. Por un instante pareció que aquello lo había desconcertado. Pero luego golpeó, golpeó a la mujer en el rostro con el dorso de la mano, tan fuerte que la arrojó hacia un lado. La mujer se quedó inmóvil en el suelo, como un atado de ropa recién lavada, y una de sus pulseras salió rodando, volvió hacia la mujer trazando un amplio arco y empezó a girar lentamente sobre el suelo de mármol, emitiendo un tintineo agudo y melodioso que se hizo cada vez más vertiginoso, hasta apagarse en un último y violento trino. Todos se quedaron petrificados, mirando la pulsera de oro que, como llevada por una fuerza ultramundana, había regresado rodando a su dueña, deteniéndose junto a su mano. El eco de su tintineo seguía rebotando en la bóveda de la mezquita.
Finalmente, uno de los hombres que estaba delante de Lope se adelantó y recogió la pulsera. Era un peón de Sabugal, un viejo pastor que había escalado posiciones, y al que Lope conocía desde hacía mucho tiempo. El peón se quedó en cuclillas junto a la mujer, que seguía como muerta, y se puso a registrarle los brazos, el cuello y las orejas en busca de más joyas.
Lope salió rápidamente hacia al peón.
– ¡Déjala! -dijo bruscamente-. ¡Deja a esa mujer en paz!
El peón levantó la mirada hacia Lope, inseguro, y luego miró al castellán en busca de ayuda. En ese mismo instante Lope comprendió que había cometido un error. Vio la sonrisa provocadora que se dibujó en el rostro del peón, creyó sentir las miradas hostiles de los demás sobre su espalda. Los hombres habían visto botín. Todos estaban de parte del castellán, todos sin excepción. Lope lo sabía.
– ¡Esfúmate! -oyó decir al castellán-. ¡Lárgate de aquí! -Su voz sonaba llana e inexpresiva.
Lope se obligó a mantener la calma. Vio cómo los hombres robaban a la gente del anciano con ávido detenimiento, cómo palpaban a las mujeres con manos ansiosas. Vio cómo la codicia de los hombres crecía más y más conforme aumentaba el tamaño del botín apilado en el mantón.
Lope se quedó observando al castellán. Ya una vez se había enfrentado con él de manera similar. Había sido en Sabugal, un domingo, tres semanas después de su regreso.
El castellán tenía invitados, y la anfitriona había mandado sacar la vajilla buena, las copas de plata y las jarras de cristal de su dote. Al arreglar la mesa, a uno de los pajes se le había caído una pieza de cristal. El camarero había arremetido contra él, y el muchacho había huido gritando a la habitación que compartían Lope y el hijo del conde. El muchacho se había arrojado a los pies del joven conde y, abrazándole las piernas, le había suplicado con voz temblorosa:
– ¡Misericordia, señor! ¡Me matará, señor! ¡Si no me ayudáis me matará!
El camarero era primo del castellán. Un hombre irascible y basto. Había llamado al castellán para pedirle ayuda y éste lo había autorizado a coger al muchacho.
Lope se había interpuesto. El paje estaba bajo la protección del joven conde; nadie podía tocarlo.
Acto seguido, el castellán había dado a su primo la orden expresa de coger al muchacho. El camarero lo había agarrado de los cabellos y había intentado llevárselo a rastras, pero no había podido llegar muy lejos, pues el joven conde se había abalanzado sobre él, clavándole su cuchillo en el vientre. El hombre había muerto cuatro días después.
Desde entonces el castellán perseguía a Lope con un odio frío e irreconciliable, y Lope sabía que algún día se enfrentarían sin testigos.
Lope había pensado muchas veces si acaso debía marcharse secretamente de Sabugal, abandonar el servicio del conde. Lo pensó también esa noche, en la mezquita. Lo pensó cuando los despidieron de Sevilla con resonar de atabales y sones de trompeta, e Ibn Ammar le hizo la tentadora oferta de incorporarse a su guardia personal. Lo pensaba cada vez que le venía a la memoria la hija del hakim, y la mirada con que ella lo había despedido. Lo estuvo pensando durante todo el viaje de regreso a Guarda. La primera noche después de la partida, treinta hombres habían abandonado secretamente la tropa para ir a servir al príncipe de Sevilla.
Lope se quedó. Había jurado lealtad al conde de Guarda, y el capitán le había enseñado que un hombre debe ser fiel a su palabra.
Pensaba que no tenía otra elección.
Era el día posterior al Yom Kipur, el último de los diez días de penitencia tras el inicio del nuevo año. Yunus había pasado la noche posterior a las veinticuatro horas de ayuno con Ibn Eh y dos o tres amigos más. Habían comido bien y habían sostenido una amena charla. Por la mañana había ido al consultorio, como de costumbre. Él mismo había abierto los postigos de la ventana, había extendido el toldo de la entrada, había acomodado los cojines donde se sentaban los pacientes y se había instalado cómodamente con un libro en la sala de reconocimientos. Después de los días de penitencia nunca había mucho trabajo.
Hacía seis semanas que había vuelto a atender su consultorio. Como al-Mutamid, el príncipe, había viajado a Córdoba, la sayyida al-Kubra y sus hijos habían dejado el palacio de verano y habían vuelto a la ciudad. Desde entonces también Yunus estaba en Sevilla, donde podía recibir a sus pacientes y hacer visitas a domicilio. Sólo dos veces lo habían llamado del al-Qasr para dos breves consultas; por lo demás, lo habían dejado tranquilo.
No echaba de menos la corte. Estaba a gusto en su consultorio, y se sentía casi como cuando era un médico joven, en sus primeros años de ejercicio: pocos pacientes, mucho tiempo libre que podía aprovechar para leer, y nada de jóvenes ambiciosos que reclamaran su atención y lo obligaran a estar constantemente concentrado. Zacarías había empezado a trabajar en el hospital hacía dos semanas.
Era un bonito día de sol, sin el calor del verano. Había empezado el otoño, las golondrinas habían regresado del norte y pasaban con penetrantes chillidos frente a la puerta abierta. Yunus había enviado a un chico del vecindario al bazar, a que le trajera comida. El chico tendría que haber regresado como mínimo hacía un cuarto de hora; hasta entonces siempre había cumplido.
Yunus salió a la puerta y echó una ojeada a la calle. No se veía a nadie, pero el ambiente estaba cargado de un extraño barullo que parecía proceder de la parte del bazar. Yunus volvió a la sala de reconocimiento y siguió esperando. Poco después pasaron corriendo por la calle dos hombres seguidos de una mujer que iba dando gritos. Cuando Yunus llegó a la puerta ya se habían perdido de vista. Los vecinos también salieron a la calle y se quedaron a las puertas de sus tiendas. Al-Fasi, el zapatero, levantó la cabeza intentando escuchar algo y dirigió sus ojos miopes a Yunus.
– ¿Qué pasa? -preguntó el zapatero, preocupado.
El barullo era ahora más intenso. Le recordaba a Yunus el griterío de la multitud en la sharia, cuando la caballería bereber presentaba sus ejercicios hípicos.
– Parece una multitud -dijo Yunus, sorprendido.
El chico al que Yunus había enviado al bazar apareció en la entrada de la calle con una fiambrera vacía y se metió en la casa de su padre antes de que Yunus pudiera preguntarle nada.
– ¡Que Dios nos acompañe! -dijo al-Fasi-. ¡Que Dios nos acompañe!
Entre el creciente alboroto se distinguían ahora algunas voces, fuertes gritos y un rugido rítmico. Y de pronto Yunus supo qué estaba pasando. Recordaba ese rugido, lo había oído antes, en Tolosa, cuando la jauría de cristianos había caído sobre él. Jamás lo olvidaría. Y ahora estaba allí otra vez, el mismo rugido, en medio de Sevilla, en su ciudad. Escuchó con desconcertado terror cómo se acercaba.
– ¡Todos dentro! ¡Entrad a vuestras casas! ¡Atrancad las puertas! -gritó a los otros, e inmediatamente se puso a cerrar los postigos de la ventana.
En ese mismo momento apareció en el extremo de la calle una horda salvaje armada con palos. Yunus cerró la puerta, echó el cerrojo y, movido por el pánico, sacó precipitadamente la mesa de operaciones de la habitación contigua y la volcó contra la ventana. El rugido estaba ahora exactamente frente a su consultorio. Se oían fuertes golpes, madera contra madera. De pronto algo cayó con un crujido, al que siguió un desgarrón, y un estacazo sonó en los postigos de la ventana. Yunus, temblando, apuntaló la ventana con la mesa de operaciones. Quiera Dios que no tengan una escalera, pensó, y salió corriendo hacia la puerta, que amenazaba con ceder bajo la embestida. Oh, Dios mío, rezó atropelladamente, respeta mi casa, respeta a mi familia, haz que Ammi Hassán esté en casa, Señor.
Entonces el rugido siguió su camino. Yunus miró hacia fuera por una ranura de los postigos y vio que la calle estaba desierta. Tan sólo quedaban unos pocos rezagados que corrían tras la jauría: mozos de cuerda del bazar, armados con frontaleras que usaban como látigos; jóvenes imberbes y hombres harapientos, que parecían salidos del mercado de jornaleros. Yunus cogió la escalera y subió al tejado por el tragaluz de la sala de operaciones. Miró hacia abajo asomándose cuidadosamente por la barandilla. No se veía nada. Las puertas de todas las casas seguían cerradas. Habían arrancado el letrero de la tienda de al-Fasi, lo mismo que los maderos y el toldo de la pequeña terraza del consultorio, que Yunus utilizaba como sala de espera. Los cojines también habían desaparecido. Acaso tan pequeño botín había aplacado la furia de la muchedumbre hasta el punto de considerar ésta que no merecía la pena detenerse allí más tiempo.
Pero ¿quién era esa gente?
El rugido provenía ahora de la sinagoga, pero también se oían gritos en la dirección opuesta, procedentes de las inmediaciones de la puerta de Carmona. ¿Qué había pasado? ¿Había saltado alguna chispa desde Granada y había prendido allí? Hasta donde llegaba la memoria, jamás se habían visto semejantes disturbios en Sevilla. La comunidad judía siempre había vivido en paz y tranquilidad. A veces un fakih ultraortodoxo daba un discurso ponzoñoso cuando un judío aprovechaba su elevada posición en la corte para atravesar la ciudad a caballo; a veces un qadi fanático prohibía la construcción de una sinagoga, hasta que el edificio era declarado sala de asambleas y se colocaba algo de dinero en los lugares adecuados. Pero nunca había habido disturbios semejantes, ni saqueos, ni siquiera el atosigamiento tan habitual en otros lugares. ¿Por qué se producía este inesperado estallido precisamente ahora, en tiempos de paz, en una época caracterizada por un bienestar nunca antes conocido? Yunus no encontraba ninguna explicación.
Se quedó en el tejado hasta que cesó el barullo y volvió la paz. Cuando vio que algunos de sus vecinos salían de sus casas, salió él también a la calle. Todos estaban igualmente aterrorizados por el ataque, y ninguno tenía una explicación.
Poco después Ammi Hassán pasó a recoger a Yunus. Entre los dos apartaron los escombros de la terraza, guardaron cuidadosamente en una bolsa los instrumentos y medicinas más valiosos y se marcharon a casa. La calle en que se encontraba la casa de Yunus no había sido atacada, pero en las inmediaciones de la sinagoga los saqueadores habían conseguido entrar en tres casas, y en la puerta de Carmona habían vaciado varias tiendas, entre ellas la farmacia de su vecino, ar-Rashidi.
Antes de la puesta de sol se convocó una reunión del Consejo de Ancianos. Puesto que Isaak al-Balia, el nasí, se encontraba en Córdoba con el príncipe, se reunieron en casa del rabino de la congregación babilónica. Con el transcurso de la noche fueron llegando, por fin, informes cada vez más fidedignos, que desvelaron poco a poco la causa de los extraños disturbios.
Yunus regresó de la sesión ya muy entrada la noche. Ammi Hassán, que lo estaba esperando, era el único que seguía en vela; los demás ya se habían acostado. Yunus le mandó que encendiera una lámpara, se dirigió a su biblioteca y se sentó a su escritorio, para registrar en su diario los acontecimientos de las últimas horas. Había escrito sólo media página cuando de pronto llamaron a su puerta y entró Karima.
La muchacha se detuvo en el umbral, titubeante.
– ¿Os molesto, padre? -preguntó.
Yunus balanceó la cabeza, sonriendo, y dejó a un lado la pluma. En la casa todos sabían que a Yunus no le gustaba que lo interrumpieran cuando estaba entre sus libros, y todos respetaban esos momentos; incluso Karima, desde que dejó de ser niña. Pero esa noche no era como las otras, y seguramente Karima no era la única que no podía conciliar el sueño.
Yunus le contó en pocas palabras las cosas de que se había enterado en casa del rabino, e intentó calmarla.
– Todos estamos convencidos de que lo de hoy no se repetirá. Ha sido un fenómeno completamente incomprensible. Un par de jóvenes idiotas y unos cuantos jornaleros sin trabajo, azuzados por algún fanático. Una historia absurda. No tienes de qué preocuparte.
Karima no parecía preocupada. Estaba sentada en un cojín, en el suelo, con los brazos y las piernas recogidos y el mentón apoyado en la barbilla. Su cabello negro se desbordaba por debajo de la capucha. Sus ojos apuntaban a Yunus con una expresión de seriedad bajo la cual se ocultaba una sonrisa.
Qué ojos tan bellos tiene, pensó Yunus. Y qué hermosas sus cejas oscuras y gruesas. Esas cejas parecían hablar un lenguaje propio desde su rostro: aparecían curvadas y altaneras cuando los hombres se volvían a mirarla en el antepatio de la sinagoga, pegadas a los ojos cuando montaba en cólera, afiladas hacia la nariz cuando algo despertaba su curiosidad o su desconfianza. Su nariz era demasiado grande y trazaba la misma curva que la de Yunus. Cualquiera que no estuviese al corriente podía creer que era su hija natural. No, pensó Yunus, su nariz no es demasiado grande. Una nariz pequeña no habría armonizado con ese rostro, no con esa boca. Qué boca tan expresiva para una muchacha de catorce años. Qué mujer llegaría a ser algún día. A veces Yunus envidiaba a Zacarías. El era un buen padre; pensaba que era un buen padre. Pero a veces envidiaba a Zacarías, como un hombre envidia a otro hombre por una mujer hermosa.
– ¿Todavía estáis escribiendo, padre, tan tarde? -preguntó Karima.
– Escribo casi cada noche, cuando ya te has ido a dormir -dijo Yunus.
– ¿Y qué escribís? ¿Puedo saberlo? -preguntó ella.
– Anoto lo que ha pasado durante el día. Intento retenerlo -dijo Yunus.
– ¿Un diario?
– Si así quieres llamarlo… sí… un diario -contestó Yunus. Había cerrado el cuaderno al verla entrar. Nunca le había contado que llevaba ese diario. Tampoco Ibn Eh lo sabía. Ahora volvió a abrirlo-. Comencé cuando murió mi mujer. Al principio imaginaba que le estaba escribiendo a ella, eso me ayudó a superar su muerte. Después se ha convertido en una especie de costumbre. Ahora muchas veces pienso en ti cuando estoy escribiendo.
– ¿En mi? – preguntó Karima.
– Sí, en ti -dijo Yunus-. Pienso que algún día leerás este cuaderno, cuando yo ya no esté. Y entonces te acordarás de mí y yo estaré contigo. -Con una leve sonrisa, añadió-: Me cuesta trabajo escribir con letra legible.
Karima inclinó la cabeza y lo miró levantando las cejas.
– ¿A veces también escribís sobre mi? -preguntó en voz baja.
– Escribo mucho sobre ti -dijo Yunus-. Tú eres mi hija; nadie está más cerca de mí.
– ¿Sobre todas las cosas que hago? -preguntó ella, incrédula.
– Sobre todas las cosas que me parecen importantes -respondió Yunus.
– ¿También sobre lo del Rosh Hashaná? -preguntó ella con la mayor seriedad tras reflexionar un instante.
– También sobre eso -dijo Yunus, sonriendo. Tras postergar el asunto una y otra vez, Yunus, la noche de año nuevo, le había preguntado por fin si estaba de acuerdo en casarse con Zacarías. Karima había mantenido un largo silencio, para luego ser ella quien pidió un poco más de tiempo. Sentía un gran afecto por Zacarías, pero era un afecto como el que se siente hacia un hermano. Ahora que Zacarías vivía en el otro extremo de la ciudad y ya no venía a casa tan a menudo era posible que los sentimientos de Karima cambiaran, y en ese caso la muchacha estaría dispuesta a satisfacer de buen grado los deseos de su padre. Pero tenía que darle un poco de tiempo.
Yunus se había sentido muy dichoso al oír esta respuesta, no sólo porque, a su juicio, daba fe de la sensatez de su hija, sino también porque justificaba a posteriori el retraso con que Yunus le había planteado la cuestión y, además, volvía a postergar la separación, ahora sin que Yunus tuviera que reprocharse un excesivo egoísmo paternal.
– No sólo he escrito sobre ese día -continuó Yunus con una sonrisa de satisfacción-. También escribiré sobre el día en que tomes una decisión. Y sobre el día de tu boda. Y si aún vivo, escribiré también sobre tus hijos.
Karima tenía la cabeza gacha, y de pronto Yunus tuvo la extraña sensación de que ella estaba ausente, perdida en sus pensamientos, en un lejano lugar al que él no podía seguirla. Pero luego ella volvió a levantar la mirada y en sus ojos reapareció esa cálida confianza que la unía a él.
– Quizá yo también comience a escribir un diario -dijo Karima, pensativa.
– Me parece una buena idea -respondió Yunus-. Así algún día podrás poner tu cuaderno al lado del mío y comparar las cosas que escribimos cada uno.
– Pero es muy posible que escriba cosas distintas de las vuestras, padre -dijo la muchacha, con ojos interrogantes. Se quedó pensando un momento y luego, sin mirarlo, añadió-: Puede ser que yo encuentre importantes cosas de las que vos ni siquiera estáis enterado.
– Naturalmente -dijo Yunus-. A medida que te haces mayor, mayores deben ser también los secretos que me ocultas. -Era muy comprensivo, pero ella no parecía satisfecha con la respuesta, de modo que, unos momentos después, Yunus apostilló-: Te prometo que nunca leeré lo que hayas escrito, a menos que tú me lo pidas.
Karima le dirigió una breve mirada, que lo hizo sentirse extrañamente nervioso.
– Si quieres, te compraré un cuaderno -dijo Yunus.
– ¿Igual al vuestro?
– Igual.
Karima dio un brinco, abrazó a su padre y lo besó en las dos mejillas, como hacía siempre que le daba las buenas noches.
– Estoy cansada, me voy a dormir -dijo. Su voz no sonaba en absoluto cansada.
Yunus la siguió con la mirada hasta que la puerta se cerró detrás de ella. Luego devolvió su atención al escritorio y anotó en su diario el siguiente resumen de las causas del ataque al barrio judío: Como de costumbre, hay un pretexto externo, que ahora está bastante claro, y una serie de conjeturas sobre las verdaderas causas, que aún no están confirmadas por completo.
El pretexto: un comerciante judío de Fustat, que ha alquilado un almacén en el karavansarai de Ibn Abdallah, en el puerto, la noche siguiente al Yom Kipur llevó a su despacho una prostituta, que por desgracia era una muchacha musulmana. Un funcionario de la Shurta los sorprendió y amenazó a la muchacha con la hoguera. Acto seguido, la muchacha afirmó que el judío la había tomado por la fuerza y le había metido entre la ropa, sin que ella lo advirtiera, el dinero que le habían encontrado encima. La muchacha se puso a gritar, y se armó un alboroto. Cuando llevaron a ambos ante el qadi, la multitud empezó a aumentar. La gente exigía que se castigara inmediatamente al judío. Como el qadi mandó encerrar a los dos y pospuso la investigación hasta el día siguiente, la multitud se lanzó sobre el barrio judío.
Son los hechos. Sin embargo, en el Consejo están convencidos de que el incidente fue provocado y de que el ataque fue incitado conscientemente por alguna parte interesada. Lo que todavía no está claro es quién se esconde detrás de esto. La hipótesis que me parece más probable es una que Ibn Eh también comparte. Dicha hipótesis se apoya en que los comerciantes de la ciudad están muy preocupados por el rumor, cada vez más concreto, de que el príncipe quiere trasladar a Córdoba la corte y el gobierno. En el bazar se cree que es Ibn Ammar quien impulsa los planes del príncipe. Sin embargo, no se atreven a atacar al visir mismo, sino que prefieren hacer responsable a su «consejero judío», como ellos dicen. Es decir, a Isaak al-Balia, quien, como todo el mundo sabe, es natural de Córdoba. Los disturbios provocados serían, pues, una advertencia dirigida al visir y al nasí.
Hasta aquí todo parece lógico, pero quedan un par de incongruencias. ¿Por qué no se echa la culpa a Ibn Zaydun, el hadjib, que también es cordobés? ¿Por qué nos atacan a nosotros, si los comerciantes judíos tendrán las mismas pérdidas que los musulmanes caso que la corte se traslade a la antigua capital?
Esta misma noche el Consejo ha enviado un mensaje al nasí para informarlo de lo ocurrido.
Córdoba
Una escueta noticia sobre los disturbios de Sevilla llegó a Córdoba el día siguiente por medio de palomas mensajeras. Esa mañana Ibn Ammar había acompañado al príncipe al al-Qasr para una ronda de inspección cuidadosamente preparada. Se había hecho salir de sus alojamientos a todos los habitantes, y los parques habían sido peinados con perros. Los dos centenares de soldados de la tropa principesca que se encontraban en el palacio tenían órdenes de no abandonar el edificio. La guardia personal del príncipe había ocupado únicamente las murallas exteriores. Toda el área estaba desierta, y no sólo el área del al-Qasr, con sus numerosos edificios, patios y parques, sino también los gigantescos jardines que lindaban con él por el oeste y se extendían a lo largo de casi una milla a orillas del Guadalquivir.
Ibn Ammar había encargado a centenares de artesanos y jornaleros que arreglaran esos jardines tanto como fuera posible en tan escaso tiempo, a fin de que estuvieran listos para la visita del príncipe. Durante la guerra civil, sesenta años atrás, las tropas bereberes antes comandadas por al-Mansur habían acantonado aquí, utilizando los cenadores como cuadras, talando numerosos árboles y devastando las instalaciones. Desde entonces sólo se habían reparado algunas de las terrazas situadas a orillas del río. La mayor parte había quedado a merced de la naturaleza silvestre. Pero los restos aún visibles del gran parque seguían siendo impresionantes. Ciento veinte años atrás, Abderrahmán an-Nasir, el gran califa, había mandado traer árboles y arbustos de todas partes del mundo. Majestuosos cedros se elevaban hasta el cielo, y cipreses y dragos y palmeras de todo tipo. Había bosquecillos de camelias, avenidas de naranjos y susurrantes bosques de mimosas. Había estanques repletos de nenúfares, extensos cotos de animales, y restos de filigranas de pajareras grandes como casas que una vez debieron alojar las más exóticas aves. Cualquiera con una pizca de fantasía podía imaginar las infinitas posibilidades de este jardín mágico en manos de un propietario principesco.
Al-Mutamid vivía en el palacio de ar-Rusafa, que se levantaba al noroeste de la ciudad, al pie de las montañas. Era el único castillo omeya que había salido de la guerra civil sin graves daños. También el parque que lo rodeaba conservaba su antiguo esplendor. Ibn Ammar había elegido intencionadamente este castillo como residencia del príncipe, para que el lugar estimulara su imaginación. Había llevado a al-Mutamid a Madinat az-Zahra y al-Madinat az-Zahira, las gigantescas ciudades-palacio construidas por an-Nasir y al-Mansur. Le había mostrado las montañas del norte, donde en verano florecían tantas rosas que su perfume impregnaba toda la región; tantas, que en la ciudad un qintar de pétalos de rosa costaba tan sólo dieciséis dirhem. Ibn Ammar había acompañado al príncipe a la colina que se levantaba detrás de Madinat az-Zahra, donde la primavera posaba un blanco manto de flores de almendro, y le había contado aquella historia, conocida por todos los cordobeses, sobre Abderrahmán an-Nasir y su favorita, az-Zahra: «El gran califa enseñó a la favorita de su corazón el nuevo castillo, que llevaba su nombre, y le pidió su opinión al respecto. La mujer observó la colina, que entonces aún estaba cubierta por sombríos bosques de encinas, y el castillo, que sobresalía de entre los árboles como un blanco resplandor. Y comparó aquello con una mujer encantadoramente hermosa en brazos de un esclavo abisinio. El califa mandó talar inmediatamente las encinas y ordenó poblar de almendros las laderas».
Ibn Ammar había enseñado al príncipe todas las maravillas de Córdoba. La visita a los jardines del al-Qasr, esa mañana, no haría más que poner ante sus ojos otro de los incalculables tesoros de la ciudad: la abundancia de agua fresca y limpia.
Como a todo sevillano, a al-Mutamid le encantaban sobremanera las fuentes, arroyos y surtidores. En Sevilla, el agua potable tenía que ser colectada del Guadalquivir, al norte de la ciudad, donde ya no llegaba el flujo del mar. Desde allí era transportada en barcas y repartida por aguadores. En Córdoba había tal abundancia de agua fresca, aun en los veranos más calurosos, que desbordaba arroyos y pozos. Los jardines del palacio habían sido famosos por sus surtidores. Ibn Ammar había hecho todo lo posible por desatascar al menos parcialmente los canales y cascadas, y limpiar los estanques de mármol. Hasta había mandado reparar una de las tres enormes norias que hacían funcionar los surtidores.
El príncipe e Ibn Ammar habían pasado varias horas recorriendo a pie el al-Qasr y los parques, acompañados únicamente por el maestro de obra, un arquitecto de jardines valenciano y una cantante persa llamada Djawhara, que desde hacía algunos meses contaba con el favor especial del príncipe, y a quien éste quería impresionar. Al-Mutamid estaba fascinado, y lleno de proyectos. Ya veía demolidos los edificios en ruinas, veía el antiguo palacio de los califas renovado en un estilo heroico, junto a un imponente palacio nuevo. El príncipe se puso a discutir detalles con los dos arquitectos, pidió información sobre costos y plazos de construcción, determinó qué edificios de tiempos de los reyes visigodos y de los antiguos emires omeyas debían conservarse e incluirse en los proyectos de reconstrucción, dibujó con su propia mano osados perfiles sobre la arena. La edad secular de muchos de los edificios del al-Qasr, la historia del lugar, los grandes nombres del pasado, cuyos pasos él seguía, hicieron caer a al-Mutamid en una especie de embriaguez, y su entusiasmo llegó al clímax cuando comprobó que en los jardines del palacio podía hacer realidad uno de sus grandes deseos.
Cuando todavía era príncipe heredero, al-Mutamid había asistido a una fiesta memorable, dada por al-Ma'mún de Toledo con motivo de la circuncisión de su nieto de ocho años, Ya'ya. En el nuevo palacio del príncipe de Toledo, al-Mutamid había tenido ocasión de ver un quiosco de insospechada belleza: una construcción de filigrana rematada por una cúpula de mármol blanco, de cuya cima brotaba un potente surtidor que envolvía todo el conjunto en una brillante cortina de agua. La circunferencia de la cúpula encajaba con tal precisión en la bóveda formada al caer el agua del surtidor que, cuando no soplaba el viento, no salpicaba ni una gota en las paredes exteriores del quiosco. Cuando uno entraba en el quiosco, podía acomodarse plácidamente bajo el frescor del agua, sin que ni una sola gota perturbara su comodidad. Por la noche, cuando la cúpula estaba iluminada, el quiosco ofrecía un aspecto mágico. La cortina de agua se transformaba entonces en una campana de cristal líquido.
Al asumir el gobierno, una de las primeras medidas de al-Mutamid había sido ordenar al arquitecto de la corte que buscara un lugar apropiado para levantar un quiosco semejante. Pero en ningún lugar de Sevilla podía encontrarse la fuerza hidráulica necesaria para hacer funcionar un surtidor de ese estilo. Aquí, en los jardines del palacio de Córdoba, por el contrario, no sería difícil hacer realidad su sueño.
A mediodía se sentaron en una de las terrazas del río, donde se había dispuesto la comida. Ibn Ammar estaba seguro de que había ganado. El príncipe parecía firmemente decido a trasladarse a Córdoba. No hablaba de otra cosa. Cuando un mensajero trajo a Ibn Ammar la noticia de los disturbios de Sevilla, éste se la transmitió de mala gana al príncipe. Al-Mutamid la desechó con un expresivo gesto.
– Se castigará a los culpables -dijo con arrogancia-. Pronto daré a conocer mi decisión sobre Córdoba, ¡y nos ocuparemos de que sea respetada!
A última hora de la tarde, Ibn Ammar, acompañado por Isaak ibn al-Balia, fue a visitar al hadjib, quien se había instalado en la antigua residencia urbana de Abdalmalik. Ibn Zaydun estaba enfermo. Desde hacía seis meses luchaba contra una misteriosa dolencia que le producía punzantes dolores de cabeza y constantes desvanecimientos. Por eso había tenido que declinar la invitación a visitar el al-Qasr esa mañana. Los recibió sentado en una litera, recostado sobre cojines, con el rostro demacrado y una expresión tensa, producida por el incesante dolor. Pareció tomarse más en serio de lo que Ibn Ammar había esperado la noticia de lo ocurrido en Sevilla.
– No contaba con una resistencia tan intensa -dijo, pensativo-. No desde tan pronto.
– La cuestión es si los disturbios fueron provocados conscientemente o si expresan un descontento general -dijo Ibn Ammar.
– Creo que son ambas cosas a la vez -dijo Ibn Zaydun-. Naturalmente, uno puede encender el fuego, pero no en tan poco tiempo. No sin brasas. En algún lugar del bazar debía de estar ardiendo bajo la superficie.
– Hasta hoy, ni yo mismo sabía con certeza qué decidiría el príncipe -dijo Ibn Ammar-. Me pregunto por qué estaba tan segura la gente del bazar.
– Los rumores son más poderosos que la información -dijo Ibn Zaydun con una sonrisa cansada-. Es natural que tengan miedo, y los pequeños más que los grandes. Los cargadores de los suks y los obreros del puerto tienen claro que serán los primeros en perder el trabajo si disminuye el comercio.
– Pero ¿quién aviva los rumores? -preguntó con impaciencia Ibn Ammar.
Ibn Zaydun se tomó su tiempo antes de responder. Cerró los ojos, como si tuviera que proteger sus pensamientos del dolor que lo atormentaba.
– De un buen comerciante se puede esperar que huela un negocio. ¿Por qué ese mismo sentido que le permite hacer buenos negocios no iba a servirle también para predecir devenires políticos? ¿No tiene por fuerza que ser especialmente sensible a esos devenires que perjudican sus negocios?
– Eso no responde a mi pregunta -dijo Ibn Ammar.
– No creo que nadie avive intencionadamente unos disturbios -dijo Ibn Zaydun, sin dejarse apremiar-. Los grandes comerciantes intercambian sus temores en tiendas y despachos. Sus escribanos y ayudantes cogen al vuelo alguna frase y la transmiten a otros, y cuando los rumores llegan hasta la gente de la calle ya han crecido tanto que infunden pánico. -Movió la cabeza, como buscando un apoyo que lo ayudara a soportar el dolor-. Es natural que tengan miedo. Y nosotros sabemos, además, que su miedo no es infundado. Si la corte se traslada a Córdoba, Sevilla se convertirá en una provincia, y eso la gente del bazar también lo sabe.
– El príncipe ha contado desde un principio con que el bazar opondría resistencia, pero no permitirá que eso influya en su decisión -dijo Ibn Ammar con optimismo, y citó la respuesta de al-Mutamid a las noticias de Sevilla.
Ibn Zaydun echó fuera a los dos pajes apostados junto a su cama.
– No deberíamos menospreciar al bazar -dijo con firmeza-. En Sevilla hay grandes banqueros que están en condiciones de financiar la construcción de un castillo. Hay grandes matarifes y ganaderos que pueden disponer de cincuenta u ochenta hombres armados. -Se inclinó hacia delante y clavó el índice en un cojín-. Los Banu Hadjdjadj, los Banu Khaldun, los Banu Sayyid, todas las grandes familias de Sevilla que alguna vez tuvieron poder e influencia son hoy insignificantes. Todo lo que han perdido ha pasado a manos del bazar. Hoy en día, el gran capital se mueve en el bazar. -Volvió a recostarse y cerró los ojos, agotado.
Ibn Ammar intercambió una breve mirada con al-Balia. Luego preguntó con tono de ligero reproche:
– ¿Los temores de la gente del bazar cambian en algo el acierto de la decisión de convertir Córdoba en capital? ¿Cambian en algo vuestro convencimiento, hadjib?
Ibn Zaydun balanceó débilmente la cabeza.
– El león no cruza el río por una parte profunda ni aunque en la otra orilla estén pastando los más suculentos carneros. Busca un lugar poco profundo para vadearlo.
– El caballo no entra en el redil ni aunque en él crezca la hierba más jugosa. Prefiere recorrer millas a lo largo de la cerca. Pero un buen jinete puede hacerlo entrar de un salto -dijo Ibn Ammar.
Ibn Zaydun no respondió. Seguía con los ojos cerrados, e Ibn Ammar no estaba seguro de que lo hubiera escuchado. El anciano era un hombre difícil de calar. Era un zorro, un astuto estratega, dueño de un colosal tesoro de experiencias. Ibn Ammar siempre experimentaba una cierta sensación de inferioridad cuando estaba con él. Pero también conocía las debilidades del hadjib: sus titubeos, su infinita disposición a las soluciones de compromiso, su preferencia a alcanzar un objetivo dando muchos pasos cortos en vez de un único gran salto. Ibn Ammar estaba convencido de que ahora, tras la toma de Córdoba, ya no era momento de buscar soluciones de compromiso. No comprendía qué era lo que hacía dudar al hadjib.
Tras la petición de ayuda de Córdoba, Ibn Ammar y el hadjib habían estado inmediatamente de acuerdo en derrocar al amo de la ciudad. Habían estado de acuerdo en que, al tomar Córdoba, el joven príncipe de Sevilla había ganado el derecho a pretender el dominio de toda Andalucía. Habían estado de acuerdo en que el príncipe y toda la corte debían trasladarse a la antigua capital para hacer valer esa pretensión. Los dos habían influido en al-Mutamid, cada uno a su manera, y finalmente habían logrado convencerlo entre ambos. Las primeras diferencias entre Ibn Ammar y el hadjib se habían puesto de manifiesto cuando estaban ya en Córdoba. Sólo entonces Ibn Zaydun había vuelto a convertirse en el gran irresoluto que sólo veía los peligros, y no las grandes posibilidades. En las deliberaciones realizadas en privado en el madjlis del príncipe, Ibn Zaydun siempre había hablado con la voz de la prudencia: había que volver a colonizar la campiña cordobesa, que tenía grandes áreas despobladas; había que reconstruir los poblados derruidos; había que reinstalar a los campesinos que huían del campo para cobijarse en los suburbios. Tras la anexión de Córdoba, los vecinos del reino -Badajoz, Toledo y Granada- veían a Sevilla como una amenaza, de modo que era menester buscar por todos los medios un pacto con esos tres posibles rivales, reforzar el ejército, construir fortificaciones fronterizas, sobornar a las personas indicadas. La misma Córdoba debía ser tratada con dureza; había que destituir a la antigua nobleza rebelde, desalojaría de sus palacios fortificados y tomarla como rehén. Etcétera.
Ibn Zaydun había puesto al príncipe una y otra vez ante nuevas tareas que a éste no le interesaban y, además, desbordaban su capacidad de decisión. El hadjib tenía razón en todo. Pero no parecía comprender que lo único que podía mover a al-Mutamid a hacer todo aquello era aceptar el gran desafío. No parecía comprender que la única forma de hacer que el príncipe mantuviera firme su decisión por Córdoba era apelar a su pasión arquitectónica, a su ansia de esplendor, a su inclinación hacia los grandes gestos. Ni siquiera parecía consciente de que ahora el príncipe había tomado, por fin, una decisión y estaba dispuesto a hacerla pública.
– ¡Hadjib! -dijo Ibn Ammar en tono casi suplicante-. ¡Venerable hadjib! Si vos se lo aconsejáis, el príncipe podría dar a conocer mañana mismo su decisión en favor de Córdoba.
– No me parecería acertado -dijo Ibn Zaydun. Su respuesta fue tan rápida como si hubiera estado todo aquel tiempo esperando esa propuesta, para rechazarla-. Tampoco sería bueno para ti, hijo mío -continuó, dirigiendo hacia Ibn Ammar los ojos entornados por el dolor-. Tú sabes que en Sevilla te atribuyen a ti la culpa. No es bueno hacerse tantos enemigos al inicio de una carrera tan prometedora.
– Hadjib, vos mismo me habéis explicado que sólo una Andalucía unida será lo bastante fuerte para resistir un ataque del norte -dijo Ibn Ammar con desesperada insistencia-. Los tres hijos de Fernando de León están luchando entre sí, pero ¿por cuánto tiempo más? ¿Cuánto tiempo nos queda hasta que uno de los tres se haga con la victoria y descargue sobre nosotros el poder de los tres reinos?
– Nos queda mucho tiempo, hijo mío -respondió Ibn Zaydun con serena seriedad-. Bastante tiempo. La lucha entre esos tres no ha hecho más que empezar. -Tenía el rostro rígido como una máscara, no había en él el menor rastro de que fuera a ceder. Con el mismo rostro inmóvil, se volvió hacia al-Balia.
– ¿Sabe el nasí de la comunidad judía qué opinan los grandes comerciantes judíos de los proyectos del príncipe? -preguntó.
Al-Balia parecía sorprendido.
– Somos súbditos leales del príncipe, venerable hadjib – dijo, eludiendo la respuesta.
– Lo sé -contestó el hadjib con voz apenas perceptible. Y señalando a Ibn Ammar con la cabeza, continuó-: Sé que estás de su lado. Sólo te pregunto si puedes hablar por todos los miembros de tu comunidad.
– Entre nosotros también hay distintas opiniones -dijo cuidadosamente al-Balia-. Es muy posible que, en algunos casos, la política del nasí y de la comunidad no coincida con los intereses económicos de algunos miembros de la comunidad.
– ¿En casos como el que estamos discutiendo aquí?
– Vos lo habéis dicho, venerable hadjib.
– ¿Y es posible que el nasí no esté informado de que algunos miembros de su comunidad tomen parte en una reunión política especialmente importante en el bazar?
AI-Balia se quedó de una pieza; buscó a Ibn Ammar con la mirada, como pidiéndole ayuda.
– ¿Qué reunión? -preguntó Ibn Ammar, muy alarmado.
– Una reunión de los hombres más influyentes del bazar, de la que por desgracia tengo escasos informes -dijo Ibn Zaydun-. Únicamente sé que hablaron de dinero. De una gran suma de dinero. Una suma enorme.
Ibn Ammar pensó con febril precipitación qué fines podía perseguir el hadjib con esa revelación. ¿Era sólo una estratagema o realmente sabía algo más? El viejo zorro disponía siempre de la mejor información. Durante los veinte años que llevaba en la cúpula de gobierno, había emplazado a sus espías e informadores en cada rincón. Siempre llevaba ventaja a los demás. Era también gracias a sus contactos secretos que Córdoba estaba en sus manos.
– ¿Dinero? ¿Para quién? -preguntó Ibn Ammar.
– No para mí -dijo Ibn Zaydun con una sonrisa condescendiente. Parecía relajado, como si los dolores hubieran cedido de repente.
Su médico entró por una puerta cubierta con cortinas y se detuvo junto a la cama con cara de preocupación.
– Ya es muy tarde, señor -dijo el médico, obligando al hadjib a recostarse en los cojines. Ibn Ammar sospechó que el médico había estado detrás de la cortina escuchando la señal para entrar.
– Debemos dar un poco más de tiempo a la gente de Sevilla, para que se acostumbren a las nuevas circunstancias -dijo Ibn Zaydun con triunfante amabilidad-. Quizá de momento el príncipe podría elegir el palacio de ar-Rusafa como residencia de verano y visitarlo con cierta asiduidad. Quizá se podría empezar haciendo que el príncipe heredero traslade su sede a Córdoba. Sólo durante un periodo de transición, obviamente.
Ibn Ammar asintió en silencio y se despidió con una prisa casi descortés. Le costaba trabajo ocultar su desilusión. Sabía a quién estaba destinado ese dinero. Y a juzgar por el rostro del nasí, que caminaba en silencio a su lado, al-Balia también lo sabía. En toda Sevilla sólo había una persona capaz de hacer que el príncipe cambiara su decisión sobre Córdoba: Itimad, la madre de sus hijos, as-Sayyida al-Kubra, la gran princesa.
Como siguieron llegando de Sevilla partes que informaban de nuevos disturbios, cinco días después de su entrevista con Ibn Ammar y al-Balia, el hadjib partió hacia Sevilla con la intención de poner fin a los disturbios. El príncipe seguía convencido de que pronto gobernaría su reino desde Córdoba, y se había sumido en los proyectos de sus arquitectos.
Una semana después, cuando un importante khádim de la casa de la princesa se presentó en el palacio de ar-Rusafa para transmitir el deseo de su señora de viajar a Córdoba para visitar al príncipe con los cuatro hijos que le había dado, al-Mutamid mandó preparar una grandiosa recepción que en nada desmereciera a las antiguas recepciones de la corte de los califas omeyas.
Ese mismo día partió hacia Zaragoza lsaak ibn al-Balia. Ibn Ammar lo había enviado a la corte de Abú'l-Fadl Hasdai, para que expusiese al hadjib del príncipe de Zaragoza un plan que venía cavilando desde hacía mucho tiempo y cuyos perfiles había esbozado en extensas conversaciones con Abú'l-Fadl, cuando aún se encontraba en Zaragoza. El plan preveía dividir Andalucía en dos esferas de influencia: una al norte, que abarcaría la cuenca del Ebro, la mayor parte del reino de Toledo y las regiones de la costa mediterránea, hasta Denia; otra al sur, que comprendería Badajoz, Sevilla, Granada, Almería, Murcia y parte de los territorios toledanos, hasta el Guadiana. El norte sería dominado por Zaragoza; el sur, por Sevilla.
Con esto, Ibn Ammar reconocía que, de momento, era imposible hacer realidad los grandes proyectos con los que había llegado a Córdoba, y que abarcaban toda Andalucía.
No había parado de llover desde que cruzaron el Duero. El cielo parecía como cubierto por un paño empapado y gris, colgado a muy baja altura, que se extendía de horizonte a horizonte y destilaba sin cesar una humedad sucia y fría. La lluvia no sólo caía de arriba; flotaba en el aire como finísimas partículas de agua y volvía a elevarse del suelo convertida en húmeda neblina, se impregnaba en la ropa, se metía bajo los abrigos encerados, goteaba dentro de las botas, hasta inundarlo todo con una humedad fría y viscosa que embotaba los sentidos. La tela húmeda excoriaba la piel, el cuero de los trajes se ponía pringoso, las corazas se oxidaban a pesar del aceite y la grasa, la avena para los caballos se hinchaba y hacía reventar los sacos. Nada estaba a salvo de la humedad. Al anochecer encendían enormes hogueras y colgaban las cosas a secar. Por la mañana seguían húmedas. Tampoco el fuego podía vencer a la humedad.
Sólo al llegar a Braga habían encontrado un alojamiento más o menos seco. Se habían quedado dos días en la ciudad. Luego había llegado la noticia de que el ejército de don García se había reunido en Tuy, de modo que ellos atravesaron las colinas del norte de la ciudad para plantar su campamento junto a una aldea situada a una milla del río. Habían levantado las tiendas de campaña, habían colocado en círculo los carros de provisiones y los habían convertido en una fortificación, apuntalándolos con ramas y troncos. Habían esperado a que las tropas de don García levantaran su campamento al otro lado del río. Desde hacía dos días estaban acampados frente a frente. Seguía lloviendo. La lluvia había arreciado, y soplaba un incesante viento del oeste. A veces se abrían violentamente las nubes, el viento barría el cielo y la lluvia cesaba durante dos o tres horas. Pero el aire continuaba húmedo, y la humedad seguía impregnando la ropa. Los hombres se acostaban tiritando en las tiendas, se sentaban temblando de frío alrededor de las hogueras. La mayoría sufría diarreas, todo el campamento apestaba como una cloaca. Al anochecer, el conde de Portocale había mandado repartir vino, pero ya ni el vino daba calor a los hombres. El campamento estaba en completa calma. Era la noche previa a la batalla.
Lope estaba en la casa que el conde de Guarda había elegido como cuartel. En el fogón ardía un pequeño montón de leña. La madera estaba mojada y humeaba más de lo que calentaba; sólo se podía respirar el aire pegado a tierra. Los campesinos habían dejado la casa vacía antes de huir, y se habían llevado hasta las puertas y los postigos de las ventanas, dejándola abierta por los cuatro costados. Además de Lope, había otros once hombres en la habitación; la mayoría de ellos ya dormían. En el establo, unido directamente a la habitación delantera, estaban los caballos de batalla del conde y el castellán, y los de otros dos vasallos. Junto al fogón, a los pies de Lope, yacía el hijo del conde, envuelto en una manta. Estaba cansado, pero luchaba contra el sueño y preguntaba a Lope con una voz susurrante, mezcla de miedo y curiosidad ante la batalla:
– ¿Mi padre también luchará con la lanza? ¿Tú tirarás con el arco? ¿Crees que ganaremos?
A Lope le sorprendió que el conde expusiera a su hijo a los imprevisibles riesgos de una batalla. Al principio supuso que el chico y él iban a participar en la campaña por el mismo motivo por el cual el conde había traído consigo todas las reliquias de su capilla y de la iglesia de Guarda, pero luego vio que también los otros condes, incluida la condesa de Braganza, se hacían acompañar por sus hijos. Tal vez querían demostrarse unos a otros su confianza en la victoria. Todos estaban completamente seguros de la victoria.
Habían previsto con mucha anticipación que en esa época de enero se produciría el enfrentamiento decisivo contra don García. El rey de Galicia había convocado para el 13 de enero una reunión de la corte en Tuy, en la que consagraría la renovada catedral e investiría al nuevo obispo. Había ordenado que se presentaran todos sus vasallos con sus tropas completas, y había invitado también a su hermana, doña Urraca, y a su hermano don Alfonso. Cuando el rey de León confirmó que asistiría a la reunión de la corte, estuvo claro que don García aprovecharía la ocasión para atacar a los condes insumisos del Duero. Había reunido todas sus tropas en la frontera meridional de su reino, y no tenía que temer que se produjera un ataque de León: las circunstancias no podían serle más favorables.
– Dime, ¿crees que ganaremos? -preguntó el hijo del conde.
– Tu padre está convencido -dijo Lope.
El conde y los otros comandantes se habían reunido en la pequeña iglesia del pueblo para discutir el orden de batalla y las cuestiones tácticas. Por la mañana, dos sacerdotes del campamento de don García habían cruzado el río portando la esperada carta del rey, en la que éste reivindicaba una vez más la legitimidad de sus pretensiones y exigía a los condes del Duero que se sometieran a su dominio. Por su parte, los condes le habían enviado una carta en que remarcaban su antiguo derecho a la independencia y, al mismo tiempo, proponían resolver la cuestión en un juicio o, en caso de que el rey no quisiera reconocer ningún tribunal terrenal, pedir a Dios que juzgara en un combate cuerpo a cuerpo entre los comandantes de ambos ejércitos. Como era de esperar, don García había rechazado esta propuesta en un segundo mensaje, añadiendo el sarcástico comentario de que él, como rey legitimo, no se rebajaría a cruzar los aceros con un vasallo levantisco. Con esto, ambas partes habían decidido que ya estaba bien de formalidades, y la batalla había sido acordada para el día siguiente, 18 de enero.
– ¿Me despertarás? -preguntó el muchacho. Los ojos se le cerraban.
– Te despertarás tú mismo cuando escuches los tambores -dijo Lope-. Habrá mucho jaleo.
Desde la iglesia llegaba el suave canto de sacerdotes y monjes durante el gradual. Desde la tarde, desde que quedó fijado el momento de la batalla, no se habían dejado de celebrar misas en el altar de la iglesia, una tras otra. Aún se celebrarían muchas más hasta que despuntara la mañana.
El conde regresó de la iglesia bastante tarde. Con él se hallaban el castellán y otros tres comandantes de castillos que se contaban entre sus vasallos. Se quedaron de pie ante el fogón, con los brazos cruzados ante el pecho. Lope ya se había dormido. Despertó sólo un instante. Lo único que oyó fue la noticia de que el conde de Valdárez había pedido el honor de emprender el primer ataque, y que la petición le había sido concedida. Por la mañana seguía lloviendo. Hacía más calor, pero el viento soplaba con implacable violencia, y cuando el ejército se reunió para oir misa en la plaza de la iglesia, los sacerdotes condujeron con inusitadas prisas el oficio y sólo dejaron que compartieran el pan y el vino los comandantes, en representación de todos.
El conde se sintió disgustado por aquello. No dijo nada, pero cualquiera lo podía adivinar. Y luego, cuando los sacerdotes de su propio séquito hicieron sus preparativos para la batalla, se tomó su tiempo. En una solemne ceremonia, le echaron al cuello una corona de reliquias, entretejieron una reliquia en las crines de su corcel de batalla, lo bendijeron a él y a su caballo, a su armadura y a sus armas, repitieron la misma ceremonia con su hijo, y entre incesantes plegarias, bendijeron también a todos sus hombres y sus armas, invocando para cada uno la protección de Dios. Sólo después dio el conde la orden de ponerse las armaduras.
Lo ocurrido fue contado luego por los hombres que lo habían presenciado de maneras muy diversas. Cada uno pretendía haber visto algo distinto. Pero sólo Lope lo había visto todo desde el principio. Sólo él, el conde y el infeliz escudero, que había sido el culpable de todo, sabían realmente qué había ocurrido.
Lope estaba junto al conde y a su hijo, observando al mozo que estaba poniendo a este último el jubón de cuero forrado y abrochándole el protector del cuello. Lope era responsable del joven conde, y el capitán le había enseñado a no confiar en nadie cuando se trataba de ponerse la armadura. Entonces, de repente, oyó que el conde profería una maldición algo reprimida, y vio cómo se arrancaba con furiosa precipitación la cota de mallas que, como advirtió Lope en ese mismo instante, llevaba puesta al revés, con el interior hacia fuera. Su escudero debía de habérsela colocado mal. Era un mal presagio, Lope lo sabía, como lo sabían también el conde y su escudero. Lope vio que el conde se había puesto pálido y que, cuando logró por fin desembarazarse de la cota, hizo disimuladamente la señal de la cruz y miró furtivamente a su alrededor para ver si alguien se había dado cuenta de algo. Lope apartó la mirada rápidamente, pero sin perder de vista al escudero. El pobre temblaba de miedo. Era un hombre experimentado, que servía al conde desde hacía más de veinte años, y no un novato de quien pudiera comprenderse que perdiera los nervios ante su primera batalla. Precisamente eso empeoraba aún más las cosas. Lope observó cómo el hombre ceñía el yelmo al conde y se lo abrochaba con manos trémulas, y cómo, por último, cogía el cinturón con la espada para ponérselo a su señor con el habitual detenimiento. Lope siguió con nerviosa expectación cada movimiento del escudero, como si intuyera lo que inevitablemente tenía que suceder, y un instante después vio que el hombre pisaba una piedra resbaladiza, levantaba los brazos para mantener el equilibrio y caía al suelo a los pies del conde. La espada cayó a su lado, en el barro. Este segundo presagio ya no podía pasar desapercibido. Los hombres se quedaron estupefactos, mirando al escudero, que se levantaba aterrorizado e intentaba limpiar la espada con la manga de su cota de cuero.
El conde le arrebató la espada de un tirón, la levantó y golpeó con tal violencia contra el brazo del escudero que el acero atravesó la vaina y la cota de cuero del hombre, y todavía le quedó fuerza para romperle los huesos del brazo. El escudero se quedó tieso como una estaca, mirándose con ojos incrédulos el brazo, que se bamboleaba inerte. Nadie se atrevía a mover un dedo, hasta que, finalmente, uno de los capellanes se puso a rezar con voz chillona. Algunos de los hombres movieron los labios, como si quisieran acompañar la plegaria, pero el conde se volvió hacia el capellán con el rostro desencajado de rabia, lo hizo callar con una maldición, subió a su caballo rápida y decididamente, levantó la espada ensangrentada sobre su cabeza y gritó con potente voz a los hombres:
– ¡Acabáis de ver cuán afilada está esta espada! Ese mismo filo caerá sobre nuestros enemigos. ¡Encargaos de que prueben vuestros aceros! ¡Que prueben vuestro coraje! ¡Dios está con nosotros!
Por orden del conde de Portocale, sólo se quedaron en el campamento los enfermos y unos cuantos arqueros, por si acaso atacaba la caballería enemiga. No podían prescindir ni de un solo hombre. Toda su tropa estaba formada por mil doscientos hombres armados, mientras que el ejército de don García contaba con más de un millar y medio. Pero los condes tenían una ventaja. El rey sólo disponía de trescientos jinetes, mientras que ellos tenían un cincuenta por ciento más, y además provistos de mejores caballos.
Seguía lloviendo. Cuando empezaron a avanzar hacia el río, la humedad era tal que ni siquiera era posible tocar los tambores. Se detuvieron a dos tiros de flecha de la orilla. Terreno llano. Una vereda flanqueada por espesos bosques conducía hasta el río, que en ese punto era amplio y poco profundo, y fácil de vadear. Pequeños campos delimitados por cercas de piedra en los que la siembra de otoño ya se levantaba un palmo; viñedos bien acotados; dehesas cercadas con setos, en medio de las cuales se levantaba algún árbol sin hojas y alguna choza de piedra. La otra orilla, difusa tras la niebla. Pero la avanzada, que había cruzado el río antes de despuntar el alba, informó que el ejército de don García también estaba listo, y que había tomado posiciones a media milla al otro lado del río.
Los condes deliberaron y decidieron esperar el ataque del rey. Habían previsto atacar ellos primero, aprovechando la superioridad de su caballería y enviando por delante a los arqueros a caballo que había enviado en su apoyo el príncipe de Badajoz, para así inducir al enemigo a aventurar una acometida y atacar entonces con los jinetes de armadura pesada. Habían planeado decidir la batalla en el primer encuentro, en un enfrentamiento directo con los caballeros de García, sin dar oportunidad al rey de poner en acción el grueso de sus tropas de a pie. Pero ahora faltaba lo más importante: los jinetes moros. La humedad les impedía utilizar sus arcos encolados. Era la primera sorpresa negativa de esa mañana de batalla, y no sería la última. No se tardó en advertir que tampoco podrían aprovechar la superioridad de sus jinetes, pues el terreno estaba tan blando que los caballos se hundían hasta los corvejones. No era posible galopar ni siquiera trechos cortos.
Algunos aconsejaron la retirada, el conde de Guarda primero que todos. El conde propuso retirarse hasta Braga y atrincherarse en la ciudad en espera de que mejorara el tiempo. Pero los otros no lo escucharon.
Tomaron posiciones en la parte más estrecha de la vereda: el grueso de las tropas de a pie en el centro; en los flancos, cien pasos más allá, los arqueros de arcos largos, cerca del bosque, que los protegería de los jinetes enemigos; en medio, la tropa montada de los condes, detrás de sus portaestandartes; el conde de Valdárez y sus jinetes como avanzada, al otro lado del río, observando al enemigo.
Don Nuño Méndez cabalgó frente a las líneas, sin yelmo, con el protector del cuello desajustado, y desde su cabalgadura vociferó una arenga:
– ¡Mostrad vuestro valor, soldados! ¡Mostrad vuestro coraje! Pensad que no lucháis únicamente por la victoria y el botín, sino por vuestra libertad. Olvidad los escudos, emplead sólo la espada. Dios decidirá quien está en lo justo, y esa decisión será en favor nuestro, ¡pues la justicia está de nuestra parte!
El viento le arrebataba las palabras de la boca. Sólo llegaban a entenderlo los hombres de las primeras filas; a pesar de ello, todos lo vitoreaban. Había mandado repartir vino en abundancia.
Esperaron. Sacerdotes vestidos de blanco recorrían las filas con grandes cruces, campanillas e incensarios. Monjes pasaban portando reliquias y permitiendo que todo el que quisiera asegurarse la protección celestial tocara los santos relicarios.
– Señor, cae como un remolino sobre nuestros enemigos, dispérsalos como el viento. Devóralos como el fuego devora el bosque. Haz que broten llamas del suelo. ¡Destrúyelos con tus rayos, espántalos con tus truenos! ¡Precipítalos en la desgracia, oh Señor!
Esperaron hora tras hora, y la lluvia no cesó ni un momento. El viento les helaba los huesos, y bebían vino contra el frío, contra el miedo, contra la incertidumbre y aburrimiento de la espera. De tanto en tanto, un jinete de la avanzada venía del otro lado del río e informaba que las tropas de don García también permanecían firmes en sus posiciones. El rey parecía tan poco dispuesto como los condes a enviar a sus hombres al ataque a través de un terreno tan pesado e impracticable.
Un hidalgo del séquito de la condesa de Braganza salió a caballo al frente de las filas, arrojó al aire la espada desnuda y volvió a cogerla por la empuñadura; luego se puso a cantar con voz clara y potente la canción del valiente infanzón. Todos conocían la canción, y todos conocían la historia que narraba. Trataba de un francés conocido como «Guy el Negro», un hombre aventurero y mujeriego que disfrutaba del especial favor del rey. Había seducido a la mujer de un infanzón, y éste, al enterarse, lo había matado, lo había quemado hasta matarlo con un brasero de hierro, ante los ojos del rey y de toda la corte. Y ninguno de los grandes señores de la nobleza gallega había movido un dedo para detenerlo.
«¡Detenedlo!», gritó el rey,
más escapó el infanzón
sin que importara esa ley.
Ya pronto sufrirá el señor,
sufrirá como vio sufrir
a ese cierto negro Cuy.
Si quiere a nuestras mujeres
pondremos también en acción
a un valiente infanzón
que con la espada lo frene.
Los hombres acompañaron la canción vociferando. Muchos ya estaban tan borrachos por el vino que apenas si podían mantenerse en pie.
Finalmente, tras largas horas -debía de ser ya pasado el mediodía-, el conde de Valdárez regresó con sus hombres e informó que el ejército del rey se estaba aproximando. Los vieron llegar por el río, a través de la cortina de lluvia. Primero apareció una avanzada a caballo, luego algunos arqueros, que corrieron por ambos lados hacia los linderos del bosque, mientras las tropas de a pie atravesaban el vado en largas columnas. Pasó casi una hora hasta que las líneas enemigas hubieron formado a este lado del río y hasta que hubieron llegado las últimas unidades de caballería.
Todos estaban a la espera de que don Nuño Méndez diera la señal de atacar. El enemigo se encontraba tan cerca, a orillas del río, que sus jinetes apenas tenían espacio para desplegarse, y sus hombres de a pie estaban extenuados por el avance. Pero el conde de Portocale vacilaba. Tal vez lo había sorprendido la solidez del enemigo, la gran cantidad de hombres con armadura de hierro emplazados en las primeras líneas. Tal vez ya no confiaba en que sus propios hombres pudieran emprender ordenadamente el ataque. En cualquier caso, no dio a su alférez la orden de levantar la bandera, y luego ya fue demasiado tarde, las líneas del rey empezaron a avanzar lentamente. Volvieron a detenerse cuando ya sólo los separaban cien pasos. Don García tampoco parecía decidido a atacar. Y empezó de nuevo la agotadora y angustiosa espera.
Lope se hallaba en el flanco izquierdo, donde se habían apostado las tropas de Guarda, Valdárez y Braganza. Estaba en la retaguardia, tan atrás que sólo llegaba a ver vagamente las líneas enemigas. Tenía la misión de quedarse detrás pasara lo que pasase, con los dos hidalgos que protegían al hijo del conde, y de atacar únicamente cuando la victoria fuese segura y se tratara tan sólo de hacer prisioneros. Habían pasado casi todo ese tiempo al abrigo de un pequeño muro, utilizando los caballos para cortar el viento e intentando protegerse de la lluvia con los escudos; a pesar de ello, la humedad les había calado hasta los huesos. El hijo del conde tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes, y aunque se esforzaba por parecer valiente, se le saltaban las lágrimas.
Cuando el enemigo tomó posiciones a este lado de la orilla, Lope ayudó al muchacho a montar, y con la visión de las tropas que avanzaban hacia ellos el joven se olvidó del frío. Se encontraban en un lugar ligeramente elevado, que les ofrecía muy buenas vistas del ejército del rey. También vieron cómo un jinete del ala izquierda enemiga salía de sus filas y avanzaba lentamente hacia la tierra de nadie que separaba a ambos ejércitos. Cuando llegó a la mitad, se detuvo, se puso de pie apoyándose en los estribos y levantó su lanza, de la cual colgaba un brillante pendón blanco, alargado y estrecho. Luego cruzó la lanza sobre su silla de montar, se llevó la mano a la boca y gritó algo. Lope y el joven conde lo vieron gritar, pero no escucharon su voz. El hombre avanzó unos dos cuerpos de caballo más, hizo que su alazán se levantara sobre los cuartos traseros, volvió a gritar y, alzando otra vez la lanza, avanzó un buen trecho paralelamente a las filas de los condes.
Adelante, entre la gente del conde de Valdárez, se estaba preparando un infanzón que llevaba un peto adornado con tela, al estilo moro, y una cinta alrededor del yelmo, ambos de un azul claro tan llamativo que parecía como si el hombre lo llevara para distinguirse de todos los demás. El infanzón salió a galope corto hacia el jinete enemigo, y cuando enristró su lanza, todo el ejército rompió en un grito; los hombres se pusieron a golpear sus escudos, como tambores, y a agitar entusiasmados sus armas. Era como si se hubiese roto un dique, como si toda la tensión acumulada durante ese día infinitamente largo se hubiera descargado en un único grito.
El hombre del pendón blanco hizo dar media vuelta a su caballo, avanzó un trecho hacia su propia gente y regresó trazando un amplio semicírculo, hasta quedar exactamente frente al hombre de Valdárez. El griterío de las primeras filas se había atenuado, pero continuó mientras los dos jinetes empezaban a girar lentamente el uno sobre el otro, manteniendo siempre la misma distancia, dando al contrario el lado del escudo. Intercambiaron rugidos sin que pudiera entenderse lo que decían. Trazaron todo un círculo, gritándose el uno al otro y levantando amenazadoramente las lanzas. Toda la tropa, como llevada por la resaca, avanzó un tanto, arrastrando consigo también a Lope y al hijo del conde: sus caballos simplemente siguieron a los otros.
Entonces, bajo el griterío de la multitud, el hombre de azul claro espoleó su caballo, y en ese mismo instante arremetió también su adversario, ambos al galope, pero con llamativa lentitud, como si el suelo empantanado les impidiera acometer a toda rienda. Hundieron las lanzas al mismo tiempo y pudo verse claramente que el pendón blanco tremolaba alrededor del asta, como una serpentina; los jinetes golpearon y pasaron de largo, como si nada hubiera ocurrido. Pero los hombres de las primeras filas levantaron los brazos y poco después se oyeron gritos de júbilo, y luego también los que se encontraban detrás lo vieron: el hombre de azul todavía tenía la lanza en la mano; la de su adversario se había roto, ya no tenía el pendón blanco. Vieron que el hombre del rey dejaba caer el asta de su lanza, se echaba el escudo a la espalda y, levantándose en los estribos, azuzaba a su caballo de regreso a sus propias líneas. El de Valdárez intentó cortarle el paso, saliendo tras él como el perro tras la liebre. La persecución los llevó hasta el flanco izquierdo, y ya casi podía preverse el instante en que se encontrarían, pues el de azul claro era ostensiblemente más rápido, cuando de repente un montón de piedras se interpuso en el camino de éste y su caballo no pudo esquivarlo. Las patas delanteras del animal, tras intentar saltar el obstáculo, cayeron en medio del escarpado terraplén de piedra, dobló las rodillas y rodó por tierra, quedando un instante en equilibrio sobre la cabeza, para luego seguir rodando y acabar enterrando bajo su peso al jinete. De pronto se había hecho tal silencio que oyeron el golpe, un ruido sordo y retumbante, como el de un árbol talado al chocar contra el suelo.
El caballo se levantó rápidamente, vacilante, con la cabeza baja, como si el jinete aún estuviera sujetando las riendas. Este yacía en el suelo, a un lado del montón de piedras. No podían verlo bien, no se movía. El otro había dado media vuelta con su cabalgadura, había desmontado y se había acercado lentamente al lugar donde yacía el de azul claro. Tenía la espada en la mano, y vieron cómo se inclinaba sobre su adversario caído y volvía a incorporarse, levantando la espada hacia su gente. Entonces oyeron el rugido que se levantó al otro lado, y vieron que las líneas enemigas se ponían en movimiento y se acercaban dando patadas contra el suelo y gritando.
El caballero que había ganado el duelo de manera tan deshonrosa ya sólo estaba a un escaso tiro de flecha de sus líneas. Había levantado por las axilas el cuerpo inerte de su adversario y ahora estaba intentando subirlo a su caballo, pero el animal seguía receloso, y el hombre se tambaleó por el peso y cayó de rodillas. En ese mismo instante brotaron de entre las primeras líneas de los condes un grito y una señal de cuerno. El portaestandartes del conde de Valdárez levantó la lanza con el pendón aurirrojo y toda la tropa del conde salió a la carga, una formación de setenta hombres, cerrando filas en un cúmulo de lodo y trozos de tierra removida. Los hombres de Braganza los siguieron en seguida, sólo el conde de Guarda vacilaba aún. Este se enderezó en su silla de montar y echó una mirada hacia el flanco derecho, donde se encontraba don Nuño Méndez con el grueso de la caballería. El conde de Portocale aún no había dado la señal para atacar; en ese lado todo estaba en calma, como si no hubieran presenciado lo que acababa de ocurrir.
Lope vio que el conde hacía la señal de la cruz y luego, titubeando, levantaba la mano. Intuyó que el conde emprendía el ataque contra su voluntad. El conde de Valdárez había arremetido demasiado pronto y contra el objetivo equivocado. Era evidente. Las filas atacantes de don García ya se habían separado, a pesar de que apenas habían cubierto una cuarta parte de la distancia que separaba a ambos ejércitos. Los del centro habían avanzado; los de los flancos se mantenían atrás. Si el conde no se hubiera precipitado tanto, habría podido cargar sobre esa brecha; en lugar de eso, arremetió contra el flanco, donde se encontraban los arqueros. Era un suicidio cabalgar por ese terreno impracticable contra arqueros parapetados en el lindero del bosque. Era absurdo atacar con el único objetivo de arrebatar al enemigo el cadáver de un hombre. El duelista de don García hacía mucho que ya había escapado con el caballo del de azul claro.
Adelante arremetieron los primeros jinetes de Valdárez, y los que venían detrás se metieron entre éstos como cuñas, con lo que todo el ataque se congestionó en la linde del bosque. La tropa del conde intentó desplazarse hacia la derecha para esquivar la montonera, pero se movió demasiado hacia el centro y también desde allí fue atacada por una lluvia de flechas. Las filas del rey se habían detenido para volver a cerrar las brechas. Sus hombres estaban ahora codo con codo en varias hileras, inatacables para cualquier tropa de jinetes.
Algunos hombres del conde cayeron a tierra, y dos caballos sin jinete huyeron a todo galope hacia el flanco derecho. Allí todo seguía quieto. Pero, de pronto, tras las filas enemigas aparecieron también los jinetes de don García, formando un amplio frente ofensivo. Arremetieron contra la tropa del conde, que había retrocedido para ponerse fuera del alcance de las flechas, y que estaba demasiado apretada como para poder organizar un contraataque. Por unos momentos todavía se vio, muy adelante, el pendón aurirrojo del conde de Valdárez; luego empezaron a huir los primeros jinetes.
Lope miró a su alrededor. Sólo un pequeño grupo se había mantenido atrás: la condesa de Braganza y su hijo, el hermano menor del conde de Valdárez, los infanzones que el conde había emplazado para que cubrieran a su hijo. No más de dos docenas de caballos. Tenían que retirarse, si no querían ser atropellados por los hombres puestos en fuga.
Atravesaron los sembrados hacia el flanco derecho, deteniéndose a unos cien pasos de distancia de las líneas de las tropas de a pie. De pronto se oyeron señales y un creciente clamor, que se fue propagando a lo largo de las hileras de hombres y finalmente llegó hasta ellos, y vieron a don Nuño Méndez y sus hombres y a toda la tropa de Portocale pasar a todo galope frente a sus propias líneas, una atronadora cabalgata de la que sólo se veían las cabezas de caballos y jinetes, las puntas de las lanzas y los pendones. Era una visión tan sobrecogedora que, sin darse cuenta, contuvieron el aliento. Dios santo, el conde de Portocale había esperado el momento preciso. Si los jinetes de don García no se dispersaban, les caería encima por el flanco, y daría a los hombres puestos en fuga en el ala izquierda el tiempo suficiente para volver a formar. Con ese ataque podía recuperar todo lo que el conde de Valdárez había desperdiciado.
Lope y los otros cabalgaron hasta las líneas posteriores y todavía vieron pasar como exhalaciones, a los últimos jinetes de Portocale. No llegaban a ver lo que había pasado entretanto en el ala izquierda, pues una ligera elevación del terreno les obstruía la vista. Sólo oían los gritos de los hombres y un retumbar de cascos cada vez más lejano.
La lluvia había cesado sin que lo notaran. El cielo estaba despejándose al oeste y, por unos momentos, el sol asomó con un brillo cegador. La condesa envió dos de sus hombres a la elevación de terreno que les estorbaba la visibilidad. Los dos hombres apenas habían partido cuando unos cuantos jinetes se acercaron por el ala izquierda, por el mismo camino que había recorrido antes el grupito de Lope. No alcanzaban a distinguir si eran amigos o enemigos. Eran cada vez más, quince, veinte caballos. Se dirigían hacia ellos trazando un amplio arco. Debían de ser amigos, pero Lope no pudo confirmarlo hasta que estuvieron a sólo cien pasos, cuando reconoció el pendón del castellán de Sabugal.
El castellán tenía consigo a toda su tropa, sus caballos de reemplazo y todo lo demás. No faltaba ni un solo hombre, no había ni uno solo herido. Él cabalgaba al frente, en línea recta hacia Lope. Detuvo su caballo junto al del hijo del conde.
– ¡Él viene conmigo! -dijo sin dar explicaciones y disponiéndose a coger las riendas.
Lope se le adelantó, apartando el caballo del muchacho del alcance del castellán.
– Don Muño nos lo ha confiado a nosotros -dijo Lope.
– ¡Órdenes del conde! -respondió parcamente el castellán.
– ¿Quién da fe de ello? -preguntó Lope.
– Todos mis hombres pueden hacerlo -dijo el castellán.
– Eso no basta -respondió ásperamente Lope.
El castellán encajó la afrenta sin hacer un solo gesto. Estaba tieso en su silla de montar, sólo sus ojos se movían de un lado a otro.
La condesa de Braganza se abrió paso hacia él.
– ¿Qué estás haciendo aquí, infanzón? -preguntó la condesa-. ¿Qué está pasando? ¿Cómo se está desarrollando la batalla?
El castellán esbozó una reverencia.
– Todavía no se ha decidido, dueña -dijo, y se marchó sin decir una palabra más, seguido por sus hombres, como por una jauría de perros bien adiestrados.
– ¿Quién era ése? -preguntó la condesa.
– Don Álvar Pérez, castellán de Sabugal -dijo Lope.
– ¿Qué hacía aquí? ¡Su gente no tiene aspecto de haber entrado en la batalla! -preguntó con recelo. Pero en ese mismo instante estalló de repente un clamor en el ala derecha de las tropas de a pie del rey, y vieron que sus filas ya estaban en movimiento y se acercaban dando gritos, en un desordenado ataque. Momentos después, en la cima de la pequeña elevación de terreno apareció una hilera de jinetes en retirada, y en la retaguardia de sus propias tropas de a pie, emplazadas frente al grupo de Lope, algunos hombres echaron a correr, arrojando sus escudos. Pronto toda la formación se había dispersado, y aquello se transformó en una huida general. Lope y los suyos espolearon sus caballos y consiguieron alejarse justo antes de que los fugitivos los alcanzaran y pudieran derribarlos de sus caballos.
El sol volvió a asomar por un breve instante. Un sol deslumbrante pero frío, cuyos rayos no calentaban. Llegaron al camino, donde los caballos por fin volvieron a encontrar tierra firme bajo sus pezuñas. Los jinetes de su derecha, de quienes no sabían si estaban huyendo o si estaban atacando, se retiraron rápidamente. A su izquierda aparecieron arqueros de Badajoz montados a caballo, que también intentaban alcanzar el camino para huir hacia el campamento.
Lope hizo una señal al hijo del conde y se echó hacia atrás. Los infanzones de Guarda con él. Una media milla antes de llegar al campamento tomaron un camino secundario y lo rodearon manteniéndose fuera del alcance de la vista. Luego siguieron una media hora por el camino principal, hasta llegar a las ruinas de una antigua iglesia. Era el punto de encuentro acordado con el conde en caso de una derrota.
El conde de Guarda llegó una hora después de que cayera la noche. Llegó con veinte hombres, algunos gravemente marcados por el combate, todos abatidos y extenuados.
Escucharon en silencio el informe del conde:
– El maldito hijo de puta ya estaba vencido. Teníamos atenazados a sus jinetes, a toda su caballería. Dios no lo quiso. Nuño Méndez emprendió un buen ataque, nunca he visto un ataque tan valeroso, que el Señor comparta con él su grandeza. No lo venció ningún enemigo. Le acertaron a su caballo, y los otros estaban demasiado cerca de él. Su propia gente le pasó por encima. Dios sabe que merecía una muerte mejor.
Desmontó y abrazó a su hijo, apretándolo contra su pecho.
– ¡Ve con Dios, hijo mío! -dijo en voz baja-. Que nuestro Señor Jesucristo pose su mano sobre ti. -Luego hizo una señal a Lope y a los dos infanzones de la escolta y se apartó un par de pasos con ellos-. Vosotros sois responsables de la vida de mi hijo. Llevadlo a Sevilla. Tiene que estar lejos de aquí cuando García exija que envíe un rehén a su corte. Hemos perdido una batalla, pero aún no la libertad. El rey se dirigirá primero a Braga, así que tenemos algo de tiempo. -Los miró a los ojos, uno por uno, y continuó con voz más penetrante-: En Guarda mi camarero os dará una carta para el príncipe de Sevilla. Esperad en Guarda a los jinetes de Badajoz, los enviaré de regreso hoy mismo o mañana, para que se unan a vosotros. Pero no vayáis con ellos a Badajoz si os lo piden. El señor de Badajoz podría sentirse tentado de emplear a mi hijo como prenda para tener un buen comienzo con García, cuando se entere de su victoria. Id por Alcántara. Pedid escolta al emir de Mérida, que está obligado conmigo. No os detengáis en ningún sitio hasta llegar a Sevilla. Y quedaos allí hasta que os envíe un mensaje.
El conde se volvió hacia Lope.
– Y tú, hazme llegar noticias a través de ese judío que conoces.
Lope le prometió que así lo haría.
– ¿Es seguro el camino a Guarda? -preguntó uno de los infanzones.
– Ya nada será seguro cuando se conozca la noticia de nuestra derrota -contestó amargamente el conde-. Dos castellanes del conde de Portocale ya se han pasado al bando de García, y Dios también me ha castigado a mí con un traidor.
El conde se quedó inmóvil un instante, mirando con ojos vacíos algún punto más allá de sus hombres. Luego posó las manos sobre los hombros de Lope y se despidió del mismo modo de los dos infanzones.
– Llevad a mi hijo sano y salvo a Sevilla -dijo con voz sofocada-.¡Os lo agradeceré siempre!
En Alcalá habían cogido a un ladrón, un hombre llamado al-Bazi al-Ashhab, que asolaba la región desde hacía años, un maestro en el arte de forzar cerraduras y en el de buscar ocasiones para robar. El qadi lo había hecho crucificar en la carretera que llevaba a Sevilla, junto a un pozo, para que lo viera la mayor cantidad de gente posible. El hombre colgaba, pues, de la cruz, lejos ya de este mundo, pero aferrándose aún a la vida. A sus pies, su mujer y su hija, acurrucadas en el suelo, se lamentaban:
– ¿Quién cuidará ahora de nosotras, al-Bazi? ¿Qué haremos cuando ya no estés?
Entretanto, pasó un campesino con una mula, cargada con dos cestos en los que llevaba un montón de ropa y cosas por el estilo. El ladrón le habló:
– ¡Maestro! -gritó hacia abajo-. Mira lo que me han hecho. Mira la penosa situación en que me encuentro. ¿No me harías un favor?
– ¿Cuál? -preguntó con desconfianza el campesino.
– ¿Ves ese pozo? -dijo el ladrón, señalando con la cabeza en dirección al pozo-. Poco antes de que me cogiera la Shurta arrojé allí una bolsa con cien dinares. Sácala y nos repartiremos el dinero. La mitad para ti, la mitad para mi pequeña hija y su madre, a las que no puedo dejar en este mundo sin un dirham.
El campesino estuvo de acuerdo. Dio la mula a la mujer para que se la sostuviera y bajó al pozo con una soga. Como dice el refrán, el pájaro ve el cebo a una milla, y no ve la red que tiene al lado.
Cuando el campesino hubo llegado al fondo del pozo, la mujer cortó la soga, sacó lo más valioso de los cestos de la mula, tanto como podía cargar, y puso pies en polvorosa con su hija.
El campesino gritó pidiendo ayuda desde el fondo del pozo, pero era mediodía, y el día más caluroso del año. Pasaron horas hasta que, por fin, pasó uno que lo ayudó a salir de su lamentable situación.
El campesino contó su historia entre sollozos y la gente se rió de él. La historia se difundió. Al atardecer ya había llegado a Sevilla. A la mañana siguiente llegó a oídos de al-Mutamid. El príncipe se rió a más no poder y ordenó que trajeran al ladrón a su presencia.
– ¿No tienes miedo de la cólera de Dios, puesto que piensas en robar incluso estando al borde de la muerte? -le preguntó.
– ¡Ay, excelentísimo señor! -respondió al-Bazi al-Ashhab-. Me he pasado toda la vida robando, ¿por qué iba a traicionarme a mí mismo en el momento de la muerte?
– Si te dejo en libertad y te asigno una paga fija -dijo al-Mutamid-, ¿estarías dispuesto a dejar tu profesión?
– ¿Cómo podría rechazar una oferta que me salva la vida? -dijo al-Bazi al-Ashhab.
El príncipe lo indultó de inmediato y dio instrucciones al Sahib asd-Shurta para que lo empleara como policía. Así la gente de Sevilla no sólo tuvo ocasión de reírse con un ladrón taimado, sino que además pudo alegrarse de tener un príncipe astuto y generoso.
La historia ocurrió poco antes de la conquista de Córdoba. Desde entonces, se había contado en la corte una buena docena de veces. Se la contaban a cada nuevo convidado, y el príncipe nunca parecía hartarse de oírla. La historia lo presentaba como a él le gustaba verse: el monarca bondadoso, admirado y querido por sus súbditos; el príncipe de cuentos de hadas, que conversa con la mayor franqueza con pequeños ladronzuelos y endereza su rumbo con regia indulgencia.
Al principio Ibn Zaydun, el hadjib, e Ibn Ammar habían intentado recomendarle que guardara una mayor reserva, que se mantuviera más digno e inasequible, pero el talante natural del príncipe no se prestaba a ello. Tenía treinta y un años de edad, y desde hacía casi dos era el amo absoluto del reino más poderoso de Andalucía, pero seguía siendo el mismo príncipe alegre y despreocupado de su juventud. Ya su aspecto exterior poco tenía que ver con una dignidad inaccesible. Era bajo y regordete, mofletudo y chato, un niño grande y dueño de una gran energía física. Hablaba mucho, reía demasiado fuerte y bebía desmesuradamente. Se jactaba de su virilidad y de los cuatro hijos que había tenido hasta entonces. Le encantaba enderezar herraduras con las manos desnudas y hundir clavos con los puños hasta atravesar tablones del grueso de un pulgar. Le encantaba -como antaño a Harún ar-Rashid, el califa- recorrer la ciudad disfrazado y perderse en aventuras amorosas que, sin que él lo supiera, eran cuidadosamente preparadas de antemano por Ibn Ammar. Y, sobre todo, le encantaba ser amado; no como príncipe, sino por su propia persona.
Los sevillanos lo amaban como él quería que lo amaran. Tenían buenos motivos para hacerlo. Su lujosa corte atraía a la capital toda la riqueza de la región. Era más bien el egoísmo lo que daba alas al amor de los sevillanos, pero al-Mutamid no lo veía así. El se sentía amado de verdad, y eso lo hacia feliz. La crítica, la oposición, la hostilidad podían sumirlo en la inseguridad. Ibn Ammar, para su propio desconcierto, había tenido ocasión de darse cuenta de ello en Córdoba.
Los grandes proyectos encaminados a convertir Córdoba en la capital del reino, para conquistar desde allí toda Andalucía y unirla bajo el gobierno del al-Mutamid, terminaron fracasando debido a esta inseguridad del propio príncipe. Y para ello no había hecho falta más que una pizca de astucia femenina. Itimad, la princesa, había llegado a la ciudad con gran pompa. Había escuchado entusiasmada los proyectos arquitectónicos del príncipe y, por debajo, había urdido sus hilos para convencerlo de regresar a Sevilla. Un par de discretas alusiones a la nobleza de Córdoba, que prefería ver al príncipe en Sevilla, unos pocos miles de dirhams de plata repartidos entre la gente de los suburbios, y el viernes siguiente, cuando al-Mutamid acudió con ella a la mezquita principal y su nombre fue mencionado, la gente que ocupaba las filas posteriores reaccionó con exclamaciones de disgusto y arrojando los cojines hacia las primeras filas. El príncipe había huido rápidamente de la maqsura de la mezquita, y una semana después ya estaba camino de Sevilla.
La gran oportunidad se había desperdiciado. En Córdoba, el puesto de gobernador fue ocupado por Ibn Martin un comandante militar sin ninguna visión política. La princesa, en el mayor silencio, había recibido de los señores del bazar un regalo de ciento veinte dinares. Y al-Mutamid residía nuevamente en Sevilla.
Había que tener paciencia con ese príncipe. No era un hombre de acción como al-Mutadid. su padre, cuya ambición no hacía más que verse reforzada por cualquier forma de oposición. Al-Mutamid tampoco poseía la dureza y la tenacidad de su padre. Era caprichoso y voluble como un niño. Su cólera era enojo; su entusiasmo, tan sólo fuegos fatuos. Era un príncipe hecho para los días hermosos, que prefería rodearse de hombres con buena pluma antes que de ambiciosos comandantes militares y rigurosos qadis. Pero precisamente eso hacía que la vida en la corte fuese tanto mas agradable. Al-Mutamid era un señor encantador, dueño de una generosidad y un desprendimiento que lindaban en el despilfarro. Sus manos abiertas atraían a artistas procedentes de los cuatro puntos cardinales: aventureros ilustrados de Bagdad y Alejandría; poetas de Sicilia que huían de los normandos; arquitectos y artesanos de Bizancio; literatos, músicos y científicos de todos los rincones de Andalucía.
Inmediatamente después de asumir el poder, al-Mutamid había reemprendido la construcción del nuevo palacio, en las colinas del otro lado del río, que su padre había abandonado. Ahora que el proyecto de Córdoba había sido aplazado, el príncipe se entregó con toda su pasión constructora a los trabajos de embellecimiento del nuevo palacio. Había mandado construir una imponente sala de audiencias, flanqueada por siete salones secundarios. Los suelos estaban cubiertos con azulejos lisos y multicolores; las paredes, revestidas con artesonados dorados; las cúpulas y bóvedas, pintadas con escenas de la vida cortesana, señores cazando con halcones y damas jugando al ajedrez bajo la música de unas muchachas y servidas por pajes, escenas tan vivas que parecían moverse en el juego de luces y sombras.
Esa noche, la sala, que había recibido el nombre de ar-Tarayya, era por vez primera escenario de la velada semanal en la que al-Mutamid, desde su regreso de Córdoba, reunía regularmente a sus amigos más íntimos y a sus ilustres visitantes. Primero había tenido lugar una inauguración oficial, a la que también habían asistido los dos hijos mayores del monarca, los qadis de la ciudad y numerosos representantes de la nobleza y funcionarios de la corte. Los sirvientes del palacio habían salpicado la sala con litros de agua de rosas, para ahogar el olor a pintura fresca. Había tocado la orquesta de la corte, juglares y bailarinas habían presentado sus números, y los poetas cortesanos habían alabado en extensos panegíricos la magnificencia del edificio y el genio de su constructor. Luego, la mayoría de los convidados habían sido despedidos, y el príncipe se había retirado con el reducido círculo de las reuniones de los lunes al salón secundario, adornado con especial riqueza, que remataba el extremo anterior de la sala.
Al-Djawhara, la cantante persa y favorita del príncipe, había acudido con sus dos músicas. También estaba allí Abú'l-Hadjdjadj, quien pasaba por ser uno de los más grandes eruditos de Sevilla. Y también Abú Marwan ibn Siradj, el científico; Ibn Salih ash-Shantamari, un aristócrata aficionado a la poesía y amigo del príncipe; Isaak ibn al-Balia, el astrólogo de la corte; el primer médico de cabecera del príncipe y algunos de los muchos poetas de la corte, entre ellos dos novatos que por vez primera tenían el honor de presentarse ante al-Mutamid. Sólo faltaba el hadjib, cuya enfermedad lo mantenía apartado desde hacia ya varias semanas. En su lugar había acudido su hijo, Abú Bakr ibn Zaydun, quien aún cobijaba la esperanza de suceder a su padre en el cargo de hadjib, a pesar de que, desde hacia meses, el príncipe lo trataba muy por debajo de lo que correspondía a ese rango, y de que el cargo estaba prometido a Ibn Ammar. También esa noche fue Ibn Ammar, y no el hijo del hadjib, quien ocupó el sitio de honor, a la derecha del príncipe.
Al-Mutamid estaba de un humor estupendo, y el vino dulce que escanciaban los criados aumentaba aún más su entusiasmo. Los limites de la convención habían sido derribados hacía ya un buen rato; la charla volaba, ligera, de un lado a otro; toda seriedad era ridiculizada; toda broma, contestada con otra broma. Cuando tocó el turno al primero de los dos poetas novatos y lo invitaron a sentarse en el escabel dispuesto para los recitadores al lado del príncipe, todos estaban tan animados que el muchacho no podía haber deseado un público mejor.
Era un joven serio de Yabiza, nadie había oído nada de él, pero tenía referencias de Valencia y, quizá, también de un mecenas secreto en la corte. En cualquier caso, el sahib al-inzal lo había incluido en la lista de aspirantes. Posiblemente hasta tenía talento, pero, para su desgracia, no tuvo el tacto suficiente para captar el ambiente de la velada. Recitó una densa qasidah, cuidadosamente pulida y construida según los cánones clásicos: primero, la llana busca de la amada; luego, la descripción de su desesperanzado viaje a Sevilla, y finalmente un himno de alabanza al príncipe.
Ya al terminar la primera parte, que narraba en versos muy elegidos cómo el poeta encontraba al borde de un oasis el campamento abandonado de su amada, atizaba las cenizas de la hoguera de su amada, bebía del cubo del pozo, del que también ella había bebido, y seguía las huellas dejadas por la muchacha en la arena del desierto, ash-Shantamari se inclinó hacia al-Mutamid y dijo sin ningún recato:
– ¿Por qué no mea también donde ella había meado?
El príncipe se tragó una carcajada, y de momento todos supieron contenerse. Sólo cuando el joven poeta terminó de recitar, cayeron sobre él.
– Recita como si viniera de Bagdad. Hace rimas como al-Buhturi. Pero cada verso que escribe dama: ¡nunca lo logra! -comentó con seca seriedad Ibn al-Qasira, uno de los poetas de la corte. La qasidah tenía quizá algunas cualidades, pero tras este comentario no quedó nada de ella. El joven poeta se hundió en su escabel.
Al-Mutamid se inclinó hacia Ibn Ammar.
– ¿Quién es este hombre? -preguntó, divertido.
– El poeta más grande de Yabiza -respondió Ibn Ammar en tono de reverente admiración.
El príncipe lo miró interrogante.
– ¿Yabiza?
– Una isla que está frente a las costas de Valencia, sometida al señor de Denia -aclaró Ibn Ammar.
El príncipe torció el gesto en una amplia sonrisa sarcástica.
– ¡Ah, Yabiza! -dijo, desperezándose. Luego añadió con fingida seriedad-: El poeta más grande de Yabiza, ya entiendo. -Y volviéndose nuevamente a Ibn Ammar, preguntó-: ¿De qué tamaño dices que es esa isla?
Ibn Ammar pensó un instante.
– Cuando hace mal tiempo, a veces los marinos pasan de largo sin verla -dijo finalmente.
– ¡Qué grande! -exclamó el príncipe, rompiendo en una carcajada-. ¡El poeta más grande de Yabiza! -Lloraba de risa, se estremecía de risa, dando sonoros manotazos sobre la espalda de Ibn Ammar-. ¿Qué te parece…, si le damos cincuenta dinares…, le bastarán para el viaje de regreso?
– No sólo le alcanzará para el viaje -dijo Ibn Ammar-. Con esa cantidad hasta puede comprarse toda la isla.
El príncipe prorrumpió en carcajadas y, reventando de risa, hizo una señal a un paje para que pagara al poeta. El joven abandonó la sala con la cara roja de vergüenza.
Ibn Ammar miró pensativo al segundo novato, que estaba sentado junto a Abú'l-Hadjdjadj. Venía de Murcia. También éste era joven, no más de veinticinco años. Hasta ahora no había dicho una sola palabra, sólo había hecho los honores al vino y observado al grupo con ojos atentos. Lo tenía difícil tras la presentación anterior. AI-Mutamid tenía un gran corazón, pero también era proclive a burlarse de los demás. Todos los que estaban allí lo sabían. Todo aquel incapaz de mantener el tono era atacado rápidamente para divertir al príncipe. Ibn Ammar tenía un cierto interés en que el segundo novato no cayera como el poeta de Yabiza. Había prometido a Abú'l-Hadjdjadj que intercedería en su favor.
El viejo señor sentía una especial predilección por los jóvenes de buena planta; era conocido por ello en toda la ciudad, y él no hacía ningún intento por ocultarlo. Era un pederasta de la mejor especie, sensato, ingenioso, extraordinariamente culto. Ibn Ammar estaba intentando ganárselo desde hacía mucho tiempo. Abú'l-Hadjdjadj no sólo pertenecía a la familia más ilustre de Sevilla, sino que además, y sobre todo, era el maestro del príncipe heredero. Tenía acceso al harén de al-Muradid y, si se podía creer en los rumores de la corte, con el correr de los años había conseguido una especial intimidad con la princesa. Según se decía, la sayyida al-Kubra seguía sus consejos no sólo en cuestiones de buen gusto. Era un hombre enterado como ningún otro de los ires y venires de la corte. Ahora Ibn Ammar tenía, por fin, la oportunidad de hacerle un favor.
Resultaba evidente que el joven murciano era su nuevo amante. La manera en que Abú'l-Hadjdjadj lo miraba y el nerviosismo con que esperaba su presentación no dejaban ni sombra de duda. Eso no facilitaba, ni mucho menos, la tarea de ayudarlo. El príncipe, cuando estaba borracho, podía tornarse muy mordaz con ese tipo de amistad entre hombres. Ash-Shantamari también era conocido por sus comentarios sarcásticos a ese respecto. Por otra parte, el joven parecía extraordinariamente talentoso. Abú'l-Hadjdjadj había enseñado a Ibn Ammar unos cuantos versos del muchacho, un breve panegírico dedicado a su viejo amigo y mecenas. Los primeros versos se le habían quedado a Ibn Ammar en la memoria:
Tan grande era su amor,
que sólo cabía bajo las estrellas…
Esos versos poseían un tono nuevo y propio, muy virtuoso y, al mismo tiempo, muy personal. La cuestión era si el grupo del príncipe, en su actual estado de creciente desenfreno, todavía sería capaz de apreciar esas cualidades poéticas.
El joven bebía mucho. Parecía estar tan nervioso por su actuación como su mecenas, pero Ibn Ammar dudaba que fuese sensato llamarlo a escena en ese momento.
AI-Djawahra, la cantante, acudió inesperadamente en su ayuda, librándolo de tener que decidir. La mujer afinó su laúd, tocó un par de acordes y dijo, dirigiéndose al príncipe a través de risas que ya decaían:
– Permitidme, señor, que os recite unos pocos versos de al-Mutanabbi. -Con una sonrisa burlona, añadió-: Un buen trago de vino quita el mal sabor de boca después de comer. Un buen verso hace olvidar un mal poema.
El príncipe accedió gustoso, y echó una mirada halagada al grupo. Al-Djawahra gozaba del favor principesco desde hacía ya más de un año. Era una mujer alta, más bien rellena, de cerca de treinta años, caderas amplias y un pecho imponente, rostro ancho y dueño de una belleza animal, voz profunda y plena. Poseía una vasta cultura, que superaba a la de muchos de los presentes, y un tesoro casi inagotable de versos y canciones. El príncipe se sentía orgulloso de ella, como un niño se siente orgullo de un juguete que nadie más posee, y se sentía orgulloso de los elogios que siempre desataba.
Se hizo silencio. La Djawahra estaba a punto de hacer una señal a sus músicas para que empezaran a tocar cuando, de repente, el joven de Murcia alzó la voz. Nadie estaba preparado para ello, e Ibn Ammar advirtió que hasta el propio Abú'l-Hadjdjadj se había sobresaltado. Interrumpir a la Djawahra era casi un sacrilegio.
– Una buena frase -dijo el joven poeta-. Aunque proceda de Bagdad. -Su voz era tan plena como la de la cantante, sonora e inesperadamente varonil, de una gravedad que llenó sin esfuerzo todo el salón.
La Djawahra volvió lentamente la cabeza, levantando una ceja.
– ¿Qué quieres decir con eso, muchacho? -dijo la mujer con un peligroso encono en la voz-. ¿Aunque proceda de Bagdad?
La Djawahra se había educado en Bagdad, y era de los que aún consideraban que la antigua capital de los califas seguía siendo el ombligo del mundo, el centro indiscutido del arte y la cultura, y que todo lo que ocurría fuera de las murallas de Bagdad era, simplemente, provinciano.
– Quiero decir que me sorprende que una frase así pueda proceder de Bagdad, donde hoy en día ya no se puede encontrar ni buen vino, ni buenos versos -respondió el joven murciano. No estaba en absoluto borracho y, a juzgar por las apariencias, tampoco estaba nervioso. Permanecía sentado en su cojín, sonriente, sereno, pero despierto y atento hasta la punta de los dedos. Había atacado a la Djawahra adrede, y había dirigido el ataque a su flanco más débil. El príncipe se lamentaba no pocas veces de la arrogancia de la Djawahra. ¿Acaso Abú'l-Hadjdjadj había hecho al joven alguna alusión al respecto?
El rostro de la cantante era una máscara de altivo desprecio.
– ¡Bah! -dijo, estirando la sílaba. Sonó como el siseo de una serpiente-. Y según tú, ¿dónde pueden encontrarse mejor vino y mejores versos?
– Aquí, en Andalucía, ¿dónde si no? -dijo sin titubear el murciano.
Silencio sepulcral. Nadie se había atrevido jamás a hablar a la Djawahra con tal franqueza. Ibn Ammar se arriesgó a echar una mirada de reojo al príncipe y le pareció descubrir una pizca de divertido desconcierto en su rostro, una cierta curiosidad por el desenlace de esa escaramuza verbal.
La Djawahra se contuvo. Se levantó en toda su grandeza y dijo con su voz más profunda:
– ¿Y quién eres tú para tener la osadía de juzgar sobre el gusto de los demás?
– Soy Abd al-Djalil, de Murcia.
¿Abd al-Djalil? -La cantante trituró el nombre entre sus dientes-. Nunca lo había oído nombrar. ¿Qué Abd al-Djalil?
– Abd al-Djalil ibn Wahbun.
– ¿Ibn Wahbun? ¿Qué Wahbun?
– Cuando vayas a Murcia, pregunta en el bazar. Pregunta por Wahbun, el comerciante en pieles. En Murcia lo conoce todo el mundo.
La Djawahra echó una mirada triunfante a su alrededor.
– Así pues, ¿son hijos de peleteros los que determinan el buen gusto de Andalucía?
– ¿Me reprochas que no proceda de una familia noble? -replicó Ibn Wahbun, buscando pelea-. ¿Reprochas a una rosa que crezca en un arbusto espinoso?
La Djawahra paseó su mirada entre el joven y su mecenas, y dijo con aires de suficiencia:
– ¿Te comparas con una rosa?
– La rosa era un regalo para ti -contestó Ibn Wahbun haciendo una elegante reverencia.
La cantante torció el gesto, como si le hubieran dado a tragar una piedra. Entre las perlas que rodeaban su cuello latía una vena furiosa. Pero luego se relajaron sus facciones, y sonrió con ojos entornados. Al-Djawahra tenía un gran corazón, y era lo bastante inteligente para darse cuenta de que esa noche era inferior a su adversario.
– Tienes la lengua rápida, hijo de peletero. Sólo espero que tus poemas broten de tus labios con la misma fluidez. Te recitaré un par de versos difíciles de superar.
Afinó el laúd y empezó a recitar los versos.
Cantaba como si no hubiera nadie más en el mundo. Su voz subía como un ave en el viento. Dejaba flotar las palabras y remarcaba cada sílaba. Su árabe era tan puro y diáfano, y ella recitaba los versos de al-Mutanabbi con tal perfección, que el poeta mismo tendría que haberse levantado de su tumba para inclinarse ante ella.
Cuando terminó, el grupo se deshizo en aplausos. El que más fuerte aplaudía era Ibn Wahbun.
La Djawahra se volvió hacia él y dijo:
– ¡Si quieres componer versos así, vete a aprender a Bagdad!
– ¿Qué podría hacer allí si la voz más hermosa canta en Sevilla? -respondió él, sin dejar de aplaudir.
El príncipe se inclinó hacia Ibn Ammar y dijo en voz baja:
– ¿Qué opinas? ¿Le cerramos la boca como a ese chico de Yabiza?
Ibn Ammar olió el vino tinto en su aliento, vio el malicioso centelleo de sus ojos y, de reojo, vio el rostro pálido de Abú'l-Hadjdjadj dirigido hacia él, su frente impregnada de perlas de sudor, sus manos frente al pecho en un gesto de indefensa súplica. Ibn Ammar supo entonces que ya era imposible salvar al joven murciano. El príncipe quería una víctima, ya había bebido demasiado.
Sin embargo, un instante después lo embargó de improviso el deseo de llevar las cosas al extremo, de jugar el viejo juego, de sondear hasta dónde llegaba su influencia sobre el príncipe. Arriesgarlo todo por nada, por un insignificante chico talentoso de Murcia, tan desvergonzado que hasta el propio Ibn Ammar se había quedado sin habla. Dios santo, aquel joven le hacía recordar los viejos tiempos, en los que él mismo se presentaba con similar descaro: ir hasta el limite, confiando únicamente en el propio talento en la sangre fría y en la presencia de ánimo, esperando que en los momentos de máximo apuro surgiese de donde fuera la ocurrencia salvadora, para luego, en el momento preciso, acariciar los oídos de los embaucados señores con un canto de alabanza tan halagüeño que a éstos no les quedara más remedio que abrir sus bolsas de dinero. Esa también había sido divisa en sus primeros años.
– ¿Por qué ahora mismo? -dijo Ibn Ammar en voz tan baja que sólo el príncipe entendió sus palabras-. ¿Por qué no escuchamos un par de poemas del chico? Tiene talento, ya lo habrás notado. Mientras más abra la boca, más nos divertirá, de una manera o de otra.
Ibn Ammar vio que el príncipe dudaba, y, en un arrebato, se puso en pie, alzó la mano para hacer callar al grupo y se volvió hacia el murciano.
– ¡Levántate, Abd al-Djalil Ibn Wahbun! -dijo, señalando el escabel colocado frente al príncipe-. Ese es tu podio: Ya has oído los versos de al-Mutanabbi, que nuestro príncipe aprecia muy especialmente. Si tienes una chispa del fuego de ese poeta, sal al escenario. Si no, ahórranos tus versos y vete.
Cuando volvió a sentarse, se topó con una mirada agradecida de Abú'l-Hadjdjadj. El príncipe estaba mirando al frente con gesto forzado. No era amigo de las charlas punzantes. Su ingenio no era lo bastante rápido, y la lengua empezaba a trabársele cuando las palabras volaban con demasiada ligereza de un lado a otro. El recelo que mostraba ahora no era más que la envidia inconfesa del diletante talentoso al verdadero experto.
Ibn Wahbun hizo una reverencia y se sentó en el escabel.
– AI-Mutanabbi decía de sí mismo que él era el profeta de la poesía -empezó con inesperada humildad-. Si él hubiera sabido cuánto admiráis sus versos vos, sublime príncipe, se habría tenido por el Dios de la poesía.
Murmullo de aprobación. Ash-Shantamari soltó por entre los dientes un silbido favorable. Hasta el príncipe otra vez parecía de un humor condescendiente. Ése era exactamente el tipo de elogio que le gustaba: muy cargado, pero dicho con tanta elegancia que no resultara muy llamativo.
– ¿Y a pesar de ello te atreves a presentarte con un poema propio cuando acabamos de oír los versos de al-Mutanabbi? -preguntó el príncipe desde lo alto.
Ibn Wahbun le devolvió sonriente la mirada y dijo:
– Los versos de al-Mutanabbi son tan buenos porque el califa le pagaba muy bien por ellos. La generosidad es la madre de la poesía.
La sonrisa altanera del rostro del príncipe se congeló en una mueca rígida.
Ibn Ammar intentó evitar la catástrofe.
– ¿Dudas de la generosidad del que ha sembrado todo cuanto florece en Sevilla? -preguntó Ibn Ammar con aspereza.
– He venido aquí porque entre los poetas de toda Andalucía no se habla más que de esa generosidad -respondió Ibn Wahbun, impávido.
– Entonces demuéstranos que eres digno de esa generosidad -dijo Ibn Ammar, y de pronto vio en los ojos del joven un fulgor que hizo arder en su memoria una señal de alerta, aún difusa, pero visible. ¿No le había hablado alguien, en Silves, de un joven que iba recorriendo Andalucía de corte en corte, con un poema bastante desvergonzado? ¿No habían dicho que ese joven venía de Murcia?
Ibn Wahbun se enderezó en su asiento.
– No sé si atreverme -comenzó, titubeando-. Tengo un breve poemita que me parece adecuado para empezar. Pero hasta ahora siempre que lo he recitado… siempre he salido más pobre en esperanzas y más rico en malas experiencias. -Miró interrogante a su alrededor y, tras una pausa bien calculada, añadió con una tímida sonrisa, que pedía comprensión:
En Valencia me echaron de la ciudad con perros.
En Almería el propio sahib al-inzal me dio el despido.
En Murcia, donde nací, el mismísimo qa'id me mandó al destierro.
En Granada y en Toledo ni lo he intentado ni he ido.
Echó al príncipe una mirada expectante, en la que se mezclaban extrañamente humildad y descaro, y como el príncipe respondió con una benevolente inclinación de cabeza, el poeta se puso en pie y recitó su poema a voz en cuello. Empezó en el tono de un grandioso himno de homenaje:
¿Quién puede nombrar a uno que cumpla sus juramentos?
¿Dónde vale la palabra, dónde en el universo?
¿Dónde hay generosidad, dónde la mano abierta?
En viejas fábulas, sí, en un país de leyendas.
Se interrumpió de repente, esbozó una sonrisa burlona y continuó en un tono llano:
Así lo veo y me voy hartando,
y hoy como ayer creo que es falso
que cobró alguno en esta ciudad
por un poema mil mithqal.
Ibn Ammar sintió que empezaba un sudor frío. Se quedó mirando desconcertado al joven, que volvió a sentarse en el escabel con la mayor tranquilidad y secó su vaso de vino como si nada hubiera pasado. Miró a Abú'l-Hadjdjadj, que estaba cada vez más acurrucado, como si quisiera hacerse invisible. ¡Mil mithqal! El chico debía haberse vuelto loco. Sin duda alguna, era el hombre del que le habían advertido en Silves.
Miró hacia el príncipe, que estaba sentado en su cojín en una postura inusualmente rígida, con una expresión de ofendida dignidad en el rostro, vacilante aún entre irritación e inseguridad. Finalmente, Ibn Ammar reunió valor y susurró a al-Mutamid:
– El chico es un desvergonzado, pero es desvergonzadamente bueno. Y lo que Ibn Ammar había considerado imposible, ocurrió. El príncipe adelantó el mentón lentamente, como luchando contra una resistencia interior, y, sin volverse, hizo una señal al paje que estaba de pie detrás de él. Y todos vieron como el paje, con manos temblorosas, sacaba diez bolsas del arcón y las ponía a los pies de Ibn Wahbun.
El murciano no hizo ademán alguno. Esperó hasta que el paje hubo vuelto a su lugar, miró al príncipe a los ojos y dijo con voz serena:
– ¡Si al-Mutanabbi dice que la generosidad es la madre de la poesía, yo digo que al-Mutamid es el padre de todos los poetas! -Se inclinó, cogió con ambas manos las diez bolsas e hizo como si quisiera incorporarse, pero se lo impidió el peso del oro, así que dejó caer las bolsas y se dirigió al príncipe con fingida desesperación-: ¡Oh, Malik, habéis cargado a un débil poeta con un regalo tan pesado que no lo puede levantar! Tened la bondad de regalarle también una bestia de carga, para que pueda llevárselo. -Sus ojos indicaban a qué bestia se refería. Todos pudieron verlo, y todos se quedaron de piedra. Era el colmo del descaro. Lo que sus ojos estaban mirando fijamente era la pesada copa de plata con incrustaciones de perla del príncipe, de la que su paje escanciaba el vino, y que tenía forma de camello.
Todos los ojos estaban dirigidos a al-Mutamid, y él parecía sentirlo, aunque no apartaba la mirada de Ibn Wahbun. No había variado su rígida postura desde que hiciera la señal al paje. Parecía como paralizado de rabia. Un instante después, sin embargo, estiró de repente el brazo, cogió la copa y la arrojó contra Ibn Wahbun, con tal furia que derribó de su asiento al murciano.
Todos contuvieron la respiración, nerviosos y expectantes, vacilaban entre el príncipe y el joven poeta. Ibn Wahbun volvió a sentarse, lentamente, apretando la copa con ambas manos contra su pecho, y exclamó con voz reverente:
– ¡Vaya príncipe! ¡Su generosidad me derriba!
Antes de que los demás pudieran salir de su pasmo, el poeta se puso en pie de un salto -la copa ya no era más que un objeto sin valor colgando de su mano-, se colocó frente al príncipe y se puso a cantar un himno de alabanza.
Su voz azotaba el salón como un viento huracanado, sus versos tenían la fuerza de un torrente, que arrasa todo a su paso. Todo lo anterior quedó olvidado. ¿La desfachatada impertinencia de sus palabras? Olvidada. ¿Su desvergonzada codicia? Ya tan sólo una sombra lejana en el recuerdo. El que hablaba ahora era un poeta capaz de hechizar con las palabras, cuya pasión era tan fuerte que lo envolvía todo.
Pues tuya es la fama, príncipe mío,
mas la fama es pasajera,
y como un corcel, espantadiza.
Sólo el poeta le pone las riendas
y la lleva colina arriba,
sólo mis versos, príncipe mío, te hacen inmortal.
Por ello a ti están consagrados.
Ibn Ammar vio que al-Mutamid se acomodaba en su asiento, enderezando los hombros bajo el ímpetu de los versos de Ibn Wahbun y asumiendo una postura forzadamente regia, como queriendo mostrarse digno de esos himnos de alabanza. Su cólera se había aplacado hacía ya un buen rato, la expresión de ofendida arrogancia de su rostro había dejado paso a un complacido orgullo, su borrachera parecía haberse disipado por completo.
Cuando el poeta terminó el último verso, nadie movió un dedo. Todos esperaban la reacción del príncipe.
Al-Mutamid mantuvo la dignidad de su postura. Dejó pasar unos momentos, mientras Ibn Wahbun permanecía de pie frente a él, en una muda reverencia. Luego el príncipe miró la copa de oro que tenía en la mano derecha, esbozó una sonrisa majestuosa y la arrojó a Ibn Wahbun con suavidad.
– Con una mano no se puede aplaudir -dijo.
Era como si tras un largo y sofocante día de tormenta, tras los rayos y truenos, hubiera empezado por fin a caer una crepitante lluvia. Así sonaron los aplausos.
Ibn Ammar estaba extrañamente conmovido. Al-Mutamid había dado un final adecuado a una velada digna de recordarse. No era un gran príncipe, pero era capaz de tener grandes gestos, y algún día accedería quizá a otra grandeza, que le permitiría emprender grandes hazañas. Los grandes reyes no nacen, pensó Ibn Ammar, lleno de esperanza; es el tiempo lo que los hace grandes, son las situaciones difíciles las que les exigen grandeza. Situaciones difíciles como la que, inesperadamente, había deparado esa noche.
En algún momento, durante la animada conversación posterior, Ibn Ammar advirtió una mirada de agradecimiento en los ojos del joven poeta murciano. En algún momento, Abú'l-Hadjdjadj le apretó furtivamente el brazo. Había ganado dos amigos. Por la tarde, el médico de la corte le había insinuado que a Ibn Zaydun, el hadjib, le quedaban pocos meses de vida, quizá incluso pocas semanas. Cuando llegara el día y el príncipe anunciaba oficialmente al sucesor, Ibn Ammar tendría que tener de su parte a tantos hombres influyentes como fuese posible.
En algún momento, durante la velada, vio los ojos de Abú Bakr ibn Zaydun dirigidos hacia él. Ojos cargados de odio. El hijo del hadjib heredaría una casa poderosa y grandes riquezas, pero no el cargo de su padre. ¿Era eso lo que avivaba su odio? ¿O había otras razones? ¿Tal vez era él quien había traído a la corte al poeta de Yabiza?
Ibn Ammar sabía que no podía perder de vista al hijo del hadjib. De ahora en adelante, habría muchas cosas que no podría perder de vista. Vivía en un ambiente turbio.
Pero respiraba con facilidad. Estaba solo, no tenía ni propiedades heredadas ni una familia, cosas que podrían obligarlo a guardar ciertas precauciones. Todo aquello no era más que una aventura.
La vida es como cruzar un puente, pensó. Crúzalo sin detenerte.
Lope tenía la extraña sensación de que llevaba un largo rato despierto sin haber tomado conciencia de ello. ¿Estaba despierto? ¿Estaba soñando que estaba despierto? No sentía su cuerpo. Suponía que estaba tumbado boca arriba, pero no lo sabía con certeza; su cuerpo parecía estar flotando. Oía los latidos de su corazón, acelerados, excitados, y tan fuertes que no podía oir nada más. Prestó atención a esos atronadores golpes que lo estremecían de dentro hacia fuera, y advirtió de repente un segundo latido, más lejano, en algún otro lugar de su cuerpo. No podía determinar de qué parte de su cuerpo salía, sólo que se estaba acercando. Latía al mismo ritmo que su corazón, pero los golpes se producían un instante después que los del corazón, perseguían a éstos, sin poder nunca alcanzarlos. El latido se acercaba cada vez más, y Lope sentía ahora que con cada golpe le llegaba también una ola de lancinante dolor, que se hacía más y más grande hasta reventar con estruendo en su cabeza. Sentía cómo lo iba inundando el dolor en sucesivos embates, llenando todo su interior. El dolor subía de su pierna derecha. ¿Qué le había pasado en la pierna?
Abrió los ojos y vio un rectángulo blanco, bañado por una resplandeciente luz azul. Su mente necesitó unos momentos para comprender lo que veían sus ojos. Estaba tumbado en una habitación. No recordaba haber visto antes la casa. Todavía conservaba en la memoria la visión del recodo del río y de la ciudad blanca, semioculta por el polvo. Recordaba que había indicado el camino a Zaquti. ¿Dónde estaba Zaquti? ¿Dónde estaban los demás? ¿Dónde estaba el hijo del conde?
Intentó levantar la cabeza. Reunió todas sus fuerzas para levantar la cabeza tan sólo un dedo, pero del esfuerzo perdió el sentido y se sumió nuevamente en la negra noche.
Cuando volvió a despertar, tuvo la mente despejada desde el primen instante. Estaba oscuro, pero en el techo de la habitación se reflejaba una luz. El reflejo se movía. En algún lugar de la habitación debía de estar ardiendo la llama trémula de una lámpara. Y había algo más. Lope lo sentía. Aguzó todos los sentidos, siempre inmóvil, tumbado de espaldas, y se quedó rígido como un animal indefenso, que se finge muerto cuando intuye algún peligro. Prestó atención, pero no oyó más que los latidos de su corazón y las pulsaciones de dolor de su pierna. El dolor volvió de pronto, embotándole los sentidos y haciéndolo insensible al miedo. Giró despacio la cabeza y vio la lámpara, que sólo titilaba débilmente, y luego a la muchacha.
Karima.
No había pasado un sólo día sin que ella acudiera a su memoria. Había pensado en ella todo el viaje. Había pensado en ella mientras huía a galope por las montañas con esa herida de lanza en la pierna. Al principio casi había estado agradecido a la herida, porque le daba un pretexto para ir a la casa del padre de Karima. Pero más adelante, cuando el camino se había hecho más y más largo y la herida no había cesado de sangrar pese a que Zaquti le había vendado la pierna, sólo el recuerdo de ella le había permitido seguir adelante. Y había tenido su imagen ante los ojos cuando, finalmente, tumbado de bruces sobre el lomo de su caballo, una misericordiosa inconsciencia se había adueñado de él.
Karima estaba sentada en un cojín, junto a la lámpara, un hombro apoyado contra la pared, la cabeza descansando sobre sus rodillas. Se había rodeado las piernas con los brazos, pero su mano izquierda había resbalado, y el brazo colgaba a un lado, de modo que Lope podía ver una porción de su rostro. Estaba dormida. Un mechón de su cabello negro había escapado de la faja que le cubría la cabeza, y colgaba sobre su mejilla. Sus párpados se agitaban ligeramente bajo la espesa cortina de sus pestañas, pero su respiración era tranquila y regular.
Lope la envolvió con su mirada. Ya no sentía el dolor de la pierna. Estaba tan tranquilo como si siguiera dormido. Cada rasgo del rostro de Karima le era familiar; había llevado consigo su imagen como se lleva el conocimiento de un tesoro oculto. Jamás se había atrevido a albergar la esperanza de volverla a ven. La razón se lo había impedido. El era un pequeño hidalgo al servicio del conde de Guarda. Había un profundo abismo entre él y la hija del hakim judío de Sevilla, un abismo insalvable. Lope no se había hecho ilusiones. Ni siquiera en sueños.
Pero ahora, de repente, ella estaba sentada a su lado, tan cerca que Lope sólo tenía que estirar la mano para tocarla.
Karima abrió los ojos de golpe. Tenía la mirada puesta en Lope, pero no lo veía; sus ojos seguían ciegos por el sueño. Lope la vio recobrar paulatinamente la conciencia. No se atrevía a respirar, por temor a asustarla. Esperó que el tiempo se detuviera cuando se cruzaron sus miradas. Una sonrisa revoloteó en el rostro de Karima, y Lope intentó devolverla, pero un instante después ella se levantó precipitadamente, y la sonrisa se desvaneció.
– Me he quedado dormida -dijo, como si quisiera disculparse.
Lope intentó contestarle, pero la lengua no le obedeció.
– ¡No! -dijo ella, alzando la mano-. ¡No! ¡No debes moverte!
Lope sintió que se le nublaba la vista y se dejó caer, rendido. Cuando pudo volver a ver con claridad, ella estaba a su lado. En su rostro había una expresión de preocupado interés.
– Debes estarte quieto -dijo Karima-. Has perdido mucha sangre.
Lope movió los párpados, para darle a entender que había comprendido.
Karima le pasó un paño húmedo y fresco por la frente y los labios, y Lope sintió el tacto de sus dedos a través del paño. Luego ella le metió la mano debajo de la cabeza y la apoyó en un cojín. Lope se entregó agradecido a sus cuidados.
– Te daré algo de beber -dijo Karima-. Tienes que beber mucho. -Acercó a los labios de Lope el pico de una jarra y le dio a beber un líquido de agradable sabor amargo que le calentó la garganta. Lope bebió con avidez, jadeando, y tuvo que parar porque se atragantó y, con el esfuerzo de toser, se mareó. Cuando volvió a abrir los ojos, vio el rostro de Karima sobre el suyo.
Ella sonreía.
– Ve con calma -dijo, y esperó a que su respiración se sosegara para volver a ponerle la jarra en los labios.
Lope no cesaba de mirarla mientras bebía, y ella no esquivaba su minada. Karima apartó la jarra para darle tiempo de descansar. Lope se pasó la lengua por los labios, tragó y quiso decir algo, pero ella le puso dos dedos sobre la boca y balanceó la cabeza.
– No hables -dijo-; es demasiado esfuerzo para ti.
Lope sintió la suave presión de sus dedos sobre los labios.
– Tengo que hacerte unas cuantas preguntas -dijo Karima, al tiempo que volvía a darle de beber-. Para contestar sólo tienes que asentir o negar con la cabeza.
Lope asintió.
– ¿Tienes fuertes dolores? -preguntó Karima.
En un primer momento Lope no supo qué responder. La presencia de Karima había expulsado inesperadamente de su conciencia todo dolor. Negó con la cabeza. No, el dolor era muy soportable.
– ¡Pero la herida de la pierna te tiene que doler! -dijo ella, incrédula.
Lope volvió a negar con la cabeza. Sus dolores le parecían cada vez menos importantes.
– ¿Te late la herida? -preguntó ella.
Lope asintió, contento de poder darle la razón, y se sintió confundido al ver que, contra lo que él esperaba, el rostro de Karima tomaba una expresión preocupada.
– ¿Latidos fuertes? -preguntó la muchacha.
Lope prestó atención a su cuerpo. Aún sentía los latidos, pero ahora más débiles; el corazón le latía con mucha más fuerza. Negó con la cabeza.
– Eso está bien -dijo ella. Parecía aliviada-. Si la herida comienza a latirte con fuerza, dínoslo en seguida.
Lope asintió, serio. El calor de la bebida se extendía agradablemente dentro de su cuerpo. Ya no tenía sed, pero siguió bebiendo pequeños tragos, pues esperaba de ese modo mantener cerca a Karima más tiempo. Estaba tan cerca y tranquila, y respondía a sus miradas con tal naturalidad, que a Lope aquello le parecía un milagro.
Cuando hubo vaciado la jarra y ella se levantó y desapareció de su campo visual, Lope respiró hondo y, entre acelerados golpes de respiración, preguntó con una voz sin tono, apenas un susurro:
– ¿Cuánto… he… dormido?
Karima regresó y se inclinó sobre él.
– ¿Has dicho algo?
Lope repitió la pregunta.
Ella le levantó la cabeza, le quitó el cojín que tenía debajo de la nuca y dijo:
– Cuando te trajeron estabas inconsciente, en estado muy grave. Has perdido tanta sangre que mi padre ya temía lo peor. La herida estaba tan desflecada que tuvo que cortarte los bordes. Con eso perdiste todavía más sangre. -Sonrió, intentando infundirle ánimos, y le pasó la mano sobre la frente-. Has permanecido inconsciente toda una noche, y después has dormido hasta ahora.
– ¿Hasta ahora? -preguntó Lope.
Ella asintió.
– Creo que ya debe ser pasada la medianoche. No lo sé exactamente.
– ¿Dónde está… mi gente? -preguntó él.
Karima balanceó la cabeza con una ligera expresión de reproche.
– No debes hablar tanto -dijo, levantando la manta hasta cubrirle la barbilla y enjugándole los labios con el paño húmedo-. Tu gente está en Sevilla, en casa de Ibn Ammar. El visir ya ha mandado a preguntar por ti, y uno de los hombres, que se llama Zaquti, ha estado aquí esta tarde. Dice que fue él quien te vendó la herida. Lo hizo bien. No estarías con vida si él no te hubiera vendado la pierna.
Lope recordó que Zaquti lo había obligado, casi por la fuerza, a detenerse, pese a que sus perseguidores estaban cada vez más cerca; luego le había metido el cuchillo en la herida desflecada, provocándole tal dolor que los ojos casi se le salieron de las cuencas; por fin, rasgando en tiras la faja de su cabeza, se la había enrollado alrededor de la pierna. Zaquti era uno de los dos hidalgos que el conde había puesto a su cargo. Era un buen hombre.
– Es un moro -dijo Lope, y, pensando de pronto que ella podía malinterpretar esa expresión, se apresuró a añadir-: Es de Coimbra.
Entonces Lope oyó un ruido a sus espaldas, una voz profunda y susurrante, y por un instante pensó que debía de ser el hakim, pero luego se dio cuenta de que era la voz del criado negro de la casa. No podía entender lo que decía, pues hablaba en árabe; sólo creía notar que la voz delataba una apremiante impaciencia.
– Está bien, Ammi Hassán -dijo Karima.
Lope no dejaba de mirarla. Ella le dirigió una sonrisa furtiva y, por unos instantes, puso su mano sobre la de él. Lope sintió que aquel contacto le atravesaba todo el cuerpo.
Luego ella dejó la habitación.
Lope todavía vio que el criado volvía a arrimar a la pared el taburete que Karima había acercado a su cama, y se sentaba en él. Ya medio dormido, preguntó:
– ¿Dónde está el hakim?
Y oyó responder al criado que el hakim estaba en el palacio. Luego cerró los ojos, y vio ante sí el rostro de la muchacha, tan nítido como si ella siguiera frente a él. Así se durmió, como un niño en su cuna.
– ¡De pie! ¡Vamos, de pie, ya es hora! -gritó impaciente la vieja Dada, aporreando la puerta.
Karima despertó sobresaltada. Fuera ni siquiera era completamente de día. Aún debía de faltar un rato para que saliera el sol.
– ¿Qué pasa? -preguntó. Todavía estaba medio dormida. Se sentía extenuada. A medianoche, cuando volvió a su habitación, había tardado en poder conciliar el sueño-. ¿Qué pasa? -volvió a preguntar, pero no recibió respuesta alguna. Dada ya se había marchado.
Se levantó rápidamente. No debía dejar notar que estaba tan cansada; no debía avivar aún más la desconfianza de la vieja criada. Por la noche, había pasado sigilosamente frente a la habitación de Dada y se había escurrido a hurtadillas en el segundo patio, donde se encontraba la habitación para enfermos, con la intención de relevar a Ammi Hassán. Ammi Hassán había puesto toda clase de inconvenientes antes de dejarse convencen de que debía dejarla velar a Lope esa noche. Pero con él al menos se podía hablan, mientras que Dada era del todo inaccesible.
La oyó gritar en el patio. Por lo visto, estaba sacando el asno del establo. ¿Para qué quería el asno tan temprano? ¿Por qué levantaba tanto la voz?
– ¿Qué te pasa? -preguntó Karima a la vieja criada en tono de reproche nada más salir al patio.
– ¡Nos vamos de compras! -respondió parcamente Dada-. Tenemos que ir al pueblo.
Karima hizo como si aquello no fuera con ella.
– ¿Y por qué me despiertas tan temprano?
– ¡Porque tú vienes conmigo! -dijo Dada en un tono que no admitía réplica.
– ¿Por qué tengo que acompañarte al pueblo? -preguntó Karima.
– Porque tu padre no aprobaría que te dejara sola en casa -dijo Dada, inexorable.
– ¡Pero si también está en casa Ammi Hassán!
– ¡Ammi Hassán! -dijo Dada con un resoplido de furia-. ¡Ammi Hassán! -Mientras colocaba los cestos sobre el animal, sujetándolos firmemente entre jadeos de esfuerzo, añadió en un tono una pizca más amable-: Junto al pozo te he dejado un vestido limpio… Y el desayuno está en la cocina.
Karima decidió no seguir contradiciéndola. Era lo mejor. Fue al pozo a lavarse. El vestido que Dada le había preparado era uno de los más viejos que tenía, una sencilla jubba, gastada ya de tanto lavarla, y una malhafa azul oscuro. Karima encontraba que el azul oscuro no le sentaba bien. Estuvo a punto de ir a coger otro vestido, pero al final decidió dejarlo estar. Para ir al pueblo siempre convenía llevar cosas viejas, y cuando regresara podría cambiarse.
Mientras se peinaba y cepillaba el pelo pensaba si acaso antes de desayunar debía ir a las habitaciones de huéspedes y hablar con Ammi Hassán. Por la noche podían haber surgido complicaciones de algún tipo. Probablemente Ammi Hassán seguía en la habitación para enfermos. No se lo veía por ninguna parte. Al lavarse los dientes, Karima se contempló meticulosamente en el espejo, examinándose la cara. Se lavó los dientes con gran detenimiento. Luego, de pronto, descubrió que Dada la estaba observando desde el patio, y se apartó del espejo. Pensó que tal vez sería mejor preguntar a Ammi Hassán más tarde, cuando Dada estuviese ocupada en otras cosas.
¿Qué les pasaba a todos?
Regresaron hacia el mediodía. Dada se había pasado horas conversando con los vendedores para comprar únicamente un poco de mantequilla, unos cuantos huevos, una jarra de vino, una jarra de leche fresca y un pan de gallinas. Un poco más, y la vieja criada habría comprado los huevos uno por uno. Karima casi se había vuelto loca de impaciencia.
Cuando Ammi Hassán les abrió la puerta, Karima, como de costumbre, echó una mirada al establo. La mula de su padre estaba en su corral, y como siempre Karima se alegró de que ya hubiese regresado del palacio. Pero esta vez su alegría estaba empañada por una pizca de desilusión. Le habría gustado poder hablar a solas con Ammi Hassán antes de regresar su padre.
Yunus estaba sentado en el madjlis de la casa, con un libro. Normalmente solía descansar una hora a mediodía, pero ese día no parecía sentirse cansado. El saludo fue bastante parco, o Karima lo sintió así. La muchacha se quedó en el madjlis, a pesar de que Yunus había vuelto a inclinarse sobre su libro. Seguramente Yunus había visto a Lope nada más regresar a casa. ¿Por qué no decía nada? Karima dudaba en preguntárselo por propia iniciativa.
– El chico tiene sarampión -dijo Yunus de pronto, sin apartar la vista del libro.
Karima se estremeció. Por un instante se quedó petrificada de espanto, hasta que comprendió que su padre se refería al hijo de la princesa. El pequeño príncipe había sufrido un repentino ataque de fiebre cuatro días atrás, un mensajero había recogido precipitadamente a Yunus en el consultorio, y al día siguiente Karima había partido con Dada y Ammi Hassán. Qué suerte, pensó Karima. Si el hijo del príncipe no hubiera cogido el sarampión, no hubiera habido nadie en la casa de campo cuando los jinetes llevaron a Lope. Qué afortunada casualidad.
– La princesa está totalmente fuera de si -dijo Yunus, sin dejar de leer-. Ha mandado traer a un charlatán griego que la tiene impresionada porque cita constantemente a las grandes autoridades. El fulano se sabe de memoria todos los manuales y se pasa la vida envolviéndose del mayor número posible de citas. -Dio un sonoro resoplido-. Así que ahora yo tengo que ponerme a releer. ¡A mi edad! Sólo Dios sabe cuántos niños con sarampión he tratado.
Karima vio cómo pasaba rápida y violentamente las páginas para, finalmente, cerrar el libro y dejarlo a un lado, decidido.
– ¡Bah, todo esto es absurdo! Trataré a ese niño mimado como he tratado a todos los otros -dijo Yunus, y, mirando a Karima, añadió-: ¡Incluida tú! -Sólo ahora parecía haberse dado verdadera cuenta de su presencia-. ¿Lo habéis traído todo del pueblo? -preguntó.
Karima le enumeró las cosas que había comprado Dada.
– Bien -dijo Yunus-. Nuestro paciente necesita alimentarse.
Ella intentó ocultar su interés bajo un gesto de afectada indiferencia.
– Le he cambiado el vendaje -continuó Yunus-. La herida tiene buen aspecto, hasta donde puede verse. De momento no hay infección. El chico parece ser lo bastante fuerte, y también es lo bastante joven. Saldrá de ésta.
Karima no dijo nada. Bajó la mirada al ver que los ojos de su padre se dirigían a ella.
– Si todo va bien, creo que lo podremos llevar a Sevilla dentro de una semana-dijo Yunus.
– ¿Una semana, tan pronto? -preguntó rápidamente sorprendida, y volvió a callar.
– Ibn Ammar enviará una litera cuando llegue el momento -dijo Yunus-. Ya ha venido un mensajero suyo. El visir quiere estar informado día a día.
Ella calló, con la mirada gacha.
– Lope está convencido de que los que atacaron su tropa eran hombres del señor de Badajoz -dijo Yunus-. El muchacho que los acompañaba es hijo del conde al que sirve Lope. Según cree, el señor de Badajoz intentaba apoderarse del muchacho.
– ¿Y ahora el chico se quedará en Sevilla? -preguntó Karima.
– Es muy probable -respondió Yunus-. En la corte del príncipe, supongo. -Se acercó a su hija, le pasó el brazo por encima de los hombros y salió con ella al patio-. Lope me ha dicho que has velado junto a su cama -dijo Yunus, cariñosamente.
Karima andaba a su lado con la mirada fija en el suelo.
– Está bien que te preocupes por nuestro huésped herido -continuó Yunus-. Pero ahora que ya ha pasado lo peor deberías evitar quedarte a solas con él. No está bien. Tú ya no eres una niña, y él es un extraño. Dada y Ammi Hassán pueden encargarse de él. Tiene suficientes cuidados. -La apretó suavemente contra él-. Prométemelo.
Karima sonrió con ojos de inocencia y besó a su padre en la mejilla.
– Ahora sólo quiero cambiarme en seguida; había mucho polvo en la calle -dijo, y corrió a su habitación cruzando el patio en diagonal. Sus pies apenas tocaban el suelo, tan ligera se sentía.
Por la tarde, Karima ayudó a Ammi Hassán a podar las cepas y observó cómo el criado injertaba una ramita de limón en un pequeño naranjo. Karima dejaba que Ammi Hassán le explicara todo con detalle, y de tanto en tanto echaba un vistazo al camino que venía del palacio. Vio un jinete, tan rápido como los mensajeros que solían venir a recoger a su padre, pero éste no giró por la bifurcación que llevaba a la casa.
Más tarde, Karima se retiró con un libro al terrado, desde donde no sólo se veía el camino al palacio, sino también la carretera de Sevilla. Yunus le había hablado de un mensajero de Ibn Ammar, pero no le había dicho que se trataba del hombre llamado Zaquti. Tal vez Zaquti todavía viniera en lo que quedaba del día. El día anterior había llegado dos horas antes de la puesta de sol. Karima empezó a leer, pero su mente se perdía una y otra vez en divagaciones.
Intentó recordar las cosas que Yunus le había contado de Barbastro cuando volvió de su largo viaje. También había hablado de Lope, ella lo recordaba. ¿Cuánto tiempo había pasado? En aquel entonces Lope no podía haber sido mucho mayor de lo que ella era ahora. ¡Qué experiencias habría vivido! ¡Qué vida tan peligrosa debía de llevar, que le deparaba tales heridas!
Llevaba leída media página cuando aparecieron dos jinetes en la entrada del valle. Karima los vio subir trotando por la carretera. Mucho antes de que llegaran a la bifurcación, ella ya sabía que aquel era Zaquti, quien, como el día anterior, venía escoltado por un lancero de Ibn Ammar. Karima se cercioró de que Ammi Hassán seguía trabajando en el jardín y esperó hasta que los jinetes estuvieron a sólo cien pasos de la casa. Entonces bajó lentamente la escalera.
Cogió un atado de leña del cobertizo contiguo a la cocina y se dirigió con él al madjlis. Yunus estaba de pie tras su pupitre, escribiendo. Karima se quedó en el umbral hasta que Yunus levantó la mirada; entonces le preguntó si lo molestaba, y como él negó con la cabeza, se puso a amontonar la leña en la chimenea. Al atravesar el patio había oído que llamaban a la puerta y ahora escuchó que la puerta se abría, pero se hizo la desentendida.
– Nuestro paciente tiene visita -dijo Yunus.
Karima se cubrió la boca con el extremo de su malhafa cuando Ammi Hassán entró con Zaquti, y se mantuvo en un discreto segundo plano mientras los hombres se saludaban.
Zaquti tenía unos cuarenta años. Karima no podía calcularlo con más exactitud. Era alto y nervudo, y de cara delgada y del color del cuero de vaca. Tenía el ojo izquierdo en blanco, y el párpado le colgaba hasta la mitad, lo que le confería un aspecto inquietante; pero, por algún motivo, Karima lo encontraba simpático. Tal vez se debía a su voz, inusualmente profunda, que tenía un tono cálido y familiar.
Cuando los hombres se pusieron en camino hacia la parte trasera de la casa, donde se encontraba la habitación para enfermos, Karima se les unió. Caminaba de puntillas y sin llamar la atención, con la esperanza de que su padre no se percatara de su presencia. Pero Yunus, al llegar al pasillo que conducía al segundo patio interior, se detuvo junto a la puerta, se volvió hacia su hija y le dijo sin dar a sus palabras un tono especial:
– Volveremos en seguida al madjlis, Karima. Prepara algo de beber para nuestro invitado. Y dile a Dada que atienda al joven que ha venido con él.
Karima estaba tan desilusionada que sólo pudo asentir en silencio y se quedó un rato en el oscuro pasillo, tratando de contener las lágrimas. Luego fue a la cocina, dio el encargo a Dada, cogió del fogón una cacerola llena de brasas y avivó con ellas el fuego del madjlis.
Cuando oyó regresar por el patio a su padre y Zaquti, se sentó a la sombra de la mampara colocada junto a la chimenea. Los dos hombres estaban tan sumidos en su conversación que al entrar en el madjlis no parecieron advertir la presencia de la muchacha.
…demasiado bien pertrechados -decía Zaquti-. Además, vinieron persiguiéndonos. Si se hubiera tratado de una banda nos habrían emboscado, y no hubiéramos tenido prácticamente ninguna oportunidad. Sus caballos estaban agotados; al final eso fue lo que nos salvó. Estamos seguros de que era gente de Badajoz, aunque no mostraron ningún pendón, claro está. La mala suerte fue que no los vimos hasta que ya los teníamos en los talones. -Calló al ver a Karima, quedándose de pie frente al asiento que le ofrecía Yunus y haciendo una ligera reverencia.
– Mi hija Karima -la presentó Yunus. Parecía sorprendido por su presencia, y ella, durante un instante de inquietud, creyó que su padre le pediría que se marchase, como ya había hecho antes en el pasillo. Sin embargo, Yunus se volvió nuevamente a su invitado y le pidió que tomara asiento.
– Venían tan rápido que no tuvimos tiempo para pensar -continuó Zaquti-. Nuestro problema era que sólo llevábamos armadura ligera. Lope era el único que llevaba doble coraza. En ese momento tampoco sabíamos que sus caballos estaban tan cansados, de lo contrario no nos habríamos dejado alcanzar. Pero al principio exigieron al máximo sus caballos, y cabalgamos un buen rato delante de ellos sin poder poner más tierra de por medio. Luego llegamos a una cuesta donde el camino se estrechaba, y Lope propuso que atacásemos los tres para que el hijo del conde sacara algo de ventaja a nuestros perseguidores.
Karima escuchaba el relato de Zaquti con la respiración contenida, tan nerviosa que también tragó cuando el hidalgo se llevó la jarra de pico a la boca.
Mientras cabalgábamos nos habíamos puesto los petos, tan bien como pudimos. Al llegar a un recodo del camino Lope quiso detenerse y atacar él solo. Nosotros debíamos seguirlo un momento después. Todos sabíamos que no teníamos nada que hacer contra nuestros perseguidores: eran más de veinte hombres. Sólo podíamos intentar detenerlos un momento, y éramos conscientes de que no existía prácticamente oportunidad alguna de escapar. Pero en tales situaciones uno no piensa mucho. -Esbozó una sonrisa torcida y echó otro trago-. Lope dirigió su caballo hacia un punto que le parecía favorable y emprendió solo el ataque, como habíamos acordado. Nosotros lo veíamos desde entre los árboles. Los perseguidores se detuvieron al verlo aparecer. En ese lugar la vereda del bosque era tan estrecha que nuestros perseguidores no podían agruparse, pero era lo bastante ancha para hacer caer a Lope en un saco… No sé si sabéis a lo que me refiero.
Echó una mirada escudriñadora a Yunus, y al ver el gesto interrogante de éste, se puso a explicar la situación acomodando almendras y piñones sobre la bandeja. Depositó dos líneas con los dedos sobre el blanco latón pulido, que debían representar los linderos del bosque a izquierda y derecha del camino, y colocó entre ambas líneas varias hileras de piñones, que harían las veces de los perseguidores. Luego cogió una almendra entre el pulgar y el índice.
– Imaginad que éste es el atacante -dijo, llevando la almendra a lo largo de las líneas, en dirección a los piñones-. Cuando el atacante está lo bastante cerca, los jinetes de la primera línea se apartan hacia ambos lados, dejándolo pasar. Los de la segunda línea ponen sus caballos de lado, cerrando el camino. -Colocó los piñones tal como había explicado-. El caballo del atacante se detiene ante la muralla de jinetes, y ya lo tienen en la trampa. – Puso la almendra entre los piñones y se recostó en su asiento.
¿El caballo se detiene? -preguntó Yunus, sorprendido.
– Si no encuentra ninguna brecha, no le queda más remedio que detenerse -confirmó Zaquti-. El jinete no tiene ninguna oportunidad.
Volvió a inclinarse hacia delante y cogió dos almendras más.
– Esa era la situación cuando atacamos nosotros. Los dos jinetes del lado del escudo de Lope ya casi lo habían derribado de su caballo. El primero lo golpeaba en el cuello para hacerlo caer de su cabalgadura, con lo que Lope tuvo que levantar la pierna izquierda, y el segundo consiguió meterle la lanza bajo la protección de la pierna. De ahí esa extraña herida. Estaban tan concentrados en Lope que cuando nos vieron ya era demasiado tarde y no tuvieron tiempo de salir a nuestro encuentro. Derribamos a los dos primeros. Eso dio tiempo a Lope para incorporarse. Nos gritó que huyéramos. Había advertido que los caballos de los otros estaban extenuados, según me dijo más tarde. Así que escapamos los tres a todo galope, Lope todavía con la lanza clavada en la pierna. Pensé que tenía la lanza atravesada, pero Lope estiró la pierna hacia atrás y arrastró la lanza un buen trecho, hasta que ésta cayó. Por eso la herida estaba tan desgarrada. Los otros nos persiguieron, pero pudimos dejarlos atrás. Yo todavía conseguí acertar a los primeros con tres o cuatro flechas, lo que nos dio una ventaja considerable. Sólo después de eso vi la sangre en la herida de Lope. No goteaba, salía a chorros, como de un odre agujereado. Sabía que Lope no llegaría muy lejos con esa herida. Cuando ya habíamos dejado atrás la cuesta y estábamos lo bastante lejos de nuestros perseguidores, mandé al tercer hidalgo que siguiera adelante con el hijo del conde, le quité las riendas a Lope y llevé su caballo hacia el bosque. Nos internamos entre los árboles hasta donde ya no se nos veía desde el camino.
Miró pensativo los frutos secos que había acomodado sobre la bandeja y balanceó la cabeza, pesada por el recuerdo.
– Así fue -dijo-. Dios protege a quienes quiere proteger.
Karima había escuchado con perplejo interés. La expresión de su rostro era tan tensa, que Zaquti sonrió sin querer al verla. Yunus se volvió, espantado.
– ¡Todavía estás aquí! -dijo-. ¡Creía que te habías ido hacía rato!
Karima se levantó obedientemente, escondió el rostro bajo el pañuelo de la cabeza y salió del madjlis sin despedirse. Al cerrar la puerta, apoyó la espalda contra ésta y se quedó petrificada, respirando hondo. Creía que sus piernas cederían bajo su peso.
Yunus tenía que ir al palacio a primera hora de la mañana, y Karima lo acompañó hasta la puerta. Sabía que su padre no volvería hasta el atardecer. Tenía todo un largo día por delante. En algún momento de ese día tenía que presentársele la oportunidad de entrar en la habitación para enfermos, de ver a Lope. Había pensado tanto en el relato de Zaquti, tenía tantas preguntas. Tenía que verlo. Tenía que hablar con él como fuera.
Amparándose en todos los pretextos posibles, entró en la cocina y, con zalamera amabilidad, se ofreció a ayudar a la vieja Dada.
– ¿Puedo ayudarte, Dada? ¿Voy por hierbas? ¿Barro el terrado?
Cuando la comida de Lope estuvo lista, Karima preguntó con aire inocente y dispuesto a ayudar si debía llevársela ella. Al advertir que Ammi Hassán estaba en la parte posterior de la casa, cerca de la habitación para enfermos, se inventó una pregunta que tenía que hacerle ella misma y urgentemente. Pero Dada no se dejó embaucar.
– La comida se la llevo yo -dijo la vieja criada-. Y Ammi Hassán volverá en seguida. ¡Tú pregunta tendrá que esperar un momento!
Dada tenía bien abierta la puerta de la cocina y no le quitaba ojo a Karima. Vigilaba el pasillo como un mastín. Era imposible pasar por allí sin que la vieja criada se diera cuenta.
El día fue pasando, con Karima tanto más nerviosa cuanto más tarde se hacía. Un par de veces estuvo a punto de aventurarse sin más, pasando por la cocina sin hacer tantas preguntas y desapareciendo por el pasillo. Pero al final siempre se contenía. Sabía que Dada se lo habría contado todo a su padre, y no quería parecer desobediente.
Esperó la llegada de Zaquti. Confiaba en que el hidalgo distrajese a Dada, y ella tuviera así ocasión de entrar en el patio trasero sin ser vista. Pero esperó en vano. Zaquti no apareció ese día.
Por la noche, tras el regreso de Yunus, Karima se encerró en su habitación y lloró de desilusión.
Al día siguiente, el azar vino en su ayuda. Estaba sentada en el madjlis, bordando el forro de un cojín que formaría parte de su ajuar. Por momentos trabajaba como una poseída, como si quisiera acelerar el tiempo, que transcurría con tan atormentadora lentitud; y por momentos simplemente se quedaba allí sentada, sin dar una sola puntada en media hora, con las manos colgando entre las rodillas y los ojos clavados en el suelo, sin ver nada. No podía concentrarse en su trabajo, pero tampoco conseguía fijar su mente en ningún otro pensamiento. En su cabeza, todo andaba revuelto. Ya ni siquiera se conocía a sí misma.
A mediodía llegó la mujer que pasaba todas las semanas a recoger la ropa para hacer la colada. La vieja Dada se fue con ella, porque la pila de ropa era demasiado grande y porque sabía que Karima estaba bajo la vigilancia de su padre. Pero media hora después Yunus fue llamado del palacio, y así, de pronto, todos se habían marchado. Karima se había quedado sola en casa con Ammi Hassán, y con Ammi Hassán podía hablar, siempre se había entendido con él, él era incapaz de negarle nada. No pendió el tiempo. Pero Ammi Hassán era más testarudo de lo que ella pensaba. El criado estaba amontonando leña en el cobertizo contiguo a la cocina, y tenía ocupado el pasillo. Cuando Karima salió de la despensa con un plato de dátiles y frutos secos en la mano, y pasó muy segura de sí misma junto al criado, rumbo a la puerta que daba al patio trasero, Ammi Hassán salió corriendo detrás de ella agitando los brazos.
– ¡Adónde vas, niña! ¡Qué te propones! ¡Qué dirá el hakim! ¡Qué dirá Dada! -Había tenido que prometer solemnemente a los dos que vigilaría a Karima.
Ella intentó tranquilizarlo. Sólo quería llevar unas golosinas al paciente; no había nada malo en ello. Ni siquiera Dada podría oponerse. Además, Dada no se enteraría. Y Karima, sin más, dejó allí plantado al buenazo de Ammi Hassán. Sabía que tarde o temprano el criado subiría al terrado a vigilar si venía Dada. Lo conocía bien, y le constaba que él nunca la delataría.
Cuando entró en la habitación, Lope dormía, y en un primer momento Karima se sintió desconcertada, pues no se le había ocurrido la posibilidad de que Lope no estuviera despierto. No sabía si retirarse o hacer notar su presencia de algún modo, y estaba casi decidida a salir de la habitación cuando de pronto Lope abrió los ojos. El muchacho despertó de inmediato y miró fijamente a Karima, lo que la precipitó aún más en su desconcierto.
Sintió que se le subían los colores y, levantando el plato de frutos secos, murmuró algo. Sentía como si tuviera que dar inmediatamente una explicación. Luego se dio la vuelta rápidamente, buscando un objeto sobre el cual poder dejar el plato. Se sentía espantosamente insegura. Aún tenía ante los ojos la imagen de Lope de hacía dos días. En ningún momento había pensado que Lope hubiera podido recuperarse tanto en ese breve tiempo. Todavía estaba blanco como la pared, pero se lo veía inquietantemente despierto.
Arrimó un taburete a la cama, puso el plato encima, y se quedó de pie junto al enfermo sin saber qué hacer. No sabía dónde meter las manos, ahora que ya no tenía que sostener el plato.
– ¿Cómo va la pierna? -preguntó, sólo para romper el silencio.
Lope la seguía contemplando, sin apartar la mirada ni un solo instante.
– Sí, la pierna -dijo Lope-. Pronto estará bien.
Ella asintió y pensó desesperada qué otra cosa decir. Se sentía indefensa. Nunca antes le habían faltado las palabras. ¿Qué le pasaba? Tiró de una hilacha del tapiz de la pared. Arrimó el taburete más cerca de la cama.
– Dice mi padre que Ibn Ammar quiere enviar una litera -dijo débilmente, mirando la pared. Sentía la minada de Lope puesta en ella, y no se atrevía a devolverla. ¿Qué le había pasado? Hacia dos días lo había mirado a los ojos sin temor, ¿por qué ahora ya no podía hacerlo?
– Una litera? ¿Para qué? -oyó decir a Lope. Ella seguía tiesa como una lámpara junto a la cama.
– Creo que ya debo irme -dijo, echando una rápida mirada a Lope, y vio la desilusión en su rostro. Encontró otro punto del tapiz del que podía tirar.
– Quería preguntarte algo -dijo Lope.
Karima se volvió hacia él.
– ¿Si? -dijo, molesta porque su voz sonara tan indiferente.
Lope se enderezó con cuidado e intentó acomodarse un cojín debajo de la espalda. Ella se lo impidió.
– No debes levantarte -dijo con voz severa-. Si te mueves mucho la herida puede volver a abrirse. -Le acomodó el cojín debajo de la cabeza. Lope se conformó.
– ¿Cómo es que sabes todas esas cosas? -preguntó Lope.
– Por mi padre -dijo Karima, y como Lope se quedó mirándola en silencio, un momento después añadió a modo de explicación-: A veces me lleva a su consultorio, cuando tiene que tratar a una mujer.
– ¿Eres una hakim, como tu padre? -preguntó respetuosamente Lope.
– ¡No! -respondió ella con una sonrisa complaciente-. Sólo lo ayudo a veces. Sé reconocer unas pocas enfermedades y sé tratar heridas, pero nada más. Aunque intento aprender, y leo los libros que me da mi padre.
Lope la miró con los ojos muy abiertos.
– ¿Puedes leer libros? -preguntó asombrado.
¿Por qué no? No es nada raro -dijo ella sin pensar, pero calló de pronto al darse cuenta de la penosa situación en la que había puesto a Lope. Karima conocía las cómicas historias que se contaban sobre los españoles del norte. Que ni siquiera sabían escribir su nombre, y que en su lugar dibujaban una cruz. Que sus cuerpos sólo tocaban agua dos veces en toda su vida: cuando los bautizaban y cuando lavaban su cadáver. Que se alimentaban de ajos, cebollas y leche enmohecida. Que creían en hechizos y estupideces semejantes, y que no eran más cultos que los cerdos con los que compartían techo. Desde luego, Karima sabía que esas historias eran exageradas, pero no podía saber cómo reaccionaría Lope. No quería que él la tomara por una presuntuosa.
– Tuve una institutriz que me enseñó -dijo, y añadió con una amable sonrisa-: Es muy fácil. Tú también podrías aprender si alguien te enseñara.
Lope la miró, dubitativo.
– ¿Yo también podría aprender? -preguntó.
– ¿Por qué no? -respondió ella.
Lope se quedó pensando un rato. Luego preguntó con tímido celo:
– Puedes enseñarme tú?
Karima balanceó la cabeza.
– No tengo aquí mis útiles de escribir -dijo.
– ¿Y no puedes ir a traerlos? -preguntó Lope.
Karima quiso disuadirlo, pero al ver la seriedad con que él la miraba flaqueó de pronto, y se levantó vacilante.
– Tienes que estarte quieto y dormir -dijo en fingido tono de reproche-. Mi padre se enfadará si te lo impido.
– No se enterará -dijo Lope.
Karima corrió al primer patio y a su habitación, reunió rápidamente sus útiles de escribir, cogió una hoja de papel y corrió de regreso.
– ¡Karima! ¡Niña! -le gritó Ammi Hassán desde el terrado-. ¡No deberías hacer eso, niña! ¡Regresa!
Karima no le hizo caso. De repente se le había ocurrido la idea de pedir permiso a su padre para enseñar a Lope a leer y escribir mientras éste tuviera que guardar cama. Contuvo el paso al llegar a la puerta de la habitación de Lope y se esforzó por parecer tranquila, aunque en realidad tenía el corazón en la garganta. Vio que Lope había aprovechado su breve ausencia para ponerse un segundo cojín bajo la espalda. Hizo como que no lo había notado. Dejó el plato de frutos secos en el suelo y se sentó en el taburete; luego se puso la carpeta sobre las rodillas y extendió encima la hoja de papel.
Lope observó atentamente cómo la muchacha alisaba el papel con la moleta, cortaba una nueva punta a la pluma y la metía en el tintero.
– ¿Qué escribo? -preguntó Karima.
Lope miró la pluma.
– Tu nombre -propuso.
Karima bajó rápidamente la cabeza y encaró la hoja de papel blanco que tenía sobre las rodillas. Súbitamente había recuperado toda su seguridad en si misma.
– ¿En qué caracteres lo escribo? -preguntó-. ¿En caracteres árabes? ¿En hebreos? ¿En latinos? -Esperó su respuesta con la cabeza gacha, pero como Lope seguía mudo, levantó cuidadosamente la mirada y vio sus ojos dirigidos hacia ella con interrogante desconcierto. Karima sonrió sin querer-. Escribiré en caracteres latinos, como lo hacéis vosotros -dijo, y empezó a escribir su nombre en el papel con letras grandes y un tanto inseguras. No tenía mucha práctica con los caracteres latinos.
Lope observó los incomprensibles signos con una especie de sagrado respeto, y vio cómo Karima iba señalando con el dedo cada una de las letras.
– K-a-r-i-m-a – deletreó.
La mirada de Lope iba y venía entre el dedo de la muchacha, que señalaba las letras, y sus labios, que formaban los sonidos. Luego leyó él el nombre, tal como ella lo había hecho antes:
– Ka-ri-m-a. -Volvió a leerlo-: Ka-ri-m-a… -Luego miró a su profesora con ojos cargados de expectación, como si ya hubiera descifrado el misterioso enigma de la lectura, volvió a empujar el papel hacia Karima y dijo, arrebatado por la vehemencia de su entusiasmo:
– ¿Puedes escribir también mi nombre? ¿Puedes escribir Lope?
Karima hundió la pluma en el tintero y escribió el nombre de Lope debajo del suyo.
– L-o-p-e -deletreó la muchacha-. ¿Quieres intentarlo tú mismo? -preguntó, acercándole la carpeta con el papel y poniéndole la pluma en la mano.
Lope apoyó la punta de la pluma e intentó, con mano torpe, copiar las primeras letras de su nombre. La pluma se resistió, dejando manchas de tinta, y Lope, intimidado, se dio por vencido. Dirigió la mirada a Karima en busca de auxilio, y ya estaba a punto de devolverle la pluma cuando vio la sonrisa alentadora en el rostro de la muchacha. Entonces hizo acopio de valor, volvió a hundir la pluma en el tintero, como le había visto hacer a ella, la apoyó de nuevo en el papel y, de repente, se puso a dibujar un círculo alrededor de sus dos nombres. La pluma crujía, pero esta vez Lope no se dio por vencido y la llevó con mano sorprendentemente segura por el papel, hasta cerrar el circulo.
Karima no se atrevía a mirarlo a la cara. Apenas se atrevía a respirar.
Tenía la mirada fija en los dos nombres sobre el papel blanco, y en el circulo que los rodeaba. De pronto el silencio era tal que parecía como si el universo terminara en las paredes de esa habitación en la que estaban sentados el uno frente al otro. Cuando Karima levantó los ojos, sus miradas se cruzaron y se creó entre ellos una extraña intimidad, que ya no conocía temor alguno, y por un instante fue como si estuviesen solos en el universo.
Luego, sin embargo, irrumpió desde fuera la voz de Ammi Hassán, y la magia volvió a romperse.
– ¡Niña! ¡Karima! -gritaba el criado-. ¡Ven, deprisa! ¡Dada ya está en el camino, no tardará nada en llegar!
Karima se levantó de un brinco, corrió hacia la puerta y vio a Ammi Hassán gesticulando en lo alto del terrado.
– Tengo que marcharme -dijo, y volvió rápidamente para coger la pluma y el tintero. Quiso llevarse también la hoja de papel, pero Lope la tenía cogida.
– ¿Puedo conservarla? -preguntó Lope.
Ella le dejó la hoja y se retiró rápidamente. Ya en la puerta, se volvió una vez más hacia Lope.
– ¿Vendrás otro día? -preguntó Lope.
Karima le devolvió la minada.
– No lo sé -dijo-. No lo sé.
Algo en su voz le hizo temer a Lope que no volvería a verla nunca más. La idea le resultaba insoportable, pero antes de que pudiera decir nada más, Karima ya había salido y cerrado la puerta.
Karima no encontró ninguna otra oportunidad de ir a la habitación de Lope. Yunus no tardó en regresar del palacio, y en los cuatro días siguientes no salió de casa. Cuando él estaba en el jardín, Dada se metía en la cocina y no se alejaba de allí ni un paso. Cuando Dada iba a la compra, Yunus se ponía a trabajar en el primer patio y no perdía de vista el pasillo. Era como si ambos se hubiesen puesto de acuerdo secretamente.
Karima no volvió a ver a Lope hasta que llegó la litera que lo llevaría a Sevilla. Estaba a la puerta, junto a Yunus, cuando sacaron a Lope de la casa. Su única despedida fue una breve mirada.
Cuando volvieron al interior de la casa, Karima encontró un pretexto para subir al terrado. Desde allí arriba siguió la litera con la mirada, hasta que desapareció por la salida del valle. Karima sabía que le había ocurrido algo que nunca podría borrar. También sabía que no existía esperanza alguna para los sueños a los que se entregaba. Pero no quería admitirlo.
A Lope el tiempo se le hacía interminable. Lo habían llevado al hospital donado por Ibn Ammar. Yacía en una habitación alargada, ocupada por ocho camas dispuestas en una hilera. La suya se hallaba adosada a una pared, y su único vecino era un anciano silencioso y de mirada perdida con el que no podía hablar. Dos veces al día lo visitaba Zacarías, el joven médico que Yunus le había presentado como su discípulo, y le examinaba la herida. Tenía mucho tiempo para pensar. Sus pensamientos giraban en torno a Karima, y se perdían en reflexiones siempre distintas sobre cómo verla otra vez. Se resistía a pensar más allá, depositaba todas sus esperanzas exclusivamente en ese ansiado reencuentro. Cuando se acumulaban demasiados obstáculos ante sus pensamientos, cogía la hoja de papel en la que estaban sus dos nombres y sacaba de ella renovadas esperanzas.
Cada dos días lo visitaba Zaquti. El hidalgo era un hombre inteligente, además de un buen amigo. Parecía intuir lo que preocupaba a Lope. Cuando un día Zaquti llevó la conversación a aquel asunto, cogió a Lope tan de improviso que éste no tuvo tiempo de ponerse bajo cubierto.
– En Guarda me hablaste una vez de una muchacha -dijo Zaquti-. ¿Era la hija del hakim judío, verdad?
Lope no respondió, pero su silencio fue bastante elocuente.
– Es muy bella, como tú decías -continuó Zaquti-. Dios sabe que es tan bella como las mujeres de nuestros sueños. -Regaló a Lope una mirada de comprensión y añadió en tono serio-: No es justo que Dios nos deje sólo soñar con ese tipo de mujeres.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Lope.
– Tú sabes por qué lo digo -respondió Zaquti, mirando más allá de Lope-. No eres el único que va por el mundo arrastrando sus sueños. ¿Por qué crees que abandoné a mi familia? ¿Por qué me marché de Coimbra? Ella era la hija de nuestro vecino. Estaba prometida a mi hermano mayor. Lo habría matado para hacer realidad mi sueño. ¿Matarías a tu hermano por una mujer?
– Ella no está prometida a nadie -respondió Lope-. Me lo hubiera dicho.
– Tiene por lo menos quince años -lo interrumpió Zaquti con suave insistencia-. Ya ha pasado la edad en que las muchachas suelen casarse.
Hace mucho tiempo que está prometida a un hombre. Créeme, Lope. No empeñes tu corazón a una mujer así. Tienes que olvidarla, ¿me oyes? No es mujer para gente como nosotros. Mientras más pronto la olvides, más fácil te resultará.
Lope no dijo nada.
– Piensa también en el hakim -continuó Zaquti-. Tú me has contado cuánto lo aprecias. ¿Quieres hacerlo infeliz? ¿Por qué crees que ha insistido tanto en que te saquen de su casa y te traigan aquí? ¿Quieres exigirle que entregue a su hija como mujer a un cristiano, a un hidalgo que no posee más que el caballo que monta?
Lope seguía mudo.
– Tienes que olvidarla, Lope -dijo Zaquti, lleno de comprensión-. El tiempo te ayudará. El tiempo te curará la herida de la pierna, y te curará también la otra. No tardes en recuperarte. El visir nos ha acogido muy bien. No consiente que nos falte nada. La olvidarás. Nada ayuda más a olvidar a una mujer que otra mujer. Date prisa en salir de aquí. Éste no es lugar para ti. Aquí los días son muy largos, y las noches muy solitarias.
Hablaba con la misma voz preocupada que Zacarías, el médico que cada día recomendaba a Lope que no moviera la pierna herida y que no se levantara de la cama bajo ninguna circunstancia. Lope ya tenía bastante con seguir las prescripciones del médico. No, no podía olvidar a la muchacha. Nunca la olvidaría. Ni en toda su vida.
Los médicos seguían manteniéndolo en cama. A veces venían en grupos de dos o de tres, examinaban la herida, intercambiaban opiniones en su idioma, que Lope no comprendía, asentían satisfechos con la cabeza, sólo para luego aconsejarle una vez más, y con la misma insistencia de siempre, que aún tenía que cuidarse. Tres semanas después le permitieron levantadse por primera vez.
Fuera era primavera. El sol brillaba cálido en el cielo, los pájaros cantaban, y en los arriates del patio interior florecían los narcisos. Esa mañana estaba de buen humor hasta el viejo criado gruñón que, antes de las visitas de los médicos, pasaba con el escobillón de trapos por entre las camas arrastrando los pies.
Lope había albergado la esperanza de que su estancia en el hospital terminara ese día, pero cuando Zacarías, con ayuda de un enfermero, lo levantó cuidadosamente de la cama, y él intentó por primera vez sostenerse por sus propios pies, comprendió que su alegría había sido prematura. Sus piernas ya no soportaban su peso; sus músculos estaban tan débiles que hasta le flaqueaba la rodilla de la pierna sana. Tenía que volver a aprender lentamente a usar sus piernas.
Pasaron cinco días hasta que, por fin, pudo caminar sin ayuda de nadie, aunque con una muleta. Tres días después consiguió dar toda una vuelta al patio interior, acompañado por Zacarías. Una semana más tarde fue dado de alta.
El hijo del conde y sus acompañantes habían sido instalados en una de las casas de huéspedes del palacio de Dimaq, en las colinas que se levantaban a este lado del río. Era una gran casa con servidumbre propia, en la que sólo se alojaban ellos. Cuando Lope llegó, el joven conde no estaba. Se encontraba en el palacio. Zaquti ya había contado a Lope que el pequeño conde había trabado amistad con uno de los hijos de al-Mutamid y que era invitado con frecuencia al harén del príncipe. El infanzón de más rango había asumido el papel de dueño de casa, y andaba pavoneándose vestido de moro y haciéndose servir como un príncipe moro.
– No se vive mal aquí, muchacho -dijo al saludar a Lope.
– Ya lo veo -contestó Lope.
– ¡Primero tienes que ver a las mujeres! -dijo el infanzón-. ¡No puedes imaginarte las mujeres que tienen aquí!
Zacarías había dado a Lope instrucciones precisas, que le mandaban hacer cada día un número determinado y cada vez mayor de ejercicios para desentorpecen la pierna y fortalecer los músculos. Cada dos días debía ir al palacio para que el médico de la corte le examinara la herida, que aún no se había cerrado por completo. Zaquti lo ayudaba con los ejercicios. Zaquti lo acompañaba al médico. Zaquti estaba siempre cerca de Lope. Y ambos evitaban hablar de la hija del hakim.
A veces, hacia el atardecer, el infanzón se dignaba a aparecer, daba un manotazo a Lope en la espalda y decía:
– ¿Y bien, muchacho? ¿Vienes conmigo a los baños? ¡Te digo que jamás has visto mujeres así!
Lope rechazaba la oferta. Ni mujeres ni baño. El médico se lo había prohibido, mientras la herida siguiera abierta.
Zaquti se quedaba con él. Zaquti no lo perdía de vista. Cuando el médico le permitió volver a montar a caballo, Zaquti lo acompañó en su primera cabalgada a través de las colinas que rodeaban el palacio y del olivar que se extendía como un bosque gigantesco, infinito, entre el río y las montañas del norte.
Una tarde, cuando regresaron a casa tras un largo paseo a caballo, Zaquti propuso ir a los baños. Lope declinó la propuesta, pero al final terminó dejándose convencer. Estaban solos; los dos infanzones y sus hombres habían salido de cacería.
Los baños se encontraban dentro de las murallas del palacio y se llegaba a ellos por una estrecha puerta que sólo se abría cuando alguien había anunciado su visita. Zaquti había avisado al administrador de la casa antes de salir a dar el paseo a caballo.
Entraron en un salón inundado por una luz tenue, con las paredes encaladas y el techo muy alto, rematado por una cúpula. Sobre la entrada había una pequeña galería adornada con columnas. En las paredes se abrían nichos provistos de colchones y cojines, que podían aislarse del exterior mediante unas cortinas. Reinaba una agradable calma. No había nadie más que ellos, ni siquiera un criado de los baños. Tuvieron que coger ellos mismos las futas y toallas. Zaquti sabía dónde encontrarlo todo: sandalias, cazuelas de jabón, esponjas, cepillos, navajas de afeitar. Por indicación de Zaquti, el baño de vapor había sido calentado sólo moderadamente, en precaución por la herida de Lope.
Se sentaron el uno junto al otro en los peldaños colocados frente a la pared del horno, y esperaron relajados a que el sudor empezara a brotar por sus poros. De algún lugar indeterminado les llegaba una voz, que susurraba una canción; una voz de mujer, muy cercana. Zaquti se metió en la piscina de agua caliente, se dio un chapuzón y regresó lentamente.
– Si quieres, puedes pedir que te den masajes -dijo-. Te hará bien, créeme. -Tenía la cabeza gacha.
– No -dijo Lope-. Eso no es para mi.
– Como quieras -dijo Zaquti-. Sólo era una sugerencia.
De pronto Lope sentía una extraña intranquilidad, que le impedía disfrutar del baño. Se lavó con inapropiada prisa y dejó a Zaquti solo en el baño de vapor, para dirigirse al salón, donde se secó rápidamente, se puso la futa alrededor de las caderas y se tumbó en una de las esteras extendidas junto al pozo. Se puso boca abajo, apoyó la cabeza en la curvatura del brazo e intentó relajarse. Pero no consiguió dominar su inquietud. Sentía las extremidades pesadas, pero tenía la mente por completo despejada, y el oído atento al silencio, como un niño que, en una caverna oscura, se siente rodeado por amenazadores espíritus. Creía oir voces, apenas perceptibles, como apagadas por una tupida cortina; entre ellas, una voz gruesa. ¿La voz de Zaquti? No podía determinarlo a ciencia cierta, a pesar de que retenía la respiración para oir mejor.
Luego, de repente, se sumaron otros ruidos, un suave y rápido tintineo, cuchicheos sofocados. Y otra vez silencio. Y de pronto, muy cerca, una risita disimulada, tan cercana que Lope levantó la cabeza, sobresaltado. No se veía a nadie; el salón estaba tan vacío como antes. Ni un ruido más. Luego volvió a empezar el cuchicheo. Lope escuchó con la cabeza ladeada. Parecía llegar de todas partes, se encajonaba en la cúpula, estaba por doquier, un secreteo contenido y una risita reprimida, que poco a poco fue reuniendo valor y se atrevió a soltarse cada vez más, mientras Lope intentaba en vano localizarla.
Hasta que finalmente se dio cuenta de que provenía de la galería bajo la que se hallaba.
Allí arriba había dos muchachas, mirándolo, que se retiraron entre risas cuando él las descubrió. Un instante después volvieron a asomarse. Una era muy morena; la otra, de piel clara y cabellos negros y sueltos que colgaron hasta muy abajo cuando se inclinó sobre la barandilla. Las muchachas se daban golpecitos, soltaban risas entrecortadas y secreteaban entre sí. La morena enseñó los dientes, riendo, y la otra se sujetó el cabello en un moño y dijo con voz grave y gutural.
– ¿Qué estás haciendo ahí abajo, tan solo? ¿Eres uno de los españoles? ¿Eres el amigo de Zaquti? -Tan extraño era el dialecto que hablaba que a Lope le costó trabajo entenderla.
Respondió asintiendo con la cabeza. Estaba tan confundido que habría asentido a cualquier pregunta. Vio que las dos muchachas se ponían de acuerdo con una breve mirada, para luego penderse de vista. Las oyó bajar por la escalera, se sentó y se echó rápidamente la toalla sobre los hombros. Las muchachas salieron de uno de los nichos, por una puerta oculta tras la cortina. Ambas llevaban idénticos vestidos rojos brillantes y gruesos cinturones dorados, que resaltaban las formas de sus cuerpos de una manera que Lope no había visto nunca antes.
– ¿Dónde está el que se llama Zaquti? -preguntó la muchacha del cabello largo.
Lope señaló sin decir nada la puerta que daba al baño de vapor.
La muchacha hizo una señal a la otra con la cabeza y la morena se quitó el cinturón, se escurrió de su vestido con un hábil movimiento y lo arrojó a los peldaños que conducían al nicho. Lo hizo con tal gracia y tan poco recato como si ni siquiera se hubiera enterado de la presencia de Lope. Estaba desnuda, a excepción de las joyas que llevaba encima. Una potranca morena de largas piernas. Los aros que lucía alrededor de los tobillos tintinearon ligeramente mientras la muchacha caminaba hacia el otro extremo del salón. Lope la miraba como a una aparición. Al llegar a la puerta que daba al baño de vapor, se detuvo y echó por encima de los hombros una mirada burlona y desdeñosa, revelando que era muy consciente del efecto que producía en los hombres.
– ¿Te gusta más que yo? -preguntó la otra con su voz gutural.
Lope volvió la cabeza bruscamente. La muchacha del cabello largo también se había quitado el vestido, y se erguía desnuda frente a él. Estaba mejor formada que la morena; era más llena, de pechos amplios y caderas redondeadas. Sonrió a Lope con sus ojos achinados mientras se envolvía con incitante lentitud en una futa y soltaba los nudos de sus cabellos.
– ¿Te gusto? -preguntó sonriendo.
Lope no pronunció palabra. Estaba desesperadamente enfrascado en un esfuerzo por recobrar la compostura.
La muchacha cogió jabón y una esponja.
– Espérame aquí -dijo, corriendo la cortina del nicho-. Tú a mí sí ¡me gustas.
Lope era incapaz de moverse. Cuando ella pasó a su lado, tocándole suavemente una mejilla con la mano, Lope estaba sentado como un monje en oración. No volvió en si hasta que la muchacha salió del salón. Se levantó de un salto, se arrancó la futa del cuerpo, recogió rápidamente sus cosas, se echó encima el abrigo y salió del baño con la misma prisa que si lo persiguieran con un látigo.
Por la noche, Zaquti llamó a la puerta de su habitación. Lope lo oyó, pero no contestó. Al acostarse, no pudo dormir. Intentaba traer a su mente la imagen de Karima, pero siempre irrumpía la muchacha de los baños, con su incitante sonrisa y su tentador andar cimbreante, que se negaba a dejarlo en paz.
Por la mañana, antes de que Zaquti despertara, Lope mandó ensillar su caballo y cabalgó hacia el norte. Atravesó con tan furioso galope montañas y olivares que los campesinos huían desbandados a su paso. Forzó su caballo hasta casi reventarlo.
Encontró la entrada del valle que llevaba a la casa de campo del hakim.
Cuando tomó por el estrecho sendero, su corazón golpeaba como un martillo. Cuando llamó a la puerta, le abrió un anciano que sólo hablaba árabe.
– Ishbiliya -dijo el anciano-. ¡Ishbiliya!
Lope comprendió que el hakim y su hija habían regresado a Sevilla.
El mensajero del al-Qasr llegó dos horas después de la medianoche. Los guardias no se atrevieron a llamar a la puerta de Ibn Ammar, porque el hadjib había caído rendido en la cama hacía apenas una hora. Despertaron rápidamente al kahraman, pero éste tampoco quiso asumir solo toda la responsabilidad, de modo que pidió consejo a Hadi, uno de los dos mozos de cámara, y sólo después se puso a gritar a la puerta cerrada, hasta que Ibn Ammar despertó.
Ibn Ammar necesitó unos momentos para sacudirse el sueño y comprender lo que ocurría. Llevaba a cuestas unos días muy intensos. Ibn Zaydun había muerto hacía una semana, y al día siguiente el príncipe lo había nombrado hadjib a él. Luego se había celebrado la larga y aburrida ceremonia de investidura, seguida inmediatamente por recepciones, audiencias, apariciones públicas en la mezquita principal y en cada barrio de la ciudad, además de las habituales reuniones con los visires, los directores de la cancillería y de la administración financiera, las preguntas de su propio camarero mayor, quien se enfrentaba a la tarea de multiplicar en pocas semanas la servidumbre de su señor, las discusiones con amigos íntimos y hombres de confianza sobre el reemplazo de funcionarios en puestos importantes de la administración, las visitas a los comandantes militares, con desfiles de tropas y más recepciones. Una larguísima cadena de obligaciones que lo tenían ocupado desde primera hora de la mañana hasta muy entrada la noche, y que no parecía tener fin.
Estaba tan cansado que apenas se sostenía sobre sus piernas, pero no le quedaba más remedio que vestirse y seguir al mensajero. El príncipe lo había mandado llamar, el príncipe lo estaba esperando, y el mensaje era de máxima urgencia.
Ibn Ammar intuía lo que le esperaba. No era la primera vez que al-Mutamid lo mandaba llamar en mitad de la noche. Pero lo que encontró esta vez superaba sus peores temores.
Lo llevaron al palacio de al-Mubarak, en la parte más antigua del al-Qasr, y dentro de éste, a la monumental torre cantonera en la que se hallaba guardado el tesoro del Estado. Pasó por los controles de guardias bien armados. Junto a la puerta interior lo esperaba un tembloroso mozo de cámara, quien le informó a toda prisa mientras subían rápidamente por la estrecha escalera. Poco antes de la medianoche, Al-Mutamid se había presentado a caballo, sin previo aviso, ante los guardias, acompañado tan sólo por una escolta que lo había seguido. Había exigido que se lo dejase pasar a la cámara del tesoro. Los dos centinelas de la guardia interior no lo habían reconocido, de modo que le habían hecho esperar en la puerta hasta que, siguiendo el procedimiento habitual, el comandante le había dejado entrar. El príncipe había montado en cólera, y cuando por fin le fue permitida la entrada, derribó a puñetazos al mayor de los dos centinelas, dejándolo tan maltrecho que habían tenido que llamar a un médico. Acto seguido, el príncipe había subido a la planta superior de la torre, él solo, rechazando toda compañía, y se había encerrado en la cámara del tesoro. Más tarde, había pedido que le trajeran vino y más luz, de modo que le habían enviado un paje. Finalmente, este paje había bajado con la noticia de que el príncipe deseaba ver a Ibn Ammar.
Ante la puerta revestida con barras de hierro que bloqueaba el acceso a las habitaciones más interiores había dos hombres de la guardia del príncipe, dos gigantescos sudaneses, en compañía del paje y el comandante de la guarnición que custodiaba el tesoro. El príncipe no se había movido desde que partió el mensajero en busca de Ibn Ammar. Tal vez se había tranquilizado, o a lo mejor se había quedado dormido. Según el mozo de cámara, el príncipe había comenzado a beber vino dulce por la tarde. Probablemente se había emborrachado hasta perder el sentido. El rostro del pequeño paje negro estaba gris de miedo.
Ibn Ammar no había entrado nunca en la cámara del tesoro. Al abrir la primera puerta, se encontró con un pasillo estrecho que llevaba al pie de una empinada escalera. La escalera terminaba frente a una segunda puerta reforzada con hierro. Llamó. Al no obtener respuesta, empujó la puerta. Ante él se abrió una habitación oscura, cubierta por altas bóvedas que descansaban sobre una columna central de una braza de grosor; una habitación de tales dimensiones que la luz de la lámpara de Ibn Ammar se perdía en ella. Ibn Ammar cerró la puerta al entrar y avanzó unos pasos en la habitación. Había oro y plata por todas partes, y la luz de su lámpara rebotaba centelleando desde todos los rincones. Oro en monedas, oro en barras, arcones llenos de oro, fuentes llenas de oro, grandes cacerolas de cobre llenas hasta el borde de monedas de plata, bandejas y jarras de oro y plata, vasos de jade y de cristal, escudos con incrustaciones de marfil colgados de las paredes, y cotas de mallas de plata pura, lujosas espadas, espuelas de plata y magníficas sillas de montar ricamente adornadas con plata, copas repletas de perlas, jacintos y rubíes, cuernos de extrañas curvas, imponentes colmillos de elefante, pieles de leopardo y, en medio, objetos curiosamente insignificantes, como un viejo remo roto y una sandalia gastada, junto a libros exquisitamente encuadernados dispuestos en largos estantes, y más y más montones de dinero, guardado en toneles y bolsas, acomodado en altísimas pilas o amontonado con descuido. El tesoro del príncipe de Sevilla, el gigantesco botín acumulado por al-Mutadid en el transcurso de su prolongado gobierno. El tesoro más grande de Andalucía.
Al príncipe no se lo veía por ninguna parte. Pero al fondo, bajo la sombra de la columna, algo de luz caía sobre una puerta entornada. Ibn Ammar rodeó la columna. Detrás de la puerta había un estrecho pasillo en el que se abrían otras dos puertas, una a cada lado. La puerta de la derecha estaba abierta, y en la habitación pequeña y fría que se extendía detrás encontró por fin al príncipe.
AI-Mutamid estaba arrodillado frente a un arcón apoyado contra la pared del fondo. Cuando Ibn Ammar llamó a la puerta, el príncipe se volvió precipitadamente, como un ladrón sorprendido en flagrante delito, y por un instante pareció como si quisiera arrojarse sobre el intruso. Parecía nervioso como un animal salvaje, y se puso en pie con la rapidez de una fiera. Tenía los ojos inyectados en sangre, la faja de la cabeza le colgaba alrededor del cuello y su rostro estaba empapado en sudor y cruzado por sus cabellos rojos, desgreñados y apelmazados. En la mano izquierda tenía una calavera.
– ¡Muhammad! ¡Muhammad! -lo llamó Ibn Ammar, en tono implorante-. ¡Muhammad, soy yo! ¡Abú Bakr, tu amigo! ¿Me escuchas, Muhammad?
AI-Mutamid se detuvo a tres pasos de su amigo, tambaleándose; sus ojos intentaban aferrarse a él, su boca se abría y se cerraba sin que saliera de ella sonido alguno. Ibn Ammar nunca lo había visto tan borracho. Era un milagro que todavía se tuviera en pie, y fue también un milagro que reconociera al hombre que estaba frente a él.
– ¡Abú Bakr! ¡Abú Bakr! -balbuceó con la voz ahogada en lágrimas-. ¡Abú Bakr! ¡Abú Bakr! -repitió una y otra vez, como si hubiera encontrado en ese nombre un anda que le diera apoyo firme en el mar de su borrachera-. ¡Abú Bakr, mi amigo! -gritó, y los ojos se le llenaron de lágrimas mientras extendía los brazos, se acercaba a Ibn Ammar y se aferraba a él con una desesperada e indefensa ternura, que hizo que Ibn Ammar evocara, no sin estremecerse, el abrazo de un oso-. ¡Oh, Abú Bakr, me alegro de que hayas venido! -dijo con excesivo agradecimiento. Las piernas le flaquearon. Ibn Ammar intentó sostenerlo, pero pesaba demasiado. Ambos perdieron el equilibrio y, el uno sosteniendo y sostenido el otro, trastabillaron hacia la pared y cayeron junto al arcón. Quedaron tumbados, enredados el uno en el otro, y al-Mutamid se echó a reír sin parar mientras la calavera rodaba ruidosamente por el suelo.
– ¿Qué es eso? -preguntó Ibn Ammar con repentino y creciente miedo.
AI-Mutamid fue tras la calavera gateando, como un niño pequeño va tras una pelota. Luego se arrodilló y apartó de sí la calavera estirando el brazo.
– Éste es Ya'ya ibn Ah ibn Hammud -dijo con voz de pregonero.
– ¿El califa? -preguntó Ibn Ammar, perplejo.
– El califa -confirmó al-Mutamid, y se echó a reír para adentro. Se estremecía de risa sin que de su boca saliera un solo sonido, únicamente un débil y ronco resuello-. ¡Ya'ya ibn Ah, el emir bereber, el califa de Córdoba! -continuó cuando se hubo tranquilizado-. ¿No sabías que una vez sitió Sevilla junto con Muhammad ibn Abdallah, el señor de Carmona? -Caminó tambaleándose hacia el arcón, metió una mano dentro y saco una segunda calavera-. Estos dos sitiaron Sevilla. Sitiaron la ciudad en la época de mi abuelo, del qadi. En aquellos tiempos, mi abuelo todavía tenía muchos enemigos en la ciudad, y no podía tener la certeza de que éstos no harían causa común con los sitiadores. Así pues, mi abuelo ofreció a Ya'ya reconocerlo como califa si retiraba sus tropas de Sevilla. Ya'ya estuvo de acuerdo, pero exigió rehenes. Ninguna de las grandes familias de la ciudad estaba dispuesta a entregar un solo rehén. Así, a mi abuelo no le quedó más remedio que entregan a su propio hijo, mi padre. En aquel entonces, cuando fue llevado a Córdoba, mi padre tenía nueve años. Allí trabó amistad con uno de los hijos de Ya'ya, que tenía su misma edad. El chico se ahogó en un pozo, jugando. Su madre culpó a mi padre de su muerte, y probablemente lo hubieran matado de no ser porque Ya'ya fue expulsado de Córdoba poco tiempo después. -Se quedó mirando la calavera que, afirmaba, era del difunto Ya'ya ibn Hammud; le miraba a las cavidades de los ojos, como si estuviera ante una persona viva.
– ¿Cómo sabes que es la calavera del Califa? -preguntó Ibn Ammar.
El príncipe le acercó la calavera. En el hueso de la frente tenía pegado un escudo de plata.
– Todas llevan el nombre en la frente, mira -dijo al-Mutamid-. Las de la colección de mi abuelo tienen escudos de plata. Mi padre hacía marcar las suyas con escudos de oro. -Devolvió cuidadosamente al arcón las dos calaveras que tenía en las manos y sacó otras dos-. Aquí tienes a al-Qa'im ibn Hiznun, de Arcos, y a Muhammad ibn Nuh, de Morón. ¿Conoces su historia? -preguntó.
Ibn Ammar negó con la cabeza.
– Sucedió hace ocho años -continuó al-Mutamid-. Mi padre fue a Morón a negociar con los señores de Arcos, Ronda y Morón. Fue solo, sin escolta, acompañado tan sólo por dos criados. Era imposible derrotar por la fuerza de las armas las inaccesibles fortalezas de los emires bereberes, de modo que eligió otro camino. Se puso en sus manos para ganarse su confianza. Les ofreció una alianza contra Granada. Como de costumbre, las negociaciones se prolongaron hasta muy entrada la noche, y, también como de costumbre, los bereberes bebieron vino en abundancia. Mi padre también bebió, hasta quedarse dormido. Pero antes había encargado a sus criados que permanecieran despiertos, que únicamente fingieran que estaban dormidos. Eran dos hombres que entendían el idioma bereber.
Al-Mutamid dio la vuelta a las dos calaveras, de modo que miraran hacia Ibn Ammar.
– Tan pronto se creyeron libres de vigilancia, estos dos de aquí propusieron contarle el pescuezo a mi padre. Sin duda lo habrían hecho si el señor de Ronda no hubiera invocado las leyes de la hospitalidad.
Volvió a meter las dos calaveras en el arcón.
– Dos años después, los tres emires vinieron a Sevilla. El riesgo había merecido la pena: mi padre se había ganado su confianza. Entonces él se afirmó en su postura y pidió a los señores que le entregaran sus castillos. Sólo el señor de Ronda fue tratado con honores. A los otros dos mi padre los mandó encadenar. Les pusieron las cadenas tan apretadas que el hierro se les incrustó en la carne. Tres años duraron con vida, luego murieron. Mi padre no sabía qué es la compasión.
El príncipe se apartó del arcón con un movimiento torpe y se sentó recostado contra el mismo arcón.
– ¿Sabes lo que hizo con los séquitos de esos dos? ¿Conoces el Hammán an-Rakkakin, en el puerto? -preguntó, y sin esperar una respuesta prosiguió-: El Hammán ar-Rakkakin era antiguamente una distinguida casa de baños. Ahora sólo van los curtidores y desolladores. Mi padre llevó a esa casa de baños a todo el séquito de los señores de Arcos y Morón y los mandó emparedar allí. Eran más de cuarenta hombres. Intentaron salir arañando las paredes con las uñas. -Calló y miró a Ibn Ammar con ojos turbios-. No, mi padre jamás mostró una sombra de compasión.
Se levantó suspirando, fue hasta la estrecha ventana dividida por una doble columna que se abría en la pared frontal de la habitación, y desde allí contempló la noche.
– Ahí abajo está la gran terraza descubierta que desemboca en el parque del palacio de al-Mubarak. Antes pertenecía al harén del palacio, y en ella jugaban los niños. Tú conoces el emparrado que rodea la terraza. Cuando era pequeño, de cada arco de ese emparrado colgaba una calavera, todas llenas de tierra y plantadas con flores. Por las cavidades de los ojos salían geranios. Mi padre esperaba que aquel espectáculo alegrara a toda la familia. Cada calavera era un enemigo al que él había vencido. Si los enemigos eran de alto rango, venían a parar a la cámara del tesoro; si eran de rango inferior, eran colgados como macetas. Todavía me acuerdo perfectamente de cómo aumentaban año a año.
Regresó de la ventana, se acercó nuevamente al arcón y miró dentro con expresión de fascinada repugnancia, como si las atrocidades lo espantaran pero no pudiera apartar de ellas la mirada.
– Nunca lo vi llorar, a mi padre -continuó-. Cuando a uno de nosotros se le saltaban las lágrimas, montaba en cólera y nos ponía de ejemplo al gran al-Mansur, quien, al ver llorar a su hijo al pie de su lecho de muerte, no hizo más que afirmar que esas lágrimas eran un presagio del inminente ocaso de su dinastía. Así era también mi padre. Para él, las lágrimas eran señal de debilidad. No lloró ni siquiera cuando mató a mi hermano. Se encerró tres días seguidos, pero no lloró. Estoy seguro de que no lloró.
Se inclinó sobre el arcón, pero algo le impidió sacar la calavera de su hermano. Se limitó a señalarla con un dedo vacilante.
– Es el único que no tiene un escudo en la frente -dijo, haciendo una señal con la mano. Como Ibn Ammar dudaba en acercarse, gritó de pronto en un ataque de impaciencia-: ¡Ven, mira! -En seguida, volviendo a su habitual tono de llorona autocompasión, añadió-: Ismail, mi hermano. Lo mató con sus propias manos y ni siquiera derramó una lágrima.
Ibn Ammar vio la calavera que señalaba el príncipe. El cráneo estaba completamente destrozado; un hábil artesano había vuelto a unir los pedazos, sujetándolos con hilos de oro.
– Al-Mansur también mató a su hijo mayor -dijo el príncipe en tono de sordo reproche, y de repente, en un arrebato de dolor, cogió a Ibn Ammar del pecho y lo sacudió-. ¡Qué clase de padres son ésos! ¿Podrías matar tú a tu propio hijo? -Soltó a Ibn Ammar y se miró las manos, espantado-. ¿Podría yo matar a mi hijo? ¿Con estas manos? ¿Sería capaz de coger una espada y descargarla sobre mi hijo, como hizo mi padre con Ismail? -Cerró el arcón lanzando un grito de desesperación, se aferró a Ibn Ammar y se puso a llorar sobre su hombro-. No sería capaz de hacerlo -gimoteó-. No podría hacerlo. Yo lloro. Yo derramo lágrimas cuando estoy triste. No odio a mis enemigos, como él los odiaba. Para él yo siempre fui un hombre débil. Soy débil. No soy un buen príncipe, Abú Bakr, nunca tendré el valor de ir a casa de mi enemigo acompañado sólo por dos criados. Tengo miedo, Abú Bakr. ¿Qué debo hacen? ¿Qué es lo que debo hacer?
Ibn Ammar lo rodeó con el brazo y dijo, intentando calmarlo:
– Esta bien, Muhammad, todo está bien. ¿Por qué te lamentas? No tienes motivo para lamentarte. Tú eres un gran príncipe, y serás aún más grande, con ayuda de Dios. Cuando esas calaveras ya se hayan convertido en polvo, tu nombre seguirá siendo mencionado con respeto y tus poemas estarán en boca de todos. ¿Por qué te atormentas pensando en padres que matan a sus hijos? ¿Por qué en lugar de ello no agradeces a Dios que tus hijos te amen?
Lo cogió firmemente en sus brazos y le siguió hablando en el mismo tono tranquilizador, diciéndole palabras de consuelo, como un médico que quiere devolver las esperanzas a un enfermo. Ibn Ammar ya conocía esa faceta de quejumbroso sentimiento de inferioridad, ese estado de incesante autoinculparse en que caía el príncipe siempre que bebía demasiado. Y sabía que el único remedio contra aquello era una paciente charla.
– Vamos, Muhammad -dijo-. Marchémonos de aquí. -Intentaba dar a sus palabras un tono alentador, aunque los ojos se le cerraban de cansancio-. Vamos a dar un paseo a caballo, o andemos por el panque. O manda llamar a un par de muchachas que nos hagan pensar en otra cosa.
Al-Mutamid se levantó de improviso, quitándose de encima a Ibn Ammar.
– ¡Si, vamos! -dijo, decidido.
Luego cerró cuidadosamente el arcón y ató la llave al manojo que llevaba al cinto. Cerró la puerta con el mismo cuidado, y después salió a través de la gran cámara de la columna central, donde se encontraba el tesoro.
A la luz de la lámpara de tres llamas que llevaba el príncipe, los tesoros se veían aún más imponentes. Los costosos objetos se acumulaban allí con notable descuido: conchas de oro, cofrecillos de ámbar y marfil, estatuillas de animales engastadas de arriba abajo con perlas, un órgano bizantino en forma de árbol, con hojas de oro y adornado con magníficas aves multicolores, tan bien reproducidas que uno casi podía pensar que se pondrían a cantar incluso sin los fuelles.
AI-Mutamid levantó la lámpara por encima de su cabeza.
– Como puedes ver, mi padre no me dejó sólo una caja llena de huesos -dijo con un gesto de auténtico orgullo de propietario, y se volvió hacia Ibn Ammar-. Coge lo que quieras, amigo mío. Deseo hacerte un regalo. ¡Busca bien y coge lo que más te guste!
– Déjalo estar, Muhammad -dijo Ibn Ammar, intentando disuadirlo, pero al-Mutamid no se dejó convencer.
Ibn Ammar cogió el primer objeto que vio al pasar, sin elegir.
– ¿Una copa de cristal de roca? ¿Te gusta? ¿O prefieres ese monito de oro que hace muecas y mueve los brazos cuando se tira de esa cadena? ¿O esa sandalia, que perteneció a nuestro padre Abrahán, si la tradición no miente? -Miró a su alrededor, buscando-. No -dijo-, ya sé qué es lo que más te va. Tienes que tener ese juego de ajedrez. Procede del tesoro de Madinat ar-Zahra, y una vez perteneció al califa al-Hakam. -Entregó la lámpara a Ibn Ammar, se ató una punta de la túnica al cinturón y se puso a guardar las piezas de un precioso juego de ajedrez, piezas doradas y plateadas adornadas con piedras rojas y azul oscuro, de incalculable valor. Por último, cogió también la mesa de juego, en la que el tablero estaba marcado con incrustaciones de palo de rosa y marfil, y se la echó bajo el brazo, como si se tratara de un mueble cualquiera.
En la antesala de la planta inmediatamente inferior, los esperaba un criado que hizo una profunda reverencia. Habían mandado llamar también al inspector de la cámara del tesoro y a un oficial de la guardia personal del príncipe, para estar preparados para cualquier deseo de al-Mutamid. Todos sabían cuán irascible podía ser el príncipe cuando estaba borracho y sus órdenes no se cumplían en el acto. Al-Mutamid entregó el juego de ajedrez al tesorero, encargándole que lo hiciera llegar a casa de Ibn Ammar, y repartió monedas de oro entre los criados y guardas, sin olvidar al centinela al que había golpeado. Luego siguió bajando la escalera a grandes zancadas.
– ¡Ven, Abú Bakr!
– ¿Adónde? -preguntó Ibn Ammar.
– ¡Ven conmigo, tengo que enseñarte una cosa! -gritó hacia atrás al-Mutamid. Ya estaba montado, espoleando su caballo.
Los centinelas habían sido advertidos de antemano, y abrieron las puertas al oir el grito. El príncipe cabalgó hacia el río, hasta que finalmente llegaron a aquella parte cerrada del puerto que sólo se abría para dejar paso a la galera dorada y las otras naves del príncipe. Un perro furioso se puso a ladrarles, y un hombre medio desnudo salió de un edificio contiguo al embarcadero, agitando su lanza y gritando:
– ¿Quién vive? ¿Quién vive?
Hasta que reconoció al príncipe y, tras una breve pausa de terror, se deshizo en bendiciones y retrocedió haciendo reverencias.
Cabalgaron río abajo hasta toparse con la torre cantonera de las murallas de la ciudad, que se levantaba en la orilla misma del río. Ahuyentaron a los centinelas de la torre, amarraron sus caballos y subieron a la plataforma superior. Media luna colgaba en lo alto del cielo, bañando con una luz tenue el enorme río que fluía a sus pies, negro y silencioso. Exactamente al frente, en la otra orilla, en Taryana, seguía trabajando un soplador de vidrio, cuyo horno tenía dos bocas contiguas. Las bocas del horno se abrieron, una después de otra, y volvieron a cerrarse, como los ojos de fuego de un demonio infernal.
Al-Mutamid señaló el campo abierto que se extendía entre el río y la muralla que rodeaba el parque del al-Qasr.
– Ahí -dijo-, ahí haré sembrar un gran jardín. Y aquí, donde estamos, construiré un palacio. Se llamará ar-Zahí, y estará coronado por una cúpula que descollará sobre todos los edificios de la ciudad; todos, salvo la torre de la mezquita principal. -Rodeó a Ibn Ammar con el brazo-. Tú tenías que ser el primero en saberlo, Abú Bakr, amigo. Un palacio a orillas del río. Podremos llegar en barco hasta la misma puerta del palacio.
Ibn Ammar se alegraba de que la oscuridad ocultara su rostro, impidiendo a al-Mutamid ver su turbación.
– Una idea digna de ti, Muhammad. ¡Una gran idea! -dijo con voz cuidadosamente dominada.
La noticia lo había cogido de improviso. Hasta ese momento había estado convencido de que la pasión constructora del príncipe seguía orientándose hacia Córdoba. Había confiado en que por ese camino conseguiría algún día hacerle dar mancha atrás en la decisión, equivocada, de mantener la corte en Sevilla. Ahora esa esperanza se desvanecía. Si el príncipe empezaba a construir un palacio en Sevilla, no se marcharía de la ciudad en años. Las perspectivas de hacer de Córdoba la capital del reino serían más escasas que nunca.
Ibn Ammar intentó aclararse la trascendencia de esa nueva decisión. ¿Por qué el príncipe lo ponía al corriente de sus proyectos precisamente ahora, en mitad de la noche y todavía medio borracho? ¿Por qué no había dicho antes ni una sola palabra al respecto? Ibn Ammar recordó de pronto que ya desde hacía semanas todos sus tanteos sobre Córdoba habían chocado con un férreo silencio. Recordó que el príncipe no había prestado la menor atención a los horóscopos e interpretaciones de sueños de al-Balia, que por orden de Ibn Ammar habían estado tan teñidos de Córdoba que debieran haber movido al príncipe a decidirse por la antigua capital. Y no los había tenido en cuenta a pesar de que, por lo común, recibía cualquier estupidez astrológica con la confianza de un niño.
Ibn Ammar escuchaba con medio oído cómo exponía al-Mutamid sus proyectos y describía el decorado que tendría el nuevo palacio. Los proyectos parecían ya muy concretos; por lo visto, la decisión estaba tomada firmemente desde hacía mucho tiempo. ¿Tendría sentido aún oponerse a ella?
Tal vez de momento lo mejor era resignarse. Tal vez había que dar más tiempo al príncipe, esperar otra gran conquista que fortaleciera su confianza en si mismo. Tal vez podía aprovecharse el tiempo. Los españoles del norte seguían enfrascados en sus luchas intestinas. Tal vez hasta podía ganarse algo de la decisión del príncipe.
Si los proyectos de construcción se hacían públicos en los días siguientes, todo el mundo los relacionaría con el nombramiento del nuevo hadjib. Podía hacerse correr la voz de que él, Ibn Ammar, estaba detrás de esa idea del príncipe. Podía difundirse el rumor de que en realidad había sido Ibn Zaydun quien había insistido en favor de Córdoba. De ese modo Ibn Ammar podría ganarse las simpatías de los comerciantes y utilizarlas para sus propios fines.
Decidió apoyar los planes del príncipe, mostrar entusiasmo, aprobación incondicional, al tiempo que pensaba como podía aprovechar el buen ambiente de esa madrugada para obtener el beneplácito del príncipe respecto de algunas decisiones difíciles que había que tomar en los días venideros. Había que reforzar el ejército, practicando otro tipo de reclutamiento de unidades andaluzas, alistando mercenarios o comprando la ayuda de algún rey español, para poder emprender cada año como mínimo una campaña contra Granada. Contrariamente a lo que pensaba Ibn Zaydun, había que adoptar una política activa hacia los reyes españoles del norte. Había que apoyar a los más débiles contra los más fuertes: a los condes del Duero contra el rey García de Galicia; a García contra sus hermanos, los reyes de León y Castilla.
Pocos días atrás había llegado un mensaje secreto de una música introducida clandestinamente en la corte de León, y que hasta ahora siempre había suministrado información fidedigna. Según este informe, el rey Sancho de Castilla y el rey Alfonso de León se habían reunido hacía un mes en Burgos y habían acordado un ataque común contra García. Había que advertir a García, ayudarlo en lo posible con dinero. Había que alumbrar nuevas fuentes de ingresos. Hacer pagar a los comerciantes por la decisión del príncipe de quedarse en Sevilla. Gravar con fuertes impuestos a la nobleza terrateniente, que había obtenido pingües beneficios gracias al largo periodo de paz. Había que poner freno a los desmesurados despilfarros de la princesa, de ser necesario con ayuda de los ortodoxos. Había que buscar posibilidades de ahorro en todos los ámbitos, a fin de reunir el dinero necesario para conquistar Granada. Tampoco podía seguir manteniéndose el numeroso harén que había dejado al-Mutadid y que el príncipe conservaba sin reparar en gastos por respeto a su padre o por los motivos que fuesen, a pesar de que ello exigía exorbitantes sumas de dinero. Había que obtener la aprobación del príncipe para, como mínimo, disminuir el número de criados y vender los centenares de concubinas de pago, o casarlas con funcionarios.
Empezaba a despuntar el alba, y al este, sobre los jardines del palacio, se dibujaban las finas copas dentadas de las palmeras, como pintadas con tinta negra en el cielo. En algún momento se agotó el torrente verbal de al-Mutamid, e Ibn Ammar empezó a exponerle sus peticiones con calculada paciencia. El príncipe le dio carta blanca en todo. No puso objeción alguna. Estaba sumido en sus proyectos arquitectónicos, y parecía contento y aliviado de que Ibn Ammar ya no mencionara Córdoba.
Ibn Ammar dejó el al-Qasr poco después de la salida del sol. Se echó encima el manto de su mozo de cámara, cogió también el caballo de éste y se sujetó el tailasán de modo que le cubriera la nariz y la boca, dejando libres sólo los ojos.
Cuando llegó a casa, entró por la puerta trasera. Frente a la puerta principal empezaban a agolparse ya los solicitantes de cargos públicos, que como cada mañana esperaban a que el nuevo hadjib saliera rumbo a la sala de audiencias del al-Qasr.
Cuando el cantor suplente se colocó tras el atril, el cuchicheo de la galería de mujeres subió tanto de volumen que el rabino dio una patada al suelo y pidió silencio con la voz temblorosa de irritación. Su arrebato sólo consiguió acallar a la mujeres unos instantes, y el murmullo no tardó en reiniciarse. Pero algo había en los rumores. Karima también lo había oído. Se había difundido por toda la comunidad como una fiebre contagiosa.
Por lo visto, el joven cantor, a quien Yunus tanto admiraba, el hazzán de hermosa voz gracias al cual la congregación palestina era envidiada por todos los demás judíos de Sevilla, al-Amalfii, el hombre de Amalfi, como era llamado por su ciudad natal, había sido visto en una posada de Taryana hacía una semana, la víspera del Shavuot; en una casa de citas regentada por una cristiana de más que dudosa reputación.
Lo había descubierto un venerable anciano, un miembro del Consejo de la comunidad. El anciano se había demorado en el camino de regreso de Huelva, y había llegado a la ciudad tan tarde que las puertas ya estaban cerradas, de modo que había tenido que pasar la noche en el suburbio. Allí, le había parecido escuchar la voz inconfundible y melodiosa del joven cantor, y había seguido la voz hasta encontrar finalmente al joven, en compañía poco recomendable, en esa posada cristiana de mala muerte.
Algunas mujeres de la galería pretendían saber que el cantor había caído en el vino hacía mucho tiempo, y que eso a menudo lo arrastraba a tabernas de dudosa reputación, aunque hasta entonces el asunto había podido mantenerse en secreto.
Karima vacilaba entre la compasión y el desprecio. Qué podía haber llevado al cantor a Taryana. Todo miembro respetable de la comunidad judía evitaba en lo posible aquel suburbio del otro lado del río. Tenía muy mala fama. Cuando una nube de olor pestilente volaba sobre Sevilla, procedía de Taryana. Cuando se producía algún robo o algún atraco, había sido la gente de Taryana. ¿A qué podía haber ido allí el hazzán? Era un miembro distinguido de la comunidad; tenía una mujer encantadora y tres hijos pequeños. ¿Qué lo había llevado a cantar por la noche en casas de putas?
El hombre ya había sido juzgado y condenado. Al principio sólo se había hablado de una taberna poco recomendable, pero ahora las mujeres ya hablaban de que sus compañeros de copas eran ladrones y prostitutas, y lo que más espantaba a las mujeres era que el hazzán tratara con cristianos. En Taryana, la mayor parte de la gente era cristiana. ¿Qué podía estar buscando allí que no pudiera encontrar en el recogimiento de la comunidad judía de Sevilla?
Karima no sabía mucho de Taryana. Sólo conocía la amplia avenida que iba del embarcadero de los transbordadores a la puerta exterior, por donde tenía que pasar con Yunus cada vez que iban a la nueva casa de campo. Tampoco conocía a ningún cristiano, a excepción de un pan de pacientes de su padre a las que había visto una o dos veces, y algunos buhoneros que llamaban regularmente a la puerta de casa: el comprador de bujías, que recogía cada mes los restos de sebo, y los limpiadores de letrinas, que vaciaban dos veces al año el silo de casa.
Y conocía a Lope.
Se estremeció cuando la imagen de éste le vino de pronto a la cabeza, y miró furtivamente a su alrededor, como si pudieran haberla descubierto. Oh, Dios todopoderoso, qué a menudo había intentado arrancarse el recuerdo del corazón; cuántas veces se había dicho que el mero hecho de pensar en él era ya de por si absurdo, sin esperanzas, contra toda razón. Todo había sido inútil. Todo en vano. Sus pensamientos encontraban una y otra vez un camino hacia él, incluso aquí, en el sinagoga, durante el servicio del sabbat.
Por un par de alusiones de su padre, Karima había sabido que Lope se había recuperado bien de su herida y había abandonado el hospital hacía algún tiempo. Pero no sabía nada más. Desconocía su paradero. ¿Estaría en Alcalá de Guadaira, donde se encontraba acantonado el ejército? ¿O en una de las residencias del príncipe, en las afueras de la ciudad? Ni siquiera sabía si seguía en Sevilla. No tenía nadie a quien preguntar, nadie a quien pedir consejo. Se sentía tan sola y desamparada como no se había sentido nunca. A veces su desesperación era tal que no se veía capaz de soportar aquello mucho más tiempo. En las últimas semanas había deseado con nostalgia una madre en quien confiar. ¿Por qué justamente ahora, y así, de repente? Desde que estaba en casa de Yunus jamás había echado en falta a una madre. Dada había sido su madre. Dada le había enseñado lo que una madre enseña a su hija. Yunus también había asumido una parte del papel de la madre. Mientras Dada se había mostrado severa, Yunus había sido indulgente y comprensivo. Karima siempre había podido contárselo todo, nunca había tenido secretos para él, y jamás le había faltado cariño y amor. Pero ahora, de pronto, todo había cambiado. No cabía esperar que Dada comprendiera los sentimientos que la acosaban y contra los cuales era incapaz de luchar. Tampoco podía acudir a Yunus. En su desesperación, había intentado confiarse a Ammi Hassán, pero éste se había tapado los oídos para no ser infiel a su señor. Karima había llegado a jugar con la idea de contárselo todo a Nabila, en la esperanza no confesada de que su hermana entraría en complicidad con su suegro, Ibn Eh, quien seguramente sabía dónde encontrar a Lope y, de alguna misteriosa manera, podría hacer un milagro que lo solucionara todo. A veces su fantasía volaba tan alto que perdía toda base en la tierra. Miró a Ibn Eh, abajo, sentado en la primera fila. Yunus ocupaba el asiento contiguo. El hakim no sospechaba siquiera el trance por el que estaba pasando su hija. Una vez le había dicho que la encontraba muy pálida, pero aquello sólo se había debido a que se preocupaba por su salud. No, no sospechaba nada. Pero pronto empezaría a hacer preguntas para las cuales ella no tenía respuestas. Tres filas más atrás que Yunus estaba sentado Zacarías. Pronto cumpliría veinticinco años, y toda la comunidad esperaba que se casara de una vez, no sólo debido a su profesión de médico, sino porque la gente poco a poco empezaba a preguntarse por qué aún no se había celebrado el matrimonio. A todo el mundo le parecía evidente que Zacarías tomaría por esposa a la hija de su mentor, y cada semana que pasaba le dirigían miradas más penosas. Sólo el gran prestigio del que gozaba Yunus impedía que las habladurías prosperaran. Pero Karima no podría seguir postergando mucho tiempo su decisión. Pronto, quizá ya la próxima semana, Yunus hablaría con ella. Si se negaba a casarse con Zacarías, le pediría una explicación. ¿Qué podía decirle? Aquello a lo que se aferraba, ¿no sería sólo un sueño disparatado? ¿Cómo podía estar segura de que Lope no la había olvidado?
Estaba tan absorta en sus desconsolados pensamientos que no se había dado cuenta de que ya había terminado el servicio. Sólo cuando la vieja Dada la cogió del brazo y tiró de ella, volvió a la realidad.
Como de costumbre, los miembros de la comunidad se quedaron un rato en el antepatio de la sinagoga. Los jóvenes, curioseando entre la gente; los mayores, discutiendo en grupos más o menos grandes; los niños, intentando escapar de sus madres para buscar nuevos compañeros de juego. Yunus se había quedado a la puerta de la sinagoga, con el rabino y la mayor parte de los miembros influyentes de la congregación. Sin duda estaban hablando sobre el hazzán. El joven cantor también era el único tema de conversación entre las mujeres.
Karima se quedó con Dada a la sombra del muro que separaba el antepatio de la calle. Saludó a las mujeres que conocía, pero siempre manteniéndose apartada. No estaba de humor para el cotorreo habitual. Hacía como si tuviera prisa en volver a casa y esperase a su padre. Cuando vio a Lope se sobresaltó hasta tal punto que casi gritó.
Estaba cerca de la puerta que daba a la calle. Llevaba una faja blanca alrededor de la cabeza y una túnica clara. Vestía de un modo tan andaluz que cualquiera lo habría tomado por un invitado de alguna otra comunidad. Debido a su juventud, no se notaba que tenía la barbilla afeitada. Karima a punto había estado de no advertir su presencia, y tampoco parecía haber llamado la atención de los demás.
Miraba fijamente a Karima, y ella no podía apartar la mirada. Le flaqueaban las rodillas, estaba petrificada, temblorosa y sin aliento, como un pajarillo al borde del nido, a punto de emprender su primer vuelo. No veía nada más que a Lope, y no oía nada más que los latidos de su corazón, y por unos instantes de despreocupada felicidad todo fue tan fácil… Él estaba ahí, estaba frente a ella, a unos pocos pasos de distancia, y ella sólo necesitaba acercársele para preguntarle: ¿Cómo estás? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí? Sólo necesitaba dar un par de pasos. Pero un instante después recordó que Dada estaba a su lado y, de repente, vio que el viejo Jafet, el criado de la sinagoga, se dirigía a Lope y le pedía con un claro ademán que saliera del antepatio. Vio que el anciano lo empujaba hacia la salida y recibió una última minada impotente e interrogante del español. Luego ya lo habían echado a la calle y cerrado la puerta a su espalda, y el viejo Jafet se había plantado ante la entrada como un ángel vigilante.
Karima se estremeció. De pronto se dio cuenta de que todos cuantos se encontraban en el antepatio debían de haber estado mirándola. Se sentía como en aquel sueño en el que uno se encuentra desnudo en plena calle, expuesto a las miradas de personas extrañas. Se sintió empequeñecer, deseó hacerse invisible. Pero luego algo dentro de ella la hizo erguirse, colmándola de un consolador orgullo que la predispuso a afrontarlo todo. ¿Por qué no podían verlo? ¿Por qué no podían saberlo todo? Las cosas eran como eran. Ella amaba a ese extranjero. No podía evitarlo.
Levantó la cabeza para mirar a todos a los ojos, y se quedó desconcertada. Nadie la estaba mirando, nadie le dedicaba ni la menor atención. Las mujeres seguían cotorreando, los niños seguían corriendo de un lado a otro, y Yunus seguía conversando con el rabino.
Vio por el rabillo del ojo que Zacarías se estaba acercando. Los sabbat Zacarías nunca desaprovechaba la oportunidad de saludarla en el antepatio de la sinagoga y de intercambiar unas palabras con ella. Antes de que sus miradas se cruzaran, Karima se volvió hacia Dada, como si acabara de ocurrírsele algo que tenía que decirle en ese mismo instante. Y entonces vio el rostro de Dada, vio sus ojos y vio en ellos el reproche y la pregunta, y supo que Dada se había dado cuenta de todo.
Dada era la única que se había dado cuenta de todo.
Muy entrada la noche, ese mismo sabbat, cuando Karima por fin apagó la luz de su habitación, Yunus se sentó al escritorio de la biblioteca y se confió a su diario. Dio una y otra vuelta a cada frase antes de escribirla. Era una noche calurosa, y tenía la frente empapada de sudor. Necesitó horas para terminar las pocas frases en las que plasmó su preocupación.
Vaya día. El día en que el sol está perpendicular sobre la Meca y el disco solar se refleja a mediodía en el pozo Zem-Zem, como dicen los musulmanes. También para nosotros ha empezado la época de calor… Que Dios me ayude, escribo sobre cosas secundarias porque no tengo el valor de escribir sobre lo que me oprime.
A mediodía, cuando he vuelto de la recepción del nasí, Dada me estaba esperando en el vestíbulo. Afirma haber visto en el antepatio de la sinagoga a Lope, el joven de Guarda. Afirma que Karima, que Dios la proteja, siente por ese joven más… Piensa que ambos ya se han encontrado varias veces, dentro de lo posible, y que lo de Karima es peor de lo que yo puedo imaginar. No he querido creerlo. Claro que no le he creído, he sido ciego, sordo, ignorante, no tenía ni la menor sospecha, como de costumbre. Aún no he hablado con Karima. La he estado observando en secreto. He estado pensando en ella, Y mientras más pienso en ciertos detalles de su comportamiento de las últimas semanas, más concluyentes me parecen las suposiciones de Dada. (¡Siempre ha tenido mucho mejor ojo que yo para ese tipo de cosas!) En cualquier caso, yo también había notado la palidez de Karima, su falta de apetito y su reserva. Ha perdido mucho peso, como he podido comprobar hoy. Oh, Dios mío, desde el principio tuve un mal presentimiento cuando trajeron al joven con esa herida a nuestra munya. Pero qué podía hacer. En ese estado era imposible llevarlo a otro lugar. Desde luego, tendría que haber enviado inmediatamente a Karima a Sevilla, con Ammi Hassán. Tendría que haberlo intuido. Un hombre joven en la misma casa, y además gravemente herido. Dios sabe que es inevitable. Docenas de gorriones revolotean alrededor y uno ni los ve, pero si uno tiene un ala rota nos llega al corazón.
Ahora estoy convencido de que Dada tiene razón. Pero ¿qué debo hacer? Llevo horas pensando en lo mismo, y no doy con una respuesta. ¿Un sermón? ¿Una orden tajante de padre? No creo que sirva de nada. No con Karima. Sólo serviría para que se obstine aún más y se obsesione con esta historia. (Por suerte, los recuerdos de mi propia juventud aún no se han desvanecido por completo.) ¿Tendría que enviarla un tiempo a otra ciudad? ¿A Córdoba, a casa de Masliah ibn Elha? ¿O a Lucena, a casa de Abú Zikri? Dada defiende esta salida. Pero Karima me preguntaría el motivo del viaje. ¿Qué explicación podría darle? ¿Y qué le digo a Zacarías? No; tengo que encontrar otra solución.
Por la mañana se posó sobre el sol un turbio velo que venía del sur y que se hizo cada vez más denso, hasta cubrir todo el cielo con un amarillo opaco y ponzoñoso. Yunus estaba solo en el consultorio, y se apresuró a cerrar los postigos de las ventanas, estopar la puerta y tapar el tiro de la chimenea. Aún no había terminado cuando las primeras ráfagas de viento empezaron a barrer las callejuelas. El bawarih, el viento del desierto. Este año se había retrasado unos cuantos días, pero ahora azotaba la ciudad con redoblada furia. El viento era tan caliente y seco, y soplaba con tal fuerza, que arrebataba a Yunus el aire de la boca.
La repentina ola de calor mantendría a los pacientes alejados del consultorio. Yunus tenía por delante mucho tiempo para pensar.
Por la tarde envió a un muchacho al palacete de Ibn Ammar, a que preguntara cuándo regresaría el hadjib de cumplir sus obligaciones oficiales. Había decidido recurrir al hadjib en busca de ayuda. El hadjib tenía autoridad para trasladar al joven español a otra ciudad, y eso era precisamente lo que Yunus quería pedirle.
Desde que Ibn Ammar había regresado de Silves, Yunus poseía un documento de su puño y letra que ordenaba a todos los guardias y criados que lo dejaran entrar inmediatamente siempre que lo desease y sin preguntarle a qué venía. Yunus nunca había pensado usar esa llave mágica, pero ahora se encontraba en una situación muy apurada, en la que no se trataba de sí mismo sino de su hija, y que requería actuar con la máxima urgencia. No había tiempo para delicadezas.
El hadjib lo recibió muy entrada la noche. Se sentaron en un patio interior agradablemente fresco, protegido del viento y el polvo por un toldo. Detrás de una mampara, una muchacha cantaba acompañándose con un laúd, suave y discreta, y tan apartada de ellos que no podía seguir la conversación.
Yunus se esforzaba por dirigirse a Ibn Ammar con las fórmulas prescritas, pero el hadjib lo interrumpió en seguida.
– ¡Olvida eso, Yunus ibn al-Awan! -dijo con una sonrisa abochornada-. Hubo un tiempo en que fui un hombre insignificante ante ti. Me da vergüenza que ahora quieras hacerme tan grande.
El hadjib escuchó con sincera atención las preocupaciones de Yunus. Luego dijo:
– No tengo ninguna experiencia como padre de una hija. Me temo que soy un mal consejero.
– Ya es demasiado tarde para consejos -respondió Yunus, afligido-. Ya he hecho mal todo lo que podía hacer mal. Ya sólo me queda la esperanza de que mi hija olvide a ese joven si deja de verlo. Quería preguntante si es posible que lo envíes un tiempo fuera de Sevilla. Es sólo una pregunta.
¿Estás seguro de que ésa es la solución correcta? -preguntó Ibn Ammar.
– ¿Conoces otra? -devolvió la pregunta Yunus, desesperanzado.
Ibn Ammar lo miró pensativo. Para él, era algo nuevo ver así de desorientado a aquel hombre cuya inteligencia tanto valoraba.
– Yo tengo en mucho a ese chico -dijo-. Incluso había pensado pedirle al conde de Guarda que lo eximiera de su servicio para que pudiera instalarse definitivamente en Sevilla. Podría hacerlo capitán. Podría darle una casa y trescientos dinares al año…, quizá más, si los vale, cosa que no dudo. -Vio los ojos de Yunus dirigidos hacia él con una minada de incomprensión y se apresuró a hacer aún más concesiones-: También podría darle un cargo en mi plana mayor. Ya sé que le falta la educación necesaria, no habla apenas una palabra de árabe, pero confío en que aprenderá rápidamente lo necesario. Tiene la mente clara, y es joven. Tú sabes que me siento tan obligado con él como contigo. Puedes confiar en que haré cuanto esté en mi mano para darle una posición adecuada.
Yunus levantó las manos en gesto de defensa.
– Pero no es eso lo que te pido -dijo, desconcertado.
– Sería una posibilidad -contestó Ibn Ammar.
– Esa posibilidad está fuera de discusión -dijo Yunus solemnemente.
¿Por qué? -preguntó Ibn Ammar-. ¿No has dicho que tu hija ama a ese joven? ¿Y acaso no la ama él también? A juzgar por lo que me han contado de él, no parece menos…
– Yo no he dicho que mi hija ame a ese chico -interrumpió Yunus con inesperada vehemencia.
Ibn Ammar gritó a la música que parara de tocar. Su voz sonó disgustada, como si de pronto el fondo musical le hubiera parecido inapropiado.
– ¿Ya has hablado con tu hija sobre el chico? -preguntó.
Yunus negó con la cabeza.
– ¿Por qué no?
– No me ha parecido correcto -respondió Yunus, agobiado.
– ¿No está prometida a otro hombre, a ese joven médico? ¿No habías cerrado con él hace mucho un contrato de matrimonio?
Yunus volvió a negar con la cabeza, mirándose los pies en obstinado silencio. Se sentía tan ridículo como un estudiante que sólo da con las respuestas equivocadas.
– ¿No estribará el problema en que el joven es cristiano? -preguntó Ibn Ammar con interesada paciencia.
Yunus lo miró aliviado, como si se sintiera contento de no haber tenido que plantear él mismo ese argumento.
Ibn Ammar le devolvió la mirada con una sonrisa incrédula.
– Jamás lo hubiera sospechado -dijo el hadjib-. No de tí.
– ¿Por qué no? -preguntó Yunus con torpe seriedad.
Ibn Ammar lo examinó con ojos curiosos, como si de pronto hubiera descubierto un rasgo nuevo en su rostro.
– En tu casa recibes a cristianos, judíos y musulmanes. No haces ninguna distinción por cuestiones de religión. En Barbastro me dio la impresión de que te burlabas de los ortodoxos y dudabas de Dios. ¿Por qué de pronto esos principios?
– Dudo de Dios, pero sigo sus leyes -dijo Yunus sin dar un tono particular a sus palabras.
– ¿Y vuestras leyes no conocen excepciones?
– Tan poco como las vuestras.
– Siempre hay una puerta de escape -dijo Ibn Ammar con una sonrisa triunfante.
– No para mi. No en este caso -respondió Yunus, inflexible.
Ibn Ammar comprendió que hablaba a una pared, pero no estaba dispuesto a darse por vencido.
– ¿Y si los dos se amaran sinceramente? -preguntó, cargado de compasión.
Yunus negó con la cabeza.
– Se aman como se aman los jóvenes. Las llamas brotan rápidamente y luego vuelven a apagarse con igual prontitud.
– Los libros están repletos de historias así -respondió Ibn Ammar con una sonrisa. Y sin dar a Yunus tiempo de replicar, añadió-: ¿Qué hubieras hecho tú si de joven te hubieras enamorado de una cristiana? ¿O de una musulmana?
– Esa pregunta no viene al caso -respondió parcamente Yunus.
– ¿Qué hubiera hecho tu padre?
– Hubiera hecho todo lo posible para evitar que su hijo diera un paso tan imprudente.
– ¿Como intentas hacer tú en el caso de tu hija?
– Exacto.
Se quedaron un rato en silencio, sentados el uno frente al otro, Yunus en una postura de rígida dignidad, que parecía subrayar aún más la inflexibilidad de su punto de vista; Ibn Ammar desenvuelto y amable, casi dispuesto a abandonar la discusión.
– Yo realmente aprecio mucho a ese joven -dijo Ibn Ammar. Y con una ligera sonrisa que pedía perdón, añadió-: Confieso que al principio me agradó la idea de ver a ese chico unido a tu familia. A lo mejor él estaría dispuesto a convertirse a vuestra religión.
Yunus resopló por la nariz y cerró los ojos, como si la mera idea le causara un dolor físico. Quiso contestar algo, pero Ibn Ammar se le adelantó:
– Ya sé que una profesión de fe que puede recitarse en un instante o un poco de agua sobre la coronilla no os bastan -dijo sin querer burlarse-. Pero ¿estás realmente seguro de que vuestro Dios vería con malos ojos que un hombre de otra religión se casara con tu hija?
Yunus no dijo nada.
– ¿Estás seguro de que no harás infeliz a tu hija? -continuó Ibn Ammar en voz baja. Ya había desistido de hacer cambiar de opinión a Yunus. Ahora sólo preguntaba por interés.
Yunus vaciló dos veces antes de responden, pero cuando lo hizo su voz sonó firme, y sus ojos se dirigieron a Ibn Ammar con serena seguridad.
– Podría seguir mis sentimientos, pero mis sentimientos pueden engañarme. Podría seguir lo que me dicta la razón, pero la razón puede equivocarse. ¿Quién soy yo? Así que sigo las leyes de mi pueblo. No son perfectas, pero centenares de generaciones las han mantenido, y los hombres más sabios las han pulido y limado. -Hizo una pausa, bajó la mirada y continuó, titubeando y en voz baja-: Es posible que a veces el amor sea más fuerte que la ley. Es posible. Pero si es así, hay que demostrarlo. Yo sólo desempeño mi papel. No tiene ninguna importancia lo que yo considere correcto o erróneo. Yo soy el padre. Yo no soy el que tiene que allanar el camino, sino el que debe observar la ley. Así que desempeño mi papel lo mejor que puedo y ruego a Dios que con ello no haga infeliz a mi hija.
Calló, y echó a Ibn Ammar una mirada preocupada que en poco se adecuaba a sus palabras. Parecía como si estuviera desempeñando contra su voluntad el papel del que hablaba.
– Te ayudaré en todo cuanto esté en mis manos -dijo Ibn Ammar con afecto. Luego se puso en pie y levantó la mirada hacia el toldo, que chasqueaba y crepitaba bajo las ráfagas de viento. Llevándose las manos a la espalda, se puso a andar lentamente de un lado a otro.
– Podría alejar al joven de Sevilla, como me proponías antes -dijo en tono pensativo-. Podría trasladarlo a él y a su gente a Córdoba. Pero creo que eso no ayudaría mucho. No; tiene que ocurrírsenos alguna otra cosa. Creo que puedo encontrar una solución mejor.
Se detuvo frente a Yunus.
– ¿Qué aspecto tiene tu hija? -preguntó el hadjib.
Yunus lo miró sin comprender.
– ¿Es alta? ¿De tu estatura?
Yunus asintió.
– ¿Pelo negro? ¿Rizado?
Yunus volvió a asentir. Todavía no entendía adónde quería ir a parar Ibn Ammar.
– ¿Cuántos años tiene?
– Quince -dijo Yunus con voz ronca.
– Quince -repitió Ibn Ammar-. Y obviamente es bella como una flor. -Meció la cabeza sonriendo-. Igual que en todas las historias hermosas. Siempre las mismas historias. ¿No es curioso cómo se repiten una y otra vez?
– ¿Qué estás pensando? -preguntó Yunus, angustiado.
– Me ocuparé de que el joven olvide a tu hija -respondió Ibn Ammar-. No sé si tendré éxito, pero lo intentaré. Tú, por tu parte, intenta que tu hija olvide al muchacho.
Yunus quiso hacer una pregunta, pero no se atrevió.
Ibn Ammar le dirigió una mirada de compasión.
– Me temo que tu tarea será mucho más ardua que la mía -dijo en voz baja el hadjib.
A veces le parecía como si estuviera sumido en un sueño dentro de otro sueño. A veces estaba tan despierto que nada se le escapaba, ni el más fugitivo aroma ni un movimiento ni un sonido. A veces, cuando estaba tumbado sobre la espalda, todo su cuerpo era un sólo oído atento, y afuera el canto de los pájaros era tan fuerte como si cantaran dentro de su propia cabeza. A veces le parecía como si estuviera cayendo en un abismo sin fondo y sentía pánico, aunque al mismo tiempo se daba cuenta de que sólo estaba cayendo en su imaginación, y que le bastaba usar la razón para detener la caída. A veces se sentía tan ligero como una pluma al viento y se estiraba entre los cojines, agotado como un niño lo está de jugar, y se dejaba arrullar por tiernos laúdes, y sus pensamientos revoloteaban ante sus ojos como mariposas, flotando ligeros y ajenos a todo. A veces se desvanecían todos sus pensamientos, reventaban como irisadas pompas de jabón, con un delicado sonido, apenas perceptible, y entonces no quedaba nada, nada más que un vago recuerdo de algo dueño de una belleza irreal. ¿Era eso el paraíso? ¿No era todo lo que había vivido en esos últimos días tan irreal como un sueño del paraíso? ¿Seguía siendo él mismo? ¿Acaso todo lo que percibía no había cambiado extrañamente? ¿No eran las siluetas más perfiladas, los colores más vivos, los aromas incomparablemente más ricos que nunca antes? ¿No estaba cada sonido como reforzado por su propio eco?
A veces, cuando se separaban y él se volvía y cerraba los párpados, veía ante si a Karima, veía sus ojos serios e interrogantes dirigidos hacia él, y lo embargaba un sentimiento nostálgico que le oprimía la garganta, como un dolor taladrante o como el punzante recuerdo de un dolor que una vez se posara, insoportable, muy hondo dentro de él. A veces, cuando se abrazaban, creía tener entre sus brazos a Karima. ¿Era el dolor real? ¿No era también únicamente parte de un sueño, un penoso engendro de su fantasía, irreal como todo lo demás? A veces se sentía inclinado a aceptarlo todo sin hacer preguntas. Algo le había ocurrido. No era responsable, simplemente se dejaba llevar, estaba como en un borrachera, el pasado y el presente se confundían en su mente, le costaba mucho traer a la memoria el devenir de los acontecimientos, ya no sabía hasta qué punto podía confiar en sus recuerdos.
Cuando estaba acostado junto a ella, junto al cuerpo blanco de la muchacha estirada entre las almohadas de seda, relajada por el sueño, el rostro oculto en los brazos, el cabello brillante como vellón negro sobre sus hombros, cuando era consciente de su belleza y no quería creer en sus ojos, sólo tenía que alargar una mano para cerciorarse. Algo se estremecía bajo la piel de la muchacha cuando él la acariciaba con la punta de los dedos, y el fino vello se erizaba como si pasara entre ellos una corriente de aire. Él sintió cómo ella se movía bajo su mano antes de despertar. Vio cómo pestañeaban sus ojos. Estaba tan cerca, yacía tan cerca de él… Ella lo miró por encima del brazo, y él le devolvió la mirada, perplejo como un niño, como si aún no pudiera comprender que él la había despertado a la vida con el contacto de su mano. Y ella levantó la cabeza, se apartó los cabellos de la cara con el brazo, se estiró complacida bajo su mano y se acercó a él con un movimiento flexible, se arrimó a él, le susurró al oído palabras tiernas, que él no comprendió.
La muchacha se llamaba Nujum. En algún momento había dicho su nombre. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Se habían amado, luego él le había preguntado su nombre, y ella se lo había dicho.
Nujum. Él ya no sabía exactamente si significaba «estrella» o «estrellas», o si era el nombre de una estrella determinada. Ella se lo había explicado, pero él no lo había entendido bien. Al principio le había costado mucho entender lo que decía. La muchacha hablaba un español notablemente cortado, como él sólo había oído hablar una vez, en Córdoba, a uno de los jinetes de la tropa bereber. Ella venía de la misma región que el bereber, del otro lado del mar. El pueblo del que venía se encontraba a los pies de una cordillera de cumbres nevadas. Eso era lo único que recordaba la muchacha. La habían vendido a un comerciante cuando era aún muy pequeña. Ni siquiera recordaba a su madre, sólo esas cumbres cubiertas de nieve.
Entre tanto, él ya se había acostumbrado a su español cortado. Oía su voz muy cerca de su oreja. Ella lo llamaba por su nombre. Sonaba como si la lengua de la muchacha jugara con las letras para acostumbrarse al sonido de su nombre. No podía pronunciarlo correctamente; lo que decía sonaba como «Lubb» o algo así.
– El señor… -dijo Nujum-, si el pregunta, ¿que dirás, Lubb? ¿Tú estás satisfecho? ¿Tú dirás, Lubb está satisfecho con Nujum?
El no comprendía qué quería.
– ¿Qué señor? -preguntó.
– El señor -dijo ella, impaciente-. Tu señor, mi señor, el mawla, el poderoso hadjib… ¿Qué dirás, Lubb, si te pregunta?
– ¿Por qué habría de preguntarme? -inquirió Lope.
– Te preguntará, Lubb -respondió ella con voz tenue-. Mañana te preguntará. Si dices, estoy satisfecho, Nujum podrá quedarse. Oh, quisiera quedarme contigo, Lubb, quisiera quedarme. -Se abrazó a él y volvió a su idioma, que Lope no comprendía, repitiendo una y otra vez a su oído la misma frase. Sonaba como una súplica.
Lope cogió la cabeza de la muchacha entre sus manos e intentó consolarla. Le parecía tan joven en ese momento, tan tierna y frágil. Parecía muy asustada, y él no comprendía de qué tenía miedo. Sólo intuía que necesitaba su protección.
Más tarde, Lope despertó y ella estaba temblando entre sus brazos, la cara empapada en lágrimas, aferrada a él como si no quisiera soltarlo nunca. Sollozando y atragantándose, contó una confusa historia de la que él solo entendió la mitad.
La muchacha se había criado en Ceuta, ciudad portuaria de las costas africanas, en casa del comerciante al que la vendieron sus padres. Junto con muchas otras muchachas, había recibido formación de una esclava negra. (Lope no entendió de qué tipo de formación se trataba, y tampoco se lo preguntó, pues no se atrevía a interrumpirla.)
Cuando tenía doce años, un criado de al-Mutadid, el antiguo príncipe, la había comprado y traído a Sevilla. En el harén del príncipe le había tocado compartir habitación con una abisinia, una chica morena muy alegre y de su misma edad. Habían sido como hermanas, apoyándose la una a la otra.
Una noche, un tembloroso criado las había despertado de un profundo sueño. Dos doncellas las habían maquillado y adornado rápidamente y, acto seguido, un mozo de cámara las había llevado en presencia del príncipe. (Lope no quería oir la historia, y se lo dijo, pero la muchacha insistió en que escuchara hasta el final.)
El príncipe las había desnudado y tumbado con destreza, las había palpado con manos frías y había comprobado su virginidad, observándolas con ojos desapasionados, como un trampero observa a los asustados animales que han caído en sus trampas. El príncipe estaba por encima de ellas, un anciano de barba cana, vestido de blanco de la cabeza a los pies, de piel descolorida y ojos amarillentos y acuosos, como salido de la tumba. Las había desvirgado con su bastón, con el pomo de marfil de su bastón. Ella había permanecido petrificada de miedo, muda de espanto, incapaz de moverse, con los sollozos de su amiga morena en los oídos y apretando los labios para no ponerse a gritar de terror. El príncipe no había encontrado ningún placer en ellas, y las había despedido con un regalo insignificante. A su amiga no volvió a verla hasta unas semanas después, cargada de joyas, vestida con seda bordada en oro, vanidosa, presumida, por un breve tiempo la favorita del príncipe, rodeada por un enjambre de doncellas y criados del palacio. (Lope no quería creer lo que le contaba la muchacha, pero Nujum había repetido la historia tantas veces que no quedaba la menor duda. La muchacha daba una especial importancia a que Lope comprendiera la forma en que el príncipe le había arrebatado la virginidad. ¿Por qué tenía tanto miedo de que Lope no estuviera satisfecho de ella? ¿Por qué tenía miedo del hadjib?)
Había contado la historia susurrando, con voz atormentada, y como llevada por una fuerza interior, la cabeza enterrada en el cuello de Lope y la boca apretada a su oreja. Había necesitado mucho tiempo para llegar al final de su historia, y se había ido tranquilizando a medida que Lope la escuchaba. Había dejado de temblar entre las manos de Lope, para luego yacer inmóvil en sus brazos.
Pero un instante después se había abalanzado vorazmente sobre él, se había aferrado a él con uñas y dientes, como queriendo meterse en su cuerpo, como queriendo unirse tan íntimamente a él que ya nada pudiera separarlos.
Todo había sido distinto, todo había sido incomparablemente más hermoso que cuanto había vivido antes. A veces, cuando seguía con mano suave las líneas de su cuerpo, la muchacha le parecía un ángel caído del cielo, y le subía por el cuerpo un miedo estremedecedor de que la muchacha se desvaneciera ante sus ojos apenas asomara el sol.
A veces pensaba en Karima. A veces, cuando tenía los ojos cerrados, la veía frente a él, veía su mirada dirigida hacia él. Y le dolía el corazón. ¿Era culpa de él? ¿Quedaba siquiera un resquicio de esperanza de que pudieran acercarse el uno al otro más allá de la distancia de una mirada melancólica? ¿De qué servían sus deseos? Había cosido dentro del forro de su peto de cuero la hoja de papel con sus nombres; la había cosido a la altura del corazón. ¿De qué había servido?
Cuando el pequeño paje negro lo sacó de la habitación de la torre en que lo había recibido Ibn Ammar, él había pensado que no podría soportarlo. Pero en el fondo siempre lo había sabido: él y la hija del hakim judío jamás habían tenido la menor posibilidad.
¿Tendría que haberse defendido? ¿Tendría que haber cerrado los ojos ante la belleza de esta muchacha? ¿Tendría que haber rechazado sus caricias?
Tras la audiencia con Ibn Ammar había despertado de una larguísima noche de ensueños, de planes disparatados, de pulso tan acelerado como después de un galope endemoniado. El paje negro había aparecido al pie de su cama.
– El excelentísimo señor, el hadjib, que Dios vierta sobre él la cornucopia de sus dones, os invita a un baño para embelleceros la mañana.
Lope había seguido al paje por el parque del palacio, hasta llegar a un edificio bajo, coronado por varias cúpulas de distintos tamaños, que se levantaba entre altos árboles. Un vestuario recubierto de mármol, con una piscina de brillantes piedras verdes en el centro, rodeada por una serie de habitaciones para descansar, a cual más lujosa, con azulejos multicolores, ventanas de mármol filigranado y hamacas forradas en seda, todas las puertas abiertas de pan en par, como si al terminar el baño uno mismo tuviera que decidir qué habitación prefería.
Lo había recibido un viejo criado de los baños, un abisinio digno y canoso que lo atendió en silencio y lo acompañó con solícita cortesía hasta la puerta del baño de vapor. Lope todavía recordaba cada detalle: los multicolores rayos de luz que caían de las cúpulas, dibujando vistosas figuras sobre el suelo de mármol blanco; las piscinas, de un mármol tan blanco y diáfano como la nieve derretida; los tubos de agua, pulidos y blancos; los grifos de plata, que tenían forma de aves y trinaban como éstas cuando el agua salía de ellos. Aún le resonaba en el oído el misterioso silencio que lo había envuelto: el ligero murmullo del agua; el delicado gorjeo, que competía con los trinos de los pájaros del parque; el suave susurro de la futa de seda que el criado le había atado alrededor de las caderas; el sonido apenas perceptible de sus pasos sobre las baldosas de mármol.
Nunca había visto algo tan hermoso como esos baños. Y lo que había visto hasta ahí no era más que el principio.
En el cuarto de vapor, el vapor colgaba en espesos velos, y de arriba caía una luz tan brillante que no podía verse más allá de tres pasos. Una luz lechosa, casi de otro mundo, amarilla y dorada, con tonos rojizos, colores que se iban entremezclando a medida que el vapor se movía y, de tanto en tanto, dejaba ver las dos piscinas instaladas frente a la pared del horno y los cristales de colores de las aberturas de la cúpula, por donde entraba la luz.
Cuando Lope entró en el cuarto de vapor, ella ya estaba allí, pero el vapor la había ocultado a su mirada. Lope se había sentado en el escalón más bajo, frente a la pared del horno, y apoyando la cabeza en las manos se había puesto a contemplan el juguetón remolino de nubes de vapor. Se había quedado así un largo rato, sin darse cuenta de la presencia de la muchacha, hasta que, de pronto, había oído un ruido y había visto un rápido movimiento por el rabillo del ojo.
Ella había permanecido sentada detrás de Lope, en diagonal, un peldaño más arriba, y, al ir a la piscina, había pasado a sólo dos pasos de él. Por un instante de demencial y creciente expectación, Lope había creído que era Karima, había estado convencido de que Ibn Ammar, a pesar de todo, había hecho el milagro. Karima siempre había estado tan cerca a él en sus sueños que de repente le parecía absolutamente normal que apareciera en los baños. Era tan sólo el cumplimiento de sus sueños.
Lope sólo la había visto vagamente entre el ondulante vapor; la misma figura esbelta, los mismos cabellos largos, negros y rizados. Un suave reflejo de luz dorada sobre su piel. Ni siquiera lo había sorprendido la desnudez de la muchacha.
Su corazón se había detenido un instante al volver ella el rostro, sonriéndole, y advertir Lope que no era Karima.
Luego había contemplado cómo se sumergía en el agua. La había seguido con la mirada mientras pasaba a su lado, camino de la puerta, con la gracia y ligereza de un animal joven, el cabello meciéndose al ritmo de su andar. Ella había desaparecido tras la puerta sin volver a mirarlo una vez mas.
Lope se había quedado un largo rato en el baño de vapor. Había hecho que el viejo criado le diera un masaje, lo afeitara y le frotara con el guante de crines, hasta que la piel le zumbaba cuando se pasaba el dedo. Luego se había puesto una futa limpia y había seguido al criado a los vestidores.
Había esperado secretamente volver a encontrar allí a la muchacha, pero no se la veía por ningún lado.
Luego el criado lo había acompañado hasta una puerta chapada en plata. Había abierto la puerta y se había apartado para dejarlo pasar.
– El misericordioso señor, el sublime hadjib, que Dios le conceda muchos años, me ha ordenado que os abra su propia halwa. Todo está a vuestro servicio. Todo está a vuestra disposición. Todos vuestros deseos son órdenes del misericordioso señor.
Lope había entrado en una habitación, cuya belleza superaba todo lo imaginable. Una habitación octogonal de no más de tres pasos de diámetro, sin ventanas y, sin embargo, inundada por una luz tibia, como si el propio sol del atardecer brillara allí dentro. Las paredes estaban revestidas de losas oscuras, tan pulidas que parecían espejos. La cúpula era de mármol transparente, amarillo y blanco, dispuesto de modo que formaba artísticas figuras. Frente a la puerta, un pequeño lavabo en el que desembocaban cuatro tubos de oro, de los cuales, si se giraban los grifos, salía agua caliente, tibia, fresca y fría. En el centro, un colchón redondo. El sector circular del suelo, entre el colchón y las paredes, estaba adornado con dibujos formados por la reunión de diminutas piedrecillas de colores. ¡Qué dibujos! Lope nunca había visto nada semejante. Mostraban hombres, mujeres y jóvenes divirtiéndose en un jardín, entre flores y rosales; abrazándose, amándose y enlazándose de tan diversas maneras como Lope jamás habría podido imaginar. Las mujeres estaban desnudas, y representadas con tal naturalidad que sólo verlas ya era excitante.
Lope apenas se había atrevido a entrar, menos aún a tumbarse en el colchón. Al abrirse de pronto la puerta, aún seguía indeciso al borde del lecho. No había necesitado volverse para saber quién había entrado. Lo había envuelto un perfume embriagador. La muchacha había cerrado la puerta, había hecho una reverencia y le había hablado en el mismo tono de sumisión que antes habían empleado el paje y el criado de los baños.
– Mi señor, el poderoso hadjib, que Dios lo bendiga, me envía a satisfacer vuestros deseos.
Había traído una bandeja con frutas y bebidas, que luego había dejado en el suelo, y había pasado al lado de Lope para encender el incensario metido en un nicho de la pared, encima del lavabo. Había pasado tan cerca de él que lo había rozado. No estaba mucho más vestida que las mujeres de los dibujos del suelo. La túnica que llevaba ahora era de una tela tan delgada que se hubiera podido pasar por el interior de un anillo.
– ¿No queréis sentaros, señor? -había dicho la muchacha, y Lope había obedecido en silencio. La habitación se le había hecho estrecha con ella sentada frente a él; no había espacio para esquivarla ni posibilidad de rehuir su mirada. Su figura esbelta, su graciosa sonrisa reflejada en todas las paredes, y su reflejo junto al suyo, tan cerca como si estuvieran ya el uno en brazos del otro, como las parejas de los dibujos del suelo.
Había sido como un juego, cuyo desenlace había estado claro desde el principio. Lope ya no recordaba cómo se había desarrollado exactamente ese juego. ¿Lo había tocado primero ella? ¿Había sido él? ¿Sus miradas se habían encontrado en el reflejo de la pared o había sido cara a cara, en el lecho? Lope recordaba la risa de la muchacha por su sobresalto cuando ella le echó agua de rosas de la boca. Recordaba que la muchacha se había quitado la túnica, fina como una tela de araña, y cómo lo había hecho. Recordaba cómo sus ojos se habían oscurecido y su voz había adoptado un tono más ronco y vibrante cuando de pronto empezó a hablar en su idioma, con palabras que sonaron tan intimas y tiernas que Lope había creído comprenderlas. Recordaba sus manos, sus labios, las yemas de sus dedos, iniciados en misterios insospechados.
Lope no necesitaba recordar. Compartía todos los secretos con ella. Sentía los labios sobre su piel, sentía sus manos, su cuerpo esbelto y liso. La tenía en sus brazos.
En algún momento habían salido de la halwa, y Nujum lo había llevado a un pabellón, unido al baño por un discreto emparrado. Nadie los había molestado, habían estado tan solos como la primera pareja en el paraíso. Y habían seguido jugando al mismo juego.
Un arroyo encauzado con mármol entraba en el pabellón por una abertura de la pared, desembocaba en un estanque llano, donde nadaban brillantes pececillos plateados, y volvía a salir por el otro lado. Sobre el estanque colgaban dos campanillas, una amarilla y una azul. Si tiraban de la cinta azul, venía navegando por el arroyo un barquito cargado de bebidas; si tiraban de la amarilla, el barquito llegaba cargado de espléndidos manjares. No les faltaba nada.
Cuando se hizo de noche, Nujum encendió una lámpara, que volvió a apagarse cuando ella se quedó dormida. Más tarde, en algún momento indeterminado, Lope también se durmió.
Tuvo un sueño sombrío. Lope se topaba con un negro gigantesco, que tenía los rasgos del criado de los baños y lo saludaba sumisamente, hasta que de pronto se arrancó del rostro la máscara de anciano venerable y se arrojó sobre Lope enseñando los dientes. Bajo la máscara se ocultaba el castellán. Luchó contra él y supo que perdería, de modo que intentó huir. Pero no conseguía avanzar, por mucho que corriera, las piernas no le obedecían, se le hacían más y más pesadas. Se escondió en un estrecho pasillo oscuro y se arrastró por él, hasta que ya no pudo continuar. Se sumió en el pánico al advertir que no podía seguir ni hacia atrás ni hacia delante, y con la cabeza gacha se aferró al pasillo. Pero luego empezó a resbalar, cayó cada vez más hondo, se precipitó en un agujero negro. Hasta que, de repente, se encontraba otra vez en la halwa. Vio los dibujos del suelo y, mientras los contemplaba, advirtió espantado que una de las mujeres desnudas era Karima. Karima se volvió hacia él, se le acercó por el prado cubierto de flores, mirándolo con ojos tristes, mientras él intentaba en vano esconderse de ella. Vio que Karima le quería decir algo, vio que se llevaba las manos a la boca y le gritaba algo, pero no pudo entender lo que decía. Estaba demasiado lejos.
Cuando despertó aún era de noche, pero ya se oía el canto de los primeros pájaros. Se sentó. Estaba bañado en sudor y sentía la frente fría. Nujum yacía entre sus piernas, estirada como una gata joven. Seguía dormida, y su respiración sonaba muy fuerte. Lope se quedó quieto para no despertarla.
– Quisiera hacerte un regalo, Lope de Guarda -le había dicho Ibn Ammar antes de despedirlo aquella noche después de la audiencia-. Espero que te guste y que lo aceptes. Me haría muy feliz poder pagarte de esta manera parte de mi deuda de gratitud.
¿Era Nujum el regalo del que había hablado Ibn Ammar? ¿Era tanto su agradecimiento que le había regalado una muchacha?
Primero habían asistido a un desfile militar a las puertas de la ciudad y habían presenciado la marcha del ejército del príncipe. En primera línea, el estandarte verde del príncipe; los atabales, a caballo; las trompetas y demás instrumentos de viento de la banda, tras el chinesco de plata. Luego, mulas y camellos cargados de regalos y trajes de honor, que el príncipe pensaba obsequiar a los oficiales de sus tropas. Divisiones de caballería en apretada formación, cada unidad vestida de un colon distinto, rojo carmesí, azul celeste, dorado, con ondulantes pendones en las lanzas, los caballos de las primeras líneas con gualdrapas del mismo color. Luego, el príncipe en persona, montado en un corcel blanco y vestido con un brillante mantón blanco, blancas botas de seda y un pañuelo blanco a la cabeza. Justo detrás de él, en un caballo morcillo, un gigante negro vestido de oro y púrpura, sosteniendo sobre el príncipe la sombrilla de seda verde adornada con piedras resplandecientes, símbolo de su dignidad regia. Pegado al portador de la sombrilla, y vestido con tanto lujo como él, el portador de la espada del príncipe. Más atrás, cuatro guardaespaldas. Luego el hadjib, abriendo el séquito del príncipe: los visires y dignatarios de la corte, los qadis y funcionarios de la ciudad, todos en ricas galas de fiesta. Finalmente, los negros de la guardia personal del príncipe, seguidos por lanceros vestidos con levitas negras y, entre ellos, porteadores cargados de arcones tachonados en cobre, que contenían las soldadas de honor que se repartirían ese día a la tropa. Y más atrás, como cierre, el gran timbal de latón repujado, cuyo sonido sordo y retumbante apagaba cualquier otro ruido.
Por la tarde habían presenciado en la gran sala de audiencias del al-Qasr la recepción dada a una embajada del príncipe de Almería. La corte había sacado a relucir toda su pompa. Soldados habían formado una calle de dos filas desde la puerta que daba al río hasta la entrada al palacio. Habían atravesado tres salones, cada uno ocupado por toda una tropa de criados magníficamente vestidos, que habían saludado a los invitados y los habían ido acompañando trecho por trecho, hasta llegar finalmente al salón en el que se encontraba el príncipe. A la entrada del salón, porteros de librea, guardias bien armados, con yelmos de plata, y funcionarios de protocolo, que sólo dejaban entrar a los privilegiados invitados.
Pajes morenos los habían rociado con perfume; un alto funcionario del palacio, provisto de un bastón de plata, había gritado sus nombres mientras entraban en el salón. Alrededor estaban los dignatarios, dispuestos según su rango, vestidos con más lujo aún que durante el desfile. El príncipe era el único que estaba sentado, el único vestido de blanco, más espléndido aún que quienes lo rodeaban. El portador de la sombrilla, lleno de oro y piedras preciosas. El paje encargado del mosquero, con una túnica cubierta de pies a cabeza por perlas. A la derecha del príncipe, dos de sus hijos; a la izquierda, Ibn Ammar, el hadjib.
Lope no había visto jamás semejante despliegue de color, semejante lujo, semejantes galas, que hacían que hasta el más humilde paje pareciera un señor. Luego había visto también cómo el embajador de Almería presentaba sus respetos al príncipe; había presenciado el intercambio de regalos, la entrega de los trajes de honor, el ceremonial de discursos y saludos. Y había quedado convencido de que era imposible que existiera en todo el mundo un soberano más poderoso que al-Mutamid, el príncipe de Sevilla.
A la mañana siguiente había salido de la ciudad con el séquito de Ibn Ammar. Por la tarde habían llegado al palacio de verano del hadjib, situado en las montañas del norte. Un palacio blanco, rodeado de un vasto panque, que una vez había pertenecido a los califas de Córdoba. Esa misma noche, Ibn Ammar lo había mandado llamar a su presencia.
Se habían visto a solas en una pequeña habitación, cubierta de tapices, en lo alto de una torre. Sólo un pequeño paje negro había entrado de tanto en tanto para atenderlos. Ibn Ammar había hablado de Barbastro y de su encuentro al pie de la muralla. Había hablado de Yunus y de cuán agradecido estaba al hakim, y, por un instante de pasmo y felicidad, Lope había acunado la esperanza de que, a pesar de todas las dificultades, los sueños que lo unían a Karima aún podían convertirse en realidad. Pero Ibn Ammar, sin darse cuenta, no había tardado en destruir sus esperanzas con un par de palabras secas.
El hadjib había hablado de Zacarías, el joven médico que había cuidado de Lope en el hospital. Había dicho que Yunus quería desposar a su hija con ese joven médico, que ya estaba prometida, que el matrimonio ya estaba pactado desde hacía algún tiempo. Había dicho que por ese motivo quería incluir a Zacarías en la lista de sus médicos de cabecera, para honrar a Yunus a través de su yerno. No había dejado ninguna salida abierta. Nada a lo que Lope pudiera aferrar sus esperanzas.
Mientras Lope se perdía en estos recuerdos, fuera ya había amanecido, y el gorjeo de los pájaros se había hecho tan intenso que parecía como si todos los pájaros del parque se hubieran reunido frente al pabellón para cantar a la mañana. No se oía nada más que el canto de los pájaros y el ligero murmullo del agua cayendo sobre el mármol. Luego, de pronto, una voz nueva se sumó al concierto, primero tímida y vacilante, como si tuviera que cerciorarse de su canto antes de lanzarse a las alturas con alegre fuerza, clara y delgada como el sonido de una flauta, sollozante, melodiosa, superando cada trino con otro aún más desgarrador, abandonándose una y otra vez a nuevas melodías, tan indescriptiblemente bella que todos los otros pájaros parecieron enmudecer.
Era un pájaro pequeño y poco vistoso, de pico amarillo. Se hallaba dentro de una jaula colgada del punto más alto de la cúpula, por donde una abertura dejaba pasar la luz. Estaba posado en la varilla más alta de la jaula, tan cerca de la abertura como se lo permitían las rejas. No podía ver el panque, pero parecía intuir que el agujero abierto encima de él conducía a la libertad, y cantaba con el pico levantado hacia arriba, como si quisiera gritar al exterior. Cantaba sin cesar. No parecía esperar una respuesta, y a veces se percibía, en medio de su alegre canto, un tonillo lastimoso, como si no cantara a la alegría de esa mañana, sino al recuerdo de otra mañana, vivida en algún otro lugar más feliz.
Cuando el primer rayo de sol doró el tamiz de la abertura de la cúpula, el pájaro enmudeció, y de repente se hizo un extraño silencio, en el que los cantos de las otras aves no eran ya más que un eco lejano.
Lope sintió que Nujum se movía, como si el repentino silencio la hubiera despertado. Vio que abría los ojos y vio su sonrisa al advertir cómo se había acurrucado entre las piernas de Lope mientras dormía. Todavía medio dormida, empezó a acariciarlo, y sus dulces manos difuminaron todos los pensamientos que oprimían a Lope, que, ahora ligeros y vagos, simplemente se desvanecieron.
Yunus se esforzaba por hacer creer a su hija que todo seguía el curso habitual. Pero cada día le resultaba más difícil. Por la mañana, cuando se sentaban a desayunar juntos y la conversación se tornaba monosilábica, a Yunus las pausas se le hacían insoportablemente largas. En la cena, cuando contaba a su hija lo ocurrido durante el día, se sentía tan penosamente charlatán, sentía tan falso y mentiroso el tono de parloteo que adoptaba su voz, y su comportamiento le parecía tan poco natural, que creía que todo el mundo debía de notarlo. Por momentos estaba convencido de que Karima lo había descubierto hacía mucho. Por momentos dudaba si acaso ella se habría dado cuenta de algo.
Él, por su parte, había pasado mucho tiempo sin advertir cuánto había cambiado su hija, cuánto había adelgazado, y que se había vuelto más callada y taciturna. Desde que sabía lo que pasaba por la mente de Karima, Yunus descubría cada día nuevos signos de esa inquietante transformación. Había adelgazado ostensiblemente. Sus ojos se veían desmesuradamente grandes en su rostro pálido, de piel ya casi transparente. Apenas probaba bocado. A menudo estaba tan ausente que no escuchaba cuando le hablaban. Después de que Ibn Ammar le dijera que Lope ya no representaba peligro alguno, Yunus había llevado a su hija al consultorio con frecuencia, en la esperanza de que el trabajo la distrajera. No se le había ocurrido pensar que, por el contrario, esto sólo empeoraría las cosas, pues estando fuera de casa Karima podía albergar cada instante la esperanza de que el joven español apareciera en la calle en cualquier momento. Debido a ese estado de constante tensión, Karima se había desmayado dos veces, y a Yunus no le había quedado más remedio que dejarla en casa, bajo la vigilancia de Dada y Ammi Hassán.
También la había observado una y otra vez el sabbat, en la sinagoga, y en cada ocasión el aspecto de la muchacha había sido para él como un cuchillo atravesado en la garganta. Yunus había visto el sofocado nerviosismo de su hija de camino a la sinagoga, sus ojos centelleantes de expectativa buscando a Lope en el antepatio, y su profunda desesperación al tener que admitir que buscaba en vano. Había momentos en que Yunus maldecía haber recurrido a Ibn Ammar. Había momentos en que estaba a punto de ceder y de dejar que todo siguiera su curso natural.
Pero él era médico, y conocía bastante bien los síntomas que observaba en su hija. Había visto a muchos padres desesperados que llevaban a su consultorio a una muchacha pálida y demacrada, con todos los síntomas de ese mal producido por un amor desdichado. Sabía por experiencia propia cuán rápidamente solía pasan ese mal, incluso sin ayuda del médico. Sin embargo, una vez se había dado un caso trágico: hacía ocho años, la hija de uno de los ancianos del Consejo se había arrojado al agua a causa de un joven; pero esa había sido la única, extraña excepción. Y Yunus estaba convencido de que su hija era inmune a tal grado de desesperación. No era de las que se rinden; era demasiado fuerte como morir de ese mal.
No obstante, más tarde Yunus comprendió que Karima también era demasiado fuente como para sucumbir a los deseos de su padre. Era demasiado testaruda, demasiado consciente de su propio valor, como para renunciar a Lope sin más y olvidarlo. Así, Yunus decidió recurrir por segunda vez a Ibn Ammar.
Dos días después vino un secretario con la noticia de que el hadjib se había permitido poner a disposición de Yunus una barca para la fiesta del final del ayuno, al acabar el Ramadán. Una gran barca, con un timonel, cuatro remeros y espacio para más de veinte pasajeros. Yunus invitó a sus amigos Ibn Eh y ar-Rashidi, con sus respectivas familias, y también a Nabila y Sarwa y sus hijos. Ammi Hassán cargó cojines y almohadones y la vieja Dada preparó comida y bebida para la excursión por el río.
Como de costumbre, el día de la fiesta la ciudad estaba muy animada. A los musulmanes, el Ramadán se les hacía muy arduo cuando tocaba en época de calor, y tanto más celebraban entonces el final del periodo de ayuno. Los judíos y cristianos también celebraban. Las tabernas del suburbio de Taryana estaban abiertas toda la noche, había música en todas las calles y el río estaba tan infestado de barcas que a veces parecía como si uno pudiera ir de una orilla a otra sin mojarse los pies. Una de las diversiones preferidas que la sociedad sevillana reservaba para los días de fiesta era una excursión por el río. La gente de pocos recursos salía en botes de pescadores y balsas hechas por ellos mismos; los pudientes alquilaban grandes barcas y elegantes góndolas; los ricos y notables tenían sus propias embarcaciones, algunos poseían incluso grandes galeras con diez o doce remos y una orquesta que tocaba en cubierta. A veces el príncipe mismo tomaba parte en la diversión, encabezando con sus naves de lujo el desfile de barcos festivos.
Las embarcaciones tomaban rumbo al faro de Shantabaw, donde vendedores ocasionales montaban sus puestos de comida; visitaban las islas del delta, la pequeña o la grande, donde crecía hierba siempre verde y pastaban gigantescas manadas de caballos de la cabaña del príncipe. Los pobres pescaban y asaban peces en hogueras; los ricos mandaban preparar deliciosos platos a sus cocineros, comían en cubierta y se intercambiaban manjares de barco a barco. Los chicos hacían carreras de remos, y los jóvenes revoloteaban alrededor de aquel bote en el que habían descubierto a una bella muchacha. Y en todas partes, allí donde se encontraban amigos y conocidos, había un alegre jaleo que duraba hasta muy entrada la noche, cuando las últimas embarcaciones adornadas de luces regresaban a la ciudad empujadas por la entrada de la marea en el río.
Los amigos de Yunus se estaban pasando el día en grande. Un día azul de verano, no demasiado caluroso, pues aún no había empezado a soplar el simún; el aire era claro y suave, y estaba impregnado del olor salado del mar. Comerciantes provistos de pequeños y veloces botes de remo vendían las primeras uvas e higos de Málaga. Hasta Karima se había contagiado de la alegría que reinaba a bordo y parecía haber olvidado por un instante sus preocupaciones.
Sólo Yunus no tenía la tranquilidad necesaria para divertirse con los demás. No sabía qué estaba preparando Ibn Ammar, pero intuía que se avecinaba un encuentro que causaría un gran dolor a su hija. Se había pasado todo el día buscando el bote con que se toparían, observando a los paseantes que hacían señales desde la orilla, mirando cada vez más nervioso a su alrededor. No sucedía nada.
Sólo poco antes de la puesta de sol, cuando ya habían pasado ante los hornos de calcinación de Taryana, Yunus descubrió de repente una banca que los seguía a una cierta distancia. Estaba pintada del mismo color y llevaba el mismo pendón que la banca en que iban ellos, pero era más delgada y veloz, y se les estaba acercando rápidamente. En la cubierta elevada de popa sólo se veía a dos pasajeros, un joven elegantemente vestido, con una faja verde mar en la cabeza, y una muchacha de llamativa belleza, sin velo y con el cabello suelto. Estaban sentados el uno al lado del otro, la muchacha con la cabeza apoyada sobre el hombro del joven, y miraban hacia atrás, contemplando la resplandeciente estela que dejaban a su paso. Un hijo de casa noble paseando por el río con su esclava favorita.
Sólo cuando la otra banca estaba a punto de adelantarlos, descubrió Yunus que aquel muchacho era Lope.
Un instante después miró también a Karima. No se atrevía a mirarla abiertamente. La observaba con la cabeza gacha, desde debajo de las cejas. Vio cómo se le iban los colores del rostro, cómo luchaba por mantener la compostura y ponía en juego todas sus fuerzas para no llamar la atención. Yunus rezó para que Lope no advirtiera su presencia. Rezó para que Ibn Eh no reconociera al joven. Fijó la mirada, con desesperada tensión, en los remos de la banca de Lope, como si pudiera así aceleran su ritmo.
Karima no apartó la vista, siguió con la mirada a la pareja hasta que la vela los ocultó a sus ojos.
Luego se sentó inmóvil en su sitio, junto al mástil, se asomó por la borda y se puso a contemplar el agua. Cuando volvió a levantar la mirada, parecía completamente tranquila. Tampoco en el camino de regreso a casa dejó entrever nada.
– Creo que nuestra ovejita a vuelto al redil -dijo la vieja Dada la noche siguiente. Cuatro días después, Karima dio su consentimiento a la boda con Zacarías.
Lope vivió dos meses de completa felicidad.
A finales de agosto, él y el infanzón que estaba al mando del séquito del joven conde de Guarda fueron llamados inesperadamente por Ibn Ammar. Del norte llegaban noticias alarmantes, que también les incumbían.
Don Sancho, el rey de Castilla, había llegado a un acuerdo secreto con algunos de los hombres más influyentes de la nobleza gallega y, so pretexto de un peregrinaje, había marchado hacia Santiago de Compostela, donde se había encontrado con su hermano don García, el rey de Galicia, a quien había atacado por sorpresa y tomado prisionero. Don Alfonso de León, el tercer hermano, cuyo reino habían tenido que atravesar las tropas castellanas camino de Galicia, se sentía tan engañado como don García. Antes de que el rey de León pudiera reaccionar, don Sancho ya había regresado a Burgos con su prisionero, había obligado a su hermano a jurarle vasallaje y había tomado como rehén a su hijo de dos años, Ramiro.
Pocos días después llegó a Sevilla un emisario de don García, pidiendo asilo para su señor. Dos semanas más tarde, llegó el depuesto rey en persona, agotado, acompañado sólo de un pequeño séquito, casi sin dinero. Por consejo de Ibn Ammar, al-Mutamid le preparó una recepción principesca y puso a su disposición un palacete de la ciudad, atendido por un gran número de criados.
Ibn Ammar observaba con gran preocupación los acontecimientos del norte. Era evidente que se llegaría a la guerra. Don Alfonso de León estaría entre la espada y la pared mientras don Sancho dominara Castilla y Galicia. No le quedaba otro remedio que atacar.
El enfrentamiento se produjo los primeros días de enero del año 1072, a orillas del pequeño río Pisuerga, cerca de Golpejera, a hora y media de camino al norte de Carrión. El combate se alargó durante todo un día sin decantarse en favor de ninguno de los hermanos, hasta que, finalmente, don Sancho recurrió a un ardid bastante corriente. Fingió una huida, dejando en manos de su adversario todo su campamento, con sus provisiones y vino. Luego esperó hasta que las tropas de León hubieron celebrado su supuesta victoria y atacó al amanecer. El ejército de don Alfonso fue aniquilado. Él mismo fue tomado prisionero, y con él, toda la nobleza de León. Pocos días después, don Sancho se hizo coronar rey de León. Había conseguido lo que ansiaba desde el principio: el reino completo de su padre. Ahora era rey de Castilla, Galicia y León.
Desde el día en que llegaron a Sevilla las primeras noticias de la victoria de don Sancho, Lope esperaba lleno de temerosa incertidumbre un mensaje de Guarda. No cabía duda de que el nuevo rey obligaría a los condes del Duero a someterse sin oposición y a entregarle rehenes. Ya antes de la batalla decisiva contra don Alfonso, don Sancho había dejado ven sus pretensiones sobre los territorios al sur del Duero, en tanto que había sentado a un hombre de su confianza en el sillón episcopal de Braga, a pesar de que el pueblo ni siquiera tenía catedral. Tarde o temprano exigiría que el hijo del conde fuera llevado a su corte. El mensaje llegó en marzo. Antes de lo esperado. El rey advertía manifiesta hostilidad y quería tener las espaldas cubiertas.
Don Alfonso, que había sido encerrado en el monasterio de Sahagún, había conseguido escapar con la ayuda de su hermana Urraca, y había acudido a al-Ma'mún, el príncipe de Toledo, quien puso a su disposición una residencia cercana a la ciudad y el palacete y coto de caza de Brihuega, a orillas del río Tajuna, donde podía entregarse a su afición favorita.
Entre tanto, la hermana, Urraca, había empezado a excitar los ánimos de la nobleza leonesa. Urraca tenía treinta y seis años, y era la mayor de los cinco hijos del gran don Fernando. Era una mujer voluntariosa y enérgica. La prohibición de casarse que le impusiera su padre le había impedido formar una familia y tener hijos. Todo su amor lo vertía, pues, sobre su hermano Alfonso, cinco años menor que ella. Ya de niños, Alfonso había sido su hermano preferido, por sus maneras dulces y complacientes. Por el contrario, a Sancho, tosco y fanfarrón, siempre lo había odiado. Urraca se atrincheró en la colosal fortaleza de Zamora, que su padre le había dejado en herencia, y desafió abiertamente a Sancho a que fuera por ella. Al- Ma'mún la apoyaba secretamente con dinero. El príncipe toledano sabía muy bien, como lo sabía Ibn Ammar en Sevilla, el enorme peligro que representaría para Andalucía un reino español unido bajo una sola mano.
El conde de Guarda intentó librarse de la imposición de entregar a su hijo, pero finalmente tuvo que ceder, y en junio Lope recibió la orden de llevar al muchacho a Sahagún, donde don Sancho estaba congregando a su ejército. Antes de la partida, Lope fue llamado una vez más al palacio del hadjib. Ibn Ammar no estaba solo cuando lo recibió. Lo acompañaba don García, y entre ambos le hicieron una oferta que le facilitó mucho más de lo que se hubiera atrevido a imaginar la despedida de Nujum.
Don García suponía que el rey llevaría consigo a sus rehenes al campamento de batalla de Zamora, para tenerlos a seguro. Prometió a Lope darle un castillo si éste conseguía rescatar a su hijo Ramiro y llevarlo a Sevilla. Era una oportunidad de las que sólo se presentan una vez en la vida, y Lope no dudó en aceptar la propuesta.
Cuando llegó, el ejército del rey ya estaba acantonado a las puertas de Zamora, y el anillo que sitiaba la ciudad estaba casi cerrado. Pero contra la suposición de don García, su hijo Ramiro no se encontraba en el campamento, sino al cuidado de la reina, en Burgos. Así, a Lope le resultaba imposible llegar hasta él.
El sitio se prolongó. La ciudad estaba rodeada por una imponente muralla, que la hacía prácticamente inexpugnable. Sólo cabía esperar que los venciera el hambre. Pero, al parecer, doña Urraca había acumulado suficientes provisiones. Don Sancho intentó trabar contacto con algunos de los guardias de la muralla, para convencerlos con sobornos y promesas de que dejaran que su gente entrara por la noche en alguna de las torres. Doña Urraca, por su parte, consiguió sobornar a uno de los hombres cercanos al rey para que intentara asesinarlo. En un momento de descuido, el hombre arremetió contra don Sancho y le clavó una espada en el pecho. Llamaron a los médicos de cámara. Cuando éstos llegaron, don Sancho seguía con vida, pero ninguno se atrevió a sacarle el arma mortal de la herida. El asesino consiguió escapar.
La noticia del atentado atravesó el ejército de sitio como un viento tormentoso. El rey aún no había muerto cuando ya empezaban a retirarse algunos de sus seguidores, los castellanos primero que nadie. Todos querían llegar a sus propiedades cuanto antes, para poder defenderlas mejor durante el periodo sin rey que se avecinaba, y si se presentaba la oportunidad quizá incluso para ampliarlas. Todos querían aprovechar la ventaja que les daba sobre quienes se habían quedado en sus casas el hecho de saber que el rey había muerto. Hasta los rehenes que don Sancho había traído consigo al campamento se esfumaron rápidamente. Sólo Lope se quedó allí, con el hijo del conde.
Lope siguió a los pocos soldados y a los capellanes que se quedaron con el rey hasta el final y se apresuraron a llevar su cadáver al monasterio de Oña, al que, como era costumbre, don Sancho había hecho una donación antes de subir al trono para ser luego enterrado allí. Parte del séquito se quedó en el monasterio acompañando al rey muerto; los demás, entre ellos Lope, siguieron camino hacia Burgos. La mala noticia había llegado antes que ellos. La ciudad estaba revuelta; la corte, disuelta. Con ayuda de uno de los capellanes, Lope entró en el castillo y se ganó la confianza de un mayordomo. Dos días después, cuando la reina y lo que quedaba de su corte ya habían partido hacia Oña para el entierro, Lope consiguió escabullirse del castillo y de la ciudad llevándose consigo al hijo del conde y al príncipe Ramiro. Escaparon los tres en un solo caballo, cabalgando primero hacia el sur, hasta llegar a los pies de las montañas, y luego hacia el oeste a través de la tierra de nadie, sin perder de vista las montañas. Tres semanas después llegaron a Guarda.
Don García, puesto al corriente de lo ocurrido por correos rápidos regresó de Sevilla a mediados de noviembre, cogió a su hijo y se dirigió a Tuy, donde empezaba a reunirse su gente. Lope lo acompañó, en espera de recibir el feudo prometido.
Don Alfonso había viajado de Toledo a León nada más enterarse de la muerte de don Sancho. A finales de octubre convocó allí a la corte para que sus vasallos renovaran sus juramentos de fidelidad. Sin embargo, gran parte de la nobleza castellana se mantuvo distante. Existía la sospecha de que el rey había participado en el asesinato de su hermano. De momento, don Alfonso sólo podía contar con su tierra natal, León.
A principios del año 1073, y siguiendo un consejo de doña Urraca, propuso a su hermano don García una reunión. A mediados de febrero, don García se presentó en el lugar acordado con la mayor inocencia y sin haber tomado la menor medida de precaución. Su hermano, sin mostrar ningún tipo de escrúpulos, lo tomó prisionero y lo mandó encerrar en la fortaleza de Luna, al noroeste de León. Y con él, a algunos de sus hombres de confianza, entre ellos Lope, quien desde su temerario rescate del príncipe Ramiro pasaba por ser uno de los más queridos seguidores de don García.
Mientras en el norte los reyes españoles luchaban entre sí y el victorioso don Alfonso intentaba consolidar definitivamente su nuevo poder, los reinos andaluces del sur vivían una época de paz y prosperidad. Andalucía era como una isla de calma en medio de un mar azotado por una tormenta.
En el año 1071, el ejército bizantino fue aniquilado por los turcos, que entraron en la historia universal con este toque de atabales. El emperador fue hecho prisionero. Todo el Imperio Romano de Oriente estaba al borde del desmoronamiento. Ese mismo año, los turcos conquistaron Jerusalén. La Yeshiva, el consejo superior de la comunidad judía de Palestina, se vio obligada a trasladarse a Tiro. Durante un tiempo, los peregrinos cristianos no pudieron visitar la Tierra Santa.
A principios de enero del año 1072, los normandos conquistaron Palermo, poniendo fin al dominio musulmán sobre Sicilia. En Egipto estalló una guerra civil. En el noroeste de África, tras hacerse fuertes en Marrakech, los guerreros beduinos almorávides, acaudillados por su nuevo emir, Yusuf ibn Tashfin, siguieron avanzando llevados por el fanatismo religioso y amenazaron las ricas ciudades portuarias de las costas del Mediterráneo.
En todos los países del mundo musulmán reinaban la guerra, el hambre, la violencia y la destrucción. Sólo Andalucía estaba libre de estas pesadillas.
En Sevilla, mientras el príncipe construía su nuevo palacio, que edificó allí donde hoy se levanta la Torre del Oro, Ibn Ammar seguía urdiendo sus planes expansionistas, para poder hacer frente al esperado ataque de los españoles del norte. En el verano del año 1073, cuando el hijo mayor del príncipe, Siradj ad-Daula, cumplió catorce años, Ibn Ammar convenció a al-Mutamid de que nombrara a su heredero gobernador de Córdoba: un primer paso en el camino que debía hacer de Córdoba la capital del reino.
Un año después murió Badis, el príncipe bereber de Granada, dejando su reino a sus dos nietos. Abd-Alá, el mayor, heredó Granada; Tamim, el menor, Málaga. Ambos eran aún menores de edad. Abd-Alá tenía diecisiete años; Tamim, quince. Ibn Ammar aprovechó la ocasión para emprender un ataque inmediato. Movilizó las tropas de Sevilla y Córdoba, reclutó mercenarios españoles como refuerzo, conquistó la poderosa fortificación de Alcalá la Real, en la frontera, e inició el sitio de Granada. Al mismo tiempo, mandó construir un castillo en mitad de la vega, seis horas al oeste de Granada, cerca a Pinos Puente, para presionar desde allí a la ciudad cuando, a finales del otoño, el grueso del ejército de sitio tuviera que retirarse.
Abd-Alá intentó asaltar el castillo. Al fracasar, se volvió hacia su vecino del norte en busca de ayuda, hacia al-Ma'mun, el príncipe de Toledo. Y entonces se pagó cara la indecisión que impidió a al-Mutamid, príncipe de Sevilla, trasladar la corte a Córdoba.
Cuando Córdoba fue ocupada por tropas sevillanas en el año 1070, Ibn Martin, el comandante del ejército, mandó arrestar a los cabecillas del grupo pro toledano de la ciudad, entre ellos, a un tal Hakam, un hombre de la antigua nobleza árabe cuyo linaje se remontaba a Ukasha, el seguidor del Profeta. Este Hakam ibn Ukasha escapó poco después de ser apresado y consiguió huir a Toledo. Tenía fama de gran espadachín y excelente comandante. Al-Ma'mún lo nombró gobernador de la provincia de Calatrava, que limitaba con la frontera norte de Córdoba. Ahora, ante la llamada de auxilio de Abd-Alá de Granada, Hakam le envió dinero y tropas para que atacara Córdoba.
Hakam ibn Ukasha se puso en contacto con los partidarios que tenía en Córdoba. A mediados de mayo, regresó a la ciudad con un puñado de jinetes, entró de noche, pasando inadvertido, y atacó en primer lugar el palacio del príncipe heredero, luego el del comandante general, Ibn Martin, a quien sorprendió en una fiesta íntima con músicos y bailarinas. Por la mañana, mandó que las cabezas de ambos fueran paseadas por las calles de la ciudad clavadas en largas estacas. Había conquistado Córdoba en unas pocas horas, sin necesidad de luchar.
Para Sevilla aquello fue una catástrofe. No sólo se había perdido Córdoba, sino que también hubo que entregar el castillo levantado ante Granada y todas las fortalezas que se encontraban en el camino hacia éste. Todo lo ganado se había vuelto a perder. Las fronteras volvían a ser las mismas que al principio del gobierno de al-Mutamid. El príncipe estaba destrozado por la muerte de su hijo mayor. Ibn Ammar le dedicó un conmovedor poema de pésame, lo abandonó a su teatral luto y dedicó todas sus energías a recuperar lo perdido.
A finales del verano del año 1078, Ibn Ammar consiguió inducir al levantamiento a una parte de la nobleza urbana de Córdoba y a la comunidad judía. Hakam ibn Ukasha tuvo que huir, y murió asesinado por un judío de la ciudad en un puente del Guadalquivir. Con su muerte, también la provincia de Calatrava cayó en manos de las tropas sevillanas de Ibn Ammar, y con ella, todos los territorios de dominio toledano que se encontraban al sur del Guadiana. Poco después, Ibn Ammar logró reconquistar la fortaleza de Alcalá la Real, y los castillos de Jaén se declararon independientes de Granada, echaron a sus castellanes y se anexionaron a Sevilla.
Ese mismo año, Ibn Ammar recibió una carta de Aledo. La enviaba al-Djilliqi, la Gallega, viuda del antiguo qa'id de Murcia. En la carta, la Gallega le recordaba que el nieto que Dios le había concedido gracias a la ingeniosa ayuda de Ibn Ammar había cumplido ya los catorce años, lo cual lo capacitaba para hacerse cargo de la herencia de su abuelo. Sólo, que para que su nieto subiera al poder primero era necesario expulsar del trono al tío del heredero, Muhammad ibn Tahir, tarea tanto más sencilla por cuanto muchos ciudadanos de Murcia y gran parte de la nobleza sólo esperaban alguna ayuda de fuera para levantarse contra el usurpador.
La oferta de la Gallega abría la fabulosa perspectiva de extender de un momento a otro la zona de dominio sevillana hasta la costa oriental de la península, rodeando por todas partes a los dos únicos adversarios que le quedaban en el sur de Andalucía: Granada y Almería.
Ibn Ammar proyectó la campaña de Murcia para el año 1079. Sólo podía disponer de un reducido número de tropas propias, pues necesitaba la mayor parte del ejército sevillano para aseguran los territorios conquistados al norte y este de Córdoba. Así pues, estaba obligado a reclutar un ejército mercenario. Por consejo de Abú'l-Fadl Hasdai, el hadjib de Zaragoza, Ibn Ammar se volvió hacia Barcelona.
El condado de Barcelona tenía una posición singular dentro de los estados soberanos de la península. Había surgido de la Marca Hispánica, el único punto de apoyo al sur de los Pirineos que conservó Carlomagno tras su famosa campaña contra los sarracenos en España. Desde entonces, los condes de Barcelona siempre habían reconocido como señor al rey franco -mas tarde al rey francés-, y miraban más hacia Francia que cualquiera de sus vecinos peninsulares.
En el año 1079, cuando Ibn Ammar se dirigió a Barcelona, tuvo que vérselas con dos condes al mismo tiempo, debido a unas peculiarísimas normas de sucesión dejadas en su testamento por el gobernante anterior. Hagamos aquí un alto para conocer los antecedentes de este asunto, pues en ellos se desarrolla la historia de amor más turbulenta que nos ha llegado del siglo XI:
1
La historia de Almodis de la Marche
y Ramón Berenguer
El año 1052, Ramón Berenguer, conde de Barcelona, emprendió un viaje a Roma. Tomó la ruta terrestre, pues en aquel entonces Barcelona no era aún una potencia naval y el viaje por tierra era considerado más seguro. Al llegar a Narbona hizo un alto y, como visitante distinguido, fue recibido por el señor del lugar, el conde de Tolosa, quien precisamente se encontraba en esa ciudad portuaria del sur de Francia.
El conde Pons de Tolosa era un hombre de cincuenta y siete años, y uno de los señores más poderosos de Francia. Estaba casado con Almodis de la Marche, hermana del margrave de Limousin. La condesa asistió a la recepción. Cuando ella y el invitado se vieron por primera vez, debieron de salir chispas de los ojos de ambos. La tradición no dice nada al respecto, pero no pudo ser de otra manera.
Ramón Berenguer se apresuró a seguir camino a Roma, donde fue recibido por el Papa, y regresó lo más rápidamente posible, volviendo a detenerse en Narbona. Y esta vez se encontró en secreto con Almodis. Esto tampoco lo dice la tradición, pero tampoco pudo ser de otro modo, pues exactamente nueve meses después Almodis trajo al mundo mellizos, tan parecidos al conde de Barcelona que no quedaba la menor duda sobre su paternidad.
Todavía en Narbona, los amantes acordaron que el conde raptaría a Almodis y se la llevaría consigo. Una empresa disparatada, dadas las circunstancias.
El conde de Barcelona ya no era un chiquillo; la condesa de Tolosa ya no era una jovencita. Ambos estaban en la treintena y casados en segundas nupcias. La boda de Ramón Berenguer con su segunda mujer, Blanca, se había celebrado hacía apenas un año. Almodis tenía seis hijos, dos de ellos de su primer marido, Guy de Lusignan, y cuatro de su matrimonio con el conde de Tolosa. (El segundo hijo de este matrimonio sería luego el conde Raymond de St. Gilles, uno de los caudillos de la primera cruzada y uno de los más grandes caballeros de su época, cuya hija Philippie se casaría más tarde con Guilleaume X, duque de Aquitania. A su vez, la hija de éstos últimos, bisnieta de Almodis de la Marche, fue la famosa Alienor de Aquitania, reina primero de Francia y luego de Inglaterra, patrona de los trovadores y la mujer más notable del siglo XII europeo. Pero volvamos a su bisabuela.)
Nada más regresar a Barcelona, Ramón Berenguer se dedicó a preparar el rapto acordado. En primer lugar, repudió a su esposa Blanca. Las leyes de la Iglesia prohibían el divorcio, pero la misma Iglesia había encontrado un elegante camino para eludir esta prohibición: el derecho canónico sólo permitía que se celebrara un matrimonio si los novios no tenían ningún pariente consanguíneo común en las últimas siete generaciones. Esta era una condición insalvable para los nobles que aspiraban a casarse. La nobleza europea estaba tan entremezclada y emparentada entre si que bajo tales condiciones ni siquiera habrían podido contraer matrimonio legitimo un príncipe español y una princesa noruega. Dicho en otras palabras: en aquella época, todos los matrimonios entre nobles eran ilegítimos a los ojos del derecho canónico. Para poder casarse, hacía falta obtener una cláusula de excepción de la Iglesia.
Luego, si alguien quería divorciarse, no tenía más que pedir a la instancia eclesiástica inmediatamente superior a la que había concedido la cláusula de excepción que la declarase nula. Era sólo cuestión de precio. Y la Iglesia ganaba por los dos lados. Si uno era rico, podía divorciarse siempre que quisiera.
El conde de Barcelona era lo bastante rico. Tras librarse así de su esposa, mandó llamar a su presencia a los miembros más distinguidos de la comunidad judía de su capital y envió emisarios al príncipe andaluz Ah ibn Mudhajid, señor de Denia, Tortosa y las islas Baleares. Los judíos de Barcelona mantenían estrechas relaciones con la numerosa e importante comunidad judía de Narbona. Ah ibn Mudjahib mandaba la mayor flota del Mediterráneo occidental. Ambos, los judíos y el príncipe moro, ayudarían a Ramón Berenguer a traer a Almodis a Barcelona sana y salva.
Ah ibn Mudjahib era musulmán, pero hijo de una cristiana. Su padre había sido un temido pirata, que había atacado Cerdeña y saqueado la ciudad portuaria de Luna. Luego, sin embargo, había sido vencido sorprendentemente por una flota de Pisa y Génova, perdiendo en el combate no sólo una gran parte de sus barcos, sino también a sus mujeres e hijos, entre ellos su hijo mayor, Ah, que tenía entonces nueve años. Era la primera gran victoria naval sobre los «sarracenos», hasta entonces considerados invencibles, y tuvo un gran eco en toda Europa. El príncipe heredero fue enviado como botín de guerra al káiser Heinnich II, a quien, como jefe supremo de la victoriosa marina italiana, le correspondía una quinta parte del botín de guerra. Así pues, Ah se crió en la corte del emperador alemán. Dieciséis años después, cuando su padre finalmente pudo rescatarlo, Ah hablaba un alemán muy fluido, como informan asombrados los cronistas andaluces.
Ah ibn Mudjahib acudió inmediatamente en ayuda del conde de Barcelona. Ordenó a su gobernador de la ciudad portuaria de Tortosa, a orillas de la desembocadura del Ebro, que pusiera a disposición del conde las galeras que éste deseara. Así, los judíos de Barcelona viajaron a Narbona en barcos andaluces y consiguieron raptar a Almodis, a pesar de que el conde de Tolosa había empezado a sospechar algo en el último momento y había encerrado a su esposa en su palacio.
La boda tuvo lugar poco tiempo después, en Barcelona.
El príncipe moro de Denia envió felicitaciones y regalos. Por el contrario, la nobleza de la Europa cristiana estaba irritada o, cuando menos, perpleja. Lo que los irritaba no era la ruptura en si de un matrimonio, sino el hecho de que Almodis y Ramón Berenguer se casaran por amor. Un matrimonio por amor, en una época en que los nobles prometían a sus hijos e hijas ya desde que eran niños, exigiéndoles pareja sólo por conveniencias económicas o políticas, era algo totalmente insólito.
La repudiada Blanca viajó de inmediato a Roma y se quejó ante el Papa, alegando que Ramón Berenguer no se había separado de ella en modo alguno por los motivos citados de un parentesco demasiado cercano, sino simplemente por amor a Almodis de la Manche, esto es, por motivos viles, al entender de los contemporáneos.
El Papa excomulgó a los amantes. El año siguiente repitió su excomunión, y un año después los maldijo por tercera vez. Tres años pasaron sin que los sacerdotes del condado de Barcelona pudieran celebrar misas. Los vasallos del conde fueron eximidos de todos sus juramentos de fidelidad y sus obligaciones feudales.
Almodis y Ramón Berenguer superaron también esta prueba. Hicieron unos cuantos regalos de cierto valor a los obispos de Barcelona y Gerona y obtuvieron a cambio un informe muy favorable sobre el parentesco del conde y su anterior esposa. Enviaron el informe a Roma. Además, el conde dejó entrever que estaba sopesando la posibilidad de, en el futuro, reconocer como señor ya no al rey francés sino al obispo de Roma. Acto seguido, el Papa cedió.
Entre tanto, los súbditos del conde habían aceptado sin más a la nueva condesa. Ésta participaba en el gobierno como nunca lo había hecho una condesa de Barcelona. Debe de haber sido una mujer impresionante, y encarnaba un ideal femenino al parecer extremadamente moderno. Cien años después, el monje normando William de Malmesbury todavía clamaba contra su «lascivia desenfrenada» (era un adversario de la bella Alienor de Aquitania, y quería atacar a la reina de los trovadores injuriando a su bisabuela). Por el contrario, el fuero urbano de Barcelona, escrito bajo la égida de la condesa, la llama «la muy juiciosa Almodis».
La historia de amor de Almodis y Ramón Berenguer tiene una continuación de final amargo. El culpable fue el derecho de sucesión vigente a la sazón, que confería al primogénito el derecho a heredar la totalidad del país natal de su padre. Sólo cuando el padre conquistaba o adquiría nuevos territorios durante su gobierno podía entregar éstos a sus otros hijos. Los mellizos que Almodis había traído al mundo no eran los primeros hijos de Ramón Berenguer. Aún vivía un hijo del primer matrimonio del conde, Pere Ramón, que poseía el derecho indiscutible a la sucesión.
Almodis, en su papel de madrastra, no le discutía este derecho, pero se afanaba, con el mismo empeño que había demostrado durante la historia del rapto, en conseguir una buena herencia también para sus mellizos. Estos se llamaban Ramón Berenguer y Berenguer Ramón. El primero, considerado el mayor por ser el primero que había visto la luz, era llamado «Cap d'Estopa», debido a su cabello rizado y para diferenciarlo de su padre, del mismo nombre. A este Cap d'Estopa compraron sus padres, por la monstruosa suma de ocho mil onzas de oro, el condado de Carcassonne-Rhaz~s, en el sur de Francia. Acto seguido, Almodis salió a la busca de una heredad adecuada para su segundo mellizo. Su amor hacia sus hijos tampoco conocía límites.
El sucesor legítimo, Pere Ramón, debió de ver en estos costosos afanes un despilfarro de su herencia. Asesinó a su madrastra, tuvo que huir y no volvió a vérselo más. Con el sacrificio de su vida, Almodis hizo finalmente de sus hijos los principales herederos del condado de Barcelona.
Cinco años después, cuando el conde se encontraba en su lecho de muerte, no le habría costado nada comportarse según el patrón habitual: dejar Barcelona al mellizo que había nacido primero, el Cap d'Estopa, y a su hermano el condado comprado en el sur de Francia. Pero, quizá porque eran mellizos, quizá porque amaba a ambos en igual medida, decidió hacer algo completamente distinto, e inaudito: dividió la herencia en dos mitades exactamente iguales, y no sólo en lo referente a las propiedades, sino también en lo que atañía al gobierno. Cada hijo recibía la mitad de los bienes, y debían turnarse el gobierno de Barcelona cada seis meses. Era un arreglo que, vistas las pautas de la época, sólo podía terminar con un fratricidio. Y así fue como terminó la historia. El Cap d'Estopa fue asesinado por su hermano.
A principios del año 1079, cuando Ibn Ammar volvió los ojos hacia Barcelona con la intención de reclutar allí una tropa de mercenarios para su campaña murciana, los dos hermanos seguían con vida. Berenguer Ramón gobernaba, y el Cap d'Estopa estaba libre para participar en la expedición. Llegaron a un acuerdo.
Al llegar la primavera, Ibn Ammar se puso en marcha con las tropas de Sevilla. Se encontró a la vieja Gallega, a quien sólo mantenía con vida su férrea voluntad de llevar a su nieto al poder, en su nido pedregoso de Aledo. Y se encontró con el nieto de ésta, que era su hijo.
Ibn Ammar había acudido al encuentro con una cierta expectación. La caída sufrida en Barbastro lo había privado de tener hijos; sólo tenía a éste, que no llevaba su nombre. Cuando lo tuvo frente a sí, sintió, desilusionado, que no albergaba ningún sentimiento paternal hacia el muchacho. Más bien le repelía. Se encontró con un quinceañero malcriado que si bien era simpático de aspecto, no tenía modales ni la menor educación: un granuja tosco en quien se notaba que se había criado en un castillo aislado, entre soldados y con una abuela demasiado condescendiente. Ibn Ammar advirtió con desagrado que el joven se le parecía extraordinariamente. Y como también otros se dieron cuenta del parecido, utilizó esto como excusa ante sí mismo para mantenerse lo más lejos posible del chico.
En mayo, Ibn Ammar avanzó con su ejército hacia las puertas de la ciudad, donde se reunió con las tropas de Barcelona. Muhammad ibn Tahír, el qa'id de Murcia, había sido informado a tiempo y se había atrincherado en el castillo de Monteagudo. Ibn Ammar no había contado con ello. Había prometido al Cap d'Estopa una suma de diez mil mithqales, además del botín que cayera en manos de sus hombres al apresar al qa'id. Pero éste hacía mucho tiempo que había puesto a buen recaudo su tesoro, y la gente de la ciudad no estaba dispuesta a reemplazarlo con su dinero mientras el qa'id siguiera en libertad. Ni siquiera permitieron que Ibn Ammar entrara en la ciudad con sus tropas, pues temían el ansia de botín de los mercenarios de Barcelona.
Ibn Ammar intentó contentar al conde con las diez mil piezas de oro acordadas, pero el Cap d'Estopa no se dejó comprar. En su siguiente encuentro tomó por la fuerza a Ibn Ammar, apresó también al príncipe ar-Rashid, que capitaneaba oficialmente el ejército sevillano con el título de comandante en jefe, y exigió como rescate el triple de esa cantidad. El príncipe tenía catorce años era un muchacho tranquilo a quien más interesaban sus estudios y el laúd que el arte de la guerra, y de todos los hijos de al-Mutamid era al que Ibn Ammar más apreciaba. Las tropas sevillanas, desprovistas de sus jefes, se retiraron de Murcia. AI-Mutamid, puesto al corriente por carta de lo ocurrido, salió a toda prisa con refuerzos de Córdoba, pero una inundación lo detuvo. Finalmente, Isaac ibn al-Balia, el nasí judío y estrecho colaborador de Ibn Ammar, consiguió reunir la suma fundiendo las diez mil piezas de oro prometidas al conde, mezclándolas con cobre y plata y volviéndolas a acuñar. El Cap d'Estopa se dio por satisfecho con los meticales falseados y dejó en libertad a sus dos prisioneros.
Pero de momento la campaña había fracasado.
El año siguiente se produjeron acontecimientos que volvieron a aplazar la anexión de Murcia. Abd-Alá, el joven príncipe de Granada, se había dirigido a don Alfonso de León y, a cambio de treinta mil mithqales, había conseguido que éste le cediera un poderoso ejército de mercenarios españoles, con cuya colaboración pretendía reconquistar la ciudad de Jaén y los demás territorios del norte de su reino que le había arrebatado Sevilla. Las cosas tomaban un rumbo muy peligroso. Como ya había hecho una vez su padre, ahora don Alfonso aparecía de repente en Andalucía, inmiscuyéndose en los asuntos internos de la región, muy ajenos a los de su reino. ¿Cómo había podido llegarse a eso?
El rey tenía que agradecer su retorno al trono de León sobre todo a la energía y a los buenos consejos de su hermana Urraca. En lo sucesivo, el influjo de ésta sobre su hermano se hizo cada vez mayor. Don Alfonso no hacía nada sin su aprobación; le pedía que diera el visto bueno a cada uno de sus decretos. La relación entre ambos era tan íntima, que la gente sospechaba que llegaban hasta el incesto. Y estos rumores habían llegado a Andalucía. Cuando las habladurías adquirieron un cariz peligroso, sumándose a ellas el hecho de que la intimidad entre ambos hermanos parecía confirmar la participación del rey en el asesinato perpetrado en Zamora, don Alfonso empezó a actuar. Era un rey dulce y complaciente, y daba la impresión de ser un hombre fácilmente manejable, pero en realidad era más tenaz y perseverante de lo que la mayoría de la gente suponía. Sólo, que perseguía sus metas con infinita paciencia.
A principios del verano del año 1074, año y medio después de ayudarlo doña Urraca a recuperar el trono, don Alfonso aprovechó la llegada de su prometida, Agnes de Aquitania, para devolver a su hermana al convento, cuya administración le había dejado en herencia su padre. Acto seguido, se reconcilió con los nobles castellanos, dándoles un cierto grado de autonomía y nombrando al más poderoso de ellos, el conde Gonzalo Salvadórez, administrador de la porción castellana del reino. Al mismo tiempo, se dedicó con tenaz celo a restringir el poder de las familias de la nobleza y a recortar la independencia soberana de los obispos y abades, para lo cual se sirvió de refuerzos foráneos. Obligó a los señores de la Iglesia a introducir en la misa el rito único prescrito por Roma, y a reconocer de esta manera el primado del Papa, con lo que don Alfonso se ganó las simpatías de éste. Aumentó la suma que ya su padre había pagado al monasterio francés de Cluny a mil meticales al año, y más adelante incluso a dos mil, con lo cual no sólo compró una misa diaria para su padre y una segunda para él, en las que los monjes mencionaban sus nombres y hacían caer sobre ellos las bendiciones del Señor -lo que contribuía a aumentar su prestigio internacional-, sino que además, y sobre todo, se ganó el apoyo de este monasterio reformista, el más poderoso de la cristiandad occidental. Subordinó varios monasterios españoles al de Cluny, librándolos así de la influencia de los nobles y obispos, y sometiendo a los monjes procedentes de la nobleza a la disciplina caustral cluniacense, que les prohibía inmiscuirse demasiado en cuestiones políticas. Al mismo tiempo, trajo cada vez más franceses a su país, lo mismo hijos de campesinos que hijos de condes, aventureros, caballeros sin heredad deseosos de adquirir un feudo luchando contra los sarracenos, monjes y sacerdotes eruditos que eran nombrados obispos o abades, o llevados a la corte de León como asesores. Los franceses llegaron en tal cantidad que pronto no hubo prácticamente ninguna ciudad española que no tuviera su propio barrio franco.
La política matrimonial del rey también apuntaba hacia Francia. Su primer matrimonio tuvo un desdichado desenlace. Agnes de Aquitania tenía catorce años cuando llegó a León; don Alfonso contaba entonces treinta y uno. El rey no había podido llegar a nada con su jovencísima esposa, por lo cual mantenía una concubina, que le dio dos hijas: Elvira y Teresa. La joven reina murió cuatro años después de su llegada, inadvertida y olvidada.
El segundo matrimonio fue más afortunado. Se realizó por mediación del abad Hugo de Cluny, uno de los hombres más influyentes de la Europa de entonces. El abad pertenecía a la familia de los duques de Borgoña, y de ahí provenía también la nueva prometida del rey: una sobrina del abad, Constance de Borgoña, hija del duque Roberto de Borgoña y nieta del rey francés Roberto el Piadoso.
Constance llegó a León a principios del año 1079, acompañada de todo un enjambre de compatriotas, entre los que se encontraban dos de sus sobrinos, que más tarde harían carrera en España: Raymond de Borgoña y Henri de Borgoña.
Ese mismo año, don Alfonso se atribuyó por primera vez el título de emperador y elevó sus pretensiones sobre el dominio de toda la península. Imperator totius Hispaniae lo llamarían en adelante los monjes de Cluny en sus plegarias.
Tres años antes don Alfonso ya había intentado ensanchar su reino. El rey de Navarra había sido asesinado por su hermano menor. Los nobles del país habían desterrado al asesino y dividido el reino. El este, con la capital, Pamplona, había correspondido al rey de Aragón; el oeste, con la fértil Rioja, a don Alfonso. Desde entonces, además del condado de Barcelona, sólo había dos reinos españoles en el norte: Aragón y León. Don Alfonso podía dirigir todas sus fuerzas contra los principados moros que se extendían más allá de sus fronteras. El primer objetivo que se fijó fue la antigua capital, Toledo. Y para conseguirla ni siquiera tuvo que entablar batalla: se le ofreció casi sin que tuviera que intervenir.
En el año 1075, poco después de que Ibn Ukasha conquistara Córdoba, murió al-Ma'mún, el príncipe de Toledo. La sucesión desató amargas luchas entre los partidarios del segundo hijo del príncipe, los partidarios del hijo del difunto príncipe heredero, esto es, el nieto de al-Ma'mún, y un partido republicano que pretendía derrocar a la familia real. En un primer momento, los partidarios del nieto de al-Ma'mún, de nombre al-Qadir, salieron vencedores de esta pugna.
Este al-Qadir no había salido aún de la adolescencia cuando lo instaron a aceptar el papel de príncipe. Fue incapaz de conciliar a los distintos partidos, que seguían luchando, y no digamos ya de someterlos. En marzo del año 1080 el partido republicano formado por los nobles de la ciudad adquirió la supremacía y expulsó de la ciudad a al-Qadir. Éste tuvo que huir tan precipitadamente que dejó atrás a su mujer y su hija. La princesa, hija del señor de Valencia, corrió tras él a pie al menos dos horas, llevando a su hija en brazos, hasta encontrar una mula. El palacio del al-Qasr fue saqueado.
Al-Qadir encontró refugio en la fortaleza de Cuenca. Desde allí se volvió hacia don Alfonso en busca de ayuda y le rindió juramento de vasallaje a cambio de la promesa de que lo repusiera en su trono. Es decir, reconoció oficialmente la sumisión del reino de Toledo a León. Si bien esto aún no abrió a don Alfonso las puertas de las ciudades y castillos de la región, si le permitió moverse libremente por el reino. De la noche a la mañana se había convertido en amo y señor de media península, y había conseguido una vía libre hacia los reinos andaluces del sur.
Otros príncipes andaluces no tardaron en reconocer la nueva posición de don Alfonso. Seis años antes, Abd-Alá de Granada todavía se había dirigido al príncipe de Toledo en busca de ayuda para enfrentarse con Sevilla. Ahora, se volvió del mismo modo hacia el nuevo señor, el rey de León. El rey ingresó en sus arcas el oro andaluz y envió una tropa de refuerzo a Granada. Mucho antes de lo esperado, don Alfonso se había convertido también en un peligro inminente para el reino de Sevilla.
Ibn Ammar sabía que tenía que rechazar como fuese el peligroso ataque granadino, si no quería renunciar a sus planes de unir el sur de Andalucía bajo el gobierno de al-Mutamid. Así, volvió a ponerse en contacto con Zaragoza, y una vez más el hadjib Abú'l-Fadl Hasdai le agenció un ejército de mercenarios. Esta vez no eran tropas de Barcelona, sino un grupo variopinto comandado por un caballero castellano llamado Rodrigo Díaz.
Rodrigo Díaz (que más tarde sería famoso bajo el nombre de «el Cid») era un noble de poca importancia procedente de la región de Burgos. En sus años mozos se había ganado un nombre como duelista, entrando luego al servicio de don Sancho, el rey de Castilla. Tras el asesinato de don Sancho, Rodrigo Díaz había enterrado sus esperanzas de hacer carrera rápidamente. La corte de don Alfonso, en la que los nobles leoneses y franceses eran quienes daban el tono, no ofrecía ninguna perspectiva de futuro a un pequeño señor castellano. Así, Rodrigo Díaz tuvo que buscar otro campo en el que dar rienda suelta a sus ambiciones y su incontenible espíritu emprendedor. Con su propio dinero, reclutó una tropa de aventureros y entró al servicio del príncipe de Zaragoza.
En el verano del año 1080, Rodrigo Díaz llegó con su tropa a Córdoba, donde fue recibido por Ibn Ammar. El castellano se encontraba aún en el inicio de su carrera, pero ya entonces dejaba entrever sus grandes cualidades como comandante e imprevisible estratega. Cuando los ejércitos de Granada y Sevilla se enfrentaron, en las cercanías de Cabra, Rodrigo Díaz no sólo consiguió una brillante victoria, sino que, además, logró apresar al comandante de la tropa española enviada por don Alfonso en auxilio del príncipe de Granada, el conde García Ordóñez de Nájera, y a todos sus suboficiales. Ibn Ammar utilizó a los prisioneros como instrumento de presión para obligar al rey de León y a Abd-Alá de Granada a entablar conversaciones de paz. La reunión tuvo lugar ese mismo año, en las cercanías de Jaén. Sevilla obtuvo la ratificación de todas sus conquistas territoriales, adquirió además el dominio sobre varios nuevos castillos, entre los cuales se contaba la fortaleza de Martos, que dominaba la ciudad de Jaén, y únicamente tuvo que devolver a Granada la fortaleza fronteriza de Alcalá la Real. Además, don Alfonso garantizó al hadjib de Sevilla cinco años de paz.
Para Ibn Ammar, esto representaba un gran éxito político, que tenía que agradecer no sólo al dinero que pagó al rey español, sino también a su habilidad personal para negociar. Los cronistas vinculan este éxito también a una partida de ajedrez, en la que Ibn Ammar habría vencido al rey. La mesa de ajedrez, con sus piezas guarnecidas de piedras preciosas, se la regaló a don Alfonso, quien a su vez correspondió al obsequio con una pesada hacha de guerra, que Ibn Ammar entregó al príncipe al regresar a Sevilla.
El rey de León aprovechó el armisticio para cercar Toledo. Hizo que al-Qadir le entregara varios castillos levantados en las estribaciones de la sierra del norte de la ciudad, emplazó en ellos guarniciones españolas, y aumentó al doble las contribuciones y el servicio militar que le debían los campesinos de los pueblos moros vecinos. Luego, mandó que su gente emprendiera sistemáticamente desde estos puntos de apoyo constantes cabalgadas y ataques que sumieran a la región en el pánico. Saqueaban a labradores y comerciantes, secuestraban a campesinos y nobles en plena calle y sólo los volvían a dejar en libertad a cambio del pago de cuantiosos rescates. Los poblados más cercanos a la frontera norte de Toledo fueron abandonados, e incluso en la capital algunas familias comenzaron a vender secretamente sus bienes y a enviar al sur su dinero y cosas de valor.
Las constantes batidas de las bandas españolas terminaron por agobiar hasta tal punto a los toledanos que en junio del año 1081 se rindieron y volvieron a reconocer como soberano al desterrado al-Qadir. Pero al-Qadir ya sólo era príncipe por la gracia de don Alfonso. Y cualquiera con ojos en la cara podía ver que el rey de León no tardaría en dominar no sólo el campo y al príncipe, sino también a la propia y poderosa ciudad, ombligo del país.
Lope pasó todos esos años prisionero en la fortaleza de Luna. Al servicio de don García, había albergado las esperanzas de obtener un feudo, tierras propias, el derecho a formar una familia; pero al caer prisionero el desdichado rey de Galicia lo había perdido todo: las esperanzas, la muchacha llamada Nujum que le regaló Ibn Ammar, y la libertad. Nueve años pasó tras las inexpugnables murallas de la fortaleza de Luna. Sólo en el año 1082 recuperó la libertad, junto con otros cuatro hombres del séquito de don García.
Una mañana templada y lluviosa de enero, sin darle ninguna explicación, lo llevaron hasta las puertas del castillo, vestido aún con las mismas ropas con las que había llegado, y cerraron tras él la portezuela abierta en medio del enorme portón. No le dieron un caballo ni le devolvieron sus armas. Tan sólo le proporcionaron una vieja manta de lana, un saco con dos panes y seis peniques de plata para el viaje. Nueve años había pasado pensando en el momento en que recuperaría la libertad, convencido siempre de que tendría que ir directamente de la puerta del castillo a Sevilla. Pero ahora que ese momento había llegado, se sentía tan indefenso como un pájaro viejo a la puerta de su jaula, sin atreverse a salir. De pronto le faltaba el valor para ir a Sevilla. De pronto lo asaltaba el temor paralizante de que el mundo que esperaba encontrar no existiera ya sino en sus recuerdos. Nueve años había pasado en la inconmovible fe de que, cuando estuviera en libertad, podría reemprender su vida allí donde la había dejado en el momento de ser apresado. Ahora, de repente, era consciente de cuánto tiempo había pasado. Ya nada podía ser como antes.
El mismo había cambiado. Lo sentía. Tenía miedo como nunca antes lo había tenido. Cuando empezó a andar, sus piernas lo llevaron, casi contra sus deseos, de regreso al lugar de donde venía. A Guarda.
El viejo conde aún vivía. Tenía ya más de setenta años, y se había convertido en un hombrecillo gris y encorvado, que padecía de artrosis y había perdido ya todos los dientes, pero conservaba la mente clara y gobernaba su pequeño condado con paternal severidad. Con la astucia de una vieja lechuza, había logrado procurarse un cierto grado de autonomía, y aún confiaba en poder dejar ésta en herencia a su hijo. Volvió a destinar a Lope al séquito del joven conde, que entre tanto vivía en Sabugal con su propia corte.
El joven conde tenía ya veintiún años. No reconoció a Lope. Sólo cuando le explicaron quién era, empezó a recordar. Era un hombre pálido y delgado, de cabellos lisos y rubios, ojos azules y dientes desiguales. La misma constitución débil que su padre, pero sin la voluntad de hierro de éste. Lope ya no sentía ninguna simpatía por él, pero intentaba que nadie lo advirtiera.
Poco a poco, Lope volvió a acostumbrarse a vivir en libertad. Poco a poco recuperó también su espíritu vital. Trabó contacto con la comunidad judía de Guarda con la intención de recibir noticias de Sevilla y, quizá, averiguar algo de Nujum. Ya no creía que ella estuviera esperándolo, pero no quería renunciar a la esperanza.
Ibn Ammar había proyectado la segunda campaña contra Murcia, que tendría que concluir finalmente con la anexión de la ciudad, ya en la primavera del año 1081, para aprovechar desde el primer momento el armisticio con los españoles. Pero tuvo que posponer sus planes un año más. No disponía de dinero suficiente para reclutar las tropas necesarias. Corrían tiempos difíciles. El costosísimo ritmo de vida de la familia principesca, la construcción de palacios, las campañas de los años anteriores, el levantamiento de fortificaciones, el reclutamiento de mercenarios, los pagos a los españoles, las ayudas a amigos que se quería conservar y los sobornos a enemigos que se quería ganar como aliados; todo aquello había supuesto sumas astronómicas, y mermado el fabuloso tesoro del príncipe.
Al mismo tiempo, los ingresos por recaudación de impuestos habían disminuido. Había habido dos malas cosechas consecutivas, y la última recolección de aceitunas había sido la peor que se recordaba. Los envíos de oro del Magreb casi habían cesado. El comercio con el norte de África estaba paralizado desde que Orán había caído en manos de los almorávides. Hasta el comercio con ultramar había sufrido grandes pérdidas, pues los barcos mercantes eran atacados ya no sólo por piratas, sino últimamente también por barcos normandos que operaban desde Sicilia y no dejaban de asolar el estrecho.
Ibn Ammar había instado al príncipe a aumentar los impuestos de guerra y a cargar con un impuesto especial a la nobleza terrateniente, que se libraba del servicio militar pagando sumas insignificantes. Sin embargo, al-Mutamid había temido por su popularidad, y no había hecho más que pedir dinero mediante corteses cartas, que no redundaron en nada. A pesar de todo, Ibn Ammar siguió adelante tenazmente con sus planes de unir el sur de Andalucía bajo el gobierno del príncipe de Sevilla.
Había vuelto a reforzar sus relaciones con los condes del Duero. El sur de Galicia constituía el único contrapeso digno de mención a don Alfonso. Los obispos de Tuy, Orense y Compostela eran partidarios de su hermano preso, don García. El obispo de Braga había sido un hombre de confianza del asesinado don Sancho, y era hostil a León porque el rey había disuadido al Papa de concederle al antiguo arzobispado de Braga el palio que le correspondía. Los poderosos príncipes de la Iglesia constituían una muralla de contención, tras la cual los condes del Duero aún podían conservar un cierto grado de libertad política. Si por algún afortunado accidente don García salía en libertad, o si don Alfonso moría de repente, los condes desempeñarían un papel importantísimo. Esto era lo que preveía la política de Ibn Ammar.
Entre las mujeres de al-Mutamid había una cristiana de Italia, que durante algunos años había sido una de las favoritas del príncipe, al que había dado dos hijas. Secretamente, había educado a las pequeñas en su religión. La princesa, preocupada por la influencia aún considerable de su rival, había exigido que la cristiana fuese castigada, y separada de sus hijas para convertir a éstas a la verdadera fe, un modo sencillo de llamar la atención de los ortodoxos, cuyo poder había aumentado en los últimos tiempos.
Sin embargo, Ibn Ammar había convencido al príncipe de dar otra solución al asunto. Había casado a la hija mayor con un sobrino de don Sisnando, conde de Tentúgal y Coimbra, cuyo único hijo carnal había muerto. La segunda hija sería entregada como esposa al hijo del conde de Guarda. La oferta iba acompañada de una tentadora dote. El conde de Guarda accedió. En marzo del año 1082, Ibn Ammar envió a Guarda un embajador que debía escoltan al hijo del conde hasta Sevilla, para que pudiera hacerse cango de la novia. Lope regresó a Sevilla en el séquito del joven conde.
Ibn Ammar recibió a Lope en una audiencia privada y lo interrogó sobre las condiciones del encierro de don García en la fortaleza de Luna. El informe de Lope hizo desvanecerse todas las esperanzas de liberar al prisionero. El depuesto rey de Galicia estaba encerrado en una torre, a la que sólo podía llegarse por una escalera que terminaba en una trampilla abierta en el suelo de la celda. Don García estaba sujeto a la pared con grilletes y no le habían permitido salir de su celda ni una sola vez en los nueve años de cautiverio que Lope había compartido con él, como tampoco habían permitido salir a ninguno de los otros prisioneros. Sólo dos centinelas podían entrar en la torre, para llevar la comida al prisionero. Ambos eran sordomudos. El jefe de la guarnición del castillo era el antiguo maestro de armas de don Alfonso, un hombre insobornable. (De hecho, don García jamás salió en libertad. Murió encadenado, diez años después.)
En esa misma audiencia en el palacio del hadjib, Lope preguntó por Nujum. Hasta entonces no había podido averiguar nada de ella. Ibn Ammar tampoco pudo darle información alguna, pero le prometió que la buscaría, encargando esta tarea a su propio secretario. Nadie tenía noticia del panadero de Nujum. Sólo tras prolongadas indagaciones, un escribano de la administración financiera averiguó que, por propuesta de una comisión de ahorro establecida por Ibn Ammar, la muchacha había sido vendida seis años atrás. En las actas figuraba también el nombre del comprador: un noble adinerado y recaudador de impuestos de Carmona. Nujum había sido vendida por seiscientos dinares. Ibn Ammar mandó que la volvieran a comprar, pagando por ella sólo ochenta dinares, pero Nujum se encontraba en tal estado que no valía ni siquiera cuarenta. Se había resistido por todos los medios a entregarse a su nuevo amo, por lo cual tuvo que trabajar de criada de cocina y lavandera.
Ibn Ammar hizo esperar cuatro semanas más a Lope. Durante ese tiempo, Nujum fue atendida por manos expertas en su propia casa. Las criadas no pudieron borrar completamente las huellas de los malos años, pero cuando Lope volvió a verla, con la felicidad del momento, la encontró aún más hermosa que antes. Todo estaba ahora tal como Lope lo había soñado durante nueve largos años; lo había recuperado todo.
Durante las langas semanas que estuvo esperando a Nujum, un día, junto a una de las puertas del gran bazar, cerca de la mezquita principal, Lope se topó cara a cara con Karima. La muchacha llevaba velo, y Lope habría pasado de largo sin reconocerla de no ser porque Yunus la acompañaba. El hakim estaba más pálido y andaba encorvado y arrastrando los pies, como si hacerlo le causara intensos dolores. Lope se escabulló rápida- mente en el interior de una tienda, y el hakim y su hija pasaron de largo sin verlo.