38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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Capítulo20

Amaneció en soledad. Antonio había partido muy temprano hacia la ciudad, pero Elena aún sentía su mirada sobre ella. Tenía el sueño ligero y solía oír las clandestinas visitas que él realizaba a su dormitorio cada mañana. Ya no le provocaban miedo, más bien todo lo contrario: era para ella un extraño placer sentirse observada por él mientras aparentaba estar dormida, y elegía cada noche un diferente atuendo de ropa interior para resultarle atractiva.

Aquella mañana estaba despierta cuando le oyó entrar, de espaldas a la puerta común, y gozó sintiendo sus ojos sobre su cuerpo casi desnudo. Esperó escuchar sus pasos de regreso a su dormitorio, y cuando le oyó salir, se giró entre las sábanas con la mente perdida. Recordó la agradable velada que le había dedicado la noche anterior. Era atento y protector, y había hecho todo cuanto podía para que ella se sintiese cómoda. Toda la apariencia de hombre frío y soberbio desaparecía cuando le dedicaba aquella mirada seductora que la dejaba fuera de juego. Jamás se había sentido tan halagada, tan deseada.

Incluso las pesadillas parecían haber firmado una tregua durante aquellos días. El rumor del exterior ejercía de bálsamo relajante para Elena: el trote de los caballos, los gritos de los mozos… Hasta los olores a paja mojada y a estiércol le resultaban agradables, creando una atmósfera acogedora que le infundía paz y sosiego. Amaba aquel lugar donde parecía haber vivido siempre, y por primera vez desde su llegada sentía que era donde quería estar.

Pero era la cercana presencia de Antonio lo que realmente le infundía bienestar. Él había ido deslizándose poco a poco hasta instalarse en lo más profundo de sus sentimientos, y concluyó que sus fantasías sobre el amor se habían hecho realidad y que nunca encontraría la felicidad junto a otro hombre, ni en otro lugar que no fuera aquella casa. Se había instalado en su vida y ella le acogió al fin, haciendo que sus reservas hacia él desaparecieran.

Pero Antonio aún no lo sabía.

Y aprovechando su ausencia, decidió regresar al viejo establo antes de que fuera definitivamente demolido. Tenía que enfrentarse al miedo que la invadía cada vez que se acercaba a aquel lugar, así que después del desayuno se dirigió caminando hacia los restos del viejo cobertizo seguida por Lucía, quien siempre la acompañaba en sus salidas, aunque Elena estaba segura de que ella no entraría allí.

Al llegar, se introdujo en la única cuadra que quedaba en pie y se sentó en un rincón sobre un montón de paja seca y polvorienta. Cerró los ojos y evocó sus recuerdos entre tablones amontonados y cascotes. Viejos pasajes de su infancia estaban allí, dormidos entre aquellos muros de madera carcomida y perforada por el paso de los años.

Y de repente, como por arte de magia, las imágenes comenzaron a desfilar frente a ella, como en las películas que proyectaba en la pared con el aparato de cine que los Reyes Magos le regalaron de niña. En aquellos momentos tenía cuatro años y estaba acurrucada en aquel mismo lugar, relajada y feliz. Agustín tarareaba una canción mientras pasaba un cepillo tan grande como su mano sobre el lomo de un caballo, lanzándole de vez en cuando puñados de paja para hacerla reír. Escuchaba también el rumor de los vaqueros por los pasillos del establo, y el olor a estiércol inundaba el ambiente. Se quedó dormida acompañada de aquellas bellas imágenes y soñó que estaba en su playa, sentada sobre la arena junto a unas rocas; su hermano montaba un soberbio caballo blanco y paseaba por la orilla. La vista se perdía en el horizonte, donde el cielo se fundía con el mar y un sol anaranjado dibujaba la sombra del solitario faro al final de la pequeña cala que se adentraba en el agua. Jamás se cansó de gozar de aquel sereno espectáculo.

Súbitamente sintió una terrible oscuridad. El mar inundó las rocas y quedó sumergida. Intentó mover las manos hacia arriba, pero algo la sacudía por los hombros, impidiéndole salir a flote «¡Ayúdame!», pidió desesperada a Agustín, quien minutos antes estaba frente a ella. Sus manos fueron inmovilizadas. «¡Despierta de una vez!», decía una voz proveniente de la superficie. «¡Socorro! ¡Me ahogo!», gritaba Elena luchando con todas sus fuerzas para liberarse de aquellas garras que la aprisionaban. «¡Despierta ya!», escuchó con claridad al tiempo que sentía un suave golpe en su mejilla. Al fin abrió los ojos e identificó aquella negrura.

– ¿Estás bien? -preguntó Antonio.

– Sí… ahora sí. Me has asustado.

– Solo trataba de despertarte, estabas profundamente dormida. ¿Era otra pesadilla? ¿De qué se trataba?

– No era una pesadilla, era un sueño muy agradable.

– Pues parecía que te ahogabas, pedías ayuda… ¿Se trataba de esa sombra que te persigue para estrangularte?

– No. Era un bonito sueño hasta que empezaste a zarandearme.

– Vaya, lo siento -dijo decepcionado mientras se incorporaba ofreciéndole las manos para ayudarla a levantarse. Quedaron muy cerca, y él sintió su fragancia de nardos frescos.

– ¿No me lo vas a contar?

– No era nada -dijo encogiéndose de hombros sin separar sus pupilas de las de él.

– Elena… -Le acariciaba la mejilla-. ¿Qué ocurre?

– Nada -respondió con un gesto como restando importancia y dirigiéndose a la salida. Pero Antonio bloqueó con su brazo la puerta de la cuadra impidiéndole el paso.

– Creí que confiabas en mí…

Elena seguía callada, en pie junto a él, con la mirada extraviada. Y a él le obsesionaba aquella obcecada reserva, aquella coraza que se alzaba entre ellos como un muro inexpugnable que le impedía acceder a ella sin su consentimiento; le urgía conocer el alcance de su memoria.

Bajó el brazo indicándole que podía salir, pero ella no se movió.

– He recordado algunas cosas… -explicó al fin.

Antonio no dijo nada, indicándole que continuara.

– Eran recuerdos bonitos de mi niñez…

De nuevo regresó el silencio.

– ¿Cómo puede convertirse un niño tan dulce en un ser violento, en un criminal?

Antonio seguía callado, animándola a seguir.

– A veces me siento culpable por haber tenido la oportunidad que a él le negaron. Si mi abuelo le hubiese llevado con él quizá ahora todo sería diferente. Siento que no estoy en el lugar correcto…

– ¿Cuál crees tú que es el lugar que te corresponde?

– El de ellos…

– ¿Quiénes son ellos?

– Mis padres, mis abuelos… Agustín.

– ¿Y dónde estoy yo?

– En el otro extremo.

– No tienes que elegir. Ellos ya no están… y yo soy real.

– Pero tú eres… -Se interrumpió.

– ¿Qué soy? Dímelo tú -suplicó alzando su rostro para mirarla bien.

– Eres su enemigo…

– ¿Enemigo? ¿De ellos? -preguntó desconcertado-. No, Elena, no soy enemigo de nadie, y tampoco de ti. No debes sentirte culpable…

– Pero… tu padre…

– Tú no eres responsable de lo que pasó.

– Agustín… es… de mi familia…

– ¡No! -exclamó enérgico-. Él no pertenece a tu vida, no le conoces, no le verás nunca. No permitas que se interponga entre nosotros.

– ¿Tú vas a ignorarle también?

– Lo hago desde hace tiempo. Por su culpa te ofendí y jamás me lo perdonaré. Pero gracias a él regresaste a esta casa.

– Dejemos de una vez a un lado el pasado.

– ¿Podrás hacerlo tú también? -le preguntó mientras besaba la palma de su mano.

– Lo intento con todas mis fuerzas. Pero mis recuerdos están ahí, y me es imposible controlarlos.

Antonio la atrajo hacia él.

– Intenta ser feliz, Elena. Si tú lo eres, yo también lo seré -dijo tomándola por los hombros y dirigiéndose hacia el exterior.

Por la noche la acompañó hasta el dormitorio y se despidió con su habitual beso en la frente. Pero su mirada le transmitía mucho más que aquella inocente caricia.