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Tras un impaciente vuelo, el jet privado aterrizó en el aeropuerto internacional de Ciudad de México, donde el lujoso Mercedes le esperaba al pie de la escalerilla. Eran las seis de la tarde y Antonio Cifuentes ordenó al chófer dirigirse directamente hacia la finca. Estaba ansioso por reencontrarse con Elena.
– Señor, el jefe de la Policía llamó ayer. Necesita comunicarse con usted urgentemente -le informó su asistente personal.
– Entonces llámele y dígale que se reúna conmigo de inmediato.
– Buenas tardes, Manuel. Dígame qué novedades tiene para mí. -Estaban en el despacho de su palacete en el Distrito Federal.
– ¿Le ha informado la señorita Peralta sobre mi visita a la hacienda?
– No. Acabo de llegar de Estados Unidos y aún no la he visto ¿Hay alguna novedad?
– Agustín González ha sido detenido -dijo triunfante.
– ¡Vaya! Por fin le han atrapado. ¿Dónde se escondía esa alimaña?
– No va a creerlo, pero le cazamos dentro de su propiedad.
– ¿Qué?
– Recibimos una llamada. Alguien le vio merodear por la hacienda y nos adentramos ayudados por el capataz. Comenzamos a vigilar los movimientos de la señorita Peralta y ella misma nos condujo hasta él.
– ¿Ella se encontró con él? -preguntó lívido por la impresión.
El policía abrió un sobre y depositó una pulsera de diamantes sobre la mesa.
– ¿Es suya esta joya?
– Sí… sí, es de mi propiedad -respondió desconcertado.
– González la llevaba encima, dice que la ha robado. Le hemos interrogado con gran dureza, pero no conseguimos arrancarle una confesión que inculpe a la señorita Peralta. Dígame qué hacemos con ella.
– Manuel, olvídese de esta joya, y también de ella -ordenó tomando el brazalete con una mano y guardándolo en un bolsillo de la chaqueta-. Es un asunto privado y yo mismo voy a solucionarlo.
– Hay algo más. Ahora estamos seguros de que ella le ha estado encubriendo durante todo este tiempo.
– ¿En qué se basan para esa afirmación? -preguntó con estudiada calma.
– Estuvo aquí el verano pasado. Hemos revisado los vuelos procedentes de España de los dos últimos años. Elena Peralta llegó a Ciudad de México a primeros de julio y regresó a finales de agosto. Ella asegura que no le conoce, pero parece extraño que en dos meses de estancia en el país no tuvieran contacto, ¿no cree?
Antonio realizó auténticos esfuerzos por mantener la compostura ante el representante de la autoridad. Su primera reacción de sorpresa daba paso a una terrible furia.
– Olvídese de ella, Manuel. Yo me encargaré personalmente de que reciba su castigo. Ya he recuperado la joya, así que concéntrese en el asesino. El resto es asunto mío -ordenó con las mandíbulas contraídas.
– De acuerdo. Usted manda.
Al quedar solo comenzó a dar vueltas en el despacho como una fiera enjaulada.
– No, ella no -repetía incrédulo-. Ella no ha podido engañarme de este modo. Ella no… ella no…
Trató de recordar los últimos movimientos, sus últimas palabras… Había insinuado más de una vez la posibilidad de tomar partido por Agustín, le hablaba de los bellos recuerdos a su lado, incluso la oyó mencionar su nombre en sus sueños… ¡Estaba preparando el terreno…! Le había embaucado hasta ganar su confianza, hasta tenerle rendido a sus pies. Después comenzó la segunda parte de su plan: tenía que apoyarle desde dentro, utilizando artimañas para trasladarse a la hacienda. Ella siempre tuvo empeño en vivir allí, y ahora Antonio lo veía claro: era el único sitio donde podrían verse con libertad sin ser descubiertos. Agustín conocía todos los rincones, y ella esperó pacientemente a quedarse sola para reunirse con él y entregarle un fabuloso tesoro con el que comenzar una nueva vida…
– ¡Qué estúpido he sido! ¿Cómo no me di cuenta antes de esta farsa? -gritó indignado golpeando al aire.
Todo se había derrumbado de repente: sus vacaciones, su familia, su matrimonio, el deseo de un hogar, Elena… ¿Aún estaría en la finca…? No, seguro que ya se habría largado. Había cumplido su objetivo y no iba a esperar que él regresara para ofrecerle un cálido beso en la mejilla, como Judas. Estaría ya de vuelta en su país con un botín de joyas con el que viviría cómodamente. «¡Estúpido, imbécil!», se repetía una y otra vez. «¡Te han engañado!»
Tomó el teléfono y sintió que el pulso se le aceleraba al conocer que ella aún seguía en la hacienda. Salió conduciendo el coche sin control, ciego de ira. Jamás hubiera esperado una traición de Elena. La había idolatrado, nunca creyó que existiera una mujer tan extraordinaria, tan íntegra, tan inocente… tan astuta…
Se sintió ridículo. ¡Todo era mentira!
Ella había ido a México con un único objetivo: seducirle para ayudar a su hermano a escapar. Él le habría pedido ayuda después de asesinar a su padre. Todo parecía haber sido planeado con meticulosa premeditación. Sí, era un buen plan, digno de una mente preclara y ágil como la suya. Golpeó con fuerza el volante en un arranque de furia, ansioso por llegar a la hacienda para comprobar cómo le recibiría Elena. En aquellos momentos deseaba apretarle el cuello y verla morir allí mismo, de rodillas, ante él. Jamás había amado con tanta intensidad y jamás le habían humillado con tanta saña.
Unas luces le cegaron de repente. Giró con violencia el volante y se salió bruscamente de la calzada, logrando detener el coche antes de estrellarlo contra un gran árbol. Quedó quieto, en silencio, a oscuras. Debía estar sereno para meditar con frialdad, como lo haría ella. Tenía que desenmascararla y hacerla confesar, para después darle una lección que no olvidaría jamás. Arrancó de nuevo más calmado, y al llegar a la mansión se dirigió directamente al dormitorio. Estaba preparado para, fuesen cuales fueran sus argumentos, aseverar su traición. Esperaba súplicas, explicaciones, arrepentimiento, pero nada de aquello le haría cambiar la idea de infligirle el castigo más grande que jamás imaginaría recibir.
Elena estaba tumbada en el sofá con un libro abierto sobre su regazo y miraba hacia el techo pensativa mientras la sinfonía nº 41, Júpiter, de Mozart inundaba la estancia en un elevado volumen. Antonio apagó el aparato de música y se quedó en pie, quieto, analizando su reacción.
Ella volvió la cabeza y descubrió su silueta junto a la cama. Advirtió cómo escudriñaba cada uno de sus movimientos; era un cazador intentando discernir si la presa tenía intención de huir o pelear. Sintió mariposas en el estómago, pero esa vez no eran de alegría. Su intimidante mirada le indicó que ya estaba al corriente del encuentro con Agustín y se incorporó despacio, avanzando lentamente hacia él. Antonio aguardaba una reacción de miedo, que extrañamente no encontró; más bien parecía… ¿Reproche? Pero su decisión permanecía inconmovible, ejerciendo un férreo control sobre las emociones.
– Tengo algo que decirte -dijo Elena deteniéndose frente a él.
– ¿Y bien? -Antonio advirtió cómo ella respiraba con dificultad, aunque sin esquivar su mirada.
– He visto a mi hermano.
– ¿De veras? -contestó sin mostrar signos de sorpresa-. ¿Y dónde le has visto?
– Aquí, en la finca, en el árbol de la diana.
– ¿Cómo sabías que estaba allí? -La tensión podía palparse en el ambiente.
– Encontré una nota que me citaba allí.
– ¿Quién te la envió?
– No lo sé. Estaba junto al teléfono. Pensé que eras tú quien la había puesto para darme una sorpresa, pero le encontré a él.
– ¿Y qué pasó? -preguntó con las mandíbulas contraídas.
– Hemos estado hablando.
– ¿De qué? -preguntó apelando a toda su sangre fría para no estallar de furia.
– Del pasado, de mis padres… del tuyo… de ti…
– ¿Os habéis divertido mucho a mi costa? -masculló tratando de contener la rabia.
– No. Eres tú quien ha estado burlándose de mí todo este tiempo. Quiero que sepas que le he ayudado.
– ¿Cómo le has ayudado? -La ira blanqueaba sus nudillos, apretados los puños.
– Le di una de las joyas que me has regalado.
La indignación de Antonio aumentaba segundo a segundo al comprobar la frialdad con la que ella confesaba su traición sin ningún pudor.
– ¿Cuál? ¿Esta? -dijo extrayendo de su bolsillo el brazalete y arrojándolo sobre la cama-. ¿Es que no tienes vergüenza? -Al fin había estallado en un grito de rabia-. ¡Miserable! ¡Zorra! ¿Por quién me has tomado? ¿Creías que ibas a engañarme? ¿De quién partió la idea de embaucarme? No me lo digas. -Le apuntó con el dedo amenazante-. Sé que fuiste tú quien lo preparó todo. Eres muy lista. Me he dejado cazar por una mirada ingenua, pero encierras una mente fría y sin escrúpulos.
– ¿De qué estás hablando? -le increpó, desconcertada ante aquellas acusaciones-. Eres tú quien ha estado fingiendo todo este tiempo…
– ¡Todo era mentira! ¡Los extraños sueños, tus visiones…! Casi consigues convencerme. Fue él quien te preparó todos los escenarios, ¿verdad? Lo ocurrido en el establo, lo de esa niña… ¡Todo era un montaje! ¡Me has ridiculizado, me has mentido…! Has utilizado mis debilidades para conseguir tu objetivo ¡Pero vas a pagar cara tu osadía! ¡Nadie se burla de Antonio Cifuentes! -gritaba fuera de sí.
– ¿Tú sabes lo que pasó en el establo? -preguntó sobrecogida.
– ¡Sí, y tú también! Eres una excelente actriz, pero esta vez no has triunfado -masculló con desprecio acercándose peligrosamente a ella.
Elena trató de separarse, pero él se lanzó sobre ella lleno de ira y ciñó con rabia sus brazos.
– Piensa lo que quieras, porque no me arrepiento de lo que he hecho -exclamó ella con rencor.
– ¡Pues lo harás! ¡No vas a salir indemne de esto! ¡Te mataría aquí mismo con mis propias manos! -amenazó con los dientes apretados.
Pero Antonio no esperaba en absoluto escuchar las palabras que oyó a continuación…
– ¡Adelante, hazlo! Sigue la tradición familiar. El amo golpea y la india recibe…
– ¿Qué has dicho? -Quedó paralizado al escuchar aquello.
– Ya sé todo lo que pretendías ocultarme. ¡Tú sabías quién era el padre de Agustín! ¡Sabías quién era el hombre que maltrataba a mi madre…! ¡Era Andrés Cifuentes, tu padre! ¡Tú eres quien ha mentido desde el principio! -gritó ahora Elena.
– Ya entiendo… -dijo alejándose de ella-. Has venido para ajustar cuentas, ¿verdad? Visitaste México el año pasado y entablaste contacto con tu familia, me lo ha contado el jefe de la Policía. Lo preparaste todo para ayudarle a escapar. ¡Viniste a vengarte de mi familia! ¡Confiesa de una vez! -gritaba sacudiéndola de nuevo por los hombros.
– ¡No! ¡No es verdad! ¡Yo jamás te mentí! ¡Pero tú sí lo hiciste!
– No te creo, te he calado bien y sé hasta dónde eres capaz de llegar con tus enredos ¡Eres una farsante!
– ¡No! Yo he actuado con honestidad. No conocí toda la verdad hasta que hablé con Agustín. Y le he ayudado porque es inocente. ¡Él no mató a tu padre!
– ¡Mientes! ¡Mientes tú y miente él! Sois tal para cual. Él es un asesino y tú una impostora.
– ¡No! ¡Estás equivocado! -Su voz temblaba entre lágrimas.
– ¿Merecía él tu lealtad más que yo, que te lo he dado todo? -reprochó con dolor-. ¡Tramposa! Eres una ramera… Me haces creer que eres débil, pero no es cierto.
– ¡Yo jamás te traicioné! ¡Fuiste tú quien mintió…! -Pero él ya no la escuchaba.
– ¡Esto no ha acabado aún! -Salió dando un portazo.
Había aflorado en él el lado oscuro que se agazapaba bajo el rostro de hombre enamorado. De nuevo estaba en sus manos, pero en peores condiciones que el día de la llegada, porque ahora era ella el blanco de su venganza. ¿Y Agustín? ¿Qué suerte habría corrido? Antonio había recuperado el brazalete, luego ya habían estado frente a frente… Probablemente los sicarios contratados para cazarle habían realizado ya su trabajo.
Sobre la mesa del salón descansaban dos botellas vacías de tequila. Antonio estaba tumbado en el sofá, mirando la lámpara del techo, repasando una a una las cuentas de cristal y reprochándose a sí mismo cómo pudo ser tan cándido, cómo pudo creer en sus palabras, en su amor. No. Las mujeres así no existían. ¿Cómo pudo pensar que sí? Era una cínica, acababa de comprobarlo: vino dispuesto a censurar la deslealtad que había cometido y ella se atrevió a reprobar su conducta… La rabia regresó y le hizo incorporarse como un resorte, encaminándose otra vez a su dormitorio.
– ¡Desnúdate, india, ha llegado el patrón! -gritó acercándose con pasos tambaleantes.
– Antonio, estás bebido. Por favor vete a dormir, déjame sola -suplicó Elena al observar, aterrorizada, la rabia que desprendían sus ojos.
Antonio se abalanzó en la cama sobre ella. Elena forcejeó con fuerza para deshacerse de él, pero todo fue inútil: le había inmovilizado las manos sobre la cabeza, aprisionándola bajo su pesado cuerpo.
– ¿Quieres que te haga el amor? ¡Vamos, empieza a gemir, finge como lo hiciste la otra noche! ¡Embustera, zorra…!
– Eres un indeseable, como tu padre -masculló con desprecio, inmovilizada en el lecho.
Aquel insulto le derribó otra vez, dejándole paralizado.
– Yo no soy como él -balbució incorporándose despacio hasta quedar en posición erguida-. Yo no soy como él -repitió, mientras abandonaba la habitación con paso lento y fatigado.
Elena abrió con esfuerzo el portón principal de la casa y salió. Un soplo de aire frío vino a su encuentro. Todo estaba oscuro, apenas iluminado el muro principal por dos grandes farolas de hierro macizo que colgaban sobre la gran puerta de entrada. Con paso vacilante comenzó a caminar en la oscuridad sin rumbo definido. Se sentía atropellada, decepcionada por el hombre que días antes le había jurado amor eterno y al que correspondió con honestidad. Era él el impostor, y no ella. Era él el embustero, quien había tratado por los medios más execrables de convencerla de la maldad de su abuelo, un hombre al que ella había respetado y amado durante toda su vida. Antonio era un ser sin conciencia, un farsante que no había tenido escrúpulos para obligar a mentir a las sirvientas con el fin de salvaguardar el honor de su propio padre.
Una fina lluvia vino a humedecer la fresca madrugada. En su aturdida caminata llegó a perder la orientación al descubrir que las luces del gran portón habían desaparecido de su vista. La lluvia caía imparable y le empapaba las ropas y el cabello, que cada vez se hacían más pesados sobre su cuerpo mientras miles de gotas rodaban por su rostro. Sintió cómo sus pies resbalaban sobre el fango y el agua la cubrió hasta las rodillas. Advirtió entonces que estaba junto al río y giró hacia el norte; al fin divisó el árbol de la diana, su hogar. Allí se arrodilló entre lágrimas bajo las ramas, gritando de dolor y rabia hasta desfallecer e invocando a su madre. Estaba calada hasta el alma y tiritando de frío en aquel viejo tronco que formaba una hendidura y la recibía como si de un trono se tratara. Las ramas colgantes la protegieron de la lluvia y se sintió reconfortada en aquel lugar de su infancia. Agustín y sus amigos jugaban cerca de ella y su madre le insuflaba una cálida brisa desde el más allá. Cerró los ojos y sintió que traspasaba el espejo.
¡En casa de nuevo!
Su abuela Isabel cosía un precioso vestido y José hacía un solitario con las cartas. Estaban en el patio, bajo la sombra de un centenario limonero. Elena leía un libro sentada en una mecedora junto a ellos y planeaba su futuro ideal: una vida tranquila y feliz junto a un hombre bueno con el que compartirla. Deseaba dar a sus hijos lo que ella nunca tuvo: alguien a quien llamar papá y mamá. Nunca había sido ambiciosa y jamás había pedido más de lo que ya tenía; se conformaba con aquel presente y rezaba para que durase eternamente.