38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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Capítulo21

– Mañana viajo a Nueva York -dijo durante el desayuno mientras hojeaba el periódico.

– ¿Por mucho tiempo?

– No. Espero que se demore solo unos días.

– Te echaré de menos… -dijo con una sonrisa. Después volvió a su introspección.

– Estás muy callada… -afirmó observándola tras la hoja del diario.

La luz cenicienta de aquella mañana iluminaba sus facciones, y Antonio pensó que estaba más bonita cada día. Elena pasaba el cuchillo por la tostada sin untar nada en ella, momentáneamente absorta en sus pensamientos. Parecía estar muy lejos.

– Recordaba el sueño tan extraño que tuve anoche.

– Cuéntamelo -pidió interesado.

– Soñaba con una de las habitaciones que están detrás de la capilla.

– ¿Los viejos trasteros?

– Sí. He visto en mis sueños un tubo dorado, redondo y muy largo, y una cuna de madera oscura con barrotes torneados, uno de ellos estaba roto… -Se detuvo pensativa.

– ¿Y qué más?

– Había una caja hecha con gruesos tablones y por sus lados asomaban unas cuerdas a modo de asas…

– ¿Qué había dentro?

– Juguetes.

– Tienes una imaginación desbordante. -Sonrió.

– ¿Por qué no comprobamos si son o no imaginaciones?

Salieron paseando hacia la parte posterior de la casa y recorrieron el perímetro alrededor de la capilla hasta detenerse en la construcción horizontal. Elena se asomó a través de las pequeñas ventanas, pero los postigos estaban cerrados. Trató de acceder a la primera de ellas para comprobar, decepcionada, que estaba cerrada con llave; la cerradura mostraba un hueco que debía de acoger una llave antigua de gran tamaño.

– Regresemos -propuso Antonio.

Pero ella no se rindió y se dirigió con paso firme hacia la segunda puerta, presionando el pomo hacia abajo y tratando inútilmente de abrirla.

– Quiero abrir esta. -Sonrió suplicante.

– Está bien -claudicó su enamorado-. Llamaré a Lucía.

Antonio regresó acompañado de la responsable de la casa, quien portaba en sus manos un puñado de enormes llaves de hierro renegridas por el paso del tiempo y unidas por una cuerda. Después de probar varias de ellas, por fin una permitió girar hacia el lado derecho, pero Antonio tuvo que utilizar su fuerza para dar un fuerte empellón a la puerta, cuya madera estaba hinchada por la humedad. Accedieron los tres a aquella pequeña sala cubierta de polvo y telarañas; las huellas de sus zapatos quedaron marcadas en aquel suelo que no había sido pisado durante años. Elena recorrió con la vista aquel habitáculo y abrió la contraventana de madera. Un haz de luz iluminó parte de aquel espacio y mostró el contenido de la sala: sillas de mimbre ennegrecidas apiladas en un lateral, cuadros con la pintura agrietada, una máquina de coser antigua, cajas de madera repletas de telas raídas y mucho desorden.

– ¡Mira! -gritó triunfante señalando hacia la esquina derecha.

Allí estaba, semioculta bajo unas cortinas de terciopelo verde descolorido, la cuna de madera oscura con gruesos y torneados barrotes. Tiró de la tela y la escasa luz proveniente de la ventana quedó enturbiada por una espesa y polvorienta niebla. Se acercó para estudiarla y comprobó que era tal como la había visto en sus sueños; después la separó de la pared con mucho esfuerzo, pues el interior estaba repleto de platos y vasos antiguos.

– ¡Aquí está! ¡Mira la barra, está rota! -dijo entusiasmada. Antonio se acercó para inspeccionarla. Efectivamente, en el cabecero faltaba uno de los barrotes y solo quedaba la primera esfera clavada en el hueco.

– Tenías razón. -La miró con curiosidad.

– ¡Vamos a aquel rincón!

Elena estaba acelerada con aquel hallazgo y tiró de otras viejas telas para descubrir en el suelo una especie de telescopio antiguo que en su día debió de ser de color dorado, pero el latón estaba ennegrecido y lleno de abolladuras y arañazos.

– ¡El tubo dorado…! -Señaló hacia abajo-. Yo… yo jugaba aquí con alguien… era otra niña algo mayor que yo -dijo con la mirada perdida-. Tenía el pelo rubio recogido en una coleta con un lazo rojo. Se llamaba… -Se quedó pensativa-. July… Judith… Yoly… ¿Le suena ese nombre, Lucía? -preguntó volviéndose hacia la puerta. Elena se topó con una extraña expresión en sus acompañantes, que tenían clavados los ojos en ella como si hubieran visto pasar a un fantasma.

– Elena… -Antonio hablaba despacio-. ¿Todo esto… lo has soñado?

Elena miró a Antonio, y después a Lucía, y de nuevo a él.

– No -dijo tras una pausa-. Son recuerdos. Me han venido de repente al entrar aquí.

– Es imposible, señora -dijo con un hilo de voz el ama de llaves-. Esa niña, Yolanda… Yoly, nunca estuvo en estas habitaciones.

– ¿La conoce usted, Lucía? -preguntó entusiasmada.

La criada bajó los ojos sin responder.

– Era su hija -respondió Antonio con gravedad.

– ¿Era?

– Murió hace unos años.

– Lo siento, Lucía… No sabía nada… Pero ella sí estuvo en esta sala -insistió con delicadeza.

– Vamos, salgamos ya -ordenó el dueño de la casa.

Pero Elena no se rendía; recorrió con la mirada la sala, y se inclinó para levantar otro trozo de cortina y descubrir un nuevo tesoro.

– ¡La caja! ¡La caja de juguetes!

Abrió aquel rectángulo de gruesa madera y extrajo una muñeca de plástico. Le faltaba un brazo, y el pelo rubio de fibra de esparto estaba áspero y enredado. Vestía una camisa de raso brillante azul turquesa y una pequeña falda imitando el terciopelo negro, y sus gruesos pies estaban desnudos.

– Es doña… doña… -Trataba de recordar su nombre.

– Doña Lupita -respondió Lucía alargando la mano con expresión suplicante para recobrar el viejo juguete-. Disculpe, señor -dijo saliendo de la estancia con los ojos húmedos.

Elena miró a Antonio con aprensión al descubrir el desconcierto en su cara.

– Vamos, regresemos ya -ordenó él.

En el camino de vuelta Elena se detuvo junto a una pequeña puerta situada en la parte trasera de la capilla.

– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó con desagrado al observar la brusca parada de Elena.

– Nada -dijo reanudando el paso.

Mentía. Sí que pasaba: ella sabía lo que había detrás de aquella puerta.

Cenaron en un tenso silencio.

– Antonio, ¿estás molesto conmigo?

– ¿Por qué iba a estarlo? -respondió tratando de aparentar normalidad.

– No sé, creo que he despertado recuerdos dolorosos en Lucía. También te noto extraño a ti -dijo observando con ansiedad su reacción.

– Reconocerás que no es normal esta situación… Todos estamos un poco alterados con tus repentinos recuerdos.

– A partir de ahora no volveré a hablar de ellos. No quiero incomodarte. Y a Lucía tampoco.

– No… -Reaccionó con energía tomando su mano-. No me ocultes tus sueños, necesito saber qué sientes cada mañana al despertar.

Ella volvió al silencio y al limbo de sus recuerdos.

– Antonio, ¿qué pasó con el marido de Lucía?

– Ella nunca se casó.

– ¿Quién era el padre de su hija?

– No lo sé -dijo tras reflexionar unos instantes.

– Dime la verdad, te lo ruego. A veces creo que todavía me ocultas secretos…

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué te figuras que estoy ocultando? ¿Acaso crees que debería conocer todos los enredos de la servidumbre? Es su vida, y nunca he sentido interés por conocerla. Madura de una vez, pequeña.

– Yo no soy una niña -protestó levantándose y apartándose bruscamente de la mesa para acercarse al ventanal.

Antonio percibió su respiración entrecortada provocada por el llanto. Se acercó despacio y le acarició el hombro.

– Lo siento. No quise ofenderte, pero no he mentido sobre Lucía. Te aseguro que no sé quién era el padre de esa niña. ¿Por qué es tan importante para ti? ¿Tiene relación con tus sueños?

– Hoy he recordado muchas cosas…

– ¿Qué cosas? Cuéntamelas. -La abrazaba desde atrás, pegado a su espalda, rodeando con los brazos su cintura.

– No puedo. Tengo miedo… -Seguía llorando con desconsuelo.

– ¿Qué es lo que te asusta? Déjame ayudarte, habla conmigo, dime qué te atormenta. Vamos, cuéntame tus recuerdos. -La hizo girar para hacer frente a su mirada.

– No puedo… no quiero que sean reales, me duelen demasiado…

– ¿Por qué? -preguntaba angustiado-. ¿Qué has recordado?

Antonio insistió tenazmente tratando de romper el hermetismo impuesto, pero se rindió sin conseguirlo. Elena se había encerrado de nuevo en su caparazón y esta vez no pudo obtener ninguna respuesta, así que la dejó marchar.