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Amaneció nublado. El cielo ofrecía un ambiente de color plomizo y la humedad se hacía sentir. Antonio había salido temprano, hacía un buen rato, y Elena se dispuso a preparar el equipaje para el proyectado viaje a la playa. El entusiasmo por aquel nuevo proyecto le hizo olvidar los prejuicios que la abordaron la noche anterior. Miró hacia la ventana y vio reflejado en ella el rostro de una mujer diferente, una mujer que estaba a punto de dar un giro radical a su vida, dispuesta a tirar por la borda su pasado y ponerse el mundo por montera. Ella nunca había recibido tantas atenciones y concluyó que Antonio sería el hombre con quien iba a compartir por primera vez su intimidad, y Acapulco era el lugar ideal para dar rienda suelta a sus íntimos deseos.
Pero a través del cristal vio algo que le hizo reconsiderar todo el arrojo que había mostrado minutos antes: la reja de entrada estaba abierta de par en par. Se detuvo en seco, acercó su nariz a la ventana y aguardó un buen rato. La puerta no se movía, y nadie parecía haber advertido aquel detalle. El jardín estaba desierto y el empleado de seguridad había desaparecido de su campo de visión. Bajó la escalera y caminó despacio hacia la reja para no despertar sospechas. Al llegar al límite con la calle se detuvo y sintió que sus pies flaqueaban, negándose a seguir avanzando. Pensaba en Antonio, pero el recuerdo de sus abuelos aguijoneó sus remordimientos. Debía regresar a casa, a España. Sí. Era su deber. Tenía una oportunidad de escapar y no podía desaprovecharla.
Inició unos tímidos pasos por la acera. Seguía pensando en Antonio. Estaba indecisa. Avanzó un poco más y se detuvo; volvió la vista hacia la casa que acababa de abandonar. Era su futuro lo que debía decidir en aquel instante. Antonio le estaba ofreciendo amor, compañía, seguridad… Y ella estaba sola… ¿Merecía la pena arriesgarse para regresar a un hogar solitario y vivir torturada el resto de sus días por haberle abandonado? «No», se dijo. No dejaría escapar otra oportunidad. Por primera vez reconoció que sus sentimientos hacia él no eran provocados por el encierro; era algo más profundo: le amaba, y sentía auténtica necesidad de estar a su lado, en aquel hogar… Sí… iba a regresar con él, y esta vez para siempre. Era una difícil decisión y rezaba para no equivocarse.
De repente un coche frenó bruscamente a su lado y dos jóvenes ataviados con uniforme marrón descendieron del vehículo y se situaron frente a ella impidiéndole el paso. El guardia de seguridad de la mansión también la había seguido y se acercó con rapidez.
– Disculpe, señora… Debería volver a la casa -dijo azorado sin dejar de mostrar respeto.
– Claro. He salido a dar un paseo, pero ya regresaba… -dijo girando sobre sus pasos e iniciando el camino de vuelta.
Esperó a Antonio en el dormitorio junto a la ventana; advirtió la llegada de su coche antes de la hora habitual y supuso que le habrían informado de su intento de fuga. Estaba muerta de miedo por su reacción. Y la conoció enseguida.
Un portazo a su espalda le anunció su presencia en la alcoba. Elena se volvió y se enfrentó a un rostro contraído por la furia que avanzaba con pasos seguros hacia ella.
– Antonio… Lo siento…
– Yo también -dijo quieto frente a ella.
– Tuve un impulso de salir, pero después decidí volver… No pretendía marcharme… Quiero quedarme aquí…
– Sí. Vas a quedarte en México, de eso no tengo dudas porque ya he tomado medidas -dijo abriendo la puerta para indicarle que saliera.
– ¿Qué vas a hacer?
– Impedir que vuelvas a cometer otra torpeza -replicó con frialdad-. ¡Vamos!
Salieron de la sala en dirección a la puerta exterior. El motor del coche aún estaba en marcha y uno de los empleados de seguridad se sentó junto al conductor. Antonio abrió la puerta indicándole que subiera. Elena esperaba que él lo hiciera a su lado, pero cerró de un golpe desde fuera y ordenó con un gesto al conductor que partiera. A través del cristal cruzó por última vez sus ojos con los suyos. Su mirada desprendía decepción y tuvo la desagradable sensación de que había tirado por tierra una oportunidad de ser feliz, pero se dio cuenta demasiado tarde.
La incertidumbre sobre su destino le hizo estremecer. ¿La enviaba a la cárcel? ¿Sería capaz de aquella crueldad? La mampara de cristal opaco estaba elevada, impidiendo así la comunicación con los silenciosos guardianes que viajaban con ella. Durante más de una hora recorrieron numerosas calles y circunvalaciones hasta salir de la ciudad, y al cabo de unos cuantos kilómetros de caminos sin asfaltar se tranquilizó al reconocer el lugar de destino: la hacienda Santa Isabel.
El coche se detuvo en la puerta y fue recibida por el ama de llaves. Lucía era una mujer áspera, huesuda y excesivamente delgada, con el cabello recogido y la espalda siempre recta, altiva y autoritaria. Su rasgo predominante eran los gélidos ojos grises que comenzaron a escudriñarla con una mirada penetrante y altanera, haciéndola sentir una intrusa en la mansión donde ella ostentaba el mando.
– Sígame, señora -le pidió mientras caminaba delante, erguida, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás.
La condujo hacia la habitación donde estuvo encerrada los primeros días de su llegada y se despidió con un frío «buenas tardes». Después cerró con llave la puerta desde fuera.
El día continuó desapacible y la lluvia golpeaba con fuerza en los cristales. Elena posó su mirada en la ventana para descubrir que no era el suyo el rostro allí reflejado, sino el de una extraña que poco a poco iba perdiendo su forma, desdibujando sus rasgos y convirtiéndose en un fantasma. La persistente lluvia no dio tregua en toda la tarde y el sonido del agua sobre los cristales la sumió en una triste melancolía. Su recién hallada familia se había esfumado y el futuro al lado de Antonio se deshizo como un castillo de arena. Había perdido su confianza y estaba completamente sola. Las pesadillas regresaron con virulencia aquella primera noche de encierro. La invadieron sueños desagradables, inquietos, sin sentido. Pasó en vela toda la madrugada y amaneció exhausta. Solo con las primeras luces retomó el sueño y consiguió descansar unas horas.
Antonio regresó a la hacienda la tarde siguiente y tuvo noticias de que Elena apenas había ingerido alimentos desde su llegada y había permanecido en la cama todo el tiempo. Entró en el dormitorio y abrió las cortinas de par en par. Una resplandeciente luz exterior inundó la estancia.
– Por favor, cierre las ventanas -suplicó Elena cubriéndose la cabeza con las sábanas.
– ¿No piensas levantarte?
Su ronca y autoritaria voz le produjo un sobresalto. Después él tiró de las sábanas bruscamente.
– Vamos, arriba -dijo tomándola del brazo y conduciéndola al baño; abrió el grifo de la ducha y la miró con severidad-. Te espero fuera.
La frialdad del agua sobre la piel estimuló sus reflejos y la hizo reaccionar. Salió después con pasos vacilantes y ojos asustados. Antonio aguardaba junto a la ventana y se acercó despacio con mirada grave.
– No te saldrás con la tuya -le dijo apuntando con su dedo índice-. No voy a ceder ante este nuevo chantaje y tampoco voy a permitir que te hagas daño.
Elena se sentó en la cama con la mirada perdida, envuelta en un blanco albornoz que palidecía aún más su rostro.
– No pretendía llamar tu atención, te lo aseguro. Estoy muy cansada. Eso es todo.
Él le alzó el mentón para mirarla y observó que sus ojos habían perdido la luz que le había seducido la primera vez que la vio.
– ¿Qué te ocurre?
– Apenas he dormido. Tuve pesadillas durante toda la noche.
– ¿Son como las que me contaste la otra tarde? -El tono duro había desaparecido.
– No. Ahora son diferentes, más reales, disparates sin sentido, sombras que me persiguen para hacerme daño, sitios oscuros donde estoy encerrada… y despierto aterrorizada…
– ¿Por qué crees que quieren hacerte daño?
– No lo sé. Es solo una percepción de peligro. Ahora veo sus rostros, son más humanos que antes.
– ¿Reconoces a alguien?
– Tú eres uno de ellos -dijo mirándole con recelo.
Antonio se sentó en la cama a su lado y emitió un suspiro.
– ¿Vas a castigarme? -Había miedo en su voz.
– Estoy decepcionado ante tu falta de sentido práctico, pero jamás te haría daño.
– ¿Hasta cuándo vas a tenerme encerrada?
– Depende de ti. -Se volvió hacia ella.
– ¿Qué debo hacer?
– Convencerme de que no vas a cometer otra imprudencia. Aún espero que hagas un esfuerzo para estar a la altura y que recuperes la sensatez.
– No volveré a hacerlo, te lo prometo.
– No es suficiente, ya no confío en tu palabra -replicó con gravedad.
Elena se volvió hacia él con timidez y colocó la mano en su rostro. Antonio quedó inmóvil al recibir aquella inesperada caricia. Elena se acercó despacio dirigiendo la mirada a sus labios y los rozó con suavidad. Él respondió con entusiasmo, abrazándola con fogosidad y empujándola hacia atrás sobre la cama. Estaba sobre ella, desabrochando el albornoz y recorriendo con las manos su piel fresca y perfumada. Elena cerró los ojos y se dejó llevar.
– Harías cualquier cosa por salir de aquí, ¿verdad? -preguntó en voz baja interrumpiendo aquel contacto. Estaba sobre ella, dominándola con su cuerpo y mirándola con severidad. Después rechazó despacio los brazos que aún estrechaban su cuello y se puso de pie con lentitud.
Los sentimientos que Elena había liberado se agolpaban en tropel, pero sus labios se negaban a abrirse para decirle que le quería, que deseaba ser su mujer; pero en vez de eso, un indeciso…
– … No volveré a hacerlo -emergió como una letanía.
– Nunca sé cuándo eres sincera.
Se quedaron en silencio durante unos largos instantes.
– Vístete. Hay novedades. Te espero en mi despacho -ordenó mientras salía de la alcoba dejando la puerta abierta.
La tarde por fin mostró los primeros rayos de sol tras el largo aguacero. Olía a tierra mojada y el patio iluminaba la gran escalinata que conducía a la planta baja. A pesar de su encierro, Elena se sentía como en casa, había algo allí que la atraía como un imán.
El despacho estaba situado frente a la puerta de entrada de la casa, bajo los soportales de arcos apuntados que rodeaban el patio. Llamó con unos tímidos golpes a la puerta y recibió una respuesta firme desde el interior. Antonio estaba sentado tras una enorme mesa de madera labrada y a su izquierda se situaba el ordenador, en cuyo teclado trabajaba en aquel momento.
– Siéntate -le pidió señalando un sillón de cuero frente a él. Después colocó los codos sobre la mesa y cruzó sus manos sobre ella-. Me han informado de que alguien denunció tu desaparición ante la embajada española y han solicitado información oficial a la policía de México.
Esperó una reacción, una respuesta. Pero Elena no se inmutó.
– ¿No vas a preguntarme quién ha sido? -preguntó con gravedad.
– Ha sido Jean Marc. Jean Marc Detroux, ¿no es cierto?
Él afirmó en silencio.
– ¿Estabas con él?
Ella le miró con insolencia sin ofrecer respuesta.
– ¿Te importa?
– Sí -respondió con severidad.
– ¿Por qué?
– No has contestado. ¿Estabas con él?
Ella no respondió de inmediato, hizo una larga pausa con una serenidad que a él le pareció irritante.
– Qué más da… Estoy aquí, contigo. Y para una larga temporada… -dijo con sarcasmo.
– No juegues conmigo, Elena -ordenó con gesto amenazante.
Elena se levantó con intención de dejarle solo. Quería provocarle para devolverle el desprecio que él le hizo antes en el dormitorio; quería decirle que ella no le pertenecía; no pertenecía nadie… pero Antonio alcanzó su brazo y la retuvo, obligándola a sentarse de nuevo mientras él quedaba en pie frente a ella, apoyado en el borde de la mesa.
– Aún no hemos terminado. No me has dado una respuesta.
Cuanto más la conocía, más curiosidad sentía por la vida de ella, no tanto por los recuerdos que le había relatado desde su llegada como por lo que aún no le había expuesto de sí misma.
– Jean Marc era amigo de mis abuelos. Ha sido mi único apoyo desde que murieron y se ha portado como un padre desde entonces… ¿Satisfecho? -respondió mordaz.
– ¿Se trata de la persona de la que me hablaste la otra noche?
– Sí, y me gustaría hablar con él para tranquilizarle…
Por toda respuesta, Antonio abrió un dossier, extrajo unos documentos y los volvió hacia ella.
– No será necesario. Esta es una copia del expediente de tu detención que la policía va a presentar ante la embajada. En él se detalla tu presunta relación con un asesino huido de la justicia y la orden de prohibición de abandonar el país que han emitido contra ti.
– Entonces… las autoridades españolas me tomarán por una vulgar delincuente y se olvidarán de mí… -dijo ensombreciendo su mirada.
– Así es… No obstante, puedo ofrecerte una alternativa para evitar que este asunto llegue a enturbiar tu reputación…
– ¿Cuál?
– He redactado una declaración en la que notificas que te encuentras en perfecto estado, que has conseguido un excelente empleo y has decidido establecer tu residencia en México. He hecho preparar también un contrato de trabajo como directiva en una de mis empresas. Si firmas estos documentos no tendrás que dar explicaciones ante las autoridades españolas… y tu amigo no volverá a preocuparse por ti.
– ¿Eso es todo? ¿Una simple firma? Cualquiera podría hacerlo en mi nombre…
– Estos documentos, junto con tu pasaporte, serían entregados personalmente en la embajada por el jefe de la Policía de Ciudad de México, quien daría fe de que lo has firmado en su presencia. Con ese trámite es suficiente.
– Tienes mucha influencia ante las autoridades -dijo sarcástica.
– Más de la que imaginas.
– Pero de esta forma estarías legitimando mi encierro y me tendrías a tu merced…
Antonio se inclinó hacia ella sin apartar su mirada.
– Elige tú. Solo pretendo maquillar tu situación legal. Es un hecho que no vas a regresar a tu país por el momento… y puedo hacer que tu estancia aquí sea más agradable. Considero que es una excelente oferta.
Se estableció un silencio que ninguno quiso profanar. Elena advirtió que él había asumido el mando. Pero no iba a quedarse de brazos cruzados para dejar que la condujera a su antojo.
– Pues yo no pienso aceptarla. No me parece tan generosa como pretendes vendérmela.
– Podemos discutirlo mientras cenamos. Después prometo dejarme seducir… -dijo en tono ocurrente.
Aquellas irónicas palabras le provocaron sonrojo y sintió como si la hubiera abofeteado en su amor propio.
– Tuviste esa posibilidad hace un rato, pero la desperdiciaste -dijo con dignidad mientras se levantaba-. Ya no habrá más oportunidades…
– Prueba de nuevo… -dijo impidiéndole el paso y colocando las manos en su cintura-. Esta vez no voy a defraudarte.
– Ya lo has hecho -dijo dando un paso atrás y liberándose de él.
– Yo también me sentí decepcionado cuando decidiste abandonar la casa. -A pesar de sus palabras, no había signos de irritación-. Ahora estamos en paz y podemos continuar donde lo dejamos hace un rato.
– Me voy de regreso a mi celda, y quiero estar sola. -Era la respuesta ante su insinuación. Después se dirigió hacia la puerta de salida.
– Tómate un tiempo para reflexionar. Mientras tanto voy a darte otro voto de confianza. Podrás moverte libremente por la hacienda. No volveré a encerrarte.
– Eres muy considerado… -replicó con sarcasmo antes de traspasar el umbral.
¿Y ahora qué?, se decía Elena enojada consigo misma mientras subía la escalera de regreso. Lo había estropeado todo. Con su intento de fuga había perdido la incipiente confianza que Antonio comenzaba a depositar en ella, y su absurdo comportamiento en el dormitorio le había abierto la posibilidad para creer que podría conseguir sus favores a cambio de sexo. Entró en su dormitorio y cerró la puerta. Más tarde se negó a salir cuando una criada le transmitió la petición del señor para que le acompañara en la cena.
Era medianoche y estaba a punto de caer en un profundo sueño cuando escuchó el familiar sonido del pomo de la puerta al abrirse. Esta vez quedó paralizada; ni siquiera le dio tiempo a cubrirse con la colcha. Volvió su cabeza hacia el lado contrario y cerró los ojos tratando de ocultar su miedo, confiando en la oscuridad que había en la estancia. Sintió pasos que se acercaban lentamente a la cama, y después reinó el silencio. Elena escuchaba en aquella quietud la pausada respiración de Antonio, que contrastaba con la suya, cuyo pulso cada vez más acelerado amenazaba con delatarla. Fueron unos largos minutos que a ella le parecieron horas. Después oyó cómo iniciaba el camino hacia la puerta y cerraba despacio procurando no hacer ruido.