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Antonio examinaba en su ordenador los resultados de sus empresas, comprobando con satisfacción el aumento de patrimonio y los beneficios del holding. Era un hombre ambicioso y creativo, con un instinto natural para multiplicar la rentabilidad de sus negocios; llevaba personalmente el control de cada una de las compañías que dirigía con extrema rigurosidad, sustituyendo o despidiendo sin vacilar a los directivos que no daban muestras de capacidad para el cargo. Exigía un alto nivel de dedicación y preparación en cada puesto, y premiaba generosamente a los que alcanzaban los objetivos impuestos.
– El señor Melero acaba de llegar, don Antonio.
– Hágale pasar.
– Hola, Antonio. Observo que últimamente desapareces del despacho con más asiduidad…
– Todos cambiamos alguna vez -dijo con una sonrisa.
– ¿Tiene algo que ver con cierta dama?
– Has acertado.
– ¡Ah, el amor! -El directivo suspiró emitiendo una sonrisa-. Cómo te envidio.
– Hablemos de Virginia. ¿Qué has averiguado?
– Te dije que Sergio Alcántara había firmado algunos avales para sostener las minas de Taxco.
– ¿Y…?
– Adivina con qué había asegurado su préstamo.
– Dímelo tú -exigió.
– Con su fabulosa mansión de Lomas de Chapultepec.
– ¿No es allí donde vive el matrimonio feliz?
– Exacto. Y si las cosas van como hasta ahora, es decir mal, a causa de la desastrosa gestión de las minas, creo que van a perderla.
– Concierta una entrevista con el presidente del banco. Quiero que ejecuten el embargo de todas sus propiedades. Vamos a comprar un saldo.
– ¿Vas a arrojar de su casa a tu ex mujer? -preguntó el abogado.
– Si no lo hago yo, lo harán otros. Virginia necesita una cura de humildad, debe conocer de primera mano cómo vive la gente normal, en una casa pequeña y con un mísero sueldo con el que llegar a final de mes.
– Eres maquiavélico -dijo sonriendo-. ¿Sabes?, no me gustaría ser tu enemigo.
– Es fácil -le dijo mirándole con frialdad-. Nunca conspires contra mí, así no conocerás mi lado oscuro.
La compasión no era su fuerte, jamás se había apiadado de los traidores. Detestaba a su ex mujer con la misma intensidad que amaba a Elena. Nadie le había enseñado a odiar; sin embargo, era un experto arremetiendo con saña contra los que se interponían en su camino, y nunca olvidaba una ingratitud. Actuaba con vileza para asestar el golpe, aprovechando cualquier ocasión para devolverlo. Pero el odio no le daba tantas satisfacciones como la venganza, que prefería servida en bandeja de plata; sus heridas se iban cerrando en la misma medida que el traidor se hundía en su propio infortunio, y él se encargaba personalmente de que nunca olvidase con quién había osado enfrentarse. La palabra piedad no pertenecía a su vocabulario. Era uno de esos seres nacidos para el odio exagerado, para la venganza cruel y para amar posesivamente.
– ¿Dónde estás esta vez, Elena? -Antonio estaba frente a ella, sentado en el porche y observando su recogimiento mientras desayunaban.
– He tenido un sueño extraño con la hija de Lucía. ¿De qué murió? -Levantó los ojos hacia él.
– Se suicidó -respondió tras un grave silencio.
Ella le miró como si esperase una respuesta parecida.
– Esa niña sufría mucho -sentenció.
– ¿Qué sabes tú de ella? ¿Qué has soñado?
Elena tomó aire para poner en orden el caos acaecido en su mente.
– Siempre estaba triste y asustada. La he visto en mis sueños en otra de las habitaciones detrás de la capilla, justo a la derecha de la que abrimos el otro día. Estaba llorando.
– ¿Por qué lloraba?
– No lo sé, no quería jugar conmigo.
– ¿Qué había en aquella habitación?
– Una pequeña cama con un cabecero de tubos dorados formando una estrella.
– ¿Qué edad tenía?
– Pues… unos cinco o seis años. Era un poco mayor que yo. Debió de ser un duro golpe para su madre. ¿Estaba enferma? ¿Sufría depresiones?
– No lo sé, apenas la conocí.
– Una madre nunca se recupera de la muerte de un hijo, lo sé por mis abuelos. Pero debió de ser más duro perderla de esa forma. Lucía tiene que vivir torturada pensando en qué había fallado para que su hija tomara esa drástica decisión. Mi abuelo debió llevársela con él, igual que hizo conmigo.
– ¿Tu… abuelo? -preguntó espantado-. ¿Qué diablos pinta él en todo esto?
– Era su padre -respondió tranquila.
Antonio se levantó de un brinco y la miró consternado.
– ¿Qué estás diciendo, Elena? ¿Te has vuelto loca?
– No; es cierto. Se lo pregunté a Lucía y ella me lo confirmó.
– ¿Lucía te ha dicho que él era el padre de su hija?
– Sí. Y se sorprendió mucho cuando supo que yo conocía su secreto.
– ¿Y cómo lo sabías tú? -inquirió alarmado.
– Porque les he visto juntos en mis sueños.
– No dejes volar tus fantasías. Estás empezando a preocuparme.
– Todo encaja. Yo le recuerdo en la hacienda, tú mismo viste sus trabajos en los establos. Se enredó con mi madre y con Lucía. Jugó con las dos. Fueron amantes durante mucho tiempo, incluso después de morir mi padre.
– ¿Y por qué estás tan segura de que es a tu abuelo a quien ves en los sueños?
– Porque tiene el cabello blanco, porque… yo sé que es él… -dijo con seguridad.
– ¿Habla contigo?
– No, pero le veo con mi madre. ¿Quién podría ser si no?
– Me voy al despacho -dijo después de una incómoda pausa. Se colocó la chaqueta y se despidió con un beso en la mejilla.
Pero no fue al distrito financiero, sino a la hacienda. Tenía una curiosa corazonada y necesitaba salir de dudas. Demandó a Lucía el puñado de llaves enlazadas por la cuerda y se dirigió a la habitación que con tanta precisión Elena le había señalado. Caminó despacio hacia la capilla, rodeándola por su parte derecha hasta llegar al final. Allí contó las puertas y se colocó a la derecha de la visitada días atrás; probó una a una todas las llaves, pero sin éxito. Lucía le observaba a distancia agazapada tras los muros, y finalmente decidió intervenir al comprobar la infructuosa apertura de aquella puerta por parte de Antonio. Apareció tras él, silenciosa como una sombra.
– ¿Buscaba esta llave, señor? -preguntó alargando el trozo de hierro.
– ¿Pertenece a esta habitación?
La empleada afirmó con la cabeza sin pestañear.
La puerta se abrió sin dificultad. La escasa luz que penetraba iluminó la pequeña sala. Antonio abrió la contraventana y, al volverse, quedó petrificado: la cama que Elena la había descrito estaba allí, solitaria, junto al muro, con el cabecero de tubos en forma de estrella, perfectamente ordenada, cubierta con una colcha de color beige con rombos calados. No había suciedad, ni siquiera polvo cuando pasó los dedos por una mesa sobre la que había un jarrón con flores naturales que parecían haber sido colocadas hacía poco tiempo. ¿Y aquel olor? ¿A qué olía allí? ¿A perfume? ¿A ambientador? Era agradable, cítrico, limpio. Se volvió hacia Lucía, quien continuaba inmóvil en la puerta.
– ¿Qué significa esto? -exigió perplejo.
– Aquí… señor… en esta cama… apareció muerta mi hija -dijo bajando los ojos-. Vengo todas las mañanas desde hace nueve años.
– ¿Cómo es posible? ¿Por qué?
– No lo sé, señor. ¿Tiene usted esa respuesta?
– ¿Yo? -exclamó sorprendido-. ¿Por qué habría de tenerla?
– La señora le ha enviado, ¿no es cierto? Ella lo sabe todo, tiene poderes…
– No diga sandeces, Lucía. Es usted mayor para creer en esas patrañas. Quizá ella ha estado aquí hace poco…
– No, señor, solo yo guardo esta llave.
– La señora vivió en la hacienda hasta los cinco años, a veces tiene recuerdos, eso es todo.
– No, eso no es todo. Ella sabe cosas… cosas que nadie entre los vivos le ha podido contar, no son recuerdos, señor…
Definitivamente, Elena había acertado de lleno con respecto al padre de la pequeña Yolanda. Salió sin hacer comentario alguno; estaba desorientado, tratando de desentrañar aquel misterio. No creía en videncias, en conexiones mentales ni en nada parecido, pero todo resultaba endiabladamente insólito. La única explicación posible eran sus recuerdos, que regresaban a través de los sueños.
Al llegar a casa se detuvo en el umbral del salón para recrearse observando a Elena mientras dibujaba en un cuaderno. La inquietud que le habían provocado sus extrañas visiones desapareció de repente y pensó, mientras la contemplaba, en las numerosas y diferentes facetas que le habían atraído de ella; era como si examinara un poliedro y cada día descubriera una cara distinta y más interesante que iba superando a la anterior. Recordó el día que la vio por primera vez en el aeropuerto y le pareció una mujer mundana y sofisticada; después se conmovió al apreciar su miedo hacia él, su desamparo en aquella comisaría mientras la interrogaban, el abatimiento que experimentó a continuación para más tarde iniciar una tímida sonrisa de optimismo; descubrió también una mujer leal, honesta y generosa, envuelta en un velo de misterio cada vez que revelaba algún insólito sueño o recuerdo sobre el pasado, y concluyó que todos los años que habían pasado hasta que la conoció habían sido un despilfarro.
– ¿Desde cuándo estás ahí? -preguntó Elena al descubrir su sombra en la penumbra.
– Por desgracia desde hace poco -dijo acercándose.
– Ven -dijo invitándole a sentarse a su lado.
Antonio tomó asiento junto a ella y quiso ver lo que estaba dibujando.
– ¡Este soy yo! -exclamó al ver su rostro en el cuaderno-. Lo haces muy bien… Ni siquiera necesitas una foto…
– Me conozco tus facciones de memoria. Incluso tus diferentes miradas… -dijo volviéndose hacia él y levantando una ceja en señal de complicidad.
– Eres muy observadora.
– Sí, y veo que hoy has regresado muy temprano.
– No tenía demasiados asuntos. ¿Y tú, no has salido hoy?
– No, estaba cansada, no he dormido bien esta noche.
– ¿Volviste a tener sueños extraños?
– No… no lo recuerdo.
– ¿Solías tener esa facilidad para soñar antes de llegar a México?
– Sí. Yo sueño casi todos los días. ¿Tú no?
– No.
– No es cierto. Todos lo hacemos, pero no te acuerdas.
– ¿Has vuelto a soñar con la hija de Lucía? -preguntó con aparente naturalidad.
Elena negó con la cabeza.
– ¿Cómo era la habitación donde estaba?
– Pues… como las otras. En el lado izquierdo de la puerta había una cama dorada…
– ¿Estaba preparada? Quiero decir, ¿dormía alguien allí?
– No, aquello era un almacén de trastos. El colchón estaba desnudo, sin sábanas, y tenía forma irregular, como esos antiguos rellenos de lana que se desparraman por los lados. La funda era de color azul añil con rayas horizontales en blanco. En la otra pared había más camas.
– ¿Más camas?
– Sí… Cabeceros y somieres apilados contra el muro. Eran muebles viejos.
La descripción de aquella habitación no coincidía con la actual, excepto la cama. Ella debió de verla así en su niñez, se dijo. Sí. Aquello era un nítido recuerdo de hacía veinte años. ¿Y esa niña? ¿Por qué se suicidó en aquel lugar donde lloraba de pequeña? ¿Tendría alguna relación con su muerte?
– ¿Y tú? ¿Por qué estabas allí?
– No lo sé. Yo abrí esa puerta…
– ¿Estaba cerrada con llave?
– No, estaba entreabierta y escuché voces dentro.
– ¿Voces? ¿De quién?
– De Yolanda, estaba sentada en el suelo en un rincón, llorando.
– ¿Como en la otra habitación de la capilla, donde estaba el tonel de vino?
– Sí, allí también estaba triste. Quizá su madre la regañaba… Siento miedo al recordar estas cosas; enredo los sueños con los recuerdos y no consigo distinguir entre lo que es real y lo que no es…
– Estás regresando a un pasado que había permanecido dormido en tu mente.
– Pero es un pasado extraño. Todos los recuerdos son tristes y violentos… excepto… -Se calló de repente.
– ¿Excepto? -desvió la mirada intrigado para fijar sus ojos en ella.
– Los recuerdos junto a… Agustín. -Le miró con temor.
– ¿Qué recuerdos tienes de él? -Acariciaba su mano mientras la interrogaba.
– Muchos, y todos bonitos.
– Cuéntamelos -pidió con amabilidad.
– Él me montaba sobre sus hombros, me cantaba canciones, me cuidaba… Me quería mucho, lo dijo en su carta.
– ¿Qué más te decía?
– Que sintió pena cuando nos separaron, que nunca me había olvidado y que deseaba verme otra vez… Eso fue lo que me impulsó a venir.
– ¿No te pidió ayuda cuando escapó?
Ella alzó la cara para mirarle.
– Todavía no confías en mí -afirmó con tristeza.
Él tiró de ella hasta tenerla muy cerca.
– Si no creyese ciegamente en ti, no estarías ahora aquí, a mi lado. -Le tomó la barbilla para acercarla a su rostro y la besó con vehemencia.
De repente, la serenidad de aquella incipiente intimidad fue alterada bruscamente por una inesperada visita: Virginia de Alcántara, la ex mujer de Antonio, irrumpió como un torbellino en el salón.
– Señor, disculpe -alcanzó a balbucear la sirvienta, quien a duras penas podía impedir el acceso al salón de aquella arrogante mujer-. La señora Virginia…
– ¡Aquí está la señora Virginia! ¡Quiero hablar contigo ahora mismo! -gritó fuera de sí amenazando con el dedo índice a Antonio.
– ¿Qué ocurre aquí? -dijo levantándose, sorprendido y enojado.
– ¡Ocurre que eres un malnacido y no voy a permitir que vuelvas a botarme de mi propia casa!
Elena asistía atónita a aquel desagradable espectáculo. Su mirada se cruzó con la de aquella mujer alta y rubia, vestida con un elegante vestido entallado de color marrón de cuyo cuello colgaba un collar de perlas de gran tamaño. La mirada de sus ojos azules desprendía una rabia sorda, y su altivo mentón se mantenía erguido en son de guerra.
– Veo que te traes las putas a casa, ya no las citas en tu apartamento -dijo dirigiendo su mirada hacia Elena.
– ¡Esta vez te has superado! ¡Fuera de aquí! -ordenó él señalando hacia la puerta.
– ¡No pienso marcharme hasta que me des una explicación! ¿Por qué estás haciendo esto? ¿No fue suficiente tu venganza?
Por toda respuesta, la tomó con violencia del brazo, tiró de ella y salieron juntos de la sala. Elena esperó durante unos eternos instantes en los que dejó de oírles gritar e intuyó que hablaban en otra habitación, pues Antonio se tomó un tiempo en regresar.
– Lamento que hayas tenido que presenciar esta escena. No volverá a ocurrir -dijo con semblante tenso.
Elena prefirió no hacer preguntas.
– ¿Quieres una copa? Yo la necesito -dijo volcando una botella de whisky en un vaso-. Vamos, pregunta -se ofreció mientras regresaba al sofá.
– Imagino que son problemas relacionados con tu hijo. ¿Es que no la dejas verle?
– Nada más lejos de tu imaginación -respondió Antonio con un amago de sonrisa-. Son problemas derivados de los negocios.
– ¿Qué negocios tienes con ella?
– A veces adquiero empresas con problemas financieros, y a Virginia no le ha gustado que esté haciendo gestiones para quedarme con la suya.
– Hablaba de que ibas a echarla de su casa.
– Yo no soy responsable de que la tenga embargada.
– ¿Y no piensas ayudarla? Fue tu esposa, es la madre de tu hijo. Tenéis un vínculo para toda la vida.
– En absoluto -dijo tranquilo-. Ella renunció a él, Ramiro no le pertenece.
– ¿La obligaste a renunciar en tu divorcio? ¿Esa es la venganza de la que hablaba?
– Te has vuelto a equivocar. Virginia jamás se ocupó de su hijo, tenía otras prioridades. La custodia ya estaba concertada en nuestro acuerdo prematrimonial.
– ¿Quieres decir que rehusó a los hijos antes de contraer matrimonio, incluso antes de tenerlos? -preguntó pasmada.
– Así es -dijo asintiendo con un gesto.
– Yo jamás firmaría algo así -afirmó retadora-, aunque me indemnizaras con toda tu fortuna, aunque tuviese la certeza de que mis hijos tendrían mejor educación y más lujo a tu lado de los que yo podría darles.
– Estoy seguro de que serías una madre excelente -dijo tomándole la mano.
– Supongo que vendió a su hijo a cambio de una generosa recompensa -dijo preguntándole con la mirada.
– Ella es así y no pienso mover un dedo por ayudarla -dijo confirmando con un gesto.
– De todas formas, la venganza no es buena consejera; con el tiempo solo destruye a quien la alienta, y tú debes aprender a perdonar. Serás más feliz -dijo con una dulce sonrisa.
– Yo jamás perdono una traición -concluyó con firmeza.
– A veces me das miedo.
Él suavizó la mirada, tomándola de los hombros.
– No me agrada que receles de mí. Jamás te haré daño.
– ¿Y si te miento alguna vez, aunque sea de manera involuntaria?
– Sé que no lo harás. -Le dirigió una extraña mirada.
En la mente de ambos sobrevolaba una sombra, alguien que seguía sembrando dudas acerca de la lealtad incondicional que él le exigía.
Antonio se esforzaba por conseguir que Elena creyera en él plenamente, pero la confianza que él tenía en ella era aún más firme, en la seguridad de que jamás le traicionaría de forma premeditada. La idea de que alguna vez pudiera comportarse como Virginia estaba fuera de lugar, era absurdamente ridícula. Él conocía su férrea voluntad y su ingenua integridad. En ese aspecto, la conocía mejor de lo que ella misma sospechaba. Tenía una fe ciega en su lealtad, y hasta que la conoció no cayó en la cuenta de que aquella era una cualidad imprescindible en una pareja.
Agustín visitó los sueños de Elena aquella noche: corrían cogidos de la mano por unas calles empedradas, oscuras y solitarias. Se adentraron en una vieja casa de paredes encaladas y vigas de madera en el techo. De repente, una potente luz procedente del interior les dejó cegados al abrirse la puerta.
– Vamos, Elena, despierta -decía una voz que parecía provenir de aquel resplandor.
Abrió los ojos y tropezó con los de Antonio, que la examinaban fijamente.
– Por favor, apaga esa luz -pidió cubriéndose con el brazo.
– Estabas inquieta. ¿Qué soñabas?
– Nada importante; cosas absurdas, como siempre.
– Parecías muy alterada, como si escaparas de alguien.
– Sí. Me seguían hombres vestidos con un uniforme militar muy antiguo, parecido al de los retratos de tus antepasados.
– ¿Por qué te perseguían?
– No lo sé.
– No estabas sola. ¿Con quién hablabas?
– Contigo, tú también corrías a mi lado.
Antonio sonrió. Había mencionado en voz alta el nombre de Agustín. Era una inocente mentira, pero no le preocupaba. Los sueños era solo eso: una liberación del subconsciente, y él no podía llegar hasta allí.
– Buenas noches -se despidió, besando su frente.