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NOTA DEL AUTOR

Los judíos de la Edad Media tenían prohibido quemar o tirar a la basura papeles que llevaran escrito el nombre de Dios. Estos escritos -que eran la mayoría, pues en casi todos los textos se intercalaba alguna bendición- tenían que ser enterrados. Con este fin, en las sinagogas había una especie de buzón de correos, la llamada «geniza», donde uno podía echar todos los papeles que ya no necesitaba. En una sinagoga de Fustat (el antiguo El Cairo) se ha conservado de este modo toda la herencia escrita de la comunidad judía de ese lugar en los siglos XI y XII, en total más de 200.000 hojas: cartas, documentos, escritos religiosos, sentencias judiciales, notas, cuentas, listas de precios, contratos, y muchas otras cosas, hasta esos papelitos de la compra con los que la dueña de casa enviaba a la criada al bazar y que el comerciante iba clavando en un pincho para hacer las cuentas a fin de mes.

Este tesoro permaneció intacto un largo tiempo, porque los judíos de Fustat temían que cayera sobre ellos una desgracia si lo tocaban; pero esa creencia cedió en el siglo XIX. Parte de los papeles de la geniza fueron robados, otros fueron regalados o vendidos, hasta que, por fin, en 1896 los restos del tesoro (aproximadamente la mitad) pudieron ser llevados a Cambridge y puestos a salvo.

Sesenta años después, el arabista Salomo Dob Goitein se enfrascó en la tarea de reunir todo el material, que entre tanto se había dispersado en muchas colecciones de todo el mundo, para estudiarlo y analizarlo por primera vez desde una perspectiva histórico-social. Goitein publicó numerosos artículos al respecto, para finalmente, tras décadas de trabajo, publicar una gigantesca obra en cinco volúmenes titulada A Mediterranean Society, que describe con una riqueza de conocimientos digna de admiración la vida cotidiana y las circunstancias en que vivían los judíos de los siglos XI y XII en los países mediterráneos, dominados por los árabes.

En el año 1013, el monje Bernard de Angers viajó al monasterio de Conques (al sur de Francia), consagrado a Santa Fides. El monje casi se muere de espanto al ver que sus compañeros de orden tenían en el altar de su iglesia una pesada estatua de oro adornada con piedras preciosas que representaba a la santa, y que la exponían para que sus feligreses la veneraran. En el riguroso norte de Francia, de donde él procedía, esos materiales nobles y el privilegio de la representación plástica estaban reservados exclusivamente al Hijo de Dios. A los santos sólo podía representárselos en pinturas murales o en ilustraciones de libros.

Sin embargo, Bernard de Angers presenció varios milagros realizados por la estatua de Santa Fides, renunció a sus ideas, se convirtió en un fervoroso adorador de la mártir milagrera y empezó a escribir sobre los milagros que hacía: historias de ciegos que recuperaban la vista y de prisioneros que salían milagrosamente en libertad; historias de campesinos, artesanos y pequeños nobles, en su mayoría miembros, pues, de aquellos estratos sociales de los que apenas hablan las crónicas de la época. En el transcurso del siglo XI, otros monjes continuaron la lista de milagros empezada por Bernard de Angers. Se hicieron diferentes transcripciones.

El historiador andaluz Ibn Hayyán (987/88-1076) escribió una historia de su país en sesenta volúmenes, que abarca exclusivamente la época que presenció él mismo. El original de esta gran obra se ha perdido, pero algunas de sus partes se han conservado en los escritos de cronistas andaluces más jóvenes, y gracias a la minuciosidad de los autores árabes, que empezaron a identificar las citas mucho antes que los europeos, ha podido ser reconstruida en parte.

Ibn Hayyán trabajaba como un moderno historiador de la época contemporánea, por cuanto investigaba los hechos in situ y entrevistaba a testigos oculares. Así, poco después de la conquista de Barbastro hizo preguntas sobre la clase caballeresca franca y aragonesa a un comerciante, que había viajado a la ciudad para negociar el rescate de determinadas personas. Su informe, inusualmente vivaz y transcrito parcialmente de forma literal, ha llegado hasta nosotros con todos sus detalles.

El informe de Ibn Hayyán me ha servido como base para describir los acontecimientos de la toma de Barbastro. El episodio de la mujer que, desde lo alto de la muralla, quiere comprar agua a un soldado del ejército de sitio, también está sacado de allí, mientras que el «Informe del comerciante Ibn Eh» es prácticamente una cita, aunque con algunas modificaciones.

Del Libro de los milagros de Santa Fides proceden muchos detalles de los capítulos que se desarrollan en Conques, como, por ejemplo, la historia del niño ciego, lo mismo que el relato del caballero francés apresado por los sarracenos, que el capitán hace suyo.

He complementado ese relato con un episodio sobre el pirata Jabbara, el emir de Barqa (Cirenaica), quien asoló las rutas marítimas del Mediterráneo oriental en torno al año 1050. La información referente a esto procede de los papeles de la geniza de El Cairo, analizados por S. D. Goitein.

De la misma fuente he extraído muchos detalles sobre la forma de vestir y la vida cotidiana, lo mismo que los hechos del informe del viaje del sabí desde Adén y Alejandría y, entre otras cosas, el modelo para el personaje de Zohra.

Los ejemplos mencionados han de servir para mostrar el tipo de fuentes que he empleado para escribir este libro, y de qué manera las he empleado. Me he esforzado al máximo en permanecer fiel a la realidad histórica transmitida, y el lector puede confiar en que las historias que se cuentan en la novela encajan perfectamente en el marco de los datos históricos que poseemos. Si en algunos pasajes me he desviado de la historia oficial, lo he hecho intencionadamente: las fuentes a veces permiten distintas lecturas. A continuación incluyo algunas explicaciones sobre el texto:

Cada capítulo está precedido de tres fechas, la que corresponde al calendario cristiano, que parte del nacimiento de Cristo, la musulmana, que toma como punto de partida la huida del Profeta a Medina, y la judía, que empieza en la creación del mundo. Musulmanes y judíos dividen el tiempo en años lunares, que constan de doce meses de 29 o 30 días (cada mes empieza con la luna nueva, y la mitad del mes está marcada por la luna llena). El año lunar es, pues, once o doce días más corto que el año solar. Los judíos equilibran esta diferencia introduciendo siete veces cada diecinueve años un decimotercer mes. El año nuevo musulmán va desplazándose progresivamente a lo largo del año solar, de modo que, aproximadamente, lo recorre tres veces cada cien años; así un árabe centenario sólo tiene 97 años según el cómputo solar (sin embargo, en la novela todas las edades se han calculado en años solares). Los meses lunares musulmanes y judíos a veces no coinciden en uno o dos días. Esto se explica por cuanto los musulmanes determinan el primer día del mes por la observación real de la luna, esto es, por lo que ven sus ojos, mientras que los judíos se basan en cálculos astronómicos.

Otra dificultad para los cálculos de tiempo estriba en que en la Edad Media el día no empezaba a medianoche, como ahora, sino con la puesta de sol del día anterior, modo de dividir el día que aún recordamos en la cena de Navidad, que nos hace empezar la fiesta el 24 de diciembre. Sin embargo, en la novela he renunciado a este confuso modo de medir los días, utilizando, en todo caso, paráfrasis como «la noche siguiente a ese día».

La estrecha convivencia de musulmanes, judíos y cristianos, de las culturas árabe, judía y occidental, sobre el suelo de la Península Ibérica, puede ser motivo de confusión en algunos aspectos. El término Andalucía designa hoy en día una región del sur de España. Para los españoles del siglo XI, que vivían bajo dominio musulmán, al-Andalus era toda la península (supuestamente el nombre procede de los vándalos, que se detuvieron brevemente en España durante su migración hacia el norte de África). Por su parte, los españoles cristianos llamaban España a toda la península, y a los musulmanes del sur los llamaban moros (del latín maurus, negro, de piel oscura), un nombre burlón con que los romanos ya habían designado a los bereberes (bárbaros) del norte de África. Los moros se llamaban a si mismos andaluces, y daban el mismo nombre a los judíos y cristianos que vivían bajo dominio musulmán. Para los cristianos andaluces (que en el siglo XI aún eran una pequeña minoría, al menos en las ciudades), había todavía un nombre más: mozárabes (del árabe mustarib, extranjero, de otra religión).

En la novela se llama Andalucía básicamente a la zona de dominio musulmana, y España al norte cristiano de la península.

Españoles y andaluces hablaban la misma lengua, nacida del latín, a la que en la novela se llama simplemente «español». En Andalucía, las clases sociales alta y media, y en las ciudades probablemente también la mayor parte de la clase baja, hablaban árabe con fluidez, y los ilustrados dominaban no sólo el árabe vulgar, sino también el árabe clásico de la literatura. Si consideramos la gran difusión alcanzada por el inglés en la India después de tan sólo unos ciento cincuenta años de ocupación continuada por una tropa reducida y no establecida en el país mismo, podemos calcular el fuerte dominio que debieron de tener la lengua y la cultura árabe en la Andalucía del siglo XI.

Las lenguas románicas nacidas del latín estaban tan estrechamente emparentadas unas con otras en aquella época que andaluces, españoles, franceses (como mínimo los provenzales) e italianos podían comunicarse sin dificultad. Probablemente, esto valía asimismo para los bereberes de las costas norteafricanas, que también hablaban un dialecto del latín, hasta que el árabe se impuso a lo largo del siglo XI. Los andaluces bilingües (los andaluces judíos cultos hablaban además el hebreo) poseían gracias a esto un cosmopolitismo raro aun en nuestros días.

Por último, una nota personal:

Quiero dar las gracias a mi esposa, Annette von Heinz, por las muchas sugerencias y por la paciencia, a veces a regañadientes pero siempre firme, con que ha sobrellevado mi largo viaje de cinco años al siglo XI. Agradezco también a los colaboradores de la Bayerischen Staatsbibliothek Munchen por las toneladas de libros que pusieron a mi disposición. Vaya así mismo mi agradecimiento al doctor Paul Gerhard Dannhauer, arabista, por haber revisado los capítulos andaluces de la novela. Y gracias a mi editor y a su colaboradora, la doctora Gisela Menza, por leer mi manuscrito. He empleado en el texto algunas palabras árabes, en parte porque no existe ningún término equivalente en nuestro idioma, en parte para dar un poco de colorido árabe a los capítulos que se desarrollan en Andalucía.

Un apóstrofe, como en Qur'an, señala dónde han de dividirse las silabas de la palabra (es decir, no se pronuncia Cu-ran, sino Cur-an).

El esfuerzo del traductor por no emplear las palabras alemanas de origen árabe (como Harem), sino la escritura internacional inglesa habitual en la transcripción de vocablos árabes (Haram), no ha sido reflejado en la traducción, pues dada la gran cantidad de palabras castellanas que proceden del árabe, el resultado habría sido un texto ilegible. Por otra parte, he decidido simplificar la transcripción de los vocablos árabes empleados, recurriendo únicamente a acentos agudos castellanos. (N. del t.).