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LIBRO TERCERO

BARWAL

Final

(1082 ó 1086)

43

MURCIA

VIERNES 24 DE MUHARRAM, 475

24 DE JUNIO, 1082 // 25 DE TAMÚS, 4824

Salim, el secretario, apareció silencioso como una sombra entre las palmeras de los tiestos y anunció que la sayyida había llegado y había sido acompañada a la pequeña sala de audiencias.

– No debéis hacerla esperar demasiado, señor -dijo, preocupado.

– Lo sé -contestó Ibn Ammar-. Exprésale mis disculpas e invéntate cualquier excusa.

Sospechaba lo que se avecinaba, y quería postergar el desagradable encuentro para disfrutar un poco más de aquel hermoso instante de éxito.

Había sido una buena idea invitar a una recepción a los cabezas de las grandes familias y a los comerciantes más influyentes. La nobleza sólo perseguía sus propios intereses, se dejaba influenciar por inescrutables lazos y querellas familiares, y acogía con la mayor desconfianza cualquier cambio. El bazar, en cambio, era previsible. Los comerciantes y banqueros sólo estaban interesados en las ganancias; esperaban obtener impuestos tan bajos como fuese posible, la mayor libertad para llevar a cabo sus negocios y, sobre todo, paz y orden. Eran pragmáticos, y estaban mejor predispuestos a admitir la idea de una Andalucía unida bajo la égida sevillana que los nobles, que defendían con celo sus esferas de influencia y posiciones de poder. Además, los comerciantes habían sido los primeros en advertir la amenaza procedente del norte.

En Murcia ya habían tenido malas experiencias. Un transporte de mercancías que se dirigía a Toledo había sido atacado por una banda de españoles cuando aún se encontraba casi a la vista de la fortaleza de Cuenca; ocho hombres habían sido secuestrados, entre ellos el hijo del director de la Bolsa de piedras preciosas de la ciudad. Sólo tras prolongadas negociaciones se había podido comprar la libertad de los prisioneros. La explicación que dio Ibn Ammar de la situación en que se encontraba la frontera norte, su drástica descripción, apoyada en testimonios de fugitivos, de las circunstancias bajo las que vivía Toledo, había causado una gran impresión, y la conmoción de los comerciantes había sido compartida también por los nobles. Los informes de Ibn Ammar no tardarían en difundirse por Almería, Denia y Valencia. No había mejor medio de propagar una noticia que el bazar, y si los comerciantes de las grandes ciudades de la costa levantina se mostraban de acuerdo con sus planes, ya tendría ganada la mitad.

Ibn Ammar se había quitado el tailasán y se estaba abanicando con él. El sol ya se había puesto, pero seguía haciendo un calor infernal, y ni siquiera tras la ventana abierta del emparrado de la plataforma de la torre se sentía una ligera brisa. Recordaba de tiempos pasados ese terrible calor murciano, que hacía brotar el sudor al menor movimiento. Cuán intensa debía de ser la rabia de la vieja Gallega, para cabalgar hasta la ciudad desde Aledo en un día como aquél. Cuánta energía debía de poseer esa mujer, cuánta fuerza, que tras las fatigas del viaje aún era capaz de atemorizar al secretario de Ibn Ammar, un hombre que no se dejaba impresionar fácilmente. La Gallega debía de tener ya casi ochenta años. Una bruja de hierro, pensó Ibn Ammar, no sin sentir cierta admiración por ella.

La anciana aún llevaba sus ropas de viaje. No se había bañado. Los pliegues y arrugas de su rostro estaban impregnados de polvo, de modo tal que su frente y sus mejillas parecían cubiertas por una fina rejilla. Bajo la costra de polvo, su piel estaba pálida de rabia. Cortó de raíz el saludo cortés y sonriente de Ibn Ammar. Su voz era chillona como una cuerda de laúd demasiada tensa.

– No quiero darme un baño; renuncio a tu cortesía. ¡Lo que quiero es saber qué cuernos pasa aquí, muchacho! -dijo con punzante dureza. Seguía tratando a Ibn Ammar como al insignificante poetilla que llegara una vez a la corte de su hijo-. He oído que Muhammad ibn Tahír se encuentra bajo un honroso arresto domiciliario. He oído que hasta le han dejado a su mujer griega, al maldito cerdo. He tenido que pedir que me repitan que eres tú quien tiene la última palabra, impartes las órdenes, firmas los decretos y llevas el tocado del príncipe, mientras el heredero, mi nieto, ha de ocultarse en cualquier rincón del al-Qasr. Acabo de oir ahora mismo, al llegar, que das grandes recepciones sin que el heredero sea siquiera invitado. No sé que es lo que pretendes, muchacho, pero sea lo que sea va contra nuestro acuerdo. ¡Absolutamente contra nuestro acuerdo! -gritó, tan fuerte que los dos guardias de la puerta entraron con las armas desenvainadas. Ibn Ammar, aún sonriente, intentó calmarla.

– Os lo explicaré todo, sayyida.

– ¡Quiero saber por qué el príncipe no está ocupando el lugar que le corresponde! -gritó.

Ibn Ammar hizo un guiño a los guardias.

– Sí, Sayyida, os lo explicaré todo -prometió. Hubiera podido hacer que los guardias la echaran, pues aquella mujer ya no desempeñaba ningún papel en su juego, era ahora tan poco importante como su nieto; pero no lo hizo. La anciana vivía en un mundo de ilusiones, en el que seguía siendo la gran señora que mandaba sobre media Murcia. Su aspecto era el de una vieja campesina, pero jugaba a ser una gran princesa, aunque sus palabras ya sólo eran obedecidas en su pedregoso y olvidado nido de Aledo, donde se había rodeado de unos cuantos salteadores castellanos que asolaban la región, y a los que habría que detener apenas se presentara la ocasión. O tal vez ya ni siquiera era obedecida en su propio castillo. Ibn Ammar se sentía extrañamente conmovido cada vez que la veía. Sabía que su conducta furiosa no era más que mal humor, que la expresión majestuosa de su rostro no era más que una máscara creada por ella misma. En realidad, la Gallega era una anciana temerosa de la muerte, que se aferraba con desesperada obstinación al sueño de llevar a su nieto a lo más alto del reino de Murcia. Ibn Ammar no podía decirle que ya ni siquiera existía ese reino.

– Sayyida, es cuestión de política previsora. Es mejor mantener al príncipe en un segundo plano durante este periodo de transición. Es joven, y es el legitimo heredero; nadie puede disputarle el lugar que le corresponde. Pero este periodo exige medidas duras y desagradables. Y debemos evitar que éstas echen a perder su prestigio.

Durante las últimas semanas, desde que se instaló en el al-Qasr, Ibn Ammar había observado al muchacho a menudo, con lo cual no había hecho más que confirmar la impresión que de él se había llevado tres años atrás, en Aledo. Por algún inescrutable designio de Dios, el príncipe había adquirido la manera de ser del hombre que, nominalmente, era su padre. Era tan indolente, caprichoso, blando y cretino como lo había sido Hassún ibn Tahir, el hijo de la vieja Gallega. Algún día lo enviaría a su pequeña finca al oeste de Sevilla, donde viviría apartado el resto de sus días. En otoño, o a más tardar la primavera siguiente, ar-Rashid, el cuanto hijo del príncipe de Sevilla, se establecería en Murcia como gobernador y asumiría el control de la parte oriental del reino, con el objetivo de anexionarse luego Almería. No, la Gallega y su nieto ya no tenían cabida allí.

– Acordamos que ese hijo de puta de Muhammad ibn Tahir me sería entregado -dijo la Gallega, recelosa-. ¿Por qué lo tratas con tantos honores?

Ibn Ammar tenía claro lo que sería del qa'id si lo entregaba a la anciana. Le haría pagar el asesinato de su hijo desgarrándole la piel, haciéndolo cocer en aceite hirviendo y descuartizándolo con una sierra. La sayyida no había olvidado, y menos aún perdonado. Era inexorable como un ángel vengador.

– Sayyida -dijo Ibn Ammar-, Muhammad ibn Tahin no escapará a su castigo. Merece la muerte. Pero no emplearemos los medios que empleaba él. -No podía decirle que el qa'id depuesto aún poseía una baza que excluía cualquier medida de castigo: tres castillos de la frontera con Almería estaban ocupados por sus hombres. No podía decirle que ni siquiera había pensado en tomar tales medidas. Era impensable que un príncipe que se había rendido tras dársele un ultimátum fuera tratado de una manera que no fuese honrosa. Había que pensar en los otros príncipes, a quienes se quería convencer de que renunciaran a su poder de manera similar. El qa'id Muhammad ibn Tahír recibiría un palacio adecuado a su rango en Sevilla o Córdoba, además de una generosa pensión. La vieja Gallega se llevaría a la tumba sus ansias de venganza. Ya nadie podía hacer nada por ella, como no fuese desearle una muerte digna, que le evitara enterarse de la verdad.

De pronto, la sayyida le parecía tan tierna y frágil como una niña. Ibn Ammar vio que tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque ella intentaba ocultarlo. A veces Ibn Ammar sospechaba que a la sayyida le faltaban las fuerzas para mantener erguido el mundo de ilusiones que había construido a su alrededor. La acompañó a las habitaciones que habían dispuesto para ella y dio las órdenes necesarias para que las criadas le prepararan un baño y la atendieran. Era todo lo que podía hacen por ella.

Cuando volvió a entrar, Salim lo estaba esperando.

– Disculpadme, señor, si me permito hacer una observación -dijo el secretario. Esa era la muletilla introductoria que usaba cada vez que se permitía alguna crítica-. No debéis volver a recibir a esa mujer. En Murcia ven con gran desconfianza la estrecha relación que mantenéis con ella. Tampoco puedo callar que circulan perversos rumores, que os relacionan con el príncipe de una manera bastante peculiar. Se dice incluso que, a causa de estos lazos ocultos y a pesar de vuestras declaraciones, tenéis en mente sentar al príncipe en el trono. -Se volvió, avergonzado de haber tenido que decir aquello, e Ibn Ammar le dio la espalda para no turbarlo aún más.

– No volveré a recibirla, Salim -dijo. El secretario estaba en lo ciento. Se había dejado vencer por sentimientos punibles. La anciana ya le había costado bastante. El fracaso de la primera campaña, tres años atrás, se había debido en gran parte a sus malos consejos y a su desmesurada valoración de si misma. ¡Tres años perdidos! No, ya no había motivo alguno para seguir tratándola con tanta consideración.

Fuera había caído la noche. Un camarero trajo una sencilla túnica blanca de algodón, con una faja para la cabeza a juego, y Salim recordó a Ibn Ammar que sus dos guardaespaldas estaban listos para acompañarlo al bazar. Era una escapada planeada hacía mucho tiempo y postergada una y otra vez. La expresión de Salim delataba que también desaprobaba este plan.

– No te preocupes, Salim -dijo Ibn Ammar, contento-. No estaré fuera mucho tiempo.

– ¿No sería mejor que os siguieran dos guardias vestidos de civil? -preguntó Salim, sin muchas esperanzas.

– ¡Nada de guardias! -dijo firmemente Ibn Ammar. Muchas veces había tenido motivos para agradecer a Salim sus prudentes consejos, pero en esta ocasión el secretario sin duda sobrevaloraba el empecinamiento de quienes seguían del lado de Muhammad ibn Tahír. Ya no había nada que temer. El éxito de la campaña contra Murcia era sólido, un éxito avasallador. Toda la campaña había estado desde el principio bajo una buena estrella.

Mientras se cambiaba, Ibn Ammar recordó con agrado las hermosas veladas pasadas antes de su partida en el palacio cordobés de ar-Rusafa en compañía de al-Fath, el tercer hijo del príncipe, que había reemplazado en el cargo de gobernador de Córdoba al príncipe heredero, asesinado por Ibn Ukasha. De todos los hijos de al-Mutamid, al-Fath era el de mejor presencia. El destino lo había librado de la corta estatura y el rostro de campesino de su padre, de quien sólo había heredado sus cualidades principescas: la generosidad, una valentía de ribetes teatrales, el gusto por las fiestas y las grandes hazañas. No era el más inteligente, pero esta carencia podía remediarse rodeando al príncipe de asesores juiciosos. Ibn Ammar estaba convencido de que ejercía sobre el muchacho influencia suficiente y podría ganárselo para sus proyectos. Con al-Fath como gobernador de Córdoba y an-Rashid en el puesto de gobernador de Murcia, en lo sucesivo Ibn Ammar tendría dos firmes puntos de apoyo sobre los cuales construir.

Hacía un año, Ibn Ammar había conocido en la corte de al-Fath a un hombre cuya contribución resultó no poco importante para el afortunado desenlace de la campaña murciana: Ibn Rashiq. Éste era un hombre de la nobleza árabe cuyos antepasados habían llegado a la península con los conquistadores y cuyo castillo se encontraba en Vélez Rubio: un nido polvoriento a mitad de camino entre Jaén y Murcia. Era un noble rural, uno de esos grandes ganaderos independientes que poseían fincas gigantescas y, de ser necesario, podían reunir unos cuantos centenares de cabezas de ganado para ganarse el respeto de los demás. Ibn Rashiq era el prototipo de estos orgullosos nobles terratenientes: jactancioso, inculto y caracterizado por una brusquedad provinciana, pero a la vez hospitalario, gran bebedor y dotado de la taimada astucia de un comerciante de ganado. Pero, además, el señor de Baldj, como se llamaba a si mismo, era también ambicioso. No se conformaba con la fabulosa finca legada por sus antepasados; había disfrutado de la vida en la corte, y se aburría en su aislado castillo. A los cuarenta años había descubierto de repente los refinados placeres de la nobleza de las ciudades, los vinos dulces, la exquisita cocina, los placeres de las veladas musicales y los jardines sombríos, los halagos de los poetas, el alegre ingenio de los cortesanos y, no en último lugar, los encantos de bailarinas exóticas y concubinas educadas en todas las artes del amor. Se mostró inmediatamente dispuesto a participar en la campaña que le abriría el camino hacia Murcia, e Ibn Ammar aceptó su ofrecimiento con igual prontitud: medio ejército que no le costaría ni un solo dirham y que, además, era más fuerte que sus propias unidades. En efecto, era sobre todo a los salvajes pastores jinetes de Ibn Rashiq a quienes había que agradecer que los castillos de Murcia hubieran ido cayendo uno tras otro en tan poco tiempo, hecho que, a su vez, provocó la forzosa capitulación de Muhammad ibn Tahir. La campaña casi no había cobrado victimas. Ahora Ibn Rashiq controlaba el campo, mientras Ibn Ammar ocupaba las ciudades de Murcia y Cartagena.

Cuando el príncipe ar-Rashid ocupara su cargo de gobernador e Ibn Ammar regresara a Sevilla, conferirían al señor de Baldj el título de emir y lo nombrarían comandante general de las tropas del este del reino. Con esto, su ambición quedaría colmada.

El camarero había teñido de negro la barba y las cejas de Ibn Ammar, y ahora le estaba colocando la faja en la cabeza. Se la enrolló a la manera bereber, dejando libre sólo una estrecha ranura para los ojos. Un rato después, cuando Ibn Ammar salió del al-Qasr por una portezuela del parque y se sumergió en la multitud agolpada entre la mezquita principal y el bazar, ni siquiera su propia madre lo habría reconocido. Parecía un comerciante del Magreb que acude al bazar acompañado de sus criados para hacen unas cuantas compras aprovechando el frescor de la noche.

Djabin y Hadi no se separaban de él. Desde hacía dos años, cuando durante las negociaciones con el rey de León celebradas en el puerto de Sevilla un fanático salió de entre la multitud y lo atacó con un puñal, Ibn Ammar no daba un paso fuera de su palacio sin sus dos guardaespaldas. Estos eran esclavos manumisos, hijos de criados de palacio; ambos rondaban los treinta años, y se podía confiar ciegamente en ellos. Djabin era un gigante fibroso; Hadi, pequeño, tenía la mente clara y estaba dotado de una gran capacidad de observación. No sólo se ocupaban de proteger a Ibn Ammar, sino que éste también recurría a ellos para despachar algún mensaje privado o para cualquier otra tarea que tuviera que realizarse con discreción.

El bazar estaba muy iluminado. En las esquinas donde se cruzaban las callejas de tiendas, faroles de cobre colgaban de las bóvedas. También en los mismos establecimientos, a izquierda y derecha de la calle, ardían lámparas. Ibn Ammar encontró el camino sin dificultad. Era como si apenas hubiese cambiado en los casi veinte años que habían pasado desde que visitó por última vez la tienda de Ibn Mundhin.

Había encargado a Salim que consiguiera información. Así, se había enterado de que el comerciante había muerto hacía ya doce años, y de que su viuda había cogido las riendas del negocio con la intención de mantenerlo a flote hasta que lo pudiera llevan su hijo. Zohra, la bella, la mujer del comerciante, que una vez fuera su amante. A Ibn Ammar le costaba imaginarla al frente de una empresa tan grande.

El hadjib también había encargado a Salim que hiciera indagaciones sobre el hijo de Zohra y averiguara qué edad tenía. Y los resultados de estas pesquisas no lo habían dejado dormir en paz. Ahora, a medida que se acercaba a la tienda, sentía que se le aceleraba el corazón.

El establecimiento tampoco había cambiado apenas. Todo seguía como antes: los fardos de tela, que separaban el despacho donde se atendía a los clientes; los trajes de confección, colgados en las paredes laterales; los altos arcones en los que se guardaban las telas más finas; las caras piezas de exposición colgadas en la pared posterior. La puerta que conducía a la oficina estaba abierta; el escritorio seguía en el mismo lugar que hacía veinte años. El katib que trabajaba allí era demasiado joven como para que Ibn Ammar lo conociera. Entre los dependientes de la tienda y los empleados de la oficina no había ninguno que Ibn Ammar recordara.

Y entonces vio al hijo de Zohra. Era de mediana estatura, delgado, de cabello negro y barba elegantemente arreglada, inusualmente densa para sus dieciocho años, lo que lo hacía parecer mayor de lo que era. Tenía los ojos de su madre, y la misma boca expresiva. También había heredado de ella su espalda recta, rasgo por el que se destacaba ostensiblemente entre la masa de vendedores, todos inclinados hacia delante con servil diligencia. No tenía ningún parecido con Ibn Mundhir, pero tampoco tenía aquello que Ibn Ammar buscaba en su rostro con nerviosa expectación. El muchacho rozó a Ibn Ammar con una mirada fugaz, valorando si merecía la pena que el propietario del negocio atendiera personalmente al posible cliente. Al instante, haciendo una cortés inclinación, lo invitó a entrar en la tienda.

Ibn Ammar sacudió la cabeza en señal de negación, sin decir nada. No tenía pensado trabar una conversación. Se sentía confundido. Por una parte, quería mantenerse fiel a su propósito de no importunar, de no darse siquiera a conocer; pero tampoco quería ofender al joven comerciante.

– No es día para compras -se apresuró a decir.

– Como vos queráis, señor -respondió el joven con una comedida sonrisa. Ibn Ammar no pudo descubrir ningún parecido con él mismo ni en la voz ni en el aspecto exterior. Fue una comprobación dolorosa. Había estado tan seguro, según sus cálculos.

Se dio por satisfecho con lo conseguido en esa visita al bazar. También resistió la tentación de ver a Zohra. Tenía miedo de ponerla en un compromiso. Se contentó con encargar ocasionalmente a Salim que le trajera noticias, con la mayor discreción, sobre la marcha de los negocios en casa de Ibn Mundhir.

Un mes después, un viernes por la mañana, cuando salía del al-Qasr de camino a la mezquita principal Ibn Ammar escuchó que, desde la multitud de suplicantes y curiosos que rodeaba la puerta, lo estaba llamando a gritos una anciana que no quería resignarse a entregar su petición por escrito a uno de los dos criados que lo escoltaban, sino que intentaba abrirse paso hasta él como fuese. Djabir la detuvo, pero Ibn Ammar le hizo una señal para que la dejara acercarse, y cogió él mismo el pequeño cilindro que quería entregarle la mujer.

No fue hasta la noche que volvió a encontrar el cilindro dentro de su manga. Contenía una hojita de papel amarillento donde podían leerse unos versos que Ibn Ammar reconoció en seguida:

Breve será el día en que nos encontremos,

permite que esas rejas superemos.

Era su respuesta al primer mensaje que le hizo llegar Zohra, hacía tantos años. En el reverso del papel había una breve nota escrita con letras grandes y rectas. «Es por ti que deseo que nos encontremos», decía parcamente. Además, la indicación de que una criada, que Ibn Ammar ya conocía, lo esperaría al día siguiente junto al puesto de guardia de la puerta principal del al-Qasr.

Ibn Ammar reconoció a la criada nada más verla. Era la doncella de ojos castaños y cálidos, que una vez le hicieron recordar los ojos de su madre. La mujer lo llevó a una pequeña mezquita situada cerca de la puerta de la ciudad que daba al río, en un laberinto de callejas estrechas. La mezquita lindaba con un parque, separado de ésta por un muro de la altura de dos hombres. En el muro se abría una ventana cubierta por una especie de reja de ladrillos apilados. Detrás de la ventana esperaba Zohra.

Llevaba puesto el velo, de modo que Ibn Ammar sólo podía verle los ojos. Y era como si el tiempo se hubiese detenido. Sus ojos no habían cambiado en todos esos años. Ibn Ammar estaba tan emocionado que en un primer momento no pudo pronunciar palabra.

– Escúchame, Abú Bakr -dijo Zohra con voz suave pero penetrante-. Tenemos poco tiempo. No quiero que te descubran aquí conmigo. -Adoptaba un tono extrañamente indiferente, como si hablara con un desconocido.

– Sigues siendo tan hermosa como antes -dijo Ibn Ammar, sonriendo, como si no hubiera oído lo que ella había dicho.

Zohra pasó por alto el tono familiar del comentario.

– No -dijo-. Si eso fuera cierto no me ocultaría tras un velo.

Ibn Ammar quiso contradecirla, pero ella sacudió la cabeza, impaciente.

– He venido a alertarte, Abú Bakr -dijo-. Desde la muerte de Ibn Mundhir, dejo que me asesore en cuestiones de negocios un hombre que había sido íntimo amigo de él. Es un tajin; no me preguntes su nombre. Conoce a toda la gente influyente de Murcia, y a muchas de las grandes familias. Ayer estuvo en casa, y me aconsejó que no haga más negocios contigo ni con tu gente, o que, si los hago, insista en que se me pague en efectivo. Dijo que esperaba que pronto se produjeran cambios en el al-Qasr.

– Tiene razón -dijo Ibn Ammar, despreocupado-. Pronto habrá cambios. Me reemplazará uno de los príncipes, probablemente este mismo año.

– No se refería a eso -replicó Zohra-. Me han recomendado que preste atención a Ibn Rashiq, el señor de Baldj. Él será el próximo hombre.

– ¿Ibn Rashiq? -preguntó Ibn Ammar- ¿Estás segura de que tu consejero no se equivoca? ¡Ibn Rashiq es mi aliado! -Hasta entonces, Ibn Ammar no había tenido motivo para dudar de la lealtad de Ibn Rashiq. ¿Estaba acaso equivocado? ¿Podía Ibn Rashiq convertirse en un peligro? Sopesó rápidamente las posibilidades y llegó a una conclusión negativa-. No -dijo firmemente-. Estoy convencido de que no son más que rumores.

– Hasta ahora siempre he podido fiarme de los consejos de ese hombre -respondió Zohra-. Creí que debía advertirte. -Su voz ya no sonaba tan segura como hacía un momento.

– Mandaré que se hagan algunas indagaciones -dijo Ibn Ammar, saliéndole al paso-. Es posible que haya dos o tres nobles que preferirían ver en mi cargo a Ibn Rashiq. Pero creo que los sensatos están de mi parte, y la mayoría de los comerciantes lo son.

– Yo no creo que tengas de tu parte al bazar de Murcia -dijo ella.

– ¿Por qué lo dices?

– He aprendido mucho en los últimos años, desde la muerte de Ibn Mundhir -dijo, eludiendo la pregunta.

– Eres una mujer extraordinaria -dijo Ibn Ammar con sincera admiración-. Lo has sido siempre.

– Soy la madre de un hijo que aún era muy joven para dirigir el negocio cuando murió su padre -dijo ella.

Ibn Ammar se sobrecogió al oírla decir que Ibn Mundhir era el padre del joven. Pero se recuperó rápidamente. Qué otra cosa habría podido decir.

– Lo he visto -dijo Ibn Ammar en voz muy baja-. Lo he visto en el bazar.

Ella lo miró espantada.

– No has debido hacer eso, Abú Bakr -dijo en ligero tono de reproche-. No has debido hacerlo.

– Sólo lo vi cuando pasaba por allí -dijo, con conciencia de culpa, y añadió rápidamente-: Si lo deseas, no volveré a pisar el bazar.

– Te lo ruego -contestó Zohra, y su voz sonó tan dura que Ibn Ammar agachó la cabeza, afectado.

– ¿No es también hijo mío? -preguntó en un susurro apenas audible.

– No es hijo tuyo -respondió ella.

Ibn Ammar vio sus ojos dirigidos hacia él con serena seguridad, y se esforzó por no apartar la mirada. Lo que acababa de oir le dolía. No sabía qué responden. Luego la vio sonreír debajo del velo. Era la primera vez que sonreía durante la conversación.

– No me comprendes, Abú Bakr -dijo Zohra-. No quiero herir tu orgullo. Probablemente has averiguado la fecha de nacimiento de mi hijo y has hecho tus cálculos. -Ahora la sonrisa estaba en sus ojos-. Sí -continuo-, ese día, cuando nos vimos por última vez, deseé tener un hijo, Abú Bakr. Quería un hijo tuyo. Pero no quería que ese hijo creciera sin padre. Por eso di motivos a Ibn Mundhin para que creyera que él era el padre. Y lo he llamado Abdallah, como mi padre.

Ibn Ammar calló, avergonzado, y por un momento se quedaron sentados el uno frente al otro en silencio, sin siquiera mirarse.

– Ahora tengo que irme -dijo finalmente Zohra.

La idea de penderla de vista para siempre le hizo sentir pánico.

– ¿No podemos volver a vernos? -preguntó, casi suplicante.

Ella negó con la cabeza.

– No, Abú Bakr -dijo-. Lo estropearíamos todo. -Tras una breve pausa, añadió-: Cada persona sigue su propio camino. A veces los caminos desembocan el uno en el otro. A veces sólo se cruzan. En cualquier caso, debemos estar agradecidos.

Zohra se disponía ya a marcharse, pero Ibn Ammar preguntó una vez mas:

– ¿Es hijo mío?

Ella lo miró con ojos sonrientes.

– Eso sólo lo sé yo.

– ¿Me darás noticias, si te enteras de algo más? -dijo Ibn Ammar, en un desesperado intento para impedir que se rompiera el lazo tan pronto.

– No creo que haga falta -dijo Zohra, serena-. Probablemente tienes razón, y me he estado preocupando sin motivo. -Sonrió a través del velo-. Que Dios te acompañe, Abú Bakr -dijo.

Ibn Ammar sabía que no volvería a verla jamás.

44

SEVILLA

SABBAT, 9 DE ELUL 4842

6 DE AGOSTO, 1082 // 8 DE RABÍ I,475

Los dolores habían aparecido por primera vez el otoño anterior. Yunus lo recordaba perfectamente, pues había sido el primer día frío del otoño, ese día en el que toda la ciudad, como obedeciendo un secreto acuerdo, dejaba a un lado las túnicas blancas del verano para echarse encima los oscuros abrigos de lana de cada invierno. Primero había sentido sólo un ligero tirón, una sensación desagradable en el vientre, encima del hígado. Los dolores habían venido y se habían vuelto a marchar. En el invierno se habían hecho más intensos, y ya constantes. Fue entonces cuando empezó a sospechar que tenía un tumor.

Durante un tiempo, pudo vencer el dolor mediante una dieta estricta, pero ya esa primavera se vio obligado a renunciar a su puesto en la corte y, poco después, también a su consultorio. Los dolores se habían vuelto tan insoportables, que no había tenido más remedio que aplacarlos con opio.

Se había suministrado dosis cada vez mayores, hasta que ya sólo yacía en el lecho sin sentir nada ni poder pensar en nada, en un estado de semiinconsciencia. La vieja Dada había muerto, y dos días después había muerto también Ammi Hassán, el anciano criado, sin que Yunus se enterara siquiera.

Cuando en un momento de claridad tomó conciencia de esto, hizo a un lado el opio y reinició la lucha contra el dolor. Varias veces estuvo a punto de terminar con su vida, pero no encontró nunca el valor necesario.

Había adelgazado terriblemente. Desde hacía semanas, su estómago ya sólo toleraba alimentos líquidos, y desde hacía cuatro días ni siquiera eso. Vomitaba todo lo que Karima le daba.

Ese sabbat, había invitado a su casa a todos sus amigos, para despedirse de ellos. Se sentía sorprendentemente fresco, la vida volvía a defenderse con todas sus fuerzas contra la muerte, hasta los dolores parecían soportables, como si su cuerpo hubiera terminado por acostumbrarse a ellos. Los postigos de madera cubrían la ventana, impidiendo la entrada del calor.

Hatillos de hierba colgaban tras ellos para dar un aroma fresco al aire que pasaba. La habitación estaba sumida en una tenue penumbra.

Escuchó la voz de Karima; estaba en el patio, hablando con la mujer de Toledo, y de repente el bebé empezó a berrear y las dos mujeres intentaron calmarlo, creyendo, probablemente, que el llanto lo molestaría. Pero no era así. Yunus encontraba más bien consuelo en la idea de que allí fuera se anunciaba una nueva vida, mientras la suya llegaba a su fin. Él mismo había ayudado a traer a ese niño al mundo. Sus padres habían llegado de Toledo en primavera. Durante el viaje habían sido asaltados y les habían robado todo lo que tenían. Yunus los había acogido en su casa. Desde la muerte de Dada, la mujer se ocupaba de la casa y ayudaba a Karima con sus obligaciones.

Tras el servicio religioso fueron a la casa sus hijas, Nabila y Sarwa, con sus familias, y al-Rashidi, el farmacéutico. Ibn Eh había tenido que aceptar una invitación urgente a una reunión de los notables de la comunidad, en casa del nasí. También faltaba Zacarías. Había salido de su casa, junto con Karima, a primera hora de la mañana para visitar en el hospital a dos pacientes que habían sido operados el día anterior. Luego había ido a la sinagoga, pero no había llegado a tiempo.

Ibn Eh y Zacarías no llegaron a la casa hasta pasado el mediodía, cuando todos, salvo Karima, se habían manchado ya. Estaban extrañamente serios y parcos, y Yunus advirtió que les costaba mucho hallar el tono que suele emplearse al pie de un lecho de enfermo. El rostro de Zacarías resultaba impenetrable.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Yunus-. ¿Qué os ha demorado?

– Sentía que le estaban ocultando algo.

– Nada importante -respondió rápidamente Ibn Eh-. Nada por lo que debas preocupante.

Yunus vio la mirada de Karima dirigida con expresión interrogante al rostro de Zacarías, y vio cómo Zacarías movía ligeramente la cabeza, y esbozaba luego una sonrisa ausente al descubrir que Yunus lo estaba observando.

– ¿Qué pasa? ¿Queréis evitarme las malas noticias? -preguntó Yunus, en tono de reproche.

– Deberías intentar dormir un poco, padre -dijo dulcemente Karima.

Yunus apartó la mano de su hija.

– Tengo bastante tiempo para dormir. ¡Quiero saber qué es lo que está pasando aquí! -Los observó uno a uno, y como todos apartaron la vista, miró a Zacarías a los ojos y dijo-: Puedo imaginarme lo que ha pasado. En el hospital te han entregado tus instrumentos y tus libros y te han mostrado la puerta. Es eso, ¿verdad?

Examinó el resultado que producían sus palabras en el rostro de Zacarías.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Ibn Eh.

– No sé nada, sólo hago suposiciones -dijo Yunus-. Pero desde hace varias semanas estoy esperando que caiga el rayo y se desate la gran tormenta.

– Basándote en qué información? -preguntó Ibn Eh.

– ¡Ay, mi querido Etan, qué quieres que te diga! -respondió Yunus-. Se está anunciando desde hace meses. Yo mismo he podido verlo, cuando aún me tenía en pie. Las mezquitas llenas como nunca antes, la repentina hostilidad surgiendo por doquier. Al-Balia, el nasí, no ha sido recibido por el príncipe desde hace ocho semanas, como mínimo. En su lugar está un nuevo astrólogo de Bizancio o de no sé dónde. Zacarías continúa en la lista de los médicos de la corte, pero hace casi diez meses que no han vuelto a llamarlo. E igual pasó conmigo. Ni una sola consulta en cinco meses, hasta que yo mismo tuve que renunciar por mi enfermedad. No hay un solo comerciante judío que no se queje de que han bajado las ventas. Hace tres semanas, esos disturbios en Taryana contra el despacho de vinos. Hace una semana, los aguateros, que de pronto se negaron a suministrar agua a las casas judías. Todo apunta en la misma dirección. La atmósfera está tan cargada que casi se podría cortan con un cuchillo.

– Has sabido intuirlo mejor que yo -dijo Ibn Eh en tono sombrío.

– Es posible -dijo Yunus-. Quizá uno se vuelve más perspicaz cuando no está implicado en el asunto. -Paseó la mirada entre Zacarías e Ibn Eh-. Así pues, ¿qué ha pasado en casa del nasí? ¿Es que no va a decírmelo nadie?

Ibn Eh intercambió una breve mirada con Zacarías y dijo luego, en voz baja:

– Corren rumores de que Ibn Ammar ha perdido el favor del príncipe.

– Más que rumores -añadió Zacarías.

– ¿Tan mal están las cosas? -preguntó Yunus. Y dirigiéndose a Zacarías, añadió, preocupado-: ¿Así que lo que yo suponía era cierto?

– No me han echado a la calle -respondió Zacarías con una amarga sonrisa-. Pero me han sugerido que abandone mi puesto antes de que llegue una orden de arriba.

– ¿Qué motivo alegan? -preguntó Yunus.

– Ninguno -dijo Zacarías-. Todo el mundo da por sentado que soy un hombre de Ibn Ammar, así que intentan deshacerse de mi. Toda la gente de Ibn Ammar está abandonando sus cargos.

– ¿No hay esperanzas? -preguntó Yunus.

Ibn Eh se encogió de hombros. Callaron, turbados, y por un momento la enfermedad de Yunus pareció quedar olvidada ante las preocupaciones del día.

Fuera, el bebé seguía llorando, sin que su madre pudiera calmarlo.

– ¿Se sabe cuál ha sido el motivo del cambio? -preguntó Yunus un rato después.

– Nada preciso, sólo rumores -dijo Ibn Eh-. Se dice que Ibn Ammar ha llegado a un acuerdo con el rey de León para ponerse bajo su protección.

– Pero eso es completamente absurdo -protestó Yunus.

– Es lo que se dice -ratificó Ibn Eh, encogiéndose de hombros-. Y es lo que la gente cree. Lo que creen los altos cargos, sobre todo.

– Fue un error que dirigiera él mismo esa campaña -dijo Yunus-. Fue un error desde el principio. Se equivocó al alejarse tanto. Se equivocó al dejar solo al príncipe durante tanto tiempo, en esta mala época.

– Circulan por ahí poemas sarcásticos sobre el príncipe -dijo Zacarías en voz baja.

– De eso hemos hablado hoy en casa del nasí -confirmó Ibn Eh-. Por lo visto, cierto poetilla caprichoso, un judío de Valencia, ha traído consigo unos cuantos versos burlones que, según dicen, han sido escritos por Ibn Ammar.

– Que Dios se apiade de él -dijo Yunus-. Es irónico que ya sólo sean malas lenguas y calumniadores quienes tienen la última palabra en la corte. Se avecinan malos tiempos para nosotros, creedme. El nasí también es considerado hombre de Ibn Ammar. -Volviéndose hacia Ibn Eh, añadió-: Y tú también, Etan.

– El nasí se mantiene a distancia desde hace mucho tiempo -dijo Ibn Eh con ligero sarcasmo-. Hoy se ha mostrado optimista en lo que respecta a su posición en la corte. Al parecer, el nuevo astrólogo no ha sido acogido tan bien. Y el príncipe se muestra más inseguro que nunca. Está convencido de que su capacidad no tardará en ser puesta en duda.

– Se lo debe todo a Ibn Ammar -dijo Yunus.

– Hoy ya no quiere ni recordarlo -respondió Ibn Eh.

– Es triste -dijo Yunus.

– Lo triste es que cierta gente se haya hecho de la noche a la mañana con la voz cantante -dijo Ibn Eh-. No sólo en la corte, sino también en el bazar. Y no estoy hablando de los ortodoxos fanáticos, que ya los conocemos. Hablo de los pequeños comerciantes y artesanos, que han empezado a mostrar un nauseabundo fervor religioso desde que los negocios no manchan tan bien. Hablan de defender la verdadera fe, y en realidad lo único que pretenden es acabar de raíz con la competencia. No tengo miedo de la gente que quizá podría criticarme por haber mantenido buenas relaciones con un hadjib caído en desgracia. A los que temo es a esos fanáticos que salen arrastrándose de sus agujeros para quemar primero libros, y después hombres.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Yunus.

Ibn Eh extendió los brazos.

– No temo por mi -dijo-. Pero he aconsejado a mis hijos que dejen la ciudad por un tiempo. No al menor. Un insignificante maestro no tiene nada que temer. Pero los dos mayores tendrán que pagar caro nuestras estrechas relaciones comerciales con Ibn Ammar. Será mejor que se pierdan de vista un tiempo. Supongo que irán a Córdoba o a Lucena, y seguirán dirigiendo el negocio desde allí, hasta que la situación se calme. -Hizo una pausa, y añadió, pensativo-: Si es que algún día se calma.

Yunus miró preocupado a Karima, luego a Zacarías.

– ¿Y vosotros? -preguntó-. ¿Qué vais a hacer?

– Aún no lo hemos pensado -dijo Zacarías.

– El consultorio aún está vacante -dijo Yunus.

– No sé -contestó Zacarías-. No creo que esté ya todo decidido. Ibn Ammar no es un hombre que se deje derribar tan fácilmente. De lo contrario no sería el colaborador más estrecho del príncipe desde hace no sé cuántos años, no sería hadjib desde hace más de una década… Simplemente no puedo concebir que un par de calumniadores… No me cabe en la cabeza.

– Ibn Ammar sólo ha vivido buenos tiempos -repuso Ibn Eh-. Le falta la dureza. Le falta ser despiadado con sus enemigos. Todo su poder se apoya únicamente en sus estrechas relaciones con el príncipe. Ahora sus enemigos han conseguido por primera vez ponen al príncipe en su contra. Al-Mutamid debe de haber montado en cólera cuando esos versos llegaron a sus oídos.

– Monta en cólera a menudo -respondió Zacarías-. Incluso sin motivo. Últimamente bebe demasiado, según dicen mis colegas. Su estado de ánimo puede cambiar completamente de un momento a otro.

– Pero los enemigos de Ibn Ammar se encargan de mantener encendida la furia del príncipe -dijo Ibn Eh-. E Ibn Ammar no está aquí para defenderse. Pronto será ya demasiado tarde, y no tendrá ninguna oportunidad de defender sus asuntos ante el príncipe.

El dolor volvió a cebarse en Yunus, impidiéndole ver y oir, y robándole casi la conciencia. Era como si tuviera dentro una fiera que le desgarrara las entrañas con sus afilados colmillos. La lengua se le trabó y los ojos se le endurecieron, y aunque hizo acopio de todas sus fuerzas para intentar que los demás no lo advirtiesen, Karima se dio cuenta e hizo una señal a Ibn Eh y Zacarías para que se marchasen. Se acercaron a la cama para despedirse. A Ibn Eh le corrían lágrimas por las mejillas. Yunus no podía consolarlo. Estaba tan debilitado por el dolor que ni siquiera podía pronunciar una palabra. Sin embargo, cuando Zacarías se arrodilló junto a su cama, encontró fuerzas para ponerle la mano sobre la cabeza y vocalizar con labios mudos una bendición.

Karima se quedó con él. Desde hacía dos semanas no se apartaba de su lado. Por las noches dormía en el madjlis, frente a la puerta abierta de la habitación de Yunus. Nabila y Sarwa se habían ofrecido para reemplazarla, pero ella se había negado. Yunus estaba contento de tenerla cerca; el corazón se le calentaba nada más verla. Todos los días daba gracias a Dios por esa hija, a la que amaba más que a nada en el mundo. Todos los días pedía a Dios que tuviese a bien bendecirla con hijos.

Hacia el atardecer, cuando los dolores habían cedido un tanto, Yunus pidió a Karima el cuaderno que usaba como diario. Hacía mucho tiempo que no anotaba nada. Al principio de su enfermedad había escrito sobre su lucha contra el dolor y sobre su derrota, y había descrito los pensamientos que lo habían llevado a reiniciar la lucha. Pero luego había dejado de escribir. En algún momento, sus palabras le habían parecido absurdas y carentes de todo valor. No había palabras para expresan los dolores que sufría.

Al revisar las últimas anotaciones que había hecho, se dio cuenta de que había dejado de escribir precisamente el día que había empezado a prepararse para la muerte. Había pensado mucho en ello, y no había querido hacerse ilusiones ni alimentar falsas esperanzas. Había tenido una vida plena, en la que sólo unas pocas cosas no se le habían concedido. Había desempeñado su puesto no demasiado mal, con la ayuda de Dios; ahora volvía a dejarlo vacante. Se llevaría a la tumba un par de secretas ambiciones que había mantenido ocultas durante toda su vida, pero estaba satisfecho de la vida que Dios le había concedido, y por eso no temía a la muerte. A veces se sentía ya tan lejos de la vida que se imaginaba a sí mismo como una de esas viejas que se pasan el día en el mirador de su casa, contemplando la calle a través de las rejas, ya casi sin vivir, sólo observando la vida de los demás. Eso era también lo que a veces lamentaba: no ver cómo seguiría todo, perderse el final de la partida.

A veces disfrutaba con la idea de que quizá Dios reservaba a los muertos la posibilidad de contemplar como desde una plataforma elevada los ires y venires del mundo. Era una idea que tenía ya desde niño, y que le había sido inculcada por su abuelo. El abuelo, en su lecho de muerte, le había dicho que lo estaría viendo aunque se escondiera en el sótano más profundo y atrancara la puerta tras él. Y, de hecho, durante mucho tiempo se había sentido observado y obligado a comportarse bien por ese abuelo de ojos pícaros y cejas hirsutas; mucho más que por aquel Dios abstracto con el que sus maestros habían intentado encaminarlo por el estrecho sendero de una vida temerosa de Dios.

Esos últimos días había sostenido largas charlas con Karima. Había esperado que la certeza de la muerte, el hecho de saber que estaba próximo el inevitable fin de su vida, le depararía algún tipo de conocimiento insospechado, algún tipo de visiones fugaces e iluminadoras. Pero nada de eso había ocurrido. Estaba desilusionado por la inesperada banalidad de la muerte. Ese era también el motivo de que pidiera su diario. Algunos de los pensamientos que pasaban por su cabeza le parecían tan banales que no quería expresarlos ante Karima, sino que prefería confiarlos primero al papel, para, por así decirlo, ponerlos ante sus ojos en un intento de juzgarlos mejor.

Escribió trabajosamente. Tenía que emplear todas sus fuerzas para poder dirigir la pluma. Tenía que tomar impulso para dibujar cada una de las letras.

Escribió tan sólo unas pocas líneas.

La vejez no nos hace sabios, y la muerte no nos acerca a Dios. No somos más que hombres mortales. El que nos creó puso en nosotros una chispa de su espíritu, y la intuición de que, en algún lugar, arde una llama. Pero nos deja en la oscuridad.

Tachó cuidadosamente las dos líneas siguientes, hasta dejarlas ilegibles. Debajo, anotó con una letra casi indescifrable:

Tenemos que hacer brillar la chispa, para iluminar la oscuridad que nos asusta. Pero sólo los bienaventurados tienen la fuerza necesaria, y los fuertes, y no por méritos propios. A los otros sólo les queda la fe, para superar el temor. La fe no necesita luz, pues es ciega. Hay tan pocas islas de luz en este oscuro mar de necedad y superstición.

Debajo, en letras grandes, claramente legibles, que no delataban debilidad alguna:

Tras la muerte no hay nada más que la huella que dejamos en la Tierra. Lo sé. Pero, ¿qué sé yo?

Muy tarde, por la noche, Yunus volvió a quedarse dormido. Cuando despertó, por la mañana, estaba tan débil que ya no podía hablar. Su rostro seguía desfigurado por los tormentos que había padecido, pero sonreía, como si los dolores no tuvieran ya ningún poder sobre él.

Murió antes de la salida del sol. Karima lo tuvo cogido de la mano, sintiendo cómo se iba enfriando entre sus dedos.

Lope se enteró de la muerte de Yunus esa misma mañana, por pura casualidad.

Lu'lu, el administrador negro del palacete ocupado por el hijo del conde y sus acompañantes, había sido paciente del hakim judío. El joven conde había salido de cacería, y Lope era el hombre de mayor rango que se había quedado en la casa, por lo que Lu'lu acudió a él a pedir permiso para asistir al entierro.

Lope lo acompañó. Para llegar al barrio judío tenían que ir a Taryana, cruzar el río y atravesar el gran bazar. Lu'lu había aconsejado a Lope que se vistiera al estilo moro, para no llamar la atención. Sólo cuando dejaron atrás el transbordador, comprendió Lope la preocupación de Lu'lu. Toda la ciudad parecía presa de una gran excitación. Ante el puerto habían apostado lanceros a caballo. Las guardias de las puertas habían sido reforzadas, y los centinelas inspeccionaban los carros y bultos de mercancías e incluso detenían a los transeúntes y los cacheaban en busca de armas. Lope también fue registrado. En la ciudad, en los cruces de las calles y en las entradas del gran bazar, había un gran número de hombres armados y parejas de guardias que, a pesar del calor, llevaban yelmo y protectores en el cuello. En la plaza que se extendía frente a la gran mezquita se había reunido una multitud. Gritos y tumulto ante la entrada. Dos o tres señores distinguidos montados a caballo, a quienes sus criados y lanceros abrían camino a gritos.

Cuando, rodeando la muralla del al-Qasr, doblaron por una estrecha calleja del barrio judío y vieron que también la puerta interior de la ciudad estaba vigilada por una guardia doble, a pesar de que era de día, Lu'lu tiró de Lope hacia un rincón y le susurró precipitadamente:

– Creo que sería mejor que no dijeras nada. Si nos dicen algo, déjame hablar a mí. -Estaba muy nervioso. Sin embargo, los guardias los dejaron pasar sin molestarlos.

Detrás de la puerta, las callejas se hallaban extrañamente desiertas. No se veía a nadie, todo el barrio estaba como aletargado. Llegaron a una plazuela en la que crecían dos naranjos, y Lope recordó de repente que ya había hecho ese casa antes, aquella vez en que fue a la sinagoga. Lo recordaba tan vivamente que hubiera podido hallar el camino sin dificultad.

Imágenes largo tiempo olvidadas volvieron a emerger ante él. Karima junto a la vieja en el antepatio de la sinagoga. Karima a los pies de su lecho de enfermo cuando tenía aquella herida de lanza en la pierna. Ella estaría aullando llevaran al hakim a la tumba. Iría detrás del féretro.

La calleja que daba a la sinagoga estaba repleta de gente. Toda la comunidad judía de ciudad parecía haberse congregado allí. Con gran dificultad, consiguieron abrirse paso hasta que vieron el antepatio de la sinagoga, donde había sido instalada la capilla ardiente. Apretujados entre la multitud, esperaron que terminaran los oficios religiosos, pero cuando la gente empezó a salir de la sinagoga, la marea humana los hizo retroceder hasta el extremo de Ia calle. Finalmente, Lu'lu encontró un rincón, detrás de una columna donde pudo sostenerse, y consiguió acomodar a Lope a su lado, mientras la muchedumbre pasaba silenciosa ante ellos.

Luego, el féretro salió por la puerta de la sinagoga, lento y solemne, como flotando sobre las cabezas. Poco a poco, a medida que se acercaba el féretro con infinita lentitud, el murmullo de las oraciones de los hombres fue en aumento y los agudos gritos de dolor e incesantes sollozos de las mujeres se intensificaron, Lope reconoció entre los portadores del féretro a Ibn Eh y a Zacarías, el médico, a pesar de la ceniza que les cubría el rostro. Y entonces vio a Karima.

Iba inmediatamente detrás del féretro, entre otras dos mujeres que llevaban consigo a un tropel de niños. Como las otras, Karima no llevaba pañuelo en la cabeza; se había echado ceniza en el pelo y se había rasgado el vestido. Tenía la cabeza gacha, pero andaba erguida. Caminaba exactamente detrás del féretro como si sus pies no sintieran los desniveles del suelo. Pasaba a través de la multitud como Moisés lo hiciera a través del mar.

Lope y Lu'lu se unieron al cortejo. El féretro estaba tan lejos de ellos que lo perdían de vista una y otra vez. Finalmente, llegaron a la amplia calle que conducía a la puerta de Carmona, donde por primera vez abarcaron con la mirada a toda la comitiva fúnebre. Debían de ser varios miles los que seguían el féretro del hakim. Lope estaba impresionado con la idea de que Yunus hubiera conocido a tanta gente, y de que hasta él mismo pudiera contarse conocido del hakim.

De pronto, llegaron desde delante fuentes gritos, que apagaron los lamentos de las mujeres. El féretro estaba a sólo un par de pasos de la puerta. Los portadores se habían dividido para dejar pasar a un notable, que entró por la puerta acompañado de una escolta a caballo. Los jinetes intentaron hacer un lugar a su señor y su séquito, pero no consiguieron avanzar. El cortejo ocupaba todo el ancho de la calle. Lope era uno de los pocos que podía observarlo todo, pues era lo bastante alto para poder minar por encima de las cabezas de los demás. Sólo ahora advirtió que todas las tiendas de ambos lados de la calle estaban cerradas, con las puertas atrancadas y las ventanas ocultas tras los postigos. La gente estaba en los tejados, mirando desde las balaustradas. Vio que, delante, los jinetes metían sus caballos entre la multitud y empezaban a espantar a la gente a latigazos. Vio cómo, contra lo que era de esperar, se abría una calle ante los caballos y la multitud era obligada a estrecharse contra los lados, mientras, en los bordes, algunos huían para refugiarse en las callejas laterales. Vio algunos puños levantándose sobre las cabezas, mientras el griterío se hacía cada vez más intenso. Vio de repente que, delante, a la izquierda de la puerta, un grupo de hombres salía corriendo de la calle que bordeaba la muralla interior y se precipitaba sobre la multitud con terribles rugidos, como si acudieran en ayuda de los jinetes.

Y luego todo sucedió muy de prisa. El féretro, tambaleándose sobre los hombros de sus portadores, desapareció en la oscuridad de la puerta. Uno de los caballos se levantó sobre las patas traseras y derribó a su jinete, que sin embargo no soltó las riendas y siguió sujetando a su montura desde el suelo, mientras el animal daba coces hacia atrás, intentando liberarse. La gente del cortejo se apartó espantada por el caballo. También los de delante, los que iban a la cabeza de la comitiva fúnebre empezaban ahora a retroceder. Allí aparecían cada vez más hombres que se precipitaban con abierta hostilidad contra los miembros del cortejo. Algunos iban armados con palos.

Luego Lope vio volar las primeras piedras. También desde los tejados arrojaban piedras. Lope se mantuvo firme ante la marea de gente que intentaba huir. Oyó la voz de Lu'lu detrás de él:

– ¡Señor! ¡Sayyid! ¡Tenemos que largarnos de aquí! ¡Escuchadme, sayyid, tenemos que irnos!

De pronto vio a Karima, a menos de cincuenta pasos, de pie con su oscuro vestido de luto, la espalda recta y extrañamente serena en medio de la caótica muchedumbre, hasta que el caballo sin jinete le cubrió la vista. Quienes intentaban ponerse a salvo de sus cascos corrían unos contra otros, empujándose y, al agarrarse, cayendo al suelo; hombres, mujeres, niños, todos revueltos, mientras otros huían pisoteando sin contemplaciones a los caídos. Finalmente, el caballo consiguió soltarse y, aterrorizado, galopó relinchando y con la cabeza en alto hacia donde se encontraban los otros jinetes, que habían retrocedido hacia el camino que llevaba a la puerta. Karima ya no estaba a la vista. Lope la buscó en vano con la mirada. La calle empezaba a quedar vacía, y Lope observó una a una a las personas que yacían en el suelo, entre la gente que huía.

De pronto se abalanzó hacia delante, se abrió paso como pudo entre la multitud y se precipitó en dirección al lugar donde suponía que estaba Karima.

– ¡Señor! ¡No! -oyó gritan a Lu'lu-. ¡Sayyid, regresad! ¡Por favor, sayyid!

Lope no hizo caso. Siguió corriendo entre la multitud. Un hombre vestido de blanco con la boca abierta en un grito desgarrador fue hacia él, esgrimiendo una estaca. Lope dio un paso a un lado y puso una zancadilla al hombre, que fue a caer sobre el empedrado. Más adelante, tres hombres estaban apaleando a una mujer que yacía indefensa en el suelo. Lope dio un golpe en la nuca al que tenía más cerca y empujó a un lado al segundo, que se había arrojado sobre él. Eran chicos muy jóvenes, pequeños granujas adolescentes. Ayudó a la mujer a levantarse. No era Karima.

Miró a su alrededor. La comitiva fúnebre se había disuelto. Los hombres que habían atacado el cortejo tenían la calle en sus manos, ya casi eran mayoría, y estaban a la caza de los rezagados, que no habían conseguido huir lo bastante rápido y ahora se apiñaban asustados. Unos pocos harapientos, que parecían salidos del mercado de jornaleros, intentaban arrancar los trajes a los que yacían en el suelo. Huyeron cuando Lope se acercó a ellos. Seguía sin encontrar a Karima.

– ¡Sayyid, tenemos que irnos! ¡Es muy peligroso! -se lamentaba Lu'lu, detrás de él.

En ese mismo instante la vio. Estaba agachada al borde de la calle, a la sombra de la pared de una casa. Tenía una mano en los ojos, y con la otra intentaba levantarse apoyándose en la pared, sin conseguirlo.

Lope llegó hasta la mujer de un par de zancadas.

– ¡Karima! -dijo-. ¡Karima!

Ella no respondió. Parecía no oírlo.

Vio que Karima tenía sangre en las manos y entre los cabellos, debajo de las cenizas. Algo la había golpeado en la cabeza. No podía ponerse en pie. Lope tuvo que ayudarla. En ese mismo instante oyó un grito apagado, y vio a un hombre resbalar de espaldas contra la pared de la casa hasta caer al suelo. Al levantar la minada, vio que Lu'lu rechazaba con los puños a dos hombres que intentaban arrojarse sobre él.

– Señor, tenemos que marcharnos, son cada vez más, y no es casualidad que esta gente esté aquí -gritó Lu'lu.

Lope se agachó, cargó a Karima en sus brazos y empezó a andar con ella en brazos. Era pesada, y Lope avanzaba lentamente. La cabeza de la mujer se sacudía de un lado a otro. Cruzaron la calle para llegar al lado que limitaba con el barrio judío. Escuchó a Lu'lu, que corría detrás de él para protegerlo, increpando en árabe a los hombres que los seguían. Finalmente llegaron a la desembocadura de la calleja por la que habían venido. Lope se detuvo, respirando con dificultad, y se apoyó contra una pared, para coger mejor a Karima. Entonces, de repente, advirtió que ella estaba volviendo en sí. Karima sacudió la cabeza, abrió los ojos parpadeando, se apartó de la frente los mechones de cabello impregnados de sangre, y miró fijamente a Lope, que se quedó sin habla y no atinó a hacer nada mientras ella se liberaba de sus brazos. Lope tuvo que sostenerla del brazo para que no se cayera, pero ella rechazó su ayuda y escapó de él. Lope la vio alejarse por la calleja, tambaleante, apoyándose con ambas manos en la pared. Karima no se volvió a mirar, ni tampoco se detuvo hasta desaparecer en la siguiente esquina.

– No ha sido lo que se dice agradecida -dijo Lu'lu, mirando a Lope con expresión interrogante-. ¿La conocíais? Daba la impresión de que la conocíais.

– Era la hija del hakim -dijo Lope.

– ¿La hija del hakim? -repitió Lu'lu, maravillado-. ¡La hija del hakim!

Ese mismo día, al atardecer, llegó un mensajero de Guarda con la noticia de que el conde estaba enfermo, y con la orden de que emprendieran inmediatamente el viaje de regreso.

Lope estaba preparado. Llevaba días esperando la orden de partir. Se marchaba de Sevilla a disgusto, pero esta vez la despedida no sería tan dolorosa, pues Nujum lo acompañaría a Guarda. Se había hecho amiga de la princesa que contraería matrimonio con el joven conde. La princesa había insistido en que Nujum le hiciera compañía durante el viaje en su litera tirada por mulas.

Partieron dos días después.

45

MURCIA

MARTES, 18 DE RABí I, 475

16 DE AGOSTO, 1082 // 20 DE ELUL, 4842

Habían partido con las primeras luces del alba, con la intención de llegar a la ciudad antes de que empezara el calor. Había siete horas de viaje entre Alhama y Murcia, pero habían aprovechado el frescor de la madrugada para cabalgar desde el principio a un ritmo trepidante, de modo que ahora, a las tres horas de viaje, ya casi habían llegado a Alcantarilla. A esa hora el sol ya ardía sin clemencia en el cielo, pero el camino pasaba a través de las huertas y estaba casi completamente bordeado de árboles. A la sombra, el calor todavía podía soportarse.

Hadi y Djabin cabalgaban por delante, seguidos de Ibn Ammar y, a su izquierda, Salim, su secretario. La escolta los seguía a una cierta distancia. Ibn Ammar había hecho una visita semioficial a Lorca y se había presentado luego en algunos castillos, para comprobar su lealtad y afianzarla con regalos y promesas. Dos o tres hábiles movimientos de Ibn Rashiq lo habían obligado a confirmar el apoyo que aún tenía fuera de Murcia. El señor de Baldj llevaba semanas evitando el encuentro deseado por Ibn Ammar. Bajo curiosas circunstancias, Ibn Rashiq había dejado escapar a Muhammad ibn Tahír, y poco después había conquistado en un ataque sorpresa los tres castillos de la frontera con Almería que seguían en manos de los vasallos del depuesto qa'id de Murcia. Había ocupado estos castillos con sus propios hombres, a pesar de que, según los acuerdos pactados, correspondían a Ibn Ammar. Hasta ahora no había dado respuesta a las recriminaciones que le había hecho Ibn Ammar con este motivo. Ahora la situación empezaba a aclararse.

El día anterior, cuando llegaron a Alhama, los estaba esperando un mensajero de Murcia. El naqib que comandaba las tropas sevillanas acantonadas en la ciudad, y que suplía a Ibn Ammar durante la ausencia de éste, había enviado al mensajero con la noticia de que Ibn Rashiq había anunciado que daría la cara en los días siguientes. La noticia era sorprendente. ¿Por qué Ibn Rashiq estaba dispuesto a transigir, así, tan de repente?

Ibn Ammar había dedicado largas horas a reflexionar sobre el asunto, sin hallar ninguna explicación definitiva. En cualquier caso, era de esperar que el encuentro traería, cuando menos, una decisión. Necesitaba tener las cosas claras en Murcia, para poder emprenden lo antes posible el viaje de regreso.

Un día antes, en Totana, había recibido una carta de Sevilla. No se la había entregado un emisario oficial, sino un comerciante judío, a quien se la había entregado otro comerciante en Jaén. La carta informaba de alarmantes sucesos en la corte de Sevilla, de perversos rumores y escandalosas calumnias, y no estaba firmada, lo que casi la hacía aún más inquietante.

Ibn Ammar sabía quiénes eran sus enemigos: Abú Bakr ibn Zaydún, el hijo del antiguo hadjib; las grandes familias, que lo consideraban un arribista; la princesa y sus partidarios; Ibn Dama, qadi general del reino, y sus fanáticos fieles, que le criticaban su indiferencia en cuestiones religiosas y sus buenas relaciones con don Alfonso, el rey de León. Ibn Ammar estaba acostumbrado a que intentaran derribarlo tan pronto como dejaba la corte. Pero ahora estaban empleando una nueva estrategia.

La carta traía también dos poemitas que circulaban en la corte, y que, supuestamente, había escrito el propio Ibn Ammar. Los poemas eran refinadas chapuzas que imitaban su estilo y, con gran conocimiento, apuntaban directamente al susceptible orgullo del príncipe. El primero era una cuarteta, que se burlaba del príncipe y de su padre. No muy artística, pero eficaz:

y resulta peor el hijo que el padre.

ruge como un león, mas es un gato cobarde.

El segundo era una sátira ponzoñosa que intentaba ofender el honor del príncipe, una perversa canción satírica, tanto más peligrosa por cuanto había sido escrita por un conocedor, capaz de imitar casi perfectamente el ritmo poético de Ibn Ammar. Empezaba inofensivo, al estilo clásico, como si se tratara de una respuesta a aquel famoso poema que compusiera el príncipe años atrás, recordando los años de juventud pasados con Ibn Ammar en Silves:

Saluda en Sevilla a los nobles pastores,

que allí levantan su tienda, saluda a sus hijos, a sus mujeres…

Luego, tras algunos versos, el poema pasaba, con punzante hostilidad, a recordar el origen vulgar de la princesa, sacaba partido del hecho de que sus primeros hijos no los había tenido siendo la mujer principal de al-Mutamid, sino su concubina, para así tildar a los príncipes de bastardos. Luego se burlaba de las piernas cortas de los príncipes, que habían heredado de sus padres, y finalmente retomaba aquella vieja calumnia que, hacía más de un cuanto de siglo, había imputado a al-Mutamid, por aquel entonces sólo un muchacho de dieciséis años, una relación homosexual con Ibn Ammar. Y lo más pérfido de todo era que esta parte del poema era presentada como una confesión íntima del supuesto autor:

Yo sabía entonces que era prohibido nuestro obrar.

Tú sólo decías: no lo es, si nos sabemos amar.

Luego seguía una abierta amenaza de revelar más secretos, y, como cierre, una sonora bofetada:

Tú, falso príncipe, quien edificará sobre tus haberes,

¡si hambreas a invitados y prostituyes a tus mujeres!

En un primer momento, lbn Ammar, furioso y espantado, se había puesto a escribir enseguida un poema de réplica a la sátira que se le atribuía, para ahogar las viles calumnias en una fanfarria de flamante indignación. Pero pronto lo había dejado. Ya el mero intento de exculparse habría sido visto en la corte como un reconocimiento de su culpabilidad. Si el príncipe otorgaba un mínimo crédito a las injurias, cualquier escrito, del estilo que fuere, no haría sino empeorar aún más las cosas. Tenía que hablar personalmente con al-Mutamid. Tenía que volver a Sevilla tan rápido como fuese posible.

Se volvió hacia Salim:

– ¿Cuánto tiempo necesita un barco en esta época del año para llegar de Cartagena a Sevilla? -preguntó Ibn Ammar a su secretario, que conocía tanto la carta como los poemas.

– ¿Un barco vos o para un emisario?

– Para mí -dijo Ibn Ammar.

Salim lo miró de reojo, como queriendo escudriñar en su mente.

– Si este año el simún cesa cuando debería hacerlo, ya sólo soplará tres o cuatro días más. Luego no habrá viento. Necesitaréis una galera…

– ¿Cuánto tiempo? -lo interrumpió Ibn Ammar.

– Diez días, como mínimo -dijo Salim, titubeando-. Suponiendo que haya una galera en el puerto.

Siguieron cabalgando en silencio. Habían llegado a Alcantarilla, pero rodearon la ciudad trazando un amplio arco. No querían llamar la atención. Ibn Ammar no quería que le prodigaran grandes recibimientos.

Por la rectísima carretera que se extendía ante ellos apareció de pronto un jinete, que se les acercaba a todo galope. Los lanceros de la avanzada, que cabalgaban unos doscientos pasos más adelante, lo detuvieron y le mandaron que desmontara al borde de la carretera. Ibn Ammar vio lo que ocurría sin prestar mucha atención.

– ¡Quisiera saber de dónde ha salido este maldito poema! -dijo.

Salim movió la cabeza, pensativo.

– ¿Almería? -sugirió-. ¿Valencia?

Hacía apenas un mes, el príncipe de Valencia había recibido en su corte con todos los honores a Muhammad ibn Tahír, tras la fuga de éste. Acto seguido, Ibn Ammar había hecho circular por la ciudad un par de versos encendidos, en los que incitaba a la población a levantarse contra su príncipe. Si la sátira era una respuesta a aquello, tendría que haber sido enviada a Sevilla inmediatamente.

Llegaron al punto donde el jinete esperaba al borde de la carretera, de pie junto a su caballo. A su lado había dos campesinos, a quienes la avanzada también había mandado despejar la carretera. Ibn Ammar y los suyos pasaron sin prestar atención a aquellos hombres, hasta que, de repente, el jinete echó a correr y, gritando a viva voz, intentó ponerse frente al caballo de Ibn Ammar dando un rodeo alrededor del de Salim.

– ¡Mawla! ¡Señor! ¡Poderoso hadjib! -gritó el hombre-. ¡Concededme una gracia, sublime señor! ¡No lo pido por mí, señor! ¡Una gracia, señor, por la misericordia de Dios! -Era un hombre joven.

Djabir se había girado para ahuyentarlo, pero el hombre esquivó la lanza con que intentaba apartarlo, y gritó desesperado:

– ¡Señor, oídme, os lo ruego!

Ibn Ammar levantó la mirada de mala gana, no estaba de humor para atender a un suplicante, pero por un instante, antes de que el caballo de Djabir se interpusiera entre ambos, vio el rostro del hombre y tiró violentamente de las riendas de su cabalgadura. Era el joven del bazar, el hijo de Zohra.

De algún modo, Ibn Ammar consiguió ordenar con voz más o menos serena a Djabin que dejara al joven, e hizo girar su propio caballo de manera que se interpuso entre el muchacho y el capitán de la escolta. Un angustioso presentimiento se apoderó repentinamente de él mientras el joven se inclinaba para besar sus estribos. Ibn Ammar le impidió que lo hiciera.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

El joven le dirigió una mirada indefensa, volviéndose a medias hacia Djabir, que seguía detrás de él, con la lanza lista para atacar.

– Está bien. Puedes hablar. Sé quién enes -dijo Ibn Ammar en voz baja. Vio de reojo que el capitán lo estaba observando, al tiempo que se acercaba lentamente.

El joven se agarró firmemente de la silla de Ibn Ammar.

– Estáis en peligro, señor -dijo susurrando. Su voz no delataba temor alguno-. Debo daros un mensaje, señor -dijo, entregando a Ibn Ammar una hoja de papel plegada varias veces-. Os ruego que destruyáis este papel después de leerlo. -Miró a Ibn Ammar con expresión seria, como si esperara una confirmación.

Ibn Ammar lo cogió de la manga.

– Espera -dijo con voz serena. Y volviéndose a Salim, dijo en voz alta-: ¡Anota su nombre! -Dio un nombre falso. Luego se sacó el anillo con el sello y lo apretó contra la mano del joven-. ¡Ponte a salvo! -dijo-. ¡Date prisa! ¡Y ten cuidado!

– Si -dijo el joven asintiendo muy seriamente, al tiempo que se retinaba hacia el borde de la carretera caminando hacia atrás y haciendo profundas reverencias.

– ¡Gracias, señor! -gritó-. ¡Que Dios os bendiga, señor! ¡Que Dios vierta sobre vos todos sus dones! ¡Que Dios os proteja en todos los caminos, señor! -Desempeñaba muy bien su papel.

Ibn Ammar espoleó su caballo. Encontró una mirada interrogante en el rostro de Hadi y asintió con un movimiento de cabeza apenas perceptible. Al parecer, Hadi también había reconocido al joven.

– ¡Que Dios pose sus ojos sobre vos, señor! ¡Que Dios os bendiga, señor! -siguió gritando el muchacho mientras ellos se alejaban.

Ibn Ammar escuchó la voz del joven y tuvo que apretar los dientes para no ceder a la irresistible tentación de volver la mirada una vez más. No podía volverse; de hacerlo, estaría poniendo al joven en peligro de muerte. No podría intentar nada hasta que el joven estuviera lo bastante lejos de allí. Desplegó la hoja de papel. Reconoció la letra. Era la letra de Zohra. Unas pocas líneas, escritas con gran premura:

¡Oh Abú Bakr, que Dios sea contigo! El hombre al que dejaste en tu puesto ha dejado entrar en el al-Qasr a Ibn Rashiq. Ha dado la orden de que seas apresado y llevado a Sevilla encadenado. Te envío a mi hijo para alertarte. Él es mi vida entera, piensa en ello. ¡Él es mi vida entera!

Ibn Ammar se quedó mirando fijamente el trozo de papel que tenía entre las manos, y un cálido sentimiento de dicha lo invadió de repente. Era como si aquel mensaje no le afectara en absoluto. Se sentía bien. Allí tenía la prueba que ya nunca se habría atrevido a esperar. Allí tenía la respuesta que Zohra no había querido darle en el antepatio de aquella pequeña mezquita cercana a la Puerta del Río. «Te envió a mi hijo.» No habría enviado a su hijo a alertarme si éste fuera hijo de otro hombre, pensó Ibn Ammar, llenándose de orgullo.

Sólo poco a poco fue tomando conciencia del alcance de la noticia que tenía en las manos. Por lo visto, habían llegado emisarios de Sevilla. Pero no se habían detenido a hablar con Ibn Ammar. Hasta ahí todo estaba claro. Ibn Ammar había sido juzgado y condenado. El príncipe debía de haber estipulado que Ibn Rashiq lo sucediera en Murcia, pues el naqib jamás habría entregado el al-Qasr al señor de Baldj sin orden expresa del príncipe. No cabía otra explicación. Dejando de lado la desgracia personal de Ibn Ammar, la decisión del príncipe era un error fatal. Ibn Rashiq despediría a las tropas sevillanas apenas se presentara la oportunidad, y declararía Murcia independiente. Todo estaba perdido.

Pasó un largo rato sin ser capaz de hilvanar un solo pensamiento claro. Hizo trizas el papel en el que había leído su sentencia de muerte y dejó caer los trocitos al suelo. Cuando hubo dejado atrás el último fragmento de papel, su cabeza empezó a pensar con claridad.

Tenía que darse prisa. Estaban a sólo una hora de Murcia. No le quedaba mucho tiempo si quería intentar algo para salvarse.

Contó a Salim lo que ocurría. El secretario se quedó mirándolo boquiabierto, mudo de espanto. Era un buen hombre, y un fiel consejero, pero no servía de gran ayuda en situaciones críticas. Se volvió espantado hacia la escolta.

– Tranquilo, Salim -dijo Ibn Ammar-. Comportémonos de modo que no llamemos la atención.

– Perdonadme, señor, pero si es como vos decís, probablemente en Alhama un mensajero…

– Puedes estar seguro, Salim. Puedes estar seguro -dijo Ibn Ammar-. La escolta ya no nos sigue para protegernos, sino para vigilarnos.

– ¡Pero son hombres de vuestra guardia personal! ¡El capitán os lo debe todo a vos!

– Es posible que les hayan mostrado una carta con el sello del príncipe. Los soldados sólo son leales a los señores victoriosos. -El evidente temor de Salim ponía cada vez más nervioso a Ibn Ammar-. Cuenta a los lanceros que van en la avanzada -dijo-. Hasta ayer la avanzada estaba formada siempre por sólo cuatro hombres. Desde Alhama son ocho.

Salim se quedó mirando desesperado a los jinetes que cabalgaban delante de ellos, como si quisiera contarlos uno a uno, cuando podía verse de un vistazo cuántos eran. Estaba pálido como un cadáver.

– ¿Qué habéis pensado hacer, señor? -preguntó con la lengua seca.

– Intentaremos escapar -dijo Ibn Ammar, mostrando los dientes en una sonrisa.

Pusieron al corriente de lo que ocurría a Djabir y Hadi y, entre los cuatro, empezaron a calcular sus posibilidades.

Sólo había un refugio seguro y a una distancia accesible: Aledo, el nido pedregoso de la vieja sayyida, de la Gallega. El castillo se encontraba en la dirección de la que venían. Tenían que regresan a Alhama, seguir otras dos horas río abajo hacia Totana y, una vez allí, internarse en las montañas. Tenían mejores caballos que los hombres de la escolta, pero Salim era un mal jinete, y la edad de Ibn Ammar también hacía dudar de que estuviera en condiciones de efectuar una cabalgada tan larga a marcha forzada.

– Podemos ahorrarnos esas reflexiones -dijo Ibn Ammar, como para infundirse valor-. No nos queda otra salida.

Examinaron el terreno a ambos lados de la carretera. Sólo tendrían una oportunidad de escapar si conseguían de algún modo hacer un arco alrededor de los hombres de la escolta y regresar a la carretera detrás de ellos. Estaban en medio de las huertas. A derecha e izquierda de la carretera se extendían leguas de verde, pequeños sembrados rodeados por zanjas de riego, viñedos, campos de hortalizas, plantaciones de frutales. De las grandes ruedas de molino del río salían canales de distribución dispuestos sobre paredes más altas que un hombre, que dividían el verde fondo del valle en porciones regulares y atravesaban la carretera en puentes en forma de arco. Estos canales estaban flanqueados por caminos para carros, que desembocaban en la carretera. La pregunta era si en el interior de las huertas también había caminos paralelos a la carretera. No podían verlo: los árboles y viñas les estorbaban la visibilidad. Sólo cabía esperar que el capitán no adivinara sus intenciones y que los siguiera ciegamente. Si conseguían llevarlo lo bastante lejos de la carretera y encontraban luego un camino secundario, por el que pudieran retroceder la porción de terreno que separaba un canal del siguiente, habrían ganado una ventaja considerable.

Divisaron el siguiente canal y acordaron un orden: primero Djabir; luego Ibn Ammar; detrás de éste, Salim, y, cerrando la fila, Hadi. Djabir tendría la misión de ahuyentar del camino a los campesinos. Hadi intentaría mantener a distancia a la escolta. Hadi era un maestro con el arco.

Cuando llegó el momento, sacaron sus caballos del paso al galope, y la sorpresa los ayudó a ganar una cierta ventaja. El camino paralelo al canal estaba desierto. Djabir se internó en éste gritando tanto como podía. Sólo cuando estaban ya treinta o cuarenta pasos en el interior de las huertas, giraron por el camino los primeros hombres de la escolta.

Corrieron a todo galope a lo largo del muro sobre el cual fluía el canal. Oyeron que el capitán espoleaba a sus hombres con estridentes órdenes. Estaba haciendo precisamente lo que habían esperado de él; lo acompañaba toda su jauría. Djabir se volvió, señaló hacia delante con la mano libre, en la que llevaba la lanza, y se precipitó en diagonal hacia un camino lateral. Allí estaba el sendero que habían buscado. Ibn Ammar miró a su alrededor antes de girar, y vio con espanto que el capitán había detenido su caballo y estaba intentando explicar a sus hombres con gritos y agitados movimientos de brazos que dieran media vuelta y volvieran por la carretera. No eran tan tontos como habían supuesto. Ibn Ammar tenía que haberlo sabido. Él mismo había elegido a aquel hombre y lo había nombrado capitán.

Ahora corrían un grave peligro. Si los últimos jinetes de la escolta reaccionaban con la suficiente rapidez, les contarían el camino de regreso a la carretera.

Ibn Ammar se volvió en su silla.

– ¡Hadi! -gritó, indicándole con un expresivo gesto que se colocara al frente del grupo. El peligro ya no venía de detrás, los esperaba en la desembocadura del camino en la carretera. Hadi montaba el caballo más veloz y era el más ligero de los cuatro. Hadi tenía que conseguir llegar a la carretera antes que los lanceros.

Hadi levantó la mano, dando a entender que había comprendido la orden, se inclinó sobre el pescuezo de su animal para decirle al oído que galopara lo más rápido posible, y salió disparado a un ritmo demencial, adelantándolos a todos, incluso a Djabir, antes aún de llegar al siguiente canal. Tomó la curva a tal velocidad que los demás creyeron que se estrellaría contra el muro del canal, cogió el arco con la pierna izquierda para tensar la cuerda, todavía a galope tendido, y cuando llegó a la carretera ya tenía la primera flecha en la mano. Los otros no podían ver a través de los árboles dónde se encontraban ya los lanceros; sólo vieron que Hadi disparaba la primera flecha antes de que su caballo se detuviera por completo. Cuando ellos llegaron y doblaron la esquina, Hadi acababa de disparar la segunda flecha y estaba sacando la tercera de la aljaba.

Los primeros lanceros estaban a menos de veinte pasos de distancia; se habían detenido. Uno de los caballos se había levantado sobre las patas traseras, con una flecha clavada en el pescuezo; un segundo había derribado a su jinete.

Ibn Ammar y los suyos siguieron a todo galope por la carretera, con Djabir nuevamente al frente, y Hadi cerrando el grupo a una cierta distancia de los otros. La escolta se mantenía a la misma distancia. Dejaron que los caballos galoparan a un ritmo moderado. Mientras la carretera siguiera flanqueada por muros y vallados, y mientras Hadi siguiera cubriéndoles las espaldas, no tenían mucho que temer. Si los caballos resistían, podían llegan a Totana en dos horas.

Dejaron atrás Alcantarilla y siguieron por la larga y recta carretera que atravesaba el amplio valle del Guadalentín. El sol estaba ahora tan alto en el cielo que los árboles ya apenas si daban sombra. Ibn Ammar frenó un tanto su caballo, hasta quedar a la altura de Salim, que cabalgaba con los músculos agarrotados y el rostro tenso. Ibn Ammar le sonrió, intentando infundirle ánimos, y Salim hizo un valiente intento de devolverle la sonrisa.

– Disculpadme, señor -dijo el secretario-. Pero ¿no es posible que el capitán haya avisado a Murcia, y que desde allí hayan intentado poner sobre aviso con palomas mensajeras a los castillos de Alhama y Totana?

– Supongo que eso es precisamente lo que ha hecho -respondió Ibn Ammar-. Supongo que ése es el motivo de que el capitán no nos ataque. Ha de pensar que queremos refugiarnos en uno de esos dos castillos, y que nos estamos dirigiendo hacia una trampa. No correremos auténtico peligro hasta que hayamos dejado atrás Totana; entonces se dará cuenta de que nos dirigimos a Aledo.

Salim asintió, pero Ibn Ammar no estaba seguro de que hubiera creído sus razonamientos. El secretario era demasiado listo para engañarse. Ambos sabían que el capitán tenía en su grupo ocho arqueros, y que éstos no eran peones que Hadi. Sin embargo, y por los motivos que fueran, los perseguidores no disparaban.

Dejaron atrás Alhama, manteniendo el ritmo. La escolta seguía a la misma distancia. El capitán tenía cuatro caballos de reemplazo, y los mandaba intercambiar regularmente. Sus hombres no tenían problemas en perseguir al grupo. Sólo poco antes de llegar a Totana, Ibn Ammar mandó apretar el paso, y la distancia entre ambos grupos se incrementó. Pero, de repente, el caballo de Salim empezó a rezagarse. El secretario ya no tenía la fuerza suficiente para mantener su caballo al galope, apenas podía mantenerse en la silla.

Cuando dejaron la carretera y tomaron el camino hacia Aledo, su ventaja no era de más de cuarenta cuerpos de caballo. El capitán instó a sus hombres a sacar lo último a sus animales. Ibn Ammar y los suyos oían a sus perseguidores increpando a sus caballos.

El camino llevaba directamente a la cadena montañosa que cerraba el valle por el norte. La pendiente era moderada, pero constante, y los caballos avanzaban con mayor lentitud. Salim seguía colgando de la silla.

Ibn Ammar intentó infundirle ánimos, pero el secretario ya no parecía oír nada. Tenía que resistir hasta que llegaran al pie de la montaña que se levantaba ante ellos. En ese lugar el camino desembocaba en una garganta, que Hadi, con su arco, podía defender sin ayuda contra todo un escuadrón.

Dos millas antes de llegar a la garganta, tuvieron que salir de las huertas y cabalgar por terreno abierto, en un lugar donde la carretera se bifurcaba en varios senderos. Ahora la ventaja era de los perseguidores. El capitán podía ordenar a sus arqueros que abrieran filas e intentaran cercarlos. Ahora todo dependía de los caballos.

Hadi avanzó.

– ¡Vamos muy despacio, señor! -gritó, intentando apremiar a los otros. Djabin frenó un tanto su cabalgadura, hasta quedar en posición de cubrir las espaldas a Ibn Ammar. Los tres sabían que Salim no podría mantener ese ritmo durante las dos millas que quedaban hasta la entrada de la garganta. Y Salim también lo sabía. Sus ojos se dirigieron a Ibn Ammar con expresión desesperada, y sus labios se movieron sin dejar salir ningún sonido. Parecía como si quisiera pedir perdón a Ibn Ammar. Hasta en ese momento de máximo agotamiento y miedo parecía querer observar las formas de la etiqueta cortesana.

– ¡Señor! -gritó Hadi, y ahora su voz delataba miedo-. ¡Más rápido, señor!

Ibn Ammar espoleó su caballo. Vio de reojo que Djabir desenvainaba su espada, y apartó la mirada. Dios determina la hora en que debe morir cada uno de nosotros, pensó. Salim sabía demasiado. Djabin sólo estaba siguiendo las instrucciones que le había dado el propio secretario. Todo ocurre por la voluntad de Dios, pensó Ibn Ammar, intentando concentrarse en el camino y en su caballo, que ahora, a pesar de la terrible carrera que había realizado, volvió a aumentar la velocidad a las órdenes de su jinete.

Aledo se encontraba tras la cima montañosa que se elevaba al norte del valle del Guadalentín, en un estrecho y alargado saliente rocoso que, en tres de sus lados, lindaba con un profundo abismo contado a pique. La entrada estaba protegida por una imponente muralla, tras la cual se agolpaba la ciudad, pequeñas casitas blancas y resplandecientes sobre el gris del desierto montañoso. En la punta del saliente se levantaba el castillo, una colosal torre de base cuadrada que parecía crecida de la misma roca: el nido de águilas de la vieja Gallega.

La guardia de la puerta exterior los dejó entrar, pero el centinela de la puerta del castillo sólo abrió la mirilla y los despidió gruñendo, sin dejarse impresionar por nada. Era francés, a juzgar por su pronunciación, apenas inteligible. La señora del castillo estaba enferma, no recibía a nadie, había dado la orden expresa de no dejar entran a nadie.

En la ciudad, preguntaron dónde podían encontrar al wali. Éste al menos les ofreció alojamiento, pero tampoco pudo decirles hasta qué punto era cierta la información que les había dado el centinela. La sayyida estaba completamente en las manos de las bandas de españoles que ella misma había reclutado como guardias. El comandante, un caballero castellano llamado García Jiménez, se comportaba como si fuera el amo y señor de Aledo. Había instalado en la ciudad a un gran número de sus hombres, con sus mujeres y niños, expulsando de las casas a sus legítimos propietarios. El wali le temía, era evidente. Todos los musulmanes de la ciudad parecían temerle.

El capitán y la escolta habían llegado hasta la ciudad y estaban esperando ante las puertas. No tenían más que esperar. Aquélla era la única vía para salir de la ciudad.

Ibn Ammar y los suyos volvieron una y otra vez a las puertas del castillo, a pedir que los dejasen entrar. Por fin, al atardecer del segundo día les abrieron las puertas. García Jiménez, un hombre bajo y corpulento, de tupida cabellera y brazos poblados de vello, los recibió en la planta baja de la torre que hacía las veces de vivienda. Estaba enterado de lo que ocurría, pues había salido a las puertas de la ciudad a negociar con el capitán de la escolta. Por lo visto, le habían ofrecido una buena suma a cambio de Ibn Ammar. Los trataba como si fuesen sus prisioneros. Ya antes de entrar en el castillo, los guardias los habían registrado. A excepción de los cuchillos que llevaban Hadi y Djabir en las botas, estaban desarmados. El castellano los tenía en sus manos, ya sólo esperaba la señal para entregarlos. Probablemente esperaba a que llegase el dinero de Murcia.

La sayyida vivía en la planta superior de la torre. Yacía en su lecho, y no cabía duda de que ya jamás abandonaría ese lecho con vida. Tenía el rostro amarillo como la cera y arrugado como una manzana podrida; las manos, como garras de pájaro, y los labios ya sin sangre, teñidos de azul. Ya sólo sus ojos tenían vida.

– ¿Qué quienes? -preguntó bruscamente la anciana.

Ibn Ammar esperó a que hubiera despedido a la criada, que esperaba la señal para retirarse.

– ¿Estáis al corriente, sayyida? -preguntó.

Ella asintió, mirándolo fijamente a los ojos.

– ¿Por qué has acudido a mi? -preguntó la Gallega.

Ibn Ammar le sonrió, para ganar tiempo.

– No podía confiar en nadie más que en vos -dijo.

Ella lo miró de hito en hito, abriendo la boca y torciendo los labios. Parecía como si quisiera reír; una risa muda y desdentada, silenciosa.

– A uno no le quedan muchos amigos cuando la suerte le da la espalda -dijo, y una risa muda desfiguró su rostro-. ¿Qué piensas hacer ahora? – preguntó.

– Iré a Sevilla -dijo Ibn Ammar-. El príncipe ha sido engañado. Se lo explicaré todo.

– No es el único que ha sido engañado. -Aquella terrible risa seguía en su rostro.

Ibn Ammar sintió de repente el calor que hacía en la habitación, un calor sofocante, agobiante. No corría ni una ráfaga de brisa, a pesar de que la ventana estaba abierta de par en pan. Un olor insoportable flotaba en el aire, y una nube de moscas, negra y susurrante, revoloteaba alrededor del lecho de la anciana, como si ya hubiera muerto.

– ¿Sabes qué ha sido de mi nieto? -preguntó, graznando.

Ibn Ammar intercambió una rápida mirada con Hadi.

– No lo sé -respondió-. Está en el al-Qasr. No creo que tenga nada que temer. Van por mí, sayyida.

La Gallega lo miró fugazmente, como si no hubiese oído la respuesta, y sus ojos se endurecieron.

– Mi querido niño -dijo con voz débil-. Está aquí, mi pobre y querido niño. Me lo han traído.

La anciana se sentó en la cama, apoyando la espalda contra la pared, rebuscó entre los cojines que tenía a su lado, cogió una bolsa de cuero y la colocó cuidadosamente en su regazo.

Ibn Ammar retrocedió un paso involuntariamente al ver que las moscas se agrupaban en torno a la bolsa.

La mujer abrió la bolsa con manos cuidadosas y sacó la cabeza, como si fuera frágil cristal. La sostuvo entre sus manos, con una expresión incomprensiblemente tierna en los ojos. La cabeza era repulsiva; estaba hinchada, ya medio descompuesta por el calor, negra de moscas.

La anciana acarició los cabellos apelmazados por la sangre.

– Mi pequeño -dijo con voz neutra-. Mi pobre pequeño. Nos costó tanto traerte al mundo. Y mira ahora lo que han hecho contigo. ¿No te había prometido el hadjib convertirte en el amo y señor de Murcia?

Ibn Ammar apartó la minada, asqueado, y corrió hacia la ventana. Tenía el estómago en la garganta. De modo que ése sería el final. El dinero de Murcia ya había llegado, y para asegurarse de que el trato se consumaría habían enviado también la cabeza del nieto de la Gallega.

Ibn Ammar se volvió hacia Hadi y le hizo una señal para que se acercara.

La vista desde la ventana se abría hacia el oeste, sobre un profundo valle que se ensanchaba al llegar al horizonte y se prolongaba en una cadena de montañas negras. Encima, el circulo rojo del sol, ya tan cercano al horizonte que no cegaba al mirarlo.

– ¿Sí, señor? -oyó Ibn Ammar la voz de Hadi, a su espalda.

– Tenéis que coger a ese García -dijo en voz baja, hablando hacia la ventana-. Es nuestra única posibilidad, ¿lo oyes?

– Si, señor -dijo Hadi.

– Yo intentaré hacerlo venir aquí. Luego tendremos que distraer a sus hombres, pues no vendrá solo.

– Si, señor -dijo Hadi.

Ibn Ammar se volvió lentamente, acercándose de nuevo al lecho de la anciana.

– Debéis volver a meter eso en la bolsa, sayyida -dijo bruscamente-. Huele mal. Volvedlo a meter en la bolsa, sayyida.

La anciana lo miró con ojos cargados de odio.

– ¡No me llames sayyida! -gritó, con voz tan chillona que Ibn Ammar se sobresaltó-. Ya no soy señora de nadie, ¿entendido? Soy una vieja, y dentro de un pan de días seré una vieja muerta. Pero antes me ocuparé de que no me olvidéis. Tú y los otros, los que lleváis a este chico inocente en la conciencia. -Cogió la cabeza y volvió a meterla en la bolsa.

– Desde abajo llegó la voz del castellano:

– Necesitáis ayuda, dueña? -preguntó.

Ibn Ammar vio cómo Hadi y Djabir se movían lentamente hacia la puerta, uno hacia cada lado. Era un golpe de suerte que la anciana misma hubiera llamado al comandante.

– García se encargará de este castillo cuando yo haya muerto -dijo la mujer-. ¿Entiendes lo que quiero decir, Ibn Ammar? El y su gente os prepararán el infierno. -La mueca fría, rígida, había vuelto a su rostro.

Se abrió la puerta. Pero, como era de esperar, el castellano no fue el primero en entrar. El hombre era lo bastante listo como para enviar por delante a sus guardias. Dos hombres altos como árboles entraron en la habitación y miraron a su alrededor con desconfianza, los dos vestidos con armadura y la espada lista para golpear. Apartaron a Hadi y Djabir de la puerta. Sólo entonces entró el comandante.

La anciana le hizo una señal para que se acercara y señaló a Ibn Ammar, mirándolo de arriba abajo con frialdad.

– Es tuyo, García -dijo con dureza-. Es tuyo. ¡Que Dios lo maldiga!

Ibn Ammar miró al castellano, que se había detenido a mitad de camino entre la puerta y el lecho de la anciana. Miró a los dos guardias, que no quitaban ojo de Hadi y Djabir. Y se arrojó de un salto sobre la anciana y la cogió del cuello con el brazo, de modo que podía romperle el espinazo con sólo apretar un poco más fuerte.

– ¡Quédate donde estás! -gritó Ibn Ammar al castellano. Y vio la mueca compasiva y burlona en el rostro del hombre, y a los dos guardias, que lo miraban como perros rabiosos a la espera de la señal de su amo para arrojarse sobre él. Y vio a Hadi, que, rápido como una serpiente, se deslizó hacia la espalda del castellano y le puso el cuchillo en la garganta.

– ¡No os mováis o es hombre muerto! -gritó Ibn Ammar a los guardias.

– ¡Que Dios te maldiga! -chilló la anciana-. ¡Que Dios te maldiga y te precipite en los siete infiernos!

Los gritos de la anciana los acompañaron hasta el patio del castillo, de camino hacia el exterior.

Menos de un cuarto de hora después, cuando aún no estaba completamente oscuro, salieron de la ciudad por una portezuela secreta abierta en la muralla norte, hecha del tamaño justo para que pasase un caballo, y empezaron a bajar la montaña. El camino descendía por escarpados recodos. Djabir al frente del grupo, tirando de las riendas de su caballo. Delante de él iba García Jiménez, con las manos atadas a la espalda y una conrea de cuero al cuello, cuyo extremo libre sujetaba Djabir. No habían dado tiempo a la guarnición del castillo para poner sobre aviso a la tropa de Murcia, que seguía esperando a las puertas de la ciudad. Cuando llegaran al fondo del valle, habrían ganado una considerable ventaja.

Necesitaron casi una hora para bajar con los caballos. Cuando llegaron al valle, Djabir preguntó si debía contarle el cuello al castellano, pero Ibn Ammar decidió lo contrario. Estaba convencido de que algún día volvería a Murcia, y quizá entonces pudiera necesitar a aquel hombre. De momento no podía darse el lujo de ser más selectivo a la hora de elegir a sus aliados.

Cabalgaron primero hacia el oeste, para dejar una pista falsa. Luego giraron hacia el norte, en dirección a la carretera de Toledo. Tenían un largo camino por delante.

46

ALCÁNTARA

VIERNES 19 DE AGOSTO, 1082

23 DE ELUL, 4842 // 21 DE RABÍ 1,475

Al anochecer del noveno día de viaje llegaron a Alcántara. Habían hecho el largo viaje desde Sevilla de un sólo tirón. El grupo lo formaban el joven conde, Lope y los otros hombres del séquito; la princesa, que viajaba en su litera tirada por mulas, y sus criados, criadas y doncellas, más los once hombres de la escolta, encargados de protegerla. Nujum iba en litera, con la princesa. También los acompañaban Zacarías, el médico judío, y Karima, su mujer, que se habían unido al grupo en Mérida. Los judíos habían pensado ir a Zaragoza, y para ello llevaban dos mulas cargadas con todos sus enseres domésticos, pero Lope los había reconocido, y el joven conde los había invitado a Guarda, para que Zacarías tratase la enfermedad de su padre.

La mañana de ese día el grupo se había dividido. El grupo principal, en el que iban las mujeres, había salido por delante. Lope estaba en el segundo grupo, que no llegó a las puertas de la ciudad hasta el atardecer. Vio la ciudad frente a él. El sol estaba ya tan bajo que parecía haberse posado sobre los tejados. Lope conocía aquello, conocía el camino que rodeaba la ciudad por el este y conducía al río por un sendero escarpado y sinuoso. Había recorrido muchas veces ese camino; la primera, cuando aún era un chico, con el capitán. También conocía el puente que había dado nombre a la ciudad, el puente sobre el Tajo, que no aparecía ante los ojos hasta que no se había dejado atrás el último recodo del camino, y cuya sola visión le cortaba el aliento a cualquiera, por muchas veces que lo hubiese visto antes. Qantarat as-Saif, como era llamado en árabe: el puente de la espada. Seis colosales arcos, el mayor de casi sesenta codos de ancho, sostenían a más de cuarenta hombres de altura, sobre el río, una calzada tan ancha que fácilmente podían pasar dos carros al mismo tiempo. Sobre los pilares centrales se levantaba una puerta en forma de arco, hecha con imponentes bloques de piedra labrada. El gran puente, una de las maravillas del mundo, como decía la gente. No lo verían hasta el día siguiente. Habían pensado pasar la noche en la ciudad. El grupo principal, con las mujeres y los jinetes moros de la escolta, ya debía de haberse instalado.

Dejaron que los caballos avanzaran a paso lento, pues no tenían ninguna prisa. Eran ocho. El joven conde y el infanzón de su séquito, con sus dos mozos, además del maestro cetrero y su ayudante, y por último, Lope y Lu'lu, el criado negro que habían ofrecido como regalo de despedida al joven conde. Tenían un día agotador a sus espaldas, pero estaban de un humor espléndido, pues había sido un buen día, a pesar de haber comenzado tan mal.

Por la noche había caído una tormenta, y uno de los dos halcones del joven conde, probablemente inquieto por los truenos y relámpagos, había conseguido de algún modo librarse de sus ataduras y había escapado con las primeras luces del alba. Cuando advirtieron la pérdida, el halcón ya no estaba a la vista.

El joven conde había montado en cólera, y el maestro cetrero, llevado de un primer impulso de rabia, casi había matado a su ayudante. El halcón había sido un regalo del príncipe ar-Rashid; era un halcón de monte, un animal noble, tan bueno como otros pájaros más grandes, y experto cazador ya desde su segundo vuelo. El joven conde no estaba dispuesto a continuar el viaje sin, por lo menos, haber hecho el intento de recuperarlo. Por eso había enviado al grueso del grupo por delante, mientras ellos ocho se quedaban a buscar el halcón.

La noche en que escapó el halcón la habían pasado en un pueblo aledaño a la gran carretera que iba de Mérida a Salamanca, unas pocas millas al sur del Tajo. La gente del pueblo les informó que en las depresiones del río, al noreste, habitaba una colonia de garzas, donde quizá podrían encontrar al halcón. De camino hacia allí, intentaron una y otra vez atraerlo con gritos y pitidos, y hasta con artes de altanería, pero el halcón no se dejó seducir; ni siquiera llegaron a verlo. Luego, cuando por fin tuvieron a la vista los árboles repletos de nidos, de pronto una garza pasó volando sobre sus cabezas. Una garza enorme, que regresaba a su nido con el buche lleno. Arrojaron sobre ella al segundo halcón del conde, en la vaga esperanza de que el primero pudiera sumársele, pues muchas veces habían cazado garzas juntos.

Al ver al halcón, la garza subió en una cerrada espiral y dejó caer todo lo que llevaba en el estómago y en el buche, para perder peso. La siguieron en su intento de escapar río arriba. El halcón atacó valientemente, pero solo no tenía posibilidad alguna, y ya estaba a punto de darse por vencido cuando, de pronto, como una piedra cayendo de entre las nubes, el buscado halcón de monte se sumó al ataque. Se entabló un fiero combate aéreo. Los halcones caían alternativamente sobre la garza, en audaces ataques, mientras ésta, por su parte, intentaba defenderse con violentos picotazos, poniendo la cabeza sobre el lomo cuando era atacada desde arriba, revolviéndose en el aire cuando los halcones parecían acercarse demasiado.

Al joven conde y los suyos les resultaba difícil seguirlos a caballo por aquel terreno pedregoso y poblado de arbustos, y temían que la garza pudiera cruzar el río y dirigirse hacia el norte. Pero, finalmente, los halcones abatieron a la garza. Y el arrojo de las aves de presa, sumado al buen término de la busca, que había propiciado un inesperado pero magnifico día de caza, les hizo olvidar el mal rato pasado.

Cuando entraron en el suburbio de Alcántara, el conde mismo llevaba en el brazo al halcón reencontrado. Buscaron al resto de su gente. No sabían dónde se habrían alojado, si en el castillo o en una taberna. No se veía a nadie. De pronto, un posadero salió rápidamente a la calle haciéndoles señas. Tenía noticias confusas: un jinete avanzado le había avisado de la llegada del grupo, pero el grupo que se correspondía con la descripción había pasado de largo hacía un cuarto de hora, siguiendo viaje en dirección al puente. Nadie se explicaba qué habría ocurrido, de modo que, finalmente, el joven conde decidió enviar a Lope a buscarlos. Tal vez la princesa había querido admirar el famoso puente antes de oscurecer.

Lope hizo una señal a Lu'lu para que lo acompañara, y los dos salieron carretera abajo a trote ligero. Un hombre venía en dirección contraria, azuzando a su caballo a gritos para que subiera la cuesta. Algunos hombres y mujeres bajaban corriendo por el sinuoso camino que llevaba directamente a la ciudad a través de la empinada ladera. Vieron el puente, negro y majestuoso sobre el resplandor del sol en el ocaso. Vieron también, sobre el río, la espada, colgada del arco más alto. En el puente, a ambos lados de la puerta en forma de arco, unas pocas personas caminaban en una y otra dirección. Pero no se veía a nadie del grupo del conde, ni un solo jinete ni un solo caballo.

Cuando llegaron al puente, el sol estaba ya tan bajo, que el muro que hacía las veces de pretil arrojaba su sombra sobre toda la calzada. A la altura de la puerta, junto al pretil del puente, yacía un bulto blanco, que desde lejos parecía una persona. Más allá, donde se encontraba la gente, había otros bultos más. Lope espoleó su caballo con tal vehemencia que éste salió disparado hacia delante. Allí, en el suelo, yacía una mujer con un vestido blanco de viaje, la espalda teñida de sangre, el rostro vuelto hacia la pared. Y no era la única que yacía muerta en el puente. Lope cargó con el caballo contra la gente, que se hizo a un lado en silencio. Saltó de la silla aún antes de que el caballo se detuviera, dejó caer la lanza, se inclinó sobre el cuerpo cubierto de sangre de un hombre que yacía cuan largo era sobre el empedrado. Lo reconoció aún antes de darle la vuelta para verle el rostro. Era el segundo infanzón del séquito del joven conde. No tenía el yelmo ni la coraza ni sus armas. Su mozo yacía dos o tres pasos más allá, con el cráneo abierto, también despojado de su armadura y sus armas. Al otro lado de la calzada estaba el emisario que había ido a buscarlos a Sevilla, junto a una de las dos doncellas de la princesa, todos muertos, apuñalados, desgarrados, los rostros pálidos y desfigurados de terror.

– ¿Dónde estaba Nujum? Por el amor de Dios, ¿dónde estaba Nujum? ¿Dónde estaba la princesa?

Lope miró a su alrededor. Había aún más cadáveres. La gente retrocedió para dejarlo pasar. Allí estaba la segunda doncella, y Zacarías, el médico, y el paje negro de la princesa, y su criado, y dos sirvientas, que seguían abrazadas, como si hubieran querido sujetarse la una a la otra para no caer en la muerte.

¿Dónde estaba Nujum? Por todos los santos, por la Madre de Cristo, ¿dónde estaba Nujum?

Recorrió el puente con la minada. Vio a Lu'lu arrodillado junto a la mujer que yacía ante la puerta de arco.

– ¿Quién es? -preguntó. Tuvo que esperar unos segundos hasta que le llegó la respuesta.

– ¡La hija del hakim! -gritó Lu'lu.

Así que también Karima, pensó Lope, y se quedó un instante como paralizado, minando con ojos vacíos por encima del pretil del puente, hacia el río, que fluía oscuro debajo de él. Todos muertos, pensó, todo el grupo asesinado absurdamente. Todos excepto Nujum y la princesa.

– ¿Dónde estaba la princesa? ¿Dónde estaba Nujum?

Un terrible presentimiento lo embargó, infundiéndole tal terror que volvió en sí enseguida.

– Lu'lu -gritó-. ¡Ve por los otros! ¡Ve y llama a los otros!

El criado negro titubeó.

– Creo que aún respira, señor -dijo señalando el cuerpo inerte que yacía a sus pies.

– ¡Ve por los otros! -ordenó Lope-. ¡Llama a un médico!

Lu'lu se puso en camino. A Lope le flaqueaban las piernas. Se volvió hacia la gente, que lo minaba con ojos fijos y curiosos.

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha pasado aquí? -preguntó.

La gente retrocedió asustada ante el tono de su voz.

– ¿Quién de vosotros ha visto algo?

Empujaron a una anciana, que hizo la señal de la cruz antes de empezar a hablar y luego soltó una andanada de palabras, apenas comprensibles. Sólo tenía dos dientes.

– ¿Desde dónde lo has visto? -preguntó Lope, con aspereza.

La mujer dijo que había podido verlo todo desde el principio, desde la entrada del puente. Había visto cómo los jinetes caían de repente sobre las mujeres. Había visto cómo las asesinaban a espada. Había oído sus gritos. De pronto echó a llorar, juntó las manos sollozando y elevó los ojos al cielo.

– ¿Qué tipo de jinetes? ¿Lanceros? -preguntó Lope.

Si, habían sido lanceros, confirmó la mujer; diez o doce lanceros.

Así pues, había sido la escolta de Sevilla, pensó Lope con fría rabia, y una vibrante llama de esperanza empezó a arder dentro de él. ¿Quizá habían encomendado a los malditos moros la misión de devolver la princesa a Sevilla? ¿Se habían llevado por eso también a Nujum?

– ¿Qué han hecho después? -preguntó Lope-. ¿Hacia dónde han huido? ¿Qué han hecho con los caballos? ¿Y las mulas?

Interrogó a la anciana haciéndole todo tipo de preguntas sin importancia, sólo para esquivar la pregunta que inevitablemente tenía que hacer.

Vio al joven conde y a los otros bajar a todo galope por el camino y entrar en el puente. Se volvió hacia la mujer. Tenía la pregunta en la punta de la lengua, y sin embargo no podía hacerla. Pero la anciana, que había perdido el temor, se le acercó. Le apestaba la boca, le apestaba como un trapo viejo.

– A dos de las mujeres las han tirado al río -dijo-. Las han sacado de su litera y las han empujado por el pretil. También han arrojado la litera. Lo he visto con mis propios ojos. Dios es mi testigo.

Lope miró por encima de la anciana. Ya no la oía. Sus palabras le retumbaban en la cabeza. Oyó vagamente el trepidar de los cascos sobre el empedrado del puente cuando los otros se detuvieron detrás de él. El sol se había hundido tras las colinas, negras por la noche, que rodeaban el río. Lope hizo a un lado a la anciana, se dirigió al pretil de piedra y miró hacia abajo, al oscuro río, que, entre murmullos y borboteos, se enroscaba a los pilares del puente dejando un rastro blanco y turbio de espuma, hondo, terriblemente hondo bajo sus pies. Tenía la mente en blanco; ni una sola idea, ni una sensación. Ni siquiera dolor, ni tristeza. Sus sentidos no percibían nada, nada parecía existir para él. Tan sólo el movimiento regular y constante del agua negra, cubierta de estrías de espuma, que lo atraía con un misterioso poder.

Luego, en algún momento, escuchó un grito de dolor, y se volvió lentamente. El joven conde estaba llorando desconsolado entre los cadáveres de las criadas. La anciana estaba con él. El infanzón, una cabeza más alto, lo tenía cogido por los hombros, como intentando impedir que también él se arrojara al río. El joven conde ocultó la cara en los hombros del infanzón y empezó a golpearlo con los puños. Estaba completamente fuera de si, dando gritos y sollozando. Cuando vio a Lope, caminó hacia él con el rostro cubierto de lágrimas y le echó los brazos al cuello.

– ¡Ay, Lope, Lope, qué puedo hacer! ¡Qué puedo hacen!

Lope lo cogió fuertemente de los brazos.

– La encontraremos -dijo.

– Está muerta -sollozó el conde-. Está muerta. ¿Es que no lo sabes? Está muerta. ¡Ni siquiera Dios puede devolvérmela!

– Encontraremos a sus asesinos -dijo Lope.

– ¿A sus asesinos? -replicó el joven conde, espantado. Ése no era el consuelo que había esperado.

Lope le soltó los brazos y se dirigió a Lu'lu, que había vuelto a arrodillarse al lado de Karima. La había acostado sobre una manta de su silla de montar y la había cubierto con su capote. Karima estaba tumbada boca arriba. Parecía dormida. No tenía ninguna herida en la cabeza ni tampoco le salía sangre de la boca. Pero tenía el rostro tan blanco que parecía brillar en medio de aquella espantosa oscuridad.

– Respira -susurró Lu'lu-. Además, tiene pulso… muy débil, pero se siente -retiró el capote. Toda la parte superior de su traje estaba empapada en sangre, y la sangre brillaba como si siguiera saliendo de la herida. También la parte del empedrado en la que yacía estaba inundada de sangre.

– Tiene otra herida en la espalda -dijo Lu'lu.

Lope le cogió la muñeca y buscó el pulso.

– ¡Un médico! -dijo-. ¡Tenemos que ir por un médico! -Se levantó de un brinco-. Tú quédate con ella. Yo iré por un médico.

– Hay un médico en camino -dijo rápidamente Lu'lu-. Se lo he contado todo al posadero, y ha prometido enviar un médico.

– Traeré una camilla -dijo Lope.

– Ellos traerán una camilla -respondió Lu'lu.

Lope se quedó de pie a su lado, sin saber qué hacer, sintiéndose extrañamente avergonzado. De repente, lo invadió una negra desesperación, que le oprimía el cuello. Al instante se puso en marcha. Se dirigió a su caballo y saltó a la silla. Tenía que hacer algo, salir al encuentro del médico, darles prisa con la camilla, cualquier cosa. Pero cuando llegó a la entrada del puente, el médico y los suyos ya estaban allí.

El médico era un hombre pequeño y delgado, que se estremeció ostensiblemente al ver la herida de Karima, y aún más al advertir la mirada fija de Lope dirigida hacia él. Cortó con manos temblorosas la parte del vestido que rodeaba la herida.

– Dios misericordioso -murmuró-. ¿Qué le han hecho?

Alguien alumbró con una antorcha.

– Una de estas personas afirma que ha intentado huir y un jinete ha salido tras ella y la ha derribado por detrás -dijo Lu'lu-. Con la lanza – añadió.

– ¿Por detrás? -preguntó el médico, espantado.

Dobló un paño, lo untó con una pomada y lo apretó contra la herida. Luego dio la vuelta a Karima, con la ayuda de Lu'lu, colocándola boca abajo. La herida de la espalda tenía peor aspecto aún.

– Dios es misericordioso, pero esta mujer no sobrevivirá a esto -dijo el médico. Sacudió la cabeza, al tiempo que colocaba en la herida un emplasto idéntico al que había aplicado en la otra-Es un milagro que siga con vida.

– ¡Haz todo lo que puedas! -dijo bruscamente Lope-. Pagaremos lo que pidas.

– No depende de mi -contestó el médico, esquivando la mirada de Lope-. Ha perdido demasiada sangre. La herida es demasiado grande.

Dos jóvenes de la ciudad los ayudaron a llevar la camilla. Llevaron a Karima a la taberna contigua a la puerta de la ciudad, en la que se había alojado el jinete avanzado. El médico hizo todo el camino hasta la taberna junto a Karima, sosteniendo el emplasto firmemente sobre la herida e instando a Lope y los otros a mantener el paso uniforme. Cuando estuvieron arriba, indicó que la tumbaran boca abajo en una cama, y se marchó diciendo que iba a buscar medicamentos a la ciudad. Pero no volvió. En lugar de ello, envió a un chico con el mensaje de que sólo continuaría el tratamiento si se le pagaban cuatro dinares por adelantado y se le entregaba un rehén. La herida de la mujer era mortal, él no podía garantizar nada y tenía que protegerse contra la posibilidad de que lo hicieran responsable si las cosas no terminaban bien. Las familias de pacientes españoles ya le habían deparado malas experiencias en situaciones similares.

Entre tanto, ya era completamente de noche. La puerta de la ciudad estaba cerrada. Negociaron con el médico a través de la mirilla de la portezuela empleada para el tránsito nocturno. El médico no quería aceptar como rehén a Lu'lu, de modo que se ofreció Lope. Lo dejaron entrar en la ciudad y lo condujeron a una habitación cercana al puesto de vigilancia de la torre, cerrando una puerta de rejas detrás de él. Mientras tanto, Lu'lu fue a la taberna con el médico.

Lope se quedó sentado en la estrecha habitación, que era como una celda, mirando con ojos secos la oscuridad. Había perdido a Nujum. La había perdido para siempre. Le parecía sentir el contacto de su mano, la dulce presión de su cabeza sobre sus hombros. La veía con tanta claridad como si la tuviera frente a si, y una honda desesperación se apoderó de él, hasta tal punto que sólo encontraba consuelo en la idea de seguirla a la muerte.

Se quedó sentado inmóvil, minando fijamente la oscuridad, durante un infinito, sin percibir nada. Hasta que, en algún momento indeterminado, le acudió otra imagen, que sólo conocía por el relato de la anciana del puente, pero que poco a poco empezó a adquirir forma en su mente. Vio cómo Nujum era arrancada de la litera, cómo la agarraban unas sucias manos y la arrastraban sobre el empedrado, para echarla por encima del pretil de piedra a las profundidades del río. Vio a Nujum defendiéndose, suplicando clemencia y pidiendo ayuda a gritos; le pareció que la oía. No podía reconocer a los hombres que la tenían agarrada, a pesar de que intentaba desesperadamente verlos con mayor nitidez. Pero sentía que pensar en esos hombres le impedía caer en el negro abismo que se había abierto a sus pies e intentaba devorarlo.

Se puso a pensar en esos hombres. Pensó en el arif, el comandante de la escolta mora, un hombre de su edad, con quien había trabado una buena relación en el transcurso del viaje. No podía concebir que ese hombre fuera capaz de asesinar mujeres indefensas.

Intentó traer a la memoria todos los detalles del viaje. ¿Tal vez el arif había obrado siguiendo órdenes?

Desde la partida, en Sevilla, habían ocurrido algunas cosas extrañas. El príncipe no les había dado audiencia para despedirlos, como habían esperado, ni les había proporcionado una escolta de honor. Ni siquiera su hijo, al-Rashid, había ido a despedirlos; sólo había enviado unos pocos regalos. Los habían sacado de la ciudad con una premura tan insólita como descortés. Sólo más tarde, Zacarías, el médico, los había informado del cambio de mando producido en Sevilla, que explicaba todo aquello: Ibn Ammar había caído en desgracia y el gobierno estaba en manos de un nuevo hadjib, que se apoyaba en los ortodoxos y rechazaba cualquier tipo de trato con cristianos, incluidos los contactos establecidos por Ibn Ammar con los condes del Duero. Pero ¿cuál había sido la causa del brutal asesinato? ¿Habían enviado un mensajero a que azuzara al arif, para evitar la boda entre la princesa y el hijo del conde? Pero, de ser así, ¿por qué habían matado al grupo entero? ¿Y por qué a la vista de todos, en el puente de Alcántara? Además, ¿por qué habían huido hacia el norte? Uno de los jóvenes que los había ayudado a llevar la camilla lo había visto todo, y afirmaba sin ninguna duda que habían huido hacia el norte. ¿Y por qué habían matado a la princesa, que era hija del príncipe?

Eran demasiadas contradicciones. Y estaba asimismo la otra afirmación del joven, que sostenía que algunos de los hombres llevaban armadura. Los moros iban todos vestidos con corazas forradas de tela verde; era imposible confundirlos. ¿Se habrían puesto además cotas de malla? ¿Acaso las llevaban siquiera? Lope no podía recordarlo, pero le parecía muy improbable.

Pero si no habían sido los moros, ¿quién, entonces? ¿La tropa de Guarda que venía a recibirlos? ¿Acaso las seis mulas cargadas con la dote de la princesa, sus vestidos, su dinero, sus joyas habían despertado tanta codicia en ellos como para inducirlos a matar a su propia gente?

Luis, el emisario que había ido a buscarlos a Sevilla, les había dicho que en Castelo Branco, a un día y medio de Alcántara, los esperaría una tropa de recepción que reemplazaría a la escolta mora. ¿Se habría producido el reemplazo antes aún de que llegaran a Alcántara? Eso explicaría por qué Luis y Jimeno, el segundo infanzón del séquito del conde, habían sido cogidos tan por sorpresa, sin poder siquiera defenderse.

Lope sintió que el corazón le latía más rápido. Se sentía como un cazador que, tras una larga busca, ve por primera vez a su presa. Ahora tenía, por fin, un objetivo al que dirigir su furia, aún bastante lejano pero visible. Los hombres de la tropa de recepción de Guarda. De pronto encajaban también las afirmaciones del joven, que había contado trece hombres a caballo. Los moros sólo eran once. Y el relevo sólo podía haberse producido sin problemas de haberse tratado de hombres de Guarda. De lo contrario, Luis y Jimeno no habrían despedido a los moros.

Una idea le cruzó por la cabeza, tan fugazmente que no pudo retenerla, pero con la suficiente nitidez como para producirle una gran inquietud. Había una pista que habían pasado por alto. Había algo que adquiría un significado completamente nuevo cuando se lo consideraba desde una nueva perspectiva, la que precisamente acababa de concebir Lope. Y de pronto lo tenía. Todo estaba claro: el halcón. No podía ser una casualidad que el halcón escapara precisamente esa mañana. Aún tenía en los oídos los desesperados lamentos del ayudante del maestro cetrero mientras juraba su inocencia. Generalmente, era el propio maestro cetrero quien, cada noche, colocaba a los halcones en la barra, en el dormitorio del joven conde.

¿Por qué había dejado esa tarea a su ayudante precisamente ese día?

Una hora antes de la medianoche llegó el centinela y abrió la puerta de rejas. El médico esperaba en la caseta de vigilancia. Karima aún vivía, informó el médico. La hemorragia había cesado, la lanza no parecía haber dañado ningún hueso ni ninguna arteria vital. La punta había penetrado entre el omóplato izquierdo y la espina dorsal, y había vuelto a salir rozando la clavícula.

– Si resiste esta noche, tiene esperanzas de sobrevivir -dijo-. Ha tenido una suerte increíble.

– ¿Sigue inconsciente? -preguntó Lope.

El médico asintió.

– Pero es posible que no tarde en volver en si -dijo-. He dado instrucciones a los criados. -Prometió volver al día siguiente, al comienzo de la tercera hora, y quedó en encontrarse con Lope en la puerta-. He oído que es judía -dijo-. Si lo deseas, puedo preguntar al jefe de la comunidad judía si estaría dispuesto a acogerla en la ciudad.

– No antes de habérselo preguntado a ella -dijo Lope.

Lu'lu lo esperaba en la puerta. El criado caminó un rato en silencio al lado de Lope; luego, de repente, lo cogió firmemente del brazo.

– El joven señor quiere partir mañana temprano -dijo, visiblemente molesto.

Lope lo miró sorprendido. Por lo común, Lu'lu siempre cuidaba de no hablar hasta que le dirigían la palabra. Nunca era el primero en hablar.

– ¿Por qué no? -dijo Lope-. Saldremos todos en busca de esa banda.

– Nada de eso -dijo Lu'lu, que aún tenía a Lope cogido del brazo-. ¡Quiere ir a Guarda!

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Lope, dudando.

– Lo han estado discutiendo toda la noche.

– Pero ¿por qué a Guarda?

– Dicen que el padre del joven señor ha muerto.

– ¿Estás seguro de que has oído bien? -preguntó Lope. Se resistía a creerlo. La noticia daba una base sólida a las conclusiones a las que había llegado. Era posible que los señores de algunos castillos quisieran aprovechar la muerte del conde y la ausencia de su hijo para independizarse.

– ¿De dónde procede la noticia? -preguntó.

– Esta noche ha llegado un mensaje de su gente, que lo está esperando -respondió Lu'lu.

– ¿Su gente?

– Sí, gente de Guarda. Esperan en un lugar a día y medio de aquí. Han enviado el mensaje para que el joven señor se dé prisa. Esta misma noche ha enviado al mozo del infanzón para que se ponga de acuerdo con la gente de Guarda y vengan a reunirse aquí con él. Tiene miedo.

Lope escuchaba con medio oído. Lo que hacía tan sólo un instante parecía tan claro, volvía a estar sumido en la oscuridad. ¿Quiénes habían sido los hombres del puente? No podía dejar de pensar. Si no habían sido los moros ni tampoco la gente de Guarda, ¿quién, entonces? Sólo había tres caminos: seguir a la banda, interrogar a Karima, y ocuparse del maestro cetrero. Éste sería el primero, antes de que el joven conde partiera por la mañana. Él no iría a Guarda. Tomó esta decisión sin pensarlo mucho. Lope había jurado fidelidad al viejo conde, pero ahora el conde estaba muerto, de modo que él quedaba libre de su juramento. El joven conde podía hacer lo que le pareciera correcto, pero Lope saldría en persecución de la banda de asesinos. Intentaría interrogar a Karima por la mañana, para ponerse en camino lo antes posible.

Vio los ojos de Lu'lu dirigidos hacia él con mirada angustiada e interrogante.

– ¿Qué más quieres decirme? -preguntó Lope.

Lu'lu titubeó.

– ¿Qué pensáis hacer, señor? -preguntó por fin-. ¿Iréis a Guarda?

– Ya veremos -dijo Lope.

– ¿Y la hija del hakim? -preguntó Lu'lu.

– El médico cuidará de ella. Hablará con los judíos de la ciudad para que la acojan -dijo Lope, y luego cogió a Lu'lu del hombro y lo llevó consigo a la taberna.

Al mozo del conde le correspondía hacer la guardia de medianoche. Todos los demás ya dormían cuando Lope entró en la habitación. Cogió sus alforjas y el hatillo de las armas, los llevó sin hacer ruido hasta la puerta y se acostó allí, junto a sus cosas. Mantuvo los ojos abiertos. No se sentía cansado. El mozo le había dicho que el maestro cetrero lo relevaría al amanecer.

Lope esperó hasta el relevo y envolvió en un paño la piedra redondeada que había cogido en la taberna, de modo que podía emplear como mango el extremo sobrante del paño. Luego espero otro cuarto de hora, cogió sus cosas y salió de la habitación con tanto sigilo como pudo.

– ¿Qué pasa? -preguntó el maestro cetrero. Se hallaba sentado junto a la puerta, con la espalda apoyada contra la pared. Estaba tan oscuro, que apenas se lo vislumbraba.

– Soy yo -dijo Lope, y, agachándose, lo golpeó con la piedra en la cabeza. El hombre se desplomó sin hacer el menor ruido.

Lope se lo echó sobre los hombros y lo llevó a los establos, al otro lado del patio de la taberna. El mozo de cuadra se incorporó, pero Lope lo tranquilizó y el chico volvió a dormirse al ver que no era más que un huésped. Lope ató al maestro cetrero de manos y pies, lo amordazó, ensilló su caballo y el del cetrero, puso al hombre sobre la silla, lo cubrió con una manta y salió de la taberna con los dos caballos.

La noche era clara, media luna brillaba en el cielo. No era difícil distinguir el camino. Llevó los caballos a pie camino abajo, hacia el puente. La guardia del puente dormía. Lope llamó hasta que despertó uno de los dos hombres, le dio dos dirhams de plata para que lo dejase pasar sin hacer muchas preguntas sobre el cargamento de los caballos, y siguió su camino. Al entrar en el puente, el maestro cetrero empezó a moverse y a balbucear a través de la mordaza. Lope se detuvo detrás de la puerta de arco, exactamente en medio del río, bajó al hombre del caballo, le ató las manos y los pies juntos a la espalda, y lo puso boca abajo sobre el pretil de piedra del puente, tan hacia el borde exterior que podía caer en cualquier momento. Lo sujetó firmemente con la mano, y mientras le quitaba la mordaza de la boca con la mano libre, dijo en tono sereno:

– ¡Ni un solo ruido o date por muerto'

– ¡Por la misericordia de Dios! -gimoteó el cetrero.

– Habla sólo cuando te pregunte -dijo Lope-. Y piensa bien tus respuestas. Preguntaré sólo una vez.

– ¡Qué quieres! Por el amor de Dios, ¿qué quieres? -dijo el maestro cetrero, con voz ronca por el miedo.

– ¿Cuánto te dieron para que soltaras al halcón? -preguntó Lope.

– ¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -sollozó el cetrero.

– ¿Cuánto? -preguntó Lope, aflojando un poco la mano.

– Cuarenta meticales -dijo el cetrero.

– ¿Dónde está el dinero?

– En mi cinturón.

– ¿Dónde te los ofrecieron?

– En Cáceres. Anteayer, en Cáceres.

– ¿Quiénes eran?

– ¡Era uno solo! ¡Uno solo!

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Lope, quitándole el cinturón con la mano libre y dejándolo caer al suelo, mientras escuchaba la descripción del hombre. Era poco satisfactoria: un hidalgo de entre cuarenta y cincuenta años, mediana estatura, barba corta y gris, sin marcas peculiares.

– ¿De dónde era? ¿De Guarda?

– No; no era de Guarda -se apresuró en responder el cetrero-. No era nadie que yo conociera. A juzgar por su modo de hablar, era de Navarra. Sí, estoy seguro de que era navarro.

– ¿No notaste algo más que te llamase la atención? -preguntó Lope.

– ¡Nada! -dijo el hombre-. ¡Nada en absoluto! Por la santa Madre de Dios, ¡créeme! -Se atragantaba en su afán de dar a Lope una respuesta que lo dejara satisfecho-. Cómo podía sospechar lo que estaba tramando. Me dijo que su señor era un moro, que había visto el halcón y deseaba tenerlo. Me ofreció veinte meticales, pero yo me negué…

Hablaba sin parar, con desesperada precipitación, pero Lope ya no lo escuchaba. Abajo, la luna se reflejaba en el agua negra del río; su luz era tan brillante que cegaba. Y de pronto Lope volvió a tener ante sus ojos la imagen de Nujum sacada a la fuerza de la litera y arrastrada por el empedrado, y le pareció oir su voz pidiendo auxilio, y vio cómo la empujaban sobre el pretil del puente y cómo desaparecía en el río, gritando. Y soltó al hombre, lo dejó caer sin pensar en lo que estaba haciendo, escuchó su grito, que no parecía tener fin, y oyó el golpe contra la superficie del agua, y luego ya nada más.

Se quedó allí un largo rato. El eco del grito seguía en sus oídos, pero él no sentía nada. Se inclinó para coger el cinturón y lo metió en una alforja. Luego dio un rodeo alrededor de su caballo, le acarició el pescuezo, le pasó los dedos entre las crines y le acarició los ollares inflados y los belfos suaves y negros, que buscaban dulcemente su mano. Luego montó y cabalgó por la carretera que llevaba hacia el norte, tirando del caballo del maestro cetrero con una corta cuerda.

Cuando llegó a lo alto de la cuesta, por encima del valle, el cielo ya clareaba. Vio el rastro dejado por los asesinos. Buscó lugares húmedos, lodosos, en los que los cascos de los caballos hubieran dejado una buena huella. Esperaba encontrar la huella de una herradura marcada, alguna pisada característica, una herradura de forma llamativa, una marca que no pudiera cambiar, a la que pudiera reconocer aunque pasaran varios días. Pero no encontró nada. La carretera conducía a través de una llanura pedregosa, poblada de arbustos desgreñados, pequeñas encinas y gigantescos bloques de granito, cubierta de arena seca y gruesa. Todas las huellas se habían borrado.

Al salir el sol, llegó a una bifurcación en la que el rastro giraba hacia el este. Siguió unos cientos de pasos más, ocultó los caballos entre los arbustos y esperó. Media hora más tarde, cuatro jinetes se aproximaron por la carretera que llevaba del puente hacia el norte. Cabalgaban a galope tendido, y llevaban armaduras completas y dos caballos de reemplazo. Parecía el grupo del joven conde, pero eran uno menos. Cuando estuvieron más cerca, Lope advirtió que, a pesar de eso, sí eran el conde y sus hombres; vio también que el que faltaba era Lu'lu. Así pues, el criado negro también los había dejado. Quizá no le agradaba la idea de pasar el resto de su vida en un frío pueblucho del norte. Quizá le resultaba insoportable la perspectiva de tener que enseñar una y otra vez a los convidados de su nuevo señor lo que un médico griego le había cortado de entre las piernas. Quizá simplemente no había querido abandonar a su suerte a la hija del hakim.

El recuerdo de Karima provocó en Lope una repentina desazón. La había dejado sola en la taberna de suburbio. Ahora se daba cuenta por primera vez de que Karima estaba sola. Había planeado ir a Zaragoza con Zacarías, su marido, para buscar allí un nuevo hogar. Los dos se habían alegrado de que una tropa armada se les uniera en su peligroso viaje, aunque sólo fuera hasta Guarda. Luego, justamente eso había sido su perdición.

Imágenes que hacía tiempo creía olvidadas resurgieron en la mente de Lope. Durante los últimos días, tras el inesperado reencuentro, cada vez que sus minadas se cruzaban por casualidad, sensaciones extrañamente dolorosas despertaban en su interior. Sensaciones que le habían devuelto a la memoria el ansia desesperada con que un día, hacía ya tantos años, se introdujo a hurtadillas en el patio de la sinagoga sólo para poden verla de lejos. Las imágenes seguían vivas en su memoria. Si Karima sanaba de sus heridas, él la ayudaría a llegar a Zaragoza. Se lo debía. A ella y a su padre, el hakim.

Siguió a los cuatro jinetes con la mirada, hasta que desaparecieron en el norte. Luego regresó a Alcántara.

47

ALCÁNTARA

SABBAT 24 DE ELUL, 4842

20 DE AGOSTO, 1082 // 22 DE RABÍ II, 475

Lo primero que le vino a la conciencia, incluso un rato antes de estar completamente despierta, fue el dolor en el hombro. Un dolor terrible, acompañado de violentos latidos, que hacía estremecer su cuerpo y estallan brillantes relámpagos ante sus ojos. Se sentía como si estuviera bajo el agua, emergiendo del fondo de un profundo pozo. Veía encima de ella la abertura del pozo, un agujero redondo y brillante que se acercaba con infinita lentitud, a pesar de que ella se impulsaba con brazos y piernas, empleando todas sus energías para salir del agua. Sentía que le faltaba el aire. Tenía los pulmones a punto de reventar. Y, al mismo tiempo, sentía que el dolor se hacía tanto más insoportable cuanto más se acercaba a la abertura del pozo. Estaba al límite de sus fuerzas y de su capacidad de resistencia, cuando su cabeza atravesó por fin la superficie del agua; llenó de aire sus pulmones y, durante un maravilloso instante, el alivio producido por esa bocanada liberadora fue mayor que los atormentadores latidos de su hombro. Pero el dolor no tardó en imponerse de nuevo, y lo hizo con tal violencia que la llevó al borde de un nuevo desmayo.

Karima mantuvo los ojos cerrados, sin percibir nada excepto el trueno de dolor, que rompía contra su hombro como una ola infinita y rebotaba sobre su frente como un eco lacerante. En algún momento empezaron a llegarle otros sonidos, además del rumor de la ola de dolor, y pudo distinguir voces, dos voces masculinas, muy cercanas. Dos hombres que hablaban entre si. Intentó reconocer las voces y comprenden las palabras que decían. Creyó reconocer la voz de Lope, pero no estaba segura. Un pensamiento agradable atravesó su cabeza, pero volvió a desvanecerse bajo un aluvión de vagos recuerdos. Prestó atención a las voces, que se estaban alejando y, finalmente, terminaron por callar. Escuchó los latidos de dolor.

Sentía que estaba tumbada sobre su costado derecho, y que le dolía el brazo de ese lado. Intentó darse la vuelta para liberar el brazo, pero hasta el más mínimo movimiento agudizaba el dolor hasta lo insoportable. Pasó un largo rato hasta que aquel dolor demencial cedió lo suficiente como para permitirle pensar. Para su propia sorpresa, de pronto se dio cuenta de que estaba viva. Sentía dolor. Estaba viva.

Aún oía el castañetear de cascos a su espalda, acercándose con inquietante rapidez a pesar de que ella corría tanto como se lo permitían sus piernas. Aún tenía en los oídos ese ruido, ese trepidar de cascos que se hacía más y más intenso. Luego, la certeza de que no podría escapar de aquel hombre y su caballo negro, la certeza paralizadora de que todo había llegado a su fin. Y allí estaba también ese dolor infernal, que le atravesó el pecho como un puñal ardiente, y por un bravísimo instante, antes de caer en la negra noche, un relámpago de luz, la clara certeza de que aquello era la muerte.

¿Por qué no estaba muerta? ¿Qué había ocurrido para que siguiera con vida? Se esforzó en escuchar atentamente. Por algún motivo, no se atrevía a abrir los ojos. ¿Por qué tenía miedo? ¿Qué era lo que temía? De pronto volvió a oír una voz, y esta vez estaba completamente segura de que era la voz de Lope. No comprendía lo que decía, pero reconocía la voz, y por un segundo, mientras escuchaba con expectante atención, no sintió dolor alguno. Oyó que la otra voz respondía algo; luego ya sólo oyó un ruido incomprensible, y un momento después volvió el silencio.

Cuando volvieron los dolores, le pareció que habían cedido un tanto. Aún tenía los ojos cerrados, pero empezaba a consideran la idea de que Lope estaría frente a sus ojos cuando los abriera.

¿Por qué se había asustado tanto al ver inesperadamente su rostro aquel día, el día del entierro de su padre? La brillante luz del mediodía, la pared blanca, que la había cegado, el sabor de la sangre en la boca.¿Por qué había huido en tal rapto de pánico?

¿Por qué lo había reconocido tan de repente, entre una docena de jinetes, en esa polvorienta calle de pueblo, cerca de Mérida? Estaba a treinta o cuarenta pasos de ella, con el rostro cubierto de polvo y semioculto por la faja de la cabeza, pero, aún así, ella lo había reconocido. Recordaba sus sentimientos contradictorios cuando decidió no decírselo a Zacarías. Recordaba la secreta alegría de su corazón cuando, de pronto, Lope se detuvo y cabalgó hacia Zacarías. Recordaba la mirada inquieta de Lope antes de descubrirla bajo el alero de aquella taberna.

Pensó que sólo necesitaba abrir los ojos para verlo.

Pensó también en Zacarías, y se sintió avergonzada de que su primen pensamiento no hubiese sido para él. No había llegado a ver si Zacarías había sido derribado de su caballo, ni siquiera había llegado a ver si lo había alcanzado la espada. Sólo había oído aquel terrible sonido arrancado a su garganta, un siseo prolongado y jadeante saliendo entre sus dientes apretados. Sólo había visto al hombre que, de repente, había arremetido contra ella, aquel rostro enmarcado por una barba y una langa melena negra, aquella boca abierta a más no poder en un grito sordo. Karima recordaba que su mula se había encabritado, arrojándola al suelo. Recordaba el tableteo de cascos a su espalda. No había vuelto a ver a Zacarías. ¿Habría sobrevivido milagrosamente a aquella masacre, como ella? ¿Acaso yacía a su lado? ¿Dónde estaba?

Volvió a escuchar las voces. Oyó que se acercaban. Le pareció oir palabras árabes. ¿Por qué hablaban en árabe? Lope no sabía árabe. Ya no escuchaba su voz. ¿Acaso se había engañado? ¿No había sido su voz la que oyera hacía un instante?

Abrió los ojos.

Vio ante ella a dos hombres, que la estaban observando. Sólo conocía a uno de ellos, Lu'lu, el criado negro del conde de Guarda, que se había preocupado muy amablemente por ella durante todo el viaje, porque una vez su padre le había curado una fractura mal entablillada. Quiso decir algo, pero no le salió sonido alguno; tenía la boca tan seca que le parecía llena de polvo. De pronto sintió una sed abrasadora.

El hombre al que no conocía se inclinó sobre ella.

– ¿Hace mucho que estáis consciente? -preguntó.

Ella quiso responder, pero no consiguió decir nada.

– Basta con que me hagáis una seña -dijo rápidamente el hombre-. Soy médico, podéis estar tranquila. -Era un hombre bajo y enjuto, de unos cincuenta años, y tenía una expresión preocupada en el rostro, como si él mismo padeciera una dolorosa enfermedad-. Os daré algo de beber -dijo-. Tenéis que intentan beber tanto como podáis, aunque os produzca dolor. -Empezó a darle cucharadas de un caldo que le calentó agradablemente la garganta.

Karima sintió en su boca el gusto salado y el sabor del vino en el que había sido cocido el caldo, y bebió con avidez, a pesar de que tenía que pagar cada trago con un punzante dolor. El médico seguía hablándole, en voz baja. Le describía por dónde pasaba la herida. Ella escuchaba su voz como a través de una cortina.

– ¿Os duele al respirar?

Karima negó con la cabeza.

– Entonces parece que tampoco están dañados los pulmones -dijo el médico. Ella lo escuchaba sin llegar a entender del todo sus palabras. Estaba demasiado absorta en la dolorosa tarea de tragar.

– Os trasladaremos a la ciudad tan pronto como lo permita vuestro estado -continuó el médico-. Vuestros hermanos de fe están dispuestos a acogeros. El nasí de la comunidad os visitará mañana.

Los dolores eran tan fuertes que anulaban toda sensación de sed y todo sabor. Cerró los ojos, extenuada, para reunir nuevas fuerzas. Cuando volvió a abrirlos, vio frente a ella la cara de Lu'lu. El criado la estaba minando con ojos de preocupación, e intentó esbozar una sonrisa al ver que ella le devolvía la mirada.

– ¿Dónde están los demás? -preguntó Karima. Su voz no era más que un soplo.

Lu'lu balanceó la cabeza con una precipitación casi suplicante.

– No debéis hablar, señora -dijo en un susurro-. El médico ha dicho que no debéis hablar. Debéis estar tranquila, señora. Tratad de dormir. El médico ha dicho que nada os ayudará más que el sueño.

Karima miró a su alrededor. No veía al médico por ninguna parte. ¿Se había quedado dormida? Con el esfuerzo de comer había perdido nuevamente la conciencia. Ahora se sentía fortalecida por lo que había comido. Se sentía mejor que antes.

– ¿Dónde están los demás? -volvió a preguntar, intentando fijar los ojos en Lu'lu. Vio que el criado agachaba la cabeza; vio reflejada en su rostro la lucha que se desarrollaba en su interior, e intuyó cuál sería la respuesta. Pero quería oírla, quería oírla sin ambigüedades.

– Dímelo -casi suplicó-. Dímelo.

– No sobrevivió nadie, excepto vos -dijo Lu'lu con voz apenas audible y la mirada fija en el suelo.

Karima repitió la frase con labios mudos, como si tuviera que pronunciarla ella misma para comprender completamente su significado.

– No penséis en ello, señora -dijo Lu'lu, con una profunda sensación de infelicidad. Tenía los ojos cargados de lágrimas-. Pensad en que vos aún estáis con vida. Dios ha posado su mano sobre vos -dijo balanceando el cuerpo de un lado a otro, en un mudo reproche contra sí mismo-. Oh, no debería habéroslo dicho -se lamentó.

No sobrevivió nadie, pensó Karima, y por un momento la mera idea le pareció tan irreal como aquel terrible instante en el puente, cuando los lanceros de la nueva escolta desenvainaron repentinamente sus espadas y arremetieron sobre los tres hombres armados que iban a la cabeza del grupo y sobre las mujeres. En un primer momento ella no se había sobresaltado, ni había sentido temor alguno. Simplemente no había dado crédito a lo que veían sus ojos. Recordaba que todo el ataque se había realizado bajo un silencio fantasmagórico. Ni chillidos de espanto ni alaridos de dolor ni fragor de batalla, sólo gritos sofocados pidiendo auxilio y vacilantes gemidos. Una de las criadas que cabalgaba detrás de la litera había gritado llamando a su madre, sollozando como un pequeño animal. Zacarías también había esperado en silenciosa inmovilidad el golpe mortal, sin defenderse, como una oveja en el matadero. Tan sólo aquel sonido gris y siseante que le había sido arrancado de la garganta.

Así pues, también Zacarías.

Volvió a cerrar los ojos, y examinó su interior. ¿Sentía dolor por la muerte de Zacarías? ¿Sentía tristeza? De pronto se sentía avergonzada de haber recibido con tanta indiferencia la noticia de su muerte. Zacarías jamás le había dado motivo para quejarse. Siempre la había tratado con un gran respeto, con una discreción y una reserva casi exageradas. ¿Habría sido ella una mejor esposa si él no hubiese sido tan solícito, tan irritantemente comprensivo, tan complaciente? Zacarías jamás le había reprochado que su matrimonio no diera hijos; jamás había hecho valer sus derechos cuando ella se le negaba, ni siquiera en las noches de sabbat. Nunca se había quejado de que ella le hiciera disculparse por cosas que no había hecho, y de las que ni tan sólo estaba enterado. Zacarías había esperado pacientemente ganarse su afecto, había tejido pacientemente alrededor de ella, durante diez largos años. Y ahora que había muerto, a Karima sólo le remordía la conciencia. No sentía tristeza, como sí la había sentido cuando murió su padre. Tampoco sentía dolor por haberlo perdido. ¿Por qué no sentía nada?

Sintió que un cansancio paralizador se apoderaba de ella. Los latidos regulares que le golpeaban el hombro cayeron en un letargo. Sin darse cuenta, atravesó el umbral tras el cual todos los pensamientos y reproches se desvanecen en una compasiva niebla.

Cuando volvió a despertar y abrió los ojos, Lope estaba sentado al lado de su cama. Se asustó tanto como se había asustado el día del entierro de su padre y como en aquel pueblucho cercano a Mérida. Hasta los latidos de dolor de su hombro parecieron cesan por un instante. Se sintió aliviada al ver que Lope tenía los ojos cerrados. ¿Por qué se asustaba tanto cada vez que lo veía? ¿Por qué no podía estar frente a él con la misma serenidad con que trataba a cualquier otra persona?

Lope respiraba a un ritmo regular, como dormido. En su rostro había una expresión tensa. Tenía las cejas contraídas, costras negras le colgaban de las arrugas de los ojos, y una capa de polvo cubría su pelo. Karima se grabó en la memoria los rasgos de ese rostro. Durante el viaje, siempre se había mantenido lejos de él. No había intercambiado ni una sola palabra con él, y sus miradas sólo se habían encontrado dos veces. Ahora tenía tiempo para contemplarlo. Algunas cosas le resultaban familiares: el cabello liso, que le caía sobre la frente; las cejas rectas; los pómulos salidos. Otras eran nuevas, o al menos distintas de como ella las recordaba: tenía dos duras líneas alrededor de la boca, acentuadas aún más por el polvo, y una gruesa cicatriz entre la oreja izquierda y el rabillo del ojo. Había envejecido; debía de tener treinta y tres años, pues era ocho años mayor que ella.

Se quedó contemplándolo hasta que Lope abrió los ojos.

Karima no apartó la mirada. Lope asintió, sin hacer ni una mueca.

– El médico ha dicho que podía haceros un par de preguntas -dijo Lope con voz extrañamente ronca.

Ella asintió. Observó cómo preparaba la siguiente frase.

– Intentaré hacer mis preguntas de modo que podáis responder sólo con un si o un no.

Ella volvió a asentir.

– ¿Cuándo llegó la tropa que relevó a la escolta de Sevilla? -continuó Lope-. ¿Inmediatamente después de que partieron? ¿Una hora después? ¿Dos horas? -No esperó apenas a que ella respondiera. Sabía que el relevo tenía que haberse realizado pronto, pues de lo contrario la banda se habría arriesgado a que los moros volvieran a toparse con la tropa del conde-. El infanzón de Guarda que dirigía el grupo, ¿conocía a los nuevos hombres? -siguió preguntando, y al ver que ella no había comprendido bien la pregunta, se apresuró en reformularla-: ¿Saludó el infanzón a los hombres como a viejos conocidos o eran extraños?

– No lo sé. No me fijé -contestó Karima en voz baja, sin entonación-. Sólo sé que más tarde el infanzón estuvo conversando con uno de los cabecillas de la escolta nueva, y también con un segundo hombre. Cabalgaron juntos.

– Había más cabecillas?

Karima asintió.

– Había tres que llevaban la voz cantante.

– ¿Escuchasteis algún nombre?

Karima negó con la cabeza.

– ¿Podéis decir de dónde eran, por su modo de hablar? ¿Eran castellanos? ¿Gallegos? ¿Franceses?

– No sé distinguirlos -dijo Karima-. Uno tenía un acento muy marcado. Y el más alto de todos, un hombre enorme y sin barba, hablaba con un acento que yo apenas podía entender. -Su voz era ahora tan débil que Lope tuvo que acercarse para oírla. Karima sintió el olor de su peto de cuero, empapado en sudor. Lope la miró fugazmente, sintiéndose incómodo.

– Pero ¿todos hablaban español? -preguntó.

Ella asintió, contenta de poder darle una respuesta clara.

– ¿Y qué aspecto tenían los dos hombres que hablaban con el infanzón? -preguntó Lope.

Karima intentó describir a los hombres. Uno era alto, de barba cana, facciones duras y piel apergaminada. Al otro todavía lo recordaba claramente. Era el hombre que había dado muerte a Zacarías y la había perseguido con su caballo negro. Un hombre recio, ancho de hombros, con el rostro casi cubierto por una barba negra y descuidada.

Lope intentó imaginar al hombre. Había muchos hombres de barba negra y descuidada; sólo en Guarda había al menos media docena de hombres que se ajustaban a esa descripción. Preguntó a Karima por los otros, y ella se esforzó en describirlos, pero sentía que las fuerzas iban abandonándola poco a poco y, aunque hacía todo lo posible por satisfacer a Lope, cada vez le resultaba más difícil ordenar sus pensamientos y convertirlos en palabras.

– ¿Cuántos hombres eran? -preguntó Lope-. ¿Cómo era de grande el grupo?

Karima cerró los ojos para recuperarse, y comprendió de repente que Lope pensaba salir en busca de aquellos hombres, que sólo había venido a su lecho de enferma para interrogarla. Intentó recordar a los hombres, intentó contarlos mentalmente, pero cuando llegaba a la mitad ya había olvidado por cuál había comenzado a contar.

– No lo sé exactamente -dijo desesperada-. Intentaré recordar, anotaré todo lo que me venga a la mente.

Abrió ligeramente los ojos y vio a través del velo de sus pestañas a Lope, sentado junto a ella, examinándola con expresión inmutable. Y luego vio a Lu'lu detrás de Lope. No lo había visto antes. Volvió a cerrar los ojos y oyó la voz de Lu'lu:

– Señor, el médico ha dicho que no debe hablar mucho. Se fatiga demasiado, ¿no lo veis?

Lope no contestó, pero Karima sentía que seguía a su lado. Esperó sumida en un inquietante presentimiento, como si esperara una sentencia. Escuchó que Lope contenía la respiración.

– Encontraré a esos hombres -susurró Lope, con la boca casi rozando la oreja de Karima-. Los encontraré, regresaré aquí y os llevaré a Zaragoza, si lo deseáis. Lu'lu se quedará aquí y cuidará de vos.

Ella oyó cada una de sus palabras. No advirtió que su voz sonaba tan indiferente como la voz de un desconocido, le bastaba con esa frase, que le decía que él volvería.

Luego escuchó que Lope hablaba en voz baja con Lu'lu y, un momento después, cerraba la puerta al salir. Ella se quedó tranquila, y recordó el día del entierro de su padre, en el que había llegado a casa con aquella herida sangrante en la frente y, con un martilleante dolor de cabeza, había cogido su diario para leer las anotaciones hechas en sus anteriores encuentros con Lope. Desde entonces sabía por qué Lope no había vuelto a dejarse ven. Sabía quién había arreglado aquel paseo en bote por el Guadalquivir y aquel encuentro en el río, que aún le desgarraba el corazón cada vez que lo recordaba. La hermosa muchacha al lado de Lope. La mujer de la litera. El dolor inesperadamente violento que había sentido al reconocerla.

¿Por qué, después de tantos años, seguía aquel desorden en su corazón? ¿Por qué todo aquello? ¿Por qué era la única que había sobrevivido? ¿Por que.

Lope emprendió la persecución llevando un caballo de reemplazo. Galopó al ritmo más intenso que eran capaces de soportar los caballos en un trayecto largo. Quería llegar antes del anochecer al menos al primer lugar en que había acampado la banda. Contaba con que, si el cielo estaba despejado, podría seguir el rastro en la segunda mitad de la noche, cuando saliera la luna.

Al llegar a la bifurcación que había descubierto esa mañana, Lope siguió el rastro en dirección noreste. Luego giró una vez más, cruzó el río Alagón y continuó hacia el oeste. Siguió el rastro a marcha forzada, sin pausa, y poco antes de la puesta de sol llegó a la gran carretera de Salamanca. Allí el rastro había desaparecido bajo innumerables huellas de cascos, pisadas y ruedas de carros. Lope ya sólo podía suponen que debía seguir hacia el norte.

No habían encontrado ningún campamento. Por lo visto, la banda había cabalgado toda la noche y había continuado durante el día, sin descanso. Llevaban una ventaja insalvable si no se disponía de una pista que pudiera seguirse. Lope estaba seguro de que no hacía falta buscar a la banda en Guarda. Estaba seguro de que los encontraría en las ciudades de la frontera. Debía de tratarse de un grupo abigarrado, reunido sólo para realizan ese ataque. Algún vasallo desleal del conde de Guarda debía de haber pregonado en las salvajes ciudades de la frontera la noticia de que el hijo del conde venía de camino a casa con una novia mora y una considerable dote. Probablemente se le habían unido hidalgos que en ese momento no tenían un señor a quien servir, y agradecían cualquier botín que se presentara. Algo así tenía que haber ocurrido. Lope no sabía si el ataque había sido preparado con mucha antelación, ni tampoco por qué la banda había derramado tanta sangre. Pero algún día encontraría una respuesta. Algún día encontraría a aquellos hombres.

Ahora sólo le quedaba un modo de acercárseles. Karima tenía que venir con él. Ella conocía cada detalle, lo había visto todo. Cuando cogiera al primero, podría continuar la busca él solo, hasta coger al segundo, y al tercero. Sólo necesitaba algo por dónde empezar.

La mañana siguiente emprendió el camino de regreso, y al atardecer del segundo día llegó a Alcántara. Karima ya había sido trasladada a la ciudad, y Lu'lu había ido con ella. Lope le envió un mensaje y volvió a instalarse en la taberna del suburbio.

Tres días después, la noche de luna nueva, se encontró con Lu'lu, sacó de sus alforjas el látigo, cuyo manejo le había enseñado su antiguo maestro, el capitán, y bajó al puente con el criado negro. Llevaron consigo una larga liana y una cuerda fuerte. Esperaron en la orilla opuesta hasta pasada la medianoche. Entonces regresaron por el puente, hasta estar justo encima del arco central. Debajo de ese arco colgaba la espada.

Lope se ató la cuerda alrededor del pecho y aseguró el otro extremo a la liana, que sujetó Lu'lu. Luego se deslizó por encima del pretil del puente. Era una noche oscura, en el cielo sólo brillaban las estrellas, pero había suficiente luz para lo que Lope se proponía hacen. Vio la espada frente a él, negra sobre el cielo oscuro de la noche.

La gente de la ciudad contaba una leyenda sobre esa espada. La leyenda decía que, muchos siglos atrás, Rodrigo, el rey godo de Toledo, había llegado huyendo a Alcántara. Los moros, que habían venido por mar, lo habían vencido en una violenta batalla en la costa, al sur. Su propia gente lo había traicionado; una flecha lo había herido de gravedad y había conseguido escapar con un puñado de hombres fieles. Al llegar a Alcántara, Rodrigo murió. Su cadáver fue llevado a Viseu y enterrado allí. Pero su espada fue colgada del arco más alto del puente, a una altura inalcanzable desde el río. Allí había sobrevivido a los tiempos.

Lope apuntó con el látigo y tomó impulso, de modo que el extremo de plomo del látigo se enroscó en la espada. Lope había previsto que la oxidada cadena de la que colgaba la espada se rompiera, pero tras cinco intentos en vano lo que cedió fue el gancho que sujetaba la cadena al muro. La espada quedó libre.

La espada era de acero. Podía doblarse hasta tocar la empuñadura con la punta, y la espada recuperaba su forma original en un instante, como un junco. Los filos estaban oxidados y ásperos, pero Lope estaba convencido de que un buen herrero podría devolverle el brillo. Era la espada de un rey, y sería la espada de su venganza.

Esa misma noche, Lope hizo trece nudos en el extremo de su látigo y juró solemnemente no dejar con vida ni a uno solo de los hombres que habían estado en el puente. Ni a uno solo.

48

ZARAGOZA

LUNES. 7 DE DJUMADA, 1475

3 DE OCTUBRE, 1082 // 8 DE MARJESHUÁN, 4843

Habían pasado más de trece años desde que Ibn Ammar se encontró por última vez con Abú'l-Fadl Hasdai. El hadjib del príncipe de Zaragoza era tan sólo unos años mayor que él. Ibn Ammar lo recordaba como un hombre rebosante de salud y cargado de energía, de cuya potencia la gente de la corte contaba secretamente verdaderos prodigios. Cuando volvió a verlo, tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular su sobresalto.

El hadjib se había convertido en un anciano. Aún andaba con la espalda recta y sus ojos seguían claros, pero tenía el pelo blanco y el rostro enjuto, y se movía lenta y cuidadosamente, como si padeciera fuertes dolores y se esforzara por ocultarlos a los demás. Tenía el aspecto de un hombre que ha tenido que soportar duros golpes. Tenía el aspecto de un hombre que trabajaba demasiado y dormía muy poco.

El día siguiente a la llegada de Ibn Ammar, el hadjib lo había invitado oficialmente al palacio de gobierno, ubicado en el al-Qasr. Lo había recibido formalmente en el gran salón, ante todos los notables de la ciudad, y le había concedido una audiencia privada, gesto que, tras las amargas experiencias de las últimas semanas, había llenado a Ibn Ammar de un hondo agradecimiento.

Durante el tiempo que Ibn Ammar había gobernado Sevilla, el hadjib había sido siempre un aliado fiel. Ahora, en la desgracia, demostraba ser un amigo sincero. Cuando, en los saludos, Ibn Ammar intentó observar todas las formas prescritas, el hadjib se defendió sonriendo.

– Déjalo estar, amigo. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo como para seguir con formalidades.

Entraron rápidamente en el tema. El hadjib tenía unas preguntas muy concisas sobre la situación reinante en Toledo.

– Estamos muy preocupados por lo que está ocurriendo allí.

Las noticias de Ibn Ammar no eran precisamente adecuadas para disipar esas preocupaciones. Ibn Ammar había pasado dos semanas en Toledo, donde había hablado con los cabezas de algunas grandes familias, había sido recibido por al-Qadir, el príncipe, e incluso se había reunido con el nasí de la comunidad judía. La impresión que se había llevado de sus conversaciones era descorazonadora. No había perspectivas de consenso entre la nobleza y el príncipe. Al-Qadir no poseía prácticamente ningún apoyo en la ciudad. Sus únicos apoyos eran el populacho y los mercenarios castellanos, y sólo podía moverse libremente entre el al-Qasr y el gran puente. Ya no se atrevía a ir a la mezquita los viernes. Desde el al-Qasr enviaba ataques aislados sobre las casas fortificadas de la nobleza, dejando que el populacho las saqueara.

– Está en manos de don Alfonso, el rey de León -dijo Ibn Ammar.

– Fue un error que lo dejaran huir aquella vez -respondió Abú'l-Fadl Hasdai-. Tenían que haberlo quitado de en medio. Cualquiera podía prever que se volvería hacia los españoles. No le dejaron otra elección.

– Ése es el viejo mal de Toledo -dijo Ibn Ammar-. No toleran como gobernante ni a uno de los suyos ni a un extranjero.

– En lo único en lo que siempre están de acuerdo es en que discrepan -confirmó el hadjib, contrariado-. Había tantas posibilidades, no sólo para Toledo sino para toda Andalucía… Nuestros descendientes maldecirán a quienes no supieron aprovecharlas.

Ibn Ammar creyó oír un tono pesimista en la voz de Abú'l-Fadl Hasdai, que lo asustó aún más que el mal estado de salud del hadjib. Y sabía a qué se debía ese pesimismo.

Hacia seis años, el hadjib había conquistado el reino de Denia. Tres años atrás, había vencido a al-Muzaifar, el señor de Lérida, y lo había encerrado en la fortaleza de Rueda. El reino de Zaragoza estaba en vías de alcanzar la expansión a la que aspiraba Abú'l-Fadl Hasdai desde que asumió su cargo, para lo cual había contado con el apoyo de Ibn Ammar desde que ambos acordaron dividir Andalucía en dos esferas de influencia, controladas respectivamente por Zaragoza y Sevilla.

Hacía dos años, cuando los toledanos derrocaron a su príncipe, la esperanza de que se cumpliera la primera parte del plan había brillado durante un par de felices semanas. Si las grandes familias de Toledo hubieran sido capaces de ponerse de acuerdo para reconocer al príncipe de Zaragoza como señor supremo, al señor de Valencia tampoco le habría quedado más remedio que someterse a Zaragoza, y todo el noreste andaluz hubiera quedado unido bajo un solo gobierno. Pero las contradicciones y la tozudez de la nobleza toledana lo habían echado todo a perder. Y luego las cosas habían ido a peor.

Hacía un año había muerto al-Muktadir, el viejo príncipe de Zaragoza, y en su lecho de muerte había vuelto a dividir el reino que tantos esfuerzos costara unir: había dejado Zaragoza a su hijo mayor, al-Mutamin, mientras que el hijo menor, al-Mundhir, había heredado Lérida. Debía de haber sido un trago muy amargo para Abú'l-Fadl Hasdai. Dos decisiones absurdas, tomadas la una a continuación de la otra, habían echado por tierra el trabajo de toda una vida.

– ¿Hay alguna alternativa a al-Qadir, en Toledo? -preguntó en el mismo tono amargo el hadjib, que ya no se permitía cobijar más esperanzas.

– La oposición de la ciudad no tiene un líder. Sólo eso es ya de por si motivo suficiente para que fracase cualquier levantamiento -dijo Ibn Ammar-. El clan de los Hadidi está descartado. Los hijos del antiguo visir han huido a Valencia, y los pocos seguidores que aún tenían en la ciudad están siendo expulsados; se han instalado en Madrid. Al-Qadir ha mandado saquear sus casas en Toledo. Hace dos meses murió también el jefe de los Banu Mujid. Pero a la oposición no le falta sólo un líder; tampoco tiene dinero ni hombres. Las constantes correrías de las bandas castellanas, que operan en tácito acuerdo con el rey, están devastando el campo. Muchas familias nobles ya han vuelto las espaldas a Toledo. Cuando uno camina por la ciudad, se encuentra por todas partes con casas abandonadas, en las que se ha instalado la gentuza que llega huyendo de los pueblos del norte. Reina una atmósfera extraña. Por una parte, un clima de decadencia; por otra, una euforia exagerada que se expresa en fiestas desenfrenadas y grandes despilfarros. Pero lo más extraño es que, al parecer, nadie quiere reconocer el peligro. Es como si estuvieran todos ciegos. Ninguno quiere darse cuenta de que durante todo el verano, y hasta ahora, el rey de León ha mantenido un campamento militar muy cerca de la ciudad, a sólo un día y medio de viaje hacia el norte, ni de que el rey en persona ha visitado varias veces el campamento. Parece como si todos tuvieran los ojos cerrados a este hecho.

– ¿No enviaron una embajada de Toledo? -preguntó Abú'l-Fadl Hasdai.

– Si, hace tres meses -respondió Ibn Ammar-. Ibn Mujid aún vivía. Y habrían entregado a don Alfonso todo el norte del reino si el rey hubiera estado dispuesto a derrocan a al-Qadir. Pero el rey ni siquiera los escuchó. Los mandó expulsar de su campamento a pedradas. Podía permitirse el lujo de rechazar la oferta, pues el norte del reino de Toledo ya está prácticamente en sus manos.

El hadjib asintió casi imperceptiblemente, y miró pensativo hacia algún punto más allá de Ibn Ammar. Ibn Ammar esperaba que le preguntara por la visita que había hecho él mismo al campamento del rey. Sin duda, Abú'l-Fadl Hasdai tenía espías cerca de don Alfonso, y estaría bien informado. El tema era espinoso, e Ibn Ammar no quería ser el primero en tocarlo; pero tampoco podía dejarlo pasar si quería tener ocasión de expresar sus verdaderos deseos.

Dos días después de su llegada a Toledo, Ibn Ammar se había puesto en camino hacia el campamento de don Alfonso. Había tomado como un buen presagio que fuera tan sorprendentemente sencillo llegar al rey. Pero, una vez allí, no lo habían dejado entrar en el campamento. Por lo visto, se le habían adelantado emisarios de Sevilla, que habían puesto al corriente de su caída a los españoles. Lo hicieron esperan un día entero a la puerta del campamento, y luego le enviaron a un subalterno, quien cogió la petición escrita en que Ibn Ammar pedía al rey una tropa de mercenarios para reconquistar Murcia, y volvió a marcharse dejando a Ibn Ammar a la puerta. Ni siquiera les había parecido necesario darle una respuesta. Había sido un terrible instante de realidad.

– Me pregunto qué piensa hacer el rey con al-Qadir -dijo Abú'l- Fadl-. ¿Cuánto tiempo más mantendrá a esa mala imitación de príncipe?

Ibn Ammar advirtió con cierto malestar que la conversación volvía a alejarse del tema al que él quería dirigirla.

– La situación actual es ventajosa para el rey -dijo-. Mientras el príncipe y las grandes familias se tengan mutuamente en constante jaque, el campo seguirá abierto de par en par al rey. Los señores castellanos podrán satisfacer su sed de botín y prepararán la ciudad para don Alfonso. Hasta que un día caiga la propia Toledo.

– El rey quiere la ciudad, eso está claro -dijo Abú'l-Fadl.

– Como rey de León, es sólo un príncipe entre muchos otros. Como rey de Toledo, sería el sucesor de los antiguos reyes visigodos y podría elevar pretensiones sobre el dominio de toda la península. Ya lo ha hecho. Se hace llamar emperador de toda España, y en su idioma eso incluye también Andalucía.

– Lo peor es que apenas tiene algo más de cuarenta años -refunfuñó Abú'l-Fadl.

– Pero Dios sólo le ha concedido tres hijas. Siempre es una pequeña esperanza -respondió Ibn Ammar.

El hadjib no siguió con el tema. Se quedó mirando el suelo con ojos ausentes, como si vislumbrara un objetivo invisible. Ibn Ammar esperó a que el propio hadjib reanudara la conversación. Esperaba poder contar con su ayuda. Había urdido un plan muy ambicioso, que, si prosperaba, le devolvería Murcia. El plan incluía atacar por sorpresa las fincas de Ibn Rashiq con una tropa de mercenarios, conquistar y saquear Vélez Rubio, sede original del nuevo gobernante murciano, y luego expulsarlo del al-Qasr de Murcia con ayuda de los comerciantes. Ibn Ammar no podía garantizar soldadas fijas; sólo podía ofrecer el saqueo de las propiedades de Ibn Rashiq y prometer una recompensa. Estaba convencido de que el plan era realizable. Estaba convencido de que le sería imposible reconciliarse con el príncipe de Sevilla mientras no estuviera sentado en el trono de Murcia, Sólo necesitaba esa tropa de mercenarios. Don Alfonso no se la había otorgado. Ahora todas sus esperanzas estaban puestas en el hadjib de Zaragoza.

– Sólo podemos esperar que la ciudad resista el mayor tiempo posible -dijo Abú'l-Fadl.

– Ése es el problema -replicó Ibn Ammar.

– El rey no puede conquistarla por la fuerza; Toledo está muy bien fortificada.

– Si la situación se mantiene unos dos años más tal como está ahora, no le harán falta máquinas de sitio. La ciudad le abrirá las puertas por propia voluntad.

– ¿Sólo le concedes dos años?

– Tres, cuatro, cinco años; no más -dijo Ibn Ammar.

Abú'l-Fadl lo miró pensativo.

– ¿Contra quién se dirigirá después? ¿Contra nosotros? ¿O marchará hacia el sur?

– Irá al sur -dijo Ibn Ammar-. Cangará contra Badajoz. Y después contra Sevilla.

– ¿Por qué estás tan seguro de que no nos atacará a nosotros?

– Si os atacara ahora, tendría contra él a Zaragoza, Lérida y Aragón. Supongo que preferirá esperar a que os hayáis aniquilado mutuamente.

Abú'l-Fadl asintió pesadamente, como si Ibn Ammar no hubiera hecho más que confirmar sus propias reflexiones.

– Si -dijo amargamente-, y no le hará falta esperar demasiado. Ibn Ammar buscó en vano un rastro de esperanza en el rostro del hadjib.

– ¿Tan mal está la situación? -preguntó.

– Peor que nunca -respondió Abú'l-Fadl. Juntó las manos y se las frotó, haciendo un ruido desagradablemente áspero-. No me refiero a las pequeñas guerras de la frontera, que vienen y se van como las estaciones. Me refiero a la gran guerra que se nos viene encima. Todo apunta a que Sancho Ramírez de Aragón emprenderá un nuevo ataque contra la fortaleza de Graus el próximo año. No estoy seguro de que esta vez podamos resistir.

Ibn Ammar hizo un gesto de indiferencia, aunque comprendía que el hadjib estaba a punto de echar por tierna definitivamente sus planes.

– Contra Aragón sí que podremos, pero también nos veremos obligados a entrar en guerra con el señor de Lérida, que se ha aliado con el conde de Barcelona -continuó Abú'l-Fadl-. Es posible que ataquen la fortaleza de Almenara el año próximo. Si el rey de Aragón consigue vencer a la fortaleza de Graus y, al mismo tiempo, el señor de Lérida, apoyado por Barcelona, logra tomar Almenara, ambos se aunarán para cargar contra Monzón. Si cae Monzón, toda nuestra frontera nororiental quedará desprotegida, y estaremos indefensos ante cualquier ataque.

Continuaba frotándose las manos, y a Ibn Ammar le resultaba extremadamente difícil seguir sus palabras, pues el nervioso movimiento de las manos y el sonido que producía lo irritaban tanto que casi era incapaz de prestar atención a ninguna otra cosa.

– El príncipe no quiere hacer caso a mis advertencias -continuó Abú'l-Fadl, contrariado-. Confía en las fortalezas, con el argumento de que antes siempre han resistido; por lo demás, está embelesado con su nuevo héroe.

Ibn Ammar le dirigió una mirada interrogante, que debía expresar ignorancia. Sabía de quién estaba hablando el hadjib, se había informado. Era el hombre en el que descansaban todas sus esperanzas: Rodrigo Díaz, el mercenario castellano que estaba al servicio del príncipe desde hacía ya cuatro años.

– Lo conoces, tienes que acordarte de él -continuó Abú'l-Fadl-. Es el hombre que te envié hace dos años para tu campaña contra Abd-Alá de Granada.

– Ya -dijo Ibn Ammar.

– Es un insignificante caballero castellano, pero en Zaragoza hasta los señores más importantes se inclinan ante él. Es el oído del príncipe.

– Un soldado brillante -dijo Ibn Ammar, que de pronto creía volver a ver un destello de esperanza.

– No es nada más que un pícaro, cabecilla de una banda -replicó Abú'l-Fadl, molesto. Y como si le hubiera leído el pensamiento a Ibn Ammar, añadió rotundamente-: Recibe órdenes exclusivamente del príncipe. Yo sólo estoy aquí para financiar sus empresas.

Ibn Ammar intentó no dejar ver su desilusión.

– ¿Tiene tanto éxito aquí como lo tuvo a mi servicio, contra Granada? -preguntó con un ligero tono de protesta.

Abú'l-Fadl le echó una mirada de menosprecio.

– No he dicho que no tenga éxito -aclaró, elevando ligeramente la voz-. Tiene éxito porque practica un nuevo modo de hacer la guerra. No se apoya en unos seguidores, ni en los hombres de su clan, sino que lleva la guerra como se lleva una empresa comercial. Reúne capital, compra enseres y provisiones para una campaña, busca socios que compartan los riesgos, recluta una tropa y la estimula al máximo con la perspectiva de una considerable participación en el botín. En ese tipo de guerra ya no existen objetivos políticos ni conceptos como el honor y la moral, ni siquiera el deseo de un tratado de paz. La guerra se dirige exclusivamente a los beneficios económicos, al botín. -Dirigiendo una mirada de preocupación a Ibn Ammar, añadió-: El príncipe está entusiasmado. Él anticipa el capital y se asegura a cambio una parte correspondiente del botín. No ve adónde conduce eso.

Ibn Ammar empezó a comprender, poco a poco, que Abú'l-Fadl no le había concedido esa audiencia privada para darle la oportunidad de explicar su situación y discutir posibles medidas de apoyo, sino únicamente porque el hadjib necesitaba un oyente ante quien poder expresar abiertamente sus perspectivas cargadas de hondo pesimismo, que, al parecer, ya nadie más quería oír. De pronto, Ibn Ammar lo veía como a un hombre que cree estar a bordo de un barco que se hunde y, como no encuentra a nadie que quiera oírlo, se dirige a aquel desgraciado que ya ha caído por la borda y está luchando por su vida, pues espera que al menos éste comprenda sus pronósticos de hundimiento. Aquello era aún peor que la tajante negativa que le había dado don Alfonso. Pero no le quedaba más remedio que seguir desempeñando su papel de oyente. Intuía que tendría que acostumbrarse a ese papel.

– Tú entiendes adónde quiero llegan -dijo Abú'l-Fadl, y, sin esperar una confirmación, continuó-: Un hombre que procede de una gran familia y parte a la guerra con sus hermanos, sus hijos y sus criados o un conde que conduce a sus hombres a la batalla están tan interesados en el botín como cualquier otro. Pero también les interesa volver a casa lo antes posible, pues necesitan a su gente para cuidar sus rebaños, supervisar a sus campesinos y vigilar sus tierras. Este castellano no tiene tierras. La guerra es su única fuente de ingresos. Tampoco tiene vasallos. Los hombres con los que hace la guerra son reclutados expresamente. Jornaleros en armas.

Sólo puede mantener a sus hombres si está guerreando y haciendo botines constantemente. No tiene nada que defender, lo único que quiere es ganar dinero. Así que hace la guerra contra enemigos débiles y contra enemigos ricos. No podemos emplearlo contra Aragón, porque no hay nada que saquear a los hombres del rey de Aragón. Hace la guerra contra Lérida. Pero no le interesa conquistar Lérida para nosotros. Lo que le interesa es que la guerra dure el mayor tiempo posible, para poder hacer el mayor botín posible. Si un día Lérida cayera en nuestras manos gracias a su ayuda, la saquearía de tal modo que no encontraríamos nada. -Se inclinó hacia delante y cogió a Ibn Ammar firmemente de la muñeca, como si con ello quisiera dar aún más énfasis a sus palabras-. Hace cuatro años, cuando se nos presentó ese castellano, tenía una banda de cuarenta hombres. Hace dos años, cuando te lo envié a Córdoba, ya tenía ochenta hombres. El año pasado eran cien; este año, ciento cincuenta. Y el próximo año serán doscientos. Dentro de un tiempo tendrá un ejército de mil mercenarios probados en combate y ávidos de botín, y cuando eso ocurra ya no recibirá órdenes del príncipe, sino que decidirá el mismo contra quién luchar.

– Lo entiendo perfectamente -se apresuró a decir Ibn Ammar, para no dar más pie al torrente verbal de Abú'l-Fadl. Comprendía las preocupaciones del hadjib, pero también habría podido preguntarle con qué otras tropas podía hacer la guerra el príncipe de Zaragoza, aparte del montón de mercenarios de ese aventurero castellano. Renunció a preguntarlo. Dependía del hadjib. Empezaba a acostumbrarse a su nuevo papel.

Abú'l-Fadl puso a su disposición una casa con cuatro criados y lo incluyó en la nómina de la corte con una suma considerable. Era invitado a la corte y recibido por el príncipe, y tenía voz y voto en el madjlis de Abú'l-Fadl. Pero también tenía que sufrir con resignación los interminables monólogos del hadjib. Se aburría a morir.

Ya en Toledo había intentado trabar contacto con Sevilla. Había enviado al príncipe poemas orgullosos y poemas humildes; había buscado la mediación de sus hijos, los príncipes al-Fath y ar-Rashid; había escrito cartas pidiendo ayuda a sus amigos. Pero sólo le habían contestado un par de amigos íntimos: Ibn Wahbun, el poeta, y Abú'l-Hadjdjadj. También Isaac al-Balia le había hecho llegar un respuesta con gran precaución, a través de intrincadas vías. Todos decían lo mismo: el príncipe estaba profundamente herido; su ira no se aplacaría; la mera mención del nombre de Ibn Ammar lo hacia montar en cólera.

Ibn Ammar intentó traer de Sevilla al menos a dos de sus mujeres, a las que sentía más próximas. Tampoco en esto tuvo éxito. En la corte nadie se atrevía a mover un dedo por él. Lo trataban como a un leproso, evitando todo contacto para no coger la enfermedad mortal que era perder el favor del príncipe.

La última semana de otoño llegó de Barcelona la noticia de que el conde Ramón Berenguer, el «Cap d'Estopa», había muerto asesinado por su hermano gemelo pocos días después del nacimiento de su primer hijo. El hadjib envió a Ibn Ammar a la corte condal para que averiguase si, acaso, el asesinato había alterado el equilibrio político, haciendo posible que se rompiera la alianza entre Barcelona y Lérida. Era una tarea nada envidiable. Todo el mundo sabía que el señor de Lérida había prometido al conde una enorme suma a cambio de su apoyo militar, y que el príncipe de Zaragoza no podía superar esa cantidad.

Ibn Ammar tampoco halló ninguna poción mágica que contrarrestara el dinero leridano. Su misión no consiguió éxito alguno.

El invierno pasó en calma. Cuando llegó la primavera no se apreciaba ningún cambio en la situación reinante en Sevilla. Ibn Ammar cayó enfermo. Se sentía como una rama muerta en un árbol lleno de botones. Mandó llamar al médico, y éste le prescribió una dieta muy estricta, compuesta de comidas y bebidas que no le apetecían en absoluto. Pasó unos días espantosos, en los que adelgazó mucho.

Luego, en un momento indeterminado, se dio cuenta de que no tenía nada más que perder, y esta constatación lo colmó de repente de una energía inusitada.

Volvió a visitar regularmente el madjlis de Abú'l-Fadl, que había evitado durante su enfermedad, y tomó parte en las discusiones. No tomaba la palabra por iniciativa propia, sólo hablaba cuando le preguntaban; le bastaba con observar en silencio a quienes participaban en las discusiones. Observaba su vanidad, su estrechez de miras y su arrogancia, su desmedida ambición, su codicia y sus debilidades, cuidadosamente ocultas. Ahora encontraba ridículo lo que antes lo habría irritado. Estaba lleno de una paz hasta entonces desconocida. Era como si ya hubiera cerrado su vida, y ahora sólo estuviera entre la gente como mudo observador.

Un día se discutieron los refuerzos que debían enviarse a las fortalezas fronterizas del noreste para preparar la defensa contra los esperados ataques de Aragón y Lérida. Estaba claro que con esos refuerzos el hadjib perseguía también otro objetivo: impedir que los comandantes de los castillos pactaran con el enemigo. Además, la reacción de los comandantes ante esas tropas llegadas de Zaragoza permitiría sacar conclusiones sobre su lealtad.

El comandante de una importante fortaleza situada al sur de Graus aún no había permitido entrar en el castillo a la tropa de refuerzo, a pesar de haber recibido una orden expresa del príncipe. No había ningún medio para presionarlo, pues habían cometido la imprudencia de no exigirle que entregara rehenes. La posibilidad de sitiar el castillo quedaba descartada por motivos económicos. Había que intentar por algún otro medio que el comandante transigiera.

Nadie estaba dispuesto a realizar la misión. Era evidente que el comandante sólo negociaría tras las murallas de su castillo. Así pues, había que ponerse en sus manos y correr el riesgo de ser utilizado luego como rehén. Y si, después de todo, se conseguía entablar negociaciones, éstas sólo podían terminan en el fracaso.

Ibn Ammar aceptó llevar a cabo la tarea. Partió al día siguiente, acompañado sólo por Djabir y Hadi. El comandante del castillo era tan desconfiado como una zorra ante una trampa. En un primer momento se negó a negociar, y finalmente lo hizo desde lo alto de las murallas de su castillo. Ibn Ammar se acercó sin ningún tipo de protección. Describió con toda sinceridad lo que pensaba el hadjib, dejó creer que él había aceptado esa misión bajo amenazas, y por último se dio a conocer como el antiguo hadjib del príncipe de Sevilla.

Gracias a estas dos cosas, su sinceridad y la aureola que lo rodeaba y despertaba la curiosidad del comandante, le abrieron al fin las puertas del castillo. La vida en un castillo de la frontera ofrecía escasas novedades; los días y noches pasaban sumidos en la monotonía, y el gran mundo estaba muy lejano. El comandante invitó a comer a Ibn Ammar y sus dos acompañantes. Muy prudentemente, los obligó a dejan sus armas en la garita de la entrada, pero no contó con la sangre fría de Ibn Ammar ni con los cuchillos que Djabir y Hadi llevaban en las botas. Doblegaron al comandante del mismo modo que antes lo habían hecho con el capitán del castillo de Aledo.

Ibn Ammar vivió aquellos momentos de peligro como un renacimiento. Inesperadamente sentía volver a la vida. Regresó a Zaragoza lleno de nuevos planes. Tenía cincuenta años. ¿Por qué no atreverse a empezar de nuevo? ¡No tenía nada que perder!

49

RIO ALCANADRE

MARTES, 29 DE IYAR, 4844

7 DE MAYO, 1084 // 28 DE DUL-HIDJDJA, 476

– ¿Cuánto tiempo hace que estás con él? -preguntó Felicia mientras extendía una sábana sobre un arbusto. Habían ido al río esa mañana para lavar la ropa. Una veintena de mujeres estaban arrodilladas la una junto a la otra en la orilla del río, con los niños jugando entre ellas. Era una bonita imagen: el talud de la orilla, con su verde frescor, y los vistosos vestidos, mantas y piezas de ropa tendidos a secar como grandes flores brillando al sol.

– No mucho -dijo Karima. Tenía que ser discreta. Felicia le había hecho un lugar en su corazón, y parecía pensar que aquello le concedía derecho a estar enterada de todo. Era extremadamente curiosa. También las otras mujeres la observaban con gran curiosidad. Ya desde el día de su llegada había despertado la atención de todo el campamento. Una judía andaluza, experta en el ante de curar, acompañada de un hidalgo español, al que merecía la pena mirar más de una vez, y un criado negro como la pez, a quien bastaba oír hablar para saber que le faltaba lo que les falta al buey y al capón.

– ¿Y no viene nada en camino? -preguntó Felicia con mirada inquisidora.

Karima contestó con una expresiva sonrisa, que podía significar cualquier cosa. Felicia era la mujer del cocinero, y ocupaba un lugar destacado en la jerarquía del campamento, y ello no sólo porque su marido tuviera un puesto importante y porque se contaran entre los miembros más antiguos del grupo, sino por la natural autoridad que irradiaba, que era reconocida por todas las otras mujeres. Era una mujer impresionantemente gorda, pero a pesar de ser tan voluminosa se movía con inesperada gracia. Era más joven de lo que parecía a primera vista; tenía unos veinticinco años, brillantes ojos de niña y una cara alegre y bonita, con hoyuelos en las mejillas. Emanaba un cálido cariño maternal, y, como una madre, quería saberlo todo acerca de Karima.

Cuando Karima, Lope y Lu'lu llegaron, Felicia estaba pariendo. Sus gritos de dolor habían paralizado todo el campamento. Karima ofreció su.ayuda, pero el cocinero, con esa desconfianza a todo lo desconocido tan profundamente enraizada en la gente pequeña, no quiso dejarla atender a su mujer. Acto seguido, Lu'lu se puso a cantar sus alabanzas, mitad en árabe, mitad en un español entrecortado. Presentó a Karima como a una gran médica, bendita de Dios, hija del más famoso hakim judío de Sevilla. Y las mujeres andaluzas del campamento, que entendían árabe, insistieron tanto al cocinero, que éste terminó cediendo.

Karima se encontró con que el niño venía de nalgas. Ya estaba muerto. La mujer que había hecho las veces de comadrona, había intentado hacerlo girar a la fuerza, con lo que había empeorado aún más las cosas. Karima tuvo que amputar un brazo al pequeño con el escalpelo, una operación horrible, pero con la que, al menos, consiguió salvar a la madre. Desde entonces Karima estaba bajo la especial protección de Felicia. Y desde entonces estaba expuesta también a sus constantes preguntas.

¿Cómo había ido a parar a manos de un hidalgo español la hija de tan famoso médico judío? ¿Qué hacía una mujer tan rica, que podía permitirse el lujo de tener a un eunuco negro como criado, en un campamento de mercenarios en el extremo norte de Andalucía? Felicia creía intuir una apasionada historia de amor, como las que relataban los cuentistas de los mercados. Era difícil eludir sus preguntas sin ofenderla, y a Karima le resultaba aún más difícil, por cuanto ni ella misma conocía la respuesta a muchas de esas preguntas.

¿Cómo había ido a para allí? Una judía de Sevilla, viuda de un médico, criada y mimada en casa de un médico. ¿Por qué estaba con Lope? ¿Por qué se había echado a cuestas todo aquello? Era una historia extremadamente confusa. ¿Y cómo explicar a Felicia que, después de tanto tiempo, esa historia no estaba haciendo más que empezar? Felicia no lo habría entendido. A veces ni la misma Karima lo entendía.

Había pasado dos meses en cama en Alcántara, hasta que sanó su herida. Luego había necesitado otros dos meses para recuperarse de todas las secuelas. Durante ese tiempo, había sopesado cuidadosamente los motivos que tenía para volver a Sevilla, y de pronto había decidido seguir con Lope. Se decía a sí misma que Lope no le dejaba más elección que la de acompañarlo para encontrar a los hombres del puente. Pero sabía muy bien que aquello no era más que una excusa para tranquilizar su conciencia. Nadie la había obligado a ir con Lope de ciudad en ciudad, a pasar los días de pie ante las puertas de alguna ciudad o recorriendo algún mercado, a pasar las noches examinando los rostros de los borrachos en las tabernas, y los domingos, a los hombres que pasaban de camino a la iglesia. No, ella había seguido a Lope libremente, y tenía claro por qué lo había seguido.

Lo amaba. Lo amaba tan ciegamente que muchas veces sentía pavor. Era un amor más fuerte que su dignidad, más fuerte que la razón. Lo amaba, aunque él no correspondiera a su amor.

Karima había intentado luchar contra ese amor. Cuando tras un año viajando incesantemente de ciudad en ciudad llegaron a León, un día encontró las fuerzas necesarias para separarse de Lope. Se alojó en casa de unos antiguos amigos de su padre, miembros de la comunidad judía de la ciudad. Trabajó como maestra. Se apartó de Lope. Pasó meses sin verlo. Pero él la esperaba, y ella lo sabía.

En Alcántara, Lope había hecho la promesa de pasar todo un año sin lavarse, sin cortarse el pelo y sin cambiarse de ropa. Era un acto de luto. Cuando Karima lo abandonó, Lope estaba casi irreconocible, con la barba desgreñada, el cabello apelmazado de suciedad, la ropa asquerosa y convertida en harapos.

Luego, un día, Karima lo volvió a ver, y lo encontró tal como había sido antes; un poco más delgado y una pizca más pálido, pero con los mismos ojos entornados bajo las cejas rectas, y el mismo movimiento de cabeza con que se apartaba los pelos de la frente. Había pasado un año, el tiempo del luto había terminado; Lope había cumplido su promesa.

Karima había pensado mucho en aquella promesa, y en aquella otra que exigía a Lope matar a los hombres del puente cuando los encontrara. Había pensado mucho en Lope. Había reunido todo lo que sabía de él: lo que el mismo Lope le había contado y lo que había oído de boca de su padre, de Ibn Eh y de Lu'lu. Tenía toda su vida ante sus ojos: había sido arrebatado a sus padres de muy niño y luego adoptado por un hidalgo, de modo que ya desde muy joven no había tenido más casa que la calle y los campamentos militares. Después también había perdido al hidalgo, y al hombre con el que siguió después, y a su siguiente señor. Había ido siempre de un pueblo a otro, sin quedarse nunca en ningún sitio el tiempo necesario para echar raíces. Después lo había vuelto a penden todo, incluida ella, incluida aquella joven a cuyos brazos lo empujara Ibn Ammar. Y luego nueve años en un calabozo, una eternidad, media vida. Al salir en libertad, el reencuentro con la joven en Sevilla, sólo para volver a perderla poco después, y esta vez para siempre.

¿No era comprensible que hubiera perdido el suelo bajo sus pies? ¿No eran esas promesas, no obstante, un último intento de agarrarse a algo, para no precipitarse en el abismo?

Cuando, a finales del otoño, un hermano del hombre más distinguido de la comunidad judía de León le hizo una honrosa oferta, Karima ya había tomado una decisión. Ese mismo día mandó a Lu'lu a buscar a Lope, y al día siguiente se pusieron en camino los tres. Recorrieron todas las ciudades del lado sur de la frontera sin encontrar a ninguno de los hombres. A principios de la primavera llegaron a Navarra y continuaron la busca. Se suponía que uno de los hombres era navarro. Pero también allí buscaron en vano.

Al principio, Karima rezaba para que Dios les permitiera encontrar a uno de los hombres. Estaba convencida de que sólo el cumplimiento de la promesa podía liberar a Lope del estado en que se encontraba, y en ello había depositado todas sus esperanzas. Pero después se había dado cuenta de que el tiempo era un mejor aliado.

Durante todos esos meses que habían pasado juntos yendo de un lado a otro, Lope la había tratado siempre como a una extraña. Siempre con la misma reserva, evitando los contactos cotidianos y dirigiéndole la palabra sólo cuando era necesario. Lope irradiaba un frío que la congelaba. Era como si hubiera levantado a su alrededor una muralla invisible que ella no podía traspasan.

Pero, en algún momento, el celo con que ella lo ayudaba en su busca había empezado a influir en él; en algún momento, la constante proximidad había abierto una brecha en el muro que rodeaba a Lope. Y cuando dieron por terminada la infructuosa busca en Navarra, con el inicio de la primavera, poco a poco empezaron a notarse cambios en el mismo Lope. Cambios apenas perceptibles, pero que Karima advertía: el rastro de una sonrisa, una mirada que se detenía sobre ella más tiempo del necesario para comunicarse, un tono inseguro en su voz, desmintiendo la expresión indiferente de su rostro.

En Nájera se toparon con un hidalgo que había reclutado mercenarios para un caballero castellano al servicio del príncipe de Zaragoza. Lope se hizo ciertas esperanzas de encontrar a alguno de los hombres en la tropa mercenaria de ese castellano. Era una última esperanza tras la larga e infructuosa búsqueda, pero Lope dudaba si pedir a Karima que lo acompañara a un campamento de mercenarios. Y cuando finalmente se lo pidió, fue como una tácita promesa de que abandonaría la busca en caso de no encontrar allí a ninguno de los hombres.

Ella accedió, conteniendo su alegría y decidiendo secretamente que no encontrarían nada aunque se topasen con alguno de los hombres. Karima llegó al campamento nerviosa y expectante. El día siguiente a su llegada examinó a todos los hombres, y volvió a hacerlo un día después, para demostrar a Lope su buena voluntad. Y no hizo falta que recurriera a la mentira, pues no vio a ninguno de los hombres del puente.

Desde entonces se sentía aliviada. Esa misma mañana había creído ver en Lope una cierta despreocupación, como si, entre tanto, también él se hubiera hecho a la idea de abandonar la busca. El cielo había estado gris todo una semana, en la que habían caído intensos chaparrones, acompañados de un viento invernal. Ahora el sol volvía a brillar y a calentar la piel, pero sin ser aún tan intenso como para agostar el verde frescor de las plantas. Era un hermoso día de primavera, y la canción con que las mujeres acompañaban la colada era una melodía llena de buenos augurios.

Observó a Felicia, que estaba golpeando perezosamente la ropa húmeda contra la piedra y, de tanto en tanto, se estiraba soltando placenteros bostezos. No habían pasado más que cuatro días desde el terrible parto, pero apenas se le notaba nada; era como si Felicia hubiera olvidado hacía mucho tiempo los dolores y al niño muerto. Karima intentaba imitar sus movimientos, pero perdía el ritmo una y otra vez.

Felicia le dirigió una mirada compasiva.

– No has lavado mucha ropa en tu vida, ¿eh? -dijo, y, tirando hacia sí el cesto de ropa de Karima, añadió en un tono que no admitía protestas-: Este no es trabajo para ti, hermana, ¡no es trabajo para una mujer como tú!

Una voz clara y risueña les llegó desde detrás:

– ¡Por las flechas de Cupido, vaya espectáculo!

Felicia lo miró enarcando las cejas.

– ¡Dios mío, Esteban! ¡Ya estás otra vez donde no debes! -rezongó. Las otras mujeres también se volvieron y saludaron con fuentes gritos al hombre llamado Esteban, pero sus voces sonaban más burlonas que enfadadas. El hombre, de unos treinta años, era bajo y corpulento, de cabeza redonda y cara regordeta, un monje de hábito oscuro y cabeza tonsurada, pero sin la tonsura afeitada al ras, sino cubierta de pelusilla, y con el hábito ceñido a la cintura con un cordón de brillante seda azul.

– ¿Por qué no habría de estar aquí, donde se ofrece una vista incomparable? -dijo, deteniéndose detrás de Karima, para continuar con entusiasmo-: ¡Oh! ¡Qué es lo que veo! ¡Una nueva estrella en nuestro firmamento! ¡Esbelta y flexible como Salomé bajo sus velos, bella como la reina de Saba, tentadora como la mujer de Putifar, excitante como Betsabé en el baño!

– Por el Hijo y por su Madre -dijo Felicia con fingida desesperación-. ¡Algún día me gustaría ver que se parara tu molino!

– ¡Eh, Esteban! ¿Te gusta? -dijo una de las mujeres que se encontraban río abajo.

– Ya te gustaría frotarle el comino, ¿eh, Esteban? -dijo otra-. ¡Ya te gustaría perforarle la concha!

– Qué puedo decir -continuó el monje-. Una figura como tallada en madera fina; una piel tan blanca como la leche fresca; un trasero tan firme como un melón. El coral siente celos de sus labios; las perlas envidian sus dientes.

– ¡Ya verás si te oye su tío! -interrumpió Felicia, furiosa-. Te sacudirá el polvo del hábito a palos.

– Tal vez ella no quiera que el tío se entere -dijo el monje-. ¿Por qué no habría de llamar, si veo una puerta? -Su voz tenía de pronto un tono provocador, que hizo que Karima se volviera involuntariamente. Vio sus ojos dirigidos hacia ella, acechantes. Recordó que lo había visto más de una vez rondando su cabaña.

– ¡Qué quieres, Esteban! -bromeó una de las mujeres-. ¡Si tu antorcha ya no arde!

– Eso depende de quién la encienda -respondió el monje.

Felicia se inclinó hacia Karima, preocupada.

– No hagas caso -dijo Felicia, como si tuviera que disculparse por la impertinencia del hombre-. Es inofensivo. ¡No es más que un bocazas!

– Si pudiera hacer lo que quiere, no sería tan inofensivo -dijo otra de las mujeres.

– ¡Bah! Todos son iguales -suspiró Felicia-. Y los monjes y sacerdotes son los peores.

– Ya puedes gritarlo en la iglesia -dijo la otra-. Desde que el primero me arrastró tras el altar, cada vez que voy a confesarme llevo un cuchillo.

Y, divertidas, empezaron a hablar con alegría y cruda sinceridad sobre los monjes y sacerdotes con los que habían llegado a las manos alguna vez. Sobre uno que, en el confesionario, siempre apretaba la mano de sus ovejas contra el cirio desnudo. Sobre otro que leía las horas de manera muy peculiar, pero que era tan piadoso que no dejaba las oraciones hasta los primeros sonidos del toque de avemarías, y continuaba sus lecciones cuando el sacristán empezaba a dar las campanadas. Sobre otro que era aún más piadoso, hasta el punto que se hacía dar de latigazos cada vez que terminaba el acto.

– Pero los latigazos los quería suaves, ¡con una cola de zorro!

Comadrearon a más no poder sobre los sacerdotes, para pasar luego a los maridos de sus amigas que no se encontraban cerca, luego a sus propios maridos y, finalmente, a todos los hombres en general. Empleaban expresiones que Karima no llegaba a comprender, contaban historias que la hacían sonrojarse, se superaban unas a otras con ambigüedades y chistes picantes, gritaban a voz en cuello, soltaban tacos, dejaban escapar risitas reprimidas y se quedaban tumbadas riendo. Karima sólo escuchaba boquiabierta.

En algún momento, Felicia extendió un brazo hacia ella.

– ¡Aquí hay algo escrito! -dijo, y le alcanzó un trozo de papel plegado varias veces.

– ¿De dónde lo has sacado? -preguntó Karima.

Felicia señaló la pieza de ropa que tenía en la mano. Era el jubón acolchado que Lope llevaba siempre bajo la cota de mallas. En la parte de dentro, en el lado izquierdo, a la altura del pecho, había un pequeño bolsillo.

– Estaba dentro -dijo Felicia-. Siempre hay que revisar todos los bolsillos. Dios ha hecho a los hombres olvidadizos para que nosotras podamos con ellos.

Karima desplegó cuidadosamente la hoja. El papel estaba blando y manchado, pero todavía podían leerse claramente los dos nombres, y también se notaba aún el circulo que había trazado Lope alrededor de ellos. El recuerdo de aquello seguía tan vivo en la mente de Karima que los ojos se le llenaron de lágrimas. Guardó cuidadosamente el papel en su manga.

– ¿Es algo importante? -preguntó Felicia.

– Sí -dijo Karima-. Algo importante.

Una hora antes del mediodía cogieron sus cestos de ropa y emprendieron el camino de regreso. El campamento se encontraba en una amplia meseta, cortada a pique por tres de sus lados, que se levantaba a unos treinta hombres de altura por encima del valle y el río. Un sendero estrecho y sinuoso conducía hasta lo alto de la meseta.

Karima, sin haberlo pensado mucho, había imaginado que un campamento de mercenarios sería algo parecido a un castillo, rodeado de palizadas y poblado exclusivamente por hombres. En lugar de ello, se había encontrado con una especie de pueblo en medio del bosque. Tiendas, refugios y pequeñas cabañas de esteras, cubiertas con juncos, se levantaban a ambos lados de una amplia vereda, entre grandes pinos. La entrada estaba protegida por una colosal estacada hecha de ramas, palos y arbustos espinosos. Un pueblo con una gran recua de caballos, con ovejas, vacas, cabras y gallos, y bandadas de gansos e incontables perros. Una pequeña comunidad de medio millar de habitantes, la mayoría de los cuales eran mujeres y niños, como comprobó Karima sorprendida el día de su llegada.

Era un grupo abigarrado. Españoles de todas las regiones del país, franceses, gente de las montañas, andaluces, musulmanes, cristianos y judíos, personajes inquietantes y muchachas hermosísimas, y por doquier niños de todas las edades.

Al llegar a la meseta, Karima vio a su vecina, Alienor, la Provenzala, que vivía en la cabaña contigua a la suya. Era la mujer de uno de los dos capitanes del Don. Felicia le había advertido de ella desde el primer día:

– Cuidado con ésa. ¡Tiene fuego bajo la piel!

La Provenzala estaba a treinta pasos de ellas, descalza y con la falda recogida, de modo que se le veían las piernas casi hasta las rodillas. Llevaba la faja de la cabeza tan mal puesta que le caía el cabello, de un tono pardo rojizo. Alrededor del talle se había atado un pañuelo, que acentuaba sus formas. Tenía una belleza casi escandalosa, de la que era plenamente consciente, y hacía alarde de ella en cada movimiento. Llevaba un atado de ropa a la cabeza, lo bastante ligero como para no molestarla. Andaba contoneándose, balanceando los hombros, enseñando los brazos; se movía con la gracia de un animal. Al girar por la amplia calle central del campamento, pareció enderezarse más aún, haciendo su andar todavía más provocativo.

Karima descubrió una expresiva mirada en el rostro de Felicia y se la devolvió, sonriendo y achinando los ojos. De pronto, se puso sobre la cabeza el cesto de la colada, que hasta entonces había llevado en los brazos, se recogió la falda y se llevó las manos a las caderas. Era un palmo más alta que Alienor, y más ancha de hombros, y podía exhibirse tanto como la bella Provenzala. Con la cabeza en alto, pasó sin mirar a los hombres que venían en dirección contraria o la observaban fijamente desde las cabañas de ambos lados de la calle. Escuchó los gritos y los silbidos, y supo que éstos no eran sólo para Alienor.

– ¡Eh, palomita! -la llamó Felicia-. ¡No vuelvas locos a los hombres! ¡Al Don no le gusta! -le advirtió, y, sonriendo, le clavó un dedo en el costado. Karima se apartó con un ágil movimiento, bajó el cesto de la cabeza, se lo apoyó en la cadera y, con el brazo libre, rodeó a Felicia por los hombros y la atrajo hacia si. Las dos se miraron y, en ese mismo instante, se echaron a reír, sujetándose la una a la otra, y siguieron andando entre carcajadas, hasta que, de repente, Karima se dio cuenta de que estaba riendo y se detuvo, sin apenas poderlo comprender. Sólo Dios sabía el tiempo que llevaba sin reír. ¡Cuánto tiempo!

Cuando llegó a la cabaña, sólo Lu'lu estaba sentado bajo el alero. El criado la miró radiante de felicidad. En todos esos meses errando de pueblo en pueblo, Lu'lu había sido siempre un espejo del estado de ánimo de Karima. La había ayudado mucho, consolándola cuando necesitaba consuelo, y dándole ánimos cuando estaba al límite de sus fuerzas. Era un hombre muy comprensivo, siempre pendiente de ella. Había sido el apoyo del que Karima se había valido una y otra vez.

Lope estaba en los establos. La mayor parte de los hombres parecían ocupados con sus caballos o sus armas.

– Corre el rumor de que la tropa partirá hoy mismo -dijo Lu'lu.

Karima conocía el rumor. Felicia también le había hablado al respecto. Cada año, en torno a esas fechas, la tropa del Don levantaba un campamento estable en territorios del señor de Lérida, desde donde podían emprenden expediciones de saqueo, que se prolongaban hasta finales del otoño. Hacía tres semanas había partido ya una avanzadilla, en busca de un lugar adecuado. Esa noche habían llegado dos hombres de la avanzadilla y habían presentado sus informes al Don, señal de que no tardarían en ponerse en mancha. Primero partiría el grueso de la tropa, para conquistar el lugar. Un par de días después los seguiría el resto del convoy, con las mujeres y niños. Así lo hacían cada año, y así lo harían también esta vez. Lo único que no sabía era cuál sería el objetivo.

Karima se puso a extender sobre el tejado de la cabaña las piezas de ropa, todavía húmedas. Lu'lu quiso ayudarla, pero ella no se lo permitió. Tenía que desempeñar el papel que las otras mujeres del campamento esperaban de ella. Y le resultaba muy difícil hacerlo. El comportamiento impersonal y distante de Lope le hacía casi imposible desempeñar correctamente ese papel. Karima pasaba por ser la mujer de Lope, o su amante, su compañera de cama o como quiera que lo llamaran las mujeres del campamento. Había llegado con él y vivía en la misma cabaña que él, de modo que le pertenecía. Nadie lo había puesto en duda hasta entonces, pero era evidente que las mujeres pronto empezarían a sospechar. La rigurosa reserva con que la trataba Lope era ya de por si llamativa, y también Lu'lu se lo había hecho ver.

– El monje pelirrojo estaba abajo, en el río -informó Karima-. Ha dicho cosas irrepetibles.

Lu'lu asintió, preocupado.

– Si, señora -respondió-. Ya va siendo hora de que se lo digáis también al señor.

Ella asintió, decidida.

– Como mínimo tenemos que aparentar que somos marido y mujer -dijo Karima-. O tenemos que inventar alguna historia que explique por qué no nos tratamos como tales.

– ¿Qué clase de historia? -preguntó Lu'lu.

– Cualquier historia que sea creíble -contestó ella-. Yo podría decir que he enviudado hace poco y que todavía tengo que mantener el luto que prescribe nuestra ley.

– Eso no será suficiente, señora -respondió cautamente Lu'lu, y tras echarle de soslayo una mirada inquisidora, añadió en voz baja-: La manera en que os habla el señor seguiría despertando sospechas.

Ella no respondió. Sabía que Lu'lu tenía razón. Desde Alcántara, Lope la había tratado siguiendo con inflexible obstinación todas las normas de la cortesía, de modo que a ella no le había quedado más remedio que responderle del mismo modo. Sin embargo, con el transcurso de los meses el mismo Lope había empezado a encontrar ridículo el trato formal, de modo que, por tácito acuerdo, habían pasado a evitar todo tratamiento directo. Había sido la única salida que les permitía tratarse con cierta familiaridad, al menos ante los demás, sin que Lope tuviera que renunciar a su reserva.

Hasta entonces habían conseguido ocultar su extraña relación, pues nunca se habían quedado más de tres días en un mismo lugar, pero en este campamento no podrían seguir ocultándola durante mucho tiempo. Aquí los ojos de los vecinos estaban constantemente dirigidos a ellos, aquí estaban bajo observación día y noche, aquí no tardaría en conocerse la verdad. Karima decidió no esperar más y hablar con Lope ese mismo día.

Pero cuando Lope volvió de los establos, Karima volvió a posponer el tema, pues al parecer Lope no estaba del humor adecuado, y luego ella no encontró la ocasión apropiada, y después le faltaban palabras, y finalmente ya fue demasiado tarde, pues llegó desde la puerta el toque de cuerno que habían estado esperando todo el día, y en todos los rincones del campamento los hombres se levantaron de un brinco, cogieron sus armas y se echaron al hombro la silla de montar. Lope también cogió sus cosas. El toque de cuerno era la señal para emprender la mancha.

Karima lo acompañó hasta los establos. Caminó a su lado mientras él llevaba los dos caballos hacia la puerta, donde se habían reunido los jinetes. Vio a los otros hombres despedirse de sus mujeres. Vio cómo las abrazaban y cómo ellas los ayudaban a montar y los acompañaban andando un trecho junto a sus caballos. Vio cómo las mujeres se aferraban a sus hombres entre sollozos y lamentos, como si no quisieran dejarlos manchar. Vio todo aquello y se quedó allí, silenciosa, mientras Lope subía a su caballo. Vio su rostro imperturbable, sus labios apretados. Quiso decirle algo. Quiso decirle que tuviera cuidado, que ella lo estaría esperando, pero no llegó a decir nada. Sintió que se le humedecían los ojos y bajó la mirada, y entonces se dio la señal para partir, y ya fue demasiado tarde.

Vio que Lope se despedía de ella inclinando la cabeza, y Karima le devolvió el saludo mientras lo veía espolear a su caballo. Y sólo en ese momento, cuando él ya estaba casi demasiado lejos, Karima hizo de tripas corazón y corrió tras él, gritando:

– ¡Lope! ¡Lope!

Corriendo junto a su caballo, se sacó el trozo de papel de la manga y se lo dio.

Lope lo cogió, y ella creyó ver cómo, de repente, la máscara de dureza caía del rostro de Lope, y vio cómo se sonrojaba. Y antes de que él pudiera volverse, Karima gritó rápidamente:

– ¡Vuelve pronto, Lope! ¡No me hagas esperar demasiado!

Karima lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista.

50

ALBESA

MARTES, 7 DE MAYO, 1084

29 DE IYAR, 4844 // 28 DE DU'L-HIDJDJA, 476

Cabalgaron a galope tendido hacia el este a través de un terreno montañoso cortado, a intervalos irregulares, por profundos valles. Cabalgaron en una larga fila por estrechos senderos, apartados de las carreteras, con sólo ocho hombres como avanzada, al alcance de la vista del grueso de la tropa, unos setenta jinetes, de los que casi la mitad llevaban armadura. La tropa de a pie venía detrás, como retaguardia; llegaría al objetivo un día después que los jinetes.

Nadie sabía cuál era el objetivo, salvo el Don, sus más estrechos colaboradores y el adalid, que cabalgaba al frente del grupo. Nadie lo preguntaba. La confianza que tenían en su jefe era ilimitada.

Lope sólo había tenido ocasión de observarlo durante cuatro días, pero en ese breve tiempo había visto lo suficiente para comprenden la admiración y el afecto, rayano en la adoración, que sentían aquellos hombres por su líder. Rodrigo Díaz tenía unos cuarenta años. Era un hombre de estampa poderosa, con unas anchas muñecas por las que se adivinaba una gran fortaleza física. No era llamativamente alto, pero su estatura estaba algo por encima de la media. Tenía el rostro largo y bien perfilado, los ojos afilados y las cejas pobladas. Tenía el cabello negro y liso, y un bigote cuidadosamente atusado. Su voz era profunda y sonora, y adquiría un tono metálico cuando gritaba. Pero rara vez gritaba. Su autoridad era tan grande que no necesitaba mucho para ejercerla.

Aún no había perdido ninguna batalla, como informó a Lope, lleno de orgullo, uno de los veteranos, y muy pocas veces había vuelto de una cabalgada con las manos vacías. Imponía un régimen muy severo, pero obtenía tales éxitos que sus hombres lo soportaban sin protestar. Antes de la partida había dado la orden de poner una segunda manta a los caballos, debido a lo largo del viaje. A uno de los hombres, que había desobedecido esta orden, lo había degradado inmediatamente a soldado de a pie. No había puesto reparos en revisar él mismo los setenta caballos. Sus éxitos no eran producto del azar.

Tras la puesta de sol llegaron al valle del río Cinca, cruzaron el cauce por un vado, e hicieron alto en la otra orilla, para dar un descanso a los caballos.

El padre Jerome, un francés que había renegado de sus votos de monje, que llevaba una cruz sobre el peto y era uno de los más estrechos colaboradores de Rodrigo Díaz, fue a buscar a Lope y lo llevó a presencia del Don. Era ya noche cerrada. El Don estaba sentado al abrigo de un pino, con la espalda apoyada contra el tronco. Sólo lo acompañaba su guardaespaldas, un hombre de porte hercúleo. Los hombres de la tropa se mantenían a una respetuosa distancia.

– ¿Sabes usar el arco moro? -preguntó Rodrigo Díaz sin perder el tiempo en introducciones.

– Sí -confirmó Lope.

– Tenemos muy pocos arqueros en la tropa -continuó el Don-. Tenemos que tratar de enseñar a unos cuantos de los jóvenes.

Lope no dijo nada. No sabía si la frase había sido dirigida a él o al francés.

– Siéntate -dijo el Don.

Lope obedeció. El francés también se sentó.

– Te he mandado llamar porque necesitamos un buen arquero para lo que tenemos pensado -dijo el Don.

Lope se inclinó hacia delante, para escuchar mejor.

– El pueblo que queremos conquistar está bastante bien fortificado -continuó el Don-. No tiene castillo, pero sí una fuerte muralla, y su situación excluye la posibilidad de un ataque por sorpresa. A caballo no podremos acercarnos a menos de una milla y media. Pero tenemos un plan. -Se volvió hacia el francés-. Explícale el plan, Jerome -dijo.

El francés se sentó derecho.

– Desde el inicio de la cuaresma, cada dos semanas llega al pueblo un comerciante. Viene de Roda, de las montañas. Trae tres burros y un criado. Se presenta a la puerta dos horas después de la salida del sol, una hora en que la gente del pueblo ya está fuera, en los sembrados. Cogeremos al hombre antes de que llegue al pueblo. En la tropa tenemos a uno de Roda, que habla su dialecto y se hará pasar por él. Cambiaremos al criado por otro y esconderemos tres hombres bajo las pieles de los animales. Eso hace cinco hombres. Con cinco hombres se puede reducir a los guardias de la puerta y mantener la posición lo suficiente como para esperar a los primeros jinetes de nuestra tropa.

– ¿Cuántos guardias son? -preguntó Lope.

– Dos -respondió el francés-. Un viejo, abajo, y un joven en lo alto de la torre.

– ¿Una puerta amurallada, con una torne? -preguntó Lope.

– Sí -dijo el Don-. Por eso necesitaremos tres arqueros.

– ¿Y quién estará al mando del grupo? -preguntó Lope-. ¿El de Roda?

– No -contestó el Don-. El Normando. Uno de mis capitanes. Aún no lo conoces.

– Comprendo -dijo Lope.

– ¿Estás de acuerdo? -preguntó el Don.

– ¿Qué sacaré a cambio? -replicó Lope.

– Ocho partes del botín.

Lope conocía la fórmula según la cual se dividían los botines en la tropa: para los soldados de a pie, una parte; para los jinetes ligeros, dos; para los jinetes de armadura, cuatro. El Don le estaba ofreciendo el doble de lo que le correspondía. Era una buena oferta.

– Ocho partes -repitió Lope.

– Así pues, estamos de acuerdo -dijo el Don.

El francés se levantó y dijo:

– Desde ahora irás en la avanzada. El adalid está enterado de todo. Más adelante te llevará al lugar donde te espera el capitán.

Lope se quedó sentado.

– ¿Algo más? -preguntó el Don.

– Si no salgo con vida -dijo Lope con voz serena-, ¿puedo confiar en que la mujer que ha venido conmigo recibirá mi parte del botín, mis caballos y todo lo que poseo, y que será llevada a Zaragoza junto con el criado negro?

– Puedes confiar en ello -dijo el Don.

Reemprendieron la mancha media hora más tarde. Había luna nueva, pero el cielo estaba poblado de estrellas y resultaba fácil distinguir el camino. Lope iba justo detrás del adalid, al frente del convoy. Era una cabalgada agradable, después del calor de la tarde y las nubes de polvo que había tragado. El ritmo de marcha ya no era tan forzado. Los caballos trotaban a un paso ligero, que no los fatigaba demasiado y, sin embargo, los hacía adelantar con rapidez.

Lope iba pensando en la misión que le esperaba. No tenía miedo. Si el capitán normando iba a tomar parte en el asunto, el plan debía de estar bien pensado. Durante los últimos días había oído hablar mucho de ese capitán. El Normando estaba en la tropa desde hacía apenas un año; por lo visto, era hijo de un barón de Normandía. La gente contaba maravillas de él. Su fuerza era tal que podía mantener quieta a una mula con la mano izquierda mientras le propinaba una paliza con la derecha. Una vez, para obligar a hablar a la dueña de un castillo, que no había querido decirle dónde escondía el dinero, le había metido un sapo vivo en la boca. Era famoso por sus historias con mujeres, y el verano anterior había realizado una pequeña hazaña, de la que Lope había oído hablar ya en Castilla: «La tropa del Don había sido llamada para reforzar la guarnición de la fortaleza de Almenara, que había sido sitiada por el señor de Lérida. Al mismo tiempo, un ejército de Barcelona se había puesto en marcha con el objetivo de reforzar a los sitiadores. En una mancha forzada, hecha de noche, Rodrigo Díaz había conseguido interceptar al conde de Barcelona y lo había atacado por sorpresa en un bosque, dispensando su ejército y tomando prisioneros a numerosos señores del más estrecho séquito del conde. Al día siguiente, el conde propuso entablar negociaciones, y acordaron un encuentro: a campo abierto, con las tropas a sus espaldas, sólo los dos comandantes a caballo y sin armas, acompañados únicamente de un mozo. El capitán normando había hecho el papel de mozo del Don. Y luego, cuando se encontraron en mitad del campo, el Normando había apresado al conde de sólo dos puñetazos. Con el primero había derribado el caballo del conde; con el segundo, a su gigantesco guardaespaldas negro. El conde y su gente tuvieron que pagar ochenta mil meticales de oro para comprar su libertad».

Inconscientemente, Lope había imaginado que el capitán sería un hombre de un aspecto físico imponente. Pero esa mañana se quedó perplejo al verlo. El Normando era alto, pero no desmesuradamente. Tenía una contextura fibrosa, pero era más bien delgado, y en modo alguno era el gigante que Lope había pensado encontrar. Su fuerza debía de sustentarse más en huesos duros y en tendones firmes que en poderosas masas musculares. El Normando no llegaba a los treinta años. Tenía el cabello tan claro como la paja descolorida, y lo llevaba al estilo normando, afeitado desde la nuca hasta la coronilla. Sus ojos eran diáfanos como el agua; tenía un cuidado bigote y, a menudo, una risa que dejaba ver todos los dientes y que podía significar tanto un desmedido goce de la vida como un peligroso gusto por la violencia, sin que fuera posible determinar a primera vista de qué se trataba realmente.

Una hora antes de despuntar el alba habían vuelto a acelerar el ritmo de la marcha, para detenerse finalmente en un bosque situado en la parte alta de un valle. Allí los esperaba un mallorquín llamado Cosme, que manejaba un arco largo; era un hombre bajo y macizo, apenas una palma más largo que su arco. Cosme llevó a Lope carretera arriba, donde, una hora después de la salida del sol, el capitán les salió al encuentro con los tres burros del comerciante de Roda.

– ¿Eres el arquero nuevo? -preguntó el capitán cuando estuvieron frente a frente, y como Lope asintió, lo examinó de arriba abajo para luego tenderle la mano, alegre, y decir-: Yo soy Baudry Fiz Nicolás, señor de Gravemont y Montmanin, a menos que mi señor, el maldito bastardo, no me haya desheredado por venir a España sin su autorización. -Llevaba puesta la túnica harapienta del criado y, debajo de ésta, una cota de mallas sobre su piel blanca-. Sólo confío en que manejes el arco tan bien como dicen -dijo el capitán.

Un hombre ya se había tumbado sobre uno de los burros, y lo habían cubierto con un montón de pieles. Cosme y Lope se tumbaron sobre los otros dos animales y dejaron que sujetasen la carga encima de ellos. El hedor era espantoso, y las moscas se le metían a Lope por la nariz y la boca. Cuando el burro por fin se echó a andar, el refuerzo de madera de la silla se le hendía en el estómago, provocándole náuseas. Lope iba en el tercer burro; entre las pieles, que se balanceaban de arriba abajo, veía las piernas del capitán.

– ¡Eh! -oyó gritar al Normando-. ¿Te han explicado nuestro plan? -Tenía una voz clara y joven.

– Ningún detalle -dijo Lope.

– Presta atención -respondió el capitán-. Sólo hay una dificultad, el hombre de la torre. Al viejo de la garita lo reduciremos fácilmente, pero no podremos acercarnos al hombre de la torne, pues la entrada está cerrada por dentro.

– Entiendo -dijo Lope. El olor le daba ganas de vomitar, de modo que apenas se atrevía a tomar aire.

– Sólo tenemos dos opciones – continuó el capitán-. O llevamos al viejo a la caseta de vigilancia para que llame al de la torre y lo haga bajar, o tendréis que acertarle desde fuera con una flecha cuando asome por el pretil.

Lope comprendió que el plan contenía más imponderables de los que el Don había querido admitir. Era evidente que el ataque se dirigiría contra un pueblo pequeño pero bien fortificado. A juzgar por la dirección en la que habían cabalgado, se encontraban en medio de la región fronteriza. En esa zona la gente no se dejaba sorprender tan fácilmente. Siempre contaban con un posible ataque en cualquier momento. Cada hombre tenía un arma lista para usar colgada de la puerta de su casa, y la mayoría no manejaban mal esas armas. Hasta las mujeres estaban acostumbradas a defender sus pueblos y sus casas.

– ¿Y si hay demasiada gente a la puerta? -preguntó Lope.

– No habrá muchos, no a esta hora -respondió el capitán, muy seguro de si mismo.

Habían salido del bosque. Ahora la carretera estaba flanqueada por un muro bajo hecho de piedras cuidadosamente apiladas. Delgados rayos de tenue luz solar estriaban las piedras. El polvo seguía húmedo de rocío.

– ¿Qué señal haremos a los otros? -preguntó Lope.

– Ninguna -dijo el capitán-. Cargarán apenas vean que estamos a la puerta.

– ¿Y cuánto tardarán en llegan?

El capitán titubeó un breve instante.

– Tienen que salvar una milla y media -dijo luego-. Primero sobre terreno plano, la última media milla sobre una ligera pendiente. Los más rápidos llegaran bastante pronto. El Don ha estipulado una recompensa para el primero que llegue a la puerta.

Lope sentía como si el burro anduviera cada vez más despacio. ¿Habían llegado ya a la pendiente? Quería preguntar cuánto faltaba, pero el capitán lo interrumpió antes de que pudiera terminar la primera palabra, mandándole callar. Había gente cerca. Campesinos montados sobre pequeños asnos, mujeres descalzas, pastores con ovejas y cabras, niñas que arreaban bandadas de gansos. Lope oyó que el hombre de Roda, que caminaba al frente, saludaba a todos los que pasaban. El polvo se revolvía bajo los pies. El sol había subido, y lamía el rocío de la carretera como una lengua sedienta. Lope cerró los ojos. Se sentía tan mal que todo le resultaba indiferente.

Unos momentos después oyó decir algo al hombre de Roda y escuchó que el capitán respondía con una maldición. Asustado, Lope preguntó:

– ¿Qué pasa?

– ¡La puerta está cerrada! -dijo el capitán.

– ¿No es normal? -preguntó Lope.

– Nunca había estado cerrada a esta hora del día -respondió susurrando el capitán.

De pronto Lope tenía la mente despejada. Presentía que algo no andaba bien, que algo no iba como tenía que ir. Escuchó, atento, pero no oyó nada. El capitán seguía a su lado, pero no se atrevía a preguntarle, pues no sabía cuán cerca estaban de la puerta. El burro empezó a andar más despacio y, finalmente, se detuvo. Lope vio que el capitán se dirigía hacia delante. Escuchó fuertes golpes y gritos, y luego una voz extraña:

– ¿Por qué tanto barullo, hombre? Espera a que vuelva. ¡Vendrá enseguida!

Era la voz de un muchacho. Tras una pausa, Lope la volvió a escuchar:

– ¿Dónde esta Hical? ¿Qué le pasa? ¿Por qué no ha venido él mismo?

– Está enfermo; tiene diarrea. Yo soy su hermano -oyó responder al hombre de Roda.

De algún lugar, muy cerca de allí, llegaba el ruido metálico de dos martillos de herrero, que golpeaban al mismo ritmo sobre el mismo yunque. El sonido era tan estridente que hacía vibrar el aire. Lope escuchaba con la respiración contenida, y un miedo cerval lo sobrecogió al comprender que todo estaría perdido si la puerta no se abría enseguida. Estaban ante la puerta. Aquella era la señal acordada. Toda la tropa debía de estar ya cabalgando a todo galope hacia el pueblo. Aunque el hombre de la torre no los reconociera como jinetes enemigos, no podía dejar de ver la nube de polvo que levantarían.

Volvieron a oírse voces. Y luego, de repente, un grito de espanto, aterrorizado, y un segundo grito, que sonó como un grito de auxilio y se interrumpió al instante. En ese mismo momento, el burro empezó a andar otra vez, y en lo alto empezó a sonar con rápidos golpes un gong de alarma, cuyo tañido penetrante desgarraba los nervios. Entonces el burro entró en el pasadizo de la puerta y el capitán cortó con la espada las cuerdas que sujetaban la carga.

– ¡Salid! -gritó el capitán-. ¡Deprisa!

Ante la puerta de la caseta de vigilancia yacía el cuerpo encorvado de un hombre; Lope lo vio de reojo mientras intentaba salir de entre las pieles. Tensó la cuerda del arco con manos temblorosas por el esfuerzo; estaba tan agarrotado que apenas podía moverse. Vio que el capitán sacaba de sus guías la viga superior de la puerta y la arrojaba al foso.

– ¡Mierda! -gritó el capitán-. ¡Menuda mierda! Hay que apartar las pieles; si no, nuestros hombres no podrán pasan.

– ¿Qué hay del hombre de allí arriba? -preguntó Lope.

– ¡Ya no hay nada que hacer! -le devolvió el gritó el capitán. Su voz retumbaba en el estrecho pasadizo de la puerta.

Lope ahuyentó al burro para que saliera del pórtico y arrastró un montón de pieles a la carretera, de modo que pudieran servirles para cubrirse en caso necesario.

– ¡Cuidado! -gritó el hombre de Roda. Estaba de pie bajo el arco de la puerta. Cosme y el tercer arquero estaban a su lado, ambos con los arcos listos para disparan.

Lope cruzó de un salto el camino que rodeaba las murallas por fuera, corrió hacia la calleja que conducía de la puerta al interior del pueblo y se apoyó contra la pared de la casa más próxima.

– ¡Tenemos que subir a la muralla! ¿Dónde están las escalas de cuerda? -gritó a los otros.

El hombre de Roda tenía en la mano un garfio listo para lanzar, pero no se atrevía a salir del abrigo del arco de la puerta.

– ¡Vamos, hombre! ¡A la muralla! -gritó Lope.

El capitán seguía ocupado sacando las pieles del pasadizo y arrojándolas al foso. Finalmente, el tercer arquero cogió la escala de cuerda e intentó arrojar el garfio sobre el pretil de la muralla. No acertó. El pasillo de la muralla no tenía techo. En tanto no consiguieran eliminar al hombre de la torre, no habría forma de subir a la muralla; y eso no sería posible hallándose tan cerca de la torre.

El gong de alarma enmudeció de repente y Lope vio la cabeza del hombre asomar entre las almenas. El ángulo era demasiado cerrado, resultaba imposible acertarle con una flecha. Lope oyó la voz chillona con que el hombre intentaba dar la alarma a los suyos. Tenía que alejarse de la torre. Se adentró más por la calleja, siempre pegado a la pared de la casa. Aún no se veía a nadie, pero la gente del pueblo no tardaría en llegar. Por la calleja sólo se veía hasta una distancia de treinta pasos, pues luego giraba.

De pronto, Lope oyó voces, y advirtió que tenía la espalda apoyada contra una puerta. Era una pesada puerta de vigas de dos hojas, con una pequeña portezuela en la hoja derecha. Vio que la puerta se entreabría, le asestó una fuerte patada y se abalanzó sobre ella con todo su peso. Aterrizó a cuatro patas sobre un suelo empedrado, vislumbró desde la oscuridad del pórtico a dos personas, se arrojó sobre la más grande, le clavó el puñal donde creyó ver la cara, sintió que había acertado, y volvió a hundir el arma una y otra vez. Advirtió que la segunda sombra intentaba escapar, y cuando sus ojos se acostumbraron por fin a la oscuridad, vio que era una mujer. La atrapó, le dobló un brazo apretándoselo contra la espalda y la empujó hacia la puerta, donde había perdido su arco.

– ¡Ni un solo ruido! -susurro.

Cerró la puerta y colocó la viga que la atrancaba sin soltar a la mujer.

– ¿Cuántos hombres más hay en la casa? -preguntó.

El hombre al que había abatido gemía y se arrastraba por el suelo. Era un anciano, no hubiera sido necesario matarlo, pero ya era demasiado tarde. Lope sabía que le había acertado demasiado bien.

– ¿Cuántos hombres? -volvió a preguntar.

– Sólo el joven señor y un criado -dijo la mujer, sollozando de miedo.

– ¡Llévame al tejado! -ordenó Lope, empujándola hacia la puerta trasera. La mujer lo llevó a la escalera, y Lope subió detrás de ella. Lope no se había dado cuenta de lo alta que era la casa. Ni siquiera sabía a ciencia cierta si la casa en la que se encontraba era la de la esquina. Tras cuatro tramos de escalera, llegaron a una trampilla.

– ¡Ábrela! -ordenó Lope con voz contenida. Fuera se oía nuevamente el gong de alarma, y ahora también un lejano griterío, pero en la casa todo parecía estar en calma.

La mujer abrió la trampilla. Lope le apretó el cuchillo contra la garganta y subió los últimos peldaños caminando muy pegado a ella. Salieron a un tejado llano, que rodeaba por tres lados el patio interior de la casa. Allí donde Lope pensaba que debía de encontrarse la muralla, el nivel del tejado era varios peldaños más alto aún. Tan alto que desde donde estaban no se veía la torre. No se veía a nadie. Oyó los gritos estridentes del hombre de la torre, el barullo de las calles y el clamor que surgía por doquier. Ya no sonaba el gong, pero el aire estaba cargado de un inquietante fragor, como el lejano presagio de una tormenta.

Empujó a la mujer de nuevo a la casa, cerró la trampilla y corrió el cerrojo. La azotea estaba rodeada por un pretil de la altura de un hombre, en el que, a intervalos regulares, se abrían aspilleras cubiertas con postigos de madera. Junto a las aspilleras había montones de piedras cuidadosamente apiladas. Lope subió rápidamente a la parte más alta del tejado, abrió los postigos de la aspillera más próxima y miró hacia fuera.

La torne de la puerta estaba justo frente a él, a menos de dos largos de lanza de distancia, y el borde superior del pretil de la torre estaba a menos de medio hombre de altura por encima de él. El centinela se había asomado por el pretil y arrojaba piedras hacia abajo. Lope no alcanzaba a ver a qué estaba apuntando. Retiró la cabeza de la aspillera, se apartó del campo visual del centinela y sacó una flecha de la aljaba. Eligió la más pesada; quería asegurarse, por si acaso el hombre llevaba armadura debajo de la camisa. Se volvió otra vez hacia la aspillera, mientras tensaba el arco, y dejó volar la flecha apenas tuvo al hombre a tiro. Le acertó exactamente en el esternón. El hombre estaba tan sorprendido que ni siquiera atinó a cubrirse; se quedó mirando fijamente el extremo emplumado de la flecha que le salía del pecho. Levantó las manos en un nervioso gesto de indefensión y no pareció sentir nada cuando le acertó la segunda flecha, a un palmo de distancia de la anterior. Lope ya tenía la tercera flecha en el arco cuando, de repente, y a pesar del barullo que llegaba de la calle y del fragor que se aproximaba cada vez más, oyó un ruido seco a su espalda. Se apartó del muro y se agachó instintivamente. Vio que un hombre armado con un hacha iba hacia él por el tejado. Lo recibió con una flecha y bajó de un salto los escalones que conducían a la parte inferior. Cuando se volvió a mirar, vio que el hombre chocaba contra el pretil y se desplomaba. La flecha le sobresalía un palmo por la espalda.

El fragor era ahora tan intenso que toda la casa parecía vibrar. Lope volvió a la parte alta del tejado con un par de pasos, miró hacia la llanura, más allá de la torre, y allí venían, subiendo la pendiente en una formación estirada, unos pocos algo más adelantados, a galope tendido, los otros a menos de trescientos pasos de distancia. Una gigantesca nube de polvo ondeaba detrás de ellos como una imponente bandera, que subía más y más alto, como si quisiera llegar al cielo.

– ¡Capitán! ¡Eh, capitán! -gritó Lope por encima del pretil. Vio que el tercer arquero yacía junto a la muralla, con los brazos y piernas estirados sobre el empedrado, y vio a los otros tres refugiados bajo el pasadizo de la puerta, agachados bajo un montón de pieles. Cosme disparó una flecha hacia la calleja; su aljaba ya estaba vacía, o eso parecía desde arriba. Ni el capitán ni los otros parecían haber oído los gritos de Lope. Entonces, de pronto, un traqueteo seco brotó de la calleja, y cuando Lope se asomó a mirar, vio que diez o doce personas empujaban un pesado carro hacia la puerta. Eran hombres y mujeres, armados con hachas y lanzas. Lope los cubrió de piedras, acertando en cada tiro; estaban justo debajo de él y no esperaban ser atacados desde esa dirección. Tres quedaron en el suelo, los otros huyeron rápidamente. El carro siguió avanzando por inercia hasta estrellarse con gran estrépito contra la muralla, al lado de la puerta.

– ¡Capitán! -gritó Lope-. ¡Capitán! -volvió a gritar agitando los brazos. Esta vez si lo oyeron. El capitán miró hacia él haciéndose sombra con la mano.

– ¡Podéis subir a la torre! -le gritó Lope-. ¡El hombre está muerto!

En ese mismo instante llegó al puente el primer jinete y se precipitó por la calleja con un rugir de cascos, seguido por el segundo. Ante la muralla, de la formación estirada salieron dos pequeñas tropas que rodearon inmediatamente el pueblo con el objetivo de coger a los fugitivos.

Harían falta uno o dos días más para que todas las casas, mezquitas y torres cayeran en sus manos. Pero ya no había duda: el pueblo, con todo lo que había en él, les pertenecía.

51

RÍO ALCANADRE

JUEVES, 9 DE SIWÁN, 4844

16 DE MAYO, 1084 // 7 DE MUHARRAN, 477

Una de las mujeres del campamento había dado a Karima el nombre de «at-Tubayba», «nuestra pequeña médica». La mayoría de las andaluzas la llamaban así. En el campamento había muchas andaluzas, tanto muzárabes como musulmanas que habían sido tomadas como botín en algún ataque y luego habían preferido quedarse allí, pues la vida con los mercenarios parecía más agradable que el trabajo incesante que se exige a una criada o una campesina. En el campamento había mujeres de toda condición y todos los países. Karima había oído historias increíbles: relatos de las vidas colmadas de aventura de criadas evadidas, putas marcadas con fuego y adolescentes compradas a sus padres. Una de sus vecinas era una muchacha rubia de dieciocho años, natural del país del emperador de los francos, que afirmaba ser hija de un distinguido señor. Cuando tenía doce años había emprendido un peregrinaje a Compostela con su padre. El padre había muerto durante el viaje, dejando a su hija y el dinero que llevaba para el viaje en manos de uno de sus vasallos. Este vasallo había huido con el dinero, dejando a la niña desamparada. Ella se había hecho pasar por un muchacho y había vivido dos años pidiendo limosna; luego se había unido a un grupo de juglares y había aprendido a hacer juegos malabares con cuchillos, hasta que el hijo bastardo de un comandante castellano se había enamorado de ella y la había llevado consigo al campamento del Don.

Karima había oído innumerables historias. Pero tras dos semanas esas historias habían perdido paulatinamente su encanto, y había empezado a molestarle tener que vivir sobre el suelo raso y entre paredes de esteras y lonas enceradas. En el campamento pululaban los insectos, y Karima libraba una desesperada batalla contra pulgas y piojos. Pronto también estuvo harta de tener que escuchar una y otra vez las mismas historias de hombres. Hasta Felicia, con su sudoroso afecto, le resultó a la larga difícil de soportar. Karima se apartaba siempre que podía.

Empezaba a preguntarse cuánto tiempo más tendría que llevar esa vida. ¿Cuánto tiempo pensaba Lope quedarse con ese montón de mercenarios? Al principio no había pensado demasiado en aquello de que los hombres conquistarían un lugar estable al que luego se trasladaría todo el campamento. No había llegado a comprender bien qué significaba eso. Pero, con el paso de los días, había ido tomando conciencia. Los hombres atacarían alguna pacífica población, tomando prisioneros a los habitantes y matando a quienes se resistieran. Hacían la guerra contra gente inocente. Y Lope era uno de ellos. Ella misma era uno de ellos. Cuando más adelante se trasladara a la ciudad, sería tan culpable como los otros. ¡Dónde había ido a parar! ¿Qué esperanzas tenía? ¿Qué esperaba realmente? ¿Qué tenían en común ella y Lope? ¿Qué futuro? Qué otro futuro podía tener Lope, si no éste: guerrear y hacer botín al servicio de algún comandante de mercenarios. ¿Qué había aprendido a hacer Lope en su vida, además de manejar armas?

Recordó una conversación con Ibn Eh, que había demostrado tener la mente más clara que su padre y había comprendido mejor que una muchacha de catorce o quince años se sintiera impresionada por aquel joven hidalgo español. Ibn Eh había despachado a todo el estamento militar con unas pocas palabras, dichas como de paso pero tan bien dirigidas que Karima nunca las había olvidado. Había hablado de una clase social innecesaria, que sólo destruía, sin construir jamás. Había hablado de una valentía estúpida que exponía a los hombres a peligros de los que cualquier persona razonable huiría. De insensatos que no habían sido capaces de separarse de los juguetes de su niñez y, al llegar a adultos, seguían jugando, sólo que, por desgracia, sus juguetes eran mortales.

Durante aquellos días de soledad, Karima, en algunos momentos, había estado a punto de pedir a Lu'lu que la llevara a Zaragoza.

Pero aquella tarde, poco antes de la puesta de sol, cuando una ola de nerviosismo se apoderó del campamento y las mujeres corrieron hacia la puerta dejando ondear sus faldas, cuando Alienor, la provenzal de la cabaña vecina, se echó rápidamente encima su vestido rojo y se soltó el cabello, que cayó largo sobre su espalda, y el griterío que venía de la puerta anunció finalmente el regreso de los hombres, entonces ya todo quedó nuevamente olvidado.

Sólo se esperaba a una pequeña tropa, que ayudaría a desmontar el campamento y a llevar a las mujeres y todo el bagaje a salvo al nuevo acantonamiento. No cabía esperar que Lope llegara en el grupo; sin embargo, Karima si lo esperaba. Quiso correr hacia la puerta como las otras, pero tras un par de pasos se detuvo y se quedó al borde de la amplia calle del campamento, se alisó la falsa, miró confusa a su alrededor y se sintió abochornada al ver la mirada de Lu'lu dirigida hacia ella.

– ¡Allí está! -dijo Lu'lu, señalando con el brazo estirado en dirección a la puerta.

Karima lo vio llegar por la calle del campamento, entre los otros. No eran más de veinte hombres. Algunos ya habían desmontado, otros habían subido a sus mujeres al caballo. Alienor, con su vestido rojo, estaba sentada delante de uno que cabalgaba junto a Lope. Ése debía de ser el capitán del que tanto hablaba la Provenzal, que ahora lo había abrazado del cuello.

Lope estaba ileso. Levantó el brazo al ver a Karima. Estaba gris de polvo y su rostro parecía una máscara de hierro. También los otros iban cubiertos de polvo de arriba abajo. Entre ellos había hombres a los que Karima no había visto nunca en el campamento. Un rostro le resultaba familiar, pero no tuvo tiempo de pensar en él, pues Lope ya estaba allí, desmontando y sacudiéndose el polvo del traje.

Karima oyó una voz que venía desde arriba, una voz sonora y clara.

– ¡Eh, Lope! ¿Esa es tu mujer?

La voz le cortó la respiración, sin que ella supiera por qué. Cuando levantó la mirada vio la silueta de un jinete recortada contra el sol. Entornó los ojos. Alienor y su vestido rojo. El capitán. A primera vista no lo reconoció. Aquel bigote del color de la paja la confundía. La vez anterior no lo llevaba. Pero entonces él la miró enseñando los dientes, radiante, y ella estuvo segura. Ya no cabía duda, ni la menor posibilidad de duda: esa boca ancha, esos dientes de rapaz, esos ojos azules como el agua.

– Hombre, hermano, ¿por qué no me habías hablado de esta mujer? -le oyó decir-. ¿Por qué te lo llevabas tan callado? ¡Vaya hermosura! -Se inclinó en la silla-. Mis respetos, dueña -dijo, radiante-. Mi más sincera admiración.

Karima estaba tan sorprendida que devolvió la inclinación, y un escalofrío recorrió su cuerpo cuando, de pronto, le vino a la cabeza la idea de que él también tenía que haberla reconocido. Pero un instante después cayó en la cuenta de que él no podía haberla visto, pues aquel día llevaba puesto su velo de viaje.

– Lope, amigo mío -le oyó decir-, espero poder recibiros en mi casa pronto.

Karima le vio hacer un gesto ampuloso con la mano, señalando su cabaña, y luego, por fin, espolear su caballo y marcharse.

Karima reconoció también al mozo que lo seguía, un chico de rostro alargado, ojos amables y barba rala y rubia. Le flaquearon las piernas y tuvo que cogerse de un poste. No se atrevía a levantar la vista y mirar a Lope a la cara. Temía que él hubiera adivinado lo que ocurría. Pero luego vio que Lope no le prestaba ninguna atención; ni siquiera tenía intención de dirigirse a ella para saludarla. Estaba ocupado con su caballo; le quitó las alforjas y se las dio a Lu'lu, que se apresuró a llevarse el animal. Cuando Lope y Karima estuvieron solos, se quedaron de pie frente a la cabaña como dos extraños reunidos inesperadamente por el azar en un mismo lugar, sin saber qué decirse.

Karima casi se sintió aliviada cuando, poco después, el capitán de la cabaña vecina llamó a Lope y le propuso que lo acompañara a lavarse al río.

Cuando Lope volvió, estaba de un humor más distendido. Lu'lu había encendido fuego, conseguido vino y asado unos cuantos pájaros. Mientras comían, preguntó a Lope por la cabalgada, sonsacándole más y más detalles, hasta que finalmente Lope salió de su reserva y empezó a contar.

Pero cuando ya se había puesto el sol, la conversación se interrumpió de repente, pues de la cabaña del capitán empezaron a llegar los gemidos de la bella provenzal, seguidos de agudos gritos, risitas melindrosas apenas reprimidas y, finalmente, sollozantes jadeos de placer en todos los tonos posibles, tan exageradamente sonoros como si quisieran hacer partícipe de sus placeres a todo el campamento.

Lu'lu intentó sofocar los ruidos hablando en voz más alta y más deprisa, pero era en vano. Lope enmudeció y se quedó mirando fijamente el fuego; por fin, se puso de pie sin decir nada y desapareció en dirección a la puerta del campamento y los establos.

Karima y Lu'lu se quedaron en silencio junto al fuego, viendo cómo se consumía. Cuando ya sólo quedaban unas pocas llamitas azuladas ardiendo entre las brasas, el monje pelirrojo apareció calladamente sobre el resplandor de la hoguera, sigiloso como una rata hambrienta, y dijo:

– ¡Vaya hombre es ése! ¡Carga con una olla llena de miel y ni siquiera la prueba!

Lu'lu se levantó de un salto, pero no estaba aún de pie cuando el monje ya había vuelto a desaparecer al abrigo de la oscuridad. Ya sólo oyeron su horrenda risa.

La noticia sobre el extraño comportamiento de Lope no tardó en dar la vuelta al campamento. Karima empezó a notarlo ya al día siguiente. Hasta entonces nunca nadie la había molestado. El Don imponía sanciones draconianas a los hombres que intentaban arrebatarse mutuamente la mujer y se peleaban por ello. Mientras fue considerada la mujer de Lope, Karima había podido sentirse segura, pues él, contratado como jinete de armadura, pertenecía a la clase privilegiada del campamento. Pero ahora que Lope había dado a entender con su actitud que no la pretendía como compañera de cama, Karima se había convertido de pronto en una presa disponible. Primero no comprendió lo que pasaba por las cabezas de los hombres; estaba demasiado poco familiarizada con las costumbres de ese nuevo mundo. Sólo advirtió que la miraban con codicia y que se comportaban de otra manera cuando la veían andar por el campamento: más impertinentes, más provocadores, inflados como gallos en celo. La actitud de las mujeres también cambió de la noche a la mañana; ahora minaban a Karima con ojos recelosos, o se mostraban agresivas, como la bella Alienor, que, cuando iban a buscar agua, tropezaba con ella adrede para hacer caer la jarra que llevaba sobre la cabeza. Muchas mujeres que hasta ahora la habían tratado con simpatía, procuraban apartarse de ella, como si de un momento a otro se hubiera convertido en su enemiga. Hasta Felicia la eludía.

Karima ya casi no salía de la cabaña, y cuando no le quedaba más remedio que hacerlo, se acompañaba siempre de Lu'lu. Pero de poco servía el criado negro. A pesar de su imponente estatura, ninguno de los hombres parecía tomarlo en serio. No lo consideraban un hombre. Su presencia no los intimidaba.

A última hora de la tarde, cuando Lope estaba en los establos, el capitán hizo una visita a Karima. Llevaba puesto un capote de seda rojo y zapatos marrones como los dátiles, se contoneaba como un pavo real y le hacía la corte descaradamente. Decía lamentar no haber encontrado a Lope en casa, pero no había duda de que, en realidad, se alegraba; además, había elegido el momento exacto para encontrar sola a Karima.

Al día siguiente, el capitán envió a su mozo con una invitación formal para que Lope y Karima fuesen a comen a su casa. El mismo se ocupó de la comida. Mandó servir codornices y perdices asadas, y para beber vino de Valencia escanciado en copas moras. Mostró su mejor lado; se deshizo en atenciones hacia Karima y le echó delicados requiebros, que sonaban tan graciosos en su español entrecortado que Karima no podía evitar reírse espontáneamente. Por momentos, cuando pensaba que ese hombre alegre, encantador y cortés era uno de los asesinos del puente de Alcántara, dudaba de si misma, no podía creerlo.

Sintió la mirada de la bella provenzal, que se había maquillado como una puta para una fiesta, y que actuaba como una gran dama, dirigiendo fogosas miradas a Lope, en un desesperado intento de poner celoso a su amante. Vio que la seguridad en sí misma de la Provenzal iba mermando bajo el menosprecio del capitán, y que el odio empezaba a arder en ella hasta arrancar destellos a sus ojos.

Al capitán los ojos le brillaban de puro deseo. A Karima le resultaba muy difícil defenderse de sus cumplidos. La tensión del ambiente podía contarse con un cuchillo. Sólo Lope parecía no darse cuenta de nada. Comía con buen apetito, bebía como Karima jamás le había visto beber, se dejaba acariciar por las miradas de la Provenzal e ignoraba las alusiones del capitán, como si estuviera sordo. Y Karima ardía por dentro; estaba tan furiosa como nunca antes. A punto estuvo de revelar a Lope quién era el capitán.

Al día siguiente, Karima advirtió sorprendida que los hombres volvían a dejarla en paz. No más silbidos ni chasquidos de lengua ni gestos desvergonzados. Karima tardó un rato en comprender qué había ocurrido: el capitán había dejado bien claro a ojos de todos que estaba interesado en ella. Con esto, Karima se había tornado inalcanzable para todos los demás hombres. Ninguno estaba dispuesto a disputársela al Normando. Se sentía furiosa, tanto más por cuanto Lope ni siquiera parecía intuir lo que pasaba.

Ya la tarde siguiente, el capitán volvió a insinuar sus expectativas. Se presentó en la cabaña nada más marcharse Lope a los establos. Karima intentó rechazarlo, pero el capitán actuaba como si su visita se apoyara en una larga tradición que le concedía un firme derecho. Le llevó una cadena de coral rojo. Cuando Karima rechazó el regalo, el capitán fingió arrepentirse y le pidió, de un modo encantador, que perdonara su atrevimiento.

Al atardecer, cuando los hombres se habían reunido con el capitán para deliberar y Karima estaba sola, sentada a la puerta de la cabaña, volvió a aparecer de repente el monje pelirrojo.

– ¿Por qué no sois un poquito más amable con nuestro capitán? -preguntó el monje, y esta vez su voz no tenía aquel tonillo sarcástico-. El capitán os tiene en mucho. Podéis vivir muy bien a su lado. No encontraréis un hombre mejor en toda la tropa.

Karima hizo como si no oyera.

– Según he oído, el capitán estaría dispuesto a echar hoy mismo a esa bonita provenzal. Le paga seis dinares de oro al mes. Estaría dispuesto a ofreceros a vos el doble, sin contar los regalos.

Karima apretó los labios y siguió mirando fijamente hacia delante.

– El capitán os daría todo lo que desearais -continuó el monje, acercándose tanto que ella podía oir su respiración, y, susurrando, añadió-: Se dice que el capitán es capaz de arrancar un guijarro de una pared con lo que lleva bajo el cinturón, ¡así está de bien dotado!

Karima no se movió. Esperó a que el monje se marchara, se levantó y entró en la cabaña. Y, a oscuras, se acurrucó en el suelo y se llevó las manos a la cara para reprimir sus sollozos. Los hombros se le sacudían mientras ella lloraba en silencio. Lloró como no lo había hecho nunca desde que dejó de ser una niña.

Lope había tomado por costumbre salir cada día al amanecer y cabalgar una hora por los pastos de la orilla del río, para mantener en movimiento a los caballos. Al principio, cuando toda la tropa estaba aún en el campamento, encontraba por lo regular a algún otro hombre que quisiera acompañarlo. Pero esos últimos días había salido siempre solo.

Esa mañana, el capitán lo estaba esperando en los establos. Salieron a cabalgar juntos. Atravesaron el pinar en dirección al norte, bajaron al valle por un estrecho sendero y siguieron por el fondo del mismo. Cuando salieron a un terreno abierto, en el que podían cabalgan uno al lado del otro, el capitán dijo sin rodeos:

– Escucha, hermano, tengo que hablar contigo de una cosa.

Lope le echó una mirada interrogante.

– Ya imaginarás qué quiero pedirte -continuó el capitán.

– No -dijo Lope.

El capitán pareció sorprenderse, pero no por ello se detuvo.

– Se trata de la mujer que tienes contigo -dijo-. La gente del campamento afirma que ella no significa nada para ti. No suelo creer en las habladurías de la gente, pero si lo que dicen es verdad, estoy dispuesto a proponerte un trato -hizo una pausa y miró a Lope, escudriñándolo.

– ¡Vaya! -dijo Lope- ¿Qué tipo de trato?

– Un trato honrado, entre hermanos -dijo el capitán enseñando los dientes-. Escucha, amigo, los dos necesitamos un cambio, lo entiendo, no hace falta que me lo digas. Te ofrezco a esa francesita y cincuenta meticales de oro. ¿Trato hecho?

Lope vio la mirada expectante del capitán y, en un primer momento, se dijo que no debía de haber entendido bien, aunque sabía perfectamente qué era lo que quería el capitán. No estaba seguro de si sentirse ofendido o furioso, pero notó que la furia empezaba a apoderarse de él. Sin embargo, cuando iba ya a responder violentamente, logró contenerse. ¿Qué motivo tenía para montar en cólera? ¿Qué derecho tenía? Karima no era su mujer ni su hermana. Si el Normando iba tras ella, ¿por qué habría de impedírselo? ¿Acaso la oferta del capitán no estaba en consonancia con el código de comportamiento que regía en la tropa?

– ¡Ochenta meticales! -dijo el capitán.

Lope esquivó su mirada. ¿Era posible que ese putero normando tuviera ya algún motivo para albergar esperanzas? ¿No le había dicho Lu'lu que el capitán había visitado a Karima dos veces cuando él no estaba? ¿Acaso ese maldito hijo de puta no había estado pavoneándose ante ella durante aquella comida?

– ¡Cien meticales! -dijo el capitán.

– Ésa no es la cuestión -dijo Lope con seca cortesía.

El capitán lo miró de reojo, con una ancha sonrisa.

– Ésa no es una respuesta -replicó.

– Pues no hay otra -dijo Lope, siempre con la cabeza recta hacia delante.

– Como tú quieras, hermano -dijo el capitán, sin enojarse-. No quería ofenderte. Pero mi oferta se mantiene: la francesita y cien meticales en oro. Piénsalo con calma. Puedo esperar. -Detuvo su caballo, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, antes de que Lope pudiera responder.

Lope clavó los talones en las ijadas de su caballo y subió a todo galope por la ladera del valle, como queriendo escapar de sus pensamientos. Luego, en algún momento, se detuvo de repente, y le acudió a la cabeza la idea de que el capitán podía estar con Karima en ese preciso momento, quizá contándole el resultado de su conversación. Se dijo a si mismo que tenía que proteger a Karima de ese maldito normando, se lo debía al hakim. Y de pronto se dio cuenta de que él era el culpable de todo. No debía haber llevado a Karima a ese campamento de mercenarios, o, como mínimo, no debía haberla dejado sola allí. Debía haberla llevado a Zaragoza con Lu'lu inmediatamente después de llegar; debía haberle evitado esa estancia en el campamento. Se sumió en el remordimiento, pero conforme se acercaba al campamento iba abriéndose paso otra idea. ¿Por qué motivo la gente del campamento había empezado a decir lo que había insinuado el capitán? ¿Acaso había molestado alguna vez a Karima desde que emprendieron su largo viaje juntos? ¿No había dejado a Lu'lu para que la protegiera? ¡Quizá era precisamente eso lo que había incitado las habladurías de la gente! Quiso aferrarse a esta última idea, pero cuando llegó a los establos estaba convencido de que la culpa de todo debía buscarse más en Karima que en él. Tenía la cabeza llena de reproches a Karima, y mientras bajaba por la calle del campamento, iba hilando las palabras con las que revestiría esos reproches. Cuando se topó con ella a la puerta de la cabaña, dijo, enojado pero en voz tan baja que sólo Karima pudo escucharlo:

– ¡Han ocurrido cosas que afectan a mi honor! ¡Cosas que nos conciernen a los dos y de las que tenemos que hablar!

Ella lo miró sorprendida, achinando los ojos.

– ¡Cosas! ¡Cosas! ¿Qué cosas?

Lope no estaba preparado para esa respuesta, pero consiguió mantener el tono de enfado:

– No creo que éste sea lugar para hablar -dijo-. ¡Aquí nos oyen todos!

– Bien -respondió Karima con la misma vehemencia-. Entonces vayamos a donde no nos oiga nadie.

Karima se levantó de un salto y cogió la calle del campamento en dirección al río. Andaba muy deprisa, obligando a Lope a seguirla casi a la carrera. Él, ante esta prisa impuesta, perdió parte de su seguridad en sí mismo, y de repente advirtió que tampoco encontraba las palabras que tan cuidadosamente había preparado. Cuando llegaron al tortuoso sendero que conducía al río, y Karima le preguntó a bocajarro de qué quería hablar, ya sólo pudo balbucear.

– Se trata de ese normando… del capitán… -empezó, pero cuando Karima volvió hacia él sus ojos centelleantes, enmudeció por completo.

– ¡Del capitán! -dijo ella con inquietante dureza-. ¡Esto empieza bien! ¡Yo también tengo algunas cosas que decirte del capitán!

Lope encontró una respuesta adecuada, pero antes de que pudiera decirla, Karima se dio la vuelta y siguió bajando por el sendero con largas zancadas, y él encontró inapropiado dirigir sus reproches contra alguien que le daba la espalda.

– ¡Te escucho! -dijo ella, mordaz.

Lope tenía que decir algo si no quería terminar agachando la cabeza.

– ¡No tengo ganas de hablar y correr al mismo tiempo! -dijo.

Karima se detuvo tan de improviso que Lope casi siguió de largo.

– ¡Vaya, por fin! -dijo ella-. ¡En estos últimos meses no hemos hecho otra cosa que hablar y correr!

– Esa no es la cuestión -contestó Lope, enérgico.

– ¿Y cuál es la cuestión, entonces? -replicó ella, furiosa-. ¿Cuál puede ser? ¡Llevo siglos esperando que lleguemos de una vez a la cuestión!

– Volvió a darse la vuelta y siguió sendero abajo.

Lope corrió tras ella, sólo para volver a detenerse de golpe un poco más allá.

– Se trata de… de que me siento ofendido en mi honor. En el campamento circulan rumores… -empezó a decir, titubeando-. Se trata de que no puedo permitir que ese bocazas de normando o cualquier otro se imaginen… No estoy dispuesto a aceptar… -se interrumpió, pues tenía la impresión de que ella no lo estaba escuchando. Se puso furioso consigo mismo, por no haber sido capaz de hallar las palabras oportunas. Ya ni siquiera sabía qué tenía que reprocharle a Karima, por más que se esforzaba en reencontrar el hilo.

Por fin llegaron al fondo del valle. Karima se volvió y lo miró con los ojos entornados y expresión de furia. Temblaba de rabia; estaba tan furiosa que Lope se apartó un paso sin pensar.

– ¡Tú! ¡Tú! ¡Siempre tú! -le gritó a la cara-. ¡Tu honor, tu venganza, tu estúpida promesa! ¡En lo único que piensas es en ti! ¡Lo único que tienes en la cabeza eres tú! ¡Todo gira únicamente en torno a ti! ¡A ti! ¡A ti!

Lope estaba convencido de que ella no tardaría en arrojarse sobre él, y levantó las manos en un gesto espontáneo de defensa.

– ¿Has pensado alguna vez en mí durante todo este tiempo? -continuó con voz vibrante de rabia-. ¿Has desperdiciado aunque sea un solo pensamiento en mí? ¿En cómo lo he pasado, cómo me he sentido? ¿Se te ha ocurrido alguna vez ponerte en mi lugar? ¿Has pensado en mi alguna vez? ¡Dímelo! ¿Has pensado alguna vez en mi en todos estos meses?

Lope no sabía qué responder. Se quedó mirándola, completamente amilanado. No estaba preparado para semejante estallido. Nunca hubiera creído que Karima pudiera mostrarse tan fuerte.

– Me dejas aquí, entre esas mujeres que se rompen la boca hablando de mi, porque no saben si soy tu mujer, tu hermana o simplemente una puta judía. Me arrastras a la casa de ese presuntuoso capitán y ni siquiera te das cuenta de que me está haciendo la corte, y yo todavía tengo que estar agradecida, porque al menos así los demás hombres me dejan en paz. Me tratas como si tuviera lepra, y después te sorprendes de que la gente hable. Ni siquiera te dignas a darme la mano cuando me saludas. Te sientas allí, inmóvil como un palo, no hablas, ni tan sólo guardas las apariencias, y después aún tienes la desfachatez de quejarte de los rumores que circulan. Tienes la desfachatez de hacerme reproches, mientras yo he de resignarme a que un fulano cualquiera envíe a su lacayo para hacerme propuestas indecentes. ¡Hasta ahí hemos llegado! ¡No pienso aguantar más!

Lope era incapaz de producir un solo sonido. Estaba tan afectado, tan indefenso, que en ese momento Karima hubiera podido tirarlo al suelo con la punta del dedo meñique.

– ¿Qué propuestas? ¿Qué lacayo? ¿Qué fulano? -balbuceó.

– ¡Sí! -dijo Karima, fuera de sí-. Eso es lo que te gustaría saber. ¡Quién! ¡Qué hombres! Porque eso empaña tu honor, tu sensible honor. Voy a decirte lo que pienso de tu honor. ¡Me cago en él! ¡Me cago en tu honor!

Estaba de pie junto a él, ebria de rabia, como en espera de que Lope se atreviera a mover un solo dedo para arrojársele encima. Pero, como Lope callaba, se quitó de un tirón la faja de la cabeza, que se había soltado. Por un instante Lope creyó ver en sus ojos una sonrisa burlona, aunque no estaba seguro, y ella no le dio tiempo a comprobarlo, pues pasó a su lado sacudiendo la cabeza para desenredarse el pelo y volvió a subir el sendero con paso enérgico, al tiempo que se colocaba nuevamente la faja.

Cuando estaba ya a mitad de la cuesta, se volvió una vez mas. -Ya era hora de que habláramos -gritó hacia abajo. Lope no supo qué contestar.

Partieron un día. Un largo convoy: bestias de carga; carros sobrecargados a los que iban atadas cabras, ovejas y vacas; jinetes delante y a los lados, como perros ovejeros manteniendo unido el rebaño; mujeres y niños a pie. Los más lentos marcaban el ritmo de la mancha. El capitán había calculado tres días para el viaje.

Levantaron su primer campamento nocturno en el valle del Cinca. Acababan de acomodar las cosas, reunir los carros y alimentar a los caballos cuando los primeros relámpagos cruzaron el cielo. De pronto hubo un extraño ruido en el aire, un inquietante zumbido apenas audible, que se oía sólo porque todos los demás sonidos se apagaron. Ya no se oía el murmullo de las hojas ni el canto de los pájaros ni el crujir de la hierba seca. No se sentía una sola ráfaga de aire. Absoluto silencio, como si la naturaleza contuviera la respiración. Sólo ese zumbido en el aire, cada vez más intenso, atemorizando a los animales y haciendo llorar a los niños. Y luego todo se precipitó: el rayo desatándose sobre el horizonte, el interminable rugido cada vez más fuente y amenazante del trueno, y una colosal pared de nubes levantándose en el cielo.

Tuvieron que salir del valle, porque temían que el río se desbordara. Engancharon los caballos y empacaron las cosas lo más rápidamente posible, pero aún no habían terminado cuando la primera ráfaga de viento azotó los árboles y avivó las hogueras, y dos caballos se espantaron, huyendo a todo galope y pisoteando los bultos de equipaje. Entonces cundió el pánico. Todos intentaron ponerse a salvo a toda costa, salir del valle, subir, alejarse del río.

Lope había cabalgado en la parte delantera del convoy, con Karima y Lu'lu, y habían acampado cerca del brazo principal del río, en un terraplén circular poblado de árboles. Al acercarse la tormenta, Lope los había incitado a partir inmediatamente, pero mientras todos los demás huyeron hacia atrás, ellos tres cruzaron el río, intentando llegar a tiempo a la orilla oriental. Llegaron justo a tiempo. Un instante después se desató el infierno, con sus relámpagos cegadores y el estrépito vibrante de los truenos, y luego cayó el agua, como si un gigante hubiera abierto con su cuchillo el monstruoso odre de nubes negras que pendía sobre ellos.

Sólo un instante después estaban empapados hasta los huesos, con las botas llenas de agua hasta el borde, las alforjas caladas hasta las capas más internas. Nada resistía al agua. Avanzaron tirando de las riendas de los caballos a través del ralo bosquecillo. Pequeños arroyos empezaban a formarse por todas partes. La noche era oscura como boca de lobo, pero los rayos se sucedían con tal rapidez que podían moverse sin peligro por entre los árboles. Por fin, Lope encontró a una cierta distancia del camino un lugar más o menos protegido, abrigado del viento por una gran encina inclinada, a cuyo tronco ató un toldo que por lo menos protegería a Karima. A la entrada de esta tienda improvisada amontonó las sillas de montar y las alforjas, para protegerla aún más del viento, y arrancó un par de ramas para cubrir el suelo, mientras Lu'lu se ocupaba de mantener tranquilos a los caballos.

Cuando el refugio estuvo listo y Karima por fin pudo tumbarse, se dieron cuenta de que todo su trabajo había sido en vano, pues en cuanto se aleló la tormenta y dejó de llover, empezó a gotear de las ramas de los árboles, de modo que habrían estado mejor en un lugar al descubierto. Pero ya era demasiado tarde; estaba tan oscuro que uno apenas podía ver sus propias manos.

Lope se acuclilló a cierta distancia del refugio, bajo el tronco de un árbol, abrazándose las piernas y tensando los músculos para reprimir el temblor que lo atacaba cada vez con mayor frecuencia. La noche no era fría, pero la humedad lo helaba; cada ráfaga de viento parecía penetrar en su piel y cada gota que le caía encima parecía bañarlo de pies a cabeza. Hubiera podido buscar un lugar seco, pero mientras Karima estuviera bajo el toldo sobre el que chapoteaban sin descanso las gotas que caían de las copas de los árboles, él, pensaba, tendría que quedarse debajo de su árbol. Como mínimo quería esperar hasta que se quedase dormida. Prestó atención y le pareció oír que a Karima le castañeteaban los dientes, y aquel sonido le oprimió la conciencia, como si él solo fuera responsable de la tormenta, la humedad y el frío que ella tenía que padecer. Más tarde, se quedó dormido. Cuando despertó seguía oscuro. No oía ningún ruido procedente de la tienda. Tampoco oía a los caballos. Estaba atenido de frío. Un rato después, se dijo que debía ir a ver los caballos. Se levantó silenciosamente y caminó a tientas entre los árboles hasta llegar a donde estaba Lu'lu. El criado negro yacía boca abajo encima del caballo de reserva, los pies cruzados sobre la grupa del animal, las manos abrazando el pescuezo y la cabeza apoyada sobre éste. Dormía plácidamente; parecía estar caliente sobre el lomo tibio del animal.

Lope retrocedió unos pasos, prestó atención una vez más a la respiración de Karima, buscó un claro que estuviera seco y se acostó allí. Negros nubarrones cruzaban el cielo, y entre los jirones de nubes empezaban a asomar las primeras estrellas. Lope seguía congelado como un gato mojado, pero volvió a quedarse dormido antes de que despuntara el alba.

Una escalofrío sacudió a Karima, despertándola de un profundo sueño. Yacía en el suelo como petrificada; tenía la sensación de que todo su cuerpo se hubiera encogido para aprovechar el último e ínfimo resto de calor que se conservaba dentro de ella como por milagro. Yacía aovillada con ropas húmedas bajo una manta húmeda, y un temblor convulsivo la estremecía a intervalos regulares. De pronto oyó el canto de un pájaro, alegre y fuerte; abrió los ojos y vio que fuera ya era de día. Una luz tibia y dorada se filtraba a través del follaje de los árboles. Presintiendo la calidez exterior, se quitó de encima la manta sin pensar y se arrastró hacia fuera.

Le dolían todas las articulaciones, como si las tuviera atrofiadas. Se frotó los brazos y las piernas hasta sentir que les volvía la vida. Era de mañana, y el sol ya calentaba allí donde los árboles le permitían llegar. Buscó a Lope con la mirada, pero no lo vio, ni tampoco a Lu'lu.

Corrió hacia un claro, bañado completamente por el sol. El suelo estaba blando y la hierba se extendía como una alfombra de seda verde; los colores relucían como lavados por la lluvia. Al salir de la sombra de los árboles a la luz, cerró los ojos, cegada, y echó la cabeza hacia atrás. Notó el calor sobre su piel y se quedó inmóvil, sintiendo cómo iba entrando en su cuerpo. Se estiró placenteramente, y en ese mismo instante se estremeció al advertir que algo se movía entre sus pies. Era Lope, que se levantó de un salto y la miró desconcertado, como alguien que acaba de despertar de un profundo sueño y aún no sabe si lo que ve es real o sigue siendo parte de ese sueño.

– No te había visto -dijo Karima con una sonrisa-. El sol me cegaba. -Estaba de pie, frente a ella, con los hombros recogidos y expresión de asombro, aún medio dormido. Estaba muy cerca de ella.

– Hay un sol hermoso, y tibio -dijo ella-. Nunca en mi vida había disfrutado tanto del sol como hoy. -Mantenía la mirada fija en los ojos de Lope. Dios mío, pensaba, cómo se atormenta con su estúpido orgullo masculino, con su honor, con sus juramentos. ¿Por qué se aferra a ello tanto como un cojo a su muleta? ¿Por qué se toma todo tan a pecho? ¿Por qué tiene tan poca fantasía? ¿No oye cantar a los pájaros? ¿No siente el sol sobre su piel? ¿No siente que lo amo?

Qué indefenso es, pensaba Karima, y qué estúpido, qué terriblemente estúpido, con ese orgullo masculino. Nunca aprenderá. Si no lo ayudo, nunca aprenderá.

Dio un paso hacia él, el paso que los separaba, y lo abrazó.

52

ZARAGOZA

VIERNES, 20 DE SAFAR, 477

21 DE TAMÚS, 4844 // 28 DE JUNIO, 1084

El hecho de que al-Mutamin, el príncipe de Zaragoza, tomara él mismo todas las decisiones políticas importantes, sin consultar apenas a su primer ministro, Abú'l-Fadl Hasdai, a quien muchas veces ya ni siquiera informaba, tuvo entre otros el peculiar efecto de desarrollar en el hadjib una avaricia enfermiza. El año anterior, cuando lo visitó Ibn Ammar, solían sentarse a comer en el madjlis de Abú'l-Fadl Hasdai diez, quince, hasta veinte hombres. Ahora el hadjib casi siempre comía solo.

– Ya no puedo ver a otra gente comiendo en mi casa -dijo-. Cada mordisco me hace pensar que es mi pan el que se están comiendo. Eso le quita el apetito a cualquiera.

Cuando paseaba con Ibn Ammar por el parque de su palacio, no le importaba ir recogiendo las ramas secas caídas de los árboles para llevarlas luego al depósito de leña. Incluso golpeaba con su bastón las ramas secas que aún colgaban del árbol, para hacerlas caer.

– Las ramas pequeñas también dan fuego -solía decir.

Ibn Ammar aún mantenía estrechos contactos con él, si bien entre tanto se había procurado acceso al madjlis del príncipe y ya no dependía de la protección del hadjib. Su tacto, que era su mejor arma en el trato con los poderosos, le había allanado el camino a la corte también en Zaragoza.

AI-Mutamin de Zaragoza era justamente lo contrario a al-Mutamid, el príncipe de Sevilla. Era riguroso, ascético, muy culto; parecía más un erudito que el soberano de un poderoso reino. Ambos príncipes tenían solo una cosa en común: su fe desmedida en los horóscopos y los cálculos astrológicos. Sin embargo, esta peculiaridad se expresaba de manera muy distinta en cada uno de ellos.

Al-Mutamid de Sevilla sólo consultaba a los astros cuando se sentía deprimido, cuando tenía miedo o cuando, por cobardía, ignorancia o mala conciencia, no se atrevía a tomar una decisión. Apenas recobraba el ánimo, dejaba de prestar atención a las estrellas o cualquier otro signo.

Al-Mutamin de Zaragoza, por el contrario, ejercía la astrología como ciencia, y subordinaba todos sus actos a las constelaciones astrales. Para sus cálculos astrológicos utilizaba los instrumentos astronómicos instalados en la torre más alta de la al-Djafenia, que su padre empleara para la observación científica de los astros. El mismo hacía sus horóscopos, asistido por dos astrólogos muy bien pagados. Con ellos pasaba noches entenas sobre el tejado del palacio.

A esta fe en las estrellas se debía también su debilidad por el aventurero castellano Rodrigo Díaz, quien estaba a su servicio y de cuyo carácter peligroso e imprevisible no cesaba de advertirle Abú'l-Fadl Hasdai. El príncipe había elaborado una carta astral del comandante de mercenarios, y había averiguado que su vida estaba determinada por una conjunción de Marte y Mercurio al inicio de la décima casa, es decir, en el centro del cielo, lo cual indicaba que, por una parte, alcanzaría una fama inimaginable que dejaría en las sombras a todos sus predecesores, pero que, por otra parte, lo predestinaba a una muerte violenta.

El príncipe estaba convencido de que podía participar sin perjuicio en la fama del castellano, y que gracias al examen constante de la situación astrológica sería capaz de predecir cuándo se produciría esa muerte violenta que vaticinaban las estrellas, lo cual le permitiría separarse de él a tiempo. Estaba convencido de que tenía al castellano completamente en sus manos.

Por si fuera poco, el castellano también creía en la predicción del destino, y orientaba sus actos según todos los posibles presagios, que observaba con gran detenimiento. Creía poder leer la suerte o la desgracia en el vuelo de los cuervos o las cornejas, en si graznaban o no al pasar, y en cuántas aves eran y en qué dirección volaban. Creía que su destino dependía de hechos fortuitos, como si su caballo pisaba el umbral del establo primero con la pata derecha o con la izquierda, o si se topaba antes del mediodía con una mujer que bostezaba.

El hadjib se burlaba tanto de la pura superstición del castellano como de la astrología vestida de ciencia del príncipe, y sin duda, entre ambas cosas, era la astrología la que más despreciaba. Esta postura había contribuido en no escasa medida al alejamiento entre él y el príncipe. Cuando estaba a solas con Ibn Ammar, el hadjib no dejaba pasar la ocasión de criticar la manía del príncipe.

– Predice una gran fama a ese aventurero, y cuando éste obtiene una victoria gracias a su astucia y una buena táctica, como la que consiguió contra el conde de Barcelona, lo manda llamar a Zaragoza y hace que la gente lo vitoree, para asegurarse así de que se cumpla su predicción -explicó refunfuñando, para pasar enseguida a sus habituales observaciones pesimistas-: Hasta ahora ese fulano no ha ofrecido más que un gran espectáculo sin la menor trascendencia política. Mientras nosotros tenemos que celebrar sus triunfos, en el norte ha caído la fortaleza de Graus. Ése fue el acontecimiento más importante del año pasado. Pero el príncipe se limita a celebrar las victorias, olvidando las derrotas.

A pesar de sus extravagancias, el hadjib conservaba aún una extraordinaria capacidad de análisis. Lo único que sobraba a sus juicios era la amargura y el orgullo herido. Ibn Ammar buscaba frecuentemente sus consejos, y no lo hacía sólo por el viejo afecto que los unía. Ese viernes también había ido a verlo para pedirle un buen consejo.

El príncipe le había encomendado que se dirigiera a una fortaleza situada en el extremo occidental del reino de Denia, un lugar sin mayor importancia estratégica, emplazado entre unos peñascos inaccesibles, en plena campiña. El comandante del castillo se había negado a rendir el juramento de vasallaje, y todo indicaba que se sometería al príncipe de Sevilla. Ibn Ammar tenía que impedirlo como pudiera.

El castillo se llamaba Segura, y su comandante era un pequeño noble llamado Ibn Suhail, demasiado insignificante como para emprender una campaña contra él. Pero tenía en su poder una baza que, bajo determinadas circunstancias, podía adquirir importancia. Un nieto de Ah ibn Mudjahid, el antiguo señor de Denia, un niño de seis años, único descendiente masculino legítimo de la antigua dinastía, vivía bajo su protección en Segura. No podían permitir que ese chico diera motivos al príncipe de Sevilla para elevar pretensiones sobre el reino de Denia.

Por estas perspectivas, y por su vinculación con los intereses sevillanos, la misión resultaba especialmente espinosa para Ibn Ammar.

– Tienes ya un plan? -preguntó el hadjib.

– No, nada -respondió Ibn Ammar-. El príncipe me dará veinte hombres de la tropa del castellano.

– ¿Nada de dinero? ¿Ni ofertas de negociación?

– Nada. Ni siquiera informes que puedan ayudarme. En la corte nadie sabe nada sobre ese Ibn Suhail.

– Yo tampoco lo conozco -dijo Abú'l-Fadl Hasdai, pensativo-. Nunca ha venido a Zaragoza; tampoco rindió homenaje al padre del príncipe. Uno de esos obstinados nobles terratenientes, chapado a la antigua. Muy pendiente de su independencia e inaccesible en su cueva de las montañas.

– ¿Hay algún modo de llegar a él? -preguntó Ibn Ammar.

– Si tienes suerte, ni siquiera dejará que te acerques -respondió el hadjib.

– ¿Tan malas son las perspectivas?

– Eso me temo.

– No tuve ninguna posibilidad de rechazar la misión.

– Ya lo sé -dijo el hadjib-. Supongo que el príncipe habrá hecho tu horóscopo y estará convencido de que vas a tener éxito. -Con un tonillo burlón, añadió-: Desde Rueda, tu horóscopo te señala como un hombre predestinado a llevar a buen término misiones imposibles.

– Sólo me queda confiar en que no hayan cometido ningún error de cálculo al hacer ese horóscopo -dijo Ibn Ammar con una sonrisa atormentada.

Rueda era la fortaleza mejor defendida del país. Estaba apenas a un día de viaje al oeste de Zaragoza, y había sido pensada como último refugio para el príncipe en caso de emergencia. El edificio estaba especialmente fortificado, y lo ocupaba una guarnición de probada lealtad. Por eso el príncipe también la utilizaba para encarcelar allí a su prisionero más peligroso: su tío al-Muzaifar, el antiguo señor de Lérida, contra el cual su padre había entablado una amarga guerra durante más de treinta años, hasta que finalmente consiguió hacerlo prisionero. AI-Muzaifar era un viejo zorro, famoso en toda la península por su astucia, su carácter indoblegable y su odio irreconciliable hacia el señor de Zaragoza. También era conocida su pasión por el ajedrez, y esta afición del prisionero había dado a Ibn Ammar la idea para una temeraria empresa.

Había hecho que el príncipe lo destinara a Rueda, donde, a lo largo de meses de esfuerzos e incontables partidas de ajedrez, se había ganado la confianza de al-Muzaifar. Juntos habían desarrollado un plan para liberar al prisionero. El plan tenía previsto exponer a don Alfonso, el rey de León, una tentadora oferta: la fortaleza de Rueda a cambio de la promesa de apoyar militarmente a al-Muzaifar para restaurarlo en el trono de Lérida.

El comandante de la guarnición de Rueda tenía la orden del príncipe de participar en el juego, y había fingido aceptar los intentos de soborno de al-Muzaifar. Luego, Ibn Ammar viajó al campamento militar de don Alfonso y echó la carnada. El rey la cogió con avidez. Mandó a su gobernador de Castilla, el poderoso conde Gonzalo Salvadórez, que escoltara a Ibn Ammar de regreso a Rueda con una tropa poco numerosa pero fuerte. Los españoles se mostraban desconfiados, pero Ibn Ammar consiguió que se sintieran seguros, pues hizo que al-Muzaifar y el comandante de la guarnición los recibieran a las puertas de Rueda. Entraron en el castillo cabalgando juntos. La guarnición dejó pasar al patio interior a la cabeza del convoy: el conde y su séquito, el comandante, al-Muzaifar e Ibn Ammar, y, desde el bastión de la puerta, descargó una lluvia de piedras sobre el grueso de la tropa española. Cerraron las puertas e hicieron prisionero al conde.

Había sido un gran éxito. Las negociaciones del rescate aún no habían terminado. El príncipe exigía la entrega de cuatro castillos de la frontera de Medinaceli, que los castellanos habían conquistado los años anteriores.

En aquel entonces, las esperanzas de Ibn Ammar habían ido mucho más lejos. Había confiado en que el propio rey de León cayera en la trampa. Durante un par de horas, en el campamento de don Alfonso, había creído tenerlo todo nuevamente en sus manos: el rey de los españoles prisionero. Ir a Sevilla con ese triunfal mensaje de victoria, presentarse ante el príncipe con la cabeza en alto y luego, una vez más, pero ahora bajo circunstancias incomparablemente propicias, emprender la gran tarea de unir Andalucía. Esas habían sido sus esperanzas. No se habían cumplido, pero Ibn Ammar ya se había resignado. Ya tenía un nuevo objetivo. Ahora todas sus esperanzas se dirigían a Segura.

Ibn Ammar no veía las cosas con tanto pesimismo como el hadjib. La misión lo llevaría a cuatro días de viaje al oeste de Murcia, justo hasta la frontera del reino de Sevilla. Aún no sabía exactamente qué podía sacar de aquello, pero su cabeza había empezado a mover de un lado a otro las circunstancias conocidas de esa misión, como piezas en un tablero de ajedrez, calculando las más diversas combinaciones. Allí estaban los intereses ligeramente transparentes de al-Mutamid de Sevilla y sus asesores actuales. Estaba también el noble terrateniente en su castillo inexpugnable. El pequeño príncipe, con sus pretensiones sobre el gobierno de Denia. El desinterés o la incapacidad del príncipe de Zaragoza de enviar en su ayuda al gobernador de Denia con algo más que una tropa de apenas veinte hombres. Y, sobre todo, estaba esa tropa de mercenarios que el príncipe había puesto a su disposición para llevar a cabo la misión, y a cuyo jefe quizá podría convencer de realizar alguna otra tarea.

Aún no tenía un objetivo claro; aún no sabía lo que le esperaba, pero estaba seguro de que algo se le ocurriría antes de llegar a Segura. Nunca le habían faltado las ideas cuando estaba bajo presión.

– Sé que el príncipe cuenta con el éxito -dijo- ¿quépiensas sacar tú? -preguntó el hadjib.

– Empezaré a pensar cuando conozca de cerca el lugar y las circunstancias -dijo Ibn Ammar, eludiendo la pregunta.

El hadjib volvió hacia él su rostro viejo y astuto, y dijo, muy serio:

– Ten cuidado, amigo. No sé si podré ayudarte si no tienes éxito. Sólo sé que no podrás esperar nada más de al-Mutamin. El príncipe te hará caer. No le gustan los hombres que incumplen sus cálculos.

– Lo sé -dijo Ibn Ammar-. Lo sé.

Un adalid llegado de Zaragoza los había llevado a una ciudad llamada Alcañiz en un viaje de tres días hacia el sur, atravesando el Ebro. Baudry Fiz Nicolas, el capitán normando, mandaba la tropa; Lope era su segundo.

Esperaron dos días al señor al que debían escoltar. Cuando éste llegó, mandó formar a toda la tropa y les hizo un generoso regalo en dinero. Lope lo reconoció al primer vistazo, y también él fue reconocido.

– Buena señal -dijo Ibn Ammar-. ¿Qué puede darme más suerte que el hombre que una vez me salvó la vida?

Partieron al día siguiente, Ibn Ammar y Lope cabalgando el uno al lado del otro. Lope pensaba que sería mejor no hablarle de la muerte violenta de Nujum, ni decirle que estaba viviendo con la hija del hakim judío. Únicamente le dijo que había dejado de servir en Guarda tras la muerte del conde. Pero tenían nueve días de viaje por delante, y la cabalgada se hacía infinitamente larga a través de aquellas regiones montañosas y desiertas. E Ibn Ammar era un hábil conversador, que supo sacar a Lope paulatinamente de su reserva.

Así, finalmente, Ibn Ammar se enteró de todo lo que había pasado en el puente de Alcántara y sus consecuencias, y Lope, a su vez, se enteró por boca de Ibn Ammar de lo que había ocurrido a sus espaldas años atrás, en Sevilla: que el hakim había pedido a Ibn Ammar que alejara a Lope de su hija, que por eso Ibn Ammar le había regalado a Nujum, que lo había preparado todo para que, durante una excursión en bote, Karima los viera a él y a Nujum formando una feliz pareja y olvidara así ese amor indeseado, y que sólo después de eso ella había aceptado voluntariamente casarse con Zacarías, el discípulo de su padre.

Lope se sentía embargado por una nostalgia hasta entonces desconocida para él. Karima no le había dicho una palabra de todo aquello.

Cuando ya habían dejado atrás la mitad del trayecto, Ibn Ammar ofreció a Lope un puesto a su servicio.

– Ya no soy el hadjib del príncipe de Sevilla, pero puedo proporcionarte una casa modesta y una suma adecuada, suponiendo que terminemos felizmente esta misión.

Lope le pidió una noche para pensarlo. A la mañana siguiente, le dijo que aceptaba.

El castillo de Segura se levantaba sobre un cono rocoso, ceñido como un sombrero sobre una montaña pelada. A los pies del escarpado cono se extendía un pequeño pueblo cuyas casas estaban construidas en la misma roca. El pueblo era inaccesible; el castillo, si estaba bien provisto de agua y víveres, inexpugnable incluso para un ejército de mil hombres. El campo de los alrededores era mezquino, seco por un sol despiadado.

En el empinado camino que subía del valle no vieron a nadie, pero escucharon los fuertes gritos de alarma de los pastores. Cuando llegaron al castillo, su visita ya había sido sobradamente anunciada. Tres hombres los observaban desde la puerta de entrada.

Ibn Ammar mandó detenerse a la tropa a una distancia segura de la puerta, desmontó de su caballo, dejó caer sus armas y ordenó a Djabin y Hadi que siguieran su ejemplo. Luego empezó a subir el estrecho sendero, provisto de peldaños en las partes más empinadas, que pasaba junto al pueblo y llegaba hasta la entrada del castillo. Sus dos guardias personales lo siguieron a pie, y tras ellos Lope y tres hombres de la tropa.

Cuando estuvieron a tiro de piedra del bastión de la puerta, Ibn Ammar ordenó a Lope y a sus hombres que esperaran allí.

– Intentaré llegar al castillo con Djabir y Hadi -dijo.

Estaba sereno, pero un nervio le latía en el párpado derecho. Ese tic incontrolable lo molestaba desde hacía ya unos cuantos meses. Un síntoma de la edad. Giró la cabeza, para ocultar el tic a Lope.

– Quédate aquí hasta que te haga una señal -continuó diciendo, y acercándose a Lope, añadió en voz baja-: Es posible que no vuelvas a yerme. Si es así, esperad hasta que el señor del castillo os dé la noticia y luego decidid vosotros mismos lo que debéis hacer. Llegado el caso, tendréis que emprender el camino de regreso sin mí.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó Lope.

– Es posible que el señor del castillo me tome prisionero -respondió Ibn Ammar, sonriendo.

– Entonces, ¿por qué os exponéis a ese riesgo? -replicó Lope.

– Sólo podré tomar el castillo si consigo entrar -respondió Ibn Ammar. Apoyó una mano sobre el hombro de Lope y añadió en tono animado-: Quien no se arriesga no cruza el río. -Ya alejándose, se volvió una vez más para decir-: Si no volvemos a vernos, saluda de mi parte a la hija del hakim. -Luego indicó a Djabir y Hadi que lo siguieran.

La puerta estaba construida en una abertura de la roca, que constituía el único acceso al castillo. La abertura estaba amurallada, y sobre ésta descansaba el bastión de la puerta, una torre colosal que se levantaba hasta más de doce hombres de altura. Más abajo, en el pretil, había ahora cinco hombres. La puerta no se movía. La portezuela de entrada permanecía cerrada.

Ibn Ammar se detuvo a una cierta distancia de la puerta y gritó hacia el bastión, dando su nombre y pidiendo una entrevista con el señor del castillo.

– Yo soy Ahmad ibn Suhail -gritó uno de los cinco hombres-. ¿Qué quieres?

– Traigo un mensaje del príncipe de Zaragoza -dijo Ibn Ammar.

Los cinco hombres deliberaron en voz baja. Luego volvió a hablar el señor del castillo:

– ¿Eres el mismo Ibn Ammar que una vez fue hadjib del príncipe de Sevilla?

Ibn Ammar lo confirmó. Tuvo la impresión de que los hombres se inclinaban aún más sobre el pretil, para poder verlo mejor.

– La puerta está condenada -gritó el señor-. Tenemos que subirte por la muralla.

– Esperaré -dijo Ibn Ammar. Se volvió hacia Djabir y Hadi, que estaban inmediatamente detrás de él. Hadi no quitaba la vista de los hombres del bastión, como si no confiara en ellos. Djabir también parecía estar temblando de nervios por dentro. Estaban completamente al descubierto. Los hombres de arriba podían acabar fácilmente con ellos con unas pocas piedras; no tenían ninguna posibilidad de cubrirse.

Ibn Ammar vio a Lope, de pie junto al peñasco en el que se había despedido de él, se llevó las manos a la boca y le gritó:

– Todo está bien. Tienen que subirnos por la muralla, porque la puerta está condenada.

Vio que Lope levantaba una mano para dar a entender que lo había oído.

Luego bajaron un cesto por la muralla. Estaba atado a una fuerte cuerda, y tenía dos agujeros debajo para las piernas, de modo que uno pudiera apoyarlas contra la muralla mientras lo izaban.

Djabir cogió el cesto y dijo en voz baja:

– Dejad que suba yo primero, señor.

Ibn Ammar negó con la cabeza.

– No, será mejor que yo vaya primero. No deben pensar que tengo miedo.

Se sentó en el cesto y se dejó izar. Dos de los hombres lo ayudaron a pasar sobre el pretil. Vio que también pasaban el cesto, pero no dejó notar su desconcierto, sino que saludó según mandaba la cortesía.

Frente a él estaba el señor del castillo, un gigante que le llevaba una cabeza de altura y tendría unos diez años menos que él, provisto de una barba negra como la pez y ojos azules.

– Has cometido un error viniendo aquí. Ibn Ammar -dijo arrastrando las palabras de un modo muy peculiar.

Ibn Ammar enarcó apenas las cejas, y advirtió de repente que el temblor del párpado había cesado. Se sentía extrañamente aliviado. Había imaginado tantas veces esa situación durante el largo viaje que no estaba sorprendido. Así pues, éste es el fin, pensó. Inclinándose ligeramente, preguntó:

– ¿Debo considerarme tu prisionero.

El hombre asintió, sin mostrar ni rastro de una sonrisa. Abú'l-Fadl Hasdai había acertado: un noble terrateniente sin modales, sin la mínima educación.

– ¿Puedo comunicárselo a mi gente? -preguntó Ibn Ammar.

– Más tarde -dijo el señor del castillo, y dándose media vuelta se dirigió hacia el interior de la fortaleza. Ibn Ammar lo siguió sin vacilar. Quería evitar que le pusieran las manos encima.

Fuera, Lope se hacía reproches. Tendría que haber sospechado algo cuando Ibn Ammar le gritó que lo subirían por la muralla. Por qué razón iba a condenar la puerta la guarnición de esa fortaleza inexpugnable, si sólo tenían delante a una pequeña tropa de veinte hombres. Pero ya era demasiado tarde. Ya mientras Ibn Ammar era izado por aquella muralla cortada a plomo, lo había embargado la inquietante sensación de que su amistad con Ibn Ammar podía terminar a las puertas de ese castillo. Ibn Ammar había entrado en su vida al pie de una muralla, y ahora, siguiendo el camino inverso, desaparecía por encima de otra muralla.

Aguardaron dos días. Luego, el señor del castillo gritó desde la muralla que Ibn Ammar sólo sería puesto en libertad a cambio de una adecuada cantidad de dinero. Esperaría una oferta de Zaragoza, pero el príncipe debía darse prisa, pues también podía ofrecerle el prisionero al príncipe de Sevilla.

Emprendieron el regreso enseguida. Los dos guardaespaldas de Ibn Ammar se unieron a la tropa. Cabalgaron hacia el noreste, tomando el mismo camino por el que habían venido, pero recorriendo menos distancia cada día, para cuidar los caballos y poder buscar mejor la posibilidad de un botín. Mantenían los ojos abiertos. Como Ibn Ammar había sido tomado prisionero, ya no recibirían soldada alguna; tenían que buscarse la vida ellos mismos si no querían volver a casa con las manos vacías. Pero la región por la que viajaban era yerma y pobre, una llanura seca, azotada por el viento y rodeada de montañas, en la que podían cabalgar medio día sin ver siquiera la cabaña de un pastor. No era sitio para hacer botín.

Al atardecer del séptimo día llegaron a la carretera que iba de Valencia a Toledo. En la tropa había un moro natural de un pueblo cercano a Valencia, que afirmaba que allí se podía coger algo. Una llanura amplia y fértil entre las montañas y el mar, con pueblos muy ricos y comerciantes en las carreteras. Dirigirse hacia allí implicaba dar un largo rodeo hacia el este, hacia el mar, pero todos estuvieron de acuerdo en hacerlo. Todos sin excepción, incluidos los dos guardaespaldas de Ibn Ammar.

Cabalgaron a través de bosques y desiertas regiones montañosas. Antes de llegar a la última cima que los separaba del mar, hicieron alto, para dar un día de descanso a los caballos y explorar el camino. A medianoche reemprendieron la marcha, cabalgaron por la llanura hasta la salida del sol y atacaron dos fincas, en las que únicamente robaron dinero y trajes y se llevaron consigo a los caballos y a una mujer que le había gustado al capitán. Luego arremetieron por los pueblos como un fantasma, metiéndose en las casas, registrando todo lo que parecía un escondite de dinero, robando las lámparas de plata de las mezquitas, matando a quienes se resistían y prendiendo fuego a los establos antes de seguir su vertiginosa marcha. No fue hasta una hora después de la puesta de sol que los moros consiguieron reponerse de la sorpresa lo bastante como para poner en funcionamiento su sistema de alarma.

A partir de ese momento encontraron cerradas las puertas de todos los pueblos, y sus habitantes, que habían subido a los tejados armados de piedras, lanzas y hachas, los recibían con una lluvia de proyectiles cuando los veían pasar a todo galope por la carretera. Uno de los hombres fue derribado de su silla por una piedra; un segundo fue alcanzado en la cara por una lanza, que le destrozó la nariz; dos caballos fueron heridos de tanta gravedad, que tuvieron que abandonarlos. Así las cosas, decidieron rodear los pueblos, y conformarse únicamente con lo que encontraban en la carretera, que no era mucho, pues la mayoría de los moros ya se había puesto a cubierto.

Sólo cuando estaban ya de regreso, casi llegando nuevamente a las montañas, se toparon con un comerciante que al parecer no había oído las señales de alarma. Era un moro de Valencia, acompañado de cuatro mujeres, que parecían esclavas. Las cuatro tenían el rostro cubierto por velos, y montaban sendas mulas. Los tres jinetes que los escoltaban habían huido al ver acercarse a la banda.

Robaron al comerciante hasta lo último, le quitaron el caballo y las cuatro esclavas, y siguieron cabalgando en dirección a las montañas.

No había sido la gran cabalgada con la que habían soñado, pero no era poco lo que había caído en sus manos. Podían estar satisfechos. Y el camino que tenían por delante aún era largo.

53

RIO TURIA

MIÉRCOLES, 24 DE JULIO, 1084

I7 DE RABÍ I, 477 // 18 DE AB, 4844

Habían hecho todo lo posible para borrar su rastro. Habían cruzado el río dos veces y habían avanzado largos trechos por agua poco profunda. Habían cabalgado a través de los bosques hasta muy entrada la noche, internándose en las montañas, y finalmente habían acampado en un estrecho valle, a los pies de un precipicio, y habían establecido una doble guardia para evitar cualquier sorpresa.

Estaban agotados, y al mismo tiempo excitados como niños tras un juego frenético. Algunos todavía temblaban de enardecimiento. Y, además, allí estaban las cuatro esclavas, sentadas muy juntas entre los caballos, mirando llenas de angustia y temor. Cuatro mujeres de extraordinaria belleza. El capitán se había cerciorado con sus propias manos de que las cuatro tenían aún el himen intacto, y había prohibido tajantemente a los hombres que las tocaran, pues los comerciantes de Zaragoza las comprarían a un precio incomparablemente mayor si eran vírgenes. El capitán mismo, sin embargo, se retiró a los arbustos con la otra mujer apresada. No pocos envidiaban su placer, y a algunos se les notaba la avidez con que sus pensamientos giraban alrededor de las cuatro muchachas, pero ninguno se atrevía a contravenir la orden del capitán. Eso también aumentaba la excitación de los hombres.

Estaban sentados alrededor del fuego, asando los peces que habían cogido en el río. Tenían que darse prisa, pues el sol ya se había puesto y sólo podían dejar que ardiera hasta que oscureciese. El hombre de la nariz destrozada estaba sentado junto a Lope. Era un serrano de Galicia, todavía joven, que estaba con ellos desde hacía apenas un año. La nariz se le había inflamado hasta convertirse en un bulto amorfo, rojo azulado, y bajo la hinchazón podía advertirse que le quedaría muy doblada hacia abajo. Los hombres hacían bromas sobre su nariz, pero el serrano no se lo tomaba a mal, sino que reía con ellos. Era la primera herida que recibía en combate. Estaba orgulloso. También lo estaba de la abolladura dejada por la lanza en el protector nasal de su yelmo. Era algo que podría enseñar más adelante, que le daba una historia que contar.

Mientras comían el pescado, los mayores, los que llevaban más tiempo sirviendo en la tropa del Don, empezaron a mostrar sus cicatrices y a contar los hechos a los que se las debían.

Uno de Segovia se quitó el parche que le cubría el ojo izquierdo y explicó que una flecha le había acertado allí; luego, señalándose la sien, mostró la cicatriz por donde había vuelto a salir.

Y un francés, al que llamaban Brazo de Hierro, se levantó el jubón y les hizo palpar el eslabón de cadena que la punta de una lanza había arrancado de su cota de mallas y le había hundido en el vientre, dejándoselo incrustado debajo de la piel.

Y Fulco, el Rojo, que era quien más tiempo llevaba a las órdenes del Don, enseñó una vez más la costilla excoriada que ya todos conocían y contó la inevitable historia: cómo, despreciando la muerte, se había arrojado sobre un moro que arremetía con una lanza contra el Don, por la espalda, y cómo la lanza del moro le había arrancado del pecho esa costilla, que desde entonces siempre llevaba colgada del cuello con una cuerda.

No había prácticamente ninguno que no tuviera una cicatriz y una historia que contar. El sol se puso mientras ellos escuchaban las historias. Y luego empezó a oscurecer, los hombres comenzaron a sentir el cansancio y se fueron quedando dormidos.

Lope se tumbó de lado para dormir. Tenía los ojos entornados; al borde de su campo visual, al otro lado de la hoguera, de la que ya sólo quedaba una delgada columna de humo, estaba sentado un joven al que llamaban Rubio, por el color de su cabello. Era hijo de un hidalgo de Nájera que se contaba entre los seguidores del capitán normando. Un muchacho demasiado alto, de rostro pálido. Había escuchado todas las historias atentamente, aplaudiendo lleno de admiración y celebrando a carcajadas cada broma, pero sin decir ni una sola palabra. Ahora, el hombre de Segovia lo empujó amistosamente, señalando su mano izquierda.

– ¿Y tú? ¿Cómo te hiciste eso?

El joven intentó ocultar la mano y apretó los labios como una virgen pudorosa. Le faltaba la primera falange del dedo índice. Lope no se había dado cuenta hasta entonces.

– Vamos, Rubio, cuéntamelo -insistió el segoviano.

El joven miró inseguro a su alrededor. Su padre estaba acostado junto a él; parecía que ya estaba dormido.

– Me lo arrancó una mujer, de un mordisco -dijo, bajando la mirada.

El segoviano se volvió riendo hacia los que aún estaban despiertos:

– ¿Habéis oído? -gritó-. ¡Una mujer le arrancó medio dedo de un mordisco! -Se volvió nuevamente hacia el joven y le dio una palmada amistosa en la espalda-. Pero, hombre, ¿qué le hiciste para que se pusiera tan salvaje? ¿Qué le hiciste?

El joven le sonrió agradecido, y creciéndose por el inesperado éxito de su historia, añadió con orgullo:

– La arrojé de un puente.

El segoviano lo miró incrédulo, y el joven quiso explicarse, pero antes de que pudiera decir nada, se oyó la voz de su padre.

– ¡Cierra la boca! -dijo, en tal tono de voz que el joven se estremeció como sacudido por un golpe.

Lope yacía inmóvil en el suelo. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. Escuchaba atentamente, pero ningún sonido llegaba a su conciencia. Sólo la voz del joven, que se repetía en sus oídos como un eco, y como el eco de un eco. No había espacio en su cabeza para ningún pensamiento… Tampoco sentía nada, no experimentaba ningún tipo de sensación. Sólo estaba allí, tumbado, escuchando dentro de sí el eco de aquella voz. Y sólo cuando el eco por fin se desvaneció, su mente empezó a trabajar de nuevo, la imagen que tenía ante los ojos recobró su nitidez, y volvió a oír las voces de los hombres y sus risas contenidas.

Vio que el joven se echaba encima una manta y se acomodaba al lado de su padre. Vio el rojo brillante del cielo sobre las lejanas colinas del oeste. Contempló cómo se extendían las negras nubes que descansaban en delgadas tiras sobre el horizonte y cómo el rojo del cielo perdía su fuerza y se dejaba inundar por la oscuridad de las nubes, hasta que todo el cielo fue negro.

El maestro cetrero del joven conde de Guarda había afirmado que el hombre que lo había sobornado hablaba el dialecto de la gente de Navarra. Lo había descrito como un hombre de barba gris. Ambas características encajaban con el padre del joven. El viejo tenía una cara corriente, sin ninguna marca peculiar. El joven tampoco tenía nada llamativo, a excepción de su cabello color óxido. Ninguno de los dos tenía un aspecto de esos que se graban en la memoria. Pero ¿y los dos juntos? ¿No llamarían la atención estando juntos? ¿Por qué no habían llamado la atención a Karima?

Cuando llegaron por primera vez al campamento de mercenarios, los dos habían salido con el capitán para estudiar el pueblo que pensaban conquistar. Pero habían regresado con él y el capitán, y desde entonces habían estado siempre en el campamento y también habían participado en el traslado al pueblo. Incluso después del traslado Karima tenía que haberlos visto dos o tres veces más. ¿Habrían estado tan disfrazados el día del ataque que luego Karima no pudo recordar sus rostros? ¿O acaso Karima sí los había reconocido, pero había callado intencionadamente? Ésta era la pregunta que más inquietaba a Lope. Y no hallaría la respuesta hasta que no hablara con Karima.

Pero cualquiera que fuese la respuesta, Lope había encontrado el rastro que tanto tiempo llevaba buscando; tenía a los dos primeros de los trece hombres que llevaban sobre su conciencia a Nujum. Y como un perro de caza que olfatea a su presa y encuentra el rastro, aguzó todos sus sentidos y dirigió todos sus pensamientos nuevamente hacia ese objetivo, que había perseguido durante tanto tiempo y ya casi había dado por perdido. De repente, volvió a verlo todo ante sus ojos. Vio a Nujum y la princesa en la litera tirada por mulas; vio cómo ese chico pálido y desgarbado arrancaba las cortinas con sus largos brazos y arrastraba a Nujum. No dudada ni por un instante que había sido Nujum quien le había mordido el dedo. La princesa era casi una niña todavía, contaba apenas catorce años; no habría tenido fuerzas para defenderse tanto. Nujum, en cambio, era capaz de todo. El corazón se le agarrotaba al pensar cuán desesperadamente debía de haberse defendido Nujum.

Hacía apenas unos días, Lope e Ibn Ammar se habían preguntado por qué los hombres del puente habrían arrojado al río a las mujeres de la litera. ¿Habrían pensado quitar de en medio del mismo modo a todas las víctimas, viéndose de pronto obligados a cambiar de planes por alguna razón? ¿O habrían pensado arrojar al río sólo a la princesa, para asegurarse de que no sobreviviría, y a Nujum la habrían arrojado únicamente porque no estaban seguros de cuál de las dos era la princesa? Ahora ya no hacía falta que Lope siguiera cavilando. Pronto sabría la respuesta. Había encontrado el rastro.

Una paz extraña y solemne se apoderó repentinamente de él, y tomó la decisión de posponer la venganza hasta que estuvieran de regreso en el campamento. No llevaba consigo la espada del puente, y una sensación indeterminada le decía que de ahí en adelante tendría que ser fiel a su promesa hasta en el mínimo detalle. Se lo había prometido a Nujum, en el puente. Le había prometido ajusticiar a sus asesinos con esa espada, y pensaba que su venganza no sería completa si no la llevaba a cabo de esa manera. Se durmió tranquilo con ese pensamiento.

Pero mucho antes del amanecer despertó y cambió de idea. No quería esperar. Temía que los dos hombres que el azar había puesto en sus manos escaparan por una nueva casualidad. O tal vez era sólo su rabia la que le impedía esperar. No siguió pensando en ello.

Al hidalgo y su hijo les correspondía hacer guardia de madrugada a la salida del valle. Ya habían partido hacia allí. Pronto sería de día; la luna ya no brillaba. Lope se levantó, se dirigió a los caballos, cogió el arco y la aljaba y se los echó a la espalda. Además del arco, cogió un cuchillo.

Se movía en silencio y con cuidado, pero sin hacer ningún esfuerzo especial para ocultarse de los demás. Él era responsable de las guardias. Él había establecido los turnos y determinado los lugares. Cualquiera que lo viese supondría que sólo pensaba hacer una ronda de inspección.

Se deslizó sigilosamente hasta hallarse a cien pasos del lugar en que estaban apostados el hidalgo y su hijo, y esperó a que despuntara el alba. En un primer momento había planeado acercarse abiertamente a los dos, pero ahora ese proceder le parecía demasiado traicionero, inapropiado para la solemnidad con que pretendía llevar a cabo su venganza.

Cuando empezó a clarear, Lope vio primero al joven, que se estiró, cruzó los brazos, bostezó, torció el gesto y se puso a espantar mosquitos, como si tuviera que moverse constantemente para mantenerse despierto. El viejo estaba a la sombra, vigilante, sereno, atento como un lince al acecho. Al contrario que su hijo, él conocía bien el peligro que representaría que los moros los hubieran seguido. Era un hombre experimentado. A juzgar por las apariencias, sólo era ciego en su comportamiento hacia ese hijo.

Lope se movió trazando un cuarto de circulo alrededor de los hombres, hasta quedar exactamente a su espalda, y luego fue deslizándose de un árbol a otro, acercándose lentamente a ellos. Cuando salió el sol, iluminando toda la ladera del valle, Lope estaba justo detrás del tronco del árbol en el que estaba apoyado el hidalgo. El viejo había emplazado a su hijo tan imperdonablemente mal que Lope había podido llegar hasta allí sin peligro.

Lope esperó a que el hombre cambiara de lugar. Cuando lo hizo, saltó sobre él por detrás, le puso el cuchillo en la garganta, le golpeó detrás de la rodilla, lo apretó boca abajo contra el suelo y le puso la rodilla en la espalda, al tiempo que le tiraba de la cabeza hacia atrás.

– ¡Estira los brazos sin separarlos del suelo! -ordenó.

El joven se había levantado de un salto y ahora estaba a menos de cinco pasos de Lope, con la espada a medio desenvainar. Los ojos casi se le salían de las cuencas.

– ¡Quédate donde estás! ¡Y arroja el arma! -dijo Lope.

El joven vaciló. El miedo parecía haberlo paralizado, parecía haberle robado la voluntad.

– ¡Haz lo que dice! -escupió el hidalgo. Tenía la cabeza tan doblada hacia atrás que casi no podía hablar-. ¿Qué quieres? -preguntó-. ¿Te has vuelto loco? ¿Qué pretendes?

El joven puso los brazos de manera que sus manos quedaron con las palmas abiertas y vueltas hacia fuera, y contempló pasmado el cuchillo en el cuello de su padre.

– ¿Qué puente era ése del que arrojaste a una mujer? -preguntó Lope.

– ¡Eso eran estupideces! -dijo el hidalgo-. ¡Pura palabrería!

– Le he preguntado a tu hijo -dijo Lope, forzando al viejo a echar aún más atrás la cabeza.

– Alcántara -dijo el joven.

– Eso es lo que quería saber -contestó Lope.

El viejo se movió bajo su rodilla.

– ¿Qué vas a hacer con nosotros? -preguntó, y aunque tenía la voz distorsionada por la posición, podía oírse su miedo.

– Quiero saber quiénes tomaron parte -dijo Lope-. Quiero los nombres. Todos los nombres. Quiero saber quién os capitaneaba. Quiero saber quién os encargó el trabajo.

– ¡Estás loco! ¡Fue hace años! -dijo el hidalgo.

– Hace exactamente dos años -dijo Lope.

– ¿Qué harás con nosotros si hablo? -preguntó el hidalgo.

– No tienes más remedio que hablar, viejo, ¿me entiendes? -dijo Lope.

El joven movía los brazos, como aleteando de miedo, y abría y cerraba la boca como si hubiera perdido la voz.

– ¡Cierra esa boca! -dijo el hidalgo, con dureza.

– Te dejaré que respires una última vez -amenazó Lope.

El hidalgo se quedó completamente inmóvil bajo su rodilla, como si finalmente se hubiera dado por vencido.

– ¡Maldito seas! ¿Es que no ves a los jinetes? -dijo de repente.

– No te esfuerces -contestó Lope, molesto-. No te dará resultado.

De repente, el hidalgo empezó a gritar, tan fuerte como se lo permitía su posición.

– ¡Corre, hijo! ¡Corre al campamento! ¡Te matará! ¡Corre! ¡Corre! -clamó, hasta que el cuchillo le atravesó la garganta.

Lope tiró de la cabeza hacia atrás, oyó crujir las vértebras y sintió que el cuerpo quedaba inerte bajo su rodilla. Y ya estaba de pie antes de que el joven hubiera podido dar un solo paso. Entonces vio a los jinetes, abajo, en el fondo del valle, y se quedó como de piedra. Tres, cinco, ocho jinetes subían por el bosque ralo, siguiendo evidentemente el rastro que ellos habían dejado el día anterior.

El joven ya estaba entre los árboles; el miedo lo había vuelto rápido como un venado. Lope sacó el arco de la aljaba y disparó una, dos, tres flechas. Falló con la tercera, pero las dos primeras habían acertado. Cuando llegó a donde se encontraba el joven, éste yacía tumbado boca abajo. Tenía las flechas clavadas en la espalda, ambas debajo del omóplato derecho. Los disparos no habían sido tan precisos como para derribar a un hombre, pero probablemente el miedo había hecho tropezar al joven, que ahora intentaba huir arrastrándose por el suelo. Los ojos le temblaban de miedo, y un hilo de sangre le salió de la boca cuando separó los labios. Lope volvió a ponerlo boca abajo. Al parecer, sus disparos si habían sido precisos.

Luego le quitó las armas y el yelmo, y corrió de regreso hacia el hidalgo, le sacó rápidamente la cota de mallas y lo escondió todo, armas y armaduras, debajo de un arbusto, cubriéndolo con maleza.

Entre tanto, los jinetes habían avanzado otro cuarto de milla. Eran más de veinte hombres, Lope no tenía tiempo para contarlos. Echó a correr hacia el campamento.

– ¡Alarma! -gritó, señalando en la dirección en la que venían sus perseguidores-. ¡Veinte jinetes! ¡Ya están aquí!

Se puso el peto tan rápido como pudo y se ajustó la correa del yelmo, al tiempo que contestaba tan bien como podía a las preguntas que le llegaban de todas partes.

– ¿Dónde está Enneg? -preguntó el capitán.

– Muerto -dijo Lope-. Su hijo también. Le cortaron el cuello.

– ¿Quién? -preguntó el capitán, mientras los otros callaban.

– ¡Qué sé yo! -respondió Lope-. Quizá hombres que nos están observando desde ayer, o a lo mejor esos de allí, que ahora vienen con refuerzos.

En ese mismo instante aparecieron ante sus ojos los primeros jinetes, y Lope comprendió de repente que había cometido un error al inventarse esa historia sobre observadores enemigos: si sus perseguidores los hubieran estado espiando, sabrían cuántos eran, y el capitán prevería un ataque no sólo con veinte hombres, sino con muchos más, y supondría, sobre todo, que no llegarían en una sola dirección. Según el informe de Lope, al capitán no le quedaba más remedio que atacar.

El capitán no lo dudó un instante. Ordenó a dos de los más viejos que colocaran a las mujeres en el centro y que ellos se mantuvieran en la retaguardia, y emprendió inmediatamente el ataque poniéndose él mismo al frente de la tropa.

Se precipitaron valle abajo, rápidos como una bandada de cornejas, pero cuando estaban a doscientos pasos de los moros, éstos dieron media vuelta y emprendieron la huida, dispersándose, quizá alertados por los gritos que habían dado algunos de los jóvenes de la tropa antes de que el capitán les ordenara cerrar la boca.

Galoparon en formación apretada tras los moros, sin que disminuyera la distancia que los separaba. Durante un trecho siguieron el mismo camino por el que habían llegado al valle el día anterior, luego los moros giraron y empezaron a subir en diagonal por la ladera, intentando escapar por la cadena de colinas que bordeaba el valle por el sur. Parecía como si la distancia que los separaba fuera disminuyendo poco a poco. Por lo visto los caballos de los moros estaban agotados por un largo recorrido, mientras que los suyos habían tenido toda una noche para descansar. Si conseguían acercarse lo suficiente antes de llegar a lo alto de la colina, de modo que no les permitieran dar la vuelta, tendrían una buena oportunidad de acabar con ellos.

Se acercaron hasta sólo veinte cuerpos de caballo del último jinete, pero al llegar a la cima de la colina descubrieron que al otro lado no caía en una ladera, lo cual les hubiera dado una ventaja, sino que el camino, aún ligeramente en subida, conducía hacia un valle alto.

Un cuarto de milla más adelante advirtieron que habían caído en una trampa. A cierta distancia, adelante, aparecieron de pronto otros nueve jinetes, obstruyendo el camino, y cuando el capitán hizo la señal de detenerse y dar media vuelta, vieron que también les habían cerrado el paso por detrás. Había más de treinta jinetes a sus espaldas. El mismo número que por delante.

Por un instante, se quedaron indecisos, mirando de un lado a otro. No había escapatoria. El capitán vaciló, y echó a Lope una mirada interrogante.

Lope señaló a los jinetes que tenían delante.

– ¡Mira sus caballos! -gritó.

Cualquiera podía ver que los caballos de los veinte moros que los habían conducido a la emboscada estaban al límite de sus fuerzas. Se abanicaban con la cola y dejaban que la cabeza les colgara a un lado del cuerpo. Algunos de los jinetes ni siquiera habían hecho dar media vuelta a sus animales. Si atacaban al grupo que tenían delante se encontrarían también con una docena de jinetes provistos de caballos frescos y tendrían que superar una ligera pendiente, pero si conseguían pasar a través de aquellos moros habrían ganado una mejor posición y tendrían la ventaja del terreno sobre los que venían detrás. Era su única posibilidad de escapar.

El capitán se volvió en su silla.

– Dejad aquí a las mujeres -gritó a los dos viejos, y al instante levantó su lanza gritando-: ¡Vamos! ¡A derribarlos de sus sillas! -Y sin dejar de gritar, salió a todo galope.

Podían reprochársele muchas cosas al capitán, pero en modo alguno que fuera un cobarde. Siempre cabalgaba al frente, como ahora, y su ejemplo aguijoneaba a sus hombres. Lope iba justo detrás de él. Junto a Lope cabalgaba el segoviano tuerto, de pie sobre los estribos recortados, lanza en ristre, gritando y aullando como un loco; se separaron para no estorbarse mutuamente.

Los moros sólo ahora parecieron comprender que el ataque iba en serio. Los primeros espolearon sus caballos y salieron a su encuentro. Pero ya podía verse que cargaban sin ímpetu, unos pocos al frente del grupo, los demás algo más atrás, sin mucha fuerza, algunos muy rezagados, incapaces de sacarles más de si a sus caballos, y dos incluso se apartaron del camino. Lope supo que las cosas no estaban tan mal como habían temido en un primer momento. Encaró a los enemigos, se abrió por el ala izquierda y eligió a uno que montaba un caballo morcillo adornado con un lucero blanco, y que llevaba un pendón verde, verde con bordes rojos. Vio por el rabillo del ojo que el capitán chocaba con el moro más adelantado, se tambaleaba en su silla, salía del choque sin la lanza y, siempre al galope, desenvainaba su espada. En ese mismo instante, Lope ya tenía muy cerca al del pendón verde y dirigió su lanza perfectamente hacia su objetivo, pero en el último momento su caballo corcoveó estorbado por alguna irregularidad del terreno, la lanza bajó un tanto y fue a clavarse en el pescuezo del morcillo, y como Lope la tenía aún cogida con fuerza, el choque casi lo hizo saltar por los aires. Vio el trozo de lanza astillado en su mano, mientras su adversario pasaba a su lado como una sombra negra, y sintió que algo le rozaba la pierna. Sólo entonces vio que la lanza de su adversario se había clavado en el almohadón de su silla y la llevaba arrastrando por tierra a un lado del caballo, en una posición tal que le inmovilizaba la pierna. Hizo giran al caballo y cogió la lanza para arrancarla de la silla. Oyó los aullidos estridentes del segoviano y lo vio lado a lado con un moro, los caballos tan cerca el uno del otro como si hubieran sido uncidos juntos, y los jinetes enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo. El segoviano tenía cogida con el brazo la cabeza de su adversario, e intentaba derribarlo del caballo, mientras el moro se defendía con uñas y dientes. Vio al capitán subiendo a todo galope por la ladera, blandiendo la espada con el brazo extendido, en persecución de un moro que montaba un tordillo. Vio a Fulco, el Rojo, intentando enderezar con el pie su espada, que se había doblado como un gancho. Vio un caballo sin jinete con una lanza clavada en el pecho, levantándose una y otra vez sobre sus cuartos traseros, entre agudos relinchos, hasta que la lanza se desprendió de su cuerpo y la piel desgarrada de su pecho quedó colgando sobre sus patas delanteras como un mandil ensangrentado. Vio a dos moros que saltaron de sus caballos dando gritos de terror, arrojaron sus armas y se tumbaron en el suelo con los brazos extendidos, y vio a Brazo de Hierro, el francés, decapitando con la espada a los dos hombres indefensos, como si tratara de gallinas en el mercado.

Lope consiguió por fin arrancar la lanza de la silla y se volvió en busca de su adversario. El morcillo yacía en el suelo, a unos cuarenta pasos de allí, y su jinete estaba tumbado a un lado, intentando en vano sacar la pierna de debajo del animal. El caballo levantó pesadamente la cabeza; de los ollares le chorreó sangre como vino de una jarra de dos picos. Más atrás yacían otros dos caballos y sus jinetes. Lope no alcanzaba a distinguir si eran moros o gente de su tropa. Uno todavía se movía, se revolcaba en el suelo. Nubes de polvo flotaban del aire, y de repente Lope vio salir del polvo a un jinete a todo galope, con los talones clavados en las ijadas de su animal, y salió tras él tan rápido como pudo, valle abajo, al tiempo que escuchaba la voz clara del capitán:

– ¡Seguidme, hombres! ¡Seguidme!

Lope vio que el moro al que estaba persiguiendo le arrojaba su escudo y, siempre a todo galope, se quitaba la cota de mallas para aligerar peso. Y advirtió de pronto que el moro lo llevaba directamente a la tropa que les había cerrado el paso por detrás y que aún esperaba a la salida del valle. Vio los moros frente a él, se volvió y vio al capitán, treinta cuerpos de caballo más atrás, seguido por los otros seis, ocho, doce hombres.

El capitán le gritó algo que Lope no llegó a entender, sólo vio que estiraba el brazo hacia arriba. Al volverse y mirar hacia adelante supo qué le quería decir: los moros habían emprendido la huida, desapareciendo al otro lado de la colina entre una nube de polvo. El hombre al que había estado persiguiendo Lope los seguía aterrorizado, como la oveja rezagada del rebaño.

Lope lo dejó escapar. Detuvo su caballo, el capitán sofrenó el suyo a su lado y se apoyó en el pomo de su silla, respirando a grandes bocanadas. Y entonces vieron a un lado, al pie de la ladera, semiocultas tras un árbol caído, en el mismo lugar en que las habían dejado, a las cinco mujeres, muy apretadas unas contra otras, como gallinas sentadas en el palo de un gallinero.

El capitán echó a reír, divertido por la imagen de las cinco mujeres estirando el pescuezo para asomarse a mirar por encima del árbol, con los ojos muy abiertos de terror. Estiró el brazo señalando a las mujeres, para que los otros las vieran, y rió, rió, se desternilló de risa. Había perdido el yelmo y algo le había golpeado la cabeza; la sangre le chorreaba por la cara en cinco anchas franjas, como si una gran mano roja le tuviera la cabeza cogida por arriba mientras el reía y reía hasta casi caerse del caballo.

54

ALBESA

MARTES, 15 DE AB, 4844

30 DE JULIO, 1084 // 14 DE RABÍ I,477

Cada tarde, apenas el sol enrojecía y cedía el calor, Karima subía a la azotea, que quedaba frente a la torre de la puerta, y miraba. Podía divisar más de tres millas de la carretera que llegaba al pueblo desde el suroeste. Desde hacía una semana, Karima subía a mirar cada día; desde hacía una semana se pasaba los días esperando que Lope volviera. Tenía el corazón en un puño ante la idea de que pudiera haberle pasado algo.

No podía vivir sin él. Los pocos días pasados en el campamento a orillas del río le habían demostrado que no estaba hecha para vivir entre ese montón de mercenarios. Lo soportaba porque Lope estaba con ella. Los días que habían pasado juntos desde aquella tormenta a orillas del río Cinca habían transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Sin Lope, el tiempo se arrastraba lentamente; sin Lope todo era insoportable.

Por otra parte, las circunstancias externas ya no le daban motivo de queja. El Don había asignado a Lope la casa que cayó en sus manos durante la conquista de la ciudad. El propietario era un tintorero judío, cuya familia, agradecida por el buen trato recibido, se apresuraba a complacer cada deseo de Karima sin necesidad de que ella lo expresara. Y Lu'lu también se ocupaba constantemente de ella. Cuando pensaba en el afecto con que la trataban todos, a menudo se sentía desagradecida y se avergonzaba de si misma. Pero hacerse reproches tampoco ayudaba. Se había criado en una gran ciudad, y la vida en un pequeño pueblo de la frontera, apartado de la civilización, entre campesinos, pequeños comerciantes, artesanos y los mercenarios del Don y sus mujeres, le resultaba cada día más limitada y agobiante.

Añoraba Sevilla, la vida agitada de la ciudad, la variedad, el cambio. Echaba de menos las charlas en casa de su padre, la ligereza y desenfado del trato con amigos y conocidos; echaba de menos hasta los ruidos de la ciudad, el griterío del bazar, las voces de los mercachifles en las calles. En el pueblo todo era lento y sofocante, los hombres eran bastos y repulsivamente estúpidos, de una insensibilidad muy difícil de soportar. A veces Karima sentía que se asfixiaba.

También había momentos en los que no se sentía así, en los que era consciente de que en realidad no se sentía tan desdichada como solía pensar. Entonces invitaba a comer a Felicia y disfrutaba de su carácter cálido y cariñoso; o veía trabajar al tintorero, le pedía que le explicara sus distintos quehaceres y mantenía largas charlas con su mujer, que había criado a cuatro hijos y había enterrado otros tantos, y que tenía miles de historias, que sabía contar con ademanes expresivos y un lenguaje muy vivo.

A veces, cuando era lo bastante sincera, sabía que las causas de su malhumor y de esa sensación de asfixia no se encontraban en ese pequeño pueblo situado en los confines del mundo civilizado ni tampoco en la gente que vivía allí, sino en algo muy distinto.

Recordaba aquella época de su infancia en que su padre había emprendido ese viaje inesperadamente largo, que, para su percepción infantil, había durado años y años. Recordaba el rencor que había sentido entonces, y que había dirigido contra todo su entorno, contra las personas que la rodeaban, contra la vieja Dada y el buen Ammi Hassán, contra todos, excepto contra la persona a quien iba dirigido en realidad: su padre. Exactamente lo mismo le ocurría ahora con Lope. No quería reconocer que él la había dejado sola, y su insatisfacción no se dirigía contra él, sino contra todos los demás, sin distinción. En realidad, Karima no odiaba ese pequeño y aletargado nido provinciano ni a las personas que vivían en él; lo único que odiaba era estar sola. No echaba de menos Sevilla; echaba de menos a Lope. Y a esa añoranza se sumaba ahora el temor.

Sólo la larga ausencia de Lope le había hecho tomar conciencia de cuán peligroso era el oficio que desempeñaba. Karima imaginaba que podía haberle ocurrido de todo, y su miedo aumentaba a medida que se prolongaba la ausencia de Lope. ¿Por qué la dejaba sola tanto tiempo?

Desde hacía una semana sabía que estaba esperando un hijo de Lope. Primero no había querido creerlo. Conocía perfectamente todos los síntomas del embarazo, pero hasta entonces sólo se había enfrentado con ellos desde un punto de vista médico, y era muy distinto sentirlos en carne propia. Era tan feliz, y al mismo tiempo se sentía tan desgraciada por no poder decírselo a Lope, por no tenerlo a su lado para compartir su felicidad.

En contra de lo que Karima esperaba, Lope no llegó al atardecer, sino al mediodía, cuando todos habían huido a sus casas para refugiarse del calor. Los centinelas de la puerta no tañeron el gong hasta que la tropa estuvo a sólo una milla. Karima estaba durmiendo. Ni siquiera oyó el gong. La despertaron los gritos nerviosos de Lu'lu.

Subió corriendo a la azotea. Pasó unos instantes de tenso nerviosismo, hasta que, por fin, lo vio. Su caballo cerraba la tropa. Dios mío, pensó Karima, está vivo, está ileso. Vio al capitán, al frente del grupo: ese temor también está superado, pensó.

Dejó a Lu'lu en la azotea, bajó precipitadamente las escaleras y corrió hacia la puerta del pueblo, detrás de las otras mujeres.

Cuando llegó al caballo de Lope, éste estaba desmontando. Karima quiso arrojársele al cuello y abrazarlo, pero al ver su rostro algo la contuvo.

– ¡Lope, cuánto tiempo has estado fuera! -dijo, aunque hubiera querido decir algo muy distinto.

Él la tomó fugazmente en sus brazos.

– Podía haber sido mucho más -dijo.

Karima lo miró desde un lado, mientras caminaban juntos. Parecía más delgado, pero no estaba segura; podía deberse al polvo, que marcaba más las líneas de su rostro. Había imaginado tantas veces ese reencuentro, tenía tantas preguntas, y ahora no sabía qué decir. Se colgó feliz de su brazo, lo miró a la cara, vio sus ojos dirigidos hacia ella y, de repente, sintió escalofríos. Los ojos de Lope reflejaban otra vez esa ausencia que tanto la había hecho sufrir, esa mirada perdida que pasaba por encima de ella, como si ni siquiera la viese. Su rostro tenía otra vez esa expresión. Que parecía decir: primero mi venganza, primero mi promesa, primero mi honor. Estaba tan distante que Karima se estremeció.

Se alegró de llegar a la puerta del pueblo y de que el griterío de la multitud que salía a recibir a la tropa fuera tan intenso que no permitiera mantener una conversación. Vio cómo el Don saludaba a sus hombres, abrazándolos uno a uno. Oyó el llanto de las mujeres cuyos hombres no habían vuelto. Karima estaba como adormecida; era incapaz de formular un solo pensamiento con claridad. Estaba en medio del polvo y el calor, entre todos los hombres, en la plaza de la mezquita, esperando a que terminara por fin aquel aburrido ritual en que los hombres de la tropa exponían ante el Don y los espectadores el botín conseguido. Observaba a Lope, inquieta, esperando que se volviera hacia ella, esperando que le dirigiera una mirada. ¿Qué había pasado? ¿Acaso su mirada ausente se debía tan sólo al cansancio del viaje?

Karima depositó todas sus esperanzas en la feliz noticia que tenía preparada para él. Todo volvería a estar bien cuando se lo dijera. Quería decírselo enseguida, antes incluso de llegar a casa, pero Lu'lu estaba con ellos, y cuando llegaron a la casa, la familia del tintorero los esperaba formando un pasillo a la puerta y empezaron a bombardear con preguntas a Lope, al tiempo que la dueña de casa le preparaba un baño y la criada servía vino y fruta. Karima no tuvo oportunidad de decírselo.

No los dejaron solos hasta la noche.

Estaban el uno frente al otro en el madjlis de la casa, y Karima pensaba, feliz: Ahora me tomará en sus brazos, se lo diré y nos amaremos, nos abrazaremos sabiendo que tenemos un hijo que nos une para siempre.

– ¿Por qué no me habías dicho que en la tropa había dos hombres que participaron en el ataque al puente de Alcántara? -preguntó Lope con inusual dureza.

La pregunta cogió a Karima tan de improviso como una flecha disparada en la oscuridad. Quiso decir algo, pero al ver la mirada fría e inquisidora de Lope se le atragantaron las palabras.

– Me lo ocultaste adrede -dijo Lope amargamente.

Karima sintió que se le saltaban las lágrimas. Se llevó las manos a la cara y se dio la vuelta. No podía soportar más esa mirada fría.

– ¡Qué quieres de mí! -dijo-. ¡Qué quieres de mi!

– ¿Por qué no me lo dijiste? -insistió Lope, inflexible-. ¿No tendría que pensar que antes, en otras ocasiones, tampoco me dijiste nada si nos topamos con alguno de esos hombres? ¿No tendría que creer que he estado yendo de aquí para allá todos estos meses en vano?

El resto de orgullo que quedaba en Karima la hizo volverse.

– ¿Qué quieres decir con que has estado yendo de aquí para allá? -replicó-. ¿Acaso yo no iba contigo? ¿Acaso no participé yo también en esa busca interminable?

– Sólo quiero saber si me ocultaste algo en esos meses -contestó Lope con voz neutra.

– ¡No! -le gritó Karima a la cara.

– ¿Y por qué no me dijiste lo de esos dos hombres de la tropa? -preguntó Lope, inconmovible.

Ella lo miró desconcertada. No quería creer en lo que oía. ¿Acaso Lope no se daba cuenta de lo que estaba diciendo? ¿Acaso no comprendía nada?

– ¡Todavía lo preguntas! -replicó, entre lágrimas y rabia-. ¿Es que no te lo imaginas? ¿Es que no entiendes nada? ¿No comprendes que tengo miedo de ti? ¿Qué habría pasado si lo matabas? Es la mano derecha del Don. Todos los hombres del campamento lo aprecian. ¡Te habrían hecho pedazos!

Vio que Lope se estremecía, y creyó que sus palabras por fin habían surtido efecto y que Lope ya estaba dispuesto a la reconciliación, pero de pronto vio el desconcierto reflejado en su rostro, y se dio cuenta de que había dicho algo que debería haber callado. Y en ese mismo instante le acudió a la mente la imagen de aquel rostro que le había parecido tan conocido, hasta que el encuentro con el capitán la hizo olvidarlo: el viejo hidalgo y su hijo, a los que siempre había esquivado desde entonces. Oh, Dios mío, pensó, ¡qué he hecho! ¿Por que no lo he negado todo, sin más? ¿Por qué no me habré mordido la lengua? ¡Oh, Dios mío! Y se quedó mirando el vacío con ojos secos. Se sentía tan desgraciada que ni siquiera podía llorar.

Lope la dejó. Salió del madjlis y subió de dos en dos los peldaños de la escalera que llevaba a la azotea. En cuanto apareció arriba, la criada salió a su encuentro, pero él la despachó en el acto.

Baudry Fiz Nicolas, el Normando, pensó. ¡El capitán! ¿Por qué precisamente el capitán? ¿Por qué no se había enterado hasta ese momento? Hacía apenas dos meses habría podido desafiarlo fríamente a un duelo, pero ¿ahora? Habían vivido tantas cosas juntos en ese tiempo. Se habían hecho amigos. ¿Por qué, entre todos los hombres que había en el campamento, tenía que ser precisamente el capitán?

Lope intentó imaginárselo en el puente de Alcántara. No pudo. No concebía que el capitán asesinara a una mujer indefensa. Su imaginación se negaba a producir tal imagen. El capitán podía ser cruel y no tener escrúpulos, pero no era hombre que asesinara a sangre fría. Lope no quería transformar en odio los sentimientos que albergaba hacia él. Se quedó toda la noche en el tejado, intentando conciliar sus sentimientos. No quería perder a Karima, pero sabía que siempre se interpondría algo entre ellos si ahora no mantenía la promesa que había hecho a Nujum en el puente. Siempre habría una sombra, algo que le desgarraba el alma. No encontraba ninguna solución.

Por la mañana decidió llevar a Karima y Lu'lu a Zaragoza y luego, de algún modo, desafiar a duelo al capitán. Si el capitán le daba los nombres de los otros, continuaría la busca. No se atrevía a pensar más allá. Lo único que tenía claro es que esta vez no arrastraría consigo a Karima. Ella no tenía nada que ver en ese asunto. Él ni siquiera podía exigirle que lo esperara. Lo único que podía hacer era llevarla a un lugar seguro.

Esa misma mañana pidió al Don seis días libres y permiso para viajar a Zaragoza. El Don le concedió ambas cosas, pero cuando expuso sus planes a Karima, ésta se negó a ir a Zaragoza.

– No voy a permitir que te libres de mi tan fácilmente -dijo-. No ahora.

Lope no halló palabras para convencerla.

La noche siguiente, una hora después de la última llamada del almuecim, se oyeron en la calle unos estremecedores gritos de dolor, y poco después llegó a la casa una multitud de mujeres exaltadas gritando el nombre de Karima. Traían a la Provenzal, Alienor, la mujer del capitán. La traían sobre una manta, cargada entre cuatro. Estaba desnuda, tumbada boca abajo sobre la manta, y gritaba como una condenada. El capitán le había clavado dos veces el cuchillo en las nalgas. La sangre le manaba como zumo de un melón maduro.

Karima hizo que llevaran a la mujer a su habitación y cosió las heridas. Cuando salió, estaba pálida de rabia. Pero ese incidente no podía convencerla de ir a Zaragoza. Lope estaba solo, y Karima sabía que esa soledad lo llevaría a replantearse sus decisiones. El tiempo trabajaba contra Lope. La vida ya había recobrado su curso normal, y los juramentos de venganza de Lope se hacían más cuestionables con cada día que pasaba.

El capitán trajo regalos para Alienor. La Provenzal lo hizo esperar tres días. Después lo perdonó.

– Dice que el capitán no es un ángel, pero tampoco es un demonio; es simplemente un hombre, y ella lo ama -informó Karima, encogiéndose de hombros.

Lope intentaba convencer a Karima de ir a Zaragoza, pero ella no transigía. Karima actuaba con la misma amabilidad de siempre, hacía como si nunca hubieran mantenido aquella charla sobre el capitán.

El capitán regaló a Karima un palafrén, una gran yegua alazana que le había correspondido en el reparto del botín obtenido en la finca de Valencia. El regalo era una muestra de agradecimiento por los servicios médicos de Karima, y ésta lo aceptó. Al llevarle el animal, el capitán anunció que partiría hacia Zaragoza al día siguiente.

Lope no dijo nada. Pero al día siguiente salió a su habitual paseo matutino con armadura y llevando todas sus armas. Cabalgó hacia el noroeste, y sólo cuando perdió de vista el pueblo giró en dirección al suroeste para coger la carretera de Zaragoza. Siguió las huellas del capitán y su mozo y los alcanzó poco más tarde, en un valle surcado por un río seco.

El capitán lo saludó entusiasmado y cabalgó hacia él. Cuando estaban a sólo cuatro pasos de distancia, Lope sacó el arco de la aljaba y colocó una flecha en la cuerda.

– ¡No te acerques! -gritó.

El capitán sofrenó su caballo.

– ¡Eh! ¿Qué pasa? -contestó, mostrando los dientes en una sonrisa.

– Prepárate para una buena lid, Baudry Fiz Nicolas -dijo Lope. Había preparado las palabras, pero ahora le salían a borbotones.

– ¿Qué dices? -respondió el capitán, todavía sonriente-. ¿Qué se te ha metido en la cabeza, condenado?

– ¡Haz lo que te he dicho! -replicó Lope, casi gritando.

El capitán se puso de pie apoyándose en los estribos de su caballo.

– Escucha, hermano -dijo serenamente-, como broma ya está bien.

– ¡Haz lo que te he dicho! -repitió Lope.

– Maldito hijo de puta, ¡dime qué quieres de mí! -gritó el capitán, excitado-. Yo no peleo sin motivo. ¡Dime por qué quienes pelea!

– Por una mujer que tus hombres arrojaron del puente de Alcántara hace dos años -dijo Lope, y su voz sonó tan dura que él mismo se sorprendió.

El capitán volvió a sentarse. Se quedó un rato en silencio.

– ¿Tu mujer? -preguntó luego.

– Si -dijo Lope-. Mi mujer.

El caballo del capitán bailaba nervioso sobre el sitio, sacudiendo la cabeza, hasta que el capitán volvió a aquietarlo con un brusco tirón.

– Lo siento -dijo.

Lope no respondió.

– Escucha, amigo -continuó el capitán-. Digo que lo siento. Aquella vez nos hablaron sólo de una princesa mora que iba a casarse con un conde. Yo me opuse a matar a todo el séquito. Aquello era vil; no es mi estilo. Sólo puedo decir que lo siento por tu mujer. -Su voz dejaba ver cuánto trabajo le costaba pronunciar esta frase.

– ¡Coge tus armas! -gritó Lope- ¡Coge tus condenadas armas!

El capitán hizo dar media vuelta a su caballo, sin decir nada, cabalgó hacia donde se encontraba su mozo y desmontó. Lope observó cómo el mozo lo ayudaba a ponerse el segundo peto y le sujetaba el yelmo; luego avanzó un trecho por el cauce seco del río, clavó su lanza en un arbusto y cogió el látigo, que colgaba del pomo de la silla.

El capitán había colocado su lanza, adornada con un largo pendón verde brillante, en posición vertical, y la sostenía ligeramente inclinada con el brazo extendido, como en un desfile. Su mozo estaba detrás, sin armas. Cuando estuvieron a sesenta pasos, el capitán hizo una seña a su mozo para que se quedara atrás, y avanzó solo un par de cuerpos de caballo más.

– Escucha, Lope -dijo con voz serena-. Nunca he rehuido un combate, y tampoco lo haré ahora. Pero me resulta muy difícil…

– ¡Ésta es mi arma! -lo interrumpió Lope, levantando el látigo en- rollado-. Si tienes algo en contra, dilo.

El capitán sacó la lanza de su posición de descanso.

– ¡Tanto me da el arma que uses! -gritó, y ahora su voz estaba cargada de ira-. ¡Que te lleve el diablo! ¡Vaya perro cabezudo has resultado ser! Han pasado dos años desde lo de Alcántara, y la mujer que tienes ahora es mejor que todas las que he visto en mi vida. ¿Quieres hacerla desgraciada? ¿Por qué arriesgas tu vida por una muerta?

Lope volvió su caballo y avanzó un trecho río abajo, para ganar distancia y evitar que el sol le diera en los ojos. Oía que el capitán seguía gritando a su espalda, pero el crujido de los cascos de su caballo sobre la grava le impedían entender lo que decía. No quería entenderlo. Cuando se detuvo, vio que el capitán también estaba preparado para el duelo.

– ¡De modo que fuiste tú quien mató al viejo Enneg y a su hijo! -gritó el capitán.

– Si -respondió Lope-. ¡Y tú serás el siguiente!

Hizo que el caballo sintiera sus talones y salió a todo galope, levantando el látigo sobre su cabeza. Hasta entonces sólo había utilizado dos veces ese arma, en cuyo manejo lo iniciara su viejo maestro, el capitán. Las dos veces había derribado a sus adversarios casi sin esfuerzo. El látigo era tan efectivo porque nadie estaba preparado para luchar contra un arma así. El capitán tampoco sabría defenderse de él.

Cuando sacó a su caballo de la dirección de ataque, simulando que había decidido en el último instante evitar el choque, Lope vio que el capitán relajaba un tanto la empuñadura de la lanza y abría sus defensas. Entonces extendió el látigo por encima de su cabeza, y en el bravísimo instante del golpe, cuando ambos caballos se cruzaron y el extremo de plomo del látigo se enrolló en la cabeza del capitán, a la altura de la nariz, creyó oír un grito, mezcla de rabia y espanto. Sintió al instante el violento tirón de la tira de cuero, sujeta al pomo de la silla, que obligó a su caballo a doblar las patas traseras, y escuchó el ruido sordo con que el capitán chocaba contra el suelo. Sofrenó su caballo, sin aflojar la tensión del látigo. El capitán yacía boca arriba, los brazos y las piernas estirados, inmóvil, como muerto.

Lope desató el lazo corredizo del pomo de la silla y cabalgó en arco alrededor del capitán, levantó del suelo la lanza de éste, espantó a su caballo hacia el lecho del río y se volvió nuevamente hacia el Normando, con la lanza lista para atacar. Actuó en todo momento ciñéndose celosamente a las medidas de precaución que un día le enseñó el viejo capitán, pero no tardó en advertir que esta vez ya no hacían falta más precauciones.

El Normado aún estaba vivo. Tenía la boca muy abierta y una expresión vacía y aterrorizada en los ojos, como si ya hubiese visto a la muerte.

Lope percibió un ligero movimiento por el rabillo del ojo y vio a dos jinetes que salían del bosque. Venían por el mismo camino por el que él había llegado. Estaban demasiado lejos como para poder reconocerlos, pero distinguía un rostro negro y otro blanco, de modo que pensó que debía de tratarse de Karima y Lu'lu. Pero de repente, antes de que pudiera darse cuenta de nada, vio que el mozo del capitán se dirigía a su caballo y salía a todo galope por el lecho del río. Vio que Karima y Lu'lu se detenían en la linde del bosque, y emprendió la persecución. El mozo estaba ya a más de sesenta cuerpos de caballo; tenía que cogerlo, pues de lo contrario echaría sobre él a toda la tropa del Don.

Espoleó su caballo al máximo, pero la distancia que lo separaba del mozo parecía incluso agrandarse. Sacó el arco de la aljaba. La distancia era demasiado grande como para disparar con precisión, pero confiaba en acertar al caballo y obligarlo así a bajar el ritmo de su galope. Disparó varias flechas hacia el mozo, pero no llegaba a distinguir si acertaba o no; en cualquier caso, el caballo no había perdido el paso y mantenía el mismo ritmo de galope. Cabalgaron dos millas río abajo, hasta que Lope notó que su propio caballo empezaba a ir más despacio. Disparó tres flechas más y, de pronto, vio que el caballo de delante se encabritaba, arrojaba a su jinete por los aires y salía desbocado, arrastrando detrás de sí al mozo, que aún tenía un pie cogido del estribo. Vio cómo rebotaba el cuerpo del muchacho una y otra vez sobre el duro suelo, hasta que, finalmente, el caballo se detuvo, resoplando con recelo.

Lope se acercó y desmontó a una cierta distancia, ocultándose detrás de su propio caballo para no inquietar aún más al nervioso animal. El mozo estaba tan muerto como un trozo de carne en el matadero. El caballo lo había arrastrado unos trescientos pasos. La flecha de Lope se había clavado en el ano del animal.

Lope soltó el pie del mozo del estribo, arrancó la flecha al caballo, puso el cadáver sobre la silla y regresó al lugar donde se había realizado el duelo.

Cuando llegó, Karima y Lu'lu estaban agachados junto al capitán. Lo miraron mientras se acercaba, también el capitán. Seguía tumbado sobre la espalda. Tenía los músculos de la cara muy tensos, como si estuviera apretando los dientes, pero no parecía sufrir ningún dolor. Le habían desabrochado el yelmo y quitado el protector de la boca.

– ¿Qué arma es esa que empleas? -preguntó cuando Lope se inclinó sobre él.

– Un látigo -dijo Lope.

El capitán achinó los ojos.

– ¡Un látigo! -dijo en tono despectivo-. ¿Es arma para un hombre de honor?

– Te he dado más oportunidad que la que vosotros disteis a las mujeres en el puente de Alcántara -dijo Lope.

El capitán miró más allá de Lope.

– Entonces termina de una vez -dijo-. ¡Vamos, termina!

– Quiero saber quién más estuvo allí -dijo Lope, con dureza-. Quiero los nombres de los otros. Quiero saber quién os dio las órdenes. Quiero saber de quién venía la orden.

El capitán le devolvió la mirada sin temor.

– No lo sabrás por mi -contestó.

Lope le puso el cuchillo en el ojo.

– ¡Los nombres! -dijo.

– Ya no puedes amenazarme. ¿Es que no lo comprendes? -respondió el capitán.

Karima levantó el brazo izquierdo del capitán y lo dejó caer. Estaba tan laxo como el brazo de un muerto.

– ¿No ves que está paralítico? -dijo ella, indignada-. Se ha roto el cuello. No puede mover ni los brazos ni las piernas.

Lope se levantó y contempló aquel cuerpo inerte con ojos incrédulos. Vio el cuchillo en su mano y lo arrojó lejos, como si se avergonzara de él.

– ¡Quiero esos malditos nombres! -dijo, obstinado, para luego callar.

Karima lo cogió del brazo y se lo llevó a un lado.

– Deja que yo hable con él -dijo en voz muy baja.

– ¿De qué servirá? -respondió Lope.

– Déjame intentarlo -insistió ella.

Lope se encogió de hombros, recogió el látigo del suelo y empezó a enrollarlo, al tiempo que caminaba hacia su caballo. Las manos le temblaban del esfuerzo a que había estado sometido. Cuando llegó a su caballo, le temblaba todo el cuerpo, y tuvo que agarrarse con fuerza de la silla para que los otros no lo notaran.

Karima vio los ojos del capitán dirigidos hacia ella y creyó descubrir en ellos una sonrisa burlona.

– ¿Tienes dolores? -preguntó.

– No -respondió el capitán.

Se quedaron un rato mirándose en silencio. La sonrisa creció en el rostro del capitán.

– Tendrías que haber venido conmigo. Habríamos hecho una buena pareja -dijo, enseñando los dientes-. ¡Qué esperas de ese loco!

– Lo amo, ¿qué puedo hacer? -respondió ella.

El Normando torció el gesto en una mueca de dolor.

– Es un buen hombre, pero está loco. Todos esos españoles están locos, con su maldito honor. ¡Vaya absurdo! -apartó la mirada, y sus ojos se endurecieron-. Me ha derribado con un látigo para arrear bueyes. ¡Dios sabe que yo merecía una muerte mejor!

– Ahora estás hablando igual que él -dijo Karima con un suave tono de reproche-. ¿Qué te diferencia de él?

– Tienes razón -dijo el capitán, volviendo a dirigir los ojos hacia Karima y mirándola fijamente, como si quisiera grabarse su rostro para la eternidad-. ¿Qué quieres de mi? -preguntó.

– Lo mismo que te ha pedido él -dijo Karima-. Los nombres. -¿Por qué? -preguntó el capitán, sorprendido.

– A lo mejor yo también estoy loca -dijo sonriendo. Y recobrando la seriedad, añadió-: Porque él no hallará paz mientras no los haya encontrado a todos. Y porque yo me quedaré con él y no quiero desperdiciar toda mi vida en esa busca.

El Normando le dirigió una mirada entre compasiva y burlona.

– Vaya vida -dijo. Y mirando al vacío con una sonrisa ausente, añadió con voz ronca-: Coge mi cuchillo y córtame la vena de la muñeca. Entonces te diré lo que quieres saber.

Karima retrocedió espantada, sacudiendo violentamente la cabeza.

– ¡Coge el cuchillo! -ordenó el Normando-. ¿O quieres que las cornejas se encarguen de mi? -Sonrió al ver el rostro asustado de Karima-. ¡Coge el cuchillo! ¡Cógelo!

Karima cogió el cuchillo que el capitán llevaba al cinto y le quitó el guante guarnecido en hierro. Ella seguía temerosa de hacer el corte, pero entonces cayó en la cuenta de que la ruptura de la vértebra cervical debía de haberlo dejado insensible al dolor, y, curiosamente, este pensamiento la tranquilizó y le infundió valor. El cuchillo estaba tan afilado que sólo necesitó apoyarlo al brazo para cortarle la vena. Hizo un segundo corte en diagonal, para asegurarse, y dejó caer el cuchillo.

– Prométeme que me enterraréis cuando todo haya acabado -dijo-. No quiero que el Día del Juicio me falte un trozo.

– Te lo prometo -dijo Karima.

– Bien -dijo-, ahora presta atención. -Hablaba en voz tan baja que Karima tuvo que inclinarse hacia él para entenderlo-. El hombre que dio la orden era un francés, un hombre del rey. Nunca lo vi. Tampoco sé su nombre. No estuvo en el puente, sólo envió a algunos de sus hombres, cinco o seis, todos franceses. He olvidado sus nombres, no los he vuelto a ver desde entonces. -Miró la sangre, que le manaba de la herida al ritmo de los latidos de su corazón-. ¿Cuánto tiempo tarda? -preguntó.

– No mucho -respondió Karima-. No lo sé exactamente.

– Es la primera vez que cortas una vena, ¿eh? -dijo, enseñando los dientes, en un vano intento de volver a esbozar su acostumbrada sonrisa, siempre segura de la victoria.

– Si, es la primera vez -contestó Karima en voz baja.

La sonrisa volvió a desaparecer del rostro del Normando, que continuó rápidamente, como si sintiera que ya no le quedaba mucho tiempo:

– Sólo puedo darte un nombre, que te servirá de ayuda: Álvar. Un viejo, un infanzón. Don Álvar. Ya no recuerdo el nombre de su padre. Pero podrás encontrarlo. Está en Sepúlveda. La última vez que lo vi fue hace un año y medio; era la mano derecha del tenente de Sepúlveda. El está enterado de todo. Y conoce a los franceses.

Enmudeció de repente, y en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa infantil. Parecía como si estuviera escuchando atentamente a su interior. Su rostro había perdido todos los colores, y los labios se le habían teñido de azul.

Karima quiso decirle unas palabras de consuelo, pero no se le ocurrió nada, hasta que recordó a su padre y empezó a hablar de su muerte, sólo por decir algo, sólo por apagar el silencio. Sintió que estaban a punto de saltársele las lágrimas, e intentó contenerlas. Siguió hablando hasta que los ojos del capitán se endurecieron, y esperó hasta estar segura de que había muerto.

Luego llamó a Lope y a Lu'lu, arrastraron el cuerpo sin vida hasta una hendidura del terreno, pusieron a su lado el cadáver del mozo y cubrieron ambos con piedras.

Se pusieron en marcha inmediatamente después. Cabalgaron hacia el oeste, con Karima al frente del grupo. Cuando tuvieron el valle a sus espaldas, Karima informó a Lope de lo que había averiguado.

– Sólo conocía el nombre de uno -dijo-. Don Álvar.

– ¿Eso es todo? -preguntó Lope, contrariado.

– No -respondió ella-. También me ha dicho dónde encontrarlo. -Y con un titubeo apenas perceptible, añadió-: Yo te guiaré.

55

SEPÚLVEDA

SÁBADO, 31 DE AGOSTO, 1084

26 DE ELUL, 4844 // 25 DE RABÍ II, 477

A tres días de viaje de Sepúlveda se toparon con un grupo de juglares que iban hacia el mismo lugar y se les unieron por lo que quedaba de camino. En esas salvajes regiones del norte de la sierra siempre era mejor viajar en compañía. El grupo estaba al mando de dos hombres de la edad de Lope, dos juglares de nombres rimbombantes que decían ser hijos póstumos de dos infanzones leoneses. Era imposible saber si esto era cierto o si los juglares sólo alardeaban, pero, en cualquier caso, llevaban armadura, montaban buenos caballos y, al parecer, también sabían manejar la espada y la lanza. Uno era alto y enjuto; el otro, bajo y regordete. El alto hacía el papel de torpe, que tropezaba con sus propios pies; el gordo se las daba de alegre y aventurero. Cuando desempeñaban sus papeles, el mero hecho de verlos juntos ya incitaba a la risa. En su grupo había también un enano, de cabeza desproporcionadamente grande, tres jóvenes moras con formación de músicas y actrices, monos vestidos, perros, un mozo y dos criadas. Las mujeres no disponían de cabalgadura, pues sólo tenían dos asnos, que ya iban sobrecargados llevando al enano, el mono y el equipaje. Cuando Lope les ofreció el caballo de reemplazo, casi lo ahogan bajo una verborrea de agradecimiento.

El domingo empezaba el gran mercado de la ciudad, en el que los hombres vendían el botín acumulado durante el verano en sus cabalgadas a los territorios moros, al otro lado de la sierra: vestidos, enseres domésticos, joyas y tesoros de todo tipo y, sobre todo, prisioneros. Cuando llegaron, el suburbio ya estaba lleno de comerciantes: judíos andaluces que intentaban vender algún prisionero antes aún de que se inaugurara el mercado, mercaderes franceses, peregrinos de paso a Compostela que querían aprovechar la oportunidad para hacer una buena compra. Frente a la ciudad ya se habían montado las paradas del mercado; en los establos de alquiler ya no cabía un solo caballo, y las tabernas situadas fuera de las murallas de la ciudad estaban a rebosar.

Lope siguió a los dos juglares, que no se detuvieron en el suburbio, sino que siguieron directamente hacia las puertas de la ciudad. Eran conocidos como Pedro y Pablo, y los saludaban de todas partes. Hasta el centinela de la puerta sabía quiénes eran.

Lope conocía la ciudad. Había pasado allí tres días con Karima y Lu'lu el invierno anterior, cuando iban en busca de los asesinos. Sepúlveda era una ciudad fronteriza. Durante siglos no había sido más que un montón de ruinas habitadas únicamente por lechuzas, pero hacía unos decenios había sido recolonizada, y en los últimos años había crecido mucho, formándose varios barrios rigurosamente delimitados en los que los colonos se repartían no según su religión sino según su lugar de origen: castellanos, franceses, gallegos, serranos del norte de León, tanto si eran cristianos como judíos o moros; muchos eran artesanos que trabajaban para los criadores de ganado de los alrededores. Ocho años atrás el rey les había impuesto un tenente, que desde entonces intentaba poner orden a los rebeldes habitantes del pueblo. Los dos juglares afirmaban conocer al tenente. Cabalgaron directamente hacia su castillo, que se encontraba en el punto más alto de la ciudad.

El castillo se hallaba a medio construir. Sólo estaba techada la torre que hacía las veces de vivienda, además de unos pocos establos y edificios administrativos que rodeaban el patio interior. Todo lo demás estaba en construcción. Los bastiones exteriores apenas empezaban a asomar sobre sus cimientos.

El tenente había salido, pero el guardia del castillo conocía a los juglares y los dejó entrar, permitiendo que entraran también Lope, Karima y Lu'lu, pues pensó que formaban parte del grupo.

Nada más cruzar la puerta, los dos juglares corrieron hacia el patio entre gritos estridentes, como si pretendieran atacar el castillo. Rugían tan fuerte y blandían de tal forma las espadas que los albañiles, con un susto de muerte, huyeron en todas las direcciones. Sólo cuando la dueña bajó gritando de la planta superior de la torre, los juglares callaron, desmontaron, se dieron a conocer y rompieron en sonoras carcajadas. La dueña rió con ellos. Por lo visto, los juglares habían adivinado sus gustos.

Lope se presentó como un amigo de Baudry Fiz Nicolas, el Normando, y fue recibido con especial cortesía. Al parecer, el capitán había dejado una honda huella. La dueña incluso le ofreció alojamiento, pero Lope rechazó la oferta, aceptando únicamente su invitación para esa noche.

Encontraron un alojamiento adecuado en casa de un judío del Barrio Serrano, donde también pudieron cobijar a sus caballos. El Barrio Serrano tenía la ventaja de encontrarse fuera de la palizada que rodeaba la ciudad, de modo que, de ser necesario, podían marcharse de la ciudad también por la noche.

El tenente y sus hombres no volvieron a la ciudad hasta el atardecer. Lope y Karima se dirigieron a las inmediaciones de la puerta del castillo. Mientras pasaban los hombres del tenente, Lope minaba a Karima a los ojos. De pronto la vio estremecerse, y vio al hombre al que estaba dirigida su mirada: un hombre bajo y fornido, con estampa de toro, la frente baja y una tupida barba negra que le llegaba casi hasta los ojos. Lope miró a Karima. Aquel hombre era de una edad difícil de precisar, pero con seguridad no llegaba a los treinta años; no podía ser el don Álvar del que había hablado el capitán.

En el séquito del tenente sólo había un hombre que se ajustaba a la descripción. Era un hombre de barba gris como el hierro y mejillas caídas, que a Lope le resultaba extrañamente familiar. Se sentía confundido. Lo desconcertaba el que uno de los desconocidos que estaba buscando desde hacía dos años pudiera, de repente, ser alguien a quien conocía. Finalmente, el nombre lo hizo recordar: don Álvar. Álvar Pérez, el castellán de Sabugal. Lope se quedó mirándolo, pasmado, y cuando sus miradas se cruzaron, estuvo convencido de que don Álvar también tenía que haberlo reconocido. Sin embargo, la mirada del castellán pasó de largo, la expresión de su rostro se mantuvo inmutable, y don Álvar siguió cabalgando sin detenerse.

Lope se volvió hacia Karima.

– ¿Era ése? ¿El de la barba canosa?

Ella asintió en silencio.

Lope señaló con la cabeza al mozo que cabalgaba detrás del castellán.

– ¿El mozo también?

– No -contestó Karima.

– ¿Y quién era el otro?

– Es el que mató a Zacarías -dijo ella.

– Y te clavó la lanza -dijo Lope.

Ella le echó una larga mirada.

– Es tu venganza -dijo luego-. Es tu venganza.

Al anochecer, cuando Lope entró en el salón del castillo, el tenente le señaló un asiento junto al castellán, cuya amistad con el barón normando era conocida. Don Álvar lo examinó de arriba abajo con la mirada, pero tampoco ahora mostró indicios de haberlo reconocido. Tenía los ojos opacos, como si padeciera cataratas.

Lope habló del capitán, pero dejando de lado los hechos más espectaculares, pues no quería llamar la atención. La conversación no tardó en agotarse. Al poco tiempo, el castellán perdió todo interés en ella y se quedó inmóvil en su asiento, como si durmiera con los ojos abiertos. Lope observó al de la barba negra, que estaba sentado a la mesa del tenente y alargaba ambas manos cuando el criado de la cocina traía las bandejas de carne. El tenente parecía tener en gran estima a aquel hombre. Sólo cuando la jarra de vino fue pasando de mano en mano, el de barba negra la dejó pasar al siguiente. Lope también bebió únicamente lo imprescindible para los brindis.

Más tarde, ya de noche, cuando el ambiente estaba ya muy animado, los dos juglares recitaron un par de buenos poemas y terminaron con una canción que todos les habían pedido desde el principio, pues hablaba de un caso real que había ocurrido en la región de Sepúlveda. Una canción por la cual eran célebres los dos juglares. La canción trataba de los siete hijos de un pequeño castellán, a quien una banda de cuatreros moros robaron un rebaño de reses. Relataba cómo el hombre enviaba a sus hijos, uno tras otro, en busca de los moros, para que recuperasen el rebaño, y cómo los moros iban matando a cada uno de los hijos, hasta que finalmente partía el propio padre y cobraba furiosa venganza. Muchos de los hombres cantaron junto con los juglares, y cuando éstos llegaron a la parte en que el padre encontraba los cadáveres de sus hijos, no pocos se pusieron a sollozar, hasta que al final todo el salón se llenó de aplausos.

Acto seguido aparecieron las músicas. La más joven y bella de las tres moras hizo juegos malabares con cuchillos al ritmo de la música y, para terminar, pidió la espada del tenente y se la introdujo dos palmos dentro de la boca, arrancando gritos de admiración y haciendo que los hombres le arrojaran de todas partes monedas que ella atrapaba graciosamente con la boca.

Durante la actuación de las moras, Lope no había quitado un ojo de encima al hombre de la barba negra. Había visto la mirada ávida con que el hombre siguió a la muchacha mora, y ahora veía como le lanzaba tres monedas, una tras otra. Parecía una especie de primer pago por otros placeres que esperaba de ella.

El castellán se levantó de improviso. Ofreció a Lope un lugar en su habitación, y Lope salió con él. La habitación se encontraba en la planta superior del edificio administrativo, sobre el depósito de grano. Dentro había cinco colchones de paja. Al parecer, el castellán ya no era el hombre de confianza del tenente, sino un simple hidalgo, y su edad ya no le permitía esperar demasiado. Debía de tener a sus espaldas una amarga caída. Había llegado al final; era un hombre sin futuro. Se quedó dormido nada más tumbarse en el colchón de paja.

Lope aguardó hasta que su nerviosa respiración se convirtió en ronquidos regulares; entonces salió de la habitación, bajó al patio del castillo y se apostó en un rincón, entre el establo y la muralla, desde donde veía tanto la entrada de la torre como la escalera que conducía al granero a través del establo, en el que se alojaban los juglares y su grupo. La noche estaba poblada de estrellas, no había luna, el canto de los grillos era tan fuerte que el barullo que hacían los hombres en el salón de la torre llegaba a Lope amortiguado, como un lejano murmullo.

Oía a las mujeres moras, que estaban conversando en el establo, y de tanto en tanto veía salir de la torre a algún hombre que iba a orinar. Reconoció la barba negra a pesar de la oscuridad. Vio que el hombre bajaba la empinada escalerilla de madera, cruzaba el patio y subía por la escalera de los establos. Cuando volvió a bajar, lo acompañaba la muchacha. Lope los vio dirigirse al edificio al que antes lo había llevado el castellán. De repente, la muchacha lanzó un chillido. Lope creyó que estaba intentando escapar del hombre de la barba, pero en ese mismo instante se abrió la puerta de la torre y una voz acostumbrada a dar órdenes gritó:

– ¡Gaspar! ¡Gaspar! -Era el tenente en persona.

El de barba y la muchacha ya casi habían llegado al edificio, al otro lado del patio; el hombre vaciló un tanto, pero finalmente contesto:

– ¿Si, señor?

– ¡Ven aquí, Gaspar! -dijo el tenente-. Quiero que esta noche duermas en la torre, ¿entendido?

– Sí, señor -contestó el de la barba.

– Será mejor que ahorres energías para mañana -continuó el tenente-. Yo me ocuparé de que nadie te dispute a la pequeña cuando todo haya pasado. Pero ahora ven.

– Si, señor -dijo el de la barba.

El motivo de la preocupación del tenente quedó claro la mañana del domingo. Después de la misa tendría lugar un juicio en el que Gaspar el Negro, como lo llamaban, tenía que responder de una acusación de violación. Había abusado de una muchacha, casi una niña, en las inmediaciones de un pueblo del norte. No era la primera vez que lo acusaban de un hecho semejante, y tampoco era la primera vez que lo habían visto y reconocido, pero en esta ocasión el tenente no consiguió que se olvidara el asunto pagando una pequeña suma de dinero, que luego podría servir a la muchacha como dote. Pues, para desgracia de Gaspar, la muchacha a la que había atacado esta vez era hija de un herrero que se contaba entre los notables de su pueblo, y el pueblo pertenecía al monasterio de San Pedro de Cardeña. Además, el herrero no sólo podía presentar dos testigos oculares, sino que también estaba dispuesto a batirse en duelo por el honor de su hija.

La asamblea tuvo lugar en la plaza que se extendía ante la Puerta del Este, fuera del recinto del mercado.

Cuando se hizo comparecer a Gaspar el Negro, media ciudad se había reunido ya en la plaza, además de mucha gente de las inmediaciones.

Gaspar el Negro llamó a los siete testigos que avalaban su inocencia, todos ellos hombres del tenente, incluido el castellán, y los siete levantaron la mano. Pero el herrero también tenía, además de los dos testigos oculares, a otros siete hombres de honor, que confirmaron que su hija había denunciado la violación en el pueblo siguiendo todas las normas del derecho y que, al hacerlo, había descrito tan bien los hechos que no cabía la menor duda de que decía la verdad. Al tenente no le quedó más remedio que dictaminar que el caso se decidiera en una ordalía.

Lope estaba de pie al lado del castellán, viendo cómo los sacerdotes de la ciudad estacaban el terreno en que tendría lugar el duelo y lo rociaban con agua bendita, y cómo los dos adversarios se preparaban para el combate. Ambos llevaban armadura; ambos iban armados con espada y escudo redondo. El herrero era unos diez años mayor que su adversario y de la misma estatura, aunque unas buenas veinte libras más ligero. A primera vista, parecía desesperanzadoramente inferior.

Al principio, todo parecía indicar una rápida victoria de Gaspar el Negro, que cargó contra su rival dando fuertes golpes, al tiempo que se cubría de modo que no le dejaba posibilidad alguna de contraatacar. Los hombres del tenente, de pie sobre un montículo que se levantaba junto a la tribuna del juez, empezaron a dar voces de alegría y animaron a su hombre con sonoros gritos. Pero, poco a poco, Gaspar el Negro fue perdiendo su ímpetu inicial y el ritmo de sus golpes se hizo más lento, al tiempo que el ronco jadeo con que acompañaba cada golpe se hacía más intenso y forzado. Hasta que, finalmente, se detuvo, agotado, y se quedó mirando a su adversario con ojos de incrédula sorpresa.

El herrero seguía firme como un yunque. El revestimiento de cuero de su escudo estaba hecho jirones; el borde de hierro, partido en varios lugares. Pero él parecía intacto, y el primer golpe con el que inició su ataque fue fuerte y preciso.

– ¿Qué hace Gaspar? ¿Por qué no contesta a los golpes? ¿Está herido? -preguntó el castellán, conteniendo la respiración de puro nerviosismo. Al parecer, veía tan poco que apenas distinguía a los dos combatientes.

– No está herido -dijo Lope-. Pero perderá el duelo.

El castellán se dio la vuelta y lo cogió del brazo.

– ¿Quién es el que habla?

– Soy yo. Y sé lo que digo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque vuestro hombre tiene miedo. Pelea como un hombre que tiene miedo -respondió Lope, sereno.

El castellán le soltó el brazo, se dio la vuelta y estiró la cabeza hacia los dos combatientes, que estaban girando el uno alrededor del otro, al acecho.

– Gaspar ganará este duelo -dijo contrariado. Sonó como un conjuro.

– Si el herrero no comete ningún error, Gaspar perderá -respondió Lope, inflexible-. Mira al herrero -dijo-. ¿No ves la furia que reflejan sus ojos?

Lope le envidiaba esa furia desenfrenada. Por la mañana, al enterarse de que Gaspar el Negro tendría que batirse en un duelo a vida o muerte, había deseado que Gaspar saliera vencedor. Ahora quería que el herrero consiguiera una rápida victoria. El herrero tenía más derecho que él a acabar con ese hombre; tenía motivos más recientes.

El duelo se prolongó sin que ninguno de los dos consiguiera una ventaja definitiva. Pero poco a poco empezó a notarse la mayor resistencia del herrero. Sus golpes seguían teniendo la misma dureza que al inicio del duelo, mientras que la fuerza de Gaspar el Negro había disminuido ostensiblemente. Por momentos parecía que el hombre del tenente apenas si podía sostener la espada en la mano. Y luego Gaspar el Negro se sumió en el pánico. Arrojó su escudo contra su adversario, cogió la espada con ambas manos y arremetió contra el herrero gritando a voz en cuello. El herrero se protegió de los pesados golpes cubriéndose con el escudo y la espada al mismo tiempo, y retrocedió paso a paso, sin dejarse llevar fuera de los límites del campo de combate. Entre tanto, ambos hombres habían dado golpes centenos, y a ambos les chorreaba la sangre de debajo del yelmo, hasta el punto de que Gaspar el Negro ya casi no parecía ver adónde dirigía sus golpes. De pronto, la espada salió volando de sus manos, y Gaspar el Negro cargó contra su adversario con los brazos extendidos, como un oso, lo cogió de la mano en la que tenía la espada, lo hizo caer y le apretó la cabeza contra el suelo, intentando meterle los dedos en los ojos, mientras el herrero luchaba con todas las fuerzas de la desesperación para escapar de debajo de su adversario y desembarazarse de su escudo, que le impedía utilizar el brazo izquierdo. Por un instante, pareció como si, a pesar de todo, Gaspar el Negro fuera a vencer, pero sus dedos no encontraban los ojos en el rostro cubierto de sangre de su adversario y, finalmente, el herrero consiguió zafarse, se puso en pie de un salto y golpeó sin piedad antes de que Gaspar el Negro pudiera derribarlo una vez más. Golpeó hasta hacerlo caer y siguió golpeándolo en el suelo, mientras la gente de su pueblo empezaba a gritar, como liberada. Destrozó a golpes el brazo levantado en un gesto de indefensión y siguió golpeando con atroz regularidad, hasta que el demencial aullido de terror se convirtió en un débil gemido, y hasta que cesó también el gemido y el cuerpo destrozado dejó de moverse. Y aún entonces, el herrero siguió golpeando, como si no pudiera parar, hasta que los dos jueces del duelo lo apartaron con sus caballos y su gente le arrebató la espada de las manos.

El castellán no desvió la mirada. Estaba blanco como una pared. Tenía la boca abierta y sus labios se movían como si quisiera decir algo, pero no le salía un solo sonido.

– ¡Vámonos! -dijo Lope.

El castellán pareció no oírlo. Seguía rígido, incapaz de apartar la minada del cadáver de Gaspar el Negro, que ahora era retirado por dos criados, cubierto con una vieja manta. Sólo cuando los criados y el cadáver se perdieron de vista, Lope consiguió retirar de allí al castellán.

Pasaron las horas siguientes en una taberna del Barrio Francés, en la que todo el mundo parecía conocer al castellán, desde el tabernero hasta el último cliente. Mientras bebían unos vasos de vino, fuera se desató una tormenta. La lluvia era tan intensa que formaba goteras en el techo. El castellán bebía el vino sin diluir, mirando fijamente con ojos vacíos y sin decir una sola palabra. Lope esperó. Quería acabar con aquello rápidamente. Sólo estaba esperando la ocasión.

Cuando las nubes se retiraron, la gente salió rápidamente a la calle Mayor, con gran alboroto. Había anunciada una carrera. Cuatro ancianas competirían por un cerdo donado por el tenente. El cerdo estaba atado a la puerta del castillo. Cuando llegaron Lope y el castellán, la calle Mayor estaba flanqueada por una apretada multitud. Se colocaron cerca del punto de partida, detrás de la puerta de la ciudad, donde las cuatro ancianas ya estaban esperando la señal para empezar a correr. Eran cuatro mujeres viejísimas, desdentadas y harapientas, que ya sólo podían andar apoyándose en un bastón. La primera cayó al lodo a los pocos pasos. La calle estaba reblandecida y llena de charcos por la lluvia. Los bastones se hundían en el fango, los pies resbalaban, los vestidos se hacían cada vez más pesados, y pronto las cuatro ancianas estuvieron cubiertas de barro y estiércol, pero aun así ninguna se dio por vencida. El público acompañaba sus esfuerzos con sonoras carcajadas y festivos gritos de ánimo, los hombres hacían apuestas, y los niños caminaban a trompicones por el lodo, imitando a las ancianas.

De pronto, Lope se encontró a solas con el castellán junto a la puerta, mientras la bulliciosa multitud de espectadores se alejaba lentamente en dirección al castillo. El castellán estaba tieso como un palo; tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca muy abierta, como en un sofoco. Lope pensó en la rapidez con que el castellán había estado bebiendo en la taberna francesa. Un instante después, el castellán se dobló sobre el vientre y se llevó la mano derecha al cuello, como si sufriera un dolor insoportable.

– ¡Ayúdame! -jadeó.

Lope lo abrazó por un costado, pasó el brazo derecho del castellán sobre sus hombros y lo llevó a la sombra de la palizada. El castellán jadeaba a cada paso, y cuando se sentó en el suelo, sus pulmones se movían como un fuelle. Era como si no recibiera aire, como si tuviera que luchar denodadamente cada vez que quería respirar.

– ¡Estos dolores! -jadeó-. ¡Estos dolores!

Entonces Lope vio sus ojos dirigidos hacia él y vio el miedo reflejado en ellos, un miedo espantoso, sin nombre. Sin pensar, se apartó un tanto. De pronto supo que se hallaba frente a un moribundo.

– Estoy mal -dijo el castellán. El pecho le dio un salto, abrió la boca de golpe y una ola de liquido rojo le salió por entre los labios. En un primer momento Lope pensó que era sangre, pero no era más que el vino que había bebido, un caldo nauseabundo que despedía un penetrante olor dulzón.

Tiene que darme los nombres, pensó Lope. Tiene que darme los nombres antes de morir. Al reconocer al castellán, había sabido con certeza cómo se habían enterado los asesinos del regreso del joven conde con su princesa mora. Alguno de los hombres de Sabugal se lo habría dicho al castellán, y éste había comerciado con la noticia. Pero ¿quién había dirigido la banda? ¿Quién había dado la orden de asesinar a todo el séquito de la princesa? ¿Quién había estado a la cabeza de todo?

– Escúchame, viejo -dijo Lope-. He venido a Sepúlveda porque quería hacerte unas preguntas, unas preguntas que Baudry Fiz Nicolas, el Normando, no me pudo contestar -dijo rápidamente y sin pausa; no quería perder tiempo-. ¿Entiendes lo que te digo? ¿Me oyes?

El castellán le dirigió una mirada insegura e interrogante, y asintió titubeando.

– Tú estuviste con el Normando en Alcántara, hace dos años -continuó Lope-. Vosotros atacasteis a esa princesa mora. Tú ideaste el plan. Pero ¿quién era el jefe? ¡Dime quién era vuestro jefe!

El castellán se quedó mirándolo, con ojos vacíos.

– Jefe -dijo, sin ninguna entonación. Lo dijo como si ya no comprendiera el sentido de lo que decía.

– ¡Dime el nombre! -dijo Lope-. El nombre del hombre que os daba las órdenes, ¿me entiendes? ¡Dime el nombre!

El castellán movió los labios en silencio. En sus ojos continuaba esa mirada vacía.

– El condestable -dijo. Le costó trabajo pronunciar esa palabra- ¿Qué condestable? -insistió Lope-. ¿Qué condestable? ¡Dime su nombre!

– El condestable del conde Henri de Borgoña -dijo el castellán con voz inesperadamente clara.

Lope repitió el nombre, para asegurarse.

– ¿El conde Henri de Borgoña, el francés? -preguntó. Pero en ese mismo instante el castellán volvió a estremecerse bajo aquel terrible dolor que lo obligaba a doblarse, lo dejaba ciego y sordo y hacía aparecer un miedo espantoso en sus ojos. Lope vio que movía los labios y se inclinó sobre él, acercando la oreja a su boca.

– Era mi hijo, ¿entiendes? -dijo el castellán.

Lope necesitó un rato para comprender qué quería decir el anciano.

– ¿Gaspar? -preguntó finalmente.

– ¡Era un bastardo! -continuó el castellán, con voz apenas audible-. Era un bastardo, fanfarrón y cobarde. Pero era mi hijo. -Tras unos rápidos estertores, añadió en voz aún más baja-: Nunca se lo dije. -De pronto el miedo había abandonado sus ojos. Ya no parecía sentir dolor. Sólo miraba más allá de Lope con expresión perdida.

Lope se quedó con él hasta el final. Luego dio aviso a los guardias de la puerta. Del castillo llegaba cada vez más fuente el ondeante griterío de la multitud. Lope esperó junto al cadáver hasta que fueron a recogerlo dos criados del tenente. Todavía sentía el olor dulzón del vino vomitado. Se sentía desgraciado. Desgraciado como alguien que despierta tras una noche de fiesta y aún tiene las vivas imágenes en las retinas y las alegres risas y la música en los oídos, pero entonces abre los ojos y ve el pálido sol de la mañana filtrándose a través de la ventana para descubrir todo lo que la piadosa noche había ocultado: los charcos de vino sobre la mesa, los nauseabundos restos de comida, las flores marchitas y la vajilla rota, los borrachos roncando entre los barcos, los arroyuelos de orina y vómitos cayendo por los escalones de la puerta, y, en los rincones, los huesos sobre los que se precipitan negras bandadas de moscas.

Escupió para quitarse el mal sabor de boca.

Karima no se volvió a mirarlo. No sabía si su decisión era la correcta, y se le partía el corazón al pensar que lo estaba abandonando, pero no se volvió. Tenía miedo de volver a ceder, de que todo volviera a empezar desde el principio. No podía flaquear. De una vez por todas, tenía que obedecer los mandatos de la razón.

Lu'lu cabalgaba junto a ella.

– Todavía está esperando, señora -dijo, sintiéndose infeliz, y sus ojos se dirigían hacia ella con expresión tan suplicante como si sufriera incluso más que Karima por aquella separación.

Pero ella no se volvió. No sabía si la decisión era correcta o equivocada; sólo sabía que estaría mal echarse atrás una vez más.

Ni siquiera estaba segura de qué la había inducido finalmente a tomar esa decisión. ¿Pensamientos racionales? ¿Un estado de ánimo, un accidente, una palabra inapropiada?

Allí estaban esos dos judíos, que cabalgaban al frente del grupo. Uno era de Toledo; el otro, de Sevilla. Dos compradores de prisioneros, que habían manumitido a dieciséis musulmanes en el mercado de Sepúlveda. El día anterior habían llegado de repente a la casa, en la que habían encontrado alojamiento en la misma habitación que Lope y Lu'lu. Luego habían estado en el patio, charlando en hebreo, y Karima, al escuchar al sevillano, se había sentido embargada por tal sentimiento de irrefrenable nostalgia que había roto a llorar.

Entonces, de pronto, se le había presentado la inesperada posibilidad de volver a casa bajo la protección de un gran grupo de viajeros y en compañía de paisanos.

¿Qué la había empujado? Quizá el miedo de volver a León, donde ya había intentado una vez separarse de Lope. O la descorazonadora certeza de que esa busca infinita tampoco terminaría en Sepúlveda.

– El responsable de todo es el maestro de armas de un conde francés de la corte -le había dicho Lope.

Un hombre que ni siquiera había estado presente durante el ataque al puente, a quien el propio Baudry Fiz Nicolas, el Normando, no había visto jamás. Y si Lope conseguía acabar con ese condestable francés, todavía quedarían siete de los trece hombres. Y aunque cobrara venganza en esos siete, todavía quedaría el conde, de quien recibía órdenes el condestable. Y en mitad de la noche, en un instante de lúcida desesperación, Karima había comprendido que ya no se trataba de que el deseo de venganza impidiera a Lope abandonar la busca, sino que, más bien, estaba huyendo de algo. Que aquella busca no era más que un pretexto para ocultar que él mismo estaba huyendo. Huyendo de su propio pasado; huyendo del recuerdo de esos nueve años perdidos que había pasado en la soledad de un calabozo; huyendo del recuerdo de aquella muerta que aún vivía en su mente y que seguía interponiéndose entre ambos.

Karima había esperado que su presencia, poco a poco, haría palidecer la imagen de aquella mujer; pero, en lugar de ello, parecía hacerla brillar aún más en el recuerdo de Lope. La realidad era gris comparada con las imágenes que Lope llevaba guardadas en la memoria. Karima ya no tenía fuerza para seguir luchando contra aquello. Y, además, ahora ya no estaba sola. También estaba el niño que llevaba bajo el corazón.

Tal vez pensar en ese niño era, en último extremo, lo que la había llevado a decidirse. O tal vez había sido la frialdad de Lope, su reserva. Desde su regreso de Segura no había vuelto a tocarla, a decirle palabras bonitas, a abrazarla, siquiera por cortesía. Karima ya no tenía fuerza para seguir esperando.

No había dado mucho tiempo a Lope para que le diera una respuesta. Le había comunicado su decisión de unirse a aquellos judíos esa misma mañana, media hora antes de partir. ¿Había obrado mal? ¿Era aquello una huida precipitada?

Le había hecho bien ver en el rostro de Lope que éste se sentía afectado.

– ¿Dónde podré volver a encontrarte? -le había preguntado.

– No sé adónde voy -había contestado ella-. Si encuentras a los hombres del puente, no te será difícil encontrarme después a mi.

¿Qué tipo de respuesta había sido ésa? En aquel instante ella misma no sabía qué iba a hacer. Tampoco lo sabía ahora. Los dos judíos y los musulmanes manumisos tenían proyectado viajar primero a Toledo, y de allí a Córdoba y Sevilla. ¿Debía ella volver a casa? ¿Sevilla seguía siendo su casa?

El viaje a Toledo duró seis días. Cada día, Karima miraba si aparecía detrás de ellos algún jinete solitario. Estaba desgarrada entre sus esperanzas y sus dudas. Empezaba incluso a dudar del amor que sentía por Lope.

¿Quizá sólo se había dejado llevar por sus sueños de niña? ¿Quizá sólo había querido conseguir lo que se le había metido en la cabeza cuando tenía catorce años? ¿Acaso había sido todo un producto de su obstinación?

¿O sólo iba detrás de Lope porque nunca había podido superar que éste la dejara por otra? Karima se ahogaba en un mar de reflexiones absurdas sobre la sinceridad de sus sentimientos. Lo único que la consolaba era pensar en el niño.

No había dicho a Lope que esperaba un hijo suyo. Había tenido miedo de que él se lo tomara como una coacción. ¿Había obrado bien? ¿Se había equivocado?

Ahora ya era demasiado tarde para seguir pensando en aquello.

Esperó hasta el último momento que Lope la siguiera, pero Lope no lo hizo.

Al atardecer del sexto día llegaron a un pueblo abandonado, que se encontraba a cuatro horas de viaje al norte de Toledo. El rey de León aún no había sitiado oficialmente la ciudad, pero con la autorización del príncipe de Toledo había levantado un campamento militar casi a las puertas de la ciudad, en los antiguos jardines palaciegos del otro lado del río, y sus tropas controlaban todos los caminos de acceso. Cobraban a los comerciantes y campesinos que llevaban víveres o mercancías a la ciudad; a algunos les robaban todo, a otros los raptaban para pedir luego un rescate.

El salvoconducto que el tenente de Sepúlveda había dado a los dos judíos sólo les garantizaba protección hasta los pasos de la sierra. Para llegar a Toledo sanos y salvos tendrían que servirse de otros medios. Había hombres que conocían la ubicación de las tropas de jinetes españolas y de sus puestos de vigilancia, así como los caminos por donde podía darse un rodeo para evitarlos. Uno de estos guías fue a buscarlos al pueblo abandonado una hora después de la puesta de sol. Llegaron a la ciudad a medianoche.

Karima decidió quedarse en Toledo. Compró una gran propiedad en el barrio judío a un peletero que quería dejar la ciudad y se sentía dichoso de haber encontrado una compradora que podía entregarle una orden de pago sobre bienes que tenía en Sevilla. Karima era consciente de que había decidido quedarse en Toledo sólo para estar más cerca de Lope; No podía olvidarlo, pero empezaba a acostumbrarse a la idea de tener que vivir sin él.

56

SEVILLA

LUNES, 25 DE RABÍ I, 478

26 DE TAMÚS, 4845 // 21 DE JULIO. 1085

La celda de Ibn Ammar era muy grande. Se encontraba en la planta superior de la torre que se levantaba sobre la Puerta de las Palmeras del palacio de al-Mubarak, en el al-Qasr de Sevilla. Era una habitación de siete pasos por nueve. Pero esa amplitud era un sarcasmo, pues Ibn Ammar no podía aprovecharla.

Estaba sujeto a una cadena de dos qintar de peso. Las cadenas le unían brazos y piernas, juntándose en el centro en una sólida argolla. Cuando lo llevaron a presencia de al-Mutamid, un funcionario extremadamente celoso decidido a mostrarle a su príncipe su especial afán de servirlo le tomó las medidas a Ibn Ammar. Ahora, Ibn Ammar, para dar un paso, tenía que arrastrar todo el peso de la cadena. Ese peso lo mantenía sujeto al suelo, obligándolo a vivir tumbado, arrastrándose, como los animales con los que compartía su celda: arañas, escarabajos, cochinillas. Había habido un tiempo en que él mismo se había sentido como uno de esos animales. Las cadenas lo habían doblegado, le habían robado la voluntad, lo habían arrojado al polvo. Lo habían vuelto torpe, apático, triste. Finalmente, había dejado de moverse. Se había quedado allí, vegetando en un estado de semiconciencia, entre el día y el sueño, nunca completamente despierto y nunca completamente dormido, en un paralizante estado crepuscular, en el que el tiempo ya no se dividía en días y noches, en vigilia y en sueño, sino que fluía como una corriente continua sin principio ni final, que lo arrastraba sumido en una fatal monotonía.

En ese estado de resignado vegetar, había perdido toda voluntad de vivir. Había dejado de usar el cubo para ir de vientre, había dejado de defenderse de las moscas, y en algún momento también había dejado de tocar la comida que un criado mudo le hacia llegar cada día a través de una trampilla abierta en el techo.

Sin embargo, más adelante, hacía ahora siete semanas, de repente todo había cambiado. Una mañana el criado llegó acompañado por un funcionario de palacio, deslizó una escala por la trampilla, y ambos bajaron a la celda. Era la primera vez desde que estaba preso en Sevilla que Ibn Ammar escuchaba una voz humana, una voz que le hablaba a él. Y esta experiencia obró en él como una fuerte medicina. El curso uniforme del tiempo se rompió de súbito, y renació en él la voluntad de vivir.

El khádim lo lavó y le dio ropa nueva. Cuidó de que toda la celda se limpiara a fondo y de que se eliminara a todos los insectos, y procuró a Ibn Ammar comidas fortalecedoras y un ingenioso aparato con ruedas que lo ayudaba a cargar con sus cadenas, de modo que ahora podía moverse sin mucho esfuerzo por su celda.

Desde entonces, el khádim visitaba su celda a diario, charlaba con él y contestaba a sus preguntas. Era muy cuidadoso con sus respuestas, y evitaba tercamente contestar a la pregunta más importante: qué pensaba hacer el príncipe con Ibn Ammar. Sin embargo, en todos los demás aspectos demostraba estar bien informado.

Ibn Ammar pasaba mucho tiempo pensando por qué el príncipe no lo habría enviado de inmediato al verdugo. Algo debía de haber impedido a al-Mutamid descargar su furia en el acto. Tal vez el lazo de su amistad aún no se había roto por completo. Tal vez el príncipe se veía frenado por un misterioso temor, que le decía que la espada que mata a un amigo puede caer también sobre uno mismo.

Cuando lo tomaron prisionero, en Segura, Ibn Ammar no tardó en convencerse de que lo entregarían a Sevilla. El príncipe de Zaragoza no había movido un dedo por él, y Abú'l-Fadl Hasdai tampoco había podido hacer nada. Hadi y Djabir, que habían vuelto a presentarse ante las puertas del castillo cuatro semanas después, entregaron únicamente una carta del hadjib, que contenía sólo unas líneas de consuelo, y ninguna oferta de rescate. Lo contrario no hubiera tenido sentido. Al-Mutamid de Sevilla había hecho saber al señor de Segura que estaba dispuesto a superar cualquier oferta.

Al principio, Ibn Ammar había visto con humor cuánto estaba dispuesto a pagar por él el príncipe de Sevilla, y hasta había escrito unos cuantos versos irónicos sobre el aumento de su cotización, que había entregado a sus dos hombres para que se los llevaran al hadjib de Zaragoza como respuesta a su carta. Pero el buen humor no había durado mucho.

Ar-Radi, el hijo mayor de al-Mutamid, había ido a buscarlo a Segura y lo había llevado primero a Córdoba. Allí lo había paseado por las calles de la ciudad sentado de espaldas en un asno, sujeto entre dos fardos de paja. Aún recordaba el griterío burlón de la multitud, y la desconcertante experiencia por la que había pasado entonces: la sensación de que apenas podía distinguir si la multitud se divertía o si gritaba pidiendo un verdugo. El que pasaba por la calle abierta entre la multitud, él en este caso, se llevaba prácticamente la misma impresión de quienes simplemente se divertían que de quienes hacían escarnio de él: los mismos brazos extendidos intentando tocarlo, las mismas bocas gritando a voz en cuello, el mismo clamor histérico. Hasta los niños se comportaban igual, sólo que éstos unas veces le arrojaban flores y otras estiércol; pero también ellos parecían hacer ambas cosas con el mismo placer.

Recordaba las maldiciones de las mujeres del harén del príncipe, que lo cubrieron de basura cuando fue llevado al al-Qasr de Sevilla. Recordaba, sobre todo, aquella escena tan irreal en el gigantesco madjlis del palacio de al-Mubarak, cuando, por primera vez después de tantos años, había sido llevado en presencia del príncipe, arrancado de su sueño en mitad de la noche, solo, doblado bajo el peso de sus cadenas, presa de una terrible angustia en aquel salón sombrío que estaba iluminado por una sola lámpara y surcado por un sin fin de sombras amenazantes. Recordaba como, de repente, al-Mutamid había salido de la oscuridad. El príncipe estaba tan amorfamente gordo que Ibn Ammar necesitó un momento para reconocerlo. Tenía el rostro fláccido, y los ojos acuosos y rojos como los de un bebedor. Ibn Ammar aún oía su voz llorona, balbuceante, a veces ahogada en lágrimas y a veces cargada de rabia. Aún oía sus lamentos, sus reproches, sus amenazas, y sus gritos, mezcla de rabia y desesperación, cuando, al final de su largo y excitado monólogo, Ibn Ammar no pronunció ni una sola palabra de arrepentimiento, sino que se limitó a apelar a su clemencia.

– ¡Lo que has hecho no tiene perdón!

Ibn Ammar recordaba el estallido del príncipe, cargado de lágrimas, y las órdenes estridentes a los criados que esperaban detrás de la puerta.

– ¡Lleváoslo! ¡Lleváoslo fuera de mi vista! ¡Lleváoslo!

Ibn Ammar sabía que aquella noche había estado a un paso del abismo, y que en los meses siguientes su vida no había valido lo que tres guisantes. Pero luego había ocurrido algo que, por lo visto, cambió en su favor el clima reinante en palacio.

Hacía siete semanas don Alfonso, el rey de León, se había apoderado de Toledo. Al-Qadir, el príncipe, había entregado a los españoles el al-Qasr y el gran puente, y se había trasladado con los suyos a la fortaleza de Cuenca. Después de esto, a la ciudad tampoco le había quedado más remedio que someterse. De la noche a la mañana se había producido una catástrofe que muchos venían prediciendo desde hacía años, pero que ni siquiera los más pesimistas habían vaticinado para tan pronto.

– Un capote se deshilacha primero por los bordes, pero con la caída de Toledo el capote de Andalucía se ha rasgado justo por el medio. -Con esta metáfora había descrito los hechos el khádim. Era una comparación muy acertada. Con la conquista de Toledo, el rey de León se había apoderado del corazón de la península. Ahora, todos los reinos de Andalucía estaban expuestos a un ataque directo de los españoles. También Sevilla estaba amenazada.

Ahora a al-Mutamid sólo le quedaba elegir entre dos posibilidades. Haciendo un gran esfuerzo, podía intentar subir drásticamente los impuestos y emplear todos sus recursos económicos en reclutar nuevas tropas, para someter a los otros príncipes andaluces o, como mínimo, obligarlos a cerrar una alianza bajo el dominio sevillano. Por otra parte, podía llamar en su ayuda a los almorávides del norte de África.

La primera opción se correspondía con la política que Ibn Ammar había seguido desde el inicio de su gobierno como hadjib. La segunda era el objetivo que perseguían sus adversarios, que ahora llevaban la voz cantante en la corte: Abú Bakr ibn Zaydún, quien lo había sucedido en el puesto de hadjib, e Ibn Adhams, el qadi supremo, cabeza de la facción ortodoxa.

En los últimos años, los almorávides, dirigidos por el emir Yusuf ibn Tashfin, habían conquistado con alarmante rapidez las regiones costeras del norte del Magreb, y finalmente, el último otoño, se habían apoderado de la ciudad portuaria de Ceuta, de modo que ahora lo único que los separaba de las costas andaluzas era el estrecho de Gibraltar. Abd-Alá, el príncipe de Granada, ya había trabado contacto con ellos. Hasta ahora al-Mutamid de Sevilla se había negado a dar ese paso, a pesar de que el nuevo hadjib y el qadi supremo lo instaban a ello una y otra vez.

Durante años, Ibn Ammar había alertado al príncipe contra el fanatismo de esos bereberes del desierto, contra el hecho de que una vez que cruzaran el estrecho sería imposible refrenar su agresividad. Le había hecho comprender que Yusuf ibn Tashfin no se contentaría con acudir con sus jinetes en ayuda de los príncipes andaluces cuando éstos lo llamaran, sino que intentaría someter toda Andalucía apenas hubiera conquistado el Magreb.

Sus advertencias habían perdurado. Pero ahora el príncipe mismo se había privado de su libertad de decidir.

Hacía dos semanas el khádim había aparecido por sorpresa con un alto funcionario de palacio, un joven que no mencionó ningún nombre, pero que se presentó como el ghulam de una importante personalidad de la corte del príncipe. El khádim se quedó arriba, en la plataforma de la torre, al parecer con la misión de vigilar atentamente la entrada. El propio ghulam estaba muy nervioso, como si hubiera aceptado sólo por obligación el encargo de hacer esa visita. Iba provisto de papel y utensilios de escritura, una concesión que Ibn Ammar había pedido una y otra vez al khádim, hasta ahora siempre en vano.

– Un regalo de mi señor -explicó el joven, para añadir apresuradamente-: Si oís ruidos extraños en la torre, arrojadlo enseguida por la ventana.

– ¿El príncipe ha prohibido expresamente que escriba? -preguntó Ibn Ammar.

– Mi señor no lo ha preguntado -contestó el ghulam, y cuando Ibn Ammar quiso saber si le estaba permitido agradecer por escrito a su mecenas desconocido, el ghulam se lo desaconsejó rotundamente. Acto seguido, fue al grano sin más rodeos.

Hacía una semana el príncipe había viajado a Córdoba para recibir a una embajada del rey de León. Hasta entonces Ibn Ammar no había oído nada ni de aquel viaje ni de la embajada española, pero no tardó en comprender qué se estaba cociendo. El armisticio de cinco años entre Sevilla y León pactado por el propio Ibn Ammar estaba a punto de expirar. La conquista de Toledo había colocado al rey español en posición de plantear mayores exigencias que cinco años atrás, y al parecer había decidido aprovechar la ocasión antes de lo esperado.

– ¿Se sabe algo de la cuantía de la suma exigida? -preguntó Ibn Ammar.

– No hay cifras -respondió el ghulam-. Sólo se dice que han pedido una suma desvergonzadamente elevada.

– ¿Sólo desvergonzada, o también impagable?

– Una suma tan elevada que el embajador tuvo la osadía de proponer que una parte se saldara mediante la entrega de algunos castillos.

– ¿Qué castillos?

– Algunos castillos del Guadiana.

– ¿Almodóvar?

– También Almodóvar.

– ¡El príncipe no habrá aceptado!

– Claro que no.

– ¿También se ha negado a pagar?

– Está dispuesto a pagar las mismas sumas que en los últimos años.

– ¿El embajador se negó?

– El embajador se mostró dispuesto a aceptar aquello como un primer pago, pero luego rechazó las monedas que le entregaron.

– ¿Porque contenían muy poco oro?

– Exacto.

– ¿En presencia del príncipe?

– En presencia del príncipe y de toda la corte. Además, el rey de León ha tenido la insultante idea de poner al frente de la embajada a un judío de Toledo.

Había sido una conversación desalentadora, durante la cual Ibn Ammar se había sentido como el señor del criado Ma'mun, que al volver de un largo viaje se topó en la puerta de la ciudad con éste, muy afligido, quien en un primer momento le dijo únicamente que había muerto su perro favorito. Hasta que el señor siguió preguntando y, poco a poco, se enteró de que el perro había muerto aplastado por su mula, que se había roto una pata en la calle. Que su mula se había roto una pata porque se había espantado. Que se había espantado porque su hijo se había caído del tejado y se había roto el cuello. Que su hijo había sufrido esa caída porque la casa se había incendiado. Que la casa se había incendiado porque su mujer había tenido un repentino ataque al corazón y había dejado caer la vela. Cada noticia, por terrible que fuera, había sido superada por la siguiente.

El rudo comportamiento mostrado por el embajador judío en Córdoba había desembocado en un escándalo sin parangón. El príncipe se había arrojado sobre el judío y le había hundido los ojos con sus propias manos. Acto seguido, lo había hecho clavar a la puerta de la ciudad junto con un perro y había mandado apresar a todo su séquito. Unos hechos a los que el rey de León sólo podía responder con una campaña contra Sevilla. Incluso era posible que esa campaña hubiera estado planeada de antemano y que el rey hubiera provocado conscientemente al príncipe por tener un pretexto para atacar. Los arranques de cólera de al-Mutamid eran bien conocidos en todas partes.

Pero también era posible que la facción almorávide de la corte hubiera incitado este estallido del príncipe para ganarse definitivamente a al-Mutamid. Tras estos sucesos, al príncipe no le quedaba más remedio que volverse en busca de ayuda hacia el emir de los almorávides.

– ¿Ha decidido ya el príncipe enviar una embajada a Ceuta? -preguntó Ibn Ammar.

– No se sabe nada -respondió el ghulam.

– Pero ¿en la corte están seguros de que se tomará esa decisión? -insistió Ibn Ammar, y esta pregunta llevó al ghulam por fin a hablar del verdadero motivo de su visita.

– Mi señor está seguro de que la decisión aún no ha sido tomada, y desea que vos le deis algunos argumentos con los que convencer al príncipe de que recapacite antes de enviar una embajada a Ceuta.

Aquello había sido casi una orden, y el ghulam le había puesto plazo para su cumplimiento:

– Mi señor espera tener vuestras propuestas por escrito mañana al mediodía.

Ibn Ammar se había puesto a trabajar de inmediato.

La encrucijada política en que se encontraba el príncipe debido a su carácter irritable no le dejaba mucho margen de acción. Si se llegaba a la guerra con León, el príncipe dependía de la ayuda almorávide. Si querían impedir que los almorávides entraran en el país, tenía que hacer algo para evitar la guerra con León. Sólo había dos bazas con cuya ayuda podía conseguirse que los españoles desistieran de emprender una campaña. Por una parte, los infanzones a los que el príncipe tenía prisioneros en Córdoba. Por otra, la amenaza de los almorávides.

A los infanzones podía utilizárselos para obligar a los españoles a entablar negociaciones. Además, había que buscar una buena base legal que diera una justificación creíble al ajusticiamiento del embajador enviado por los españoles a Córdoba, para darle al rey la posibilidad de entrar en esas negociaciones sin menoscabo de su honor. Una vez que se sentaran a negociar, se pondría sobre el tapete la amenaza de los almorávides. Para ello, primero habría que trabar contacto con los almorávides. De momento era absurdo cerrar esa puerta.

El príncipe debía escapar de algún modo de los ortodoxos, que entre tanto ya veían en el emir almorávide Yusuf ibn Tashfin algo así como un nuevo imam, un renovador de la religión. En cualquier caso, enviar una embajada a la corte del emir no significaba que le estuvieran abriendo las puertas de Andalucía, pero haría más creíble la amenaza a los españoles. Y si la guerra contra León se posponía, se podía reemprender la política de unificación de Andalucía, única política que podía salvar a Andalucía a largo plazo.

Se podía adoptar la idea, retomada por los almorávides, de los castillos fronterizos ocupados por soldados capaces de luchar hasta la muerte por su religión, y enviar contra los españoles a los fanáticos más contumaces de la facción ortodoxa, para así desembarazarse de ellos. O se podía incluso traer una pequeña tropa almorávide, para mostrar al rey de León el peligro de luchar contra esos fanáticos guerreros del desierto. Quedaban aún bastantes posibilidades, si el príncipe se dirigía hacia el objetivo correcto y estaba dispuesto a tomar decisiones.

Ibn Ammar se había visto obligado a exponer sus propuestas de la forma más escueta posible, pues el ghulam sólo le había dado un trozo de papel del tamaño de una mano, y él todavía lo había cortado en dos, para quedarse al menos con un trocito.

El khádim había ido a recoger el papel al día siguiente. El ghulam no había vuelto a aparecer. Ibn Ammar lo esperó en vano dos langas semanas. Desde hacía nueve días ya tampoco iba el khádim.

Ese día volvió a presentarse el khádim, pero no bajó. Se quedó junto a la trampilla y arrojó un diminuto rollo de papel a Ibn Ammar.

– Traigo una carta para vos. Destruidla cuando la hayáis leído -dijo, y volvió a cerrar la trampilla.

La carta contenía unas pocas líneas, escritas con una letra que Ibn Ammar no pudo reconocer: El príncipe ha aceptado nombrar al juez supremo del reino jefe de una embajada que ha de cruzar el estrecho y honrar a Yusuf el emir bereber. El príncipe ha expuesto como motivo de su decisión el siguiente: dice que prefiere ser arriero de asnos en el desierto a pastor de cerdos en León.

En la carta no figuraba ni el título del remitente ni su nombre; pero Ibn Ammar, tras releerla varias veces, descubrió que el remitente había omitido en todo el texto, sin duda con intención, la letra «A». Aquél era un juego literario que, hacía cinco años, había practicado con ar-Rashid, el hijo de al-Mutamid, que por entonces tenía sólo quince años.

Haber descubierto que aún podía contar entre sus amigos al príncipe ar-Rashid, era el único consuelo que le quedaba tras las descorazonadoras noticias de las últimas dos semanas.

57

TOLEDO

VIERNES 1 DE AGOSTO, 1085

8 DE AB, 4845 // 6 DE RABI II, 478

Encontrar al condestable del conde Henri de Borgoña había sido sencillo. Más esfuerzo había costado a Lope acercarse a él.

Su señor, el conde, era uno de los más estrechos colaboradores del rey. Era sobrino de la reina Constance, y había venido de Borgoña con ella hacía seis años. Don Alfonso, el rey, lo había convertido en su yerno, prometiéndolo en matrimonio a su hija Teresa, quien, a pesar de ser hija de una concubina, era vista en la corte como una princesa legítima. El conde procedía de una casa regia, y era uno de los señores más distinguidos de la corte. Lo protegían tanto como al propio rey.

Lope pasó medio año en León intentando en vano conseguir introducirse en la mesnada del conde. A principios de la primavera, cuando el conde Henri partió hacia el campamento militar de Toledo con el séquito del rey, Lope lo siguió, y logró ser aceptado en el ejército que sitiaba la ciudad. Había sido reclutado como un simple hidalgo, pero ya había tenido ocasión de lucirse dos veces en presencia del rey, la segunda después de la toma de la ciudad, cuando ganó un premio en una competición de arqueros. El rey le concedió una casa en la ciudad y una participación en los impuestos del mercado de grano, a cambio de que se encargara de la defensa de una torre de las fortificaciones de la ciudad y de que cada año dedicara cuatro semanas a acompañar al rey en sus cacerías.

Así, se había convertido en vasallo del rey, y este ascenso le había permitido por fin acercarse al hombre al que buscaba.

El rey era un gran cazador. Años atrás, cuando al-Qasir aún era príncipe de Toledo, había exigido a éste que le entregara un castillo situado a dos días de viaje al norte de la ciudad, entre los grandes bosques que se extendían en la ladera meridional de la sierra, y había hecho de este castillo su residencia de verano y la base desde la cual emprendía sus cacerías. Los últimos años, el rey había visitado con frecuencia ese castillo, no sólo para cazar, sino también para dirigir desde allí los prolegómenos de la conquista de Toledo.

A finales de la primera semana de julio, cuando la toma de la ciudad era ya definitiva, el rey había vuelto a retirarse a aquel castillo. Lope había viajado en su séquito. Un par de días más tarde había llegado al castillo el conde Henri de Borgoña, y lo acompañaba sire Hugues, su condestable. Los señores de la mesnada del conde se habían alojado en el mismo edificio que Lope, y éste no tardó muchos días en conocer al condestable.

Sire Hugues era considerado un individuo extravagante. Tenía algo más de cincuenta años. Dios lo había hecho tan bajo que ni siquiera unas botas con grandes tacones le permitían alcanzar una estatura mediana. Su escasa talla la compensaba con una valentía rayana en la temeridad. Se decía que, en un torneo celebrado en Borgoña, había derribado a seis hombres en un solo día; y también que él solo había abatido con su espada a una osa adulta que atacó a su señor. Su gente lo llamaba Cuatrobrazos, porque, efectivamente, cuando luchaba parecía tener cuatro brazos. Vivía como un monje; no prestaba la menor atención a las mujeres y ni siquiera comía manzanas, en recuerdo de la tentación del Paraíso. No bebía vino, despreciaba la música y el juego, y se apartaba de todos los otros placeres de la corte. Era un hombre solitario, entregado al servicio de su señor, y que no conocía más que sus deberes para con su señor, las armas de su señor, los caballos, perros y halcones de su señor, y los hombres a quienes instruía para proteger a su señor.

El contacto de Lope con el condestable también se limitó a formalidades: algún saludo ocasional, una breve charla en los establos. El condestable lo había visto usar el arco, y no tenía ningún interés particular en seguir tratando con él. Consideraba que el arco no era un arma caballeresca, y no lo utilizaba ni siquiera en las cacerías. Entre sus principios se encontraba el de no alejarse nunca tanto de su señor que no pudiera oír su llamada. Cuando el conde estaba en el castillo, él no daba un paso fuera de la puerta. Cuando el conde salía a caballo, él no se apartaba un paso de su lado. Lope no encontró ninguna ocasión para quedarse a solas con él. Hasta que, a las tres semanas, finalmente el azar acudió en su ayuda.

Era buena época para cazar venados. Había empezado agosto, el mes en que los venados están más gordos y su carne sabe mejor. Uno de los cazadores del rey había vuelto al castillo al atardecer, y había hablado de un animal enorme cuyo territorio se encontraba en un espeso monte a orillas del cauce superior del río Guadarrama. El cazador no había visto al venado, pero había podido calcular su tamaño a partir de las ramas quebradas y de la amplitud y profundidad de sus huellas. Y como prueba había recogido en su cuerno un poco de estiércol: firme, no demasiado graso, limpio, como el que caracteriza a los venados adultos y extraordinariamente pesados. Era un venado para el rey.

Pero don Alfonso mostró poco interés en el asunto. Se sentía agobiado por el calor, que en esa época era intenso también en las montañas. Perseguir a un venado a caballo, yendo tras una jauría de perros, era un arte de montería agotador y no carente de riesgos. Además, el territorio de aquel venado se encontraba a más de medio día de viaje; había que prever, como mínimo, una excursión de tres días, más todo tipo de incomodidades. Así, finalmente el rey renunció al venado y se lo cedió al conde Henri de Borgoña.

Lope fue destinado a la tropa avanzada, que debía levantar un campamento cerca del territorio del animal. El conde y su séquito llegaron dos días más tarde. Como muchos señores franceses, el conde concedía la máxima importancia a la caza del venado. Él mismo se ocupó de todos los detalles: examinó la jauría de perros y los caballos que utilizaría durante la montería. El mismo día de su llegada, inspeccionó personalmente el territorio del animal y el terreno en el cual supuestamente se desarrollaría la caza. Al atardecer habló con los cazadores y los perreros, acordó con ellos las señales de cuerno, la colocación de los caballos de reemplazo, las medidas necesarias para el caso de que el venado intentara huir hacia atrás y consiguiera hacerlo sin que lo advirtieran sus perseguidores.

Partieron al día siguiente, antes del amanecer. El grupo se detuvo a una cierta distancia del territorio del venado, y sólo siguieron adelante el cazador que llevaba al sabueso y el conde con su mozo, ambos a caballo. El bosque era tan espeso que los demás no tardaron en perderlos de vista.

Al salir el sol sonó el primer toque de cuerno, indicando que el conde había llegado al borde de la espesura en que vivía el venado y que penetraría en ella a pie, acompañado solo del cazador.

Lope y los otros aguardaron la siguiente señal. Lope estaba al lado del condestable. Esperaba que el venado fuera lo bastante fuerte para resistir una persecución prolongada, y que, en ese territorio de bosque tupido e impracticable, el grupo de cazadores no tardara en desmembrarse. Desde luego, el condestable parecía dispuesto a mantenerse pegado a los talones de su señor, pero si la cacería se prolongaba y el conde cambiaba de caballo varias veces, se quedaría rezagado en algún momento.

Media hora después llegó del denso monte la triple señal, que abría la montería. El sabueso había guiado al cazador y al conde hasta el refugio del venado. Ahora el animal había escapado y la señal llamaba a la jauría de perros y a los mozos de los caballos, para que el conde pudiera emprender la persecución. El grupo de cazadores también se puso en marcha y siguió las señales de cuerno, que ahora se repetían a intervalos regulares para estimular a los perros e indicar la dirección en que había huido el venado. A veces, cuando el viento estaba a favor, se oían los penetrantes ladridos de la jauría, que corría tras el sabueso, llevado de una larga cuerda.

El venado se dirigió primero valle arriba, deteniéndose en el espeso bosque cercano al fondo del valle, donde la maleza era tan intrincada que los caballos apenas podían atravesarla. Los toques de cuerno se sucedían rápidamente. Parecía como si, a pesar de las dificultades del terreno, el conde quisiera reducir las distancias desde un primer momento, para que los perros no pudieran perder el rastro fácilmente cuando el venado saliera a campo abierto.

Lope se quedó rezagado, para cuidar su caballo. Se detuvo a mitad de la ladera, donde el bosque era más ralo, y prestó atención únicamente a las señales de cuerno de los hombres más adelantados, que le indicaban la dirección, de manera que podía ahorrarse todas las curvas y rodeos que daba el venado en su huida.

En algún momento tuvo a la vista el río y vio a la jauría de perros en la orilla. Vio también que el conde perdía mucho tiempo porque el cazador que llevaba al sabueso registró la otra orilla primero río arriba, como era costumbre, hasta que finalmente se dio cuenta de que el venado había avanzado un buen trecho río abajo. Lope esperó hasta que apareció el resto del grupo, y vio que todos se lanzaban a cruzar el río, encabezados por el condestable. Lope decidió no vadear el río, pues estaba seguro de que el venado no intentaría huir por las colinas; le parecía mucho más probable que el animal volviera a cruzar el río para alcanzar de nuevo el terreno que le era más familiar. Se quedó a la misma altura que antes. No temía perder el contacto con el grupo, pues los ruidos de la cacería le llegaban con tal nitidez desde la ladera opuesta del valle que hasta oía los constantes gritos del encargado de la jauría.

Durante una media hora, la cacería se desarrolló a un ritmo vertiginoso, río abajo. El venado salió del bosque y huyó por un terreno más abierto, en el que era más veloz. Lope no tenía problemas para seguirlo.

Pero luego el valle se ensanchó de repente en un lugar en el que desembocaba un estrecho riachuelo, y el venado huyó hacia el valle lateral, dejando a Lope en el inesperado dilema de si debía seguir al grupo a todo galope o si debía confiar en que el animal volviera por el mismo camino. Esto último era su única esperanza si no quería agotar a su caballo.

Oyó que los ladridos de la jauría se hacían cada vez más lejanos, hasta finalmente desvanecerse. Vio al condestable, montado en su bayo, que se había separado del grupo de cazadores y ya casi había dado alcance al conde. Esperó hasta que todos los jinetes hubieron desaparecido por el valle lateral, y observó con satisfacción que el maestro de cazadores apostaba en la salida del valle a un mozo con un caballo de reemplazo, lo cual indicaba que el hombre que mejor conocía la región también contaba con la posibilidad de que el venado volviera sobre sus pasos. Luego desmontó y se acomodó a la sombra de un árbol.

No se sentía ni una ligera brisa. El aire estaba quieto y el sol calentaba el bosque, hasta el punto que el olor resinoso de los pinos era más intenso que el perfume del romero. Las señales de cuerno, que sonaban como alargados lamentos, se tornaron cada vez más débiles. Pronto no hubo más sonido que el canto de los grillos, el zumbido de las abejas, y el agudo chillido de un ave rapaz, que volaba tan alto que se perdía en el caliente azul del cielo.

Lope esperó, nervioso, levantándose una y otra vez y llevándose las manos a las orejas para escuchar en la dirección de la que esperaba al venado. Pero todo estaba en silencio. Tal vez los perros habían cogido al venado al final del valle. El mozo apostado a la orilla del río ya tampoco parecía contar con que hicieran falta sus servicios; había atado las patas delanteras del caballo y se había echado a dormir entre los arbustos.

Pero entonces, de repente, volvió a oírse el sonido del cuerno. Las señales tocaban a largos intervalos, y se acercaban rápidamente. Y Lope vio al venado. Al parecer, había cruzado el arroyo más arriba, pues ahora bajaba por el otro lado del valle. Unos pocos perros ya casi lo habían alcanzado, y el resto de la jauría se acercaba ladrando. Estaba tan agotado que las patas delanteras se le doblaban una y otra vez mientras corría ladera abajo, en dirección al río y al bosque, probablemente con la esperanza de desembarazarse de los perros en el agua o arrastrándolos hacia la espesura. El conde estaba a menos de ochenta cuerpos de caballo del animal; estaba solo, no se veía ni a su mozo ni al resto de los cazadores.

Cuando el mozo apostado en la entrada del valle hizo la señal para que el conde se percatara del caballo de reemplazo, éste dejó momentáneamente la persecución, bajó la ladera, cambió de caballo y luego siguió por la orilla, río abajo, hasta llegar al lugar donde el venado se había arrojado al agua, y donde la mayor parte de la jauría husmeaba la orilla entre furiosos ladridos. Lope esperó a que el conde cruzara el río, seguido por el mozo, y luego bajó rápidamente para colocarse en el punto donde el venado y sus perseguidores habían vuelto a salir del río.

En ese lugar el río era estrecho y profundo, y sus orillas tan pantanosas que el caballo se hundía hasta el vientre. Lope llevó el caballo a terreno más firme y lo ató entre los árboles, de modo que no se viera desde el río. Luego, pisando islas firmes de hierba, volvió a la orilla siguiendo a pie las profundas huellas dejadas por el venado, los perros y los dos caballos de los perseguidores, y se ocultó entre los arbustos de la orilla. Confiaba en que el siguiente en llegar al río sería sire Hugues. Había planeado esperar a que el condestable se lanzara al río con su caballo y entonces, amenazándolo con una flecha, obligarlo a dirigirse río abajo hasta el siguiente recodo, donde los demás no los verían. El cuerno del conde le llegaba ya desde muy lejos, desde lo más hondo del bosque que se extendía en la parte baja del valle. Oyó la señal que indicaba que los perros habían cercado al venado, y que llamaba al resto de cazadores y compañeros para que presenciaran el final de la cacería.

Oyó dos débiles toques de respuesta al otro lado del río. Sacó el arco de la aljaba y tensó la cuerda. De repente, Lope sintió surgir dentro de él una temblorosa inquietud, una fiebre suscitada por la cacería, que le hizo recordar tiempos muy lejanos, cuando cazaba lobos al servicio del conde de Foix. Era el mismo sentimiento, extrañamente ambiguo, que lo había embargado en aquel entonces cada vez que intuía el final de una larga cacería, cada vez que, tras semanas de busca y minuciosa preparación, un lobo viejo y experimentado saltaba sobre el cabrito atado en el centro de la trampa. Era un sentimiento de orgullo por el éxito de la caza, pero también un sentimiento de tristeza por su inevitable final. Y un miedo indeterminado al vacío de lo que vendría después.

Llevaba casi tres años tras los hombres del puente. De los trece nudos que hiciera en el extremo de su látigo, había desatado siete: cuatro por el capitán normando y sus hombres; dos por el castellán y su hijo; uno por su mozo, de quien se había encargado otro, matándolo en una pelea en Sepúlveda. Faltaban aún seis hombres, y un séptimo, el condestable, que no había estado en el puente, pero que había sido el jefe de la banda. Cuando el condestable estuviera en sus manos, cogería a los seis que aún faltaban. Y entonces habría terminado por fin esa cacería.

Vio al condestable bajando la ladera del valle. El bayo que montaba tenía el hocico lleno de espuma y se tambaleaba de agotamiento. Cerca de la orilla, el caballo se quedó empantanado en el lodo, e intentó en vano volver a salir. El condestable empezó a darle golpes con las manos y los pies. Era un desalmado; también a sus hombres los trataba con despiadada dureza y crueldad. Gritando, golpeó al caballo con el lado plano de la espada. Pero el animal estaba al limite de sus fuerzas; sólo balanceó la cabeza de un lado a otro, incapaz de defenderse de los golpes, para luego dejarla caer suavemente y no volverse a mover.

– ¡Sire! -gritó Lope-. ¡Sire! -Tuvo que gritar varias veces antes de que el condestable dejara por fin al caballo muerto y se volviera hacia él. Dirigió a Lope una mirada confusa, y en un primer momento no lo reconoció. Debajo del yelmo, su rostro estaba rojo como la carne cruda.

– ¡Un caballo! ¡Necesito un caballo! -gritó el condestable, al tiempo que se dirigía hacia la orilla jadeando y remando con los brazos por el lodo-. ¡Dame tu caballo! ¿Dónde está tu caballo? -gritó, y, sin vacilar, se arrojó al agua, como si no fuera consciente de que el río podía ser peligroso. Se hundió hasta los hombros, y, en ese mismo instante, lo cogió la corriente, arrastrándolo como a una piedra. Volvió a salir a la superficie un trecho más adelante, echando agua por la boca, resoplando y chapoteando contra la superficie del agua. Por un breve instante, pudo mantener los pies firmes en el fondo del río, pero pronto volvió a arrastrarlo la corriente; ya no tenía fuerzas para mantenerse a flote, sus manos se asían al vacío. Y luego volvió a hundirse, sólo sus pies volvieron a emerger, mientras la corriente seguía arrastrándolo río abajo. Llevaba peto, y para cazar se había puesto debajo una coraza de hierro. Había forzado a su caballo hasta reventarlo, y ahora él mismo estaba a punto de perder la vida sólo por aquel principio que le mandaba estar siempre cerca de su señor y preparado para luchar.

Lope metió el arco en la aljaba y corrió dando grandes zancadas, saltando de una isla de hierba a otra, a lo largo de la orilla. Detrás del recodo del río vio el cuerpo inerte emergiendo una vez más del agua, con los pies por delante. En ese lugar, el río se hacía más ancho y llano, y se dividía en dos brazos ante un gran peñasco plano, para volver a unirse treinta pasos más allá en un torrente de cascadas y remolinos. Lope se arrojó entre los arbustos, corrió tan rápido como pudo por el banco de arena, vadeó el río hasta alcanzar el peñasco y consiguió coger el pie del condestable justo antes del primer remolino. Sacó del agua el cuerpo inerte del condestable y, apenas lo tuvo en terreno seco, lo levantó de los pies.

Un chorro de agua le salió de la boca. El condestable se revolvía como un pez en el anzuelo. Volvió en si, tosiendo y escupiendo, se dobló en el suelo, intentando tomar aire con la boca muy abierta. Aún tenía en los ojos el miedo a la muerte, con la que acababa de enfrentarse.

Lope le quitó la espada y el cuchillo, apartó ambos, se acuclilló a su lado y esperó a que volviera a la vida. Escuchaba los gritos con que los cazadores azuzaban a sus caballos por el río, más arriba, y escuchaba el ir y venir de señales de cuerno, apagadas por el intenso rugir del agua.

Cuando el condestable intentó incorporarse, Lope lo cogió del pecho y volvió a empujarlo hacia el suelo.

– Tengo que hacerte unas cuantas preguntas -dijo.

El condestable no se dejó intimidar.

– ¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué quieres? ¿Qué preguntas? -increpó.

– Soy yo quien hace las preguntas -dijo tranquilamente Lope, sosteniéndolo contra el suelo-Te he sacado del agua, pero me basta un pequeño empujón para volver a arrojarte. -Sintió que el condestable se ponía tenso bajo su mano-. Llevo tres años buscándote, viejo; eso es lo primero que tienes que saber -dijo, y le explicó por qué lo buscaba. Lo empujó un poco más hacia el borde del peñasco y vio que el miedo se reflejaba en sus ojos. El condestable podía ser muy valiente para luchar, pero frente al agua era un cobarde.

– ¿Por qué me has sacado del agua si deseas mi muerte? -chilló. Estaba hecho un manojo de nervios.

– Quiero saberlo todo, desde el principio -dijo Lope.

– ¿Qué quieres que te diga? ¡Yo no sé nada! ¡Ya ni siquiera recuerdo cómo se llamaban los hombres que envié! -gritó el condestable.

Lope le dijo los nombres.

– El que se llamaba Álvar Pérez te dio la noticia de que el joven conde de Guarda estaba de regreso de Sevilla con su novia mora. ¡De él sí que te acordarás!

– Sé a quién te refieres -respondió el condestable-. Un infanzón venido a menos. ¡No acudió a mi! ¿Por qué supones que acudió a mí? Se dirigió directamente a la gente del rey. Sólo después el rey lo envió a mi señor. -Hablaba precipitadamente, como si temiera que Lope no le diera tiempo suficiente para decir todo lo que quería alegar en su defensa.

– ¿Qué tenía que ver el rey en todo eso? ¿Qué tenía que ver tu señor? -preguntó Lope, contrariado.

– El conde de Guarda era vasallo del rey. Intentó casar a su hijo con una hija del señor de Sevilla sin pedir la aprobación del rey, sin pagar las sumas habituales y sin permiso de su señor. El rey había prometido a mi señor el dominio sobre todos los condes del Duero. Le había prometido el Condado de Portocale y Guimaraes, apenas éste quedara libre. Lo único que estaba haciendo era velar por sus derechos como futuro señor.

Lope estaba tan desconcertado que aflojó involuntariamente la mano. Intentó dar a su voz un tono duro:

– Entonces, ¿tu señor dio la orden de matar a la princesa mora y a todos los que iban con ella? -preguntó.

– ¡Qué dices! -respondió el condestable, irritado. Parecía haber advertido la inseguridad de Lope-. ¡Nadie dio semejante orden! ¿Cómo se te ocurre? Había que secuestrar a la princesa. Se había pensado en regalarla al tío de mi señor, el duque de Borgoña. El baño de sangre se debió a un maldito capricho de esos hidalgos. Desobedecieron mis órdenes. Si lo que quieres es venganza, ¿por qué vienes a mi? ¡Véngate en ellos!

– ¿Cómo pudieron desobedecer tus órdenes si había seis de los tuyos? -gritó Lope, con repentina furia.

– ¿Por qué crees eso? -respondió el condestable, indignado-. No había ni uno solo de mis hombres. Mis hombres no son salteadores de caminos.

– ¡En el puente había seis franceses! -replicó Lope.

– Sí, algún aventurero reclutado por ese Álvar Pérez en Zamora -dijo el condestable-. Un antiguo vasallo del conde de Vermandois. Ni siquiera sé su nombre. Estaba confabulado con el infanzón, igual que el Normando, a quien ni siquiera he visto nunca. Álvar Pérez buscó la gente. ¡Dirígete a él! ¡Yo sólo hice el encargo!

Lope se sentía como si de pronto hubiera perdido el suelo bajo sus pies. Se quedó mirando fijamente más allá del condestable, hacia el agua espumosa que corría a los lados del peñasco. De repente creyó estar viendo el agua embravecida y oscura como la noche bajo el puente de Alcántara, en la cual el resplandor del sol en el ocaso hacía danzar centellas rojas. Creyó ver los cuerpos bañados en sangre sobre el empedrado. Creyó ver un parpadeo, una mirada sonriente por encima del hombro, una boca abierta en un grito, una mano ensangrentada con un dedo cercenado. Vio de repente a Karima, espoleando su caballo y alejándose por esa larga, larguísima, carretera que partía de Sepúlveda. La vio desaparecer a lo lejos. Tanto tiempo, pensó. Ha pasado tanto tiempo, y todo ha sido en vano.

No quería creerlo. Cogió al condestable del pecho, con ambas manos, y lo sacudió, como esperando que la verdad cayera de su cuerpo.

– Vosotros enviasteis a esos hombres, vosotros les pagasteis, vosotros les encomendasteis el trabajo de llevar a la princesa a León. ¿Por qué iban a matarla? ¿Por qué? ¿Por qué motivo?

El condestable lo miró con ojos fríos.

– No les pagamos -dijo con voz neutra-. El trato era que ellos se quedarían con dos quintas partes del botín. Las otras tres quintas partes tenían que entregarlas, una para el rey y dos para el conde. Nos engañaron. Mataron a la princesa y a sus criadas para que no pudiéramos averiguar la cuantía de la dote. ¡Ése fue el motivo!

Lope apartó la mirada. Aún tenía cogido al condestable con ambas manos, pero esas manos ya no tenían fuerza. Luego lo soltó, se puso de pie y se quedó mirando fijamente el vacío. Vio que el condestable se alejaba arrastrándose con cauta rapidez y se levantaba con piernas inseguras. Lo vio inclinarse para recoger su espada y su cuchillo, pero sin realmente darse cuenta de ello. Si el condestable hubiera atacado en ese instante, Lope no se habría defendido. De pronto todo le parecía absurdo. Todo había sido en vano. Las ideas de venganza que lo habían hecho errar de pueblo en pueblo, absurdas. El único culpable de lo ocurrido en el puente, el castellán, había sido ajusticiado por un poder superior, sin su intervención. Los años desperdiciados. Las penalidades que había hecho pasar a Karima, esa busca sin final; todo había sido en vano, absurdo. ¿Por qué esa obsesión sin sentido? ¿Por qué no había puesto fin a todo aquello en Sepúlveda, como muy tarde? ¿Por qué había dejado marchar a Karima? Hubiera sido tan fácil seguirla; sólo hubiera tenido que obedecer a sus sentimientos. Lope había salido tras ella, pero había dado media vuelta después de un trecho. ¿Por qué? ¿Por qué había dado media vuelta?

De pronto oyó voces detrás de él, y un instante después se vio rodeado por los hombres del conde, que le hablaban y lo cubrían de preguntas, y luego el conde en persona estaba a su lado, estrechándole la mano y dándole palmadas en la espalda. No entendía qué querían de él, hasta que finalmente comprendió que le estaban dando las gracias por haber salvado la vida al condestable. El mozo que se había quedado esperando a la entrada del valle con el caballo de reemplazo para el conde lo había seguido al ver que corría por la orilla mientras el río se llevaba al condestable, y lo había visto sacarlo del agua.

Lope advirtió una mirada del condestable, que le decía que estaría prevenido, pero que no lo temía. Luego, de repente, lo embargó otro miedo, una gran inquietud, que le hizo pensar en Karima y temer que podía llegar demasiado tarde.

Hacía un mes y medio, Lope, al mudarse a la casa que le había cedido el rey en Toledo, había empezado con mucha cautela a investigar sobre el paradero de Karima. No había albergado muchas esperanzas de encontrarla en la ciudad, pues sabía que los dos judíos a los que se había unido en Sepúlveda se dirigían a Sevilla. Había enviado a investigar a un mozo de la casa. Una médica judía con un gigantesco criado negro, eunuco, tenían que llamar la atención incluso en una ciudad como Toledo. Cuatro días antes de que Lope saliera a cazar con el rey, el mozo había encontrado a una mujer que se ajustaba a la descripción. Lope había ido a observar su casa desde lejos. No había llegado a ver a Karima, pero sí había reconocido a Lu'lu. Ahora tenía que ir a Toledo, tenía que regresar a Toledo tan pronto como fuese posible.

El día siguiente, al regresar el grupo al castillo de caza, Lope fue llamado por el rey y se le dijo que podía pedir un favor. Lope pidió cuatro días de permiso para ir a Toledo.

Partió una hora antes de la puesta de sol, con dos caballos. Era viernes. Cabalgó toda la noche, cambiando de caballo cada cierta distancia, y llegó a Toledo por la mañana, una hora después de que abrieran las puertas de la ciudad. Dejó los dos caballos al cuidado del mozo de su casa. Había pensado lavarse y cambiarse de ropa primero, pero cuando el mozo le dijo que había visto a la médica judía con un bebé, una niña, y que los vecinos afirmaban que ella era la madre, Lope no pudo quedarse un segundo más en casa. Los nervios no le dejaban detenerse. Estaba sudado, sucio y cubierto de polvo de los pies a la cabeza, tanto que la gente de la calle se volvía para mirarlo. Corrió al barrio judío, en la parte baja de la ciudad. Sabía dónde encontrar a Karima. Era la mañana del sabbat, de modo que Karima tenía que estar en la sinagoga de la congregación palestina. En Sevilla, esa comunidad judía a la que ella pertenecía tenía sólo una sinagoga; en Toledo no sería distinto.

Esperó a la puerta de la sinagoga, hasta que oyó que los servicios habían terminado y que los fieles empezaban a salir al antepatio. Cuando las puertas se abrieron, desde dentro, Lope hizo a un lado al guardia de la puerta y entró. Una mujer dio un grito sordo y se llevó las manos a la cara, y un par de niños se alejaron de él corriendo, asustados, mientras los hombres, con sus barbas negras y sus oscuras túnicas y tocados, se quedaban mirándolo fijamente. Lope llevaba puesto el peto ligero, de cuero, que solían llevar en verano los jinetes castellanos, y probablemente en los últimos años no pocos de aquellos judíos habían sufrido malas experiencias con hombres vestidos así. Levantó ambas manos en un gesto tranquilizador.

Todos lo miraban, hasta quienes se encontraban al otro lado del antepatio, junto a la entrada de la sinagoga. Todos los ojos estaban puestos en él. En el pequeño antepatio había más de cien personas, pero Lope descubrió a Karima de inmediato. Se hallaba a menos de diez pasos de él, y cuando sus miradas se encontraron Lope se sintió transportado de nuevo a Sevilla, muchos años atrás, cuando ya una vez, enfermo de nostalgia, había irrumpido en el antepatio de una sinagoga para verla. Pero esta vez no había un portero que lo echara, ni una criada negra que obstruyese la mirada. Vio una sonrisa surcando el rostro de Karima, e imaginó que esa sonrisa se esparcía por todo el antepatio, contagiando a aquellos rostros asustados, desconfiados, recelosos. Y entonces supo que no había llegado demasiado tarde. Era como si, por fin, hubiera vuelto a casa tras un largo viaje.

Dos días más tarde cogió la espada del rey godo, que debía haberle servido como instrumento de venganza pero que no había llegado a usar jamás, y la arrojó del gran puente que, con un único y colosal arco, se extendía sobre el Tajo desde los pies del al-Qasr. La arrojó al mismo río que fluía también bajo el puente de Alcántara. La espada se hundió en el agua y desapareció sin dejar rastro.

58

SEVILLA

MIÉRCOLES 23 DE RABÍ I, 479

8 DE JULIO, 1086 // 23 DE TAMÚS, 4846

Era de noche cuando despertaron a Ibn Ammar. Parpadeó a la luz de la lámpara que brillaba sobre él desde el cuadrado de la trampilla. No distinguía quién sostenía la lámpara. Sólo vio que bajaban la escalera y se asombró de no sentir temor, ni sombra de temor.

Reconoció al khádim, que bajaba por la escalera, y se puso de pie, tambaleándose por el peso de las cadenas. Estaba seguro de que oiría su condena a muerte, y quería recibir la noticia de pie.

El khádim corrió hacia él.

– ¡Deprisa, señor! ¡El príncipe quiere veros! -dijo, dejando a un lado la lámpara y apresurándose para ayudar a Ibn Ammar con manos temblorosas a ponerse el capote que le había traído-. ¡Deprisa, señor! ¡Deprisa! -insistía.

– ¿Para qué quiere verme? -preguntó Ibn Ammar, mientras bajaban por la escalera de la torre, cargando entre los dos la pesada cadena.

– No lo sé -respondió el khádim.

– ¿Hay algún pretexto? -preguntó Ibn Ammar.

– El príncipe ha dado una fiesta esta noche -contestó el khádim, titubeando-. Una fiesta para la embajada de Yusuf ibn Tashfin, el emir almorávide.

Ibn Ammar recordó que hacía unos días había oído tocar a la gran banda militar del príncipe. Así pues, la embajada había sido recibida con gran pompa y con todos los honores. Pero ¿qué quería el príncipe de él? ¿Acaso querían concluir la fiesta con su ejecución?

Atravesaron el parque. No se veía a nadie. El khádim había apagado la lámpara al salir de la torre. A juzgar por la posición de las estrellas, debía de ser una hora pasada la medianoche.

Llegaron a la puerta, donde un centinela con el uniforme de la guardia personal del príncipe iluminó el rostro de Ibn Ammar y los dejó pasar. Siguieron hacia la puerta del palacio de az-Zahir. Allí los esperaba un camarero del príncipe, que también los instó a apresurarse. Ibn Ammar lo conocía, e intentó leer en su rostro qué era lo que le esperaba, pero no pudo distinguir nada a la luz trémula de la lámpara que llevaba el camarero.

Jadeando por el peso de las cadenas, Ibn Ammar siguió a sus acompañantes por la amplia escalera de caracol que conducía a la planta superior de la gran torre-palacio, a las habitaciones privadas del príncipe y el lujoso madjlis de la plataforma superior, que era lo que más gustaba al príncipe de todos sus edificios. Ibn Ammar conocía el camino; lo había recorrido muchas veces en épocas mejores.

Cuando llegó arriba estaba sin aliento y las piernas le temblaban por el esfuerzo. Tuvo que sentarse en los últimos peldaños. El corazón le golpeaba las costillas como un mazo. Era la primera vez en casi dos años que salía de su celda.

El madjlis estaba iluminado como la Mezquita del Viernes al final del Ramadán; la luz era tan intensa que Ibn Ammar tuvo que cerrar los ojos. Siguió al camarero a ciegas hasta el centro de la habitación y se detuvo, permaneciendo inmóvil mientras el hombre se retiraba sigilosamente. El peso de las cadenas tiraba con fuerza de sus brazos. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la claridad, miró con cautela, sin mover la cabeza. AI-Mutamid estaba junto a una de las puertas que daban al río. Tenía las manos a la espalda, y miraba la noche. Llevaba una sencilla faja de lino blanco en la cabeza, y una túnica blanca como la que solía vestir su padre en las grandes recepciones: una eficaz mascarada para impresionar a los puritanos señores de África. A Ibn Ammar le pareció que el príncipe había engordado aún más desde la última vez que lo viera, pero también podía tratarse de una ilusión creada por su postura inclinada, o porque la túnica blanca lo hacía parecer más voluminoso sobre el fondo oscuro.

El príncipe se quedó un largo rato en esa posición, inmóvil. Luego se volvió repentinamente y clavó la mirada en Ibn Ammar. Tenía la cara empapada de sudor, y los ojos le brillaban con extraña intensidad a la luz de las lámparas, como si estuvieran llenos de lágrimas. Pero cuando Ibn Ammar estuvo más cerca, advirtió que sólo estaban vidriosos por el vino.

Ibn Ammar esperó a que el príncipe iniciara la conversación, como mandaban las convenciones. No quería mostrar flaquezas. Tampoco quería dejar ver ningún signo de miedo o debilidad, y sostuvo la mirada, decidido a no apartarla. Pero al-Mutamid porfió en su silencio y no hizo más que mirarlo fijamente, como un niño decidido a demostrar que su mirada es indoblegable, así que Ibn Ammar agachó la cabeza y dijo con forzada ligereza:

– En otros tiempos se nos habrían ocurrido unos versos sobre esta noche. Pero ya no es época de versos.

Al-Mutamid abrió la boca, con los ojos fijos aún en Ibn Ammar, e intentó en vano volver a cerrarla, como si se le hubiera agarrotado. Se dio media vuelta y, con andar rígido, fue al baldaquín dorado que cubría su asiento, cogió una copa, que había llenado un paje invisible, la levantó sin beber de ella, cerró el puño a su alrededor, como si quisiera hacerla añicos, la apretó hasta que empezó a temblarle el brazo y, finalmente, aflojó los músculos, separando los dedos uno a uno, hasta que la copa se le resbaló de la mano y se hizo trizas contra el suelo. Estaba borracho, e intentaba disimularlo.

– Hace unos días oí tocar a la gran banda, y hoy a los atabales -dijo Ibn Ammar en voz baja.

AI-Mutamid se volvió, con la cabeza recogida, y achinó los ojos, como si quisiera enfocar un punto determinado.

– ¿Te han dicho a quién he recibido? -preguntó en tono amenazador.

Ibn Ammar negó con la cabeza.

– He recibido al embajador de Yusuf ibn Tashfin -continuó al-Mutamid-. ¡Al embajador de ese emir bereber contra el que siempre me advertías! -Se detuvo muy cenca de Ibn Ammar, mirándolo con ojos inyectados de sangre-. ¿No era así? ¿No me advertías siempre contra él?

– Debe de haber buenos motivos para que recibas a su embajador -respondió Ibn Ammar.

– ¿Conoces esos motivos? -preguntó al-Mutamid.

– No -dijo Ibn Ammar.

El príncipe le echó una mirada acechante y empezó a ir y venir por el salón con pasos sorprendentemente seguros, como un hombre que, presa de una gran excitación, tiene dificultades para ordenar sus ideas.

– El rey de León ha amenazado con reunir a su ejército -dijo de mala gana-. Ha planteado unas exigencias exageradas. Pero no se llevará más oro de Sevilla. Que venga, si cree que se lo podrá llevar. Que venga con sus malditos jinetes. Los enviaremos de regreso con cabezas ensangrentadas.

– ¿Las tropas de Yusuf ibn Tashfin participarán si se llega a entablar una batalla? -preguntó Ibn Ammar.

– Si -dijo al-Mutamid, sin volverse hacia él.

– ¿El embajador ha traído la respuesta afirmativa?

Al-Mutamid asintió, titubeando.

– Pero ¿ha impuesto condiciones? -preguntó Ibn Ammar, tanteando cuidadosamente el terreno.

El príncipe interrumpió su deambular por el salón, deteniéndose junto a la puerta que daba al río.

– Quieren Algeciras -dijo, en voz tan baja que apenas pudo oírsele.

– ¿El puerto? -preguntó Ibn Ammar-. ¿O toda la ciudad?

El príncipe no respondió.

Así pues, quieren toda la ciudad, lo cual incluye el al-Qasr, pensó Ibn Ammar. Era la misma táctica de todos los emires bereberes que habían llegado del norte de África. Nada más desembarcar en Andalucía, hacerse de un punto de apoyo en la costa, desde el cual poder volver a su país en caso de emergencia. Cádiz, Algeciras, Málaga. Habían hecho falta grandes esfuerzos para volver a arrebatarles esas ciudades. Málaga aún seguía en manos del príncipe de Granada, cuyo abuelo había sido también un emir bereber. Ahora los almorávides volvían a extender la mano hacia Algeciras, desde donde podía llegarse a Ceuta en sólo medio día si el viento era propicio. Y esta vez ni siquiera necesitarían luchar para conseguir ese punto de apoyo. Se lo entregarían inmediatamente, como regalo de bienvenida.

– ¿El embajador ya ha recibido una respuesta afirmativa? -preguntó Ibn Ammar.

– Esperará hasta mañana -dijo el príncipe, mirando hacia la noche.

Ibn Ammar escuchó sus palabras y, por un instante estuvo tentado de rendirse al peso de las cadenas y dejarse caen al suelo.

– ¿Queda alguna otra elección? -pregunto.

– Hay que optar entre morir ahogados o morir quemados -respondió al-Mutamid, sin ánimos-. Entre pastores de cerdos y arrieros de camellos.

– El fuego se puede apagar con agua y el agua se puede secar con fuego -dijo Ibn Ammar, sorprendido de la seguridad en si mismo que acompañó a sus palabras-. Se puede amenazar a los pastores de cerdos con los arrieros de camellos, y a los arrieros de camellos con los pastores de cerdos.

Al-Mutamid lo miró cansado.

– No es momento para juegos de palabras -dijo, sin dejar ver ni rastro de una sonrisa.

Ibn Ammar no apartó la mirada. Estaba de pie, con la espalda erguida a pesar de que el peso de las cadenas casi le arrancaba los brazos de los hombros.

– El rey de León ha conquistado territorios muy extensos -empezó a decir, con voz penetrante-. Necesita tiempo para lograr cierta cohesión en su reino. No le interesa que un ejército bereber se establezca en Andalucía. Puede ser que todavía considere mínimo ese peligro. Puede ser que ni siquiera se imagine lo que le espera si esos jinetes del desierto atacan León. Pero ¿no es momento de explicárselo? ¿No podría convencérsele de firmar un nuevo armisticio bajo la amenaza de entregar Algeciras?

El príncipe dio media vuelta, llamó con un grito impaciente al paje para que le trajera una copa llena y sólo después de beberla se volvió nuevamente hacia Ibn Ammar.

– ¡Demasiado tarde! ¡Es demasiado tarde! Me exigen que dé una respuesta mañana mismo.

El paje vio los trozos de la copa nota en el suelo y se agachó para recogerlos, pero el príncipe le dio tal patada que el chico salió corriendo espantado, chocando dos veces contra la pared antes de encontrar el hueco de la puerta.

– ¡De momento sólo hace falta anunciar que la respuesta será afirmativa! -continuó Ibn Ammar con el mismo énfasis-. Se puede vincular ésta a determinadas condiciones que hagan inevitable una prórroga. Se puede argumentar que hace falta la aprobación de todos tus hijos, pues la decisión concierne directamente a su herencia. O se puede decir que hace falta tiempo para desalojar los edificios necesarios de la ciudad. De ese modo puede conseguirse una dilación, que luego podrá alargarse aún más arguyendo una enfermedad del embajador que lleva las negociaciones o una avería del barco que tiene que llevarlo a Ceuta. El tiempo ganado puede aprovecharse para negociar con el rey de León. Si se consigue prolongar las negociaciones hasta el otoño, habrá pasado el momento propicio para emprender una campaña. Se habría ganado un aplazamiento hasta la primavera. Casi un año entero. Sólo Dios sabe lo que puede suceder en un año. Yusuf ibn Tashfin es un hombre anciano. El rey de León podría enfermar. -Hablaba con tal fervor que contagió su entusiasmo al príncipe. Conocía bastante bien a al-Mutamid como para poder interpretar correctamente los indicios: la postura más tensa, el mentón echado hacia delante, los labios apretados con energía. Sin duda, sus palabras habían hecho mella en él. Pero eso no era suficiente. Tenía que seguir impresionándolo, tenía que moverlo a actuar, no podía ceder aún, le quedaba muy poco tiempo. La cadena era tan pesada que le nublaba la vista-. ¿Por qué no habríamos de conseguir postergar el asunto? -continuó, elevando la voz-. ¿No somos andaluces? ¿Acaso tenemos que escondernos de esos pastores de cerdos y de esos arrieros de camellos? ¿De nuestro lado están la experiencia, la inteligencia, la educación, los conocimientos? ¿No llevamos ventaja en todo a esos bárbaros españoles y a esos nómadas del desierto? ¿Quién dice que no podemos con ellos, que no podemos servirnos de unos contra otros? ¿Quién es ese emir, que se atreve a exigirnos Algeciras? ¿Quién era su padre? ¿Qué era? ¡Un pastor de cabras en un país de arena y piedras.

El príncipe vació su copa de un trago y se dejó caer pesadamente sobre los cojines colocados bajo el baldaquín.

– ¡Si! -dijo con voz ronca, salida del fondo del pecho-. El hijo de un maldito arriero de asnos. ¡Un comegrillos! ¡Un limpialetrinas! ¡Un apestoso pedo campesino! -Se volvió hacia lbn Ammar con un gesto ampuloso-. ¿Quieres que te diga qué me ha regalado? Una cantante! ¡Como lo oyes! -Rugió al paje, ordenándole que trajera inmediatamente a la cantante-. ¡Un ruiseñor del desierto! -se burló-. Una cantante al más puro gusto campesino, ya verás. Canta como una corneja. Pero, Dios sabe, quizá en el desierto no conocen más canto que el de las cornejas.

Entró la muchacha. Era alta y delgada, y llevaba la cabeza erguida. Su pelo negro estaba tejido en una gruesa trenza, que le caía por delante del hombro y le llegaba hasta la cadena. Llevaba una pesada diadema de plata en la frente y un estrecho vestido de color añil, extrañamente abombado en las piernas. Tenía unas campanitas de plata en los tobillos y muñecas, y una pandereta en las manos.

Echó un vistazo asombrado a Ibn Ammar y sus cadenas y luego miró sin temor al príncipe, que la observaba con ojos furiosos, y se quedó esperando a que le dijeran algo. Había estado durmiendo en una antecámara, y no parecía comprender dónde se hallaba ni para qué la habían despertado.

– ¡Qué haces ahí parada! -gritó el príncipe-. ¡Deja que te oigamos! ¡Canta algo! ¡Vamos, empieza!

La muchacha miró a Ibn Ammar como buscando ayuda, levantó la pandereta por encima de su cabeza y, mientras sus pies empezaban a marcar un ritmo lento en el suelo y sus dedos golpeaban con dureza la pandereta, se puso a cantar.

Era un canto foráneo, extraño a los oídos andaluces, pero en modo alguno el graznar de una corneja. La voz le salía de lo más profundo de la garganta; en los agudos tenía un sonido al mismo tiempo duro y elástico, y cuando levantaba la voz llegaba casi a gritar, con una energía animal que produjo escalofríos a Ibn Ammar. No era una cantante educada según las normas del arte; era una muchacha bereber de las montañas, y su canción era una canción de su pueblo. Cada estrofa terminaba con un baile desenfrenado, golpes de pandereta y un grito, que sonaba como una incitación.

El príncipe se echaba a reír y se daba palmadas en los muslos cada vez que oía ese grito, como si no pudiera pasarlo por alto. Agitó su copa al tiempo que llamaba al paje para que volviera a llenársela, y girándose hacia Ibn Ammar, dijo riendo:

– ¡Escucha eso! ¡Escucha esos berridos!

La letra de la canción era en árabe, pero la muchacha cantaba en un dialecto muy difícil de entender. Sólo después de la tercera estrofa empezó a comprender el sentido de aquellas palabras, y miró preocupado al príncipe, que entre tanto había decidido prestar atención y escuchaba con gesto serio.

Lo que estaba cantando la muchacha era un canto de alabanza a la gente de su país. Una canción que ensalzaba el arrojo del joven guerrero bereber, su voluntad de victoria en el combate y el valor leonino con que derrotaba a todos sus enemigos. Una canción que aconsejaba no enemistarse con ellos y, al mismo tiempo, deseaba felicidad a quienes vivían bajo el techo protector de su amistad.

Ibn Ammar vio que la canción teñía de rabia el rostro del príncipe. Lo vio levantarse de un salto y precipitarse sobre la bailarina con un grito gutural. Contempló, impotente, cómo la cogía entre sus brazos, la levantaba como a una muñeca de trapo y la llevaba hacia la puerta que se abría hacia el río. Vio el rostro aterrorizado de la mujer, sus ojos de pánico dirigidos hacia él, suplicantes. Vio cómo el príncipe la arrojaba por encima del pretil y oyó su grito débil y alargado, que se cortó de repente cuando el cuerpo de la muchacha llegó a los pies de la torre. Creyó oir el chapoteo del agua que se cerraba sobre ella, oyó ladridos y el «quién anda ahí» de un centinela. Entonces le flaquearon las piernas y las cadenas lo arrastraron hacia abajo, al interior de un agujero negro y sin fin.

Cuando despertó, estaba nuevamente en su celda, y sólo los dolores en el hombro y las marcas violáceas dejadas por los grillos en sus muñecas le decían que aquello que había vivido no había sido una pesadilla. Era casi mediodía. Desde fuera llegaban los golpes sordos de los grandes atabales, acompañando hacia el puerto a la embajada del emir almorávide.

Cuatro días después fue a verlo el ghulam del príncipe ar-Rashid, quien le transmitió los saludos de su señor, le entregó una pequeña hoja de papel e hizo una profunda reverencia antes de abordar el tema que lo había llevado allí.

El príncipe había despedido a la embajada con una respuesta vaga, acordando de momento que el asunto quedaría pospuesto hasta treinta días después. La muerte de la cantante bereber se había guardado en secreto, pero todos los hombres influyentes de la corte estaban enterados, como lo estaban también de que el príncipe había recibido a Ibn Ammar en audiencia privada.

– El hadjib está muy nervioso -dijo el ghulam con una sonrisa indescifrable.

Cuando volvió a quedarse solo, Ibn Ammar se sentía extrañamente solemne. Sentía alegría, pero no una alegría rebosante, sino más bien serena, casi indiferente, como si la noticia que acababan de darle no tratara de si mismo sino de algún otro.

A la mañana siguiente, apenas despuntó el alba, se puso a componer dos poemas, uno para el príncipe y otro para su hijo ar-Rashid. Durante los dos últimos meses de cautiverio había jugado muchas veces con la idea de desmentir de una vez por todas las calumnias lanzadas contra él con un par de versos claros y sinceros. Incluso había compuesto mentalmente esos versos, pero los guardaba para si. Ahora se limitó a expresar su gratitud, empleando sólo unas pocas líneas, para conferir a ambos poemas la forma del agradecimiento espontáneo. Ese mismo día los llevó al papel.

El ghulam de ar-Rashid le había prometido volver el día siguiente. Pero no fue. Ibn Ammar tuvo que entregar ambos poemas al khádim. Esperó con creciente impaciencia nuevas noticias.

Había calculado que el embajador del emir y el emisario sevillano que el príncipe había enviado con él debían de haber llegado a Ceuta después de cinco días de viaje, como mucho. Si habían presentado su informe ante el emir el mismo día de su llegada, el emisario del príncipe podía estar de regreso en Algeciras el sexto día. Las primeras noticias llegarían a Sevilla el séptimo día, mediante palomas mensajeras.

Pero el séptimo día pasó sin que nada ocurriera. Lo mismo el octavo y el noveno. Ibn Ammar sentía que el miedo hacía pasto de él. Nunca había sido un héroe. Sabía lo que era el miedo.

Desde que fue tomado prisionero en Segura había pensado muchas veces en su muerte. No había sentido miedo, pero lo había atormentado la idea de que cuando estuviera cara a cara con la muerte pudiera embargarlo ese miedo acompañado de gimoteos y castañeteo de dientes que tantas veces había visto en otros, ese mezquino e indigno miedo a la muerte que lo hace a uno arrojarse a los pies del verdugo y de Dios y suplicar clemencia. Él no quería morir así. Quería tener una muerte digna. Y si algún día el hijo que tenía en Murcia llegaba a enterarse de quién era su padre no tendría de qué avergonzarse.

Ahora tampoco tenía miedo a la muerte. Sólo tenía miedo de su propia debilidad, miedo de que la incertidumbre en la que vivía, esa constante tensión entre esperanza y abatimiento, pudiera debilitarlo y hacerlo caer en manos de ese miedo a la muerte que tanto temía.

La noche del décimo día fueron a buscarlo a la celda. En lugar del khádim, esta vez eran tres askari de la escolta negra del príncipe, tres gigantes negros que se lo llevaron en silencio. Ibn Ammar no hizo ninguna pregunta. Estaba seguro de que habían elegido tres hombres que no entendían una palabra de árabe.

Lo llevaron a la torre de la parte antigua del al-Qasr, que cobijaba el tesoro público, donde ya una vez había tenido un encuentro nocturno con el príncipe.

El imponente salón de la planta superior, con su columna central de una braza de ancho, que en aquel entonces había estado repleto del brillo del oro, estaba ahora completamente vacío. El golpe de la puerta cerrándose a sus espaldas resonó hueco en la bóveda. En algún lugar, en la parte posterior de la cámara, ardía una luz, que de pronto se movió, deslizando una sombra negra sobre las paredes y acercándose lentamente, hasta que el príncipe salió de detrás de la columna. Tenía un candelabro de varios brazos, que levantó por encima de su cabeza cuando estuvo frente a Ibn Ammar.

– ¡Sí, mira a tu alrededor! -dijo, mientras el brazo del candelabro describía un amplio arco-. Lo que estás viendo es obra tuya. Todo el oro que alguna vez hubo aquí, ahora está en manos de los españoles. Tú se lo diste. Decías que podías comprar la paz con él. ¿Dónde está la paz? ¿Dónde está mi oro?

Ibn Ammar no dijo nada. Estaba de espaldas a la puerta, encorvado para llevar mejor el peso de las cadenas. Se sentía demasiado débil para enderezar la espalda, demasiado cansado. Sabía perfectamente lo que le esperaba desde el momento mismo en que vio aparecer a los tres askari en la trampilla del techo de su celda. Prestó atención a su interior. No sentía miedo.

El príncipe dejó el candelabro sobre uno de los arcones vacíos dispuestos en fila junto a la pared. Había bebido, pero no estaba borracho, como si lo había estado diez días atrás, en el palacio de az-Zahir. De pie junto a la columna, con los hombros encogidos, parecía un tronco.

Ibn Ammar vio la expresión forzada de su rostro y tuvo que sonreír. Lo conocía demasiado bien. Se daba cuenta de que el príncipe estaba buscando con apasionado celo las palabras adecuadas al papel que se había propuesto desempeñar: el papel de amigo defraudado y príncipe traicionado. El mismo escenario, la cámara del tesoro vacía, había sido cuidadosamente elegido para aquella representación, lo mismo que el traje negro que llevaba. Era aquella vieja afición por lo teatral, que el príncipe había mostrado ya desde joven y que ahora, con la edad, resultaba cada vez más grotesca.

Ibn Ammar lo observó con una curiosidad extraña, indiferente. Las cadenas tiraban inexorablemente de sus muñecas. Ibn Ammar se dio por vencido: dejó que su espalda resbalara contra la puerta, hasta quedar sentado en el suelo, con las cadenas entre sus piernas.

– ¡Levántate! -rugió el príncipe con voz de trueno-. ¡Te ordeno que te levantes!

Ibn Ammar no se movió.

– Venga, Muhammad -dijo, cansado-. Las cadenas pesan demasiado.

– ¡No me hables en ese tono! -gritó el príncipe-. ¡Estás hablando con tu señor! -Se acercó dos pasos y estiró la mano, en un ademán imperativo-. ¡Levántate! -gritó- ¡Tienes que levantarte!

Iba Ammar lo miró tranquilamente a los ojos.

– ¿Qué quieres, Muhammad? -dijo-. ¿Quieres asustarme?

Vio que el príncipe se hinchaba y contenía el aire, al tiempo que lo miraba con expresión de rabia contenida. Vio que al alcance de la mano, en la columna central, entre algunos objetos polvorientos de la colección de curiosidades del antiguo qadi, colgaba también un hacha. La reconoció: era aquella pesada hacha de guerra que don Alfonso, el rey de León, le entregó como obsequio para al-Mutamid después de las negociaciones del armisticio, seis años atrás.

El príncipe se volvió de repente y se puso a andar de un lado a otro, junto a la columna.

– ¡Has intentado volver a mi hijo contra mi! -dijo, escupiendo cada palabra-. ¡Has intentado ponerlo de tu parte!

– Eso es lo que tú dices, Muhammad -contestó Ibn Ammar-. Tu hijo comparte mis puntos de vista; eso es lo que lo ha puesto de mi parte. Es demasiado inteligente para dejarse influenciar.

– ¡Has intentado engatusarlo con tus malditos versos! -gritó el príncipe, con creciente furia.

– Un pequeño poema, Muhammad, sólo dos o tres versos -replicó Iba Ammar, pero el príncipe lo interrumpió de un grito.

– ¿De dónde sacaste las cosas para escribir? ¿Quién te dio el papel? ¿Quién?

– ¿Qué importa eso, Muhammad? -respondió Ibn Ammar.

– ¡Quiero saberlo! -gritó el príncipe-. ¡Quiero saberlo! -La voz le salía chillona de rabia, e Ibn Ammar comprendió de repente que aquella rabia ya no era fingida. Ya no era una pose, no era un papel estudiado. Era la misma furia que Ibn Ammar le había visto una vez, cuando eran jóvenes, en Silves, y al-Mutamid llamó al verdugo. El hijo del príncipe, con su rostro campechano, ardiendo en celos porque la bailarina a la que amaba con delirio, aunque estaba sin duda a su disposición, a sus espaldas se entregaba a su amigo, más afortunado. La envidia del príncipe, pequeño y regordete, hacia el alto y joven poeta que tenía a su lado, que siempre atraía todas las miradas, escribía los mejores versos y sabía hallar la respuesta más ingeniosa.

¿Había estado alguna vez su amistad, incluso en las épocas más felices, libre de esas tensiones, producto de la diferencia social y ahondadas aún más por el abismo que existía entre el talento del uno y del otro, y por sus evidentes diferencias físicas? Desde el principio, habían sido demasiado distintos para ser amigos. El príncipe, que quería ser todo lo que encarnaba Ibn Ammar y lo tomó por amigo para así, como mínimo, poder estar cerca de su sueño, y el insignificante poeta que ansiaba el poder y sólo podía participar en él a través de ese amigo. ¿No había sido obvio que esa amistad tenía que fracasar? ¿No había sido evidente que el uno, que sólo podía construir sobre su poder ilimitado, volvería algún día ese poder contra el otro?

Ibn Ammar escuchaba los gritos del príncipe. Su voz rebotaba con tal intensidad en la bóveda que Ibn Ammar apenas entendía sus palabras.

– ¡Dime quién escribió esos malditos versos! ¡Dime si lo hiciste tú! ¡Dímelo!

¿No eran esas las mismas preguntas que le había hecho hacía ya dos años, inmediatamente después de su llegada a Sevilla? Las mismas absurdas preguntas sobre el autor de aquel denigrante poema que había terminado definitivamente con su amistad. ¡Qué delgada debía de ser la coraza del honor del príncipe, si bastaban unos pocos versos calumniantes para afectarlo! ¡Qué débil era al-Mutamid, qué inseguro de si mismo, qué insignificante, bajo esa conducta ampulosa!

– ¡Dime si tu escribiste esos versos! -gritó el príncipe-. ¡Quiero saberlo! ¡Dímelo! ¡Quiero saber la verdad!

– Ya es demasiado tarde, Muhammad -respondió Ibn Ammar en voz baja-. Aunque te dijera la verdad, no me creerías.

– ¡Dímelo! -gritó el príncipe- ¡Dime la verdad!

Iba Ammar lo miró sonriendo.

– Es lo que tú supones, Muhammad -dijo.

Vio que el príncipe se estremecía y se ponía rojo, como si una vena le hubiera estallado en la cabeza. Vio que estiraba el brazo y buscaba a tientas el hacha. Todavía no sentía miedo.

Entre el remolino de imágenes y jirones de recuerdos que le vinieron a la mente se encontraba también aquella inquietante historia que una vez le contara su padre sobre Abd-ar-Rahmán an-Nasir, el gran califa de Córdoba, quien en su lecho de muerte, tras vivir setenta años, cincuenta de ellos gobernando Andalucía en la guerra y en la paz, cogió su diario y contó los días de completa felicidad de que había gozado en toda su vida. El califa había llegado a contar catorce.

Iba Ammar pensó en los días de completa felicidad de que había gozado él. ¿Cuántos habían sido? ¿Bastantes para una vida de cincuenta y cinco años? ¡Cuántas cimas, cuántos abismos! Suficiente de ambas cosas, que, además, eran inseparables. ¡Una gran vida! Nunca había necesitado depositar sus esperanzas en el paraíso. Nunca se había dejado llevar por el miedo al infierno. Había vivido. Ahora veía la muerte ante sus ojos. ¡Qué muerte tan tonta!

No hizo el menor intento de esquivar el hacha. No tenía miedo. Ni rastro de miedo.

KHATM

Postludio

Cuando murió Ibn Ammar, los almorávides ya habían puesto el primer pie en Andalucía. Yusuf ibn Tashfin había comprendido rápidamente que el príncipe de Sevilla intentaba detenerlo para llegar a un acuerdo con los españoles. Cuando el emisario sevillano regresó de Ceuta a Algeciras, fue escoltado por varios barcos bereberes que llevaban tropas ocultas a bordo. Nada más llegar, atacaron por sorpresa y conquistaron de inmediato el puerto y los astilleros adyacentes. Esa misma noche llegaron refuerzos de Ceuta, entre los cuales había unidades de jinetes que sitiaron la ciudad. Por la mañana se planteó un ultimátum al gobernador de Algeciras, dándole tiempo hasta el mediodía para que desalojara completamente la ciudad. A al-Mutamid de Sevilla no le quedó más remedio que resignarse.

Cuando la noticia del desembarco de los almorávides llegó a León, don Alfonso, el rey, envió una petición de ayuda a los caballeros franceses y empezó a reunir su ejército. A principios de octubre puso en marcha sus tropas y montó un campamento al norte de Badajoz, cerca del castillo de az-Zallaka.

Desde Sevilla, donde al-Mutamid le había preparado un gran recibimiento para abrir la campaña, le salieron al encuentro el ejército del emir almorávide Yusuf ibn Tashfin y los de los príncipes andaluces.

El jueves 22 de octubre de 1086 se reunieron los portavoces de ambos bandos y acordaron celebrar la batalla el sábado. Don Alfonso no respetó el acuerdo y atacó el viernes. Sus tropas consiguieron poner en retirada a las unidades andaluzas. Sólo al-Mutamid consiguió afirmar su posición, gracias a su valor personal. Luego atacaron los jinetes bereberes y las unidades negras de los almorávides, y la situación se invirtió. El ejército de don Alfonso sufrió una dura derrota, en la que el rey mismo fue herido mientras huía. Los vencedores amontonaron en el campo de batalla las cabezas cortadas de los españoles y franceses y las enviaron a todas las ciudades de Andalucía y el norte de África, junto con la noticia de la victoria.

La batalla de az-Zallaka frenó momentáneamente el avance de los españoles cristianos y concedió un descanso a los príncipes andaluces. También Yusuf ibn Tashfin, el verdadero vencedor, se retiró sorprendentemente después de la batalla y regresó a África. Pero había visto cuán fácil era vencer a los desunidos príncipes andaluces, y se quedó con el punto de apoyo de Algeciras.

El emir regresó en el año 1089. Sitió al aventurero español García Jiménez en la fortaleza de Aledo, destruyendo ésta hasta tal punto que los españoles tuvieron que abandonarla. Acto seguido, ayudó a al-Mutamid a recuperar Murcia y a apresar a Ibn Rashiq.

En el verano del año 1090 sus tropas sitiaron Toledo. Para esa fecha, los príncipes andaluces habían empezado, por fin, a comprender que no eran los amos de su propio país, y trabaron negociaciones con don Alfonso para ganarse su apoyo contra los almorávides. Pero ya era demasiado tarde.

Yusuf ibn Tashfin levantó el sitio de Toledo y se dirigió a Granada. Depuso al príncipe de esa ciudad, Abd-Alá, lo mismo que a su hermano Tamin, que gobernaba Málaga, y se procuró así un punto fácil de defender, desde donde podría intentan la conquista de toda Andalucía.

El año 1091 los almorávides tomaron Córdoba y mataron al gobernador de la ciudad, el príncipe al-Fath, enviando la cabeza a su padre, al-Mutamid. En septiembre de ese mismo año atacaron también Sevilla. Al-Mutamid fue tomado prisionero y llevado con su familia a Agmat, un pequeño nido cercano a Marrakech, donde murió en 1095. En su último poema, el que una vez fuera el príncipe más rico y poderoso de Andalucía se queja de que su hija tiene que andar descalza y en harapos.

La Edad de Oro de Andalucía encontró un abrupto final. Tras la toma de poder de los almorávides, fueron los militares y los fundamentalistas ortodoxos quienes llevaron la voz cantante. Prohibieron el vino, arrancaron los tapices de los palacios y las casas particulares, obligaron a las mujeres a volver a llevan rigurosamente el velo y vejaron a judíos y cristianos. Se quemaron libros, científicos y librepensadores tuvieron que esconderse, poetas y literatos dejaron de encontrar mecenas. El espíritu libre y vivo de Andalucía fue reemplazado por un sombrío fanatismo.

Sin embargo, los estrictos almorávides tampoco tardaron en caer en el estilo de vida ligero de Andalucía. Pero a mediados del siglo XII, antes de que volviera la antigua libertad, llegó del norte de África la siguiente oleada de bereberes ortodoxos: los almohades. Éstos, que incluso superaban a sus predecesores en su celo religioso, destruyeron todas las iglesias y sinagogas e hicieron que judíos y cristianos eligieran entre convertirse al islam o ser desterrados.

Sólo cuando Andalucía estuvo dominada por los almorávides y almohades, la guerra contra los españoles cristianos del norte se convirtió en esa despiadada guerra religiosa que condujo a ambos bandos a un fanatismo y una intolerancia cada vez mayores. Ahora también los españoles bautizaban a la fuerza o desterraban a todo aquel que no profesaba la religión correcta. Al guerrero religioso musulmán, que esperaba ganarse el paraíso en la «guerra santa» contra los infieles, los cristianos opusieron las órdenes caballerescas, los monjes guerreros, uno de los fenómenos más nefastos de la Edad Media. La tendencia a la intolerancia, y la supremacía de la Iglesia y el Ejército, cargas que España ha seguido soportando hasta el presente, son herencia de aquella larga lucha que no terminó hasta 1492, cuando se expulsó al último príncipe moro de Granada.

Sólo en Toledo pervivieron un poco más el espíritu y la tolerancia que habían florecido en la Andalucía del siglo XI. Allí, cristianos, musulmanes y judíos siguieron conviviendo en paz bajo un gobierno cristiano durante un siglo más. En el año 1091, la viuda del príncipe asesinado en Córdoba, al-Fath, huyó a Toledo con su séquito, se convirtió en amante de don Alfonso, el rey de León, y le dio un hijo. (Este hijo murió en el año 1108, luchando contra los almorávides; de no haber sido así, el hijo de una princesa mora hubiera subido al trono español de León.) Cien años después, en Toledo todavía era posible que un sucesor del rey, Alfonso VIII, mantuviera oficialmente en Galiana, un castillo situado a las puertas de la ciudad, a una amante judía: la famosa judía de Toledo.

Gracias a su variopinta mezcla de habitantes españoles, andaluces y franceses, miembros de todas las religiones y conversos en todas las direcciones, en el siglo XII la ciudad del Tajo era la ciudad más viva de Europa y, junto con Palermo, el único lugar en el que había suficientes eruditos que, gracias a su conocimiento de idiomas y a su voluntad de recorrer el mundo, estaban en condiciones de revelar el amplio mundo del saber árabe a la sed de conocimientos europea. La Edad Media europea bebió en abundancia de esa fuente, y el desarrollo cultural de Europa tiene en ella una de sus principales raíces.