38060.fb2
De repente, el aullido de las sirenas policiales zarandeó los reflejos de la joven, quien instintivamente comenzó a correr hacia la puerta de la embajada. Un grupo de hombres armados y uniformados aparecieron como de la nada, y en escasos segundos formaron un círculo alrededor de ella, apuntándola con sus armas reglamentarias.
– ¿Elena Peralta? -preguntó un policía sin uniforme que parecía estar investido de autoridad. Elena reconoció a aquel hombre. Había estado en la hacienda junto a Antonio Cifuentes el primer día que ella salió de la celda-. Diríjase al carro, vamos a trasladarla a la central para que responda a unas preguntas -le dijo mientras otro policía la esposaba, tomándola del brazo y conduciéndola hacia un coche patrulla.
A partir de aquel instante Elena Peralta perdió la conciencia de lo que pasaba a su alrededor; solo percibió un desagradable olor en el interior del vehículo policial. No recordaba el tiempo que duró el recorrido, ni adónde la llevaron después. Tampoco supo cómo se encontró en una habitación pequeña de paredes desconchadas, sentada ante una mesa destartalada y completamente vacía. Del techo colgaba una desnuda lámpara que iluminaba el centro y ensombrecía el resto de la estancia, impidiéndole ver los rostros de las personas que se encontraban en el interior. Su mente no estaba allí, y necesitaba seguir así durante mucho tiempo. Recordó las advertencias de Antonio Cifuentes sobre los servicios de seguridad de aquel país y se preparó para lo peor.
Alguien comenzó a interrogarla y ella respondió con monosílabos, pero las preguntas se tornaron más concretas y redundantes y tuvo que realizar un gran esfuerzo, pues pretendían confundirla, hacerla dudar, demandando con insistencia el paradero de su hermano.
– Yo no le he visto nunca, señor. No le conozco.
– Pero habló con él -afirmó alguien pegado a su espalda.
– No. Escribí varias cartas desde España y él solo respondió una vez.
– ¿Cuándo?
– Hace varios meses, creo que en abril.
– ¿Y después? -insistía aquella voz sin rostro.
– No he vuelto a tener noticias suyas.
– ¿No hablaron nunca por teléfono?
– No, nunca.
– Pero él tenía su número de España, ¿verdad?
– No lo sé, es posible.
– ¿Es posible? ¿No lo sabe?
– No recuerdo si en alguna de mis cartas se lo di. Creo que sí, pero no estoy segura.
– ¿Y tampoco está segura de haber hablado con él?
– Jamás he hablado con él.
– ¿Por qué vino entonces a México? ¿Qué planes tenía?
– Yo solo quería conocerles. Les envié una carta a primeros de julio anunciándoles mi llegada para agosto, pero no obtuve respuesta.
– Y sin tener respuesta se presenta aquí. ¿Por qué?
– No lo sé… No sabía lo que había ocurrido… No esperaba encontrarme con esto…
– Usted contactó con su hermano y vino para ayudarle a salir del país, por eso se dirigía a la embajada. Quería preparar los documentos para que él viajara a España, ¿no es cierto? -El policía que estaba a su espalda movía la silla y le gritaba al oído.
– No, no es cierto… -respondió Elena con voz trémula.
– ¡Vamos, confiese de una vez! Díganos dónde está o tendremos que recurrir a otros métodos más persuasivos, señorita, y le aseguro que no van gustarle. Hable antes de que sea demasiado tarde.
– Haga lo que quiera, yo no sé nada -dijo aterrorizada con un hilo de voz.
El agente volvió al principio con las mismas preguntas y peores modales; el tono duro, brutal a veces, desprovisto de educación y respeto, la sometía a un continuo y humillante acoso. Tras varias horas de repetitivas preguntas, no habían conseguido arrancarle una sola información sobre el paradero de Agustín González, ni siquiera una contradicción. Estaban en un punto muerto.
– Ya es suficiente, Manuel, sáquela de aquí.
Antonio Cifuentes presenciaba el interrogatorio en la penumbra, desde un rincón de la sala a espaldas de Elena. Estaba al fin convencido de su sinceridad y no podía tolerar ni un insulto más hacia aquella indefensa mujer.
Elena fue trasladada a un despacho donde un funcionario leyó su declaración y se la ofreció para su revisión y aceptación.
– Quiero hablar con mi embajada. Soy ciudadana española y tengo derecho a asistencia legal -exigió al funcionario.
El hombre la miró impasible y salió para informar a sus superiores. Elena se quedó sola frente a una mesa repleta de papeles en blanco y hojas de carboncillo alrededor de una vieja máquina de escribir. Intuía la extrema dureza de aquellos hombres, pero la imaginaba menos cruel que las represalias de su secuestrador.
Jamás había sentido tanto miedo.
Oyó de nuevo la puerta y unos lentos pasos acercándose; de repente dio un brinco al escuchar la voz de Antonio Cifuentes, quien se acercó desde atrás y se sentó en el borde de la mesa, frente a ella. Elena bajó los ojos, aterrorizada por su presencia.
– Nos vamos, el interrogatorio ha terminado.
– Quiero ir a mi embajada.
Alargó la mano hacia su barbilla y le hizo alzar la vista hacia él.
– Volverás conmigo -ordenó tuteándola por primera vez.
– No pienso acompañarte -dijo tajante-. No tienes derecho a retenerme en contra de mi voluntad.
– Eso no es negociable.
– ¿Qué puedo negociar entonces?
– La manera de regresar conmigo, voluntariamente o a la fuerza. Elige tú.
– En mi país esto se llama secuestro. Voy a denunciarte ahora mismo -dijo tratando de ocultar su miedo.
– No estás en condiciones de hacerlo, te lo aseguro -dijo tranquilo.
– ¿Por qué tienes tanto empeño conmigo? Quieres tenerme a solas para darme una buena lección, ¿verdad? Pues no te saldrás con la tuya.
– No temas, no voy a tomar ninguna represalia. -Su voz sonaba conciliadora, segura, casi cariñosa.
– Ve a tus amigos policías y diles que voy a confesar. Les contaré todas las mentiras que quieren oír. Prefiero que me encierren en un calabozo antes que volver contigo.
– ¡Escúchame! -exclamó irritado-. No compliques más tu situación. Te estoy ofreciendo la oportunidad de quedar libre sin cargos; si cometes una imprudencia te quedarás sola y no podré hacer nada para ayudarte.
– Sé que vas a hacerme daño. Me siento más segura en la cárcel que a tu lado -dijo con los ojos fijos en un punto indefinido de la mesa.
Antonio empezaba a perder la calma, se levantó y paseó tras ella.
– Elena, llevo horas ahí fuera protegiéndote y evitando que te maltraten. Quiero sacarte de aquí cuanto antes.
– No confío en tu protección y no me agrada tu compañía. Quiero volver a España -repetía empecinada.
Antonio suspiró con impaciencia.
– Te quedarás en México hasta que tu hermano sea detenido -dijo inflexible-. Elige dónde quieres estar, en la cárcel o bajo mi tutela, pero piénsalo bien antes de tomar una decisión, porque podrías arrepentirte el resto de tu vida -exclamó tajante señalándola con su dedo índice.
Se produjo un tenso silencio que ninguno de los dos quiso interrumpir.
– ¿Qué debo hacer para persuadirte? -preguntó más calmado.
– Dame tu palabra de honor de que no vas a castigarme.
– Tienes mi palabra.
– ¿Tu palabra de honor?
– Mi palabra de honor -respondió mirándola como cuando se negocia un premio con un niño a cambio de que termine el plato.
– Ni enviarás a nadie para que lo haga -exigió.
– Nadie va a ponerte una mano encima -aseveró con gravedad.
La joven tomó los documentos y, con mano aún temblorosa, firmó una a una las copias de su declaración. Después se levantó y se volvió hacia él con recelo.
– Por favor, no me hagas daño -le suplicó de nuevo.
– Te he dado mi palabra -respondió abriendo la puerta y saliendo tras ella.
Finalizaba el día igual que al comienzo: sentados en el mismo coche, en un silencio que ninguno quiso profanar. Se detuvieron ante una gran reja profusamente decorada con figuras en forma de espiral de las que asomaban flores y tréboles. Era la entrada principal de un elegante palacete perfectamente restaurado. Los jardines del entorno, rodeados por setos con caprichosas formas y flores de colores, guardaban un orden simétrico; la fachada de piedra labrada estaba pintada de ocre y marfil. El palacio había sido residencia de un acaudalado gobernador español en el siglo XVIII y adquirido por Antonio Cifuentes años atrás, el cual no escatimó medios para convertirlo en un hogar lujoso y confortable.
– Vamos a comer algo, estoy hambriento -le dijo mientras accedían al vestíbulo de la entrada que daba acceso a la planta superior a través de una amplia escalera de mármol blanco.
Entraron en un espacioso salón. La combinación de muebles clásicos y modernos en excelente armonía y la calidad de los cuadros y alfombras imprimía a la estancia un aire acogedor y elegante. Se sentaron en una terraza acristalada que se comunicaba con el salón por una amplia puerta corredera. Elena estaba en silencio y se sentía observada; mantenía en un punto la mirada sin conceder a Antonio la menor oportunidad de encontrarse con la suya, y menos aún de desentrañar su significado. Había sufrido demasiadas emociones desde la noche anterior, en la que apenas había dormido; por la mañana, las horas de tensión al volante perdida por la ciudad, la detención en aquel inmundo lugar y el extenuante interrogatorio la habían dejado agotada.
– ¿En qué estás pensando? -le preguntó Antonio en un intento de que ella regresase a la realidad.
– No sé en qué situación legal me encuentro.
– Eres sospechosa de encubrimiento, pero aún no se han dictado cargos contra ti, excepto la prohibición de abandonar el país mientras la investigación siga abierta.
– Jamás he vivido una experiencia tan humillante. Me siento como una delincuente. -Hablaba mientras removía la comida con el tenedor-. He bajado otro peldaño más en mi degradación personal. Cuando me introdujeron en aquel coche y me colocaron las esposas, todo se desplomó a mi alrededor, quería morirme allí mismo… -Intentó contener las lágrimas que se deslizaban por su rostro.
– No volverás a pasar por nada parecido -dijo conciliador tomando su mano por encima de la mesa-. Me encargaré de que no vuelvan a molestarte.
– Ya es tarde -respondió deshaciéndose bruscamente de sus imaginarias garras-. ¿Vas a limpiar ahora tu conciencia? Me has tratado como a una cualquiera y me has encerrado durante días como si fuera una esclava ¿Crees que voy a aceptar todo esto con una sonrisa? -gritó deshecha en lágrimas levantándose de la mesa.
– Vamos, cálmate.
– Necesito estar sola -dijo volviéndose-. Estoy muy cansada.
Antonio la condujo en silencio al piso superior. El pasillo, con el techo cubierto por un artesonado de madera, estaba enmarcado por blancas columnas de mármol unidas por una balaustrada de la misma piedra que imitaba a una celosía de formas geométricas. Caminaron hacia una de las puertas de acceso a un amplio dormitorio. Antonio la abrió y la invitó a entrar.
– Buenas noches -dijo Elena sin mirarle, cerrando la puerta tras ella.
Antonio estaba intranquilo y se introdujo en el dormitorio contiguo; esperó allí hasta que el sonido se extinguió y decidió a entrar a través de una puerta común situada en el interior. La estancia estaba a oscuras, iluminada con la débil luz que penetraba desde la puerta. Elena estaba tendida en la cama e instintivamente se volvió de espaldas al reparar en su presencia.
– ¿Te sientes mejor? -le preguntó en un tono amable.
– Sí. Gracias -respondió sin volverse.
– Estoy en la habitación de al lado. Buenas noches.
– Hasta mañana.
Durante unos largos minutos Antonio escuchó su desconsolado llanto tras la puerta contigua y se quedó allí, a oscuras, inmóvil, reprimiendo los deseos de acudir junto a ella para acunarla entre sus brazos. Tras una larga pausa regresó el silencio; se acercó al umbral y entreabrió la puerta para comprobar que su respiración era pausada y tranquila y se había rendido al fin al sueño. Elena no le oyó caminar hacia la cama y sentarse en un sillón frente a ella durante un largo rato, contemplando su fascinante cuerpo fuera de las sábanas. La irrupción de aquella mujer estaba alterando su vida y trataba de dominar los sentimientos que le consumían, reprimiendo el deseo de abrazarla y gritarle que la amaba, que la protegería siempre, que nunca le haría daño… Pero el desprecio que ella le profesaba era evidente y sabía que debía esperar un tiempo.
Elena despertó en penumbra y abrió las ventanas. Una radiante luz saludó sus pupilas, regresándola a la dura realidad vivida en las pasadas jornadas. Estaba en otra casa y recordó que la noche de su llegada a la hacienda él le dijo que vivía en la ciudad. Aquel amplio dormitorio tenía varias puertas que separaban los ambientes: a la derecha de la entrada se situaba la enorme cama con el cabecero de madera labrada, y en el muro contrario, un gran sofá y dos sillones forrados en seda de tonos azulados hacían juego con la colcha y las cortinas. Decidió estudiar la puerta situada al lado de la cama por la que Antonio accedió la noche anterior y comprobó que era otra alcoba gemela a la suya; la cama se apoyaba en el mismo muro y la distribución era parecida, aunque el sofá había sido sustituido por una mesa de despacho y estaba cubierta por documentos y carpetas.
Tras una relajante ducha, una sirvienta llamó a la puerta y entró en la habitación portando una gran bandeja de mimbre cargada de ropa. Elena la examinó y advirtió que eran modelos exclusivos procedentes de famosos diseñadores europeos. Después bajó a la planta principal, donde otra sirvienta uniformada la recibió y la acompañó hasta el comedor. La residencia estaba silenciosa, parecía estar vacía.
– ¿El señor está en la casa? -preguntó con timidez.
– No, señora. Don Antonio suele regresar a la hora de la cena.
Con la luz del día descubrió el alegre jardín que rodeaba el palacete y al que se accedía desde todas las habitaciones. Después del desayuno decidió recorrer la casa y entró en otra enorme sala pintada en azul añil, profusamente decorada con muebles coloniales antiguos. Visitó un amplio despacho repleto de estanterías y libros, con sillones y mesas bajas sobre las cuales se exponían fotos del dueño de la casa junto a personas relevantes que ella no conocía. Había un teléfono sobre la mesa. Se acercó a ella… y de un golpe lo agarró con la mano derecha y se llevó el auricular al oído, pero lo único que oyó fue el acelerado pulso de su corazón, pues aquel aparato no emitía ninguna señal que indicara la existencia de línea telefónica.
Un marco orientado hacia el sillón principal llamó su atención: era la foto de un niño de unos seis o siete años. Por primera vez cayó en la cuenta de que no sabía nada de aquel hombre; quizá estaba casado y aquel niño era su hijo. ¿Y su esposa? A Elena le pareció que no había nadie en la hacienda ni en aquella casa que llevase las riendas…
Salió hacia el jardín por la puerta principal para examinar las posibilidades de escapar de allí y paseó despacio por el camino por donde habían accedido con el coche la noche anterior, deteniéndose a contemplar los setos y parterres, pero con la mirada fija en el muro que rodeaba la mansión. Alcanzó el final del trayecto al llegar a las rejas labradas que protegían la puerta de entrada, las cuales estaban cerradas a cal y canto.
– Buenos días, señora.
Elena dio un brinco, sobresaltada por una voz masculina que surgió a su espalda. Se giró en redondo para topar con la mirada de un hombre joven de piel y ojos oscuros que vestía uniforme marrón, en cuyo pecho izquierdo y antebrazo figuraba el logotipo de una empresa de seguridad.
– Hola… buenos días… Estaba dando un paseo… y admirando las rejas… son muy originales -dijo tratando de esbozar una sonrisa.
– Sí. Son muy…originales… -repitió el joven en señal de respeto.
– ¿Permanecen cerradas durante todo el día?
– No, al contrario -repuso el amable vigilante-. Normalmente están abiertas, pero el señor Cifuentes ha dado órdenes esta mañana de cerrarlas. Últimamente se han cometido algunos robos en la colonia.
– Yo aún no conozco bien la ciudad. ¿Qué zona es esta?
– La colonia Polanco.
– La colonia Polanco… -repitió Elena con un brillo especial en los ojos-. Bueno, ha sido un placer -dijo a modo de despedida.
¡La casa estaba próxima a la embajada española!
Elena regresó al dormitorio para trazar un plan y escapar de allí; debía estudiar los movimientos y aprovechar un descuido de su «anfitrión». Desde su ventana dominaba parte del jardín y la reja de entrada, y se dispuso a observar las ocasiones en que esta se abría. Por la tarde oyó un sonido y se acercó al cristal sin separar los visillos. Un coche de gran cilindrada acababa de acceder a través de la puerta. Miró el reloj: las seis y media. Desde su improvisado mirador advirtió que el propietario de la casa descendía y accedía al interior. La reja permaneció abierta unos segundos más, antes de iniciar la maniobra de cierre automático accionada por el empleado de seguridad. Elena concluyó que la huida sería menos complicada por la mañana, cuando él saliera, ya que podría contar con el factor sorpresa, y cuando los criados dieran la voz de alarma, ella habría tenido tiempo suficiente para alcanzar la embajada y ponerse a salvo.
Una sirvienta le trasladó un mensaje del señor de que bajara para cenar. Elena se miró en el espejo y se recogió el pelo con un lazo al recordar que a él le gustaba el cabello suelto. Antonio Cifuentes estaba leyendo la prensa en un sillón de mimbre. Los rayos del sol penetraban a través de la vidriera e iluminaban la estancia, y el olor dulzón a las flores recién cortadas que adornaban un jarrón infundían una agradable calidez a los sentidos.
– Buenos tardes. ¿Cómo te encuentras hoy? -dijo él levantándose con amabilidad.
Vestía de manera informal y su cabello lacio le caía suelto sobre la frente; estaba distinto, esta vez no lo había peinado hacia atrás inmovilizándolo con algún producto. Se dirigía a ella con un aire relajado y amable, ni un asomo de aquella altiva y menospreciante mirada de los primeros días.
– Mucho mejor. Gracias. He dormido muy bien esta noche.
– Ahora debes cenar, sé que no comes demasiado.
– ¿Te preocupa mi salud? -replicó con sarcasmo.
– Por supuesto. Eres mi invitada. Todo el personal de la casa está a tu servicio.
– ¿Incluso el guardián que vigila la puerta?
– Él también. Ya he sido informado de vuestra conversación de esta mañana… -Durante unos segundos la mirada de Antonio se posó en ella en silencio-. Te considero una persona inteligente y sensata. Sé que no cometerás nuevos errores.
Elena apartó la vista, intimidada por aquella velada amenaza.
– No pienso renunciar a recuperar mi vida ni voy a aceptar con sumisión las condiciones que me has impuesto; tengo derecho a aspirar a mi libertad -replicó con rebeldía.
– Debes hacer un esfuerzo para adaptarte a esta nueva situación.
– Me niego a asumir que esto me está pasando a mí, quiero creer que es un espejismo, que todo volverá a ser como antes, que pronto despertaré de esta pesadilla.
– Tienes que afrontarlo, Elena, debes mirar hacia delante, hacia el futuro.
– ¿Futuro? -replicó enojada-. ¿Qué futuro? ¿Acaso soy libre para tomar alguna decisión o disponer de mí misma? Ahora soy otra persona, una delincuente, vigilada y utilizada como rehén para atrapar a un asesino a quien ni siquiera conozco.
– Tú no eres una delincuente -le recriminó con suavidad-. Y no eres responsable de lo que ha ocurrido. No debes identificarte con él.
– ¿Por qué no? Tú ya lo hiciste, y la policía también.
– Cometí un error y me propongo enmendarlo. Nunca volverás a sufrir una humillación semejante, te lo aseguro.
– ¿Por qué ahora cambias de actitud hacia mí?
– Porque creo en ti. No perteneces a su mundo; te he tratado injustamente y quiero ayudarte a superar esta situación.
– ¿A cambio de qué? ¿Tendré que agradecer tu amabilidad de alguna… manera especial? -preguntó sarcástica.
– No voy a pedirte nada, solo tu amistad.
– Yo nunca seré tu amiga -dijo rotunda.
Sus miradas se encontraron durante unos incómodos instantes.
– Como quieras -respondió tranquilo.
Elena quedó atenta a sus ojos, como si lamentase haber llegado demasiado lejos.
– Pero si tengo que ser amable, lo seré -añadió más apaciguada tras un silencio.
– Me conformo con ese cambio de actitud -respondió tratando de sonreír.