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El sol se despedía con tímidos rayos a través de los visillos; Elena no conseguía habituarse a las largas horas de solitario encierro que pasaban con una lentitud exasperante. Desde el día que habló sobre su familia con Regina Gutiérrez, esta no había vuelto a visitarla, y en aquellos momentos necesitaba más que nunca recabar información sobre ellos. La nueva y «locuaz» sirvienta era una chica joven de larga trenza y cortos modales; los rasgos indígenas se acentuaban en su oscura e indolente mirada y respondía al saludo con un gruñido.
– ¿Y la anterior criada, Regina? ¿Está enferma? -preguntó Elena una mañana.
– No -balbuceó la joven sin dejar de realizar su trabajo.
– ¿Está aquí en la hacienda?
– No.
– ¿Está de vacaciones?
– No -dijo dirigiéndole una irónica sonrisa.
– ¿Se ha ido de la casa?
– Sí.
– ¿La han despedido?
– Sí.
– ¿Por alguna razón especial?
– Señora, no puedo hablar con usted -dijo en voz baja mientras recogía los utensilios de limpieza y se marchaba como siempre, sin despedirse.
Desde su ventana divisaba el extenso valle a través de la espesa neblina que desprendía la tierra empapada por el aguacero de la noche anterior. A lo lejos asomaban con timidez las cimas de las montañas, agazapadas entre un cielo encapotado de nubes grises. Hacía dos días que el dueño de la casa no había vuelto a visitarla después del paseo a caballo y comenzó a leer uno de los libros que trajo en su maleta, pues había contado varias veces el número de barrotes de hierro de la ventana, tanto en horizontal como en vertical, y contó también el número de cuadros de diferentes colores que formaban un puzzle en la colcha que cubría la cama. Comenzaba a sufrir claustrofobia en aquella amplia habitación de paredes color tierra y decorada con muebles de madera maciza. Del dosel de la cama, sostenido por delgadas y labradas columnas, colgaban unas finas cortinas de lino de color marfil. Parecía una cama de película en la que dormían princesas europeas ataviadas con grandes camisones y ridículos gorros de volantes bordados. A pesar del contraste de los diferentes muebles, había armonía en aquella estancia y debía reconocer que habían tenido un gusto exquisito al decorarla.
Aquella tarde una criada interrumpió la monotonía para conducirla al salón por orden del señor. Antonio Cifuentes la esperaba junto a la chimenea bajo el pomposo cuadro de su padre.
– Buenas tardes -saludó con timidez.
– Hola, Elena -respondió y señaló hacia uno de los sillones indicándole que se sentara mientras él permanecía de pie-. La policía quiere interrogarla, mañana debo llevarla a la ciudad.
– ¿Para qué? Yo no he visto a mi hermano, usted tiene mi billete de avión; puede demostrar que llegué a México un mes después del crimen… ¿Qué puedo contarles yo?
– Sospechan que hubo contacto entre ustedes antes de su llegada y que sabe dónde se esconde. -La miraba desde su altura, intimidándola.
– ¿Acaso cree que si lo supiera le traicionaría? -Sonrió con sarcasmo.
– Pero ¿por qué le defiende? ¿Por qué le protege? -preguntó enfadado-. ¿Sería capaz de arruinar su vida y su futuro por un miserable indio a quien dice no conocer?
– Ese miserable indio lleva mi sangre y merece una oportunidad de defenderse -le gritó con rabia, levantándose del sillón-. Y usted, ¿por qué se cree mejor que él? Es un secuestrador y sé que aún mantengo mi integridad gracias al color de mi piel. Si hubiese heredado los genes de mi madre, sabe Dios dónde estaría ahora. ¿Acaso cree que el dinero y el poder le dan derecho a disponer de la vida de los demás? ¡Es usted el canalla, no él!
Antonio Cifuentes se acercó rojo de ira.
– No me hable así. ¡No vuelva a dirigirse a mí en ese tono! -ordenó bruscamente.
– Le pido perdón por mi osadía; olvidé que soy una mestiza, hija de una modesta sirvienta -masculló dedicándole una provocadora mirada-. Usted manda; haga conmigo lo que quiera. -Después salió de la sala con la frente alta, con el orgullo intacto… y muerta de miedo.
Elena esperó el castigo orando en la habitación, arrepentida mil veces por su imprudencia, y rezó a sus difuntos suplicándoles ayuda en aquel angustioso trance. Contó hora tras hora las campanadas del péndulo del corredor, y cuando sonaron las seis de la madrugada, se convenció de que nadie aparecería en el dormitorio. Al fin pudo cerrar los ojos, agradeciendo a sus ángeles de la guarda la serena protección que le habían ofrecido durante aquella larga noche.
Una criada la visitó muy temprano y le trasladó las órdenes del señor de bajar después del desayuno. Elena observó a Antonio desde la planta superior; estaba esperándola junto a la gran puerta de entrada y se acercó tímidamente, rehuyendo su mirada al llegar a su altura. Él apenas respondió al saludo, indicándole que subiera al coche.
– La policía de aquí es muy persuasiva -dijo rompiendo el tenso silencio antes de iniciar la marcha-. Sus métodos son contundentes. La prevengo porque quizá se lo hagan pasar mal; no son especialmente considerados con las mujeres -le dijo observándola de reojo-. Le recomiendo que diga todo lo que sabe antes de que se ensañen con usted.
– No tengo nada que decir -respondió mirando al suelo.
– Vamos, Elena. Le estoy ofreciendo una última oportunidad -dijo en tono amable-. Dígame dónde está y nos quedaremos aquí. Usted no merece que la encierren, no deseo que le hagan daño.
– No me lleve con ellos, por favor… -suplicó a punto de llorar-. Yo no sé dónde está, dígaselo usted.
– Yo deseo creerla… -Suspiró con calma-. Hagamos un trato. Lléveme hasta él y le prometo que me encargaré personalmente de que reciba un juicio justo. Lo haré por usted -dijo indulgente.
– Usted tampoco me cree. -le miró decepcionada-. Salgamos ya. Estoy preparada para cualquier barbaridad.
– Es… su última oportunidad -insistió, a punto de introducir las llaves en el contacto.
Por toda respuesta, Elena alargó la mano a su espalda para asir el cinturón de seguridad. Lo abrochó despacio y le dirigió una valiente mirada.
– Arranque de una vez.
Quería llorar, gritar, salir corriendo. Volvió su rostro hacia la ventanilla para evitar mostrar los surcos que dejaban sus lágrimas. Mientras tanto escuchaba en silencio cómo su carcelero iba hablándole de los poco ortodoxos métodos que utilizaba la policía para hacer hablar a los detenidos.
Antonio Cifuentes estaba conmovido; podía percibir su miedo y sentía un profundo remordimiento por las humillaciones que le había causado desde su llegada. Jamás una mujer había inspirado en él aquellas emociones. Durante unos instantes sus fuerzas flaquearon, y concluyó que el asesino de su padre le importaba menos de lo que creía; era una cuestión de honor y deseaba dar un escarmiento, pero… ¿a quién? Elena era inocente, estaba casi seguro, y su desgraciada madre también, y en cuanto a Agustín… bueno, ninguna familia es perfecta. Las palabras de la tarde anterior habían sacudido con intensidad su conciencia y ahora el deseo de venganza se diluía en un nuevo sentimiento, al caer en la cuenta de que ella era la única superviviente de una infortunada familia que luchó por darle una vida más digna.
Pero aún quedaba la última prueba: debía empujarla a escapar otra vez. El camino se tornó silencioso. Entraban por la parte sur de la ciudad, acercándose a una estación de servicio donde había acordado con la policía poner en práctica el plan de fuga. Bajó y entregó las llaves del vehículo al mozo para llenar el depósito de gasolina, con instrucciones de devolverlas al finalizar a la señora que le acompañaba mientras él accedía al interior del local. Desde un puesto de observación, tras el coche, se dispuso a vigilar su reacción.
Elena recibió con desconcierto las llaves, las observó entre las manos y miró hacia la calle de salida. Su mente se puso rápidamente en marcha y pensó escapar pero… ¿dónde podría esconderse y durante cuánto tiempo? El Distrito Federal era una ciudad demasiado grande y no conocía a nadie allí…
De repente, una luz iluminó sus pensamientos ¡la embajada! ¡Sí! ¿Cómo no lo había pensado antes? Podría intentar llegar y solicitar ayuda, era el único lugar donde le facilitarían un nuevo pasaporte y conseguiría un pasaje de vuelta a España. Comenzó a mirar hacia todos lados; Antonio Cifuentes había desaparecido en el interior de la gasolinera y solo un par de coches repostaban en aquel momento. Lentamente se cambió de asiento y, con las manos temblorosas, asió con fuerza en volante e introdujo la llave en el contacto. Giró un cuarto de vuelta con la convicción de que después de aquello no podría volverse atrás; iba a convertirse en una fugitiva, y su guardián tomaría fuertes represalias contra ella si la atrapaba de nuevo. Solo tenía una mínima posibilidad de salir indemne de aquella pesadilla; sin embargo, decidió arriesgarlo todo, así que arrancó y pisó con tiento el acelerador, pero el coche anduvo unos metros y se detuvo. Ella solo había conducido coches de marcha manual y aquel era automático. Sus pies temblaban aún más cuando reinició el contacto y pisó con fuerza el acelerador. Las ruedas emitieron un sonoro chirrido y salió a toda velocidad, realizando un brusco movimiento para evitar la colisión con otro automóvil que accedía al interior.
Se introdujo en la autopista y se mezcló con el tráfico. El primer objetivo era conocer la dirección de la Embajada de España. Respiró hondo para relajar el temblor de su pierna sobre el pedal y condujo con prudencia, procurando no llamar la atención; pensaba que aún contaba con algún tiempo hasta que él descubriese su desaparición y alertase a la policía.
– Manuel, acaba de salir.
– Sí, ya estamos tras ella. En un minuto estoy ahí, señor Cifuentes.
El dispositivo había sido minuciosamente organizado para la discreta persecución del todoterreno; participaban en él veinte coches de policía camuflados y unos cincuenta efectivos.
Elena divisó una señal que indicaba la salida hacia la colonia Santa Inés; se dirigió hacia allí y aparcó en la puerta de un restaurante de aspecto limpio y familiar. Con exquisita amabilidad pidió una guía telefónica, recorrió con su dedo índice la letra E y… ¡Allí estaba!: Embajada de España, calle Galileo 114, esquina a Horacio, colonia Polanco. Agradeció con una sonrisa mientras devolvía el libro al mozo y le preguntaba por la situación de dicha colonia.
– Queda al norte, cerca de Chapultepec.
– Soy extranjera y no conozco la zona. Dígame, por favor, ¿dónde estamos exactamente?
– Estamos en el sudeste, usted debe dirigirse al noroeste de la ciudad.
– Gracias.
Momentos después varios agentes de paisano interrogaban al empleado, pero este no simpatizaba demasiado con la policía y decidió no colaborar, informándoles de su petición de la guía telefónica pero obviando la conversación mantenida con la rubia y linda extrajera.
– Parece tener claro el lugar hacia donde se dirige -comentó Manuel Flores a Antonio Cifuentes en el coche que circulaba a corta distancia del de Elena-. Debo reconocer que sabe conducir, observe: pone los intermitentes, respeta los semáforos y no sobrepasa el límite de velocidad. Se nota que no es de por aquí. -Sonrió.
Elena seguía atenta a las indicaciones buscando el norte. Giró siguiendo la indicación de «Camino Real» que parecía ser una vía principal hacia su destino, después enlazó con el Camino a Xochimilco y continuó un buen trecho, escudriñando los letreros de las salidas. Decidió tomar después la Ruta de la Amistad, que la condujo a un gran cruce donde ya no supo qué dirección debía escoger. Confió en el azar y eligió el cartel que indicaba el camino hacia el estadio Azteca, pensando que los campos de fútbol debían de tener buenos accesos hacia el centro de la ciudad. Pero antes de llegar a su destino torció al descubrir otro letrero dirigido al paseo de la Reforma y recordar que el hotel donde se alojó a su llegada estaba en aquella zona, en el centro. Mientras conducía hacia su incierto destino observó a su izquierda una amplia extensión con edificios rectangulares y fachadas profusamente decoradas en vivos colores, agrupados en torno a grandes explanadas sobre taludes y escalinatas.
– «Lo tenemos delante. Atraviesa la zona universitaria». -Una voz metálica resonaba en la emisora del jefe de la Policía.
– No le pierdan de vista -ordenó Manuel Flores.
– «Continúa hacia el norte, seguimos tras él» -informó otra voz femenina desde otro coche patrulla.
El auto atravesaba zonas urbanas inmensamente pobladas; las amplias avenidas estaban colapsadas por miles de vehículos circulando al mismo tiempo dentro de un caos lento y ordenado. Los semáforos funcionaban a nivel informativo, nadie los respetaba; todos los conductores miraban hacia los lados antes de atravesar las calles, y a punto estuvo Elena de ser embestida más de una vez por los coches que la seguían, pues no esperaban que se detuviese ante la luz roja.
– «Acaba de incorporarse a la avenida de la Revolución» -seguían informando desde los coches patrulla.
Tras varias confusiones, vueltas y cambios de sentido en aquellas atascadas autopistas, accedió por fin al paseo de la Reforma. Elena reconoció sus amplias avenidas y las antiguas zonas residenciales, convertidas actualmente en sitios de moda, embajadas, hoteles de lujo y espectaculares rascacielos. Todo le parecía gigantesco en aquella ciudad, y durante unos instantes dudó del camino correcto, así que decidió detenerse para preguntar a una pareja de jóvenes que paseaban cogidos de la mano. Ellos le indicaron la ruta a seguir durante unas cuantas «cuadritas» y al fin leyó el primer nombre cercano a su destino: Chapultepec. Su corazón dio un brinco, estaba cerca de su objetivo y pronto estaría a salvo.
– «Acaba de rebasar el jardín zoológico en dirección a la colonia Polanco»
– ¡Carajo! Ya sé adónde se dirige la chamaca -exclamó Flores mientras tomaba la emisora-. Atención a todas las patrullas, diríjanse a la calle Galileo, a la embajada española. ¡Vamos, rápido!
– ¿Se dirige a su embajada? -preguntó Antonio.
– Estoy seguro. No se habría tomado tantas molestias para llegar hasta aquí. Esta chica quiere escapar del país y debemos evitar que pise suelo español.
– Quizá no conoce el paradero de su hermano y ha decidido regresar -reflexionó Antonio en voz alta.
– Lo sabremos cuando la interroguemos en la central.
El pulso de Elena latía acelerado mientras recorría aquel lujoso barrio residencial y comercial, de calles simétricas y paralelas que albergaban lujosas mansiones rodeadas de grandes zonas ajardinadas. Leía con impaciencia los nombres de las calles: Arquímedes, Temístocles… y, ¡por fin!, ¡calle Galileo! Estacionó el coche con prudencia y cruzó la acera; a lo lejos divisó la bandera española en un edificio moderno cuya fachada estaba revestida de piedra combinada con muros de cristal de color azul. Elena pensó que nunca había sentido tanta emoción al verla ondear bajo aquel resplandeciente cielo. Nada podía ya impedir su regreso a casa en aquella luminosa mañana de azul perfecto.