38060.fb2
Sebastián Melero accedió al lujoso despacho en la planta cuarenta del holding ACM y observó que su presidente colgaba el teléfono con una sonrisa.
– Antonio, los miembros del consejo te esperan. Por cierto, en los últimos días advierto en ti una expresión más relajada y feliz -dijo con una pícara mirada sentándose frente a él-. ¿Hay algún motivo especial para celebrar?
– Hay uno y es personal.
– Creo que te has enamorado. ¿Es bonita la chamaca?
Antonio se recostó en el sillón de piel y le miró relajado.
– Es preciosa.
– ¿La conozco?
– Sí. Elena Peralta.
– ¿La hermana de…? ¡Vaya! Realmente sí que es linda esa mujer, pero… ¿confías en ella?
– Plenamente. No tiene ninguna relación con su hermano -dijo mientras abandonaba su cómoda butaca para dirigirse a la sala de reuniones.
La luz esmeralda traspasaba los muros de cristal del amplio salón ubicado junto al despacho presidencial, ofreciendo el tímido saludo de un sol secuestrado tras la densa capa de niebla que cubría la capital. La larga mesa de madera en color nogal aparecía como una pista de aterrizaje, cubierta de carpetas situadas estratégicamente en el lugar correspondiente a cada uno de los sillones de piel que la rodeaban.
Un grupo de hombres vestidos con elegantes trajes fueron tomando asiento en los puestos asignados por un rótulo en madera labrada. La sala quedó en silencio cuando la puerta situada al fondo de la estancia dio acceso al presidente del holding ACM, Antonio Cifuentes, quien ocupó su lugar en un extremo para presidir la reunión.
– Buenos días -saludó con inusual amabilidad.
Aquellas reuniones se celebraban con una regularidad mensual, excepto cuando, como en aquel caso, acontecían hechos excepcionales que precisaban de una junta extraordinaria.
– Bienvenido de nuevo, señor presidente.
– Gracias, Sebastián. Señores, deseo informarles de que hace dos días cerré en Nueva York el contrato con los promotores de Dubái. Vamos a construir el complejo turístico del que ya tienen amplia información y la inversión superará los seis mil millones de dólares.
– ¡Enhorabuena, don Antonio! -felicitó con entusiasmo uno de los colaboradores-. Esto supondrá un espaldarazo internacional a la constructora.
– Si me permiten una consulta… -intervino uno de los ejecutivos-. ¿Estamos realmente preparados para dar respuesta a esa descomunal obra?
– Ya están enterados de que será la última empresa incorporada al holding, la constructora Samex Corporation, la que desarrollará este proyecto sin interferir en los compromisos de la nuestra.
– Pero la Samex no es tan potente para afrontar este contrato -insistió.
– No va a hacerlo sola. No solo he estado Nueva York cerrando el contrato de Dubái; también he tenido una fructífera reunión con el presidente de la compañía Wilson Corporation.
– Esa es una de las mayores promotoras de Estados Unidos -exclamó con admiración otro de los asistentes.
– Efectivamente, y estamos a punto de llegar a un gran acuerdo. Vamos a adquirir un razonable paquete de acciones de esa multinacional. De esta forma cooperará con la Samex en Dubái.
– ¿Con qué activos se van a adquirir las acciones? -preguntó otro de los asistentes-. Les recuerdo que después de la compra de la cadena hotelera estadounidense y de Veracruz Hoteles, nuestras reservas están al mínimo.
– Precisamente a cambio de estas cadenas hoteleras. Van a ser vendidas a la Wilson Corporation por medio de un intercambio de acciones, de acuerdo con el valor de mercado de cada una. Teniendo en cuenta que las nuestras han multiplicado su precio, la operación reportará pingües beneficios y nos permitirá hacernos con un tercio de la constructora estadounidense.
Una sonrisa de complicidad de Sebastián Melero se cruzó con la del presidente.
– Pero… -interrumpió desconcertado Luis Barajas, el director financiero-. Estaba ya en marcha el proyecto de remodelación de los hoteles de la cadena Veracruz…
– Esta transacción reportará más beneficios a corto plazo que la propia explotación de ese negocio -respondió dando por finalizada la explicación.
– Una jugada maestra -comentó el director general con una sonrisa de admiración-. Señores, debemos celebrar la valía de nuestro presidente, un auténtico mago de las finanzas.
– Debo descubrirme ante ti -comentó el abogado a solas en el despacho de Antonio-. Has endosado tu petardo antes de que explote, y por el doble de lo que pagaste por él. ¿Qué pasará cuando se enteren los yanquis del pleito pendiente con la justicia de la cadena Veracruz?
– No debes preocuparte. -Antonio expulsó con placer el humo de su habano-. He tomado medidas. Ese contencioso ya es historia.
– ¿Tiene relación con una fuerte suma de la que has dispuesto en efectivo?
– No preguntes y así no tendré nada que explicarte.
– Eres listo, hay que reconocer que tienes buenos reflejos. -Rió con socarronería.
– Los tengo, y ahora voy a devolver el golpe. ¿Qué has averiguado de Alcántara?
– Sé que está enfurecido por la operación de Samex y está presionando al resto de los accionistas para que no vendan su parte.
– Tiempo perdido. Ya poseo el ochenta por ciento de la corporación. Pagué a precio de oro las últimas acciones.
– He indagado sus movimientos: ha puesto en venta su mansión de Miami y el yate. Ahora está volcado en la línea de transportes, es lo único que le queda. También he investigado las finanzas de su esposa… -Le miró esbozando una mueca.
– ¿Y…?
– Las minas de plata de Taxco que heredó de su padre están al borde de la quiebra. Los empleados no perciben el salario desde hace dos meses y su marido ha cursado varios avales a favor de ella para hacerse cargo de la operación, pero tengo entendido que van a proceder al embargo.
– ¿De las minas?
– En principio de las minas, pero no es suficiente. Existe un déficit muy antiguo que se ha ido ampliando desde que tu ex esposa heredó la propiedad. El gasto desmedido y el escaso control de la explotación han llevado a la ruina el negocio; necesitan liquidez para afrontar las numerosas deudas que se han generado.
– Mi querida Virginia… No cambiará nunca. Solo tiene un Dios a quien venerar: el dinero -dijo Antonio suspirando.
– ¿Acaso conoces a alguna mujer que no lo adore?
Antonio quedó pensativo.
– Consulta el asunto de las minas de Taxco. Quiero conocer su estado financiero.
La bella y espectacular Virginia era una mujer ávida de dinero, influencias y vida social. Conoció a Antonio en el exclusivo Club de Campo, en aquellas veladas selectas que constituían el escenario ideal para el encuentro entre rivales elegantes que pugnaban por la hegemonía en la moda y los vestidos más costosos. Fue educada en excelentes colegios europeos, vestida por los mejores modistos y consentida por su familia hasta la saciedad. Era hermosa, caprichosa, malcriada y ambiciosa. Su padre era propietario de varias minas de plata en Taxco, aunque en aquellos años las finanzas no eran demasiado buenas para continuar con el ritmo de vida al que estaba acostumbrada. Debía cazar a un marido rico para satisfacer su desmedido amor por el lujo, y Antonio Cifuentes estaba considerado el mejor partido de la ciudad: era atractivo, joven y rico. Consiguió seducirle utilizando todas sus armas, de la belleza a la sensualidad, y un buen día se convirtió en la señora Cifuentes tras firmar un contrato prenupcial que incluía una generosa indemnización en caso de divorcio, con renuncia expresa a la custodia de los futuros hijos, a pesar de llegar al altar con un retraso de dos meses.
Virginia Cifuentes era temida por los criados, y su marido, con el tiempo, dejó de añorar su ausencia cuando le dejaba solo en la ciudad y pasaba largas temporadas en la hacienda acompañada de sus numerosos invitados. En la capital desplegaba una ajetreada vida social, con o sin Antonio, asistiendo a los eventos más exclusivos y a fiestas de gente tan importante como ella. La pasión duró poco, y el amor que debía llegar en los años de convivencia apenas inició unos tímidos pasos, cuyas huellas se desvanecieron con la llegada de su hijo Ramiro, quien fue criado por las empleadas que contrataron para él, pues su madre estaba demasiado ocupada. Había dado un heredero a Antonio y a cambio exigía de él una contrapartida, consiguiendo al fin el estatus que creía merecer: vida social, viajes, derroche desmedido y poder. Tras seis años de matrimonio no les unía un amor apasionado, ni siquiera era ya amor, pero ella tenía en su haber el triunfo de haber cazado al mejor partido del país. Nunca discutían, pues tenían poco en común y menos de que hablar. Las relaciones íntimas eran esporádicas, nada de pasión ni seducción, y después se olvidaban mutuamente; ella volvía a sus compromisos y él a los negocios tratando de levantar su imperio.
Antonio tenía gran éxito entre las mujeres pero, al contrario que Virginia, sus actividades sociales se limitaban a la asistencia a galas benéficas de asociaciones humanitarias con las que colaboraba generosamente para mantener la imagen de filántropo que le aconsejaban los asesores, muy conveniente para las relaciones con el gobierno. Sus salidas se limitaban a cenas y reuniones de negocios, aunque mantenía discretas citas en su apartamento con numerosas conquistas.
Sin embargo, jamás perdonó la traición de su esposa. Ella obtenía de él todo lo que deseaba y a cambio él exigía escrupulosa lealtad. De modo que cuando descubrió su aventura con Sergio Alcántara, actuó con frialdad, arrojándola de su lado sin contemplaciones.
– Hola, cariño. ¿Qué hacen mis maletas en la entrada? ¿Nos vamos de viaje?
– Yo no, querida. Te vas sola, empaqueta tus cosas y abandona mi casa.
– ¿De qué estás hablando?
– Ahí tienes un sobre, recréate admirando los primeros planos de tu bonita cara en compañía de Sergio Alcántara. Y ahora lárgate cuanto antes. Cuando regrese esta noche no quiero volver a ver un rastro de tu presencia.
– ¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes botarme de esta forma tan humillante!
– Claro que puedo. Lee nuestro contrato prenupcial.
– ¿Y mi hijo?
– ¿«Mi hijo»? -dijo con ironía-. ¿Te refieres a ese niño al que nunca ves debido a tus numerosos compromisos?
– ¡Eso no es cierto! Eres injusto -respondió Virginia consternada.
– El contrato dice que yo tengo la custodia, así que márchate. Mi abogado te informará de los días de visita -dijo con insultante desprecio.
– ¡Esto no va a quedar así! -gritó Virginia con rabia.
– Adiós, querida.