38060.fb2
– Elena, ¿dónde estás esta vez? -preguntó Antonio al observar su ensimismamiento.
– No es nada, solo…
– Solo… ¿qué?
– Tengo destellos de imágenes, recuerdos de cosas absurdas.
– No me has contado los recuerdos que te inspiraron tanto miedo la otra noche.
– Ya están aclarados.
– ¿De verdad? ¿Y por qué no me los aclaras a mí?
– ¿Puedes conseguir de nuevo las llaves de las habitaciones? -preguntó Elena a su vez.
– ¿Qué has soñado ahora?
– Es algo tan disparatado que me gustaría confirmarlo. Empiezo a recordar momentos en que sentía pánico a la oscuridad, y esta noche he vuelto a soñar con la habitación pequeña y tenebrosa donde mi madre me encerraba; te hablé de ella en una de mis pesadillas.
– ¿Por qué te encerraba? ¿Te castigaba?
– No lo sé, pero recuerdo en aquella oscuridad la figura de un hombre de madera con los ojos fijos en mí, y el terror que me inspiraba. Lloraba de miedo en un rincón, sentada en el suelo junto a un pequeño barril de vino. Mi madre me prohibía hacer ruido, decía que alguien me haría daño si se enteraba de que yo estaba allí. Es probable que me encerrase mientras ella trabajaba en la casa, quizá no podía dejarme sola en la cabaña…
– Y sin pretenderlo te provocó una claustrofobia que aún estás arrastrando.
– Estoy segura de que esa habitación es la que está situada en el muro posterior de la capilla, frente a las habitaciones que visitamos el otro día.
– Vamos a verla, te conviene enfrentarte a tus miedos.
La pequeña estancia era tal como ella la recordaba: reducida, con techo bajo y cubierta de polvo. Comprobó que todos los detalles que guardaba en su memoria estaban allí, desde la imagen de san Antonio en un rincón, trepanada por las termitas, hasta el pequeño tonel que en su día guardaría el vino de la misa diaria.
– Aquí recuerdo a esa niña, la hija de Lucía.
– Quizá a ella también la encerraban aquí…
– No, ella venía voluntariamente a esconderse en esta habitación.
– ¿Por qué? -preguntó extrañado.
– No sé, quizá su madre la regañaba… Estaba triste.
– Creo que debes salir de aquí una temporada. Nos vamos a la capital.
Regresaron a Ciudad de México y al palacete de la colonia Polanco; aquella primera noche salieron a cenar a un lujoso restaurante. Elena vestía un precioso vestido rojo con escote en forma de uve y tirantes que se estrechaban en los hombros bajo unos broches de platino y brillantes a juego con los pendientes que Antonio le había regalado aquella misma tarde. De su delgado cuello colgaba un espectacular collar con un solitario diamante en forma de lágrima.
– Hoy estás realmente bonita -dijo mirándola embelesado.
Elena sonrió complacida.
– ¿Te gusta vivir en la capital?
– No me importa, de todas formas no voy a salir a ninguna parte…
– Puedes hacerlo. Te anuncio que la verja de la calle permanecerá abierta.
– Confías demasiado en mí. ¿No crees que es… arriesgado? -Le miró entornando los ojos.
– A veces hay que arriesgar para conseguir lo que se desea. Y no quiero que te sientas como una prisionera.
– ¿Has corrido muchos riesgos a lo largo de tu vida?
– Algunos… -respondió pensativo-. Pero casi siempre han estado bajo control.
– Entonces no has arriesgado. Me refería a exponerte a ganarlo o perderlo todo a una carta…
– Lo estoy haciendo ahora, contigo. Puedes marcharte si lo deseas. No hay nadie que vigile tus pasos, y yo no voy a impedírtelo. Tienes una buena oportunidad para escapar… -Sonrió torciendo la boca.
– Ahora no arriesgas nada. Sabes que jamás lo haría… Te di mi palabra y la cumpliré -replicó tozuda.
– Lo sé. Y no volveré a ponerte a prueba.
– ¿Volverás? ¿Es que he pasado por alguna y no me he dado cuenta?
– Bueno… ha habido varias… -dijo con una graciosa mueca-. La última fue el día que escapaste aquí. Ordené dejar la puerta abierta e hiciste exactamente lo que esperaba.
– ¿Sabías que iba a hacerlo? -preguntó con los ojos abiertos por la sorpresa.
Él afirmó con una sonrisa.
– Vaya, no esperaba que me creyeras tan previsible…
– Tengo un buen instinto y me dejo guiar por él.
– ¿Y qué dice ahora tu instinto?
– Que puedo confiar en ti…
– Allá tú. Yo de ti no lo haría… -bromeó entornando los ojos.
La miró y sonrió, pero sabía que no hablaba en serio. Tenía una fe ciega en Elena, como nunca antes había confiado en un ser humano. Era, como ella misma se había definido, previsible, transparente; pero al mismo tiempo testaruda y orgullosa, cualidades que contribuían a afianzar la nobleza de su carácter.
Regresaron muy tarde al palacete y Elena se detuvo en la puerta para despedirle.
– Quiero entrar… Déjame amarte.
– Espera un poco más… No es tan fácil. Por favor, no me hagas daño.
– Sabes que no voy a forzarte, Elena. ¿Cuándo vas a confiar en mí?
– No hablaba de daño físico.
– Acéptame de una vez -le dijo acariciando su cuello con los dedos-. Serás feliz a mi lado, y me muero de ganas por demostrártelo.
– Necesito tiempo, aún no estoy preparada -repuso sin oponer demasiada resistencia con la mano colocada en su pecho.
– Te doy dos minutos. -Antonio le tomó la mano y se la llevó a los labios para besarla.
– Un poco más… -rogó en voz baja.
– Tú ganas, como siempre.
Aquellas sensaciones eran nuevas para ella, y pensó que Antonio era el hombre más atractivo y varonil que jamás había conocido. Pensó en Carlos, y concluyó que solo fue para ella un amigo por el que jamás sintió la atracción que ahora profesaba a Antonio.