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Al día siguiente despertó temprano, pero tampoco hizo ningún amago de salir de la habitación. Era casi mediodía cuando una sirvienta la visitó para preguntarle si deseaba tomar el desayuno allí mismo o en el comedor.
– ¿El señor está en el comedor? -preguntó a la criada.
– No, don Antonio se marchó esta mañana temprano a la ciudad.
Elena decidió entonces salir para explorar con tranquilidad la finca. Después del desayuno en el comedor atravesó el patio y se dirigió hacia la gran puerta de acceso a la casa. Lucía caminó tras ella hasta colocarse a su espalda y con voz firme reclamó su atención.
– Señora, si va a salir de la casa, le informo de que tengo órdenes del señor Cifuentes de acompañarla…
– Solo pretendía curiosear un poco por los alrededores… -respondió cohibida.
– Como desee, señora, pero debo obedecer al señor.
Durante unos segundos dudó si regresar a su habitación o seguir con sus planes, y resolvió ignorar a la sirvienta y continuar su proyectado paseo. En primer lugar tomó el sendero que conducía a los establos. Se detuvo tras la empalizada de madera a observar a los mozos mientras montaban y domaban hermosos caballos pura raza. Intentó reconocer a alguno de los que la recibieron el día de su llegada, pero ningún rostro de aquellos jóvenes le resultó familiar. Miró de reojo hacia la gran verja de entrada para confirmar su sospecha: estaba cerrada. Era lógico; si ella fuese Antonio habría hecho lo mismo. Tras recorrer la piscina y la amplia terraza, tomó un libro de la biblioteca y regresó al dormitorio.
Por la tarde escuchó la puerta y se estremeció al cruzar su mirada con la de Antonio. Este acababa de llegar de la ciudad y vestía un elegante traje oscuro con camisa de color claro a juego con la corbata.
– Estás aquí… -dijo a modo de saludo-. Sabes que puedes salir…
– No es agradable pasear mientras varios pares de ojos vigilan tu espalda.
– Es el precio que tienes que pagar por tus imprudencias. -Se detuvo e introdujo las manos en los bolsillos en un gesto muy natural-. Soy el responsable de tu vigilancia y no puedo correr riesgos. Si vuelves a escapar, me pondrás en evidencia y quedarás bajo la custodia de la policía del Estado, y te aseguro que no recibirás el trato que yo te estoy ofreciendo. -Sus palabras sonaban templadas a pesar de la velada amenaza que le lanzó.
– Puedes estar tranquilo. No pienso volver a intentarlo.
– De todas formas vas a trasladarte al dormitorio contiguo al mío. Prefiero tenerte más cerca -concluyó con una mueca, a punto de sonreír.
– Eso se llama confianza -ironizó Elena.
Antonio quedó callado y fijó sus ojos en los de ella. Su expresión parecía serena.
– Se llama prudencia. Te protejo de ti misma y de tus impulsos de salir corriendo hacia ninguna parte.
– Como quieras. -Era inútil seguir insistiendo en convencerle de que iba a portarse bien. Él no se fiaba de sus promesas y tenía motivos más que sobrados para hacerlo. De las tres ocasiones en que trató de escapar, en una de ellas destrozó una camioneta y en otra le robó el coche. Él sabía que no era osadía lo que le faltaba.
– ¿Me acompañas a cenar?
– No -respondió sin pensar. Cuando quiso rectificar ya era demasiado tarde. Antonio había hecho un gesto con la cabeza aceptando su respuesta y salía de la estancia cerrando la puerta.
Más tarde, una criada la condujo a través del pasillo hacia el ala opuesta de la mansión hasta llegar a un amplio y lujoso dormitorio con una puerta que comunicaba con otro gemelo. En el muro lateral había una chimenea enmarcada en piedra natural y Elena se sentó frente a ella a contemplar el fuego.
Había oscurecido cuando escuchó a su espalda el ruido de la puerta interior al abrirse y los familiares pasos de Antonio. Sin retirar los ojos de fuego, Elena esperó a que se sentara junto a ella en el sofá. Durante unos instantes compartieron un cómodo silencio mientras escuchaban crepitar la leña que ardía en el interior.
– ¿Has decidido ya la respuesta que vas a ofrecer a la embajada? -preguntó Antonio mirando al frente.
– Firmaré el documento. Voy a trabajar para ti -dijo mirándole de reojo.
– ¿Estás segura? -Se volvió hacia ella.
– Es la opción menos mala…
– Has elegido la mejor.
– Ahora estoy en tus manos. -Le miró con inseguridad.
Él dirigió su mirada hacia ella y permaneció callado.
– No debes temer nada. Te di mi palabra de que jamás te haría daño y pienso cumplirla. A cambio espero que tú asumas alguna responsabilidad.
– Puedes confiar en mí. Yo también te doy mi palabra de honor. Y vale tanto como la tuya.
– Para mí es suficiente. Te creo.
Durante un largo rato permanecieron callados con los ojos fijos en el fuego. Después Antonio se volvió hacia ella y la miró largamente.
– ¿Por qué me miras así? Me pones nerviosa…
Antonio sonrió.
– Eres muy bonita…
Elena fijó la mirada en el fuego y volvieron a quedar callados.
– ¿Por qué quisiste escapar? -preguntó él.
– No lo sé… Todavía me cuesta definir mis prioridades. Son tantas las experiencias que he vivido en tan poco tiempo… -Suspiró tras un silencio-. Cuando vi la puerta abierta… algo me impulsó a salir… No sabría explicarlo… creía que era mi deber escapar para recuperar mi vida… Pero después recapacité y decidí regresar.
– No me mientas…
– Piensa lo que quieras, pero te aseguro que no tenía intención de marcharme.
– ¿Por qué razón?
– No lo sé… -respondió tras otro largo silencio-. Caí en la cuenta de que no merecía la pena arriesgarme otra vez para regresar a una casa que ahora está vacía…
Antonio advirtió que unas lágrimas se deslizaban por su rostro. Tomó su mano y la acarició entre las suyas durante unos instantes.
– Tomaste una buena decisión. -Posó la mano en su mejilla para recoger sus lágrimas y acercó su rostro para ofrecerle un dulce beso en los labios. Después se apartó despacio y salió por la puerta interior sin pronunciar una palabra.
Una nueva pesadilla vino a hostigar la angustiada mente de Elena. Era de madrugada cuando Antonio oyó sus gritos en la habitación contigua y acudió veloz. Comenzó a sacudirla con suavidad tratando de despertarla mientras ella forcejeaba gritando de terror.
– ¡No, por favor, déjame! ¡Por favor… no… no!
– ¡Soy yo! Tranquila… -Le decía aflojando su presión al comprobar que abría los ojos.
– ¡No me toques! -gritó alejándose de él con una mirada que desprendía pánico.
– De acuerdo -dijo soltándola-. ¿Ya pasó todo?
– Sí -contestó aún temblando.
Antonio se acercó con suavidad para abrazarla, pero ella instintivamente le rechazó.
– ¡Déjame, no te acerques! -le dio la espalda tirando de las sábanas para cubrirse.
– Cuéntame qué has soñado -rogó sin atreverse a rozarla.
– Nada. Necesito estar sola. Vete, por favor.
– No. No pienso marcharme hasta saber qué te ha ocurrido. No puedo entrar en tu mente ni ayudarte con tus pesadillas, pero necesito saber por qué te inspiro tanto miedo.
Elena seguía encogida en la esquina contraria a la suya, boca abajo, oculta bajo un manto de silencioso temor. Antonio quedó sentado en la cama y tras unos silenciosos instantes advirtió que Elena comenzaba a reaccionar y se volvía para acercarse a él.
– ¿Cómo te encuentras?
– Lo siento…
– ¿Quieres contármelo?
– No. Es un sueño absurdo, como siempre.
– ¿Estaba yo en él?
Elena se quedó en silencio, corroborando sus sospechas.
– Soñé con mi madre. Estaba en los alrededores de esta finca, pero la casa era diferente…
– Hace unos cinco años se realizó una gran reforma, quizá la recuerdes en su estado anterior. Pero cuéntame… ¿qué pasó en tu sueño?
– Ella me dijo que debía esconderme en una habitación oscura. Había una especie de estatua o maniquí y me estaba mirando. Pero yo tenía miedo de estar allí y escapé corriendo por un sendero rodeado de arbustos.
– ¿Y qué pasó?
– Alguien estaba en el camino escondido entre los matorrales y comenzó a seguirme. Ya no era una niña, estaba pasando ahora… Yo corría atemorizada y escuchaba pasos detrás de mí que me seguían.
– ¿Quién era?
– No lo sé.
– ¿Y qué pasó después?
– Nada.
– Hay algo más. ¿Estaba yo en tu sueño?
Silencio.
– Vamos, háblame -le rogó con suavidad-. Dime qué temes de mí, necesito saberlo.
– Había varios hombres… -reanudó con timidez su relato-. Me impedían seguir el camino… después me sujetaron por los brazos, obligándole a tenderme en el suelo… estaban sobre mí… -Se detuvo estremecida por sus propias palabras.
– ¿Era yo?
– No… Pero estabas allí y ellos obedecían tus órdenes…
– ¿Qué órdenes les daba?
– Debían forzarme… todos…
Antonio suspiró profundamente.
– Veo que mis amenazas te impresionaron y que no has podido olvidarlas. Nunca tuve intención de cumplirlas, te lo aseguro. Solo quería intimidarte para que hablaras. Yo jamás ordenaría una salvajada como esa.
– Tengo tu palabra de honor…
– Sí, aunque observo que te cuesta creerla… -Alzó los hombros manifestando su resignación.
– Lo pasé muy mal durante aquellos días. Me inspirabas mucho miedo…
– Tenía que interpretar el papel de malvado para obtener información… Lo siento -se disculpó con una sonrisa.
Elena también sonrió.
– Bueno, ahora intenta dormir. Me quedaré un rato.
– ¡No! Prefiero estar sola… por favor… -suplicó con rapidez.
– ¿Estás segura?
Ella afirmó con un gesto. Antonio se inclinó hacia ella y se despidió con un beso en la frente. Después se levantó con pesar y salió despacio de la estancia.
– Dejaré la puerta abierta.
Regresó intranquilo a su dormitorio. El pasado estaba todavía presente, la mente de Elena no había borrado los duros momentos que había vivido a su llegada y él no conseguía espantar los remordimientos. Conocía sus inquietudes, aspiraba a ser aceptado por ella y estaba dispuesto a esperar una eternidad hasta conseguir ganarse su confianza y aportarle la seguridad que sabía que ella necesitaba en aquellos momentos.
A la mañana siguiente visitó el dormitorio de Elena y al comprobar que estaba profundamente dormida, bajó a su despacho.
– Hola. Me dijo Lucía que estabas aquí. ¿No has ido hoy a la ciudad? -preguntó Elena asomando la cabeza en el umbral.
– Saldré más tarde. Decidí quedarme a esperar para ver cómo despertabas. Creí que dormirías un rato más.
– Estoy bien -dijo encogiéndose de hombros-. Siento lo de anoche…
– No tienes nada de que disculparte; fue una pesadilla, solo eso…
– Tengo hambre. ¿Has desayunado?
– No; en unos minutos nos vamos -dijo mientras ordenaba los documentos que cubrían la mesa.
– ¿Quién vive allí, en aquellas construcciones?
Elena contemplaba la parte posterior de la hacienda desde la ventana del despacho. Se trataba de una pequeña capilla con claros signos de abandono. La fachada aún conservaba restos del color blanco que debió de lucir años atrás, y el campanario sobre el tejado mostraba el hueco de la campana ausente. Tras ella se situaba una edificación horizontal de una sola planta con varias puertas en línea recta y aspecto de no estar habitada.
– Son dependencias antiguas, se utilizan como almacenes y trasteros.
– ¿Antes vivía mucha gente en esta hacienda?
– Mi abuelo alojaba a un médico, un sacerdote, un maestro… Esto era como un pequeño pueblo.
– Debió de ser interesante la vida en aquellos tiempos. ¿Has sido feliz en esta casa?
Antonio detuvo su tarea, pensativo.
– No tengo especiales recuerdos de mi niñez; pasé poco tiempo aquí.
– Estos muros deben de conservar una interesante historia. ¿No te has planteado desempolvar la biografía de tus antepasados? Algunos de los retratos que cuelgan en el pasillo exhiben rasgos muy marcados de sus personalidades; sería interesante conocer los secretos de cada uno…
– Me preocupa más el futuro de esta hacienda que su pasado… -dijo abortando su iniciativa.
– Pero es tu historia -insistía ante el escaso interés suscitado.
– Dejemos a los muertos en paz -dijo abriendo la puerta para salir.
Aquella mañana Elena estaba especialmente radiante y lamentó dejarla sola. Pero tenía asuntos que le requerían en la ciudad y debía regresar para reunirse con Sebastián Melero, quien había solicitado un encuentro urgente con él.