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Eran más de las seis cuando una criada llamó a la puerta del dormitorio. Elena esperaba la pregunta diaria sobre el lugar donde iban a servirle y decidió cenar allí mismo; pero esta vez se equivocó, y el corazón le dio un vuelco cuando la mujer le trasladó la petición del señor Cifuentes de bajar al salón. ¡Había regresado al fin!
Elena se arregló más de lo normal, se cepilló su larga melena rubia y se maquilló a conciencia. Su corazón latía desbocado cuando traspasó el umbral del salón y le vio en pie, de espaldas a ella, mirando hacia a la chimenea. Estaba hablando por teléfono y su gesto era grave mientras se movía dando cortos pasos hacia los lados.
– Es posible… pero llegamos demasiado tarde. De todas formas prepara el recurso…
– …
– Puedo hallar la solución en la Suprema Corte…
– …
– Efectivamente, esa opción tampoco es descartable…
Entonces alzó el rostro y cruzó su mirada con la de Elena, quien seguía inmóvil, de pie, junto al sofá.
– De acuerdo, hablamos mañana.
Antonio desconectó el teléfono y lo dejó sobre la mesa. Después caminó despacio sin despegar sus ojos de los de ella hasta quedar muy cerca.
– ¿Cómo estás, Elena? -preguntó con voz templada.
Había algo en su mirada que la ponía nerviosa. Sus ojos oscuros parecían estudiar con detalle su reacción ante él, haciendo que perdiera la seguridad en sí misma.
– Bien -respondió bajando sus ojos con timidez.
Él seguía con su mirada inmóvil sobre ella. Fue un momento embarazoso en el que se maldijo a sí misma por no saber qué hacer ni qué decir.
– ¿Sigues enfadado? -preguntó al fin elevando su rostro.
– No. ¿Y tú? -respondió veloz Antonio. Su mirada era cordial, parecida a la que tenía en la ciudad, cuando era amable y comunicativo con ella.
Elena movió la cabeza hacia los lados indicándole que ella tampoco.
– ¿Quieres… cenar conmigo?
Elena hizo un gesto alzándose de hombros para indicar que sí. Pero él no lo entendió así.
– No debes sentirte obligada. No soy tu carcelero ni tienes que esforzarte por agradarme.
Esta vez alzó la cara y fijó los ojos en los suyos sintiendo un leve remordimiento.
– Me gustaría… cenar contigo…
Él asintió complacido exhibiendo una sonrisa.
– Bien, entonces vayamos a la terraza; hace una tarde estupenda.
El sol se había despedido, agazapado tras las lejanas cumbres de color canela, y una cálida brisa les acompañó mientras cenaban a la luz de las velas.
– Estás muy ocupado… -insinuó Elena para iniciar una inocua conversación.
– Sí, en estos días he tenido que resolver personalmente algunos problemas.
Elena hacía esfuerzos para no preguntarle si el auténtico motivo de su repentina marcha había sido ese o la discusión que había mantenido con ella.
– ¿Y tú? ¿Qué has hecho estos días?
– Leer… nadar… aburrirme… -Terminó con un gesto de resignación.
– Mañana me encargaré de animarte el día.
– ¿No vas a ir a la ciudad? -preguntó tratando de ocultar su entusiasmo.
– He dejado solucionados los asuntos más urgentes esta mañana, cuando llegué de Cancún.
– ¿Has estado en la playa? -Ahora su decepción era patente. ¿Habría ido en viaje de negocios o de vacaciones?
– Sí. La cadena Veracruz Hoteles está inmersa en un gran contencioso legal y me desplacé hasta allí para conocer de cerca todo lo referente al caso.
– Vaya… -Respiró más tranquila-. Tienes un ritmo de vida muy estresante.
– Bueno… no siempre es así. Por suerte no todos los días surgen grandes complicaciones como esta. Pero ya está resuelto y tendré más tiempo libre para dedicarme al gran problema que ahora me preocupa: tú. -La miró mientras cruzaba los brazos sobre la mesa.
– ¿Yo? -preguntó desconcertada.
– Sí, tú. Dices que te aburres mucho y me has creado un conflicto. Quiero resolverlo cuanto antes. Dime qué necesitas, qué debo hacer para que seas un poco más feliz.
– Estoy bien… -dijo alzándose de hombros-. Y te agradezco todo lo que has hecho por mí.
– ¿Pero…? -La miró esperando a que continuase hablando.
– Pero lo que yo necesito no puedes dármelo.
– ¿Qué es?
– Estabilidad, seguridad, memoria…
– ¿Memoria? -La miró frunciendo su frente.
– En los últimos días me vienen a la mente ráfagas de recuerdos, caras, gente moviéndose por aquí y por allí… Y ya no solo pasa en mis sueños, también los tengo cuando estoy despierta.
– ¿Has visto a alguien que conozcas, además de a mí?
Elena le miró con sentimiento de culpa al recordar una de sus pesadillas. Después afirmó con un gesto mirando hacia la mesa.
– ¿A quién?
– No tiene importancia. -Se encogió de hombros.
– Sí la tiene -insistió-. ¿Quién es?
– Mi abuelo, José Peralta.
– ¿Le ves aquí? ¿Por qué?
– No lo sé… -De nuevo quedó con la mirada extraviada.
– ¿Por qué no te sientes segura? -preguntó tras otro silencio mientras la observaba con atención.
– ¿Lo estarías tú si de pronto te vieras retenido en un país extraño, sin perspectivas de volver a casa y sin saber qué puede pasar mañana mismo?
– Esto es más complejo de lo que creía. -Tras un corto silencio la miró de nuevo-. ¿Tienes alguna sugerencia?
– Sí -respondió tras una pausa-. Prométeme que esta situación no va a empeorar.
– Te lo prometo.
– ¿Palabra de honor?
– Palabra de honor -concluyó con una sonrisa.
– Es suficiente.
Tras la cena se dirigieron hacia el salón, donde el retrato de Andrés Cifuentes sobre la chimenea parecía dominar con su presencia todo el espacio. Antonio se sirvió una copa y ofreció otra a Elena, pero esta la rechazó con un gesto. Después se acomodó frente a ella para contemplarla bien.
– ¿Por qué me miras así?
– Estoy recordando la primera vez que te vi. Quedé impresionado…
– ¿En aquella cabaña?
– No. En el aeropuerto de Washington. Compartíamos la sala de espera, pero tú no reparaste en mí, ni siquiera te dignaste a volver la mirada cuando te ofrecí ayuda… -Sonreía divertido al ver el gesto de asombro de Elena.
– ¿Tú estabas allí? Pero… ¿sabías quién era yo…? -preguntó con los ojos abiertos por la sorpresa.
Antonio negó con la cabeza.
– Fue una casualidad. Lo supe cuando llegué a la hacienda aquella noche. Tenía intención de invitarte durante tu estancia en México; quería conocerte mejor. Lo que nunca imaginé es que iba a ser tan fácil tenerte cerca…
– Para ti ha sido muy sencillo, pero debes ser consciente de que no estoy a tu lado por voluntad propia.
Antonio le dirigió una mirada indescifrable. Y ella se arrepintió enseguida de haber hecho aquella observación. La jovialidad que habían compartido se había esfumado de nuevo.
– Bueno, es medianoche. Me voy a dormir -dijo Elena tras unos incómodos minutos.