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– ¡Por favor, no te vayas! ¡Soy Agustín González, tu hermano!
Elena detuvo su despavorida huida y se volvió para mirarle, reconociendo al instante el rostro de la foto que había despegado de la pared meses atrás. Aquel desconocido que decía ser su hermano vestía una camisa vieja y raída y un pantalón oscuro gastado por el uso.
– ¡Dios santo! ¿Eres tú realmente? -exclamó acercándose hasta quedar frente a él.
Elena se había trasladado a la hacienda al día siguiente de la partida de Antonio a Nueva York. Desde hacía varios días indagaba por los pueblos de los alrededores buscando datos, pruebas, recuerdos que pudieran desmentir o corroborar las afirmaciones del despreciable mensajero del museo. Lucía debía de conocer toda la verdad, pero no confiaba en su colaboración, después de la impresión que recibió cuando Elena lanzó aquel disparo a ciegas y acertó de puro azar con el padre de su hija, así que decidió no involucrarla en sus pesquisas.
En la primera conversación telefónica con Antonio, Elena percibió su desagrado al conocer que había regresado al campo sin consultarle, pero a ella no le importó: era un acto de rebeldía estar allí a solas, indagando sin obstáculos, recorriendo el lugar donde nació, sentándose a rememorar su infancia al abrigo de las hojas de su árbol preferido junto al río.
Aquella tarde se había acomodado en la terraza. Lucía apareció ante ella y, con semblante solemne y distante, le entregó el teléfono. Antonio la llamaba a diario desde Nueva York. Su tono era afable y cariñoso, declarándole su amor obsesivo y el deseo de reunirse pronto con ella, prometiéndole que todo cambiaría cuando regresara a México. Tras despedirse de él, se dirigió al salón para depositar el auricular en el soporte telefónico; entonces descubrió un pequeño papel escrito a mano junto al aparato:
Elena, ve al árbol de la diana.
Sonrió conmovida, intuyendo un nuevo detalle de Antonio para halagarla. Estaba segura de que había regresado ya y que la había llamado desde otro teléfono; quería sorprenderla y la citaba en el árbol de su infancia. Subió la escalera sintiendo que el corazón le latía con fuerza y se vistió para montar a su caballo favorito, con el que salió a galope arroyo arriba. No halló rastro del coche ni del caballo de Antonio, y se introdujo entre las ramas para esperarle. De repente dio un grito de pavor: un desconocido estaba agazapado tras el grueso tronco del árbol y salía a su encuentro.
– ¡Por favor, no te vayas, pequeña Lena, soy Agustín González, tu hermano! -exclamó con una triste mirada.
– ¿Eres tú realmente? -dijo Elena, frenando su brusca carrera al recordar de repente el cariñoso apodo que Agustín y los demás niños le dedicaban durante los juegos de infancia.
Avanzó despacio y se detuvo muy cerca de él, alzando la mano para acariciar su cara. Al fin se fundieron en un fuerte abrazo, emocionados y contagiados por el llanto.
– No sabes cuánto me dolió separarme de ti. Yo te cuidé desde que naciste, pero nunca creí que volvería a verte convertida en una damita tan elegante y bella. Valió la pena todo lo que mamá lloró por ti.
Se sentaron en el suelo, apoyados en el tronco y al abrigo de miradas extrañas gracias a la complicidad de las largas ramas que se mecían al compás del viento y les rodeaban como una frondosa cortina. Hablaron durante horas. Agustín quería conocer su vida en España, y Elena deseaba saber de su pasado en México. Le relató con detalle las trágicas muertes de su madre y de Andrés Cifuentes. Ella presentía que él no era el hombre violento que le habían descrito y por fin pudo confirmarlo: Agustín estaba en los establos cuando fue avisado con urgencia por una criada de que Trinidad había sufrido un accidente al caer por la escalera. Él corrió a socorrerla y la encontró en el suelo, agonizante. El cuerpo del amo yacía inconsciente al lado del pozo, en el patio, y un gran reguero de sangre brotaba de su cabeza; las criadas llegaron hasta ellos y comenzaron a gritar, acusándole de golpear al amo. En medio de aquella terrible confusión, Regina Gutiérrez le conminó a huir antes de ser apaleado allí mismo por una caterva de hombres enfurecidos. Corrió hacia el exterior, tropezando con los obreros que acudían a la llamada de la responsable de la mansión y escabulléndose por una salida que él conocía desde que era niño.
– Pero entonces ¿quién golpeó a Andrés Cifuentes?
– No lo sé. No fui yo, créeme. Él ya estaba muerto cuando llegué a la mansión.
– ¿Pudo ser alguien de la casa?
– Allí se recibían muchas visitas de compradores y criadores de ganado… Entraba y salía mucha gente…
– ¿Y mamá? ¿Qué le ocurrió? ¿Dónde está enterrada?
– No lo sé. Murió al día siguiente de su caída. Regina me dijo que no se pudo hacer nada por ella. Sus heridas eran mortales.
– ¿Por qué no me llamaste a España? Podría haberte ayudado.
– Salí huyendo con las manos vacías. He sobrevivido hasta ahora como un animal acosado, me buscan por todo el país, ya lo sabes… No podía comprometerte.
Agustín era un hombre resignado a su suerte, con un destino que no pudo esquivar. Elena fue conociéndole a través de su relato: le habló de las riñas que recibía de Trinidad en los momentos de rebeldía, cuando intentaba hacerle ver cuán afortunados eran por gozar de un techo donde vivir y un trabajo que les ennoblecía. Trinidad González tenía buenos sentimientos, era trabajadora y generosa, y nunca olvidó a su hija, aunque jamás se arrepintió de haber renunciado a ella. Se consolaba pensando en el excelente futuro que había conseguido para Elena, burlándose del destino que tenía dispuesto.
Elena no creía en el destino, pensaba que el mundo era fruto de casualidades. El futuro no estaba escrito, sino que se forjaba día a día y eran las decisiones individuales las que realmente marcaban el devenir de las personas. Pero ahora tenía dudas: su madre no quería que ella viviera en aquella hacienda, y en aquellos momentos estaba en el lugar que su estrella le marcó cuando nació. Se convenció de que su rumbo estaba ya trazado. Trinidad solo consiguió esquivarlo durante un tiempo, pero al final todo debía seguir su curso como estaba previsto desde su nacimiento.
Agustín sufrió por su ausencia, pero solo el tiempo y las amargas experiencias le hicieron ver lo acertada de aquella decisión. Estaba seguro de que allí habría caído en las garras del amo.
– ¿A qué te refieres cuando hablas de caer en las garras del amo?
– El amo golpeaba a sus empleados y forzaba a las mujeres, ya fuesen solteras o casadas.
– ¿Sabes si a mamá también la forzó?
– Claro que lo sé. Yo soy el resultado de sus desmanes…
– ¿Quieres decir…? ¿Tú eres…? -se calló, horrorizada.
– Soy su hijo bastardo.
Elena confirmó con horror las afirmaciones de Sergio Alcántara: Antonio Cifuentes no estaba dispuesto a compartir su herencia, no quería dejar ningún cabo suelto…
– ¿Y yo? ¿Quién es mi padre? -preguntó presa del pánico.
– Tu padre era un hombre bueno; se llamaba Rafael, yo le conocí. Te pareces mucho a él. Mamá y Rafael se casaron en secreto, me prometieron que nos iríamos lejos y que me daría su apellido, pero al poco tiempo sufrió un accidente y murió. Mamá estaba embarazada de ti y decidió enviarte con los padres de su difunto marido cuando ellos regresaron a España. Quería protegerte del amo.
– ¿Protegerme del amo?
– Don Andrés seguía persiguiéndola y no aceptó su matrimonio con otro hombre. Tú no le gustabas…
– Mamá fue amante de Andrés Cifuentes… -Enmudeció por un instante-. ¿Y su hijo estaba al corriente? -preguntó conmocionada.
– Claro. Él siempre ha conocido mi origen, por eso me persigue con tanta saña. No le agrada tener familiares de mi raza.
– ¿Él te acusó del asesinato?
– Sí. Obligó a mentir a las criadas y a algunos obreros que no habían visto nada. Consiguió que testificaran en mi contra.
– ¿Estaba en la hacienda ese día?
– No lo sé. Él venía poco, solo cuando organizaba alguna fiesta o tenía invitados. No mantenía una buena relación con su padre.
– Entonces ¿por qué ese ensañamiento contigo? Creí que le había afectado…
– ¿Afectado? -esbozó una triste sonrisa-. No creo que haya derramado una lágrima. Al contrario, debe de estar feliz porque ya puede manejar todas estas posesiones a su antojo.
– ¿Y tú? ¿Tenías buena relación con Andrés Cifuentes?
– Compruébalo tú misma -dijo volviéndose de espaldas y alzándose la camisa.
Elena observó con espanto unas cicatrices longitudinales que recorrían la piel de su hermano de un extremo a otro.
– ¿Te lo hizo él? -preguntó escandalizada-. ¿Por qué?
– Era su forma de hacerse respetar, como dueño de todos los que trabajaban aquí. Era una bestia -dijo con amargura.
Elena se sentía estafada.
Antonio le había mentido, optando por proteger a su padre y anteponiendo sus intereses a los de ella. Recordaba las evasivas respuestas cuando le preguntaba por su madre. Él conocía bien la relación de Andrés Cifuentes con ella, pero lo ocultó deliberadamente.
– ¿Y Antonio Cifuentes? ¿Es igual que su padre?
– No, él nunca ha utilizado la violencia, pero es soberbio y orgulloso; no permite que nadie le mire a los ojos ni le replique, exige obediencia y sumisión.
– ¿Alguna vez tuviste trato con él? ¿Habéis hablado de vuestro parentesco?
Agustín esbozó una amarga sonrisa.
– Todavía no has comprendido… Él es el amo y yo no soy nadie: un simple peón, un indio, un bastardo. Siempre me ignoró, incluso más que a cualquiera de los mozos empleados aquí. Jamás se rebajaría a dirigirme la palabra, y menos para hablarme de nuestro padre común. Abre los ojos, pequeña Lena, solo éramos siervos sin derechos, con la única obligación de trabajar para ellos.
– Pero esto no es el siglo pasado; ya no hay esclavos, estamos en los noventa…
– Aquí no; la ley está a su servicio. Ellos tienen el poder y disponen de él a su antojo.
– ¿Qué piensas hacer ahora?
– Voy a largarme al norte para intentar pasar la frontera hacia Estados Unidos.
– Toma -dijo quitándose de la muñeca un valioso brazalete de platino y diamantes en forma de zigzag. Era el primer regalo que recibió de Antonio-. Con esto podrás sobrevivir un tiempo.
– No puedo aceptar esta joya, no te busques problemas.
– No te preocupes por mí. Tengo que aclarar muchos asuntos con él -dijo dolida.
– No confíes en él, ten cuidado. Sé que obligó a Regina Gutiérrez a mentirte. Aquí las cosas no funcionan como en Europa. Es poderoso, puede hacerte mucho daño y quedar impune.
– Se ha burlado de mí -dijo con rabia-. No pienso quedarme de brazos cruzados y dejarme manejar como una estúpida. Me parece una ironía. Tú también eres su hermano, eres el único nexo en común entre él y yo. Sin embargo, estamos situados en orillas opuestas: él desea tu cabeza, mientras yo rezo para que consigas sobrevivir a esta fatalidad -dijo con una triste sonrisa-. Ya todo me da igual. Necesitaba verte, conocerte, hablar contigo; por fin se ha cumplido mi deseo. -Le abrazó con lágrimas en los ojos-. Llévate el brazalete. Si consigues llegar a Estados Unidos, házmelo saber.
– De acuerdo -dijo mientras se fundían en un fuerte abrazo-, mi pequeña Lena… Ojalá todo te vaya bonito en la vida…
Elena montó a su animal con la certeza de que nunca más volvería a verle. «El paso de la frontera es muy arriesgado y no todos lo logran», pensó. El camino hacia el norte era largo, los peligros acechaban… y la policía aún seguía tras sus pasos. Estaba emocionada por aquel encuentro, pero la decepción sufrida al descubrir la manipulación de que había sido objeto nublaba la satisfacción de haber aclarado su verdadero pasado. Todo se había desmoronado; había confiado ciegamente en un hombre que le había mentido…Ya no creía en él…
Una desagradable sorpresa la esperaba a su regreso a la mansión: el jefe de la Policía deseaba interrogarla, pues habían recibido información de que Agustín González había sido visto merodeando la finca. Ella le devolvió las mismas respuestas que en la central, negando cualquier contacto con él.
– ¿Usted cree que regresaría a la casa de su víctima? ¿Por qué habría de hacerlo? Correría un gran peligro…
– Quizá para contactar con la única persona que podría ayudarle: usted.
– Él y yo no nos conocemos. Jamás ayudaría a un asesino -dijo aparentando seguridad-. Además, ¿qué interés tendría yo para él?
– Dígamelo usted -demandó con mirada felina.
– Se lo diré: ninguno -respondió con indolencia-. Lo siento, pero se ha equivocado de persona.
– Está bien, disculpe las molestias. ¿Cuándo regresa el señor Cifuentes?
– Pronto, en unos días.
– Le ruego que le transmita mi deseo de entrevistarme con él en cuanto llegue.
– No se preocupe, le daré una puntual información de su visita, señor Flores.