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Capítulo1

Washington D.C., 1 de agosto de 1991

La lluvia caía torrencialmente y la oscuridad se hizo dueña del ambiente. Una fuerte tromba de agua acompañada de cercanos relámpagos y truenos forzó el cierre del aeropuerto internacional de Washington Dulles; todos los vuelos estaban siendo retrasados o cancelados durante varias horas a causa de la inesperada tormenta veraniega que descargaba en aquellos momentos. De las pantallas informativas desaparecieron las señales horarias y la palabra delayed se repetía en todos los monitores.

Antonio Cifuentes dibujó una mueca de fastidio al escuchar la megafonía. Su jet privado tampoco podría despegar y se resignó a pasar unas aburridas horas, abrumado por el húmedo y sofocante calor que envolvía aquel espacio rebosante de gente que circulaba en todas direcciones.

Al fin encontró la sala VIP. Una agradable camarera le sirvió una copa y él se dispuso a relajarse leyendo la prensa tras librarse de su elegante chaqueta. El interés reparaba exclusivamente en las noticias de empresa; la política y los sucesos le eran ajenos, pues estaba en viaje de negocios y aquel no era su país. Después de unos eternos crucigramas, aún seguía aburrido en el sillón y alzó la vista para observar a los demás viajeros que compartían la sala con él. A su izquierda, un hombre de edad, grueso, con cuidada y canosa barba leía el periódico tras unas lentes bifocales; vestía pantalones y sombrero vaqueros, camisa a cuadros y botas de cuero bordadas y terminadas en punta; más al fondo, dos jóvenes ejecutivos charlaban animadamente mientras sostenían una copa entre las manos. Su mirada se desvió hacia el fondo de la sala para descubrir a la única mujer que les acompañaba en aquel exclusivo recinto. Era joven, calculó no más de veinticinco años, y estaba sola. Poseía una delicada belleza y su ángulo de visión le mostraba un bonito perfil: boca grande, cuello largo y grandes ojos rasgados que inspiraban un aire oriental. Sí, debía de tener algún antepasado de raza amarilla. La esbeltez de su pecho y la redondez de sus curvas exhibían una involuntaria sensualidad de la que no alardeaba, aunque se adivinaba bajo la discreta y elegante ropa: un pantalón marrón oscuro y jersey en tono más claro, sin mangas y cuello de cisne. Su larga y ondulada melena de color miel se replegaba hacia atrás ayudada por unas gafas de sol que despejaban su bronceado rostro, y unas discretas y solitarias perlas adornaban sus orejas. Poseía un aire de fragilidad que aumentaba su interés, y prolongó su examen durante unos instantes más: ella miraba hacia el suelo con aire pensativo, con una pierna cruzada sobre la otra y los brazos sobre el regazo; después realizó un suave gesto buscando algo en su bolso, extrajo un cuaderno y comenzó a escribir algo en él. Antonio examinó sus manos para comprobar que no llevaba alianza, ni siquiera anillos; en su muñeca derecha exhibía un brazalete plateado y en la izquierda un reloj con correa de piel marrón. Ella volvió a hurgar dentro del bolso y sacó un abanico de madera en color blanco decorado con flores azules y negras que abrió con una maestría inusual por aquellos territorios, moviéndolo de un lado a otro y mirando al frente. Antonio Cifuentes acotó su lugar de procedencia: era un típico abanico fabricado en España, país que conocía bien y al que viajaba a menudo por motivos de negocios. Advirtió entonces que la joven se levantaba y se dirigía al expositor frigorífico de las bebidas y se atrevió a seguirla en la convicción de que era la mejor compañía en aquellos momentos.

– Disculpe. ¿Puedo ayudarla? -preguntó en castellano a su espalda mientras ella abría la puerta.

– No, gracias. -Respondió en el mismo idioma sin molestarse en volver la cara para mirarle. Después cerró la vitrina, indiferente ante su amable invitación.

Le sorprendió la elección de la bebida: una cerveza Coronita. Debía de ser mexicana, como él, aunque no pudo descifrar su acento por la escueta e inexpresiva respuesta recibida. La joven regresó al sofá sin reparar en su presencia y él volvió a la tribuna de observación con más curiosidad que antes. Ella continuaba escribiendo en el cuaderno con pensativas pausas; más tarde extrajo una pequeña calculadora y realizó varias operaciones, tras las cuales esbozó una amplia sonrisa y apuntó en el papel el resultado de las mismas.

Y él seguía allí, aburrido, observando aquella delicada criatura y planeando la manera de abordarla para matar el tiempo de tedio durante aquella interminable espera, ignorando que el destino estaba ya trazado y que nada, a partir de aquel instante, volvería a ser como antes.

Por fin la megafonía comenzaba a enviar noticias agradables. Las salidas de los vuelos se restablecían lentamente y el aeropuerto regresaba a la normalidad. La observó por última vez. «Una linda chamaca», pensó mientras se levantaba con calma para dirigirse a la terminal de vuelos privados.

Antonio Cifuentes iba a cumplir cuarenta años y se sentía en la cumbre. Además de sus múltiples y pujantes negocios, había heredado un monumental imperio familiar tras la reciente y violenta muerte de su padre: la más grande y rica hacienda de México, donde el cultivo de cereales y la producción de ganado abastecía a buena parte del país. También se criaba allí una de las mejores ganaderías de toros de lidia del continente americano.

Era un hombre vengativo y jamás perdonaba una afrenta; en aquellos momentos estaba ansioso por celebrar su gran triunfo, una revancha que había llevado a cabo el día anterior en el despacho de sus abogados. Su ex socio y ahora competidor, Sergio Alcántara, había osado seducir a su esposa, a quien Antonio arrojó sin contemplaciones del hogar tras conocer la infidelidad. Pero las represalias aún no habían terminado; tenía intención de hacerles pagar por ello y se disponía a arruinarles la vida, tanto a nivel económico como social. Había comenzado con la compra de una colosal cadena hotelera con sede en Estados Unidos y establecimientos en todo el continente americano: la West Union Inn. Dicha cadena era a su vez accionista de otra ubicada en territorio mexicano, Veracruz Hoteles, cuyo presidente y ahora rival, Sergio Alcántara, ignoraba que iba a ser destituido y despojado de su propiedad. Se había propuesto ir directamente a la yugular con su campaña de acoso y derribo, que había ido camuflando a través de compras de paquetes de acciones en pequeños grupos a cargo de sociedades aparentemente ajenas a su holding, y ya poseía más de un tercio. Con la adquisición de la multinacional norteamericana, sus acciones en la cadena Veracruz Hoteles sumaban las tres cuartas partes del accionariado, y Antonio se recreaba imaginando la cara de Sergio Alcántara al conocer la noticia.

Elena Peralta oyó a través de los altavoces de la sala el número de su vuelo y se dirigió hacia la terminal indicada para el embarque con destino a la Ciudad de México. Aún quedaban alrededor de cinco horas de viaje que, sumadas a las otras ocho del vuelo de Madrid a Washington y las casi tres de espera en este último aeropuerto, estaban poniendo a prueba su fortaleza física y psicológica. Se acomodó al fin en una confortable butaca de primera clase y, tras rechazar amablemente la bandeja de catering que le ofreció la azafata, cerró los ojos y se abandonó a un incómodo pero reparador sueño. Solo el ruido del tren de aterrizaje y el zumbido de los oídos al acusar la presión durante el descenso del aparato la devolvieron a su insegura realidad: regresaba a México para conocer parte de una familia de la que hasta hacía poco tiempo no tenía noticias de su existencia; deseaba aclarar su confuso pasado y las imprecisas explicaciones que había recibido sobre los motivos por los que su madre la había abandonado.

Ella había nacido en ese país, pero creció en España con sus abuelos paternos, quienes durante tres décadas habían padecido el exilio a causa de la guerra civil española refugiados en un pequeño pueblo situado al sur de la Ciudad de México. Ellos le contaron que su único hijo había contraído matrimonio con una mujer indígena de largas trenzas y oscuros ojos rasgados que murió durante el parto; dijeron también que su padre falleció unos meses antes de que ella naciera a causa de un desafortunado accidente y, tras aquellas trágicas pérdidas, decidieron regresar a España con su pequeña nieta. Era la única versión que había escuchado desde que tuvo uso de razón.

Pero le mintieron.

Su madre aún seguía viva, y tenía un hijo, y residían muy cerca del lugar donde ella había nacido veinticinco años antes. Elena había heredado el físico de su padre: piel clara, cabello rubio y grandes ojos verdes. De su madre, según comentaban a solas los familiares, poseía la dulce y rasgada mirada y su noble carácter. Creció en un pueblo del sur de España, junto al mar, y fue una niña despierta y cariñosa que mostraba interés por todo cuanto la rodeaba. Su abuelo era aún joven cuando dejó el país azteca y, con los ahorros obtenidos del fruto de su trabajo, adquirió una hermosa casa y realizó excelentes inversiones que le permitieron mantener holgadamente a su familia; su abuela se había dedicado a la costura y le confeccionaba preciosos vestidos que causaban admiración y envidia entre sus amigas. Ellos no escatimaron medios para proporcionarle una buena educación y un cómodo porvenir, pues eran conscientes de que no estarían siempre a su lado. Aprendió música, idiomas, fue a la universidad y, tras finalizar la licenciatura en matemáticas, regresó a su pueblo para trabajar como profesora en un instituto, compensando así todos sus sacrificios.

Elena era abierta y desprendida, dotada de una especial sensibilidad por las injusticias ajenas, sobre todo con los niños huérfanos y desfavorecidos que, como ella, no habían conocido a sus padres. Su generosidad la conducía a colaborar como voluntaria en organizaciones humanitarias, incluso realizó viajes al extranjero durante las vacaciones como cooperante en misiones católicas en las que se dedicaba a cuidar a los pequeños y ejercía como maestra.

Meses antes de morir, su abuela le habló por primera vez de la familia mexicana, a pesar de que su verdadera madre había impuesto la condición al entregarle a Elena de que jamás debían referir ningún detalle sobre ellos: la niña no debía regresar nunca a aquel lugar ni conocer las penosas condiciones en las que ellos todavía seguían viviendo. Pero Isabel Ramos no podía llevarse aquel secreto a la tumba: Elena tenía derecho a conocer toda la verdad sobre su origen y debía decidir por sí misma.

La joven quedó sobrecogida al enterarse de que su madre aún vivía, y su desconcierto aumentó todavía más al examinar algunas fotos y verse a sí misma, de pequeña, en brazos de una mujer desconocida, morena y de largo cabello, junto a un chico de unos diez años con pelo lacio y ojos achinados. Tras aquella revelación, Elena resolvió escribirles una extensa carta en la que les habló de su niñez, de sus abuelos, del trabajo y, sobre todo, del deseo de ir a México para conocerles. Poco tiempo después recibió las primeras noticias desde el otro lado el océano: una fría carta dictada a otra persona, pues su madre no sabía escribir. En ella le expresaba su satisfacción por la brillante posición que había alcanzado, pero le pedía que no viajara a México, pues no tenía nada que ofrecerle, ni siquiera un hogar digno donde acogerla. Le enviaba todo su amor y el deseo de un futuro lleno de felicidad.

La decepción recibida no frenó su intención de visitar su país de nacimiento, aunque tuvo que posponer el viaje debido a la enfermedad de su abuela, cuya salud se degradaba lentamente. Su abuelo las había dejado unos meses antes y le tocó a ella cuidarla en soledad hasta el final. Durante aquel tiempo siguió escribiendo y rogando ser aceptada en las vidas de su madre y de su hermano, y dos meses después, perdida toda esperanza, recibió por sorpresa una carta de Agustín González, su hermano. La letra era irregular e infantil debido a la escasa formación, pero el fondo de sus palabras le causó una profunda conmoción al conocer que él la recordaba a diario y que sintió mucho dolor por la separación. Contaba cómo cuidó de ella de pequeña y cómo la añoró tras su marcha; pero estaba seguro de que su madre había actuado correctamente porque Elena había recibido una vida más digna lejos de ellos. Le habló de su duro trabajo y del escaso reconocimiento, de su soledad, del incierto futuro y su pobreza, pero aun así se sentía feliz por la diferente suerte que ella había corrido, y, aunque su madre se negaba a recibirla debido a su humilde condición, él daría parte de su vida por verla y abrazarla una sola vez.

Elena lloró emocionada ante las palabras de su hermano mayor que dejaban entrever un alma atormentada, y por primera vez se sintió culpable de haber recibido todo lo que él no había alcanzado; por primera vez sintió rabia hacia su madre por haberla abandonado, y hacia sus abuelos por haber mentido durante todos aquellos años; por primera vez decidió dejarlo todo para ir en su busca.

El día en que su abuela dejó de tomarle la mano, Elena sintió que no estaba sola, pues al otro lado del océano había alguien que compartía su misma sangre, una desconocida familia que se había roto veinte años atrás y a la que deseaba conocer. Les escribió de nuevo para informarles de la triste pérdida e insistió en el proyecto de ir a visitarles; el curso en el instituto estaba finalizando y había reservado un pasaje para primeros de agosto. Pensaba disfrutar del mes de vacaciones en tierras mexicanas y deseaba convencerles del nuevo rumbo que debían tomar en sus vidas, pues tenía la firme voluntad de regresar a España con ellos; Agustín era joven y allí encontraría trabajo, y su madre descansaría para siempre junto al mar, con su familia, en un hogar digno y lleno de amor. No recibió respuesta alguna, pero no se amilanó y siguió con sus planes de viaje, y cargó con todos sus ahorros con la intención de entregárselos, en caso de fracasar en el intento de llevarles a España. Era una deuda pendiente con ellos y debía compensarles por la enorme prueba de amor que habían demostrado.