38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 34

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Capítulo32

Antonio despertó tirado en el sofá con una fuerte resaca. Sentía un punzante puñal clavado en lo más hondo de su orgullo que le impedía pensar, hablar, levantarse. «¡Mentirosa!» La furia no se había apagado después de varios litros de alcohol. Aún se moría de ganas de verla, aunque fuese para insultarla de nuevo, pero necesitaba verla de nuevo. Subió despacio, recordando y repitiendo en su memoria los reproches que Elena le había dedicado. Se introdujo en su habitación, pero la cama estaba vacía y comenzó a gritar su nombre por toda la casa como un poseso.

El sol empezaba a descender tras las montañas cuando Elena sintió una fuerte presión en los brazos; al abrir los ojos topó con los de Antonio, inclinado frente a ella. Instintivamente protegió su rostro con las manos.

– ¡Dios! Llevo horas buscándote, estás empapada -dijo despojándose de su cazadora de piel y cubriéndola con ella-. Vamos a casa -ordenó, ayudándola a levantarse.

Recorrieron el trayecto en un tenso silencio; Elena tiritaba de frío. Iba a descender del coche cuando sintió que él sujetaba su brazo para impedirlo.

– Anoche perdí el control; bebí demasiado. Lo siento -dijo arrepentido.

Ella ignoró sus palabras y abrió la puerta, pero él la retuvo.

– Dime que todo era cierto, dime que me quieres. Necesito creerte… -Su voz era la de un hombre vencido, ansioso por aceptar cualquier explicación.

– Ahora soy yo quien no te cree -respondió Elena con mirada de reproche.

La había manipulado sin contemplaciones, induciéndola a creer falsedades que nunca había aclarado y silenciando unos episodios vergonzosos y crueles. Él no la creyó la noche anterior cuando intentó aclararle su encuentro con Agustín, y ella no tenía intención de sacarle de su error. Que pensara lo que le viniera en gana. Jamás volvería a rebajarse ante él.

– Te odio -continuó con rencor-. Nunca más volveré a confiar en ti. No me arrepiento de lo que hice. Espero que tú sí. -Se soltó con rabia de su brazo, saliendo con la cabeza erguida y paso firme hacia el interior de la casa.

Durante su primer matrimonio, Antonio había instalado en la casa de la capital un circuito de grabación de todas las llamadas telefónicas. Colocó otro similar en el despacho de la hacienda al poco de heredarla. Nada ni nadie escapaba a su control. Su esposa le engañó, y él tenía archivos sonoros y fotográficos de todos sus pecados. Ahora se disponía a descubrir las traiciones de Elena. Sentado en la mesa de madera labrada comenzó a escuchar todas las llamadas generadas durante su ausencia, pero solo halló las que él mismo realizó desde Nueva York. Prestó atención a la del día anterior a su regreso: su voz sonaba diferente y se escuchó a sí mismo interesándose por ella, pues la sentía extraña y su conversación era fría y cortante; ahora conocía el motivo.

Pero su confusión aumentaba por momentos. Ella le había traicionado, le había mentido sobre la relación con su hermano, y sin embargo… Le había parecido sincera. En su aturdimiento trató de recordar las veces que hablaron acerca de su familia: en una ocasión ella le preguntó cómo era su madre. ¿Acaso no la conocía? Y las confidencias con Regina Gutiérrez los primeros días… Estaba dolida por haber sido abandonada. ¿No lo había hablado con Trinidad cuando la había visitado el año anterior? ¿Y su posterior entrevista con la sirvienta? Parecía haber creído todo lo que ella le contó, pero después volvió a la carga con sus dudas… ¿Conocía ya la verdad y fingió aceptar sus explicaciones? ¿Le estaba poniendo a prueba? Y la foto de su hermano… Elena no le reconoció en los carteles de la calle el día que salieron a cenar… ¿Habría mentido? Antonio no creía la historia de la nota escrita que dijo haber hallado para acudir a la cita, pero entonces ¿cómo contactaron? ¿Recibió ayuda en la hacienda? Imposible. Todos los sirvientes eran nuevos, excepto Lucía. Ninguno conocía a Elena ni a su hermano.

La incertidumbre comenzaba a minar su entendimiento. Tenía que desentrañar los motivos de su llegada a la finca, tenía que saber qué había averiguado, tenía que saber para qué había visitado México el año anterior.

– Disculpe, don Antonio. -Era Lucía desde la puerta del despacho-. La señora no se encuentra bien, creo que debería llamar al médico. Tiene mucha fiebre.

– Llámele inmediatamente -ordenó dirigiéndose apresuradamente al dormitorio.

Se sentó en la cama y la contempló de cerca, dormida, pálida. Se sintió abatido al verla tan vulnerable. Estaba unido a ella para siempre, a pesar de sus recelos. ¿Realmente había ido a la hacienda para vengarse? Ya no estaba tan seguro. Y si lo había planeado todo, ¿por qué no se había marchado después de ayudar a escapar a Agustín González? ¿Se había quedado solo para censurar su conducta? ¿Acaso esperaba convencerle de su inocencia? La duda estaba allí, extendida como un manto oscuro que cubría todo su entendimiento.

Había vuelto a ofenderla. Estaba arrepentido y reprimía el deseo de arrodillarse ante ella para suplicarle perdón… Pero debía controlar sus emociones. Él no era un hombre débil que se dejara llevar por un sentimiento, por mucho que este le atormentara.

Se acercó y posó sobre su frente una gasa húmeda para tratar de bajar la fiebre y advirtió que Elena se estremecía con aquel frío contacto abriendo los ojos, vidriosos y apagados, con la mirada desorientada.

– Estás aquí -murmuró Elena de forma imperceptible-. Tú también estás aquí. -Alargó su mano para tomar la de Antonio; él la asió con fuerza-. No has podido escapar… Ellos lo consiguieron al fin, acabaron con todos nosotros… -Una lágrima se deslizaba por su sien-. Al fin estamos juntos para siempre… papá, mamá, tú y yo… para siempre… -De repente sus ojos se cerraron y la mano perdió fuerza, regresando a la negra oscuridad, desde donde escuchó voces lejanas, lamentos desesperados sobre ella, fuertes brazos que la sacudían gritando su nombre…

No supo precisar cuánto tiempo estuvo dormida. En su estado el tiempo no contaba. Sentía dolor de garganta, de oídos, respiraba con dificultad, recordaba en una nebulosa el rostro de un desconocido sobre ella, auscultando su pecho y pinchando sus brazos. Despertó del profundo sueño para comprobar que todo era difuso y movedizo, como un paisaje a través de la niebla. En un estado semiinconsciente sentía que alguien tomaba su mano, acariciaba su frente, las mejillas, dibujaba su boca con el dedo. Al abrir los ojos reconoció aquella oscura mirada.

– Hola, ¿cómo te encuentras? -preguntó Antonio sobre ella.

– Muy cansada -respondió en un hilo de voz.

– La fiebre ha remitido y el médico dice que en unos días podrás volver a la normalidad.

– Quiero regresar a casa, a España. -Una lágrima descendió despacio y él la recogió con sus dedos.

– Vamos, no te fatigues, pronto estarás recuperada -respondió besando su frente.

Volvió a cerrar los ojos sin aliento para replicar.

Durante varios días siguió en cama. Antonio la visitaba cada tarde al regreso de la capital; era amable y correcto, pero se había instalado en el dormitorio contiguo y de aquel amor que se habían profesado hasta la irrupción de Agustín en sus vidas no quedaba rastro.

Elena dejó la cama a los pocos días y se esforzó en recuperar sus energías, con la firme decisión de salir adelante. Nuevos sentimientos latían en su interior y su rebeldía crecía a diario; el rencor hacia Antonio y la pena por la pérdida de su hermano estimulaban las ansias de seguir luchando y plantar cara. «¡Qué estúpida eres! -se decía-. ¡Jamás volverán a burlarse de ti!»

El dolor de oídos le invadía los huecos de la cabeza. Una mujer de mediana edad, delgada y eficiente, se había convertido en una sombra inseparable durante aquellos días, vigilando su recuperación y administrándole fármacos.

– Por favor, deme un analgésico y deje el bote de en mi mesilla; no quiero molestarla cada vez que los necesite.

– Lo siento, señora, pero tengo instrucciones del señor Cifuentes. No puedo dejarle aquí los medicamentos.

– ¿Y qué más instrucciones le ha dado?

– Quiere una puntual información sobre su estado a diario.

Deslizándose entre las cortinas, los últimos destellos del sol se despedían sobre los colores pálidos del sillón donde descansaba junto a la cristalera. Oyó la puerta y divisó la silueta de Antonio acercándose.

– Hola. Veo que te has levantado. La enfermera dice que te vas recuperando muy bien… -saludó con amabilidad sentándose frente a ella.

– Estoy mejor, gracias -dijo respondiendo a su interés pero sin mirarle.

– Me alegro. Voy a estar unos días fuera del país. Espero hallarte totalmente restablecida cuando regrese.

– Es posible -respondió con indiferencia.

Un incómodo silencio se extendió en la penumbra de la habitación.

– Es hora ya de que tengamos una conversación…

– Sí. Me debes algunas explicaciones.

– Siempre tan testaruda y provocadora… -dijo resignado moviendo la cabeza.

– Sé que no tienes costumbre de recibir respuestas inapropiadas, pero no tengo nada que contarte, siempre he sido sincera contigo.

– ¿Y cómo explicas tu viaje a este país el año pasado? ¿Vas a decirme que nunca estuviste aquí?

– Te dije el día de mi llegada que no conocía la capital, recuérdalo bien. Sí, estuve en México el verano pasado, pero nunca visité el Distrito Federal.

– Pero viniste a la hacienda -afirmó, esperando su reacción.

– Jamás había estado aquí -respondió con firmeza.

– No te creo… -replicó presionándola un poco más.

Ella le miró y bajó la cabeza, derrotada.

– ¿Crees que voy a pasarme toda la vida dándote explicaciones? Pues no. Esto es cuestión de fe: la tienes o no la tienes. No tengo más que decir.

– ¿Cómo me pides que tenga fe en ti? Has estado mintiéndome desde que llegaste. Ya no sé quién eres…

– ¡Yo jamás te he mentido! -replicó con vehemencia-. Pero tú sí lo hiciste. Confié en ti, salté al vacío hacia tus brazos esperando ser acogida entre ellos, pero me fallaste y fui a darme de bruces contra el suelo. Intentas responsabilizarme de unas faltas que no he cometido. Pues bien: no me avergüenzo de nada de lo que hice, pasado y presente, y si no apruebas mi comportamiento, terminemos de una vez y deja de atormentarme.

– ¿Acaso eres tú la única que vive atormentada? -bramó poniéndose en pie-. ¿Crees que puedo dormir tranquilo sin saber por qué estás aquí y para qué entraste en mi vida?

– Ojala yo tuviera esa respuesta. Vine a averiguar mis raíces y no hallé más que los obstáculos que tú colocaste para impedir que conociera la vergonzosa conducta de tu padre.

Antonio bajó los ojos, noqueado por aquellas duras palabras.

– No podemos elegir a nuestros padres. Son ellos los que deciden; solo nos queda aceptar sus pecados.

– Aceptarlos y encubrirlos, recurriendo incluso al engaño.

De nuevo sus ojos se cruzaron en silencio. Después Antonio abandonó la sala.

Al día siguiente partió temprano. Pero antes entró a verla. Estaba profundamente dormida y se acercó para arroparla. Elena despertó sobresaltada mientras la cubría con la colcha. Antonio se inclinó hasta quedar sentado en la cama y acercó su rostro al de ella, dirigiéndole una entrañable mirada despojada de resentimiento; primero apuntó a sus ojos, después a sus labios… Fue un momento mágico, volvían a ser ellos mismos envueltos en un profundo amor. De repente él se irguió bruscamente, abandonando la estancia sin dedicarle una palabra. Elena había presentido que su relación iba a ser una montaña rusa, y en aquellos momentos estaban descendiendo a velocidad de vértigo. El orgullo herido se había instalado entre los dos, impidiendo una equilibrada reconciliación.

Durante varios días estuvo sola en la gran casa. Se sentía en un ambiente hostil, una exiliada en aquel hogar que ya no era suyo, y el punzante filo del desamparo le desgarraba el alma. Nada de lo que allí había le pertenecía, ni siquiera se vestía con la ropa que él le había regalado. Era una intrusa habitando una propiedad ajena, oprimida entre un presente que se había tornado cruel y un pasado desconcertante que la había vapuleado al intentar recuperarlo. Se había convertido en una víctima, en un daño colateral de la feroz contienda que se había librado, donde un ser inocente había perdido la vida llevándose para siempre el único testimonio de un pasado cruel y despiadado. Pero el vencedor y verdugo pertenecía al presente, y le tenía presente, y pronto se convertiría en pasado. Ella misma iba a convertirse en pasado para él. Nada la retenía en aquel país: su familia ya no existía y el hombre que prometió amarla eternamente la había decepcionado. Se acurrucó en el sofá y lloró con amargura añorando la cercanía de un ser querido. Jamás había estado tan sola, sin una mano que estrechar, ni un cuerpo que abrazar, sin nadie con quien hablar. Todos la habían abandonado. Pensó que era ya tiempo de regresar a casa y retomar su vida.

– Señora, es don Antonio desde Chicago. Desea hablar con usted. -Una criada irrumpió en el dormitorio con el teléfono inalámbrico.

– Dígale que estoy dormida -respondió sin hacer ademán de tomarlo.

La mujer quedó con la mano suspendida en el aire, desconcertada. Por un momento no supo qué hacer con el aparato, al que miraba alternándolo con los ojos de Elena. Por fin salió de la estancia y decidió llevárselo al oído.

– Don Antonio…

– Lo he escuchado, no se moleste.