38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Capítulo13

Antonio tampoco volvió a casa para la cena aquel día; Elena apenas salió del dormitorio y se fue a la cama temprano. Las pesadillas regresaron aquella noche: soñó que estaba encerrada en un espacio estrecho y oscuro, sin apenas sitio para moverse. Escuchaba gritos y amenazas en el exterior, y la sensación de agobio en aquella estrechez le usurpaba el aire para respirar. Gritó llamando a su madre y despertó envuelta en sudor frío. Se incorporó apoyando su espalda sobre el cabecero de la cama y encendió la luz de la mesilla. Al fin pudo llenar los pulmones sin dificultad y su respiración volvió lentamente a la normalidad. Sus miedos a la oscuridad y a los espacios cerrados habían regresado.

La puerta contigua se abrió de repente y divisó la silueta de Antonio en la penumbra. Estaba descalzo y medio desnudo, solo cubierto por un pantalón largo de pijama.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó sentándose en la cama frente a ella.

– Sí. Ahora sí. He tenido un mal sueño.

– Observo que sueles tener pesadillas.

– Desde que estoy en México se repiten algunas de mi niñez. De pequeña sufría muchos desórdenes, pesadillas y crisis de ansiedad; tenía miedo a la oscuridad y a los espacios cerrados y di muchos quebraderos de cabeza a mis abuelos, pero fueron espaciándose conforme fui creciendo.

– Espero que este país no estimule tus malos sueños.

– La situación en que me encuentro no me permite ser demasiado optimista.

– Intenta relajarte -dijo tomando su mano entre las de él-. A mi lado estás segura.

– ¿Tú conociste a mi madre? -preguntó tras un silencio.

– ¿Has soñado con ella?

Elena afirmó con la cabeza.

– ¿La conocías? -insistió.

– Pues… no lo sé. Ella trabajaba en la hacienda y yo apenas viví allí. Mi hogar es este. Mi padre, y ahora yo, delegamos en Lucía, el ama de llaves.

– ¿Y a él tampoco le trataste? -No necesitó mencionar su nombre.

– Elena, no pienses más en el pasado. -Le hablaba en tono conciliador-. Déjalo estar y mira hacia el futuro. Déjame cuidar de ti; quiero ofrecerte mi amistad, mi protección, mi… -Alargó su mano con intención de acariciar su mejilla, pero ella la detuvo en el aire.

– Aceptaré todo eso si dejas de perseguir a Agustín -repuso con frialdad.

– Él asesinó a mi padre. No intentes chantajearme -dijo enfadado.

Elena se quedó en silencio y retiró su mirada.

– Lo siento. No tengo derecho a pedirte clemencia para Agustín. Cometió un crimen atroz y debe ser castigado. Pero también perdió a su madre, y su hogar, y su futuro. Merece que al menos alguien rece por él…

– Hazlo tú -replicó mientras se levantaba y la dejaba sola.

Antonio partió temprano en la mañana y Elena ocupó el tiempo con la lectura mientras tomaba el sol en la terraza junto a la piscina. Empezaba a profesar un especial afecto por su carcelero y la animadversión hacia él se diluía en un confuso deseo de agradarle. Estaba padeciendo el síndrome de Estocolmo, estaba segura. Ella no podía enamorarse de un hombre como aquel: era demasiado mayor, demasiado soberbio, demasiado seguro de sí mismo… ¿Entonces? ¿Qué era exactamente lo que sentía? Advertía una caótica emoción al escuchar el familiar sonido de las rejas que anunciaban el regreso y esperaba impaciente su saludo. Sentía mariposas en el estómago cuando se acercaba a ella y la envolvía con aquella voz ronca y amable; era una sensación desconocida para ella… «¡No…! -se decía mientras se sacudía de sus fantasías-. Es absurdo… Tengo que regresar a casa, debo intentar escapar otra vez. Necesito romper esta tela de araña antes de que sea demasiado tarde…»

Miró el reloj: eran las seis y subió a su dormitorio. Una hora después le oyó en la habitación contigua. Antonio llamó con los nudillos y accedió a la estancia por la puerta común tras recibir su respuesta. Elena estaba sentada frente al tocador.

– Hola. Te he traído un regalo -dijo él abriendo un estuche de cuyo interior extrajo un collar de diamantes y platino.

Lo tomó él mismo y se lo colocó en el cuello mientras la contemplaba ante el espejo, donde sus miradas se cruzaron.

– ¿Te gusta? -preguntó posando las manos sobre sus hombros. Aquel contacto provocó en Elena una extraña agitación.

– Sí, es precioso -agradeció con una sonrisa.

– Baja a cenar. Te espero en el jardín.

Elena se puso un vestido de color rojo oscuro con escote en uve que hacía destacar el valioso collar que había recibido como regalo. Sabía sacar partido a su rostro y se maquilló a conciencia. Después se recogió el pelo con una cinta… pero cuando estaba en el umbral de la puerta lo pensó mejor y decidió dejar suelta la rubia melena.

La noche había caído y una leve brisa envolvía la terraza junto a la piscina, donde Antonio la observaba con aparente descuido; Elena estaba ausente, con la mirada perdida.

– ¿En qué piensas? -le preguntó sentado frente a ella. Una vela encendida en el centro de la mesa iluminaba sus perfectas facciones.

– En nada importante. Solo son recuerdos.

– Cuéntamelos. Me gustaría saber qué tienes en tu memoria.

– Hay una zona oscura en mi mente que día a día va viendo la luz y me envía nuevas e inquietantes imágenes.

– ¿Tienen algo que ver con el viejo barracón y las cuadras?

– Desde que llegué a este país comencé a recordar a diario cosas, lugares, olores… -dijo afirmando con la cabeza-. No sé a qué edad me marché, pero estoy segura de que viví en aquella cabaña. He soñado con ella toda mi vida, recuerdo con exactitud todos los muebles que había allí, incluso el color de las cortinas… pero nunca había personas, solo deseos obsesivos de regresar. Ahora mis recuerdos vuelven a través de los sueños y estoy segura de que han sido vivencias reales.

– ¿Y las pesadillas? ¿Crees que también son reales?

– Hay una que se repite con más frecuencia y es muy inquietante.

– ¿Qué pasó exactamente? -Estaba intrigado-. Cuéntamela.

– Sucedió en el viejo establo. Mi sueño siempre es el mismo: un laberinto de estancias cuadradas y sin salida, una sombra que me persigue con unas enormes manos… Yo me refugio en un rincón y escucho golpes y gritos de dolor, como si alguien estuviese recibiendo una paliza… Entonces despierto aterrorizada.

Elena no advirtió la conmoción que Antonio sintió al oír aquello. Quedaron en silencio durante unos segundos y después continuó la charla con aparente normalidad.

– Puede que fuese un juego de niños.

– No. Estoy segura de que fue real -afirmó rotunda-. Es demasiado repetitivo para que solo se tratara de un juego.

– Quizá tus abuelos te contaron alguna historia, algo que te impresionó de pequeña.

– Ellos nunca estuvieron allí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque yo les hablé muchas veces de aquella cabaña, incluso la dibujé sin omitir ningún detalle, pero ellos no la reconocieron.

– ¿Qué te contaron exactamente?

– Muy poco, en realidad. Después de morir mi abuelo, mi abuela empeoró en su enfermedad, sufría Alzheimer. Un día, en un momento de lucidez, comenzó a hablarme de mi madre como si estuviera viva, decía que tenía que ir a verla y me indicó el lugar donde guardaba una caja con fotos y cartas que yo hasta entonces desconocía. Ellos habían tenido contacto durante varios años después de regresar de México. Tuve que comprobar las fechas para convencerme de que decía la verdad… -Hizo una pausa. Su mirada estaba perdida.

– ¿Qué te dijo de Agustín?

– Nada. Pero yo leí las cartas y en ellas mi madre hablaba de su hijo, y encontré la foto en la que estábamos los tres… Yo acepté como un hecho que se trataba de mi hermano, pero no obtuve una información más concreta… -Tras una pausa preguntó-: Antonio, ¿por qué Agustín hizo aquello? ¿Sabes si tenía algún pleito pendiente con tu padre? ¿Había mala relación entre ellos?

– No lo sé. Creo que ya conoces lo que pasó: Trinidad se cayó por la escalera, él fue a la casa para ayudarla y acusó a mi padre de ser el responsable. Después le golpeó hasta matarle…

– ¿Agustín era un hombre violento?

– Yo apenas conozco a los trabajadores de la hacienda… -se excusó, alzando los hombros-. ¿Y tú? ¿Hablaste alguna vez con él?

– No. Les escribí varias cartas… Mi madre me contestó solo una vez para pedirme que me olvidara de ellos. -Sonrió con tristeza.

– Él también te escribió -afirmó Antonio.

– Sí. Una vez -dijo con temor, retirando los ojos de su inquisitiva mirada.

– ¿Le respondiste?

– Seguí enviándoles cartas, pero no obtuve respuesta.

– ¿Sabían ellos que vendrías a verles?

– No lo sé. A primeros de julio les envié la última anunciándoles mi visita para el mes agosto. Pero creo que no debieron recibirla ya…

Volvió el silencio. Antonio apoyó los codos sobre la mesa mientras ladeaba la cabeza, mirándola sin prisas; observaba a Elena por encima de la llama de la vela, procesando su tono de voz, sus gestos. Definitivamente se convenció de su sinceridad.

– Antes estabas sonriendo ¿Qué has recordado exactamente?

– Nada importante -respondió pensativa-. Algo divertido de mi niñez, quizá pasó en tu finca.

– Cuéntamelo -insistió.

– Recuerdo que paseaba con mi hermano y varios niños junto a una cerca y en el interior había mucho ganado pastando en la dehesa. Alguien encontró un hueco y pasamos adentro. De pronto un enorme toro negro se levantó al vernos y se dirigió lentamente hacia nosotros. Entonces salimos gritando despavoridos, corriendo hacia la valla y saltándola a toda prisa. Llegamos a casa con las ropas destrozadas por los alambres de espinos y llenos de arañazos por todo el cuerpo. -Sonrió. Él la miró también divertido.

– Debiste de tener una infancia feliz. Me alegra comprobar que no todos tus recuerdos de la hacienda son pesadillas.

– Desde que llegué a la hacienda sentí… no sé cómo explicarlo… Eran sensaciones, olores, sonidos… La primera vez que puse un pie en la cabaña donde me encerraron tus obreros tuve el presentimiento de que ya había estado antes allí.

– ¿Te gustaría volver? -preguntó tirando de su mano para llevar a Elena hacia uno de los sillones junto a la piscina. La penumbra de aquel lugar animaba a las confidencias y deseaba seguir obteniendo información sobre su recobrada memoria.

– No lo sé. Ya encontré todo lo que vine a buscar. Identifiqué los lugares con los que soñaba desde que era niña, y en cuanto a mi familia… Me encuentro como al principio.

– No estoy de acuerdo. Has conseguido saber qué pasó realmente con ellos.

– ¿Y de qué me ha servido? Solo para crearme un problema tras otro. Al final aprendes que no ha valido la pena tanto esfuerzo. He perdido demasiado en esta aventura.

– ¿Qué has perdido que tanto te duele?

– Todo: mi vida, mi futuro, mi playa… -Se alzó de hombros con la mirada perdida.

– ¿Añoras tu playa?

Por primera vez hablaban de tú a tú, como dos amigos que compartían confidencias.

– Daría media vida por volver. Allí está todo lo que tengo y la gente a la que quiero.

– ¿Hay alguien especial en tu vida?

– Hay alguien que me da buenos consejos. Si los hubiese seguido, quizá no estaría aquí ahora.

– ¿Está vivo?

– Sí, y no es mi madre. -Le miró con una cómplice sonrisa.

– El hombre de la foto -afirmó decepcionado.

– En ese también confío, pero no pensaba en él.

– ¿Hay otro?

– Sí. -No se molestó en añadir nada más-. ¿Sabes?, siento que muchas de las decisiones que he tomado en mi vida han sido equivocadas… -añadió después de un silencio-. Se me presentaron oportunidades para vivir en diferentes lugares y siempre las rechacé para quedarme allí. Y ahora no sé cuándo volveré.

– ¿Y eso te aflige?

– Sí… -afirmó con la cabeza-. Necesito mantener viva esta ilusión, no me queda nada más.

– ¿Dónde podrías haber vivido?

– En Alemania, en Londres…

– ¿Por asuntos de trabajo?

– Sí… bueno… no en todos…

– ¿Motivos sentimentales? -preguntó girando el cuerpo y apoyando el codo en el sofá para mirarla de frente.

– En algunos casos, solo en uno. En Londres.

– ¿Conociste a un inglés?

– No. Era Carlos, el de la foto.

– ¿El que hiciste pasar por tu marido?

– Sí. Y no dije tantas mentiras -dijo volviendo también su rostro hacia él-. Él es realmente arquitecto y fuimos novios en la universidad.

– ¿Y qué pasó?

– Recibió una excelente oferta de trabajo y se marchó.

– ¿Por qué no te fuiste con él? ¿No te lo pidió?

– Sí, pero yo no quise. -Habló mirando al frente otra vez.

– ¿Por qué? ¿Habías conocido a otro?

– No. La razón principal fue el miedo a salir de casa. No me seducía la idea de separarme de mis abuelos; eran mi única familia, y sé que nunca me habría adaptado al clima de Londres ni a aquella forma de vida. Además había conseguido mi primer trabajo. No podía dejarlo todo de golpe… Pero ahora ya no sé qué pensar. Si me hubiese casado con él, quizá nada de esto me estaría pasando ahora.

– Eso nunca lo sabrás. ¿Te arrepentiste alguna vez de haberte quedado?

– No -respondió rotunda-. Creí hacer lo correcto.

– Quizá no le querías tanto…

– Es posible -dijo después de un reflexivo silencio.

– ¿Y cómo se lo tomó?

– Bien; seguimos siendo buenos amigos, a pesar de que él tiene una nueva pareja. Nuestra relación fue más espiritual que física.

– ¿Quieres decir que no había sexo? -preguntó con una mueca divertida.

– Quiero decir que había una gran complicidad entre nosotros. -Elena no se atrevió a responder con claridad a su pregunta; le daba vergüenza confesar que aún era virgen. Estaba segura de que a él le parecería insólito y añadiría al creciente interés por ella una carga adicional de morbo.

– Pero cambió tu amistad por otra que quizá le ofreció algo más que conversación y buenas intenciones…

– Cuando inició su nueva relación, la nuestra ya había acabado, incluso me la presentó una vez en vacaciones. Cenamos los tres, como seres civilizados.

– ¡Vaya! ¡Eso sí que es educación! Si yo hubiese estado en tu lugar, le habría sacado los ojos a ella y a su nuevo novio. -Elena soltó una divertida carcajada por la ocurrencia; después se quedaron callados, mirándose-. Nunca te había visto reír así. Deberías hacerlo más a menudo.

– Eso depende de ti. -Sonrió con naturalidad.

Antonio la miraba despacio, extasiado por la luz que emanaban sus ojos.

– Eres preciosa.

Alzó su mano para acariciar su mejilla y creyó advertir que se había puesto nerviosa, algo que le sorprendió gratamente. Solía observar en sus aventuras el afán de algunas mujeres de impresionarle con gestos resueltos y seguros en situaciones parecidas a aquella. Pero Elena era diferente hasta en aquellos momentos.

Efectivamente, aquel contacto provocó una extraña sensación en Elena e hizo que perdiera la serenidad. Nunca había estado tan cerca de él, y cuando Antonio se acercó un poco más y trató de rozar sus labios, no pudo evitar un brusco estremecimiento.

– Es tarde -dijo separándose con poca convicción, en un vano intento de ocultar las ganas de seguir pegada a él-. Me voy a dormir.

– Duerme conmigo -rogó, tratando de descifrar el brillo que despedían sus rasgados ojos.

– No… no puedo… Quiero decir… no… ¡no! -concluyó separándose de él sin saber qué hacer exactamente y enfadada consigo misma por la reacción tan infantil que había tenido.

– De acuerdo. -No quería forzarla y decidió dejarla marchar. Estaba cautivado por ella, por todo lo que tenía que ver con ella, y por esa misma razón podría esperar todo el tiempo que hiciera falta.