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Antonio llegó a mediodía a su despacho con la intención de resolver pronto los asuntos con el director general y regresar a la hacienda. Pero las noticias que recibió del directivo le hicieron olvidarse de Elena durante aquella mañana.
– Bueno, dime qué es lo que debo saber con tanta urgencia.
– Se trata de Veracruz Hoteles, tenemos un gran problema.
– ¿Qué ocurre?
– Hace poco me llegó el rumor de que Sergio Alcántara cometió una indiscreción durante una cena con algunos empresarios, entre los que se encontraban algunos amigos míos. Ya sabes, después de una buena comida, a la hora del licor, la lengua se le aflojó un rato y se despachó a gusto.
– ¿Qué dijo exactamente? -preguntó interesado.
– Que le has arrebatado un petardo prendido y que pronto va a reventar en tus manos… y algunas tonterías más.
Antonio recordó el frío encuentro en el restaurante mientras cenaba con Elena.
– ¿Eso qué significa? ¿Has averiguado algo?
– Sí. He puesto a trabajar al departamento jurídico en la documentación de la cadena y, ¡zas!, ¡lo encontré! Se trata de un gran contencioso y vamos a sufrir serios contratiempos -dijo en tono de alarma.
– ¡Habla de una vez! -ordenó impaciente.
– La mayoría de los establecimientos hoteleros carecen de licencias. Desde hace años la cadena que presidía Sergio Alcántara mantiene un pleito con la Secretaría de Turismo y ha perdido todos los juicios, pero han recurrido y en estos momentos están pendientes de la Suprema Corte de Justicia… y si de nuevo dicta sentencia en contra, nos tenemos que preparar para un gran descalabro financiero.
– Pero ¿cómo es posible que los hoteles no tengan licencias? -preguntó indignado más que sorprendido.
– Porque la mayoría de ellos se edificaron en terrenos sin autorización, en zonas no urbanizables. Los complejos de la península de Yucatán, por ejemplo, se construyeron en terrenos destinados a uso público. En aquellos momentos Sergio Alcántara contaba con la anuencia del gobernador de ese estado, quien hizo la vista gorda y le dejó cometer muchas barbaridades urbanísticas; pero tras las elecciones fue relevado y el nuevo que ocupó el cargo quiso hacer limpieza. A partir del año pasado comenzaron las denuncias por infracciones urbanísticas: primero se les impuso una multa millonaria a cambio de no derribar los hoteles; después se inició una investigación en los demás hoteles repartidos por todo el país y de nuevo aparecieron irregularidades similares. El expediente contra Veracruz Hoteles se unificó y siguió pleiteando en los juzgados. Si la Suprema Corte de Justicia dicta en contra, se deberá asumir la sentencia y pagar una fuerte cantidad para evitar el cierre, en cuyo caso habrás adquirido… una cadena de humo.
– ¿Y a quién le corresponde el pago de esa multa?
– Al nuevo propietario, es decir, a ti.
– ¿Y los antiguos accionistas, la cadena norteamericana West Union Inn? Ellos debían de conocer este vicio oculto.
– Ellos eran propietarios de menos del cuarenta por ciento de las acciones, no intervenían en la gestión interna. Era tu «amigo» Sergio Alcántara, como presidente ejecutivo, el que hacía y deshacía a su antojo.
– Pues vayamos contra él para que asuma su responsabilidad.
– Ya lo ha estudiado nuestro equipo de abogados, y por desgracia se han confirmado los peores pronósticos: el pleito se mantiene contra la empresa, indiferentemente de quién la presida.
Antonio comenzó a pasear por el amplio despacho, incrédulo ante lo que estaba oyendo.
– ¿Significa que tendremos que asumir todos los despropósitos que ha cometido ese rufián?
– Lamentablemente es así. Si la sentencia falla en contra, deberemos hacer frente a las sanciones.
– ¿Tienes idea del montante de la multa que han solicitado?
– Una media de diez millones de pesos por cada hotel. En total la cadena dispone de veinte establecimientos repartidos por todo el país. Suma tú mismo.
– ¡Es una fortuna! Ese importe supera el presupuesto proyectado para la renovación de los hoteles. ¡Maldito Sergio Alcántara! ¡Que se prepare si cree que va reír el último! Aún no sabe con quién está jugando -dijo con furia-. Ponte a trabajar, quiero saber en cuántos consejos de administración se sienta, cuentas corrientes, propiedades, las matrículas de sus carros. ¡Voy a hundirle! -dijo encolerizado-. Quiero tenerle de rodillas suplicando un puesto como botones en uno de los hoteles.
– De acuerdo, pero vayamos despacio. Es un zorro viejo y sabe que le persigues. Antes de pisar otro de sus terrenos debemos comprobar que no está minado. Déjame actuar con cautela y en la sombra, te mantendré informado.
Antonio llegó cansado a la hacienda. Había sido un día especialmente duro y por un momento pensó quedarse en la capital en el apartamento contiguo al despacho, pero le entusiasmaba la idea de cenar en compañía de Elena. Ella se había convertido en una válvula de escape entre tantas conspiraciones y necesitaba desconectar durante unas horas del grave revés que había recibido aquella tarde. La buscó en el salón, en la terraza, en el dormitorio, pero no había rastro de ella por ninguna parte.
– Lucía, ¿ha visto a la señora?
– Hace unos instantes estaba en la cocina, señor. Iré a ver si continúa allí.
Elena entró en el salón y le saludó con una sonrisa.
– Hola. Tienes aspecto cansado.
– Sí, hoy no ha sido uno de mis mejores días. ¿Qué hacías en la cocina?
– He preparado una comida especial, típica de España -dijo entusiasmada.
– ¿Has cocinado tú? -preguntó molesto-. ¿Para qué están las cocineras?
– Ellas me han ayudado, pero yo le he dado el toque especial.
– No tienes que entrar en la cocina -le espetó con dureza-.Vas a conseguir que las criadas te falten al respeto si actúas como una de ellas.
– Lo siento, pero yo no lo veo así -dijo contrariada-. El respeto se gana respetando a los demás…
– Se gana comportándose con dignidad, no con vulgaridad -concluyó con autoridad.
– Tienes razón, soy una mujer vulgar -dijo dolida-. Me crié entre comunistas. ¿Qué más puedes esperar de mí? -Dio la vuelta y se dirigió a la salida.
– ¿Adónde vas? Ven aquí, aún no hemos terminado -dijo alzando la voz con enojo.
– Me voy a dormir, he perdido las ganas de comer. -Salió sin mirarle y dando un portazo.
Subió la escalera del gran patio y se sentó en el último peldaño a reflexionar. Ella nunca tuvo criados, y en su interior reprobaba el comportamiento arrogante de Antonio hacia ellos. Los obreros se cuadraban a su paso cuando le acompañaba en sus paseos por la finca, dirigiéndose a él con sumiso respeto, y su trato era demasiado frío; jamás cruzaban sus miradas y el grado de subordinación al que les sometía le parecía degradante. Elena jamás se había sentido superior a nadie, aunque tampoco se había dejado avasallar. Creía en la dignidad del trabajo, no importaba cuál, y le inspiraba el mismo respeto el bedel de su instituto, un hombre educado y servicial, que el propio director, con todos sus títulos y cátedras.
Aquella finca funcionaba como una sociedad feudal. Había un señor, poderoso y soberbio, y los demás eran seres inferiores, siervos dóciles y obedientes de los que podía disponer a su antojo. Elena no tenía claro qué papel le correspondía y pensó que pertenecía a aquel grupo, pues debía acatar sus reglas y vivir bajo su «protección». Quizá por esa razón no conseguía confiar plenamente en él, a pesar de observar cómo se esforzaba por conseguirlo. Después de trasladarse al otro dormitorio, Antonio se dirigía a ella ante los criados como «la señora», pero aquella tarde debió de habérsele agotado la paciencia y determinó recuperar el control que parecía perder de vez en cuando sobre ella, aleccionándola sobre el lugar que debía ocupar en la casa. Elena profesaba un escrupuloso respeto hacia aquellas mujeres que servían en silencio bajo la supervisión de la estricta ama de llaves, quien se movía en la mansión con la arrogancia de tener bajo sus órdenes a todo el personal.
Desde su posición en lo alto de la escalera advirtió que Antonio ascendía lentamente los peldaños sin dejar de posar sus ojos sobre ella.
– Lo siento -dijo sentándose a su lado en la escalera mirando al frente-. Hoy he tenido un día espantoso y he volcado sobre ti mi mal humor. Lamento haberte hablado así.
– Puedes hablarme como quieras. Estoy bajo tu tutela. Yo no sé cuál es mi sitio en esta casa.
– Eres mi invitada. -Se volvió para mirarla.
– No, no lo soy. Soy tu prisionera, aunque no…
– ¡Está bien! -la interrumpió alzando la mano con visible mal humor-. Piensa lo que quieras.
Elena no tenía intención de hacerle reproche alguno, y al obligarla a callar tan bruscamente perdió la ocasión de explicarle que no se quejaba del trato que él le dispensaba; al contrario, era consciente de que en aquellos momentos podría estar en una cárcel de verdad y en peores condiciones. Pero Antonio estaba de un pésimo humor aquella tarde, y Elena prefirió no insistir en aclararle lo que realmente sentía, así que se levantó y se dirigió a su dormitorio. Más tarde recibió una bandeja con la cena a través de la sirvienta, pero apenas tenía apetito y se fue a la cama temprano. Esperó despierta hasta bien entrada la madrugada los sonidos de Antonio en la habitación contigua a la suya; sin embargo, él no apareció. Al día siguiente confirmó a través de Lucía que había regresado a la ciudad aquella misma tarde.
Pasó la mañana leyendo en la terraza, sentada en una butaca desde donde podía dominar la puerta de acceso; estaba impaciente por verle, necesitaba matizar sus palabras del día anterior, pero Antonio no regresó. Al día siguiente trató de distraerse nadando en la piscina, leyendo en el salón, paseando por los alrededores de la casa, siempre bajo la atenta y silenciosa mirada del ama de llaves. Aquella tarde él tampoco volvió a la hacienda.
Por las noches, la memoria seguía enviándole a través de los sueños extrañas imágenes de niños, de gente mayor… y la mujer de la foto, su madre, se hacía real. Todos estaban alrededor de aquella casa, en la cabaña, por los establos, junto a un gran árbol cerca de un río. Su abuelo también estaba allí, y aquel hecho la desconcertaba… ¿Por qué veía a José Peralta en aquella hacienda? ¿Eran recuerdos reales o se trataba de su fértil imaginación que le jugaba aquellas malas pasadas?
Habían transcurrido cuatro días y Antonio no daba señales de vida. Aquella mañana estaba sola en el salón y de repente sonó el agudo timbre del teléfono; a la segunda llamada quedó mudo y Elena supuso que alguien habría respondido desde otro aparato. Localizó el auricular inalámbrico y se dirigió a la mesa baja situada entre dos sofás, en una esquina de la sala. Pensó en Jean Marc, necesitaba hablar con él para contarle todas las peripecias que le habían ocurrido desde su llegada y tranquilizarle sobre su actual situación. Le conocía bien y sabía que tenía que estar preocupado por la falta de noticias sobre ella, a pesar de que a través de la embajada le habrían dado una respuesta sobre su decisión de quedarse.
Por la tarde regresó con sigilo al salón y esperó en el sofá leyendo un libro a que Lucía abandonase la sala. La siguió con la vista hasta que cruzó el patio en dirección al comedor. Después tomó el teléfono y marcó el teclado con urgencia. Esperó unos segundos la conexión internacional… pero solo oyó la típica marcación digital de los números y después un silencio durante interminables minutos. Volvió a repetir la operación, y de nuevo el mismo resultado. Esa vez esperó pacientemente un rato más largo hasta convencerse de que era imposible realizar una llamada. Quizá tenía un código de salida exterior, como el de los teléfonos de empresa. Marcó el cero y se llevó el auricular al oído, sin resultado. Después de insistir con varias combinaciones, se rindió definitivamente y colocó el auricular en su sitio.
Aquella tarde mientras cenaba en el comedor cruzó su mirada con el ama de llaves, quien supervisaba personalmente el trabajo de las silenciosas mujeres que se afanaban en servir la mesa. Elena aguardó hasta quedarse a solas con ella y la abordó con sutileza.
– Lucía, ¿podría hablar con usted unos minutos? -preguntó con amabilidad.
– ¿Tiene algún problema con el servicio? -La mirada de aquella mujer era fría e inexpresiva.
– No, en absoluto. Quería hablar con usted sobre Trinidad González.
Elena notó que la espalda del ama de llaves se tensaba y su cabeza iba aún más atrás de lo que ya estaba.
– Lo siento, pero no estoy autorizada a dar información sobre las personas que han trabajado en esta casa.
– Sea razonable, no le estoy pidiendo un informe laboral sobre ella… solo trato de saber…
– Si ha terminado, daré orden de recoger la mesa -interrumpió, ignorando la réplica de Elena y saliendo de la estancia.
«Vaya, qué mujer más servicial», pensó Elena.