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Capítulo9

El responsable de la autoridad visitó de nuevo la hacienda para informar del curso de la investigación. No había rastro del asesino, se recibían a diario llamadas de ciudadanos deseosos de conseguir la recompensa, habían registrado cientos de hogares y peinado barrios enteros, tenían infiltrados policías entre las zonas más conflictivas y parranderas de la ciudad, pero no habían conseguido un resultado esclarecedor hasta el momento.

– ¿Qué hay de su linda hermana? ¿Ha conseguido alguna información?

– No, aún no he obtenido nada concreto. Cada vez estoy más convencido de que no hubo contacto entre ellos.

– Envíela a la central, tenemos métodos para hacerla hablar. Allí nos contará todo lo que sabe.

– Prefiero tenerla aquí. Estoy seguro de que podré averiguar si realmente conoce dónde se esconde ese miserable.

– Podríamos utilizarla como cebo -propuso Manuel Flores.

– ¿De qué forma?

– Usted la deja marchar, más bien «escapar»… Si ella se siente segura, buscará a su hermano y nos conducirá a su guarida.

– No es mala idea; ya intentó escapar una vez. Déjeme estudiarlo, Manuel. Le llamaré cuando tenga un plan más definido.

Elena se puso en guardia al oír el familiar sonido de la cerradura. Se había habituado a la rutina de la sirvienta y no era la hora de su visita. Volvió la mirada y sintió un escalofrío al observar la silueta de su guardián dirigiéndose hacia el sillón donde se encontraba.

– Buenas tardes, Elena -saludó con amabilidad.

– Hola, señor Cifuentes.

– Pensaba si le gustaría dar un paseo a caballo -dijo mientras se introducía las manos en los bolsillos, en pie, junto a ella.

Elena le observó despacio desde abajo. Vestía ropa de montar: altas botas negras, pantalón ajustado y camisa blanca bajo un chaleco de color gris. Sus ojos emitían una mirada involuntariamente fría y dominante que inspiraba respeto -a ella en particular, miedo-. La oscura barba perfectamente rasurada le nacía desde los pómulos. Advirtió un oscuro vello en el dorso de sus grandes manos que adivinó también en los brazos y en el pecho, por la tímida oscuridad que asomaba por el cuello abierto de la camisa. Reconocía para sus adentros que aquel hombre era muy… hombre. Poseía el atractivo de algunos actores de Hollywood que interpretan personajes de hombres duros pero sensuales al mismo tiempo.

– Me encantaría -respondió levantándose-. Necesito salir de entre estas paredes.

Tras aquella supuesta cordialidad, Elena intuía en él a un ser cínico y cruel, un cazador capaz de quedarse inmóvil mientras su presa se confiaba hasta tenerla en el punto de mira y asestar el golpe definitivo; pero decidió seguirle el juego y aceptar la invitación. Durante aquellos días de encierro se había marcado un plan de actuación: tenía que convencerle del verdadero motivo de su llegada a México, y para ello debía utilizar sus armas de mujer. Era consciente de su belleza y del efecto que causaba en el sexo opuesto, y su intuición le decía que podría conseguir algún beneficio de aquel hombre si se mostraba amable y accesible. Ganar su confianza era el primer objetivo; después… quién sabe… quizá la dejara marchar…

Caminó a su lado y atravesaron el salón, donde una gran chimenea presidía el muro principal flanqueada por lujosos sillones de madera labrada. Elena se detuvo bruscamente para examinar sobre ella un enorme retrato al óleo de un hombre mayor con cabello cano y ojos claros, mirada dura y blanco mostacho. Vestía ropas de charro con sombrero de fieltro de ala ancha y sostenía una fusta en la mano; su pie derecho descansaba sobre una silla de montar bordada en oro sobre cuero marrón.

– ¿Quién es ese hombre? -preguntó sin dejar de mirar el cuadro.

– Mi padre, Andrés Cifuentes.

Elena dirigió la mirada alternativamente al cuadro y a Antonio, como si quisiera comparar la semejanza entre ellos.

– No guardan parecido entre ustedes. ¿Y su madre? ¿También murió?

– Se divorciaron hace muchos años. Ella es norteamericana y vive en su país.

Andrés Cifuentes conoció a su esposa en la ciudad de San Antonio, en el estado de Texas, donde se había desplazado con una partida de toros bravos para participar en un rodeo. Durante la fiesta organizada por los promotores, entre los que se encontraban diversas autoridades de la ciudad, conoció a la hija de un senador por aquel estado, Marjorie, de veintidós años. Él tenía treinta y seis. El noviazgo fue breve, y dos meses después Andrés regresaba al rancho del brazo de una esposa inmadura y ávida de aventuras en el país vecino.

Pero las dificultades llegaron con la misma ligereza que su enamoramiento. Ella odiaba el campo, la quietud y el lento ritmo de la hacienda. Era joven y quería disfrutar de su libertad. Sin embargo, Andrés Cifuentes era un hombre muy apegado a las tradiciones, amaba su tierra y deseaba un heredero para continuar el legado familiar. Pronto surgieron las primeras diferencias. Fue un choque brutal de culturas y edades que ella se negó a asimilar, así que decidió regresar a su país para comenzar de nuevo tras el fracaso de la peripecia mexicana. No obstante, sus deseos chocaron frontalmente con los de su marido, quien le impidió la partida hasta que no recibiera de ella un hijo legítimo. Pasaron meses hasta que al fin quedó embarazada, tras soportar unas frías y forzadas relaciones que aumentaban día a día el desprecio hacia él y todo lo que representaba. No le importó renunciar al hijo que alumbró después de dos largos e intensos días de dolor, un varón de cabello y ojos marrones como ella, a quien abandonó nada más reponerse del parto. Era el precio de su libertad y no dudó en pagarlo. Jamás regresó a aquella hacienda ni mantuvo contacto con su familia.

– Creo que sabe montar a caballo.

– No tengo demasiada experiencia, monté alguna vez hace mil años.

– No se preocupe, he escogido para usted uno muy tranquilo -le dijo mientras le ofrecía un sombrero vaquero.

Llegaron en el todoterreno descapotable hasta los establos situados junto a la enorme puerta de la finca, la misma que Elena trató de abrir el día de su huida colisionando el coche contra la verja. Había varios vaqueros en el vallado domando caballos. Antonio dejó el coche con las llaves puestas y ordenó a Elena esperar mientras preparaban los animales en el interior de las cuadras. Ella dirigió su mirada al volante al quedar sola, y después hacia la puerta de salida, abierta de par en par… Era su oportunidad para salir de allí, pero ¿dónde podría esconderse, sin dinero ni posibilidades de regresar a España? ¿Y si él la atrapaba de nuevo? Quizá no fuera tan benévolo como la vez anterior… No; debía ser prudente, no podía arriesgarse, él podría cumplir su amenaza esta vez.

Antonio Cifuentes estaba dentro observándola, apoyado en una de las ventanas. Había acordado con el jefe de la Policía un dispositivo de vigilancia y esperó paciente unos largos minutos hasta convencerse de que Elena no tenía intención de escapar; después salió con dos magníficos ejemplares para montar.

– ¿Por qué sabe que monto a caballo? -le preguntó mientras cabalgaban hacia el prado.

– Porque la he visto en una foto. Por cierto, está bellísima en una de ellas vestida de flamenca. -Volvió su mirada cortes y sonriente hacia ella.

– Gracias. Mi abuela me hizo ese vestido -respondió con nostalgia.

– Vayamos a la dehesa. Quiero examinar unos sementales que acaban de llegar de España.

– ¿Tienen toros de lidia en la hacienda?

– Sí. Mi abuelo inició la cría de esta ganadería y con el tiempo hemos conseguido la mejor raza del país. Mire, allí tenemos uno de nuestros ejemplares más apreciados -dijo señalando a una res de color negro.

– ¿Es verdad que los toros mexicanos son más pequeños que los españoles?

– Eso era hace años, pero ahora apenas hay diferencia. Solemos adquirir allí los sementales y los cruzamos con nuestras razas.

Cabalgaron durante un buen rato rodeando las cercas desde donde observaban los animales mientras Antonio iba explicando las condiciones de crianza del ganado y la preparación para la plaza. Pero Elena recelaba de la amabilidad del carcelero; su último encuentro fue incómodo e irritante. ¿Había cambiado de método para hacerla hablar? ¿Se habría convencido de su inocencia? No, de esto último habría jurado que no. Él era un perro de caza y estaba jugando a confiar a su presa. Decidió seguirle el juego; a fin de cuentas, ¿qué más podría perder?

– Regresemos, está oscureciendo.

– ¿Qué son aquellas construcciones de madera? -preguntó Elena señalando una colonia de cabañas alineadas en paralelo formando dos calles.

– Los antiguos barracones de los obreros. Ahora están abandonados.

– ¿Por qué?

– La mayoría de los trabajadores viven en los pueblos vecinos y se trasladan diariamente a la finca. El resto reside en las nuevas viviendas construidas hace unos años en la parte sur.

Elena dirigió su caballo hacia las viejas cabañas. De pronto su corazón empezó a latir con fuerza; había algo familiar que la atraía desesperadamente hacia allí. Bajó del caballo y deambuló entre aquellos barracones hasta detenerse ante unos lavaderos de piedra unidos en batería a los lados y al frente; eran pilas comunes donde los antiguos residentes lavaban los enseres y la ropa. Reconoció de inmediato aquel lugar, se acercó al pozo y recordó de repente cómo se conseguía el agua a través de un cubo de cinc de color gris oscuro unido a una gruesa cuerda renegrida y húmeda que subía a través de una polea del tamaño de un plato grande, colgada del arco de hierro oxidado que enmarcaba el brocal de piedra. Un escalofrío recorrió su piel al revivir aquella escena. Comenzó a escuchar el murmullo de la gente allí reunida: mujeres de largas trenzas atadas con lazos multicolores, niños gritando alrededor mientras ellas lavaban la ropa utilizando una tabla de madera con surcos horizontales y untando de vez en cuando una especie de jabón blanco de forma irregular…

Antonio Cifuentes la observaba sobre la montura, intrigado por su desorientado proceder. Como una sonámbula, Elena se dirigió hacia una de las cabañas y advirtió que las bisagras apenas podían sostener la vieja puerta de acceso, desvencijada y maltratada por el paso del tiempo. Entonces se acercó y lanzó una fuerte patada, consiguiendo abrirla. Al acceder al interior, advirtió que aquel espacio había sido saqueado, y un manto de polvo y desolación lo cubrían por completo; sin embargo, enseguida reconoció el olor a madera añeja, lo había percibido el día de su llegada, cuando la encerraron en un barracón parecido a aquel.

De repente, su mente experimentó una tremenda convulsión al reconocer aquel lugar… ¡Era el hogar con el que había soñado a lo largo de su vida! ¡Su casa!

En el fondo, en el centro del muro, había un catre de madera apolillada, y a su derecha, junto a la puerta, otro más pequeño. Se sentó en este último apoyando la espalda contra la pared, desde donde abarcaba toda la estancia. Comenzó a situar mentalmente los muebles en aquella pequeña habitación. En el muro contrario a la puerta de entrada recordó que había una cama de matrimonio cubierta por una colcha de color verde esmeralda, semejante al raso, y a la derecha, una alacena revestida con una tela de grandes flores rojas y verdes. A los pies de la cama se situaba una pequeña mesa redonda forrada con un tapete verde, y a su lado, junto a la despensa y apoyada en el muro, una cómoda de madera oscura con cajones y tiradores dorados. Sobre ella, Elena recordó la imagen en color sepia de la Virgen de Guadalupe rodeada de un marco oscuro y desconchado colgado de la pared, y entre la cómoda y los pies de la cama pequeña había una especie de lavamanos de escaso medio metro de anchura en cuya parte superior un espejo ovalado se movía hacia delante y hacia atrás. A la izquierda de la puerta de entrada, frente a la cama pequeña donde ella estaba, se ubicaba una gran mesa cuadrada, y sobre ella, un platero de madera repleto de platos de loza blanca.

De repente, una ventana se abrió en su memoria y comenzó a ver figuras humanas en aquella minúscula habitación. Recordó a una mujer con cabello largo y sonrisa dulce que la arropaba con extrema ternura. A su lado, en aquella pequeña cama, había alguien más: un niño a quien también la mujer besaba y hacía carantoñas.

¡Eran su familia!

El niño que dormía a su lado acercaba sus manos a la pared y creaba sombras imitando a animales en complicidad con la indecisa luz que se deslizaba por la ventana. Los recuerdos se amontonaban atropelladamente: estaba sentada alrededor de la mesa, tomando un cuenco de leche en cuyo interior había migas de pan a las que cazaba con una cuchara. Su hermano estaba a su lado, y su madre también…

– Se ha puesto perdida de polvo. Vamos, salga de ahí -ordenó Antonio Cifuentes, extrañado al observar su quietud.

Pero Elena no le oía: estaba con su hermano, él la montaba en sus hombros y corría con sus amigos cerca de un río. Sentía incluso la frialdad del agua en contacto con sus pies mientras jugaban junto a un gran árbol.

– ¿Elena? ¿Se encuentra bien?

Elena no respondía, ni siquiera había reparado en su llegada.

– ¿Qué le pasa? -le preguntó zarandeándola por los hombros.

Le dirigió entonces una extraña mirada, aún no muy consciente de dónde estaba; después se levantó despacio, en silencio, abstraída…

¡Acababa de descubrir su pasado y no sabía qué hacer con él!

– ¿Qué ha visto ahí dentro que la ha impresionado tanto? -preguntaba el dueño de las tierras mientras le sacudía el polvo y las telarañas de la espalda.

Ella seguía sin responder, aturdida, con la mirada perdida. Salió de la cabaña y montó el animal, cabalgando en silencio. Su mente aún estaba en la vieja cabaña.

– Dígame qué le ha ocurrido -preguntaba Antonio con expectación sin obtener respuesta.

Ella elevó la vista y, al mirar a su izquierda, descubrió otra vieja construcción de madera en forma de ángulo recto.

– ¿Qué es aquello? -preguntó dirigiéndose hacia allí.

– Son las antiguas cuadras, tampoco están ya en uso.

Pero ella no le escuchaba, galopaba hacia aquel establo con auténtica impaciencia, y al llegar a la puerta de entrada desmontó y corrió hacia el interior. Súbitamente se sintió invadida por una gran zozobra en aquella oscuridad. Recorrió despacio el pasillo que comunicaba a derecha e izquierda las cuadras, mientras iba empujando las puertas a su paso y mirando hacia el interior de cada una, como si buscara algo. De repente comenzó a temblar de miedo y corrió de regreso hacia el exterior. Al doblar la esquina tropezó con Antonio, que había salido tras ella movido por la curiosidad. Elena dio un grito de pánico y corrió en sentido contrario para alejarse de él, pero se detuvo al llegar al final y descubrir que no había salida; entonces se apoyó en el muro de madera, jadeando y tratando de controlar su temblor.

– ¿Qué le ocurre? Parece que ha visto a un fantasma -le preguntó muy cerca de ella, intrigado por el pánico que reflejaban sus ojos.

– ¿Sabe si aquí pasó algo hace mucho tiempo? -preguntó con ansiedad.

– ¿Algo? ¿A qué se refiere?

– Algo malo, fuera de lo normal.

– No tengo noticias de sucesos extraños en estos establos. ¿Por qué lo pregunta? ¿Es vidente o algo así?

– No me encuentro bien, tengo un terrible dolor de cabeza; por favor, regresemos -respondió precipitándose hacia el exterior con paso acelerado.

Necesitaba salir de allí para ver la luz de un sol que borrase los temores y fantasmas que la habían recibido en aquel tenebroso lugar. Montó el caballo y cabalgó a galope hacia los nuevos establos, donde volvieron a realizar la misma operación que al principio: Elena se quedó en el coche con las llaves puestas y él condujo los caballos hacia el interior. Durante unos instantes Antonio Cifuentes la observó desde su improvisado puesto de vigilancia, pero Elena aún seguía con la mirada extraviada y sin intención de huir.

Elena le pidió autorización al regresar a la mansión para retirarse a su dormitorio, aduciendo un fuerte dolor de cabeza.

– ¿No va a contarme qué le ha pasado?

– Es jaqueca. A veces siento un intenso y repentino dolor, y necesito estar a oscuras y en silencio durante unas horas.

– Está bien, pero antes acláreme qué le provocó ese malestar. Ha visto algo que la ha impresionado ¿Se trata de algún recuerdo, algún detalle que le contó su hermano?

– Por favor, no empiece de nuevo -suplicó agotada-. No me encuentro bien…

– De acuerdo. Vaya a descansar -claudicó con pesar.

Antonio Cifuentes se dirigió al despacho para telefonear al jefe de la Policía, pues la trampa que había tendido a Elena no había dado los resultados previstos.

– Manuel, anule el dispositivo de vigilancia. No ha habido suerte.

– ¿No ha huido? -preguntó el responsable de la Policía.

– No. Está algo desorientada; no creo que se atreva a escapar de nuevo.

– Quizá si la lleva a la ciudad se sienta más segura -recomendó el interlocutor.

– Es posible, voy a forzarla un poco más. Le llamaré cuando prepare otra salida.

– De acuerdo.

El dueño de la hacienda volvió a los barracones abandonados y ordenó llamar al capataz. Sentía curiosidad por saber quién ocupó la cabaña que tanto había impresionado a su prisionera. El empleado no pudo ofrecerle la información requerida, pues llevaba pocos años trabajando en la hacienda, pero regresó con Evelio, un anciano de piel arrugada como un fuelle y bigotes nevados. De figura delgada y desgarbada, vestía a la usanza charra, aunque su espalda ya no se mantenía erguida y los numerosos achaques le impedían montar a caballo, el oficio que había ejercido en los últimos cincuenta años. Antonio repitió la pregunta.

– Déjeme pensar, señor. Yo vivía en aquel de enfrente, y justo abajo, a la derecha, vivía la familia Muñoz, y en el de la izquierda los Cecilia, y ahí… -dijo señalando la cabaña- vivían los González.

– ¿Está seguro?

– Sí… estoy seguro, señor.

– ¿Quiénes vivieron en esa cabaña?

– Pues ya le he dicho, Trinidad y su hijo Agustín.

– ¿No hubo alguien más? ¿Una niña pequeña?

– ¡Ah, déjeme recordar, señor! Trinidad tuvo un bebé durante un tiempo. Una chamaquita de rubios tirabuzones y piel muy blanca. Pero no sé qué fue de ella, un día ya no estaba y nunca pregunté qué había pasado.

– ¿Y en las viejas cuadras? ¿Sabe si ocurrió algo allí?

El anciano le dirigió entonces una mirada de desconfianza, de temor, de alarma…

– Señor, es mejor dejar el pasado como está, no es bueno removerlo… -repuso con gravedad ensombreciendo el rostro.

Antonio se acercó intrigado, mirándole fijamente.

– Hable, cuénteme, qué ha pasado aquí… -ordenó con autoridad.

Elena estaba impresionada. Había encontrado la casa que su abuela nunca supo reconocer. ¿La habría visitado en alguna ocasión y le mintió, o realmente nunca estuvo allí? Ella sí tenía la seguridad de haber vivido en aquella cabaña con su madre, por esa razón eran tan nítidos los recuerdos en sus sueños. Se sentía feliz, había despejado un enigma de su subconsciente, pero… ¿y el establo? lo había reconocido también: era el laberinto de sus pesadillas… ¿Qué había sucedido allí? El sueño se repetía con el mismo argumento: escuchaba golpes, hombres que gritaban, ella corría entre las cuadras sin encontrar la salida hasta que conseguía ocultarse en un rincón; de pronto la invadía el pánico al contemplar cómo la sombra de unas gigantescas manos se acercaba hacia ella para atraparla. ¿Quién era el dueño de aquellas manos? ¿Pasó realmente algo grave en aquel establo o solo era una simple pesadilla? Apenas pudo dormir aquella noche, presa de una gran excitación, escrutando su mente en busca de recuerdos, sonidos, personas que le hicieran recordar algo más. Pensó en su abuela Isabel. Debió contarle toda la verdad sobre su familia, sobre su niñez…