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De madrugada, un gemido alteró bruscamente la silenciosa calma. Antonio corrió al dormitorio de Elena y la vio agitando las manos y gritando de terror. Acarició con suavidad su cara, pero ella comenzó a golpearle para defenderse. La abrazó sujetando sus brazos para tratar de calmarla hasta conseguir que abriera los ojos y recuperase la consciencia.
– Tranquila… tranquila. Ya pasó todo. Ha sido otra pesadilla -susurraba en su oído. Lentamente los temblores remitieron al abrigo del cálido abrazo.
– Ha sido… horrible… Creo que voy a volverme loca…
– Cuéntame, dime qué te preocupa.
– Necesito saber qué pasó con mi madre y mi abuelo… necesito despejar muchas incógnitas…
– ¿Cuáles? ¿Qué has soñado?
– Era otra vez mi abuelo… Él estaba aquí, en esta hacienda…
– ¿Estás segura de que era él? -Hablaba en voz baja acariciando su espalda. Elena confirmó con la cabeza.
– Sí. En el sueño yo estaba en la cabaña, con mi madre; ella le vio llegar y me obligó a esconderme en una caja de madera debajo de la cama. Estaba muy oscuro, y yo escuchaba cómo gritaban y discutían; él le estaba haciendo daño y yo… estaba muerta de miedo, inmóvil y a oscuras…
Elena no pudo apreciar la crispación que sufría Antonio mientras la escuchaba.
– Puede que solo fueran temores infantiles; es una simple pesadilla, no debes darle importancia.
– Desde que sueño con mi abuelo, vivo atormentada por las dudas. Le veo a menudo en esta casa, como si viviera aquí, pero se comporta de forma extraña.
– ¿Hablas con él en tus sueños?
– No. Al contrario. Me inspira miedo. Y esta noche… mi madre me protegía de él. Creo que pasó algo entre ellos…
– ¿Qué crees que pudo haber pasado?
– Quizá él era mi auténtico padre, por eso me llevó a España.
– Tu padre no era tu abuelo, sino el hijo de este -le dijo separándose para mirarla.
– Entonces ¿por qué no le recuerdo a él?
– Porque murió antes de que tú nacieras. En eso no te mintieron.
– ¿Por qué estás tan seguro? -Le miró con ansiedad.
– Porque lo he comprobado.
– ¿Tú? Pero ¿cómo…? ¿Has investigado a mi familia…? ¿Qué más sabes?
– Que tenías razón. Tu padre se casó con Trinidad y murió a los pocos meses de la boda, antes de que tú nacieras.
– No puede ser… Si mi padre murió al poco tiempo de casarse… ¿Qué pasa con mi hermano?
– Agustín no era hijo suyo.
– ¿Qué estás diciendo? -exclamó espantada-. ¿Quién era su padre entonces? ¿Alguien de aquí, algún empleado de la hacienda?
– No lo sé…
– En esta casa había una sirvienta, Regina. Una vez hablé con ella y me contó algunas cosas; ella conocía bien a mi madre…
– Ya no trabaja aquí.
– ¿No puedes localizarla?
– Lo intentaré. Ahora descansa -dijo besando su frente y estrechándola contra su pecho. Después la cubrió con delicadeza con la colcha y la dejó sola.
Regresó por la mañana para comprobar que Elena estaba profundamente dormida y bajó a su despacho. Revisó las llamadas telefónicas a través de la centralita y se incorporó veloz al descubrir en la pantalla el registro de movimientos de los teléfonos que había repartidos por toda la casa… Emitió una mueca de satisfacción al confirmar el vano intento de Elena por llamar a España. Apuntó aquel número en su agenda y salió cuando una criada le informó de que ella estaba en el comedor.
– Buenos días -dijo Antonio entrando en la sala-. Te has levantado muy pronto. Creí que dormirías un rato más -le dijo sonriendo-. ¿Cómo te encuentras?
– Bien -repuso alzando los hombros para restar importancia al episodio de la noche anterior.
– ¿Te apetece montar un rato?
– Me encantaría.
Tras el desayuno se dirigieron hacia las cuadras y Antonio la condujo hacia una sala repleta de accesorios para montar.
– El olor a cuero de esta sala me resulta tan familiar… -dijo Elena dirigiendo su vista hacia las paredes donde estaban colgadas las sillas de montar-. Mi abuelo fabricaba monturas. Yo debí de visitar su taller de pequeña.
Se acercó a una silla que colgaba de una percha especial y la observó detenidamente. Era de charro de gala, en piel repujada con motivos vegetales y florales profusamente bordada en oro y plata; una auténtica obra de arte muy valorada por coleccionistas.
– ¡Esta montura la hizo él! -gritó emocionada.
– ¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes? -exclamó Antonio mientras se acercaba.
– Mira aquí sus iniciales, J.P.: José Peralta. Él me contó que siempre las grababa, era su sello de fabricante. -Se dirigió nerviosa hacia otras sillas colgadas en los estantes-. ¡Esta también es de él! ¡Y esta de color negro…! Ahora entiendo por qué mi abuela no estaba aquí -dijo ensombreciendo el tono de voz-. Él venía a vender sus trabajos y seguramente enredó a mi madre… -Se quedó en silencio sin apartar la vista de aquella montura-. Me mentiste anoche ¿verdad?
Antonio le dirigió una indescifrable mirada y quedó callado, confirmando así su falta.
– Él era mi auténtico padre, y sedujo a mi madre… Primero tuvieron a Agustín y después a mí. Vivía una doble vida, tenía dos familias. Por esa razón ella no quería verme, para no dar explicaciones sobre su conducta.
– No, pequeña, estás confundida -replicó con poca convicción.
– Tú sabes toda la verdad. Me dijiste una vez que mi madre nunca se casó ni salió de esta hacienda. Y yo les recuerdo aquí a los dos, ¿entiendes? Quizá mi abuela no conocía esa relación, y cuando su hijo Rafael murió, él la convenció de que yo era hija suya. Puede que me llevara por la fuerza cuando regresó a España y le mintiese sobre mi origen… aunque me cuesta creerlo, porque ellos se adoraban y él era un hombre tranquilo y cariñoso… Ahora ya no estoy tan segura de que mi madre renunciara a mí de forma voluntaria. Todo tiene sentido: ella me escondía cada vez que él aparecía porque no quería separarse de mí… -Estaba dolida, decepcionada.
Antonio se acercó a ella y acarició su mejilla como si quisiera redimir así su falta.
– Por favor, no vuelvas a mentirme. Necesito conocer la verdadera historia de mi familia, por muy dura que sea; debo aceptar los errores que cometieron… Lo importante es que él me dio mucho amor, ya fuese mi padre o mi abuelo.
– Vamos, princesa. Trata de mirar hacia delante y déjales descansar en paz. Hoy vas a montar el mejor caballo del establo.
Cabalgaron en silencio, disfrutando de la hermosa mañana, recorriendo la inmensa llanura cubierta de verdes pastos y rodeada a lo lejos por un cinturón montañoso bajo un cielo azul brillante. Mientras caminaban de regreso a la mansión tras el paseo a caballo, Elena iba fraguando una idea y resolvió consultar a su anfitrión.
– Antonio, ¿cuánto tiempo lleva Lucía en esta casa?
– Pues…creo que toda la vida. Yo la recuerdo aquí cuando era solo un niño.
– Quiero hablar con ella… -pidió enérgica.
– ¿Con Lucía? -respondió con una sacudida-. ¿De qué quieres hablar?
– Sobre mi madre… Lo intenté hace unos días, pero se negó en redondo, dijo que no estaba autorizada. Pero si tú se lo ordenas… Ella debió de conocerla bien… -Le miró suplicante.
– De acuerdo -respondió tras un vacilante silencio-. Ve al salón, le daré instrucciones.
Después de hablar con Antonio, el ama de llaves se reunió con Elena y respondió a sus preguntas. Sin embargo esta no estuvo satisfecha, y las dudas sobre la verdadera identidad de su padre quedaron sin resolver. La empleada no tenía conocimiento de que Trinidad González hubiera contraído matrimonio, y afirmó con rotundidad que en ningún momento de su vida laboral había abandonado la hacienda para residir en otro lugar. Confirmó asimismo que dio a luz un bebé unos diez años después de tener a Agustín y que nunca supo qué fue de él hasta que Elena puso un pie en la hacienda, hacía un mes. Y por supuesto no tenía idea de quién era el padre de Agustín ni tampoco del de Elena. Solo le ofreció una información que confirmó sus sospechas: Lucía conoció a José Peralta y a su hijo Rafael, pues visitaban esporádicamente a don Andrés Cifuentes en la hacienda para contratar o entregar los pedidos de su taller de cuero.
La encargada de la casa salió al patio tras la entrevista; Antonio esperaba impaciente tomando una copa junto al pozo y lanzó una grave y significativa mirada a la empleada, quien asintió con un gesto de sumisión.
– ¿Has resuelto ya el rompecabezas? -preguntó al entrar en el salón. Elena estaba junto a la chimenea, bajo el cuadro de Andrés Cifuentes.
– Lucía ha confirmado que mi abuelo venía mucho a esta casa, y su hijo Rafael también. Pero no sabe quién era el padre de Agustín ni el mío, e insiste en que Trinidad nunca vivió fuera de aquí y que no sabía que se hubiera casado…
– Pues lo hizo. Se casó con Rafael Peralta. Él era tu verdadero padre. Confía en mí.
Elena inspiró hondo. Le había dado tantas vueltas a aquel asunto que ya no sabía qué pensar. Su instinto le decía que había algo extraño entre los muros de aquella casa; eran secretos que flotaban en el ambiente, tan densos que a veces parecía rozarlos.
Pasaron todo el día juntos y Antonio volvía a ser amable y locuaz, haciendo que Elena se sintiera como una invitada especial a la que su anfitrión agasajaba con empeño.
Al día siguiente salieron de nuevo a cabalgar. Llegaron a un río donde las aguas transparentes luchaban por saltar las rocas redondas que se burlaban de su escasa fuerza para continuar el camino. Elena espoleó con fuerza el caballo al divisar un nuevo recuerdo de su infancia: un árbol cuyo tronco estaba dividido desde la base en forma de uve. Antonio la observaba divertido mientras ella peleaba contra las ramas de aquel sauce llorón, que llegaban hasta el suelo y ocultaban en su interior un improvisado hueco circular y diáfano, a salvo de miradas ajenas.
– ¿Qué estás buscando?
– Esto -le dijo con emoción señalando el tronco en el que había grabada una vieja señal, apenas perceptible, de una circunferencia de unos treinta centímetros de diámetro.
– ¿Qué es? -indagó pasando su mano por aquella marca.
– Yo jugaba aquí con mi hermano y sus amigos. Este círculo era una diana y ellos lanzaban las navajas hacia el centro… ¡Dios santo! De repente me vienen a la memoria muchos nombres… Chiqui, Pedro, Evelio… ¿Te suenan? Puede que sean hijos de algunos de tus trabajadores y sigan aquí… -dijo excitada.
– ¿Y qué quieres de ellos? ¿Vas a preguntarles con quién estuvo enredada tu madre? Ella está muerta y debes dejarla descansar en paz…
– Tú sabes algo más, lo presiento -le censuró, mirándole con desconfianza.
– El presente es lo único que importa… -dijo, aprisionando sus brazos y acercándola a él para enfrentarse a una mirada ausente y enojada.
Después la soltó y regresó a la montura, impotente ante la tibia respuesta de aquella mujer que aparentaba frialdad para disfrazar su extrema fragilidad. La sentía vulnerable y a la vez intuitiva, difícil de convencer o de engañar.
– ¿Qué ha pasado con las cabañas? -preguntó de regreso al descubrir un solar desierto en el lugar donde se ubicaban las antiguas viviendas de madera.
– Voy a construir nuevos establos sobre estos terrenos. Pronto comenzarán las obras.
– Vaya. Todo ha desaparecido. El rastro de mi pasado se va esfumando poco a poco. Parece que lo has hecho aposta… -dijo dirigiéndole una mirada de reproche-. Vayamos al antiguo establo, aún queda algo en pie.
– ¡No! -ordenó tajante.
– Por favor, déjame visitarlo por última vez antes de que se convierta en un montón de escombros.
– Regresemos.
Pero ella no le escuchaba y cabalgaba veloz hacia allí, seguida por su irritado acompañante, quien no pudo evitar que desmontara y se adentrase a gran velocidad entre los restos del establo. Los trabajos de demolición aún no habían concluido y apenas quedaban en pie la puerta de entrada y las primeras cuadras.
De nuevo Elena sintió la misma inquietud del primer día.
– ¡Vamos, sal de ahí! -ordenó él desde la puerta-. Esto puede derrumbarse en cualquier momento.
– Por favor, déjame enfrentarme a mis miedos. Tengo que recordar qué pasó aquí.
– ¡Carajo! ¿Por qué eres tan terca? ¿Acaso vas a resucitar a los muertos? Regresa de una vez a la realidad. -Estaba a su lado, tirando de su mano hacia el exterior.
Elena presentía que aquel lugar era el punto oscuro de su memoria. Algo extraño había ocurrido allí, y el esfuerzo de Antonio por hacer desaparecer las huellas aumentaba su certidumbre de que ocultaba algún secreto que no estaba dispuesto a compartir con ella.
– Lo haré cuando descubra toda la verdad. ¡Te juro que no descansaré hasta saberlo todo! -le retó con la mirada indicándole que no aceptaba su autoridad.
– ¡Ya sabes la verdad…! -exclamó irritado.
– ¡No es cierto! Tú no me ayudas; al contrario, me despistas con mensajes confusos…Veo que mis inquietudes te interesan muy poco… pero no voy a dejar que me manipules.
– ¿Es eso lo que crees? ¿Así de simple? ¿Por quién me has tomado? -le increpó con enojo-. Eres injusta. Solo pretendía hacerte ver que el pasado no debe condicionar tu presente. Estas repentinas pesadillas y visiones están afectándote demasiado. ¿Es que no lo ves? Se están convirtiendo en una obsesión… Yo solo pretendo protegerte de ti misma.
– Yo necesito saber la verdad, Antonio -dijo más calmada acercándose a él-. Necesito saber quién era mi padre, por qué mi madre me abandonó, por qué mi abuelo la maltrataba, quién es el padre de Agustín. No puedo continuar sin saber antes por qué estoy aquí ahora.
– No podrás avanzar hasta que no hayas superado ese escollo del pasado. Debes aceptarte por lo que eres hoy, no por lo que podrías haber sido si tu vida no hubiera cambiado hace veinte años.
– Pues no voy a rendirme. Lo siento. Vine a México para averiguar qué pasó, y pienso hacerlo con tu ayuda o sin ella.
Antonio soltó el aire muy despacio y la miró a los ojos. En su rostro había un rictus de crispación contenida con gran esfuerzo.
– ¿Sabes lo que creo? Que tienes miedo de aceptar el presente porque crees que vas a convertirte en otra persona. Necesitas aferrarte a un pasado que no existe ni existió nunca para ti; ese es tu escudo protector.
Elena miró al suelo y durante unos instantes permaneció quieta, reflexionando sobre las palabras de Antonio. Después le dio la espalda y montó en el caballo. Cabalgaron en silencio y al regresar a la mansión se dirigió sola hacia su dormitorio.
Elena admitió con pesar que le costaba confiar en Antonio. Intuía en sus silencios una sombra de misterio, una deliberada intención de ocultar algún secreto. Le observaba mientras ella narraba recuerdos de su niñez: él se interesaba por sus relatos y los escuchaba con atención. Demasiado, creía Elena; pero en vez de aclarar sus dudas, solo conseguía enredarla más, insinuando hechos y datos que decía haber comprobado y desdiciéndose más tarde de sus afirmaciones. ¿Acaso creía que podía engañarla? ¡Qué poco la conocía…!.
– ¿Aún sigues enfadada? -Antonio había entrado con sigilo desde la habitación contigua.
– No. Estoy dolida. Te empeñas en hacer que me olvide de mi pasado y acepte una versión diferente cada día para que no siga hurgando en él…
Antonio emitió un suspiro manifestando su disgusto.
– ¿Quieres saber toda la verdad? Pues vas a conocerla. Ven -dijo alargando su mano-. Tienes una visita que podrá aclararte todas tus dudas.
– ¿Yo? -preguntó extrañada-. ¿De quién se trata?
– Ven y lo verás.
Antonio la condujo hasta el salón y allí la dejó sola, cerrando las puertas al salir. Elena descubrió, junto al ventanal, una silueta algo gruesa y de baja estatura que se le hizo familiar: era Regina Gutiérrez, la primera y única persona que le había hablado allí de su familia. Su corazón dio un vuelco mientras se dirigía hacia ella, ávida de respuestas. Pero la dulce mirada que Elena recordaba de aquella mujer se había esfumado, dando paso a una actitud de inseguridad y temor; su incomodidad era visible en todos sus gestos.
– Señorita, qué bueno volver a verla -dijo esbozando una tímida sonrisa y desviando su mirada hacia un punto de la estancia.
– Siéntese, por favor -dijo Elena, emocionada-. Gracias por venir, Regina, necesitaba tanto hablar con usted…
– La señora Lucía… -dijo con voz insegura.
– ¿Fue ella la que pudo localizarla?
– Si… Yo me fui a vivir con una hermana… no tenía dónde vivir. Nací aquí, este fue mi único hogar.
Durante su larga conversación Regina confirmó las sospechas de Elena: Trinidad González mantuvo una larga relación con José Peralta, su abuelo, fruto de la cual nació Agustín; pero años más tarde conoció a Rafael y se enamoraron perdidamente. José montó en cólera al tener conocimiento del romance entre ella y su hijo. Hubo entre ellos desagradables diferencias, con el consecuente deterioro de las relaciones. Sin embargo, José aceptó aquel matrimonio, fruto del cual nació Elena. Rafael murió antes de que ella naciera y pocos años después José Peralta decidió regresar a España; entonces pidió a Trinidad que le entregara a su nieta para llevarla con él.
– Pero… usted me contó que mi madre me envió voluntariamente con mis abuelos… -señaló desconcertada.
– Ella estaba segura de que usted estaría mejor con ellos, pero aún así es muy duro para una madre desprenderse de un hijo. Su abuelo no era una mala persona, pero no le dio opción… -La mirada de Regina Gutiérrez era esquiva y su voz sonaba insegura.
Elena se reunió con Antonio tras el encuentro con la antigua sirvienta. Estaba satisfecha porque había conocido al fin los pasajes oscuros de su infancia y sabía a ciencia cierta quién era su verdadero padre y las circunstancias que rodearon la separación familiar.
– Ahora puedo comprender mejor a mi madre. No deseaba verme porque no habría sabido justificar su conducta… Lo que no entiendo es la actitud de mi abuelo. ¿Por qué me llevó a mí a España y dejó aquí a Agustín? Yo era su nieta, pero él era su hijo…
– Quizá porque no podía contar la verdad a su mujer… -respondió Antonio elevando una ceja con sonrisa maliciosa.
– Tengo nítidos recuerdos de cómo él gritaba y trataba de forma irrespetuosa a mi madre. Ella se había enamorado de su hijo, incluso se casó con él… y después de que yo naciera trató por todos los medios de sacarme de la hacienda y llevarme a su casa. Ahora tienen sentido todas las argucias que mi madre hacía para ocultarme y evitar que él me atrapara cada vez que aparecía…
– Lo importante es que ya has aclarado tus dudas y sabes quién eres.
– Esta historia daría de sí para escribir un culebrón. -Los dos rieron a la vez-. Gracias por tu paciencia. Debo confesarte que, durante algún tiempo, tuve unas ideas espantosas… -confesó avergonzada.
– ¿Qué clase de ideas?
– Llegué a pensar que era él la persona a quien veía en mis sueños. -Señaló con un gesto de la cabeza el cuadro de Andrés Cifuentes situado sobre la chimenea-. Lo siento.
– No hay nada que disculpar. Estabas desorientada, dispersa. Tus recuerdos son confusos y tiendes a aumentarlos con la imaginación.
– Regina también me habló de Agustín… Por lo visto, era un hombre violento y conflictivo; mi madre sufrió mucho con sus desmanes. Sin embargo, yo tenía una idea totalmente opuesta sobre él. En su carta mostraba una gran sensibilidad, y mis recuerdos a su lado son tan agradables…
Antonio la escuchaba en silencio, pensativo.
– A lo largo de la vida vas descubriendo que nadie es lo que parece. Todos tenemos una zona oculta que nadie conoce.
– ¿Tú también la tienes?
– Todos la tenemos -sentenció.
– Yo he ido descubriendo paso a paso la de mi abuelo. Jamás habría sospechado algo así de él y aún me cuesta trabajo asimilar todo lo que he sabido hoy.
– Hoy has hallado la auténtica verdad, Elena; a partir de ahora se acabaron las incertidumbres. No vuelvas a dudar de mí.
– Palabra de honor -bromeó levantando su palma izquierda en un gracioso gesto.
– Y como prueba de que yo también confío en ti, te daré la clave telefónica para que llames a España. No tienes que intentarlo a escondidas… -La miró divertido, observando su expresiva mirada al verse sorprendida en una falta.
– Yo… necesitaba hablar con Jean Marc… Solo quería decirle que estoy bien… -explicó azorada, con las mejillas encendidas.
Se acercó a ella y, sin dejar de mirarla, apartó un mechón de su rostro para colocárselo detrás de la oreja, en un gesto muy tierno.
– Puedes llamarle cuando quieras, solo tienes que marcar en primer lugar el número ochenta y dos. Es el año en que nació mi hijo.
– Gracias, eres… muy bueno conmigo… Y te doy mi palabra de que no volveré a hacer nada que pueda molestarte. Yo también quiero que confíes en mí… -pidió con ingenua lealtad.
Antonio comprobó con satisfacción que Elena iniciaba un tímido acercamiento hacia él. Había esperado con paciente obstinación aquel cambio de actitud, y constató que lo que al principio era gratitud por sus desvelos había mudado a una vacilante confianza que él debía cuidar con especial mimo. Cualquier paso en falso, cualquier gesto de prisa podría provocar un retroceso en el escaso camino recorrido. Concluyó al fin que quería a Elena. La quería y punto. Jamás estuvo tan seguro de algo en toda su vida y no escatimaría medios para conseguir que ella también le amara.
Y si debía mentir, mentiría, y si tenía que callar, callaría. Al fin y al cabo, ¿qué era un silencio?