38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Capítulo14

Antonio estaba entusiasmado. Percibía un cambio en la actitud de Elena, y la posibilidad de que pronto le aceptara se le hacía ahora más real. Pero debía actuar con rapidez, y al día siguiente se dirigió a la hacienda para encargarse personalmente de la sustitución de las empleadas del servicio y de todos los operarios de la finca. Ordenó también la demolición de las viejas cabañas y del antiguo establo. Debía borrar cuanto antes el rastro de su llegada, pues presentía que Elena iba a intentar rescatar sus recuerdos y debía asegurarse de que nadie colaborase con ella. Había despedido a la primera sirvienta que la atendió por hablar demasiado y se disponía a hacer lo mismo con todo el personal que había tenido relación con los González. Lucía fue la única superviviente del masivo relevo, pues Antonio conocía la lealtad hacia su familia a lo largo de todos aquellos años.

– Señor Cifuentes, los trabajadores están conformes con la generosa indemnización por el despido, pero Evelio… Él no quiere dinero, señor. Nació aquí y no tiene adónde ir; me pide que le transmita su deseo de quedarse. -El administrador comentaba con Antonio las incidencias en el despacho de la hacienda. Estaba tan sorprendido como el resto de los empleados por el numeroso reemplazo, aunque no osaba comentar aquella decisión, pues temía ser el próximo.

– Consigue una plaza en la residencia más cara de la ciudad -ordenó sin contemplaciones-. No va a quedarse. Les quiero a todos fuera en el plazo máximo de una semana.

Elena nadaba en la piscina. Vestía un bañador de color marfil que resaltaba su bronceado y marcaba sus formas perfectas; su cabello rubio resbalaba sobre los hombros cubriéndole media cara, y se lo echó hacia atrás con la mano en un gesto muy femenino. Antonio se acercó y quedó extasiado observándola tras sus gafas de sol. Parecía una sirena, cualquier marino podría perder la cabeza por aquella mujer, y durante unos segundos se preguntó si él conseguiría recuperar la suya algún día.

– Hola, hoy has venido temprano. Es mediodía… -observó Elena con una sonrisa nadando hacia él.

– Sal y almuerza conmigo -le pidió desde el borde de la piscina.

– ¿No sueles bañarte? -preguntó ya sentada a la mesa frente a él.

– No demasiado. Es a mi hijo a quien le gusta nadar.

– Tienes un hijo. ¿Por qué no está contigo? ¿Vive con su madre?

– No. Estudia en un internado en Estados Unidos.

– ¿Tu esposa murió?

– Estamos divorciados. Ella volvió a casarse.

– ¿Y su nuevo marido no le quiere en su casa?

– Yo tengo la custodia.

– No lo entiendo.

– ¿Qué no entiendes? -La miró incómodo.

– Que tenga padre y madre y que esté creciendo solo.

– Está recibiendo una excelente educación.

– Los niños necesitan a su familia cerca. Son muy vulnerables.

– Mi hijo es un niño sano y feliz -dijo finalizando aquella conversación-. Por cierto, eres una excelente nadadora. ¿Dónde aprendiste? ¿En tu playa?

– No. En Múnich.

– ¿Y qué hacías allí?

– Estudiar.

– ¿Estudiar… natación? -Trataba de averiguar más datos sobre ella ante la escasa información que Elena le facilitaba.

– Estudiar matemáticas, hacer prácticas en una empresa, aprender alemán, nadar y beber cerveza -dijo con una sonrisa-. Conseguí una beca y estudié allí el último año de la universidad.

– Me contaste ayer que podrías haber vivido allí…

– Al terminar el curso me ofrecieron un buen trabajo en Berlín, con un gran sueldo, casa y coche incluidos, pero no lo acepté. Nunca tuve intención de quedarme.

– ¿Por qué? ¿No te gustaba el empleo?

– Sí, era una gran oportunidad -dijo pensativa-. En la central de Siemens, en el departamento de análisis de sistemas aplicados a la informática y robótica. Era un gran reto profesional.

– ¿Por qué lo rechazaste?

– Porque no podría vivir allí. No me gusta pasar frío, no me gusta vivir sola, no me gusta comer carne todos los días… y odio las salchichas -dijo sonriendo.

– Y te conformaste con un puesto de simple profesora. Veo que no tienes ambiciones.

– Sí que tengo -protestó-. Quería ser feliz. Yo tenía una familia, una casa acogedora y buenos amigos. Conseguí un trabajo agradable que me proporcionaba tiempo libre para dedicarme a otras aficiones, como la pintura o la música. Todo aquello estaba en mi pueblo, y nunca me arrepentí de regresar para quedarme.

La miró despacio. Pensó en los dólares que aún tenía en su poder, y de no haberla investigado y comprobado cómo había renunciado a ellos para entregarlos a su desconocida familia, jamás habría creído que realmente sentía tal desapego al dinero y aquella falta de codicia.

– ¿Te apetece salir a visitar la ciudad?

– ¿Te fías de mí? ¿Y si aprovecho para escapar otra vez? -le retó con mirada traviesa.

– Me arriesgaré -contestó entornando los ojos con jovial complicidad.

Salieron en un descapotable. La mañana era radiante e invitaba a disfrutar de la luz y del cálido ambiente. De pronto Antonio detuvo el coche junto a la calzada, frente a un muro empapelado de carteles.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué nos detenemos en plena calle?

– Mira allí -dijo señalando hacia la pared.

Elena examinó el lugar señalado y se volvió de nuevo para mirarle, sin comprender.

– ¿No le conoces? -preguntó dirigiendo la mirada hacia las fotos pegadas en el muro.

Ella dirigió de nuevo su vista hacia los carteles.

– ¿Ese es… Agustín? -preguntó sobrecogida volviéndose hacia Antonio.

Antonio movió la cabeza afirmativamente.

Elena bajó del coche despacio y se acercó, escrutando minuciosamente la hilera de fotos con el rostro de un desconocido, un hombre moreno de unos treinta y tantos años, de cabello lacio y negro, con ojos rasgados y pómulos altos. Aquella imagen no le inspiró maldad… De repente todos los recuerdos de infancia regresaron en tropel. Pensó en su carta y la recordó párrafo a párrafo mientras le miraba detenidamente.

Los remordimientos regresaron.

Aquel ser que compartía su sangre vivió bajo las órdenes de los Cifuentes, y ella estaba ahora con uno de ellos, jugando a recibir mimos y regalos y dejándose seducir. Se acercó a la pared y, con sumo cuidado, despegó uno de los carteles, plegándolo varias veces hasta dejarlo del tamaño de la palma de su mano. Antonio la observaba desde el coche, pero no quiso incomodarla; después arrancó y continuaron el camino en silencio.

Disfrutaron de un espléndido paseo en la ciudad mítica de Teotihuacán, «la Ciudad de los Dioses». Elena quedó maravillada durante la visita al conjunto ceremonial, las pirámides escalonadas y las espectaculares construcciones. Antonio disfrutaba contándole la historia de su país, la llegada de los aztecas al altiplano y las creencias de que aquel lugar había sido construido por gigantes. Pasearon por la calzada de los Muertos, incluso se atrevieron a subir a la cúspide de la pirámide del Sol.

– Hay una vista impresionante desde aquí -dijo Elena extasiada-. Sois afortunados en México, estas construcciones se han conservado casi intactas a lo largo de los siglos. Sin embargo, otras como el Machu Pichu no corrieron la misma suerte.

– ¿Has estado en Perú?

– Sí, hace un par de años.

– ¿Por tu trabajo o de vacaciones?

– Pues… Las dos cosas -Sonrió-. Fue un trabajo extra durante las vacaciones, aunque no era remunerado.

– ¿Acostumbras a trabajar sin sueldo?

– A veces…

– Te invito a un pulque mientras me cuentas tu experiencia en Perú.

– No es demasiado interesante, trabajé como maestra -dijo encogiéndose de hombros.

– ¿Y por qué no te pagaban?

– Porque lo hacía como cooperante en una misión católica para huérfanos, en Cuzco.

– No conocía esa faceta de ti. Eres muy generosa. -La miró con una sonrisa espontánea.

– Y tú demasiado curioso.

Visitaron después los lugares más emblemáticos y bellos de la ciudad, recorriendo la plaza Mayor, el Zócalo, ese gran punto de encuentro para la protesta y la fiesta nacional en cuyo lado oriental se sitúa el palacio Nacional, sede del gobierno, y la hermosa catedral. Elena descubrió una ciudad viva y bulliciosa, al mismo tiempo contradictoria, sometida al agobiante tráfico que invadía su geométrica y regular arquitectura.

Era de noche cuando se acomodaron en la terraza de un lujoso restaurante en la zona Rosa. Alguien se acercó a la mesa a saludarles: un hombre elegantemente vestido, de cabello oscuro y corto que mostraba algunas canas por las sienes.

– Hola, Antonio. -El saludo fue frío y ni siquiera le ofreció la mano.

– Hola, Sergio.

– Quería darte personalmente mis felicitaciones.

– ¿Por qué? -preguntó con aspereza.

– Por tus últimas adquisiciones, espero que las acciones de tus empresas mantengan el valor durante mucho tiempo.

– ¿Hay motivos para que puedan cambiar?

– Eres un hombre de negocios. -Esbozó una sonrisa forzada-. Sabrás manejarte bien. Señora -se dirigió por primera vez a Elena haciendo un gesto con la cabeza-, ha sido un placer.

– Mis saludos a Virginia -dijo Antonio con desgana.

– De tu parte.

– ¿Es así como se saludan los amigos en México? -preguntó Elena rompiendo el silencio.

– Él no es mi amigo. Es el nuevo marido de mi ex mujer.

– Compruebo con tranquilidad que aún conserva los ojos -dijo con una pícara sonrisa al recordar sus confidencias la noche anterior. Él también sonrió por la ocurrencia.

Sergio Alcántara mantenía los ojos, pero había perdido gran parte de sus negocios, aunque no parecía muy tocado. Al contrario, le encontró sereno, y su intuición le decía que tramaba algo. Antonio era un buen jugador y sabía cuándo alguien guardaba un as bajo la manga.

Elena estaba en silencio, pero miles de preguntas luchaban por salir de sus labios. Tenía curiosidad por conocer cuáles eran sus sentimientos hacia su ex mujer y, sobre todo, qué sentía hacia ella misma. ¿La consideraba una más de sus conquistas? Porque estaba segura de que el atractivo hombre que tenía sentado frente a ella debía de tener un notable éxito entre el sexo femenino…

– ¿En qué estás pensando? Estás muy callada…

Ella suspiró encogiéndose de hombros.

– En mi pasado, en el tuyo…

– ¿En el mío? ¿Qué sabes de mi pasado?

– Absolutamente nada…

– Puedes preguntar… -se ofreció con una mirada que invitaba a la confidencia.

– ¿Cuál fue el motivo de vuestro divorcio?

– Ella me fue infiel.

– ¿Con él? -preguntó con un gesto señalando al hombre que acababa de marcharse. Antonio afirmó con la cabeza-. ¿Te dolió?

– Solo en el orgullo.

Elena sonrió al escuchar aquella respuesta.

– Dios… Sigue riendo así y me harás perder la cabeza…

Elena bajó la mirada, avergonzada por el íntimo placer que le habían provocado aquellas palabras. Luchaba contra aquellos sentimientos confusos y contradictorios que amenazaban con revelarse. Le seducía la idea de dejarse llevar por él, pero aquella entrega sin condiciones significaba una capitulación y temía perder su independencia. Sería como decir adiós a su pasado y traicionar a su hermano.

– ¿Te gustaría ir a la playa? -preguntó Antonio mientras conducía de regreso.

– Sí. Claro que sí -respondió con sincero entusiasmo.

– Tengo una casa en Acapulco. Tiene estupendas vistas al mar y una extensa playa privada de arena fina y dorada. Es muy bonita, aunque no sé si tanto como la tuya… Pero estoy seguro de que podría gustarte -dijo girando la cara hacia ella.

– Por supuesto que me gustará. Adoro el mar…

– Pues iremos este fin de semana.

Elena le devolvió una radiante sonrisa.

Llegaron a la puerta de su dormitorio y se detuvieron en el umbral. Elena se apoyó en la pared, comprobando la elevada estatura de Antonio muy cerca de ella.

– Buenas noches… yo… estaré en la puerta de al lado…

Se acercó a ella e inclinó la cabeza muy despacio. Alzó la mano hacia su rostro hasta posarla en su mentón y obligarla a levantar la barbilla. Esta vez la besó en los labios muy despacio. Elena cerró los ojos y recibió aquella caricia casi sin aliento. Al principio se sintió insegura y confusa, pero después cerró los ojos y posó sus brazos alrededor de su cuello, enterrando los dedos en el pelo y haciendo que el beso se hiciera más intenso. Tras unos dulces momentos bajó el rostro para separarse, aunque su mano se había detenido en la mejilla de Antonio.

– De acuerdo… hasta mañana -dijo Elena sin atreverse a levantar la vista.

Él tomo su mano y besó su palma, después la rodeó con sus brazos y la mantuvo quieta durante unos instantes. Elena sintió un nudo en el pecho al notar aquellas manos grandes y fuertes sobre su espalda estrechándola con ternura y se dejó arrastrar por una fuerte emoción.

– Buenas noches. -Antonio la soltó con disgusto y besó su frente, realizando un esfuerzo para no tomarla en brazos y conducirla hacia su habitación.

Fue una noche intensa y confusa para Elena. La fuerte atracción que sentía hacia él se fundía con un sentimiento de culpa. Se sentía en deuda con su familia, estaba a punto de claudicar con el hombre para el que ellos trabajaron. Tantos sacrificios por la separación, tanto sufrimientos por su ausencia… Y estaba dejándose seducir por él. Su madre debía de estar inquieta en la tumba y Agustín se sentiría avergonzado por aquel comportamiento. Pensó en su abuela Isabel; tampoco ella estaría orgullosa.

Iba a traicionarles, a todos.

Estaba aturdida e indecisa, daba vueltas en la cama pensando en aquel hombre que le mostraba respeto de forma honesta y considerada. Siempre había creído que hacer el amor era más que un simple rato de placer entre dos personas, era una muestra de amor sincero, de confianza en un futuro común; quizá por no haber hallado nunca a alguien que le hiciera abrigar aquellos sentimientos aún no se había iniciado en el sexo. Nunca entendió a la gente que tenía aventuras fugaces o que cambiaba de pareja como de zapatos. Creció con sus abuelos, una pareja que se amaba y se respetaba mutuamente, y ese fue el ejemplo que ella había seguido.

Si atravesaba aquella puerta no habría vuelta atrás; hacer el amor con Antonio establecería un antes y un después que se traduciría en una entrega total por su parte. Y decidió que antes debía poner en orden sus caóticos sentimientos.